CAPÍTULO XII

ABRIÓ los ojos y durante un buen rato permaneció tendido y sujeto a la litera, con la mente en blanco, ausente de la realidad.

Después giró la cabeza hacia la escotilla y a través del cristal descubrió la claridad helada del exterior, el vacío en el que ya no estaba solo.

La cápsula orbitaba en torno al planeta Marte según el rumbo programado desde el Centro, desde hacía años.

Frank Jordan casi había olvidado cuándo.

Estaba pálido y demacrado. Tenía los ojos profundamente hundidos en la cara y los pómulos agudizados, como si los huesos quisieran atravesar la piel.

Al fin se incorporó. La falta de gravedad era ahora su medio habitual de vida. O debería haberlo sido, porque a pesar del tiempo y de la práctica el cuerpo seguía añorando la gravedad de la Tierra, la fuerza que le mantuviera pegado a un suelo firme sobre el que asentarse, sobre el que moverse y vivir.

Incluso sobre el que morir.

Realizó aburridamente, mecánicamente, las tareas de cada despertar. Ejercicios aburridos, desayuno mortalmente soso, comprobaciones de los instrumentos; todo como todos los días.

También, como casi todos los días, sintió ganas de llorar. La soledad y la nostalgia le habían vencido al fin.

Después atisbo por la ventanilla.

Por lo menos, desde el día anterior eso había cambiado. Ahora ya tenía algo sólido que mirar.

El día anterior había descubierto las dos lunas de Marte. A pesar de saber todