lain Banks

Pensad en Flebas

Ediciones Martínez Roca, S. A.

Colección dirigida por Alejo Cuervo

Traducción de Albert Solé

Cubierta: Geest/H0verstad

Ilustración: Roy Virgo, Young Artists/Thomas Schlück Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la

reproducción total o parcial de esta obra por

cualquier medio o procedimiento, comprendidos la

reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos, así como la exportación e importación de esos ejemplares para su distribución en venta, fuera del ámbito de la Comunidad Económica Europea. Título original: Considerer Phlebas,

publicado por Macmillan London Ltd., Londres.

© 1987, lain Banks

© 1991, Ediciones Martínez Roca, S. A.

Gran Via, 774, 7.°, 08013 Barcelona

ISBN 84-270-1554-2

Depósito legal B. 37.306-1991

Fotocomposición de Pacmer, S. A., Miquel Ángel, 70-72,08028 Barcelona Impreso por Libergraf, S. A., Constitució, 19,08014 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain

La idolatría es peor que cualquier mortandad.

El Corán, 2:190

Ya seas judío o gentil

Oh, tú que haces girar el timón y vuelves tu cara

hacia allí de donde llega el viento,

Piensa en Flebas, quien en tiempos fue tan alto y

hermoso como tú.

T. S. Eliot,

La tierra baldía, IV

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Prologo

La nave ni tan siquiera tenía nombre. La fábrica que la construyó

había sido evacuada hacía mucho tiempo, por lo que no llevaría a bordo ninguna tripulación humana y, por la misma razón, no poseía sistemas de apoyo vital o unidades de alojamiento. No tenía número de clase o designación de la flota porque era un híbrido mestizo construido con fragmentos y piezas procedentes de varios tipos de nave; y no tenía nombre porque la fábrica no podía perder el tiempo en esos pequeños detalles.

La fábrica fue montando la nave como buenamente pudo con la cada vez más reducida cantidad de componentes de que disponía, aunque la mayor parte de los sensores y los sistemas de armamento y energía eran defectuosos, estaban anticuados o necesitaban un buen repaso. La fábrica de naves sabía que su destrucción era inevitable, pero existía una posibilidad de que su última creación tuviera la velocidad y la suerte necesarias para escapar. El único componente perfecto y carente de precio del que la fábrica sí disponía era la poderosísima Mente alrededor de la que había construido el resto de la nave. La Mente poseía capacidades inmensas, aunque aún era algo tosca y carecía de entrenamiento, y si lograba llegar hasta un lugar seguro la fábrica de naves creía que podía hacer grandes cosas. Y, además, existía otra razón -la auténtica razón-, para que la madre en cuyos astilleros había nacido no le hubiese dado un nombre a la nave de combate que era su hija. La madre estaba convencida de que, dejando aparte todo lo anterior, también había otra cosa de la que no disponía: esperanza.

La nave abandonó la zona de construcción de la fábrica con casi todos los retoques finales pendientes. Aceleró al máximo -su rumbo sería una espiral de cuatro dimensiones que cruzaría por el centro de una ventisca de estrellas donde sabia que solo la aguardaba el peligro-, y los viejos motores de una nave que ya no existía la hicieron entrar en el hiperespacio. Usó los sensores dañados en combate que habían pertenecido a otra nave para ver como su lugar de nacimiento desaparecía a popa, y comprobó los anticuados sistemas de armas que habían pertenecido a una tercera nave. En el interior de su cuerpo nacido para la batalla los robots constructores se movían por los espacios angostos sometidos a la falta de luz y calor del vacío tratando de instalar o completar sensores, desplazadores, generadores de campo, disruptores de escudos, campos láser, cámaras de plasma, depósitos de cabezas de guerra, unidades de maniobra, sistemas de reparación y los miles de otros componentes básicos o secundarios necesarios para que un navío de combate pudiera funcionar como tal. La estructura interna de la nave fue cambiando a medida que cruzaba las inmensidades de espacio vacío que se extienden por entre los sistemas estelares, volviéndose menos caótica y más ordenada a cada nueva tarea completada por los robots obreros. Cuando llevaba varias decenas de horas de su primer viaje, la nave comprobó su sensor de seguimiento enfocándolo hacia la ruta que había seguido y captó una terrible y aniquiladora explosión detrás de ella, justo allí donde había estado la fábrica. Vio expandirse la flor de radiación durante un tiempo, enfocó el campo de observación hacia lo que tenía delante e hizo fluir todavía más energía por sus ya sobrecargados motores.

La nave hizo cuanto le era posible para eludir el combate. Se mantuvo lejos de las rutas donde era más probable que encontrara las naves enemigas; y trató cada indicación de la proximidad de una nave como si fuera un avistamiento hostil confirmado. Zigzagueó, trazó curvas, subió y bajó mientras iba siguiendo un curso en espiral lo más rápido que podía, cruzando el fragmento del brazo galáctico en el que había nacido por el camino más directo que se atrevía a utilizar, dirigiéndose hacia los confines del gran istmo y el espacio comparativamente vacío que se extendía más allá de éste. Si lograba llegar al comienzo del miembro siguiente quizá se encontrara a salvo.

Y justo cuando estaba llegando a esa primera frontera, allí donde las estrellas se alzaban como un acantilado reluciente junto al vacío..., fue detectada.

La casualidad hizo que los rumbos de una flota de navíos hostiles se aproximaran lo suficiente al seguido por la nave. La flota detectó su ruidoso y tosco caparazón de emisiones y se dispuso a interceptarla. La nave se metió de lleno en la abrumadora oleada de su ataque. Superada en armamento, lenta, vulnerable... Apenas necesitó un instante para com-prender que ni tan siquiera tenía la posibilidad de infligir algún daño a la flota enemiga.

Decidió destruirse. Hizo estallar todas las cabezas de guerra de que disponía, liberando repentinamente tal cantidad de energía que, durante un segundo y sólo en el hiperespacio, el destello luminoso creado por la explosión superó en brillantez a las emisiones de una enana amarilla de un sistema estelar cercano.

Un instante antes de que la nave se convirtiera en plasma la mayoría de los miles de cabezas de guerra se dispersaron a su alrededor y estallaron formando una esfera de radiación cada vez más grande a través de la que cualquier huida parecía imposible. La totalidad del enfrentamiento duró una fracción de segundo, y al final de éste hubo algunas millonésimas de segundo durante las que los ordenadores de combate de la flota enemiga analizaron el laberinto tetradimensional de radiaciones en expansión y comprendieron que existía una salida asombrosamente complicada e improbable que permitiría escapar a los cascarones concéntricos de energías en erupción que estaban desplegándose como los pétalos de una flor inmensa entre los sistemas estelares. Aun así, no era un camino que la Mente de un navío de combate tan pequeño y anticuado hubiera podido planear, crear y seguir. Cuando se dieron cuenta de que la Mente de la nave había seguido ese camino y había atravesado su pantalla de aniquilación, ya era demasiado tarde para impedir que abandonara el hiperespacio y cayera hacia el pequeño y frío cuarto planeta que giraba alrededor del solitario sol amarillo del sistema cercano.

Y también era demasiado tarde para hacer algo respecto a la luz emitida por la detonación de las cabezas de guerra. La explosión había sido calculada para que crease un tosco código y describiera el destino de la nave, así como la posición y el estado de la Mente durante su huida. El código sería legible para cualquiera que captase la progresión de aquella luminosidad irreal a través de la galaxia. Lo peor de todo, quizá

-y si su diseño les hubiera permitido algo semejante, aquellos cerebros electrónicos habrían sentido un terrible abatimiento-, era que el planeta hacia el que la Mente se había dirigido abriéndose paso a través de su pantalla de explosiones no entraba en la categoría de mundos que podían limitarse a atacar o destruir, y ni tan siquiera en la de aquellos que les estaba permitido visitar. Era el Mundo de Schar, muy cerca de la región de espacio estéril llamada el Golfo Sombrío que se extiende entre dos franjas de la galaxia. Era uno de los mundos prohibidos a los que se conoce como Planetas de los Muertos.

1

Sorpen

El nivel del líquido había llegado a su labio superior. Tenía la cabeza pegada a las piedras que formaban la pared de su celda, pero aun así

su nariz apenas quedaba por encima de la superficie. No conseguiría liberarse las manos a tiempo; iba a ahogarse. Una parte de su mente intentó reconciliarle con la idea de su muerte. Iba a morir en la oscuridad de aquella celda, rodeado por su pestilencia y su calor, con el sudor corriendo por su frente y sobre sus tensos párpados mientras el trance seguía y seguía... Pero había algo más, algo que se negaba a desaparecer, algo inútil y que sólo servía para molestarle, como un insecto invisible zumbando en el silencio de una habitación. Era una frase irrelevante y carente de sentido, una frase tan vieja que ya no recordaba dónde la había oído o leído, y la frase daba vueltas y más vueltas dentro de su cabeza como una canica girando dentro de un recipiente:

«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios de los familiares más próximos al nuevo Rey Anual ahogándolos en las lágrimas del Empatauro Continental durante su Estación de la Tristeza.»

Poco después de que comenzara su ordalía el trance aún no había llegado a ser tan profundo, y hubo un momento en el que se preguntó

qué sucedería si vomitaba. Ocurrió cuando las cocinas del palacio unos quince o dieciséis pisos por encima de su cabeza, si sus cálculos eran correctos-, enviaron sus desperdicios por la sinuosa red de cañerías y conductos que terminaban en el recinto de la alcantarilla. El torrente de líquido gorgoteante había dejado libre un poco de comida podrida que debía de llevar allí desde la última vez en que algún pobre desgraciado se ahogó entre la basura y los excrementos, y fue entonces cuando tuvo la sensación de que podía acabar vomitando. Comprender que eso no alteraría en nada el momento de su muerte casi le resultó

consolador.

Después sucumbió a ese estado de nerviosa frivolidad que aflige en algunas ocasiones a los que se encuentran atrapados por una amenaza letal y no pueden hacer nada salvo esperar, y se preguntó si el llorar aceleraría su muerte. En teoría sí, aunque en términos prácticos la cantidad de líquido representada por las lágrimas era totalmente irrelevante; pero ése fue el momento en que la frase empezó a dar vueltas por su cabeza.

«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios...»

El líquido que podía oler, sentir y oír con una claridad excesiva -y que probablemente también habría podido ver con esos ojos suyos que distaban tanto de ser corrientes, suponiendo que los hubiera tenido abiertos-, se agitó y entró en contacto con la base de su nariz. Sintió

como se introducía por sus fosas nasales, llenándolas con una pestilencia que le revolvió el estómago. Pero meneó la cabeza, intentó conseguir que su cráneo quedara todavía más pegado a las piedras y aquella sopa repugnante se alejó. Expulsó el aire por la nariz y sintió que podía volver a respirar.

Ya no faltaba mucho. Volvió a examinar sus muñecas, pero era inútil. Necesitaría otra hora o más, y sólo disponía de minutos, suponiendo que tuviera suerte.

Y, de todas formas, el trance ya había empezado a disiparse. Estaba volviendo a lo que era la conciencia casi total, como si su cerebro quisiera saborear plenamente el momento de su muerte y su propia extinción. Intentó pensar en algo profundo o ver cómo su vida pasaba velozmente ante sus ojos, o recordar repentinamente algún viejo amor, una profecía o premonición olvidada desde hacía mucho tiempo; pero no había nada, sólo una frase hueca y desprovista de significado, y las sensaciones lógicas de alguien que se está ahogando en la basura y los excrementos de otras personas.

«Viejos bastardos», pensó. Uno de sus pocos rasgos de originalidad o humor había sido el planear una forma elegante e irónica de morir. Oh, sí, qué adecuado debía parecerles mientras arrastraban sus cuerpos decrépitos hasta las letrinas de la sala de banquetes para, literalmente, defecar sobre todos sus enemigos y matarles con ese acto. La presión del aire estaba aumentando y un distante rugido líquido le indicó que se aproximaba otra oleada procedente de las alturas. «Viejos bastardos... Bueno, espero que al menos hayas mantenido tu promesa, Bal veda.»

«Los Jinmoti de Bozlen Dos matan a los asesinos rituales hereditarios...», pensó una parte de su cerebro mientras las cañerías del techo borboteaban y un chorro de basura y excrementos caía sobre la masa de líquido caliente que casi llenaba la celda. La ola pasó por encima de su rostro y retrocedió dejándole la nariz libre durante un segundo, con lo que le proporcionó el tiempo suficiente para llenarse los pulmones de aire. Después el líquido fue subiendo lentamente de nivel hasta volver a rozarle la base de la nariz, y se quedó allí.

Contuvo el aliento.

Cuando le colgaron al principio sintió dolor. Sus manos atadas y recubiertas por tensas bolsas de cuero quedaban justo encima de su cabeza. Estaban sujetas por gruesos aros de hierro incrustados en las paredes de la celda que soportaban todo su peso. Le habían atado los pies, dejándolos colgar en el interior de un tubo de hierro también unido a la pared, lo que le impedía descargar su peso sobre los pies o las rodillas y, al mismo tiempo, hacía que sólo pudiera mover las piernas un palmo en cualquier dirección. El tubo terminaba justo por encima de sus rodillas; encima de él sólo había un viejo taparrabos manchado que cubría la mugrienta desnudez de su cuerpo senil. Eliminó el dolor procedente de sus muñecas y sus hombros antes de que los cuatro corpulentos centinelas -dos de ellos subidos en escaleras-, hubieran terminado de colocarle en aquella posición. Aun así, podía sentir una especie de cosquilleo en su nuca, la indicación de que debería estar sufriendo algún dolor. El lento ascenso del líquido pestilente que caía en su celda-alcantarilla había hecho flotar su cuerpo, y la sensación fue disminuyendo gradualmente hasta desaparecer. Empezó a sumirse en el trance apenas se hubieron marchado los centinelas, aun sabiendo que probablemente no le serviría de nada. Su soledad no duró mucho. La puerta de la celda volvió a abrirse cuando sólo habían transcurrido unos minutos, la luz del pasillo hizo retroceder la oscuridad y un centinela dejó caer una pasarela metálica sobre las húmedas losas que formaban el suelo de la celda. Detuvo el trance del Cambio y giró la cabeza tensando el cuello para ver a su visitante. La marchita y encorvada silueta de Amahain Frolk, ministro de seguridad de la Gerontocracia de Solpen, entró en la celda empuñando un báculo que emitía una fría claridad azulada. El anciano le sonrió, asintió con expresión aprobadora y se volvió hacia el pasillo. Alzó una mano flaca y pálida y le hizo señas de que entrase a alguien que estaba fuera de la celda. El prisionero supuso que debía de ser Balveda, agente de la Cultura y, en efecto, era ella. Los pies de la mujer se movieron con agilidad sobre la pasarela metálica, su cabeza giró lentamente para contemplar lo que la rodeaba y sus ojos acabaron posándose en la silueta suspendida de la pared. El prisionero sonrió y movió la cabeza en un intento de saludarla, sintiendo como sus orejas rozaban la desnudez de sus brazos.

-¡Balveda! Tenía la corazonada de que volveríamos a encontrarnos... ¿Has venido para ver al anfitrión de la fiesta?

Se obligó a sonreír. Oficialmente, aquél era su banquete; era el anfitrión. Otra de las pequeñas bromas de la Gerontocracia... Esperaba que su voz no contuviera ninguna huella de miedo.

Perosteck Balveda, agente de la Cultura, le sacaba toda una cabeza de ventaja al anciano que estaba en pie junto a ella, y seguía siendo asombrosamente bella incluso bajo la pálida claridad azulada del báculo. El prisionero vio como meneaba lentamente su hermoso y delicado cráneo. Su corta cabellera negra cubría su cabeza igual que una sombra.

-No -dijo-. No quería verte ni despedirme de ti.

-Tú me has traído aquí, Balveda -dijo el prisionero en voz baja.

-Sí, y es aquí donde debes estar -dijo Amahain-Frolk, avanzando por la pasarela todo cuanto pudo sin perder el equilibrio y verse obligado a pisar las húmedas losas del suelo-. Yo quería torturarte antes, pero la señorita Balveda aquí presente... -el ministro volvió la cabeza hacia la mujer y su voz aguda y estridente creó ecos en la celda-, intercedió por ti, aunque sólo Dios sabe qué razones puede tener para ello. Pero no cabe duda de que éste es el sitio donde debes estar, asesino. Alzó el báculo y lo blandió ante el hombre casi desnudo que colgaba de la sucia pared de la celda. Balveda se contempló los pies, apenas visibles bajo el extremo de la larga túnica gris que cubría su cuerpo. La luz del pasillo se reflejaba en el pendiente circular suspendido de una cadena que llevaba alrededor del cuello y lo hacía brillar. Amahain-Frolk retrocedió hasta quedar detrás de ella, alzó el báculo luminoso y contempló al prisionero con los ojos entrecerrados.

-¿Sabes una cosa? Incluso ahora... Casi podría jurar que es Egratin quien está colgado de la pared. Apenas... -Meneó su flaca y huesuda cabeza-. Apenas si puedo creer que no es él. Al menos, no hasta que abre la boca... ¡Dios mío, estos Cambiantes son unas criaturas peligrosas y aterradoras!

Se volvió hacia Balveda. La agente se pasó la mano por la nuca alisándose el cabello y bajó los ojos hacia el anciano.

-También son un pueblo antiguo y orgulloso, Ministro, y quedan muy pocos de ellos. ¿Puedo pedirle un poco más de tiempo? Por favor... Déjele vivir. Quizá... El Gerontócrata alzó una mano flaca y nudosa ante ella y su rostro se retorció en una mueca.

-¡No! Señorita Balveda, haría bien olvidándose de todo el asunto. No siga pidiendo clemencia para este..., este asesino, este espía cobarde y traicionero. ¿Acaso cree que podemos tomarnos a la ligera el que asesinara a uno de nuestros ministros de Ultramundo y adoptara su personalidad? ¿Qué daños podría haber causado esta.., esta criatura?

¡Vaya, pero si cuando la arrestamos dos de nuestros guardias murieron a causa de unos meros arañazos! ¡Y otro ha quedado ciego de por vida después de que este monstruo le escupiera en los ojos! Bien, no importa... -Amahain-Frolk contempló al hombre encadenado a la pared y sonrió despectivamente-. Ya le hemos dejado sin dientes para herir, y tiene las manos encadenadas para que no pueda arañarse. -Se volvió nuevamente hacia Balveda-. ¿Dice que ya quedan muy pocos de ellos?

Pues yo digo que es una suerte, y digo que pronto habrá uno menos. -El anciano entrecerró los ojos y contempló a la mujer-. Le agradecemos que nos revelara la auténtica identidad de este suplantador y asesino, pero no crea que eso le otorga el derecho a decirnos lo que debemos hacer. Algunos Gerontócratas no quieren tener ni la más mínima relación con ninguna influencia exterior, y sus voces se hacen más fuertes a medida que la guerra se aproxima a nosotros. No creo que le convenga indisponerse con aquellos que apoyamos su causa. Balveda frunció los labios, volvió a clavar los ojos en sus pies y cruzó sus delgadas manos a su espalda. Amahain-Frolk se había encarado con el hombre que colgaba de la pared y estaba agitando su báculo ante él mientras hablaba.

-¡Pronto habrás muerto, impostor, y los planes de tus amos para dominar nuestro pacífico sistema morirán contigo! El mismo destino aguarda a cualquiera que pretenda invadirnos. Nosotros y la Cultura somos... El prisionero meneó la cabeza todo cuanto pudo y le interrumpió

con un rugido.

-¡Frolk. eres un idiota! -El anciano se encogió sobre sí mismo como si hubiera recibido un golpe físico. El Cambiante siguió hablando-. ¿No te das cuenta de que acabaréis siendo conquistados? Probablemente serán los idiranos, pero si no son ellos será la Cultura. Ya no controláis vuestros destinos; la guerra ha puesto fin a todo eso. Este sector no tardará en ser una parte más del frente..., a menos que lo convirtáis en una parte de la esfera idirana. Me enviaron para deciros aquello que ya deberíais saber, no para que os engañara y os hiciera cometer actos que luego lamentaríais. Por el amor de Dios, viejo, los idiranos no se os comerán crudos...

-¡Ja! ¡Pues por su aspecto nadie lo diría! Monstruos con tres pies; invasores, asesinos, infieles... ¿Y quieres que nos unamos a ellos?

¿Quieres que nos aliemos con monstruos que miden tres zancadas de alto? ¿Quieres que nos arrastremos bajo sus pezuñas y que adoremos a esos falsos dioses suyos?

-Al menos ellos tienen un Dios, Frolk. La Cultura ni tan siquiera tiene eso. -El esfuerzo de concentración que le exigía el hablar estaba haciendo que volviera a notar el dolor de sus brazos. Cambió de posición todo cuanto pudo y volvió a bajar los ojos hacia el ministro-. Al menos ellos piensan igual que vosotros. La Cultura no.

-Oh, no, amigo mío, oh, no. -Amahain-Frok alzó una mano y meneó la cabeza-. No creas que te será tan fácil sembrar las semillas de la discordia.

-Dios mío... Viejo estúpido. -El prisionero se rió-. ¿Quieres saber quién es el auténtico representante de la Cultura en este planeta? No es ella. -Señaló a la mujer con la cabeza-. Es la rebañadera automática de carne que la sigue a todas partes, ese proyectil cuchillo suyo... Puede que ella tome las decisiones y el proyectil quizá haga lo que ella le dice, pero esa cosa es el auténtico emisario. Eso es lo único que interesa a la Cultura: las máquinas. Crees que el que Balveda tenga dos piernas y la piel suave hace que debáis poneros de su lado, pero en esta guerra sólo hay un bando que esté de parte de la vida, y es el de los idiranos y sus aliados...

-Bueno, pronto habrás muerto y podrás dejar de preocuparte por qué bando defiende la causa de la vida. -El Gerontócrata lanzó un bufido y miró a Balveda, quien estaba contemplando al hombre encadenado a la pared con el ceño fruncido-. Salgamos de aquí, señorita Balveda -dijo Amahain-Frolk, dándose la vuelta y cogiendo a la mujer por el brazo para guiarla hacia el pasillo-. La presencia de esta..., esta cosa me resulta todavía más pestilente que la celda.

Y entonces Balveda alzó los ojos hacia él ignorando al diminuto ministro que intentaba llevarla hacia la puerta. Clavó los ojos en el prisionero como si intentara atravesarle con la límpida negrura de sus ojos y extendió los brazos a los costados.

-Lo lamento -le dijo.

-Lo creas o no, yo también lo lamento -replicó él asintiendo con la cabeza-. Pero prométeme una cosa, Balveda. Prométeme que esta noche comerás y beberás poco... Me gustaría pensar que allí arriba hay una persona que está de mi parte y que esa persona quizá sea mi peor enemigo.

Había tenido la intención de que sus palabras sonaran como un desafío irónico, pero cuando las pronunció se dio cuenta de que en ellas no había nada salvo amargura. Apartó los ojos del rostro de la mujer.

-Lo prometo -dijo Balveda.

Se dejó llevar hasta la puerta y la pálida luz azulada se fue alejando del húmedo recinto de la celda, haciéndose cada vez más débil. Balveda se detuvo en el umbral. El prisionero podía verla si estiraba el cuello al máximo. Se dio cuenta de que el proyectil cuchillo también estaba allí: probablemente había estado todo el tiempo dentro de la celda, pero no había visto su reluciente y esbelto cuerpo flotando en la oscuridad. El proyectil cuchillo se movió y el prisionero clavó la mirada en los oscuros ojos de Balveda. Durante un segundo pensó que Balveda le había dado instrucciones de que le matase deprisa y en silencio mientras su cuerpo se interponía entre él y Amahain-Frolk, y su corazón latió con más fuerza. Pero la máquina diminuta se limitó a pasar junto al rostro de Balveda y desapareció en el pasillo. Balveda alzó una mano en un gesto de adiós.

-Adiós, Bora Horza Gobuchul -dijo.

Se dio la vuelta rápidamente, bajó de la pasarela y salió de la celda. El centinela tiró de la pasarela hasta hacerla desaparecer y la puerta se cerró acompañada por el roce de las pestañas de goma sobre las losas mugrientas. Los sellos internos entraron en funcionamiento con un siseo haciendo que la puerta se convirtiera en un panel hermético que no dejaría escapar ni una sola gota de líquido. El prisionero se quedó inmóvil y contempló el suelo invisible durante un momento antes de volver al trance que Cambiaría sus muñecas, adelgazándolas lo suficiente para que pudiese escapar. Pero algo oculto en la extraña solemnidad con que Balveda pronunció su nombre, como si lo articulara por última vez, había hecho que un inmenso peso invisible le aplastara las entrañas y, en el caso de que no lo hubiera sabido antes, entonces supo que no habría escapatoria.

«...ahogándolos en las lágrimas...»

¡Sus pulmones estaban a punto de reventar! Su boca temblaba espasmódicamente, su garganta casi había sucumbido a las náuseas y tenía las orejas llenas de líquido pestilente, pero aun así pudo oír un terrible rugido y vio luces en la negrura. Los músculos de su estómago estaban tensándose y relajándose, y tuvo que apretar las mandíbulas para impedir que su boca se abriese buscando el aire que no estaba allí. Ahora. No... Ahora tenía que rendirse. Todavía no... Sí, ahora seguramente sí. Ahora, ahora, ahora, en cualquier segundo; tenia que rendirse a ese horrendo vacío negro que había en su interior... Tenía que respirar... ¡Ahora!

Y antes de que pudiera abrir la boca algo aplastó su cuerpo contra la pared haciendo que las piedras se clavaran en su carne como si un puño de hierro gigantesco le hubiera golpeado. Dejó escapar el aire rancio que había estado conteniendo dentro de sus pulmones en una sola exhalación convulsiva. Su cuerpo se había enfriado repentinamente, y todas las partes de él que se hallaban en contacto con la pared palpitaban de dolor. Al parecer la muerte era peso, dolor, frío... y demasiada luz... Alzó la cabeza. Vio la luz y lanzó un gemido. Intentó distinguir algo, intentó aguzar el oído. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué respiraba? ¿Por qué volvía a pesar tanto? Su cuerpo intentaba arrancarle los brazos de los hombros; la carne de sus muñecas se había desgarrado hasta casi mostrar el hueso. ¿Quién le había hecho todo esto?

La pared de enfrente se había convertido en un inmenso agujero de contornos irregulares cuya parte inferior se extendía por debajo del suelo de la celda. Los excrementos y la basura habían huido por aquel agujero. Los últimos riachuelos de líquido pestilente se deslizaron con un siseo sobre los bordes calientes del agujero produciendo vapores que se enroscaron alrededor de la silueta que impedía el paso del aire y de casi toda la luz procedente del exterior de Sorpen. La silueta medía tres metros de alto y guardaba un vago parecido con una pequeña nave espacial blindada sostenida por un trípode de patas muy gruesas. Su casco parecía lo bastante grande para contener tres cabezas humanas puestas en fila. Una de sus gigantescas manos sostenía casi despreocupadamente un cañón de plasma tan pesado que Horza habría necesitado las dos manos sólo para levantarlo; la otra mano de la criatura sostenía un arma algo más grande. Detrás de ella había una plataforma artillera idirana iluminada por el resplandor de las explosiones. Estaba acercándose al agujero, y Horza pudo sentir las vibraciones a través del hierro y la piedra a los que estaba encadenado. Alzó la cabeza para saludar al gigante inmóvil en el centro de la brecha y trató de sonreír.

-Bueno... -graznó. Su voz se convirtió en un balbuceo y tuvo que escupir-. Os lo habéis tomado con calma, ¿eh?

2 La mano de Dios

137

Fuera del palacio el límpido cielo de una fría tarde invernal estaba lleno de lo que parecía nieve resplandeciente.

Horza se detuvo en la rampa que llevaba a la lanzadera de combate, alzó los ojos y miró a su alrededor. Las paredes desnudas y las esbeltas torres de la prisión-palacio vibraban y reflejaban las detonaciones y destellos de los combates mientras las plataformas de artillería idiranas iban y venían disparando de vez en cuando. La brisa las envolvía en grandes nubes de señuelos procedentes de los morteros antiláser instalados en el techo del palacio. Una ráfaga más fuerte que las demás hizo que unos cuantos señuelos metálicos se desplazasen hacia la lanzadera, y Horza se encontró con un lado de su cuerpo húmedo y pegajoso repentinamente cubierto de plumaje reflectante.

-Por favor... La batalla aún no ha terminado -atronó la voz del soldado idirano que había a su espalda en lo que, probablemente, tenía intención de que fuese un murmullo. Horza se volvió hasta quedar de cara al corpachón blindado y alzó

los ojos hacia el visor del casco del gigante, donde pudo ver reflejado su rostro de viejo. Tragó una honda bocanada de aire, asintió con la cabeza, se dio la vuelta y fue hacia la lanzadera con paso un poco vacilante. Un destello luminoso proyectó su sombra en diagonal ante él, y la onda expansiva de una gran explosión producida en algún punto del interior del palacio hizo bailar el aparato mientras la rampa se hundía en el casco.

«Por sus nombres les conocerás», pensó Horza mientras se duchaba. Las Unidades Generales de Contacto de la Cultura -que habían soportado el peso principal de los primeros cuatro años de guerra en el espa-cio-, siempre habían escogido nombres extravagantes y pintorescos. Incluso las nuevas naves de guerra que estaban empezando a producir a medida que sus fábricas completaban los pasos necesarios para contribuir al esfuerzo bélico preferían nombres irónicos, sombríos o declaradamente desagradables, como si la Cultura no lograra tomarse totalmente en serio aquel vasto conflicto en el que se había metido. Los idiranos eran distintos. Para ellos el nombre de una nave debería reflejar la seria naturaleza de su propósito, sus deberes y el uso que se iba a hacer de ella. En la inmensa armada idirana había centenares de naves bautizadas con adjetivos impresionantes y con los nombres de los mismos héroes, planetas, batallas y conceptos religiosos. El crucero ligero que había rescatado a Horza era la nave número ciento treinta y siete bautizada como La mano de Dios, y en aquellos momentos existía todo un centenar de naves con ese mismo nombre, por lo que su descripción completa era La mano de Dios 137. Horza se colocó bajo el chorro de aire y se fue secando con cierta dificultad. Como todo el resto de equipo de la nave espacial, el secador estaba construido a una escala monumental adecuada al tamaño de los idiranos, y el huracán que producía casi le hizo salir despedido del compartimento de la ducha.

El Querl Xoralundra, padre-espía y guerrero sacerdote de las Cuatro Almas, secta tributaria de Farn-Idir, cruzó sus manos sobre la superficie de la mesa. Horza tuvo la impresión de estar contemplando el choque de dos placas continentales.

-Bien, Bora Horza -retumbó la voz del viejo idirano-, has sido rescatado.

-Justo a tiempo -asintió Horza frotándose las muñecas. Estaba sentado en el camarote de Xoralundra de La mano de Dios 137, envuelto en un aparatoso pero bastante cómodo traje espacial que, aparentemente, había sido traído hasta allí pensando en él. Xoralundra quien también llevaba un traje espacial-, había insistido en que lo llevara puesto porque La mano de Dios 137 seguía hallándose en situación de combate. Estaban siguiendo una órbita baja y no muy rápida alrededor del planeta Sorpen. Inteligencia Naval había confirmado la presencia en el sistema de una UGC clase Montaña de la Cultura; la Mano sólo podía contar con sus propios recursos, y hasta el momento no habían captado ni el más mínimo rastro de la nave de la Cultura, por lo que debían actuar con cautela.

Xoralundra se inclinó hacia Horza y proyectó una sombra encima de la mesa. Su inmensa cabeza -vista de frente tenía la misma forma que una silla de montar, con dos ojos de mirada penetrante que no parpadeaban situados en la parte delantera, junto a los bordes-, se alzó sobre el Cambiante.

-Has tenido suerte, Horza. No vinimos a rescatarte impulsados por la compasión. El fracaso siempre trae consigo su propia recompensa.

-Gracias, Xora. Si he de serte sincero, eso es lo más agradable que me han dicho en todo lo que llevo de día.

Horza se reclinó en su asiento y alzó una de sus manos de anciano para deslizaría por entre su escasa cabellera amarillenta. El aspecto senil que había asumido aún tardaría unos días en desaparecer, aunque su organismo ya le estaba enviando las primeras señales indicadoras de que empezaba a desvanecerse. La mente de un Cambiante contenía una imagen corporal mantenida y revisada continuamente a un nivel semisubconsciente, y esa imagen era la responsable de que el cuerpo conservara el aspecto deseado. Horza ya no necesitaba tener el aspecto de un Gerontócrata, y la imagen mental del ministro que había suplantado para ayudar a los idiranos estaba fragmentándose y disolviéndose. El cuerpo del Cambiante no tardaría en volver a su estado de neutralidad normal.

La cabeza de Xoralundra se movió lentamente de un lado a otro por entre los bordes del cuello de su traje. Horza nunca había logrado entender del todo aquel gesto, aunque llevaba bastante tiempo trabajando para los idiranos y conocía a Xoralundra desde mucho antes de la guerra.

-No importa. Estás vivo -dijo Xoralundra.

Horza asintió y tamborileó con los dedos sobre la mesa para demostrar que estaba de acuerdo con su afirmación. Le habría gustado que la silla idirana en la que se hallaba sentado no le hiciera sentirse como un niño. Sus pies ni tan siquiera rozaban el suelo.

-A duras penas, pero... Gracias de todas formas. Siento haberos hecho venir hasta aquí para rescatar a un fracasado.

-Las órdenes son las órdenes. Personalmente, me alegro de que pudiéramos rescatarte con vida. Ahora debo contarte por qué recibí esas órdenes.

Horza sonrió y apartó la mirada del viejo idirano, quien acababa de obsequiarle con algo parecido a un cumplido; lo cual era muy raro entre los de su raza. Volvió a mirarle y vio como la inmensa boca del idirano

-Horza pensó que era lo bastante grande para arrancarte las dos manos de un solo bocado-se movía articulando las secas y precisas palabras del lenguaje idirano.

-Hace tiempo formaste parte de una misión de cuidado y supervisión en el Mundo de Schar, uno de los Planetas de los Muertos Dra'Azon afirmó Xoralundra. Horza asintió-. Necesitamos que vuelvas allí.

-¿Ahora? -dijo Horza sin apartar los ojos del gran rostro oscuro del idirano-. Allí hay otros Cambiantes. Ya te he dicho más de una vez que no estoy dispuesto a tomar la identidad de otro Cambiante y, desde luego, no pienso matar a ninguno.

-No te pedimos que hagas eso. Escucha con atención mientras te lo explico. -Xoralundra apoyó la espalda en el asiento de una forma que casi cualquier vertebrado, o, incluso, un invertebrado, habría definido con el adjetivo «cansada»-. Hace cuatro días estándar... -empezó a decir el idirano, y de repente el casco del traje que había dejado en el suelo junto a sus pies emitió un zumbido penetrante. Xoralundra cogió el casco y lo puso encima de la mesa-. ¿Sí? -preguntó. Horza estaba lo bastante familiarizado con las voces idiranas para comprender que quien hubiera molestado al Querl haría bien teniendo una buena razón que justificara ese acto.

-Hemos capturado a la hembra de la Cultura -dijo una voz procedente del casco.

-Ahh... -murmuró Xoralundra y volvió a reclinarse en su asiento. El equivalente idirano de una sonrisa, boca fruncida y ojos entrecerrados, pasó velozmente por sus rasgos-. Bien, capitán. ¿Está a bordo?

-No, Querl. La lanzadera llegará dentro de unos dos minutos. He empezado a retirar las plataformas de artillería. Estamos preparados para abandonar el sistema tan pronto como se encuentren a bordo. Xoralundra se inclinó sobre el casco. Horza inspeccionó la piel de anciano que cubría el dorso de sus manos.

-¿Y la nave de la Cultura? -preguntó el idirano.

-Seguimos sin saber nada de ella, Querl. No puede estar en ningún punto del sistema. Nuestro ordenador sugiere que se encuentra fuera de él, probablemente entre nosotros y la flota. Creemos que no tardará mucho en comprender que estamos solos.

-Prepárese para volver con la flota en cuanto la hembra agente de la Cultura se encuentre a bordo sin esperar la llegada de las plataformas.

¿Comprendido, capitán? -Xoralundra miró a Horza justo cuando el humano le lanzaba una mirada-. ¿Comprendido, capitán? -repitió el Querl sin apartar los ojos del humano.

-Sí, Querl -respondió la voz que brotaba del casco.

Horza pudo captar el tono gélido de la contestación incluso a través del minúsculo altavoz.

-Bien. Utilice su propia iniciativa para decidir cuál es la mejor ruta de regreso. Mientras tanto, destruirá las ciudades de De'aychanbie, Vinch, Easna-Yowon, Izilere e Ylbar con bombas de fusión según indicaban las órdenes del Almirantazgo.

-Sí, Querl...

Xoralundra accionó un interruptor y la voz del casco se esfumó.

-¿Habéis capturado a Balveda? -preguntó Horza, sorprendido.

-Sí, hemos capturado a la agente de la Cultura. Su captura o destrucción me parecía de escasa importancia, comparativamente hablando, pero sólo había una forma de conseguir que el Almirantazgo nos permitiera emprender una misión tan peligrosa como tu intento de rescate adelantándonos al resto de la flota, y era asegurarles que haríamos todo lo posible por capturarla.

-Hmmm... Apuesto a que no habéis conseguido haceros con el proyectil cuchillo de Belveda. Horza dejó escapar un bufido y volvió a clavar los ojos en las arrugas que cubrían sus manos.

-El proyectil se autodestruyó mientras subías a la lanzadera que te ha traído a la nave -Xoralundra movió una mano y una ráfaga de aire que olía a idirano cruzó la mesa-. Ya es suficiente. He de explicarte por qué hemos arriesgado un crucero ligero para rescatarte.

-Oh, sí, desde luego... Explícamelo -dijo Horza, y se volvió hacia el idirano.

-Hace cuatro días estándar -dijo el Querl-, un grupo de nuestras naves interceptó a una nave de la Cultura de apariencia exterior convencional pero, a juzgar por su emisión identificadora, de construcción interna más bien extraña. La nave fue destruida sin demasiados problemas, pero la Mente escapó. Había un sistema planetario cerca. Parece que la Mente ha logrado llegar al espacio real y la superficie planetaria del mundo que escogió, lo cual indica un nivel de manejo del campo hiperespacial que creíamos..., mejor dicho, que esperábamos seguía estando más allá de las capacidades de la Cultura. Una cosa sí es indudable, y es que por ahora nosotros aún no somos capaces de llevar a cabo ese tipo de acrobacias espaciales. Debido a esa y otras indicaciones, tenemos razones para creer que la Mente en cuestión pertenece a una nueva clase de Vehículos Generales de Sistemas que está siendo desarrollada por la Cultura. La captura de la Mente constituiría un triunfo de inteligencia militar de primera categoría.

El Querl hizo una breve pausa. Horza aprovechó la oportunidad para hablar.

-¿Y esa cosa se encuentra en el Mundo de Schar? -preguntó.

-Sí. Según su último mensaje, tenía intención de buscar refugio en los túneles del Sistema de Mando.

-¿Y no podéis hacer nada al respecto?

Horza sonrió.

-Hemos venido a rescatarte. Eso ya es hacer algo al respecto, Bora Horza. -El Querl se quedó callado durante unos segundos-. Tus labios me indican que encuentras algo divertido en esta situación. ¿De qué se trata?

-Estaba pensando que... Bueno, pensaba en montones de cosas. En que esa Mente es muy lista o muy afortunada, en que vosotros habéis tenido la gran suerte de que yo estuviera cerca, y en que la Cultura no va a quedarse cruzada de brazos sin hacer nada.

-Trataré todos esos puntos por orden -dijo Xoralundra con sequedad-. Para empezar, la Mente de la Cultura es muy lista y muy afortunada; nosotros hemos tenido mucha suerte; la Cultura no puede hacer gran cosa porque, que sepamos, no disponen de ningún Cambiante y, desde luego, no tienen a ninguno que haya estado en el Mundo de Schar. Además, Bora Horza, me gustaría añadir otra cosa -dijo el idirano poniendo sus dos inmensas manazas sobre la mesa e inclinando su gran cabeza hacia el humano-. Tú también has tenido suerte, ¿no te parece?

-Ah, sí, pero la diferencia estriba en que yo creo en la suerte -replicó Horza sonriendo.

-Hmmm. Eso no dice mucho en tu favor -observó el Querl. Horza se encogió de hombros.

-Bien, lo que quieres es que vaya al Mundo de Schar y que encuentre a esa Mente, ¿no?

-Si es posible... Puede que esté averiada. Puede que esté dispuesta a destruirse, pero aun así sigue siendo un premio por el que vale la pena luchar. Te proporcionaremos todo el equipo que necesites, pero tu sola presencia ya nos daría una cierta ventaja inicial.

-¿Y las personas que ya están allí? Me refiero a los Cambiantes que desempeñan funciones de supervisión...

-No hemos tenido noticias de ellos. Lo más probable es que ni tan siquiera se hayan enterado de la llegada de la Mente. Su siguiente transmisión rutinaria debería llegar dentro de pocos días, pero dadas las disrupciones actuales del sistema de comunicaciones provocadas por la guerra, quizá no sean capaces de transmitir.

-¿Qué sabéis sobre el personal de la base? -preguntó Horza, con los ojos clavados en la mesa mientras uno de sus dedos trazaba círculos sobre el tablero.

-Los dos miembros más veteranos han sido sustituidos por Cambiantes más jóvenes -dijo el idirano-. Los dos centinelas de menor edad se convirtieron en veteranos y se han quedado allí.

-No corren ningún peligro, ¿verdad? -preguntó Horza.

-Al contrario. Estar en un Planeta de los Muertos al otro lado de una Barrera del Silencio Dra'Azon... Supongo que debe de ser uno de los sitios más seguros que se pueden encontrar mientras duren las hostili-dades actuales. Ni nosotros ni la Cultura podemos correr el riesgo de ofender a los Dra'Azon. Ésa es la razón de que no podamos hacer nada salvo utilizarte.

-Suponiendo que pueda apoderarme de ese ordenador metafísico y traéroslo... -dijo Horza, inclinándose hacia adelante y bajando un poco el tono de voz.

-Algo en tu voz me indica que nos aproximamos al asunto de la remuneración -dijo Xoralundra.

-Oh, sí, ciertamente. Llevo mucho tiempo arriesgando el cuello por vosotros, Xoralundra. Quiero dejarlo. Tengo a una amiga sirviendo en la base de ese Mundo de Schar, y si está de acuerdo, me gustaría que ella y yo nos alejáramos lo más posible de esta maldita guerra. Eso es lo que te pido.

-No puedo prometerte nada. Transmitiré tu petición. La devoción que has demostrado y el mucho tiempo que llevas a nuestro servicio serán tomados en consideración. Horza se reclinó en el asiento y frunció el ceño. No estaba seguro de si Xoralundra le había respondido con ironía o no. Seis años probablemente no debían parecerle demasiado tiempo a una especie que era virtualmente inmortal; pero el Querl Xoralundra sabía con qué frecuencia su frágil subordinado humano lo había arriesgado todo para servir a sus amos alienígenas sin ninguna recompensa real, por lo que quizá hablaba en serio. El casco emitió un nuevo zumbido antes de que Horza pudiera seguir regateando. Horza torció el gesto. Todos los ruidos de la nave idirana le parecían ensordecedores. Las voces eran truenos; los timbres y zumbadores seguían resonando en sus oídos mucho tiempo después de haberse callado; y los anuncios hechos mediante el sistema de megafonía le obligaban a llevarse las dos manos a la cabeza. Esperaba que no hubiera ninguna alarma a gran escala mientras estuviera a bordo. Las alarmas de la nave idirana podían causar graves daños en unos oídos humanos no protegidos.

-¿Qué ocurre? -preguntó Xoralundra volviéndose hacia el casco.

-La hembra está a bordo. Sólo necesitaré ocho minutos más para que las plataformas...

-¿Ha destruido las ciudades?

-Han sido destruidas, Querl.

-Salga de la órbita ahora mismo y diríjase hacia la flota a velocidad máxima.

-Querl, debo observar que... -dijo la vocecita que brotaba del casco colocado sobre la mesa.

-Capitán -dijo Xoralundra secamente-, hasta el momento, en esta guerra se han producido catorce enfrentamientos entre cruceros ligeros del Tipo 5 y Unidades Generales de Contacto de la clase Montaña. Todos han terminado con la victoria del enemigo. ¿Ha visto lo que queda de un crucero ligero después de que una UGC haya terminado con él?

-No, Querl.

-Yo tampoco, y no tengo ninguna intención de verlo por primera vez desde el interior de este crucero. Cumpla mis órdenes inmediatamente -Xoralundra volvió a accionar el botón del casco y clavó los ojos en el rostro de Horza-. Si tienes éxito, haré cuanto pueda para conseguir que te licencien del servicio con los fondos suficientes. Bien... En cuanto hayamos establecido contacto con el contingente principal de la flota irás al Mundo de Schar en un transporte rápido. Cuando hayas llegado a la Barrera del Silencio se te proporcionará una lanzadera. No dispondrá de armamento, aunque contará con el equipo que creemos puedes necesitar, incluyendo unos cuantos analizadores espectrográficos hiperespaciales de corto alcance por si se da el caso de que la Mente decida llevar a cabo una destrucción limitada.

-¿Cómo puedes estar seguro de que será «limitada»? -le preguntó

Horza con cierto escepticismo.

-El tamaño de la Mente es relativamente pequeño, pero aun así pesa varios miles de toneladas. Una destrucción aniquilatoria partiría el planeta en dos mitades e irritaría considerablemente a los Dra'Azon. Ninguna Mente de la Cultura sería capaz de correr un riesgo semejante.

-Tu confianza me abruma -dijo Horza torciendo el gesto. El ruido de fondo que les rodeaba se alteró bruscamente. Xoralundra dio la vuelta al casco y clavó los ojos en una de sus pequeñas pantallas internas.

-Bien. Hemos empezado a movernos. -Sus ojos volvieron a posarse en Horza-. Hay otra cosa de la que debería hablarte. El grupo de naves que interceptaron a la nave de la Cultura intentó seguir a la Mente en su huida hacia el planeta.

Horza frunció el ceño.

-¿Acaso no sabían que...?

-Hicieron cuanto pudieron. El grupo de combate contaba con varios animales distorsionadores chuy-hirtsi que habían sido desactivados para utilizarlos posteriormente en un ataque sorpresa a una base de la Cultura. Uno de ellos fue preparado a toda velocidad para una incursión a pequeña escala en la superficie planetaria y enviado hacia la Barrera del Silencio en un crucero. El plan no tuvo éxito. Mientras cruzaba la Barrera el animal fue atacado por algo parecido al fuego de rejilla y sufrió graves daños. Emergió de la distorsión cerca del planeta en un curso que acabaría con su combustión en la atmósfera. El equipo y la fuerza de tierra opinaron que debemos considerarlo difunto.

-Ya... Supongo que fue un buen intento, pero un Dra'Azon debe hacer que incluso esa Mente maravillosa tuya parezca un ordenador de válvulas. Hará falta algo más que eso para engañarles.

-¿Crees que serás capaz de conseguirlo?

-No lo sé. No creo que sean capaces de leer las mentes, pero...

¿Quién sabe? No creo que los Dra'Azon sepan gran cosa sobre la guerra o sobre lo que he estado haciendo desde que abandoné el Mundo de Schar..., y creo que tampoco les importa demasiado. Probablemente eso hará que no estén en condiciones de sumar uno y uno pero... ¿Quién sabe? -Horza se encogió de hombros-. Supongo que vale la pena intentarlo.

-Bien. Volveremos a hablar cuando nos hayamos reunido con la flota. Por ahora debemos rezar para que no haya más incidentes. Quizá

quieras hablar con Perosteck Balveda antes de que sea interrogada. Me he puesto en contacto con el Inquisidor de la Flota y he obtenido permiso para que puedas verla, si así lo deseas. Horza sonrió.

-Xora, nada me gustaría más que verla...

El Querl tenía otros asuntos de los que ocuparse mientras la nave se alejaba del sistema de Sorpen. Horza se quedó en el camarote de Xoralundra para descansar y comer antes de visitar a Balveda. La comida que se le sirvió era el máximo esfuerzo de una autocantina de crucero dispuesta a producir algo adecuado para el consumo humano, pero sabía horrible. Horza comió lo que pudo y bebió cierta cantidad de agua destilada que tampoco sabía demasiado bien. El menú le fue servido por un medjel, una criatura parecida a un lagarto que medía dos metros y tenía una cabeza bastante larga y achatada y seis patas: cuatro de ellas servían para correr, y el primer par era utilizado como manos. Los medjels eran la especie compañera de los idiranos. Su complicada simbiosis social había abastecido de becas y fondos para la investigación a muchas facultades de exosociología de muchas universidades a lo largo de los milenios que los idiranos llevaban formando parte de la comunidad galáctica.

Los idiranos habían evolucionado lentamente en Idir, su mundo natal, hasta convertirse en los monstruos de mayor categoría de todo un planeta lleno de monstruos. La frenética y salvaje ecología de las primeras épocas de Idir había desaparecido hacía ya mucho tiempo, y lo mismo había ocurrido con todos los monstruos que lo poblaban, salvo los supervivientes de los zoológicos. Pero los idiranos habían conservado la inteligencia que les convirtió en vencedores de aquel largo com-bate, así como la inmortalidad biológica que -debido al salvajismo de la lucha por la supervivencia de aquellas primeras etapas, por no mencionar los elevados niveles de radiación idiranos-había sido una ventaja evolutiva en vez de una garantía de estancamiento racial. Horza dio las gracias al medjel que iba trayéndole platos y se los llevaba casi intactos, pero la criatura no le respondió. La opinión general sobre la inteligencia de los medjels era que rozaba los dos tercios de la inteligencia de un humanoide promedio (fuera lo que fuese tal ser), lo cual les convertía en dos o tres veces más estúpidos que un idirano normal. Aun así, eran buenos soldados -aunque poco imaginativos-, y había montones de ellos; algo así como diez o doce por cada idirano. Cuarenta mil años de evolución y crianza habían conseguido que la lealtad acabara grabada hasta en su mismísimo código cromosómico. Horza estaba cansado, pero no intentó dormir. Le dijo al medjel que le llevara hasta Balveda. El medjel se lo pensó durante unos segundos, pido permiso mediante el intercomunicador del camarote y se encogió

visiblemente al recibir la severa reprimenda verbal administrada por Xoralundra, quien se hallaba en el puente de la nave con el capitán del crucero.

-Sígame, señor -dijo el medjel abriendo la puerta del camarote. Una vez en los pasillos del crucero la atmósfera idirana era más perceptible de lo que había sido en el camarote de Xoralundra. El olor a idirano se había vuelto mucho más potente, y hasta los ojos de Horza eran incapaces de ver algo a más de unas cuantas decenas de metros. El suelo era blando y el aire caliente y húmedo. Horza caminó rápidamente por el pasillo viendo menearse el muñón de la cola del medjel que le precedía.

Durante el trayecto se encontró con dos idiranos, ninguno de los cuales le prestó la más mínima atención. Quizá lo sabían todo sobre él y lo que era, y quizá no. Horza sabía que los idiranos odiaban el exceso de curiosidad o el revelar cualquier carencia de información. Llegaron a una intersección de pasillos y Horza estuvo a punto de chocar con las camillas antigravitatorias que transportaban a dos medjels heridos seguidos por dos soldados de su raza. Horza vio pasar a los heridos y frunció el ceño. Las espirales que cubrían sus armaduras de combate eran inconfundibles. Habían sido producidas por un chorro de plasma, y la Gerontocracia no poseía armas de plasma. Horza se encogió de hombros y siguió caminando. Acabaron llegando a una parte del crucero en que el pasillo estaba bloqueado por paneles deslizantes. El medjel dijo algo ante cada barre-ra y éstas se fueron abriendo. Un centinela idirano con una carabina láser montaba guardia ante una puerta; vio acercarse a Horza y al medjel, y cuando llegaron ya había abierto la puerta. Horza saludó al centinela con un gesto de cabeza mientras cruzaba el umbral. La puerta se cerró con un silbido a su espalda y se encontró delante de otra, que se abrió una fracción de segundo después. Balveda se volvió rápidamente hacia él apenas entró en la celda. A juzgar por su aspecto, parecía haber estado paseando de un lado para otro. Cuando vio a Horza echó la cabeza levemente hacia atrás y emitió

un sonido gutural que quizá fuese una carcajada.

-Bien, bien... -dijo, y su voz suave era un ronco susurro-. Has sobrevivido. Te felicito. Por cierto, mantuve mi promesa. Cómo han cambiado las cosas, ¿eh?

-Hola -replicó Horza. Cruzó los brazos sobre el peto de su traje y contempló a la mujer de arriba abajo. Balveda vestía la misma túnica gris y no parecía haber sufrido ningún daño-. ¿Qué ha sido de esa cosa que llevabas colgando del cuello? -le preguntó.

Balveda bajó la vista hacia sus pechos, allí donde había estado el medallón.

-Bueno, lo creas o no, resultó ser un memoriforme.

Le sonrió y se sentó en el suelo cruzando las piernas. Dejando aparte la repisa de la cama, era el único sitio donde sentarse. Horza la imitó. Las piernas ya casi habían dejado de dolerle. Recordó las quemaduras en forma de espiral que había visto en la armadura del medjel.

-Un memoriforme... Supongo que no hay ninguna posibilidad de que también fuera un arma de plasma, ¿verdad?

La agente de la Cultura asintió con la cabeza.

-Pues sí. Entre otras cosas...

-Ya me lo imaginaba. He oído comentar que tu proyectil cuchillo decidió despedirse de este mundo a lo grande y haciendo mucho ruido. Balveda se encogió de hombros.

Horza la miró a los ojos.

-Supongo que si tuvieras algo importante que contarles no estarías aquí, ¿verdad?

-Puede que estuviera aquí -admitió Balveda-, pero no seguiría con vida. -Estiró los brazos sobre su cabeza y suspiró-. Bueno, supongo que tendré que pasar el resto de la guerra en un campo de internamiento, a menos que encuentren a alguien con quien hacer un intercambio... Mi única esperanza es que esto no dure demasiado.

-Oh, ¿crees que la Cultura puede rendirse pronto?

Horza sonrió.

-No, creo que quizá no tarde mucho en ganar la guerra.

-Debes de estar loca.

Horza meneó la cabeza.

-Bueno... -dijo Balveda asintiendo con expresión melancólica-. Si he de serte sincera, creo que la Cultura acabará ganando.

-Si seguís retrocediendo como lo habéis hecho durante los últimos tres años, acabaréis en algún lugar de las Nubes.

-No voy a revelarte ningún secreto, Horza, pero quizá no tardes en descubrir que ya nos hemos hartado de retroceder.

-Eso está por ver... Francamente, me sorprende que hayáis aguantado tanto tiempo.

-Lo mismo le ocurre a nuestros amigos de tres patas. Todo el mundo está sorprendido. A veces pienso que hasta nosotros mismos estamos sorprendidos...

-Balveda... -Horza dejó escapar un suspiro de cansancio-. Para empezar, sigo sin saber por qué diablos lucháis. Los idiranos nunca representaron una amenaza para vosotros. Si dejarais de luchar contra ellos seguirían sin ser una amenaza. ¿Es que la vida en vuestra gran Utopía acabó volviéndose tan aburrida que necesitabais una guerra, o qué?

-Horza -dijo Balveda inclinándose hacia adelante-, yo tampoco comprendo por qué luchas. Sé que Hiedohre está en...

-Heibohre -la interrumpió Horza.

-De acuerdo, como se llame ese maldito asteroide en el que vivís los Cambiantes. Sé que se encuentra en el espacio idirano, pero...

-Eso no tiene nada que ver, Balveda. Lucho a su lado porque creo que tienen razón y que vosotros estáis equivocados.

Balveda se echó hacia atrás y puso.cara de asombro.

-Tú... -empezó a decir. Bajó la cabeza y la movió lentamente de un lado para otro con los ojos clavados en el suelo. Finalmente, alzó la mirada hacia él-. No te comprendo, Horza. De veras... Debes saber perfectamente qué cantidad de especies, civilizaciones, sistemas e individuos han sido destruidos o..., o esclavizados por los idiranos y su maldita religión de locos. ¿Qué diablos ha hecho la Cultura que se pueda comparar con eso?

Tenía una mano sobre la rodilla y la otra ante el rostro de Horza, los dedos tensos como si estuviera estrangulando a alguien. Horza la observó y sonrió.

-Bueno, Perosteck, no cabe duda de que en ese aspecto los idiranos os llevan la delantera, y les he dicho en más de una ocasión que no me gustan nada algunos de sus métodos ni tampoco el fervor con que los aplican. Estoy a favor de que todo el mundo pueda llevar la clase de vida que prefiera. Pero el caso es que han decidido enfrentarse a vosotros, y eso lo cambia todo, al menos en mi caso. ¿Sabes por qué? No es que esté a favor de ellos. Estoy contra vosotros, y estoy dispuesto a... Horza se calló durante unos segundos y acabó dejando escapar una risita-. Bueno, supongo que suena un tanto melodramático, pero te aseguro que... Estoy dispuesto a morir por ellos. -Se encogió de hombros-. Es así de sencillo. Horza asintió con la cabeza mientras pronunciaba estas palabras y Balveda dejó caer la mano que había extendido hacia él y desvió la mirada a un lado, meneando la cabeza y dejando escapar el aire en una ruidosa exhalación. Horza siguió hablando.

-Porque... Bueno, supongo que creíste que estaba bromeando cuando le dije al viejo Frolk que estaba convencido de que el proyectil cuchillo era el auténtico representante de la Cultura. No bromeaba, Balveda. Entonces hablaba en serio y ahora también hablo en serio. No me importa lo justificada que crea estar la Cultura, o cuantas personas maten los idiranos. Están del lado de la vida..., la vieja, aburrida y anticuada vida biológica. Bien sabe Dios que la vida apesta, que es falible y miope..., pero es real y es la vida. Vosotros estáis gobernados por vuestras máquinas. Sois un callejón sin salida evolutivo. El problema es que intentáis olvidaros de eso, y la única forma de conseguirlo es arrastrar a todos los demás en vuestra caída. Lo peor que podría ocurrirle a la galaxia es que la Cultura acabara ganando esta guerra. Se quedó callado para darle la oportunidad de decir algo, pero Balveda siguió con la cabeza gacha, meneándola lentamente de un lado para otro. Horza se rió de ella.

-¿Sabes una cosa, Balveda? Para ser una especie tan sensible hay momentos en los que demostráis poseer muy poca empatía.

-Usa tu empatía para comprender la estupidez y ya has recorrido la mitad del camino que te acaba llevando a pensar como un idiota -murmuró la mujer. Seguía sin mirar a Horza, quien volvió a soltar una carcajada y se puso en pie.

-Tanta..., tanta amargura, Balveda -dijo.

Balveda alzó los ojos hacia él.

-Voy a decirte una cosa, Horza -replicó en voz baja-. Vamos a ganar. Horza meneó la cabeza.

-No lo creo. No sabéis cómo conseguirlo.

Balveda inclinó la cabeza y cruzó las manos a su espalda. Estaba muy seria.

-Podemos aprender, Horza.

-¿De quién?

-De cualquiera que tenga alguna lección que enseñarnos -dijo ella hablando muy despacio-. Pasamos gran parte de nuestro tiempo obser-vando a los guerreros y los fanáticos, los matones y los militaristas..., la gente que está decidida a vencer sea como sea. Oh, no nos faltan maestros.

-Si quieres saber algo sobre cómo vencer, pregúntaselo a los idiranos. Balveda guardó silencio durante unos momentos. Su rostro estaba tranquilo y pensativo, quizá triste. Acabó asintiendo con la cabeza.

-Dicen que la guerra es peligrosa porque puedes acabar pareciéndote a tu enemigo -murmuró. Se encogió de hombros-. Bueno, lo único que podemos hacer es albergar la esperanza de que no nos ocurra eso. Si la fuerza evolutiva en la que pareces creer es real, trabajará a través de nosotros, no de los idiranos. Si te equivocas, esa fuerza merece verse superada.

-Balveda -dijo Horza dejando escapar una leve carcajada-, no me decepciones. Prefiero que me plantes cara... Parece como si estuvieras a punto de darme la razón.

-No -suspiró ella-. No voy a darte la razón. Échale la culpa al entrenamiento que me dieron en Circunstancias Especiales. Intentamos pensar en todo. Estaba siendo pesimista, nada más.

-Tenía la impresión de que CE no permitía esa clase de pensamientos.

-Pues te equivocas, señor Cambiante -dijo Balveda enarcando una ceja-. CE permite toda clase de pensamientos. Ésa es la razón de que algunas personas lo encuentren tan aterrador.

Horza creía saber a qué se estaba refiriendo. Circunstancias Especiales siempre había sido el arma de espionaje moral de la sección de Contacto, la punta de lanza de la política diplomática de interferencia de la Cultura, la élite de la élite en una sociedad que aborrecía toda clase de elitismo. Incluso antes de la guerra su posición y su imagen dentro de la Cultura habían sido algo ambiguas. Atraía y, al mismo tiempo, era peligrosa. Poseía un aura de sexualidad vagamente canallesca -no había otra palabra con que definirla-, que implicaba el comportamiento depredador, la seducción e, incluso, la violación.

Y también estaba envuelta en una atmósfera de secreto (en una sociedad que adoraba la ausencia de secreto) insinuadora de actos desagradables y vergonzosos, y un ambiente de relatividad moral (en una sociedad que se aferraba a sus absolutos: vida/bien, muerte/mal; placer/bien, dolor/mal) que era tan atractiva como repulsiva, pero que siempre resultaba excitante.

No había ninguna otra parte de la Cultura que representara con mayor exactitud lo simbolizado por la sociedad como un todo, o más militante en la aplicación de las creencias fundamentales de la Cultura. Y, aun así, cualquier otra parte de la sociedad encarnaba mejor su carácter cotidiano.

La guerra hizo que Contacto se convirtiera en el aparato militar de la Cultura, y Circunstancias Especiales pasó a ser su sección de inteligencia y espionaje (el eufemismo sólo se volvió un poco más obvio, eso era todo). Y la guerra hizo que la posición de CE dentro de la Cultura cambiase para empeorar. Se convirtió en el depósito de la culpabilidad experimentada por la gente de la Cultura que, para empezar, había accedido a entrar en guerra. Pasó a ser despreciada como un mal necesario, vilipendiada como un compromiso moral desagradable y considerada como algo en lo que ciertas personas preferían no pensar. Aun así, lo cierto es que CE intentaba pensar en todo, y sus Mentes tenían la reputación de ser todavía más cínicas, amorales y escurridizas que las Mentes de Contacto. Eran máquinas sin ilusiones que se enorgullecían de pensar todo lo pensable llevándolo a sus máximos extremos y, como tales, habían emitido la predicción de que eso sería justamente lo que acabaría ocurriendo. CE se convertiría en un paria, un chivo expiatorio, y su reputación como tal sería una especie de glándula que serviría para absorber los venenos creados por la conciencia de la Cultura. Pero Horza suponía que saber todo eso no hacía que una persona como Balveda pudiera encontrarlo más fácil de soportar. La gente de la Cultura no podía aguantar el ser odiada, sobre todo por sus conciudadanos, y la tarea que había recaído sobre los hombros de aquella mujer ya era lo bastante difícil de por sí sin el peso añadido de saber que para la mayoría de personas de su propio bando su existencia era un anatema todavía mayor que para el enemigo.

-Bueno, Balveda, tanto da -dijo Horza estirándose. Flexionó sus rígidos hombros dentro del traje y se pasó los dedos por su rala cabellera amarillenta-. Supongo que el tiempo nos revelará quién tenía razón,

¿no te parece?

Balveda dejó escapar una risa carente de alegría.

-Nunca he oído palabras más ciertas...

Meneó la cabeza.

-De todas formas, gracias -dijo Horza.

-¿Por qué?

-Creo que acabas de reforzar mi fe en cuál será el desenlace de esta guerra.

—Oh, Horza... Vete.

Balveda suspiró y clavó los ojos en el suelo.

Horza quería tocarla, pasar la mano por sus cortos cabellos negros o pellizcar una de sus pálidas mejillas, pero supuso que eso sólo serviría para hacer que se sintiera más incómoda. Conocía demasiado bien la amargura de la derrota, y no quería agravar todavía más la experiencia de quien, en última instancia, era una adversaria justa y con sentido del honor. Fue hacia la puerta, habló con el centinela y éste le dejó salir de la celda.

-Ah, Bora Horza... -dijo Xoralundra cuando el humano cruzó el umbral de la celda. El Querl fue hacia él por el pasillo. El centinela que montaba guardia ante la celda irguió visiblemente el cuerpo y quitó

unas motas de polvo imaginarias de su carabina láser-. ¿Cómo está

nuestra invitada?

-No parece muy feliz. Intercambiamos unas cuantas justificaciones y creo que acabé ganando por puntos.

Horza sonrió. Xoralundra se detuvo ante él y miró hacia abajo.

-Hmmm... Bueno, a menos que prefieras gozar de tus victorias en el vacío, te sugiero que cuando vuelvas a salir de mi camarote mientras nos encontramos en situación de combate cojas tu...

Horza no oyó la siguiente palabra. La alarma de la nave acababa de ponerse en funcionamiento.

La señal de alarma idirana -tanto en un navío de combate como en cualquier otro sitio-, consiste en lo que parece una serie de explosiones muy secas. Es la versión amplificada del retumbar pectoral idirano, una señal evolucionada a lo largo del tiempo que los idiranos usaron durante varios centenares de miles de años para avisar a otros miembros de su rebaño o clan antes de convertirse en seres civilizados, y era producida mediante un pliegue del pecho, el único vestigio del tercer brazo idirano que no ha sido eliminado por la evolución.

Horza se llevó las manos a los oídos en un intento de amortiguar aquel sonido horrible. Podía sentir las ondas de choque en su pecho y por el cuello abierto de su traje. Algo le cogió y le aplastó contra el mamparo. Sólo entonces se dio cuenta de que había cerrado los ojos. Durante un segundo pensó que el rescate no había existido, que nunca se había apartado de la pared de la celda alcantarilla, que éste era el momento de su muerte y que todo lo demás había sido un sueño extraño e increíblemente vivido. Abrió los ojos y se encontró contemplando el hocico queratinoso del Querl Xoralundra, quien estaba sacudiéndole furiosamente. La alarma de la nave dejó de sonar, fue sustituida por un zumbido cuya intensidad era meramente dolorosa y el hocico se movió

ante el rostro de Horza.

-¡EL CASCO ¡-gritó.

-¡Oh, mierda! -dijo Horza.

Xoralundra le dejó caer sobre la cubierta, giró rápidamente sobre sí mismo y alzó en vilo a un medjel que intentaba pasar corriendo junto a él.

-¡Tú! -gritó Xoralundra-. Soy el padre-espía Querl de la flota -le gritó a la cara mientras agarraba a la criatura de seis piernas por la pechera del traje y la hacía bailar en el aire-. Irás a mi camarote inmediatamente, cogerás el pequeño casco espacial que hay allí y lo llevarás a la escotilla de emergencia de babor lo más deprisa posible. Esta orden anula a todas las otras y no puede ser revocada por nadie. ¡Ve!

Arrojó al medjel en la dirección adecuada. La criatura cayó sobre sus cuatro patas y echó a correr.

Xoralundra hizo girar los goznes de su casco y accionó el visor. Parecía disponerse a decirle algo al Cambiante, pero el altavoz del casco emitió un crujido al que siguió una voz y la expresión del Querl cambió. La voz calló enseguida. Ahora sólo podía oírse el gemido del sistema de alarma del crucero.

-La nave de la Cultura se había ocultado en las capas superficiales del sol del sistema -dijo Xoralundra con amargura, más hablando consigo mismo que con Horza.

-¿En el sol? -Horza no podía creerlo. Se volvió hacia la puerta de la celda, como si todo aquello fuera culpa de Balveda-. Esos bastardos se vuelven más listos a cada momento que pasa.

-Sí -dijo secamente el Querl, y giró a toda velocidad sobre uno de sus pies-. Sigúeme, humano.

Horza obedeció y echó a correr detrás del viejo idirano, pero tropezó con él cuando la inmensa silueta se detuvo de golpe. Horza observó

aquel inmenso y oscuro rostro alienígena que se volvió para lanzar una mirada por encima de su cabeza al soldado idirano que seguía montando guardia sin mover un músculo ante la puerta de la celda. Una expresión que Horza no pudo interpretar pasó velozmente por el rostro de Xoralundra.

-Centinela -dijo el Querl en voz baja. El soldado de la carabina láser se volvió hacia él-. Mata a la mujer. Xoralundra se alejó por el pasillo. Horza se quedó inmóvil durante un momento. Sus ojos fueron hacia la ya distante silueta del Querl y acabaron posándose en el centinela. Vio como comprobaba su carabina, daba la orden que abriría la puerta de la celda y entraba en ella. Después el hombre echó a correr por el pasillo en pos del viejo idirano.

-¡Querl! -jadeó el medjel mientras resbalaba por el suelo hasta detenerse delante de la escotilla sosteniendo el casco del traje junto a su pecho.

Xoralundra le quitó el casco de las manos y lo colocó sobre la cabeza de Horza.

-En la escotilla hay un equipo de distorsión -le dijo el idirano-. Aléjate todo lo que puedas. La flota estará aquí dentro de nueve horas estándar. No deberías tener que hacer nada: el traje pedirá ayuda emitiendo una señal codificada. Yo también... El crucero tembló interrumpiendo a Xoralundra. Hubo una fuerte explosión y la onda expansiva derribó a Horza. El trípode formado por las piernas del idirano hizo que apenas se moviera. El medjel que había ido a buscar el casco salió disparado contra las piernas de Xoralundra y lanzó un chillido. El idirano dejó escapar una maldición y le dio una patada; el medjel huyó a toda velocidad. El crucero volvió a oscilar y las alarmas hicieron vibrar la atmósfera. Horza podía oler algo quemándose. Una confusión de ruidos que podían haber sido voces idiranas o explosiones ahogadas le llegaba desde algún punto situado sobre su cabeza.

-Yo también intentaré escapar -dijo Xoralundra-. Que Dios esté

contigo, humano.

Antes de que Horza pudiera decir algo el idirano ya le había bajado el visor de un manotazo y estaba empujándole hacia la escotilla. La compuerta se cerró con un golpe seco. El crucero volvió a oscilar y Horza se estrelló contra un mamparo. Sus ojos recorrieron desesperadamente aquel pequeño espacio esférico buscando la unidad de distorsión. Allí estaba. Logró desprenderla de los imanes que la sujetaban a la pared después de un breve forcejeo, y se la colocó en la parte trasera del traje.

-¿Listo? -preguntó una voz en su oído.

Horza dio un salto.

-¡Sí! ¡Sí! -dijo-. ¡Dale ya!

La escotilla no se podía abrir de la forma convencional. El compartimento giró sobre sí mismo y le arrojó al espacio. Horza se alejó del disco achatado que era el crucero dando vueltas entre una minigalaxia de partículas heladas. Empezó a buscar con los ojos la nave de la Cultura, y un instante después se dijo que era una estupidez. Probablemente aún estaba a varios trillones de kilómetros de distancia... La guerra moderna ya no guardaba ninguna relación con las escalas humanas. Podías atacar y destruir desde distancias inimaginables, acabar con planetas enteros desde más allá de su propio sistema y convertir estrellas en novas desde varios años luz de distancia..., y, aun así, seguías sin tener una idea muy clara del porqué estabas luchando.

Horza dedicó un último pensamiento a Balveda y alargó la mano hasta encontrar la palanca que controlaba el incómodo bulto de la unidad de distorsión, pulsó los botones en la secuencia correcta y vio como las estrellas se retorcían y distorsionaban a su alrededor. La uni-dad estaba haciendo que él y su traje se alejaran lo más deprisa posible de la nave espacial idirana.

Jugueteó un rato con los controles incrustados en la muñeca de su traje intentando captar señales de La mano de Dios 137, pero no había nada, sólo estática. El traje habló con él en una ocasión: «Carga/unidad/distorsión/semi/agotada». Horza podía vigilar el funcionamiento de la unidad mediante una de las pequeñas pantallas que había en el interior de su casco. Recordó que los idiranos tenían la costumbre de dirigir una especie de plegaria a su Dios antes de abandonar el espacio normal. En una ocasión viajaba con Xoralundra a bordo de una nave que se disponía a entrar en el hiperespacio, y el Querl insistió en que el Cambiante también debía unirse a la oración. Horza protestó diciendo que aquellas frases no significaban nada para él. Aparte de que sus convicciones personales no tenían ningún lugar para el Dios idirano, la oración estaba en una lengua muerta idirana que no entendía. La respuesta de Xoralundra -más bien fría-fue que lo importante era el gesto. En el caso de lo que los idiranos consideraban esencialmente como un animal (la mejor traducción de su palabra para referirse a los humanoides era «biotómata») sólo se exigía la apariencia exterior y la conducta propias de la devoción; lo que pasara por su corazón y por su mente no tenían ninguna importancia. Horza le preguntó qué ocurría con su alma inmortal y Xoralundra se rió. Fue la primera y única vez en que Horza había visto reírse al viejo guerrero. ¿Quién había oído hablar de un cuerpo mortal poseedor de un alma inmortal?

Horza desconectó la unidad de distorsión cuando ya casi no le quedaba carga. Las estrellas aparecieron a su alrededor haciéndose nítidas y visibles. Ajustó los controles de la unidad y se la quitó. La unidad y el traje se separaron, con Horza desplazándose lentamente en una dirección mientras la unidad se alejaba girando en otra. Los controles automáticos entraron en funcionamiento y la unidad desapareció. El resto de carga sería consumido impulsando la unidad en la dirección equivocada para despistar a cualquiera que pudiese haber estado siguiendo su rastro.

El Cambiante fue calmando gradualmente su respiración; llevaba cierto tiempo respirando deprisa y con cierto esfuerzo, pero redujo el ritmo de ésta y el de sus latidos mediante un esfuerzo consciente. Se acostumbró al traje, examinando sus funciones y capacidades. Por el tacto y el olor parecía nuevo, y daba la impresión de ser un artefacto construido en Rairch. Los trajes fabricados en Rairch estaban concebidos para ser los mejores. La gente decía que la Cultura fabricaba trajes aún más eficientes, pero la gente decía que la Cultura era capaz de ha-cerlo mejor todo, y aun así estaba perdiendo la guerra. Horza comprobó

los láseres incorporados al traje, buscó la pistola oculta que sabía formaba parte del equipo y logró encontrarla disfrazada como una parte más del recubrimiento protector del antebrazo izquierdo: era una pequeña arma manual de plasma. Sintió deseos de disparar contra algo, pero no había nada contra lo que apuntar, así que volvió a guardarla. Cruzó los brazos sobre la voluminosa placa pectoral y miró a su alrededor. Había estrellas por todas partes. No tenía ni idea de cuál era el sol de Sorpen. Así que las naves de la Cultura podían esconderse en la fotosfera de una estrella... Y una Mente -incluso si estaba desesperada y huyendo de sus enemigos-podía saltar al fondo de un pozo gravitatorio, ¿eh? Bueno, quizá los idiranos debieran enfrentarse a un trabajo más duro de lo que habían esperado. Eran guerreros por naturaleza, poseían la experiencia y los redaños necesarios y toda su sociedad estaba preparada para el conflicto continuo. Pero la Cultura, esa mezcla de especies más o menos humanas que producía una impresión de anarquía, hedonismo y desunión y que siempre estaba emitiendo o absorbiendo grupos distintos, llevaba casi cuatro años luchando sin dar ninguna señal de querer rendirse o de que estuviera empezando a pensar en la posibilidad de un compromiso... Lo que todo el mundo había esperado iba a ser un enfrentamiento breve y limitado que duraría el tiempo suficiente para servir de lección a los adversarios se había transformado en un esfuerzo bélico que absorbía todos los recursos disponibles. Los reveses iniciales y las primeras megamuertes no habían tenido el efecto profetizado por los expertos y los sabihondos. La Cultura no se había rendido, horrorizada ante las brutalidades de la guerra pero orgullosa por haber llevado su vida colectiva al lugar que, normalmente, sólo estaba ocupado por las proclamas surgidas de su boca colectiva. No, la Cultura se había limitado a efectuar una retirada detrás de otra, preparándose, acumulando sus recursos y trazando planes. Horza estaba convencido de que las Mentes se encontraban detrás de todo aquello.

No podía creer que las personas corrientes de la Cultura hubieran querido la guerra, sin importar lo que hubiesen votado. Después de todo, ya gozaban de su Utopía comunista, ¿no? Eran seres blandos y mimados que veían satisfechos todos sus caprichos, y el materialismo evangélico de la sección de Contacto les proporcionaba las buenas obras con que calmar su conciencia. ¿Qué más podían querer? La guerra tenía que ser idea de las Mentes; era una parte más del impulso clínico de limpiar la galaxia y conseguir que funcionara de una forma limpia y eficiente donde no hubiera lugar para los desperdicios, injusticias o sufrimientos. Los imbéciles de la Cultura no podían comprender que un día las Mentes empezarían a pensar en lo ineficientes y derrochadores que eran los humanos de la Cultura. Horza usó los giróscopos internos del traje para echar un vistazo a cada parte del cielo, y se preguntó qué áreas de aquel vacío puntuado de luces albergarían batallas donde morían miles de millones de personas. ¿Cuáles serían los lugares en que la Cultura seguía resistiendo y las flotas de combate idiranas ejercían presión sobre sus defensas? El traje zumbaba, siseaba y emitía leves crujidos a su alrededor; preciso, obediente, tranquilizador...

Y de repente el traje detuvo su lento girar con una sacudida tan violenta e inesperada que Horza sintió un castañeteo en los dientes. Un ruido desagradablemente parecido a una alarma de colisión zumbó en uno de sus oídos, y el rabillo de su ojo izquierdo le mostró cómo una micropantalla incrustada en el interior del casco se iluminaba ofreciéndole un holograma de gráficos rojizos.

-Blanco/adquisición/radar -dijo el traje-. Aproximándose/aumentando. 3 Turbulencia en cielo

despejado

-¿Qué? -rugió Horza.

-Blanco/adqui... -empezó a repetir el traje.

-¡Oh, cállate! -gritó Horza.

Empezó a pulsar los botones de la consola incrustada en la muñeca del traje mientras contorsionaba el cuerpo a un lado y a otro examinando la oscuridad que le rodeaba. Debía existir alguna forma de conseguir una proyección global en la parte interior del visor del casco que le mostrara la dirección de la que estaban llegando las señales, pero no tenía el tiempo necesario para familiarizarse hasta ese extremo con los sistemas del traje, y no lograba encontrar el botón adecuado. Un instante después comprendió que si quería una proyección probablemente le bastaría con pedirla.

-¡Traje! ¡Dame una proyección global sobre la fuente de transmisiones!

La parte superior izquierda del visor se iluminó. Horza siguió girando lentamente sobre sí mismo hasta que un puntito rojo que se encendía y apagaba se materializó encima de la superficie transparente. Volvió a pulsar los botones de la muñeca, y el traje expulsó varios chorros de gas por los agujeros de las suelas de sus botas. Horza salió disparado a algo menos de una gravedad con un siseo de gases expulsados. Nada pareció cambiar aparte de su peso, pero la luz roja se desvaneció durante una fracción de segundo, aunque volvió a aparecer enseguida. Horza lanzó una maldición.

-Blanco/adquisición... -dijo el traje.

-Ya lo sé -replicó Horza.

Cogió la pistola de plasma de su brazo, activó los láseres del traje y desconectó el sistema que expulsaba los chorros de gas. Fuera lo que fuese, dudaba de que el traje pudiera moverse lo bastante deprisa para dejar atrás a su perseguidor. Volvía a carecer de peso. La lucecita roja seguía encendiéndose y apagándose en el visor. Horza se dedicó a observar las pantallas internas. La fuente de transmisiones estaba aproximándose en un rumbo curvo a cero coma cero un año luz en el espacio real. La señal del radar era de baja frecuencia, y no parecía especialmente potente. La tecnología era demasiado primitiva para pertenecer a la Cultura o los idiranos. Le dijo al traje que cancelara la proyección, hizo bajar los amplificadores de la parte superior del casco y los conectó, enfocándolos hacia el punto del que llegaba la emisión de radar. Una variación doppler de la señal que seguía apareciendo en una de las pequeñas pantallas internas del casco anunciaba que, fuera lo que fuese, aquello estaba reduciendo su velocidad. ¿Pensarían recogerle en vez de limitarse a hacerle pedazos?

Horza vio una imagen nebulosa en el campo de los amplificadores. La señal de radar se desvaneció. Su perseguidor estaba muy cerca. Tenía la boca seca, y las manos le temblaban dentro de los gruesos guantes del traje. La imagen de los amplificadores pareció estallar en una oleada de oscuridad. Horza los retrajo hacia la parte superior del casco y contempló los campos estelares y el océano de tinta de la noche. Algo hecho de la más pura negrura cruzó velozmente ante su campo visual moviéndose por el telón de fondo del cielo en el silencio más absoluto. Horza pulsó el botón que activaba el radar aguja del traje e intentó seguir aquella silueta que estaba pasando ante él ocultándole las estrellas; pero no lo consiguió, por lo que no tenía forma de saber lo cerca que estaba o cuál era su tamaño. Había perdido el rastro del objeto en los espacios vacíos que se abrían entre las estrellas cuando la oscuridad que tenía delante se iluminó. Horza supuso que el objeto debía de estar virando. Unos instantes después el traje volvió a captar la emisión de radar.

-Bla...

-Cállate -dijo.

Comprobó la pistola de plasma. La silueta oscura se expandió: la tenía casi delante. Las estrellas que había a su alrededor oscilaron, y su brillo aumentó de intensidad gracias al efecto lente del campo distorsionante de un motor no muy bien ajustado que se producía al iniciar el proceso de la desconexión. El objeto estaba cada vez más cerca. La señal de radar volvió a esfumarse. Horza conectó su radar aguja y el haz recorrió la nave que tenía delante. Estaba observando la imagen resultante en una pantalla interna cuando el gráfico parpadeó y se desvaneció, los siseos y zumbidos del traje se detuvieron y las estrellas empezaron a esfumarse.

-Proyector/absorción/dis... parado -dijo el traje mientras él y Horza se sumían en la flaccidez de la inconsciencia.

Había algo duro debajo de él. Le dolía la cabeza. No podía recordar dónde se encontraba o qué se suponía que debía estar haciendo. Sólo recordaba su nombre, Bora Horza Gobuchul, Cambiante del asteroide Heibohre empleado por los idiranos en su guerra santa contra la Cultura. Pero ¿qué relación podía tener eso con el dolor que sentía en el cráneo y con el duro y frío metal que notaba debajo de su mejilla?

Le habían dado de lleno. Aún no podía ver, oler u oír nada, pero sabía que le había ocurrido algo bastante grave, algo que casi había llegado a la categoría de fatal. Intentó recordar lo ocurrido. ¿Dónde estaba antes? ¿Qué había estado haciendo?

¡La mano de Dios 137! El recuerdo hizo que el corazón le diera un vuelco. ¡Tenía que escapar! ¿Dónde estaba su casco? Xoralundra...

¿Por qué le había abandonado? ¿Dónde estaba ese medjel estúpido que debía traerle el casco? ¡Socorro!

Descubrió que no podía moverse.

Y, de todas formas, no estaba en La mano de Dios 137 ni en ninguna nave idirana. La cubierta era fría y dura -si es que aquello era una cubierta-, la atmósfera estaba saturada de olores extraños y, además, ahora podía oír voces de personas hablando. Pero seguía sin ser capaz de ver. No sabía si tenía los ojos abiertos y estaba ciego, o si los tenía cerrados y no podía abrirlos. Intentó llevarse las manos al rostro para descubrirlo, pero descubrió que tampoco podía moverlas. Las voces eran humanas, y había varias. Estaban hablando la lengua de la Cultura, el marain, pero eso no quería decir gran cosa. Durante los últimos milenios el marain había ido haciéndose cada vez más corriente como segunda lengua de la galaxia. Horza podía hablarlo y comprenderlo, aunque no lo había usado desde..., desde que habló con Balveda, de hecho, pero antes de eso había estado mucho tiempo sin usarlo. Pobre Balveda... Pero aquellas personas no paraban de hablar, y Horza no lograba captar ninguna palabra. Intentó mover los párpados, y acabó

sintiendo algo. Seguía sin tener ni idea de dónde podía estar. Toda esta oscuridad... Entonces recordó que había estado dentro de un traje, y una voz que le hablaba de blancos o algo parecido. Comprendió que había sido capturado o rescatado. Olvidó cualquier intento de abrir los ojos y se concentró al máximo en lo que estaban diciendo aquellas personas. Había usado el marain hacía muy poco tiempo; podía conseguirlo. Tenía que conseguirlo. Tenía que enterarse de lo que estaban diciendo.

-... maldito sistema durante dos semanas y lo único que hemos encontrado es un viejo metido en un traje. Una de las voces. Le pareció que pertenecía a una mujer.

-¿Qué diablos esperabas, una nave estelar de la Cultura?

Una voz masculina.

-Bueno, mierda... Esperaba encontrar un trozo de alguna. La voz femenina de nuevo. Risas.

-Es un buen traje. Hecho en Riarch, a juzgar por su aspecto... Creo que me lo quedaré.

Otra voz masculina, con el tono inconfundible de quien está al mando. Imposible. Demasiado bajo.

-Se adaptan, idiota.

El Hombre de nuevo.

-...habrá fragmentos de naves idiranas y de la Cultura flotando por toda la zona y podríamos..., ese láser de proa..., sigue jodido. Otra voz de mujer.

-Nuestro proyector no lo habrá dañado, ¿verdad?

Otra voz masculina; joven, aparentemente, hablando al mismo tiempo que la mujer.

-Estaba preparado para chupar, no para destrozar -dijo el capitán, o lo que fuese.

¿Quiénes eran estas personas?

-... mucho menos que ese abuelo de ahí -dijo uno de los hombres.

¡Estaban hablando de él! Intentó no dar ninguna señal de vida. Acababa de comprender que estaba fuera del traje, naturalmente, yaciendo a unos metros de distancia de unas personas que debían de encontrarse de pie alrededor del traje. Suponía que algunos estarían dándole la espalda. Yacía con un brazo debajo del cuerpo, de lado, desnudo y de cara a ellos. La cabeza seguía doliéndole, y podía sentir el gotear de la saliva que brotaba de su boca entreabierta.

-...un arma de alguna clase. Pero no la encuentro -dijo el Hombre, y el tono de su voz se alteró como si estuviera cambiando de posición mientras hablaba.

Daba la impresión de que habían perdido la pistola de plasma. Eran mercenarios. Tenían que serlo. Bucaneros...

-Kraiklyn, ¿puedo quedarme con tu traje viejo?

El hombre joven.

-Bueno, eso es todo -dijo el Hombre. A juzgar por su voz se había levantado del sitio donde estaba acuclillado o se acababa de dar la vuelta. Parecía haber ignorado al que había hablado antes-. Quizá no sea gran cosa, pero por lo menos tenemos el traje. Más vale que nos larguemos de aquí antes de que aparezcan los pesos pesados.

-Y ahora ¿qué?

Una mujer de nuevo. Tenía la voz bonita. Ojalá pudiera abrir los ojos...

-Ese templo debería de ser carne fácil incluso sin el láser de proa. Sólo está a diez días de aquí. Echaremos mano a unos cuantos tesoros de sus altares y luego compraremos algún armamento pesado en Vavatch. Podemos gastarnos todas nuestras ganancias ilegales allí. -El Hombre, Krakeline o como se llamara, hizo una pausa. Se rió-. Doro, no pongas esa cara de susto. Será muy sencillo. Guandos seamos ricos me agradecerás el que oyera hablar de ese sitio. Pero si los malditos sacerdotes ni tan siquiera llevan armas... Será sencillísimo.

-Sí, ya lo sabemos.

Una voz de mujer; la más agradable. Horza empezaba a ser consciente de la luz: una claridad rosada delante de sus ojos. Seguía doliéndole la cabeza, pero ya se encontraba algo mejor. Hizo un examen de su cuerpo, y su mente pidió una respuesta a los nervios de retroalimentación para calibrar su estado físico. Descubrió que se encontraba bastante por debajo de lo normal, y no llegaría al máximo hasta que los últimos efectos de su apariencia geriátrica se hubieran desvanecido, cosa que requeriría unos cuantos días..., suponiendo que viviera tanto tiempo. Tenía la sospecha de que aquellas personas le creían muerto.

-Zallin, tira esa basura-dijo el Hombre.

Horza abrió los ojos sobresaltado al oír el eco de unos pasos aproximándose. ¡El Hombre había estado hablando de él!

-¡Ahh! -gritó una voz cerca de él-. No está muerto. ¡Ha abierto los ojos!

Los pasos se detuvieron de repente. Horza logró sentarse y entrecerró los párpados para proteger sus ojos de toda aquella luz. Le costaba respirar, y el esfuerzo de incorporarse hizo que le diera vueltas la cabeza, pero ya podía ver con claridad. Estaba en un hangar pequeño, pero brillantemente iluminado. Una vieja lanzadera ocupaba la mitad del espacio disponible. Su espalda casi rozaba un mamparo; el grupo de personas a las que había oído hablar estaba de pie junto a otro mamparo. A medio camino entre él y el grupo había un joven corpulento y desgarbado de cabellos plateados y brazos muy largos. Tal y como había supuesto, el traje estaba en el suelo rodeado por el grupo de humanos. Horza tragó saliva y parpadeó. El joven de los cabellos plateados le miró y se rascó nerviosamente una oreja. Vestía pantalones cortos y una camiseta bastante maltrecha. La voz de uno de los hombres más altos del grupo -el que Horza había decidido debía ser el capitán-, hizo que el joven diera un salto.

-Wubslin, ¿qué le pasa a ese proyector? -Se volvió hacia otro hombre-. ¿Es que tampoco funciona?

«¡No permitas que hablen de ti como si no estuvieras aquí!» Horza carraspeó para aclararse la garganta y habló en el tono de voz más potente y decidido de que fue capaz.

-Vuestro proyector funciona perfectamente.

-En tal caso deberías estar muerto -dijo el hombre alto, sonriendo y enarcando una ceja.

Todos estaban mirándole, la mayoría con expresiones de suspicacia. El joven seguía rascándose la oreja; daba la impresión de estar perplejo, incluso asustado, pero el resto parecía querer librarse de Horza lo más pronto posible. Todos eran humanos, o estaban muy cerca de serlo; tanto los varones como las hembras; la mayoría vestían trajes, partes de trajes o pantalones cortos y camiseta. El capitán se abrió paso por entre el grupo y fue hacia Horza. Era alto y musculoso. Tenía una frondosa cabellera oscura que llevaba peinada hacia atrás, lejos de la frente; la tez, cetrina, y había algo de fiera en la expresión de los ojos y la boca. La voz le sentaba a la perfección. Cuando estuvo más cerca, Horza vio que empuñaba una pistola láser. Vestía un traje negro, y sus pesadas botas crearon ecos sobre el metal desnudo de la cubierta. Avanzó hasta quedar a la altura del joven de los cabellos plateados, quien estaba jugueteando con su camiseta mientras se mordisqueaba el labio.

-¿Por qué no estás muerto? -le preguntó el Hombre en voz baja y suave mirándole fijamente.

-Porque soy mucho más duro de lo que parezco -replicó Horza. El Hombre asintió y sonrió.

-Debes serlo. -Se dio la vuelta para lanzarle una rápida mirada al traje-. ¿Qué estabas haciendo en pleno espacio metido dentro de ese trasto?

-Trabajo para los idiranos. No querían que la nave de la Cultura me capturase, y creyeron que podrían rescatarme más tarde, así que me echaron por una escotilla para que esperase a la flota. Por cierto, estarán aquí dentro de ocho o nueve horas, así que yo no me quedaría mucho tiempo.

-¿De veras? -preguntó el capitán volviendo a enarcar la ceja-. Pareces estar muy bien informado, viejo.

-No soy tan viejo. Esto es un disfraz para mi último trabajo..., una droga agática. Los efectos ya están empezando a desvanecerse. Un par de días y volveré a ser útil.

El Hombre meneó la cabeza con tristeza.

-No, no lo serás. -Se dio la vuelta y fue hacia los demás-. Échale fuera -le dijo al joven de la camiseta.

El joven dio un paso hacia adelante.

-¡Eh, maldita sea, espera un momento! -gritó Horza poniéndose en pie. Retrocedió con las manos extendidas hasta pegar la espalda al mamparo, pero el joven ya venía en línea recta hacia él. Los otros le miraban o miraban a su capitán. Horza movió la pierna en un gesto demasiado rápido para el joven de los cabellos plateados. Su pie le acertó en la ingle. El joven jadeó y cayó sobre la cubierta, rodeándose el cuerpo con los brazos. El Hombre se había dado la vuelta. Bajó los ojos hacia el joven y miró a Horza.

-¿Sí? -preguntó.

Horza tenía la impresión de que estaba pasándoselo en grande.

-Ya te dije que podía ser útil -explicó, señalando al joven, que había logrado ponerse de rodillas-. Soy bueno peleando. Puedes quedarte con el traje...

-Ya me lo he quedado -dijo secamente el capitán.

-Bueno, al menos podrías darme una oportunidad, ¿no? -Los ojos de Horza recorrieron los rostros del grupo-. Sois mercenarios o algo parecido, ¿verdad? -Nadie dijo nada. Sintió como el sudor empezaba a correr por su rostro y lo detuvo-. Deja que me una a vosotros. Sólo pido una oportunidad, nada más... Si la cago a la primera vez, echadme por la escotilla.

-¿Y por qué no te echamos ahora y nos ahorramos todos esos problemas?

El capitán extendió los brazos hacia él y dejó escapar una carcajada. Algunos de los demás también se rieron.

-Una oportunidad -repitió Horza-. Mierda, no creo que sea pedir mucho, ¿verdad?

-Lo siento. -El Hombre meneó la cabeza-. Ya tenemos problemas de espacio.

El joven de los cabellos plateados estaba mirando a Horza con el rostro distorsionado por el dolor y el odio. Los otros miembros del grupo observaban a Horza con sonrisas burlonas o hablaban en voz baja entre ellos y le señalaban con la cabeza. Horza fue repentinamente consciente de que tenía todo el aspecto de un viejo desnudo.

-¡A la mierda! -rugió clavando los ojos en el rostro del Hombre-. Dame cinco días y acabaré contigo cuando me dé la gana. El capitán enarcó las cejas. Durante un segundo dio la impresión de que iba a ponerse furioso, pero acabó echándose a reír. Señaló a Horza con el láser.

-De acuerdo, viejo, te diré lo que vamos a hacer... -Se puso las manos en la cintura y señaló con la cabeza al joven que seguía arrodillado sobre la cubierta-. Puedes luchar con Zallin. ¿Qué, Zallin, te sientes con ánimos?

-Le mataré -dijo Zallin sin apartar los ojos de la garganta de Horza. El Hombre se rió. Algunos mechones de su cabellera negra asomaban por encima del cuello del traje.

-De eso se trata. -Miró a Horza-. Ya te he dicho que tenemos pro-blemas de espacio. Si quieres quedarte con nosotros tendrás que provocar alguna baja en el personal. -Se volvió hacia los demás-. Dejad un poco de sitio, y que alguien le traiga unos pantalones cortos al viejo. Verle desnudo me está revolviendo el estómago.

Una de las mujeres le arrojó unos pantalones cortos. Horza se los puso. El traje fue recogido del suelo y la lanzadera desplazada un par de metros hacia un lado hasta quedar pegada al otro extremo del hangar. Zallin acabó levantándose de la cubierta y fue a reunirse con los demás. Alguien le roció los genitales con un anestésico. «Benditos sean los órganos sin protección», pensó Horza. Estaba descansando apoyado en el mamparo sin apartar los ojos del grupo. Zallin era el más alto de todos. Tenía unos brazos tan largos que casi parecían rozarle las rodillas, y su grosor casi igualaba el de los muslos de Horza. Horza vio como el capitán le señalaba con la cabeza y una de las mujeres fue hacia él. Tenía los rasgos pequeños y la expresión dura. Su piel era bastante morena, y poseía una erizada cabellera rubia. Todo su cuerpo parecía esbelto y fuerte; Horza pensó que caminaba como un hombre. Cuando estuvo más cerca vio que la piel de su rostro, brazos y piernas estaba cubierta por una ligera capa de vello. La mujer se detuvo ante él y su mirada le recorrió desde los pies hasta los ojos.

-Soy tu ayudante -dijo la mujer-, aunque no sé si eso va a servirte de mucho.

Era la de la voz bonita. Horza estaba asustado, pero aun así se llevó

una decepción. Agitó una mano.

-Me llamo Horza. Gracias por preguntármelo.

«¡Idiota! -se dijo a sí mismo-. Ahora ya saben cómo te llamas. Anda, ¿por qué no les cuentas también que eres un Cambiante? Maldito estúpido...»

-Yalson -dijo la mujer secamente, y le ofreció la mano. Horza no estaba seguro de si aquella palabra era un saludo o su nombre. Estaba enfadado consigo mismo. Como si no tuviera bastantes problemas, había cometido la estupidez de revelar su verdadero nombre... Lo más probable era que eso no tuviese ninguna importancia, pero sabía que aquellos pequeños deslices y los errores aparentemente sin consecuencias solían significar toda la diferencia entre el éxito y el fracaso..., incluso entre la vida y la muerte. Cuando comprendió qué se esperaba de él extendió el brazo y estrechó la mano de la mujer. Su mano era seca y fresca, y muy fuerte. La mujer le apretó los dedos, pero le soltó la mano antes de que Horza tuviera tiempo de devolverle el apretón. No tenía ni idea de cuál era su origen, por lo que no sabía cómo interpretar el gesto. En el sitio del que venía Horza aquello habría sido considerado una invitación de naturaleza bastante precisa.

-Horza, ¿eh? -La mujer asintió y se puso las manos en las caderas tal y como había hecho el capitán-. Bien, Horza, buena suerte. Creo que Kraiklyn piensa que Zallin es el tripulante más inútil con que contamos, así que si ganas no le importará demasiado. -Bajó los ojos hacia la flaccida piel del vientre de Horza, observó la delgadez de su pecho tensado por las costillas, y frunció el ceño-. Si ganas -repitió.

-Muchísimas gracias -dijo Horza, intentando esconder el estómago y abombar el pecho. Señaló a los demás-. ¿Están haciendo apuestas?

Intentó sonreír.

-Sí, pero sólo sobre el tiempo que aguantarás.

Horza dejó que su intento de sonrisa se desvaneciera. Apartó los ojos de la mujer.

-¿Sabes una cosa? Probablemente sería capaz de deprimirme yo solo sin tu ayuda. Si quieres apostar algo de dinero, adelante... Sus ojos se posaron en el rostro de la mujer. No vio compasión, ni tan siquiera simpatía. La mujer volvió a mirarle de arriba abajo, asintió, giró sobre sus talones y se reunió con el resto del grupo. Horza lanzó

una maldición.

-¡Bien!

Kraiklyn hizo chocar sus manos enguantadas en una fuerte palmada. El grupo se disgregó y fue desplazándose por el hangar, ocupando la longitud de dos mamparos. Zallin estaba mirando fijamente a Horza desde el otro extremo del espacio que acababan de despejar. Horza se apartó del mamparo y se sacudió, intentando relajar los músculos con el fin de prepararse para la pelea.

-Es una pelea a muerte, ¿entendido? -anunció Kraiklyn sonriendo-. Nada de armas, pero no veo a ningún arbitro, así que... Todo vale. De acuerdo..., empezad.

Horza dejó un poco más de espacio entre él y el mamparo. Zallin estaba aproximándose con el cuerpo encorvado y los brazos extendidos como si fueran las mandíbulas de un insecto gigante. Horza sabía que si usaba todas las armas incorporadas a su organismo (suponiendo que dispusiera de todas ellas; tenía que recordarse continuamente que le habían arrancado los dientes venenosos en Sorpen), lo más probable era que ganase la pelea sin demasiados apuros, siempre que Zallin no tuviera la suerte de asestarle un golpe fatal. Pero estaba igualmente seguro de que si utilizaba la única arma efectiva que conservaba -las glándulas venenosas que había bajo sus uñas-, los otros se darían cuenta de lo ocurrido y Horza acabaría muerto. Una mordedura de sus dientes quizá le habría permitido salir bien librado. El veneno afectaba al sistema nervioso central, y las reacciones de Zallin se habrían ido volviendo gradualmente más lentas; probablemente nadie habría adivinado lo ocu-nido. Pero arañarle sería fatal para los dos. El veneno contenido en las glándulas que había bajo las uñas de Horza paralizaba los músculos siguiendo una secuencia que se iniciaba en el punto de entrada del vene"no, y resultaría obvio que Zallin había sido arañado por algo muy distinto a unas uñas corrientes. Aun suponiendo que los otros mercenarios no considerasen que había hecho trampa, existían bastantes posibilidades de que Kraiklyn, el Hombre, adivinara que Horza era un Cambiante y ordenara su muerte.

Un Cambiante era una amenaza para cualquiera que gobernase mediante la fuerza, tanto si empleaba la fuerza de voluntad como la fuerza de las armas. Amahain-Frolk lo había comprendido, y Kraiklyn también lo comprendería. Además, la especie a la que pertenecía Horza siempre provocaba un cierto grado de repugnancia en todos los seres humanos. Aparte de las considerables alteraciones que les separaban del material genético corriente, los Cambiantes eran una amenaza a la identidad, un desafío al individualismo de todos los que les rodeaban, incluso de aquellos que, probablemente, jamás podrían ser candidatos a la suplantación. No tenía nada que ver con las almas o la posesión espiritual o física; lo que causaba esa repugnancia era el que los Cambiantes copiaban la conducta de otro ser, y eso era algo que los idiranos entendían muy bien. La individualidad -ese aspecto que la mayoría de seres humanos valoraban por encima de cualquier otra cosa-era degradada por la facilidad con que un Cambiante podía ignorar las limitaciones que imponía y utilizarla en tanto que disfraz.

Horza había usado el Cambio para convertirse en un viejo, y su legado seguía con él. Zallin estaba muy cerca. El joven se lanzó hacia adelante usando sus enormes brazos como un par de pinzas en un torpe intento de agarrar a Horza. Horza se agachó y saltó a un lado con mucha más rapidez de la que Zallin había previsto. Antes de que pudiera dar la vuelta para seguir a Horza el Cambiante ya había lanzado una patada dirigida a su cabeza que se estrelló

contra el hombro del joven. Zallin lanzó una maldición y Horza le imitó. Se había hecho daño en el pie. El joven volvió a avanzar hacia él frotándose el hombro. Al principio se movió de una forma casi despreocupada, pero uno de sus largos brazos salió disparado de repente y el puño casi chocó con el rostro de Horza. El Cambiante sintió el viento creado por el golpe rozándole la mejilla. Si ese puñetazo hubiera dado en el blanco habría puesto punto final a la pelea. Horza hizo una finta, saltó en dirección opuesta, giró

sobre un talón y volvió a lanzar una patada, ahora hacia la ingle del joven. El pie llegó a su objetivo, pero Zallin se limitó a curvar los labios en una medio sonrisa mueca de dolor y volvió al ataque. El ro-ciado anestésico debía haber dejado insensible toda aquella zona de su cuerpo.

Horza empezó a moverse en círculos alrededor del joven. Zallin le observaba con mucha atención. Seguía manteniendo los brazos extendidos delante del cuerpo igual que si fueran un par de pinzas, y los dedos se flexionaban de vez en cuando como si anhelaran desesperadamente entrar en contacto con la garganta de Horza. Horza apenas si era consciente de las personas que le rodeaban, o de las luces y el equipo del hangar. Lo único que podía ver era el cuerpo agazapado del joven que tenía delante, con sus inmensos brazos y sus cabellos plateados, su camiseta deshilachada y sus zapatillas deportivas. Zallin se lanzó al ataque y las suelas de goma chirriaron sobre el metal de la cubierta. Horza giró sobre sí mismo y su pierna derecha trazó una curva. Su pie acertó a Zallin en la sien derecha, y el joven se alejó bailoteando mientras se frotaba la oreja. Horza sabía que estaba volviendo a jadear. Mantener el estado de tensión máxima exigía demasiada energía. Tenía que estar preparado para el siguiente ataque y, mientras tanto, no le estaba haciendo el daño suficiente a Zallin. Tal y como iban las cosas el joven no tardaría en dejarle agotado aunque no le diera ni un solo golpe. Zallin volvió a extender los brazos y avanzó. Horza saltó a un lado y sus músculos de anciano protestaron. Zallin giró sobre sí mismo. Horza saltó hacia adelante moviéndose sobre un pie y lanzó el talón del otro hacia la cintura del joven. El pie dio en el blanco con un thump muy satisfactorio, Horza se dispuso a apartarse... y se dio cuenta de que no podía mover el pie. Zallin había logrado atraparlo con una mano. Horza cayó sobre la cubierta. Zallin estaba tambaleándose con una mano sobre la base de su caja torácica, jadeando con el cuerpo casi doblado en dos. Horza pensó que debía haberle roto una costilla, pero Zallin seguía sujetándole el pie con la otra mano. Por mucho que tirara y se retorciese, Horza era incapaz de romper la presa.

Intentó establecer un pulso de sudor en la parte inferior de su pierna derecha. No había practicado esa maniobra desde sus combates de ejercicio en la Academia de Heibohre, pero valía la pena intentarlo; cualquier truco que ofreciera una posibilidad de aflojar esa presa era digno de ser intentado... No funcionó. Quizá había olvidado el procedimiento adecuado, o quizá el envejecimiento artificial sufrido por sus glándulas sudoríparas había hecho que fueran incapaces de reaccionar con la rapidez exigida. Fuera cual fuese la respuesta, su pie seguía atrapado entre los dedos del joven. Zallin estaba recuperándose del golpe que le había propinado Horza. Sacudió la cabeza y las luces del hangar se reflejaron en su cabellera. Después agarró el pie de Horza con la otra mano. Horza estaba caminando alrededor del joven apoyándose en las manos, con una pierna aprisionada y la otra colgando en un intento de descargar algún peso sobre la cubierta. Zallin miró al Cambiante e hizo girar las manos como si intentara arrancarle el pie derecho. Horza había previsto la maniobra e hizo girar todo su cuerpo antes de que Zallin empezara a ponerla en práctica. Acabó donde había empezado, con el pie entre las manos de Zallin y sus palmas desplazándose como cangrejos a través de la cubierta mientras intentaba seguir los movimientos del joven. «Puedo llegar hasta su pierna; una torsión del cuello y un mordisco

-pensó Horza, intentando desesperadamente dar con alguna solución-. En cuanto empiece a reaccionar más despacio tendré una oportunidad. No se darán cuenta. Lo único que necesito es...» Y, entonces, naturalmente, se acordó. Le habían arrancado esos dientes. Parecía que esos viejos bastardos -y Balveda-, conseguirían acabar con él después de todo, y en el caso de Balveda sería una venganza desde más allá de la tumba. Mientras Zallin siguiera sujetándole el pie la pelea sólo podía seguir un camino.

«Qué diablos... Voy a morderle de todas formas». El pensamiento fue una sorpresa incluso para él mismo; su mente lo concibió y su cuerpo lo puso en práctica antes de que tuviera tiempo de tomar en consideración lo que hacía. Lo siguiente que supo era que estaba usando la pierna atrapada y el empujón dado con las manos para impulsarse hacia Zellin, y que su cuerpo estaba entre las piernas del joven. Horza clavó

todos los dientes que le quedaban en la pantorrilla derecha del muchacho.

-¡Ah! -gritó Zellin.

Horza mordió con más fuerza, sintiendo cómo la presión ejercida sobre su pie se aflojaba ligeramente. Alzó la cabeza intentando desgarrar la carne del joven. Tenía la impresión de que su rótula iba a estallar y de que su pierna se partiría en dos, pero siguió masticando la carne viva que le llenaba la boca y sus puños se alzaron para golpear el cuerpo de Zallin con todas sus fuerzas. Zallin le soltó. Horza dejó de morder al instante y se apartó antes de que las manos del joven pudieran caer sobre su cabeza. Logró ponerse en pie. Tenía el tobillo y la rodilla algo doloridos, pero no era grave. Zallin fue hacia él cojeando con la pantorrilla cubierta de sangre. Horza cambió de táctica y saltó hacia adelante, golpeando al joven en el vientre bajo la rudimentaria guardia de sus inmensos brazos. Zallin se llevó las manos al estómago y la parte inferior de la caja torácica, y se agachó en un movimiento reflejo. Horza pasó junto a él, se dio la vuelta y dejó caer las dos manos sobre su cuello.

Normalmente el golpe habría sido mortal, pero Zallin era fuerte y Horza seguía estando débil. El Cambiante se irguió y se dio la vuelta, pero tuvo que evitar a los mercenarios que estaban de pie junto al mamparo; la pelea había atravesado el hangar de un extremo a otro. Horza no tuvo tiempo de asestar otro golpe. Zallin había vuelto a incorporarse con el rostro contorsionado por la agresividad frustrada. Lanzó un grito y corrió hacia Horza, quien esquivó limpiamente la embestida. Pero Zallin tropezó, y el azar quiso que su cabeza chocara con el estómago de Horza.

El golpe resultó todavía más doloroso y desmoralizador porque era totalmente inesperado. Horza cayó y rodó sobre sí mismo intentando librarse de Zallin, pero el joven se desplomó sobre él, aprisionándole contra la cubierta. Horza se retorció, pero no ocurrió nada. Estaba atrapado. Zallin se irguió apoyándose en una palma y tensó la otra mano convirtiéndola en un puño mientras contemplaba con una sonrisa burlona el rostro del hombre que tenía debajo. Horza comprendió que no podía hacer nada. Vio como aquel puño inmenso subía lentamente y empezaba a bajar. Tenía el cuerpo pegado a la cubierta y los brazos atrapados, y supo que ése era el final. Había perdido. Se preparó para mover la cabeza lo más deprisa posible apartándola del puñetazo destructor de huesos que estaba claro llegaría en cualquier momento y volvió a hacer un intento de mover las piernas, pero sabía que era inútil. Quería cerrar los ojos, pero sabía que debía mantenerlos abiertos. «Puede que el Hombre se apiade de mí. Debe haberse dado cuenta de que he luchado bien. Quizá decida detenerle...»

El puño de Zallin se inmovilizó durante una fracción de segundo, como si fuera la hoja de una guillotina en el punto más alto de su trayectoria antes de ser liberada. El golpe nunca llegó a caer. Zallin tensó el cuerpo y la mano con que sostenía el peso de su torso resbaló sobre la cubierta; los dedos se deslizaron sobre su propia sangre y dejaron de soportar su masa. Zallin lanzó un gruñido de sorpresa. Cayó hacia Horza y retorció el cuerpo. El Cambiante pudo sentir como el peso que le aprisionaba disminuía bruscamente, y logró apartarse de la trayectoria seguida por el joven mientras éste intentaba rodar sobre sí mismo. Horza rodó en dirección opuesta, y casi chocó con las piernas de los mercenarios que observaban la pelea. La cabeza de Zallin se estrelló contra la cubierta. El golpe no fue demasiado fuerte, pero antes de que el joven pudiera reaccionar, Horza ya estaba sobre su espalda rodeándole el cuello con las manos y tirando de su cabeza hacia atrás. Dejó resbalar sus piernas por los flancos de Zallin, montando a horcajadas sobre él, y lo inmovilizó. Zallin se quedó muy quieto. Su garganta dejó escapar una especie de gorgoteo. Le sobraban fuerzas para librarse del Cambiante o rodar sobre sí mismo hasta quedar de espaldas y aplastarle, pero antes de que pudiera hacer cualquiera de esas dos cosas un leve gesto de las manos de Horza le habría roto el cuello.

Zallin alzó los ojos hacia Kraiklyn, quien estaba prácticamente enfrente de él. Horza, cubierto de sudor y tragando aire con un jadeo espasmódico, también alzó la cabeza hacia los oscuros ojos del Hombre. Zallin intentó moverse. Horza tensó los antebrazos y el joven volvió a quedarse muy quieto.

Todos estaban mirándole... Todos los mercenarios, piratas, bucaneros o como quisieran llamarse. Permanecían inmóviles ante las dos paredes del hangar que habían ocupado durante la pelea y miraban a Horza. Pero el único que le miraba a los ojos era Kraiklyn.

-No tiene por qué ser a muerte -jadeó Horza. Bajó la vista durante una fracción de segundo hacia los cabellos plateados que tenía delante, algunos de ellos pegados al cuero cabelludo del chico por el sudor, y alzó nuevamente los ojos hacia Kraiklyn-. He ganado. Puedes desembarcar al chico en vuestra próxima parada. O dejarme allí. No quiero matarle.

Algo cálido y pegajoso estaba deslizándose sobre la cubierta junto a su pierna derecha. Horza comprendió que era la sangre que brotaba de la herida de Zallin. Kraiklyn estaba contemplándole con una expresión extrañamente distante. La pistola láser que había enfundado emergió de su pistolera, y su mano izquierda la alzó apuntando el cañón hacia el centro de la frente de Horza. El silencio del hangar le permitió oír con toda claridad el chasquido y el zumbido a un metro escaso de su cráneo: el Hombre había accionado el control de encendido de la pistola.

-Entonces morirás -dijo Kraiklyn con voz átona y tranquila-. En esta nave no hay sitio para alguien a quien no le gusta matar de vez en cuando.

Horza fue siguiendo con la vista el cañón de la pistola láser y siguió

levantando la cabeza hasta que su mirada llegó a los ojos de Kraiklyn. El arma no se movió ni una fracción de milímetro. Zallin dejó escapar un gemido.

El crujido resonó en el hangar metálico como si fuera un disparo. Horza abrió los brazos sin apartar los ojos del rostro del jefe de los mercenarios. El fláccido cuerpo de Zallin cayó como un fardo sobre la cubierta, igual que si se desmoronara bajo su propio peso. Kraiklyn sonrió

y enfundó el arma. El chasquido de la desconexión se convirtió en un leve zumbido que no tardó en morir.

-Bienvenido a la Turbulencia en cielo despejado. Kraiklyn suspiró y pasó por encima del cadáver de Zallin. Fue hacia el punto central de un mamparo, abrió una puerta y cruzó el umbral. Sus botas resonaron sobre un tramo de escalones. Casi todos los mercenarios le siguieron.

-Bien hecho.

Horza seguía arrodillado y se volvió al oír las palabras. Era la mujer de la voz hermosa, Yalson. Volvió a ofrecerle su mano, esta vez para ayudarle a levantarse. Horza la aceptó con gratitud y se puso en pie.

-No ha sido ningún placer -le dijo. Se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y la miró a los ojos-. Dijiste que te llamabas Yalson, ¿no?

La mujer asintió.

-Y tú eres Horza.

-Hola, Yalson.

-Hola, Horza.

Le obsequió con una leve sonrisa. Horza descubrió que le gustaba su sonrisa. Contempló el cadáver que yacía sobre la cubierta. La herida de la pierna ya no sangraba.

-¿Qué hacemos con ese pobre bastardo? -preguntó.

-Lo mejor será tirarle por la escotilla -dijo Yalson. Miró a las únicas personas que quedaban en el hangar aparte de ellos, tres machos muy corpulentos cubiertos por una espesa capa de vello que vestían pantalones cortos. Los tres se habían quedado junto a la puerta por la que se habían marchado los demás y estaban contemplándole con expresiones de curiosidad. Los tres calzaban botas bastante gruesas, como si hubieran empezado a ponerse el traje espacial y les hubieran interrumpido en el mismo momento. Horza sintió deseos de reír, pero lo que hizo fue sonreír y saludarles con la mano.

-Hola.

-Ah, ésos son los Bratsilakin -dijo Yalson mientras los tres cuerpos peludos le devolvían el saludo de forma no muy sincronizada agitando tres manos de un gris oscuro-. Uno, Dos y Tres -siguió diciendo Yalson señalando con la cabeza a cada uno por turno-. Debemos ser la única Compañía Libre con un grupo clónico que sufre de psicosis paranoica. Horza la miró para ver si hablaba en serio y los tres humanos peludos fueron hacia ellos.

-No creas ni una sola palabra de lo que dice -le aconsejó uno de ellos. Tenía una voz muy suave que Horza encontró más bien sorprendente-. Nunca le hemos gustado. Bueno, esperamos que estés de nuestro lado...

Seis ojos contemplaron a Horza con expresiones de preocupación. Horza hizo cuanto pudo por sonreír.

-Podéis contar con ello -dijo.

Los tres le devolvieron la sonrisa, se miraron e intercambiaron asentimientos de cabeza.

-Metamos a Zallin en un vactubo. Supongo que nos libraremos de él más tarde -dijo Yalson volviéndose hacia el trío velludo. Fue hacia el cadáver y dos Bratsilakin la siguieron. Entre los tres llevaron el fláccido cuerpo de Zallin hasta una zona de la cubierta del hangar de la que quitaron algunas planchas metálicas revelando una escotilla curva. Después metieron el cuerpo en un espacio bastante angosto, cerraron la escotilla y volvieron a poner las planchas en su sitio. El tercer Bratsilakin cogió un paño de un panel mural y limpió la sangre que había caído sobre la cubierta. Después, el velludo grupo de clones fue hacia la puerta y se alejó por las escaleras. Yalson miró a Horza y movió la cabeza señalando a un lado.

-Ven conmigo -dijo-. Te enseñaré dónde puedes limpiarte. Horza la siguió por la cubierta del hangar rumbo a la puerta. Yalson se volvió hacia él mientras caminaban.

-El resto ha ido a comer. Si acabas a tiempo te veré en el comedor. Basta con que te dejes guiar por tu nariz. De todas formas, tengo que cobrar mis ganancias.

-¿Tus ganancias? -preguntó Horza cuando llegaron al umbral. Yalson puso la mano sobre lo que Horza supuso debían ser interruptores de la luz, se volvió hacia él y le miró a los ojos.

-Claro -dijo, y pulsó uno de los interruptores sobre los que había puesto la mano. La intensidad de las luces no varió, pero Horza sintió

una vibración bajo sus pies. Oyó un silbido y lo que parecía una bomba poniéndose en funcionamiento-. Aposté por ti -dijo Yalson. Se dio la vuelta y subió corriendo por la escalera que había más allá

del umbral, saltando los peldaños de dos en dos.

Horza contempló el hangar vacío y la siguió.

La Turbulencia en cielo despejado expulsó el fláccido cuerpo de Zallin unos segundos antes de que la nave volviera al hiperespacio y sus tripulantes se sentaran a la mesa. El hombre vivo dentro de un traje que habían encontrado fue sustituido por un joven muerto que vestía pantalones cortos y una camiseta deshilachada, un cadáver que empezó

a congelarse y dar vueltas lentamente sobre sí mismo mientras un delgado cascarón de moléculas de aire se iba expandiendo a su alrededor como si fuera una imagen de la vida que le había abandonado. 4 El Templo de la

Luz

La Turbulencia en cielo despejado se abrió paso por entre la sombra de una luna, dejó atrás una superficie estéril puntuada de cráteres con su trayectoria subiendo y bajando de nivel mientras salvaba la parte superior de un pozo gravitatorio, y acabó descendiendo hacia un planeta azul verdoso cubierto de nubes. Apenas hubo pasado junto a la luna su curso empezó a curvarse y el morro de la nave espacial fue alejándose del planeta para apuntar hacia el espacio. En el punto central de esa curva la Turbu- lencia en cielo despejado dejó libre su lanzadera, y ésta se deslizó hacia el nebuloso horizonte del planeta y el filo en movimiento de la oscuridad que iba avanzando sobre la superficie del planeta como una capa negra. Horza estaba sentado en esa lanzadera junto con la mayoría de la abigarrada tripulación de la nave. Todos llevaban puesto su traje espacial y ocupaban angostos bancos en el atestado compartimento de pasajeros de la lanzadera. La variedad de trajes era asombrosa; hasta los tres Bratsilakin llevaban modelos ligeramente distintos. El único ejemplo realmente moderno era el de Kraiklyn, el traje fabricado en Rairch que le había quitado a Horza.

Todos iban armados, y su armamento era tan variado como sus trajes. La mayoría llevaban láseres o, para ser más exactos, lo que la Cultura llamaba SAERC, Sistemas de Armamentos Emisores de Radiación Coherente. Los mejores funcionaban usando longitudes de ondas invisibles al ojo humano. Algunos contaban con cañones de plasma o pistolas pesadas, y uno de los tripulantes poseía un Microobús de aspecto bastante eficiente, pero Horza sólo tenía un rifle de proyectiles, que para colmo era un modelo anticuado, tosco y de disparo bastante lento. El Cambiante lo comprobó por décima o undécima vez y volvió a maldecirlo. También maldijo el viejo traje lleno de fugas que le habían dado; el visor estaba empezando a cubrirse de vaho. Aquello no podía salir bien. La lanzadera empezó a oscilar y vibrar. Acababa de entrar en contacto con la atmósfera del planeta Marjoin, donde iban a atacar y robar los tesoros de algo llamado el Templo de la Luz.

La Turbulencia en cielo despejado había necesitado quince días para cubrir los aproximadamente veintiún años luz estándares que separaban el sistema de Sorpen del de Marjoin. Kraiklyn alardeaba de que su nave podía rozar los mil doscientos años luz de velocidad, pero afirmaba que velocidades de semejante magnitud estaban reservadas para los casos de emergencia. Horza había estado inspeccionando la vieja nave, y dudaba mucho de que pudiera alcanzar una velocidad de cuatro cifras sin que los motores que creaban el campo distorsionador esparcieran la nave y todo cuanto contenía por los cielos. La Turbulencia en cielo despejado era una venerable nave de asalto blindada construida en Hron durante el reinado de una de las últimas dinastías de su declive, y había sido concebida buscando más la resistencia y la fiabilidad que la sofisticación y los alardes técnicos. Dado el nivel de capacidad de su tripulación, Horza opinaba que eso era una suerte. La nave medía unos cien metros de largo, veinte de ancho y quince de altura, con una cola de diez metros situada sobre la parte posterior del casco. A cada lado del casco asomaban los promontorios de las unidades de campo, que parecían pequeñas versiones del casco propiamente dicho. Los promontorios nacían justo detrás del morro y se extendían a lo largo de toda la nave, con muñones de alas en el centro y unas delgadas columnas voladizas conectando las estructuras al casco. La Tur- bulencia en cielo despejado tenía contornos aerodinámicos y estaba equipada con motores de fusión en la cola, así como con un pequeño propulsor situado en la proa que servía para desplazarse por las atmósferas y los pozos gravitatorios. Horza opinaba que en cuanto a comodidades y alojamientos de la tripulación dejaba mucho que desear. Le habían asignado el catre ocupado por el difunto Zallin y compartía un cubo de dos metros -designado mediante el eufemismo de «camarote»-, con Wubslin, el mecánico de la nave. Wubslin se otorgaba el título de ingeniero, pero después de unos cuantos minutos de conversación en los que intentó sonsacarle detalles técnicos sobre la Turbulencia en cielo despejado, Horza se dio cuenta de que aquel hombretón corpulento de piel blanquecina sabía muy poco sobre los sistemas más complejos de la nave. Wubslin no era un tipo desagradable, no olía y se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, por lo que Horza suponía que la situación podría haber sido mucho peor.

La nave albergaba a dieciocho personas repartidas en nueve cama-rotes. El Hombre, naturalmente, disponía de todo un camarote para él solo, y los Bratsilakin compartían un recinto de atmósfera más bien pestilente. Los Bratsilakin preferían que su puerta estuviese abierta; el resto de la tripulación prefería cerrarla de un manotazo cuando pasaba junto a ella. Horza se llevó una decepción al descubrir que sólo había cuatro mujeres a bordo. Dos de ellas apenas si salían de su camarote, y se comunicaban con los demás mediante signos y gestos. La tercera era una fanática religiosa que repartía su tiempo libre entre los intentos de convertirle a algo llamado el Círculo de Llamas y el atrincherarse tras la puerta del camarote que compartía con Yalson devorando cerebrocintas de fantasía. Yalson parecía ser la única hembra normal a bordo, pero a Horza le resultaba bastante difícil pensar en ella como mujer. Aun así, fue quien se tomó la molestia de presentarle a los demás y contarle lo que necesitaba saber sobre la nave y su tripulación. Horza se aseó en uno de los puntos de lavado de la nave -unos recintos que parecían ataúdes-, y cuando hubo terminado siguió la sugerencia de Yalson y dejó que su nariz le guiara hasta el comedor, donde fue más o menos ignorado pero acabó encontrándose ante un plato con comida. Kraiklyn le lanzó una rápida mirada mientras se sentaba entre Wubslin y un Bratsilakin, apartó los ojos de él y siguió hablando sobre armas, blindajes y tácticas sin prestarle ni la más mínima atención. Después de comer, Wubslin le acompañó hasta su camarote y se marchó. Horza quitó los trastos que cubrían el catre de Zallin, cubrió su dolorido y cansado cuerpo de anciano con unas sábanas medio rotas y se sumió en un profundo sueño.

Cuando despertó recogió los escasos objetos personales de Zallin. Era patético. El joven muerto había poseído unas cuantas camisetas, algunos pantalones cortos, un par de faldellines, una espada oxidada, una colección de dagas baratas con fundas tirando a maltrechas y unos cuantos libros de plástico de gran tamaño para microlector con imágenes en movimiento que repetían incansablemente escenas de viejas guerras mientras se los mantuviera abiertos. Eso era todo. Horza decidió conservar el traje del joven, aunque le quedaba demasiado grande y no era ajustable, y el viejo rifle de proyectiles que Zallin no había cuidado con demasiada devoción.

Envolvió todo lo demás en una de las sábanas más destrozadas y lo llevó al hangar. Todo estaba igual que cuando se había marchado de allí. Nadie se había molestado en mover la lanzadera devolviéndola a su posición original. Yalson estaba ejercitándose desnuda hasta la cintura. Horza se quedó inmóvil en el umbral al final de las escaleras viendo cómo la mujer pasaba de un ejercicio a otro. Yalson saltaba y giraba sobre sí misma, daba volteretas y saltos mortales, hendía el aire con pa-tadas y puñetazos y acompañaba cada movimiento con leves gruñidos. Cuando vio a Horza se quedó quieta.

-Bienvenido. -Yalson se agachó a recoger la toalla que había dejado sobre la cubierta y empezó a frotarse el pecho y los brazos. Una capa de sudor hacía brillar el vello dorado que cubría su piel-. Creía que habías cascado.

-¿He dormido mucho rato? -preguntó Horza.

No tenía ni idea de qué sistema temporal se usaba a bordo de la nave.

-Dos días estándar. -Yalson pasó la toalla por su erizada cabellera y acabó colocándosela sobre los hombros-. De todas formas, tienes mejor aspecto.

-Me siento mejor -dijo Horza.

Aún no se había contemplado en un espejo o un inversor, pero sabía que su cuerpo estaba empezando a volver a la normalidad y que no tardaría en perder la apariencia de anciano que había asumido.

-¿Las cosas de Zallin?

Yalson movió la cabeza señalando el bulto que Horza sostenía en sus manos.

-Sí.

-Te enseñaré cómo funcionan los vactubos. Probablemente lo echaremos al espacio cuando salgamos del campo. Yalson quitó un par de planchas y abrió la escotilla del tubo que había debajo, Horza dejó caer las cosas de Zallin dentro del cilindro y Yalson cerró la escotilla. El Cambiante captó el olor de su cuerpo recalentado y cubierto de transpiración y descubrió que le gustaba, pero en la actitud de Yalson no había nada indicador de que pudieran llegar a ser algo más que amigos. Bueno, mientras estuviera a bordo de esta nave se conformaría con la amistad. No cabía duda de que necesitaba alguien a quien llamar amigo.

Después fueron al comedor a tomar un bocado. Horza estaba hambriento. Su cuerpo exigía comida para reconstruirse y añadir un poco más de carne a la delgada y frágil silueta que había asumido cuando adoptó

la identidad del ministro de Ultramundo de la Gerontocracia de Sorpen.

«Al menos la autococina funciona y el campo antigravitatorio parece bastante regular», pensó Horza. Los camarotes atestados, la comida podrida y un campo gravitatorio errático o mal ajustado siempre le habían horrorizado.

-Zallin no tenía amigos -dijo Yalson meneando la cabeza mientras se metía algo de comida en la boca.

Estaban sentados juntos en el comedor. Horza quería saber si existía algún tripulante que pudiera sentir deseos de vengar al joven.

-Pobre bastardo... -repitió Horza.

Dejó su cuchara sobre la mesa y sus ojos se clavaron en el otro extremo de aquel pequeño recinto de techo muy bajo destinado a comedor, perdiéndose en la nada durante un segundo. Volvió a sentir en sus manos la vibración veloz e irrevocable de aquel hueso partiéndose, y el ojo de su mente vio romperse la columna vertebral, el desplomarse sobre sí misma de la tráquea y las arterias que se comprimían acabando con la vida del joven como si alguien hubiera hecho girar un dial. Meneó la cabeza.

-¿De dónde era?

-¿Quién sabe? -Yalson se encogió de hombros. Se dio cuenta de la expresión que había en el rostro de Horza y, entre masticación y masticación, añadió-: Él te habría matado, ¿comprendes? Está muerto. Olvídale. Sí, claro, ya sé que resulta muy duro pero... De todas formas, era un tipo bastante aburrido.

Tragó otro bocado de comida.

-Me preguntaba si había alguien a quien debiera enviarle alguno de sus objetos personales. Amigos, relaciones o...

-Mira, Horza -dijo Yalson volviéndose hacia él-, cuando subes a esta nave dejas de tener un pasado. Preguntarle a alguien de dónde viene o lo que hizo con su vida antes de unirse a esta tripulación se considera una falta de educación muy grave. Puede que todos tengamos algunos secretos o quizá sea que no queremos hablar o pensar en ciertas cosas que hemos hecho, o algunas de las cosas que nos han hecho... Tanto da. No intentes averiguar nada sobre nadie. En esta nave sólo hay un sitio donde puedas gozar de cierta intimidad, y se encuentra entre tus orejas, así que intenta sacarle el máximo provecho. Si vives el tiempo suficiente puede que alguien quiera contarte todos sus secretos y problemas, probablemente cuando haya bebido demasiado, pero cuando llegue ese momento quizá no tengas demasiadas ganas de escucharle. Mi consejo es que te olvides de eso por ahora. -El Cambiante abrió

la boca para decir algo, pero Yalson se le adelantó-. Te contaré todo lo que sé y así te ahorrarás el esfuerzo de preguntarlo. -Dejó la cuchara sobre la mesa, se limpió los labios con un dedo y giró en su asiento hasta quedar de cara a él. Alzó una mano. El vello de sus antebrazos y el dorso de sus manos hacía que su piel morena pareciera estar rodeada por una aureola dorada. Estiró un dedo-. Uno, la nave. Lleva centenares de años por el espacio y la fabricaron en Hron. Ha tenido por lo menos una docena de propietarios, y ninguno la ha cuidado demasiado. El láser de proa no funciona porque nos lo cargamos intentando alterar la longitud de onda. Dos... -Estiró otro dedo-. Kraiklyn ha poseído esta nave desde que le conocemos. Dice que la ganó en una partida de Daño no se sabe dónde justo antes de la guerra. Sé que juega, pero no sé si es bueno o no. No importa, supongo que eso es asunto suyo... Oficialmente se nos conoce como la CLK, la Compañía Libre de Kraiklyn, y él es el jefe. Es un líder bastante bueno y cuando las cosas se ponen duras no le importa arriesgar el pellejo con los demás. Siempre va delante, y según mis reglas eso le convierte en un buen tipo. Su truco es que nunca duerme. Tiene un..., ah..., una... -Yalson frunció el ceño en un obvio esfuerzo para dar con las palabras adecuadas-. Una división de tareas hemisférica cerebral aumentada. Una mitad duerme una tercera parte del tiempo y entonces se le nota un poco soñoliento y no muy despejado; después la otra mitad duerme su tercera parte del tiempo, y entonces es todo lógica y números y no puede comunicarse demasiado bien. En cuanto al tercio de tiempo restante lo reserva para cuando está en acción o cuando hay alguna emergencia, y entonces los dos lados están despiertos y funcionando. Eso hace que no exista forma alguna de pillarle desprevenido roncando en su catre.

-Clones paranoicos y un Hombre con un sistema de turnos craneales... -Horza meneó la cabeza-. De acuerdo, sigue.

-Tres, no somos mercenarios -dijo Yalson-. Somos una Compañía Libre. La verdad es que somos unos meros piratas, pero si ése es el nombre que Kraiklyn quiere darnos, eso es lo que somos. En teoría cualquiera puede unirse a nosotros siempre que coma la comida y respire el aire de la nave, pero en la práctica Kraiklyn se muestra un poquito más selectivo, y apuesto a que le gustaría poder serlo todavía más. Tanto da... Hemos cumplido unos cuantos contratos, casi todos de protección, y hemos hecho un par de escoltas a lugares del tercer nivel que se han encontrado atrapados en plena guerra, pero nuestra ocupación principal es atacar y robar allí donde suponemos que la confusión creada por la guerra hace probable que no tengamos problemas con la ley. Eso es lo que vamos a hacer en el sitio adonde vamos. Kraiklyn oyó hablar de un lugar llamado el Templo de la Luz que se encuentra en un planeta perdido casi-nivel-tres y piensa que será fácil entrar y será

fácil salir..., por usar una de sus frases favoritas. Según él, ese templo está repleto de sacerdotes y tesoros. Mataremos a los sacerdotes y nos llevaremos los tesoros. Después nos dirigiremos hacia el Orbital Vavatch antes de que la Cultura dé la alarma y compraremos algo con que sustituir nuestro láser de proa. Supongo que los precios deben estar bastante bajos. Si nos quedamos por allí el tiempo suficiente es probable que acaben dándonos lo que queremos sin pedir nada a cambio...

-¿Qué está ocurriendo en Vavatch? -preguntó Horza.

Aquello era algo nuevo para él. Sabía que el gran Orbital se encontraba en la zona de guerra, pero creía que el ser propiedad de un grupo de grandes corporaciones serviría para mantenerlo fuera de la línea de fuego.

-¿Es que tus amigos idiranos no te lo han explicado? -Yalson bajó

la mano que había utilizado para ir contando-. Bueno... -dijo al ver que Horza se limitaba a encogerse de hombros-. Como probablemente sabes, los idiranos están avanzando por todo el flanco interno del Golfo, el Acantilado Resplandeciente. La Cultura parece estar dispuesta a plantarles cara, aunque sólo sea para variar, o por lo menos da la impresión de hacer preparativos en ese sentido. Al principio parecía que acabarían llegando a uno de sus acuerdos habituales y Vavatch sería considerado territorio neutral. Esa manía religiosa centrada en los planetas que tienen los idiranos hacía que no estuvieran demasiado interesados en el O

siempre que la Cultura no intentara utilizarlo como base, y la Cultura prometió que no lo haría. Mierda, con esas UGC tan jodidamente grandes que han empezado a construir últimamente no necesitan bases en Orbitales, Anillos, planetas ni nada semejante... Bueno, el caso es que todo Vavatch pensaba que la cosa acabaría yendo sobre ruedas, muchas gracias, y hasta debían imaginarse que ese tiroteo galáctico a su alrededor les permitiría hacer grandes negocios... Pero de repente los idiranos anunciaron que iban a tomar el control de Vavatch, aunque sólo de forma nominal; no habría presencia militar. La Cultura dijo que no pensaba consentirlo, los dos bandos se negaron a abandonar sus preciosos principios, y la Cultura dijo: «De acuerdo, si no os echáis atrás volaremos el Orbital antes de que lleguéis allí». Y eso es lo que está ocurriendo. La Cultura piensa evacuar todo el maldito O y volarlo en pedazos antes de que las flotas de combate idiranas hayan tenido tiempo de llegar allí.

-¿Piensan evacuar un Orbital? -preguntó Horza.

Era la primera noticia que tenía al respecto. Los idiranos no habían hecho una sola referencia al Orbital Vavatch en ninguna de las reuniones que mantuvieron con él, e incluso cuando adoptó la personalidad de Egratin, ministro de Ultramundo, la mayoría de noticias que le llegaban del exterior eran meros rumores. Cualquier idiota podía darse cuenta de que el volumen de espacio alrededor del Golfo Sombrío iba a convertirse en un campo de batalla que mediría centenares de años luz de longitud, otros tantos de altura y varias décadas de profundidad, pero Horza no había logrado averiguar qué estaba ocurriendo realmente. No cabía duda de que el ritmo de la guerra había cambiado para volverse todavía más frenético, pero aun así sólo un lunático podía concebir la idea de evacuar a todos los habitantes de un Orbital. Pero Yalson asintió.

-Eso es lo que dicen. No me preguntes de dónde sacarán las naves para semejante evacuación, pero eso es lo que dicen que harán.

-Están locos.

Horza meneó la cabeza.

-Sí, bueno... Creo que eso ya quedó demostrado cuando decidieron ir a la guerra.

-Cierto. Lo siento. Sigue -dijo Horza moviendo una mano.

-He olvidado lo que iba a decir. -Yalson sonrió, contempló los tres dedos que había extendido como si pudieran darle alguna pista al respecto y acabó alzando los ojos hacia Horza-. Bien, creo que eso es todo, más o menos... Mi consejo es que mantengas la cabeza agachada y no abras la boca hasta que lleguemos a Marjoin y a ese templo, y ahora que lo pienso bien... Bueno, una vez hayamos llegado allí sigue con la cabeza agachada. -Se rió, y Horza se encontró riendo con ella. Yalson asintió y cogió la cuchara que había dejado sobre la mesa-. Si sales bien librado de él, haber compartido un tiroteo con la tripulación hará

que todo el mundo se sienta más dispuesto a aceptarte. No importa lo que hayas hecho en el pasado, y lo de Zallin tampoco cuenta; por ahora eres el bebé de la nave.

Horza la contempló con expresión dubitativa mientras pensaba en lo peligroso que podía ser atacar cualquier sitio -incluso un templo que carecía de sistemas defensivos-, con un traje de segunda mano y un rifle de proyectiles en el que no se podía confiar.

-Bueno -suspiró metiendo la cuchara en el plato-, mientras no se os ocurra volver a hacer apuestas sobre de que lado caeré... Yalson le contempló en silencio durante un segundo, sonrió y volvió

a concentrar su atención en la comida.

Pese a lo que le había dicho Yalson, el Hombre demostró que deseaba averiguar algo más sobre el pasado de Horza. Kraiklyn le invitó a su camarote. El cubículo estaba limpio y ordenado, con todos los objetos guardados, asegurados con redes o atornillados, y el aire olía agradablemente a frescura y limpieza. El suelo estaba cubierto con una alfombra de absorción e hileras de libros ocultaban toda una pared. Un modelo de la Turbulencia en cielo despejado colgaba del techo, y un rifle láser de considerable tamaño adornaba otra pared. El arma parecía un modelo de gran potencia: la mochila de la batería era muy voluminosa y el cañón terminaba en un divisor de rayo. Las suaves luces del camarote hacían que el metal reluciera como si estuviese recién limpiado.

-Siéntate -dijo Kraiklyn, señalando una silla mientras manipulaba el control de la cama para convertirla en un sofá y se dejaba caer en él. El Hombre alargó la mano hacia un estante que había a su espalda y cogió dos esnifrascos. Ofreció uno a Horza, quien lo aceptó y rompió el sello. El capitán de la Turbulencia en cielo despejado aspiró una honda bocanada de los vapores aromáticos que brotaron de su recipiente y tomó un sorbo del líquido. Horza le imitó. Reconoció la sustancia, pero no logró recordar su nombre. Era una de esas que podías inhalar para colocarte o beber limitándote a alcanzar un agradable estado de sociabilidad; los ingredientes activos sólo subsistían unos minutos a temperatura corporal, y la mayoría de conductos digestivos humanoides acababan disgregándolos en vez de absorberlos.

-Gracias -dijo Horza.

-Bueno, tienes mucho mejor aspecto que cuando te metimos en la nave -dijo Kraiklyn contemplando el pecho y los brazos de Horza. Cuatro días de reposo y buena alimentación habían hecho que el Cambiante recuperara casi plenamente su aspecto normal. Su tronco y sus miembros habían ido acumulando carne hasta aproximarse bastante a su apariencia musculosa habitual, y su estómago no había aumentado. Su piel se había tensado cobrando un lustre entre marrón y dorado, y su rostro parecía más firme y, aun así, más flexible. Las raíces del cabello que le estaba saliendo eran de color oscuro; Horza ya había cortado los ralos mechones blanco amarillentos del Gerontócrata. Sus dientes venenosos también se estaban regenerando, pero harían falta unos veinte días más antes de que le fuera posible volver a utilizarlos.

-También me siento mucho mejor.

-Hmmm... Lo de Zallin fue una lástima, pero estoy seguro de que comprendes mi posición, ¿verdad?

-Claro. Me alegra que me dieras una oportunidad. Algunas personas habrían acabado conmigo y me habrían echado al espacio.

-La idea pasó por mi mente -dijo Kraiklyn mientras jugueteaba con el esnifrasco-, pero tuve la sensación de que había algo de verdad en tus afirmaciones. No es que creyera todo eso de la droga para envejecer y los idiranos, pero pensé que quizá supieras luchar. Aun así, creo que tuviste mucha suerte, ¿eh? -Sonrió y Horza le devolvió la sonrisa. Kraiklyn alzó los ojos hacia los libros que ocupaban toda la pared opuesta-. De todas formas, Zallin era una especie de peso muerto. Me comprendes, ¿verdad? -Sus ojos volvieron a posarse en el rostro de Horza-. Ese chaval apenas sí sabía con qué extremo de su rifle debía apuntar... Estaba pensando en dejarle tirado cuando llegáramos a nuestra siguiente parada.

Kraiklyn aspiró otra bocanada de vapores.

-Bueno vuelvo a decirte lo de antes... Gracias.

Horza estaba llegando a la decisión de que su primera impresión sobre Kraiklyn -que el Hombre era un mierda-, había sido más o menos correcta. Si pensaba librarse de Zallin no había ninguna razón para que la pelea fuese a muerte. Horza o Zallin podían haberse alojado en el hangar o en la lanzadera. Desde luego, una persona más no habría hecho que los recintos de la Turbulencia en cielo despejado estuvieran más despejados durante el tiempo que se tardaba en llegar a Marjom, pero el trayecto no era tan largo, y no se habrían quedado cortos de aire ni nada parecido. Kraiklyn quería un espectáculo, así de simple.

-Te estoy muy agradecido -dijo Horza.

Alzó el esnifrasco ante el rostro del capitán antes de hacer otra breve inhalación y observó atentamente su expresión.

-Bueno cuéntame qué tal es trabajar para esos tipos con tres piernas

-dijo Kraiklyn, sonriendo y apoyando un brazo en el estante que había junto a su sofá-cama. Enarcó las cejas-. ¿Hmmm?

«Aja», pensó Horza.

-No tuve mucho tiempo para descubrirlo -dijo Horza-. Hace cinco días aún era capitán de los marines de Sladden. Supongo que no habrás oído hablar de eso, ¿verdad? -Kraiklyn meneó la cabeza. Horza se había pasado los dos últimos días trabajando en su historia, y sabia que si Kraiklyn se tomaba la molestia de hacer algunas comprobaciones descubriría que existía un planeta con ese nombre, que sus habitantes eran básicamente humanoides y que habían caído recientemente bajo la soberanía idirana-. Bueno, los idiranos iban a ejecutarnos porque seguimos combatiendo después de la rendición, pero me sacaron de la celda y me dijeron que si hacía un trabajito para ellos podría seguir vivo. Dijeron que me parecía mucho a un viejo al que deseaban tener de su lado-si le eliminaban, ¿sería capaz de fingir que era él? Qué diablos, pensé yo ; Qué puedo perder? Tomé la droga y acabé en Sorpen fingiendo ser un ministro del gobierno. Todo fue bastante bien hasta que apareció esa mujer de la Cultura que me dejó con el culo al aire y casi consiguió que me mataran. Se disponían a acabar conmigo cuando apareció un crucero idirano que venía a capturarla. Me rescataron, la hicieron prisionera y volvíamos a reunimos con la flota cuando fuimos atacados por una UGC. Me metieron en ese traje y me lanzaron por la escotilla para que esperase la llegada de la flota.

Horza tenía la esperanza de que su historia no sonase demasiado ensayada. Kraiklyn clavó los ojos en el esnifrasco y frunció el ceño.

-He estado haciéndome algunas preguntas sobre eso... -Miro a Horza-. ¿Qué razones podía tener ese crucero para actuar en solitario con toda una flota detrás?

Horza se encogió de hombros.

-La verdad es que no tengo ni idea. Apenas si tuvieron tiempo de hablar conmigo antes de que la UGC surgiera de la nada. Supongo que debían de tener muchas ganas de echarle el guante a esa mujer de la Cultura, y pensaron que si esperaban la llegada de la flota la UGC la localizaría y saldría huyendo con ella. Kraiklyn asintió con expresión pensativa.

-Hmmm... Sí, debían de tener muchas ganas de echarle el guante.

¿Llegaste a verla?

-Oh, sí, desde luego. Antes de que me delatara y después.

-¿Qué aspecto tenía?

Kraiklyn frunció el ceño y volvió a juguetear con su esnifrasco.

-Alta, delgada, bastante guapa pero también bastante desagradable. Demasiado condenadamente lista para mi gusto... Bastante parecida a todas las mujeres de la Cultura que he conocido. Lo que quiero decir es... Todas son distintas, ya sabes, pero ella no tenía nada raro que la hubiera hecho destacar.

-Dicen que algunos de esos agentes de la Cultura son gente muy especial. Se supone que son capaces de... Saben hacer trucos, ¿entiendes?

Toda clase de adaptaciones especiales, una química corporal de lo más rara... ¿Hizo algo especial de lo que llegaras a enterarte?

Horza meneó la cabeza preguntándose adónde querría ir a parar con todo aquello.

-No que yo sepa -dijo.

Una química corporal de lo más rara, había dicho Kraiklyn. ¿Estaría empezando a sospechar? ¿Pensaba que Horza era un agente de la Cultura..., o un Cambiante? Kraiklyn seguía con los ojos clavados en su esnifrasco.

-Esas mujeres de la Cultura... -dijo asintiendo con la cabeza-. Son las únicas con las que me gustaría tener alguna clase de relación. Dicen que están llenas de... alteraciones, ¿entiendes? -Kraiklyn miró a Horza y le guiñó un ojo mientras tomaba otra inhalación de la droga-. Los hombres tienen pelotas especiales entre las piernas, ¿no? Una especie de mecanismo recirculante... Y las mujeres también tienen algo similar; se supone que son capaces de joder durante horas y horas... Bueno, por lo menos durante minutos...

Los ojos de Kraiklyn se habían vuelto ligeramente vidriosos y su voz acabó desvaneciéndose en el silencio. Horza intentó no dejar traslucir el desprecio que sentía. «Ya volvemos a empezar», pensó. Intentó

contar el número de veces en que había tenido que escuchar cómo alguien -normalmente gente de sociedades situadas en el tercer nivel o el estrato más bajo del cuarto, normalmente bastante cercanas al tipo hu-manoide básico y, casi siempre, del sexo masculino-, hablaba en voz baja con una envidiosa admiración de lo Mucho Más Divertida que es la Cultura. En cuanto a ésta, prefería mostrarse perversamente púdica aunque sólo fuese por una vez-, y tendía a minimizar la importancia que esos genitales alterados jugaban en la herencia de quienes habían nacido dentro de ella.

Naturalmente, esa modestia sólo servía para aumentar el interés de quienes no pertenecían a la Cultura, y cuando se topaba con humanos que exhibían esa especie de respeto temeroso ante la sexualidad cuasitecnológica que la Cultura engendraba con tanta frecuencia, Horza siempre tenía que luchar contra la tentación de enfadarse. Viniendo de Kraiklyn, aquello no le sorprendió ni pizca. Se preguntó si el Hombre se habría sometido a alguna operación de cirugía barata al estilo Cultura. Era algo bastante común, y también resultaba bastante peligroso. Esas alteraciones solían ser meros trabajos de fontanería, especialmente en el caso de los varones, y quienes las llevaban a cabo no hacían ni el más mínimo intento de mejorar el corazón y el resto del sistema circulatorio

-por lo menos-, para que pudiera vérselas con el aumento de esfuerzo. (En la Cultura, naturalmente, ese tipo de capacidades formaban parte del genotipo fijo.) El resultado habitual de imitar aquel síntoma propio de la Cultura era, literalmente, un corazón destrozado. «Supongo que ahora oiremos hablar de esas maravillosas glándulas que fabrican drogas», pensó Horza.

-Sí, y también tienen esas glándulas de drogas -siguió diciendo Kraiklyn, con los ojos vidriosos y asintiendo para sí mismo-. Se supone que son capaces de atizarse una dosis de casi cualquier cosa cuando les dé la gana. -Kraiklyn acarició el esnifrasco que sostenía entre los dedos-. Ya sabes lo que cuentan, ¿no? Eso de que no puedes violar a una mujer de la Cultura... -No parecía esperar ninguna respuesta. Horza guardó silencio. Kraiklyn volvió a asentir con la cabeza-. Sí, no cabe duda de que esas mujeres tienen mucha clase... No son como la mierda que hay a bordo de esta nave. -Se encogió de hombros y tomó otra inhalación del esnifrasco-. Aun así... Horza carraspeó para aclararse la garganta y se inclinó hacia adelante sin mirar a Kraiklyn.

-De todas formas está muerta -dijo alzando los ojos.

-¿Hmmm? -exclamó Kraiklyn con expresión ausente lanzándole una mirada al Cambiante.

-La mujer de la Cultura -dijo Horza-. Está muerta.

-Oh, sí. -Kraiklyn asintió y carraspeó-. Bueno, ¿qué quieres hacer?

Espero que nos acompañes en lo del templo. Creo que nos debes ese favor a cambio del viaje, ¿no?

-Oh, sí, no te preocupes por eso -dijo Horza

-Estupendo. Después de eso..., ya veremos. Si te adaptas podrás quedarte; si no, te dejaremos donde quieras..., dentro de unos límites razonables, como suele decirse. Esta operación no debería darnos ninguna clase de problemas: entrada fácil, salida fácil. -Kraiklyn movió la mano en una lenta curva hacia abajo, como si ésta fuera el modelo de la Turbulencia en cielo despejado que colgaba sobre la cabeza de Horza-. Después iremos a Vavatch. -Aspiró otra bocanada de vapores del esnifrasco-. Supongo que no sabes jugar al Daño, ¿hmmm?

Dejó el esnifrasco sobre el estante y Horza contempló aquellos ojos de animal de presa a través de las hilachas de niebla que brotaban del recipiente. Meneó la cabeza.

-No es uno de mis vicios. La verdad es que nunca he tenido ocasión de aprender cómo se juega.

-Ya, claro, me lo imagino. Es el único juego que merece la pena. Kraiklyn asintió con la cabeza-. Aparte de esto... -Sonrió y miró a su alrededor. Estaba claro que se refería a la nave, la tripulación y lo que hacían-. Bueno -dijo Kraiklyn sonriendo e irguiéndose en el sofá-, creo que ya te he dado la bienvenida a bordo, pero de todas formas... Bienvenido a bordo. -Se inclinó hacia adelante y le dio una palmadita en el hombro-. Siempre que recuerdes quién es el jefe, ¿eh?

Le obsequió con una gran sonrisa.

-La nave es tuya -dijo Horza.

Apuró el contenido del esnifrasco, y lo puso en un estante junto a un holocubo que mostraba a Kraiklyn vestido con su traje negro empuñando el mismo rifle láser que colgaba de la pared.

-Creo que nos llevaremos estupendamente, Horza. Tienes que entrenarte un poco y familiarizarte con los demás, y luego le daremos una buena paliza a esos monjes. ¿Qué dices?

El Hombre volvió a guiñarle el ojo.

-Puedes apostar a que sí -replicó Horza.

Se puso en pie y sonrió.

Kraiklyn le abrió la puerta para que saliera del camarote.

«Y mi próximo truco será... -pensó Horza tan pronto como estuvo fuera del camarote y se encontró caminando por el pasillo rumbo a la cocina-, adoptar la personalidad de... ¡el capitán Kraiklyn!»

Durante los días siguientes Horza llegó a conocer bastante bien al resto de la tripulación. Habló con los que querían hablar, y observó o se dedicó a aguzar el oído para enterarse de algunas cosas sobre los que no tenían ganas de charla. Yalson seguía siendo su única amiga, pero se llevaba bastante bien con Wubslin, su compañero de camarote, aunque el corpulento ingeniero era un tipo callado y cuando no estaba comiendo o trabajando solía pasarse casi todo el tiempo dormido. Los Bratsilakin parecían haber decidido que Horza probablemente no estaba contra ellos, pero daban la impresión de reservarse su opinión sobre si estaba a favor hasta que llegaran a Marjoin y al Templo de la Luz. La fanática religiosa que compartía el camarote con Yalson se llamaba Dorolow. Era más bien regordeta, de tez clara y cabellos rubios, y sus enormes orejas se curvaban hacia abajo hasta rozarle las mejillas. Hablaba con una voz muy aguda parecida a un graznido que, según ella, apenas si era audible, y le lloraban mucho los ojos. Sus movimientos eran tan nerviosos como los de un pájaro asustado. El más viejo de la Compañía era Aviger, un hombrecillo curtido por los años y la vida al aire libre de piel morena y escasa cabellera. Aviger era capaz de ejecutar prodigios de flexibilidad con sus brazos y sus piernas, cosas como ponerse las manos detrás de la espalda y pasarlas por encima de su cabeza sin separar los dedos. Compartía un camarote con un hombre llamado Jandraligeli, un mondliciano alto y delgado de mediana edad que lucía las cicatrices rituales en la frente típicas de su mundo natal con orgullo y contemplaba con una mirada de inmutable desprecio a todos los que le rodeaban. El mondliciano ignoraba concienzudamente a Horza, pero Yalson le dijo que siempre hacía lo mismo con cada recluta nuevo. Jandraligeli pasaba mucho rato ocupándose de su traje, un modelo viejo pero bien cuidado, y haciendo que su rifle láser estuviera limpio y reluciente.

Gow y kee-Alsoforus eran las dos mujeres que apenas si se relacionaban con nadie y se suponía que cuando estaban solas dentro de su camarote «hacían cosas», lo cual parecía irritar considerablemente a los varones menos tolerantes de la Compañía..., es decir, a la mayoría de ellos. Las dos mujeres eran bastante jóvenes y apenas si hablaban el marain. Horza pensaba que quizá eso era lo que las mantenía tan aisladas, pero acabó descubriendo que las dos eran bastante tímidas. Eran de talla media y peso medio, y tenían la piel grisácea y rasgos muy pronunciados, con ojos que parecían lagos negros. Horza pensaba que quizá fuera una suerte que no mirasen nunca a la cara de los demás; con semejantes ojos una mirada suya podía resultar una experiencia de lo más inquietante.

Mipp era un hombretón gordo y sombrío con la piel negra como el azabache. Podía pilotar la nave manualmente cuando Kraiklyn no estaba a bordo y la Compañía necesitaba apoyo aéreo, o podía sentarse ante los controles de la lanzadera. Se suponía que también era bueno con el cañón de plasma o el rifle de proyectiles rápidos, pero tenía cierta pro-pensión a las rabietas y solía acabar en un peligroso estado de embriaguez provocada por toda una variedad de líquidos ponzoñosos que obtenía de la autococina. Horza le oyó vomitar en una o dos ocasiones. Mipp compartía un camarote con otro borracho llamado Neisin que era bastante más sociable y se pasaba la vida cantando. Neisin tenía algo terrible que olvidar -o se había convencido a sí mismo de ello-, y aunque bebía de una forma más abundante y regular que Mipp, algunas de sus peores borracheras terminaban sumiéndole en el silencio y en terribles ataques de llanto. Neisin era bajito y flaco, y Horza se preguntaba dónde debía de guardar toda la bebida que consumía, y cómo era posible que aquella cabeza compacta de cráneo rasurado pudiera contener tal cantidad de lágrimas. Quizá hubiera sufrido alguna especie de corto circuito entre su garganta y sus conductos lagrimales... Tzbalik Odraye era el genio informático de la nave. En teoría, entre él y Mipp podían anular la pauta de órdenes y fidelidades que Kraiklyn había programado en el ordenador no consciente de la Turbulencia en cielo despejado y largarse con la nave, por lo que nunca se les permitía estar juntos a bordo cuando Kraiklyn no se hallaba presente. De hecho, Odraye no estaba muy versado en ordenadores, cosa que Horza descubrió mediante un interrogatorio bastante serio al que se las arregló para dar la apariencia de una conversación casual. Aun así, Horza supuso que aquel hombre alto y ligeramente jorobado de rostro larguirucho y tez amarillenta sabía lo suficiente para vérselas con cualquier posible avería sufrida por el cerebro de la nave, el cual parecía haber sido diseñado más con vistas a la durabilidad que a las finezas filosóficas. Tzbalik Odraye compartía un camarote con Rava Gamdol, quien a juzgar por el vello y el color de la piel parecía nativo del mismo planeta que Yalson, aunque lo negaba. Yalson siempre se mostraba bastante vaga sobre el tema, y ninguno de los dos apreciaba mucho al otro. Rava también era un recluso; había cerrado el minúsculo espacio que había alrededor de su litera con paneles y tenía instaladas allí dentro unas cuantas luces y un ventilador. A veces se pasaba días enteros en su minicubículo, entrando en él con un recipiente lleno de agua y emergiendo con el mismo recipiente lleno de orina. Tzbalik Odraye hacía cuanto podía por ignorar a su compañero de camarote, y siempre negaba vigorosamente que se dedicase a soplar el humo de la pestilente hierba citreffesiana que fumaba por los agujeros de ventilación que aireaban el diminuto cubículo de Rava.

El último camarote era compartido por Lenipobra y Lamm. Lenipobra era el miembro más joven de la Compañía; un muchacho larguirucho y algo tartamudo con una asombrosa melena pelirroja. Tenía un tatuaje en la lengua del que estaba muy orgulloso, y aprovechaba cualquier ocasión para exhibirlo. El tatuaje representaba a una mujer humana y era tan tosco como grosero. Lenipobra era lo más parecido a un médico con que contaba la Turbulencia en cielo despejado, y rara vez se le veía sin un pequeño libro-pantalla que contenía uno de los textos sobre medicina panhumana más puestos al día. Lenipobra se lo enseñó con orgullo a Horza, incluyendo algunas de las páginas móviles, una de las cuales mostraba con gran abundancia de vividos colores las técnicas básicas para tratar quemaduras. Lenipobra parecía considerar que todo aquello era muy divertido. Horza hizo una anotación mental diciéndose que debía hacer todo lo posible para salir ileso del Templo de la Luz. Lenipobra tenía los brazos muy largos y flacos, y pasaba una cuarta parte de cada día estándar desplazándose sobre las manos y los pies, aunque Horza no logró descubrir si esto era algo natural en su especie o una mera afectación.

Lamm era más bien bajo, pero parecía sólido y tenía montones de músculos. Poseía dos pares de cejas y unos pequeños cuernos injertados que asomaban entre su no muy abundante pero negrísima cabellera sobre un rostro que, normalmente, intentaba mostrase una expresión lo más agresiva y amenazadora posible. Lamm hablaba más bien poco entre operación y operación, y cuando hablaba solía ser sobre batallas en las que había estado, gente a la que había matado, armas que había usado y ese tipo de cosas. Lamm se consideraba el segundo de a bordo, pese a que la política de Kraiklyn era tratar a todo el mundo igual. De vez en cuando Lamm les recordaba que no debían darle problemas. Iba bien armado y era mortífero, y su traje llevaba incorporado un artefacto nuclear que, según afirmaba, prefería detonar al ser capturado. La deducción que parecía esperar sacaran de esas afirmaciones era que si se cabreaba lo suficiente podía ser capaz de hacer estallar su fabulosa bomba nuclear en un mero acto de irritación.

-¿Por qué diablos me estás mirando de esa forma? -preguntó la voz de Lamm entre una tempestad de estática mientras Horza estaba sentado en la lanzadera temblando y agitándose dentro de aquel traje que le quedaba demasiado grande.

Horza se dio cuenta de que había estado mirando a Lamm, quien estaba sentado justo enfrente de él. Apretó el botón del micro de su cuello.

-Estaba pensando en otra cosa -dijo.

-No quiero que me mires.

-Todos tenemos que mirar a algún sitio, ¿no? -bromeó Horza, intentando calmar al hombre del traje negro y el casco con visor gris. El traje negro hizo un gesto con la mano que no empuñaba el rifle láser.

-Bueno, pues no me jodas, ¿eh? Se acabó el mirarme.

Horza dejó que su mano se apartara del cuello. Meneó la cabeza dentro del casco de su traje. Le quedaba tan grande que el casco ni se movió. Clavó los ojos en la sección del fuselaje que había sobre la cabeza de Lamm. Iban a atacar el Templo de la Luz. Kraiklyn estaba sentado ante los controles de la lanzadera dirigiéndola en un vuelo rasante sobre los bosques de Marjoin. Aún contaban con la protección de la noche, e iban hacia la línea del amanecer que empezaba a asomar sobre la compacta y humeante masa de verdor. El plan era que la Turbulencia en cielo despejado volvería a acercarse al planeta con el sol muy bajo detrás de ella, utilizando sus proyectores contra cualquier clase de equipo electrónico que pudiera haber en el templo mientras hacía tanto ruido y creaba tantos destellos como le fuera posible con sus láseres secundarios y unas cuantas bombas de fragmentación. La diversión absorbería cualquier capacidad defensiva de que pudiesen disponer los monjes, y la lanzadera se dirigiría en línea recta hacia el templo para desembarcar a la tripulación o, si había alguna reacción hostil, se posaría en el bosque al lado nocturno del templo y descargaría su pequeño contingente de soldados con traje espacial allí. Los miembros de la Compañía se dispersarían y, si les era posible, utilizarían sus antigravitatorios para volar hasta el templo o -como en el caso de Horza-, tendrían que arrastrarse, reptar, caminar o correr lo más rápido posible hasta llegar al grupo de torres achaparradas y edificios de poca altura con paredes curvas que formaban el Templo de la Luz.

Horza apenas si podía creer que fuesen a atacar sin haber efectuado ninguna clase de reconocimiento preliminar; pero cuando interrogó a Kraiklyn sobre ese punto durante la reunión previa al desembarco celebrada en el hangar éste insistió en que un reconocimiento podía acabar con el elemento sorpresa. Poseía mapas muy precisos del lugar y tenía un buen plan de batalla. Si todos se atenían al plan nada iría mal. Los monjes no eran unos completos imbéciles, y el planeta había sido Contactado, por lo que no cabía duda de que estaban enterados de la guerra que hacía estragos a su alrededor. Por lo tanto, y por si se daba el caso de que la secta hubiera contratado los servicios de algún equipo de observación, lo más prudente era no intentar ningún reconocimiento que pudiera delatar su presencia. Y, de todas formas, los templos nunca cambiaban demasiado, ¿verdad?

Horza y algunos de los demás no se dejaron impresionar mucho por aquella lectura de la situación, pero no podían hacer nada al respecto. Y

aquí estaban ahora, sudando, nerviosos y siendo agitados como los in-gradientes de un cóctel dentro de aquella lanzadera destartalada, avanzando por una atmósfera potencialmente hostil a velocidades hipersónicas. Horza lanzó un suspiro y volvió a comprobar su rifle. El rifle era tan viejo y poco digno de confianza como la antigualla que llevaba por armadura; cuando lo usó a bordo de la nave con proyectiles de fogueo el mecanismo se atascó dos veces. Su propulsor magnético parecía funcionar razonablemente bien, pero a juzgar por la dispersión tendiendo a errática de los proyectiles el arma apenas si se podía apuntar con precisión. Los proyectiles eran bastante grandes -por lo menos tenían el calibre de un siete milímetros, y tres veces su longitud-, y el arma podía contener un máximo de cuarenta y ocho y dispararlos a una velocidad que no excedía los ocho por segundo. Por increíble que pareciera, aquellos proyectiles inmensos ni tan siquiera estaban rellenos de explosivos: no eran más que masas sólidas de metal. Y, para colmo, la mira no funcionaba; cada vez que se conectaba la pantallita quedaba invadida por una neblina rojiza. Horza suspiró.

-Nos encontramos a unos trescientos metros por encima de los árboles --dijo la voz de Kraiklyn desde la cubierta de vuelo de la lanzadera-, y vamos a una vez y media la velocidad del sonido. La Turbulen- cia en cielo despejado acaba de empezar a moverse. Otros dos minutos... Puedo ver el alba. Buena suerte a todos. La voz chisporroteó en el casco de Horza y acabó extinguiéndose. Algunas de las figuras intercambiaron miradas. Horza volvió la cabeza hacia Yalson, quien estaba sentada al otro lado de la lanzadera a unos tres metros de distancia, pero tenía el visor en modalidad espejo. No había forma de saber si estaba mirándole o no. Sintió deseos de decirle algo, pero no quería molestarla usando el circuito abierto por si se daba el caso de que estuviera concentrándose y preparándose para lo que les esperaba. Dorolow estaba sentado junto a Yalson, con su mano enguantada trazando el signo del Círculo de Llamas encima del visor de su casco.

Horza repiqueteó con los dedos sobre su viejo rifle y sopló para dispersar la neblina de condensación que estaba formándose en la parte superior de su visor. Quizá debería aprovechar que seguían estando en la atmósfera de la lanzadera para abrirlo un rato... La lanzadera tembló como si acabara de rozar la cima de una montaña. Todo el mundo fue arrojado hacia adelante tensando los arneses de su asiento, y un par de armas salieron disparadas hacia arriba y hacia adelante para estrellarse contra el techo de la lanzadera antes de caer y rebotar en la cubierta. La tripulación aferró sus armas o intentó recuperarlas y Horza cerró los ojos; no le habría sorprendido que alguno de aquellos entusiastas se hubiera olvidado de poner el seguro. Pero las ar-mas fueron recuperadas sin que se produjera ningún percance, y sus propietarios volvieron a quedarse inmóviles mirando a su alrededor mientras las acunaban nerviosamente.

-¿Qué diablos ha sido eso? -preguntó Aviger, y dejó escapar una carcajada temblorosa.

La lanzadera dio comienzo a unas cuantas maniobras bastante difíciles, arrojando a una mitad del grupo contra el mamparo que tenían a la espalda mientras los del otro lado quedaban suspendidos de sus arneses. Después cambió de dirección y los papeles quedaron invertidos. El canal abierto del casco de Horza le trajo un abundante surtido de gruñidos y maldiciones. La lanzadera descendió a toda velocidad haciendo que el estómago de Horza sintiera el aleteo de algo que flota en el vacío, y volvió a estabilizarse.

-Un poco de fuego hostil -anunció con seca precisión la voz de Kraiklyn, y todos los cascos se volvieron primero a un lado y luego a otro.

-¿Qué?

-¿Fuego hostil?

-Lo sabía.

-Oh, oh.

-Joder.

-¿Por qué apenas oí esas palabras fatídicas, «fácil entrar, fácil salir», pensé que esto iba a ser...? -empezó a decir Jandraligeli con el tono de voz gangoso y aburrido de quien sabe de qué va la cosa, sólo para ser interrumpido por Lamm.

-Un jodido fuego hostil. Eso es justo lo que necesitábamos. Un jodido fuego hostil...

-Así que tienen artillería -dijo Lenipobra.

-Mierda, ¿y quién no tiene artillería estos días? -dijo Yalson.

-Chicel-Horhava, dulce dama; sálvanos a todos -murmuró Dolorow, acelerando el movimiento de su mano para que trazara más Círculos por encima de su visor.

-Cállate, joder -dijo Lamm.

-Esperemos que Mipp consiga distraerles sin que le vuelen el trasero -dijo Yalson.

-Quizá deberíamos olvidarnos de este asunto -dijo Rava Gamdol-. Oye, ¿creéis que deberíamos olvidarlo? ¿Qué os parece, lo olvidamos?

¿Hay alguien que...?

-¡NO! ¡SÍ! ¡NO! -gritaron tres voces casi al unísono. Todo el mundo se volvió hacia los tres Bratsilakin. Los Bratsilakin de los extremos se volvieron hacia el del centro y la lanzadera sufrió

una nueva sacudida. El casco del Bratsilakin central giró una fracción de segundo hacia cada lado.

-Oh, mierda -dijo una voz por el canal general-. De acuerdo. ¡NO!

-Creo que quizá deberíamos... -dijo la voz de Rava Gamdol. Y entonces la voz de Kraiklyn gritó:

-¡Allá vamos! ¡Todo el mundo preparado!

La lanzadera redujo la velocidad de golpe, inclinándose primero en una dirección y luego en otra, se estremeció durante una fracción de segundo y empezó a bajar. Tembló y se sacudió, y durante un momento Horza pensó que iban a estrellarse, pero la lanzadera se detuvo con una última sacudida y las puertas traseras se abrieron. Horza se levantó al mismo tiempo que los demás, saltó de la lanzadera y se encontró en la jungla. Estaban en un claro. Al otro extremo unas cuantas ramas y tallos seguían desprendiéndose de algunos árboles inmensos, allí donde la lanzadera se había abierto paso sólo unos segundos antes por entre el espeso dosel del bosque mientras se aproximaba a la pequeña área de suelo llano cubierto de hierba que era su objetivo. Horza tuvo tiempo de ver como dos pájaros de plumaje multicolor se alejaban a toda velocidad de la arboleda, y captó un fugaz atisbo de cielo color azul rosado. Un instante después ya estaba corriendo con los demás hasta la parte delantera de la lanzadera -que seguía de un color rojo oscuro, con masas de vegetación humeante bajo el metal-, y adentrándose en la jungla. Algunos miembros de la Compañía empezaron a usar sus antigravitatorios y avanzaron flotando sobre la maleza que crecía entre los troncos cubiertos de musgo, pero las lianas parecidas a gruesas cuerdas adornadas con flores que iban de un árbol a otro les estorbaban considerablemente. Aún no podían ver el Templo de la Luz, pero según Kraiklyn estaba justo delante de ellos. Horza miró a su alrededor y vio como sus compañeros de a pie trepaban sobre árboles caídos cubiertos de musgo y apartaban plantas trepadoras y raíces suspendidas.

-A la mierda con la dispersión; esto es demasiado duro. Era la voz de Lamm. Horza miró a su alrededor, alzó la cabeza y vio el traje negro subiendo en una trayectoria vertical hacia la masa de follaje verde que había sobre sus cabezas.

-Bastardo -jadeó otra voz.

-Sí. B-b-bastardo... -dijo Lenipobra.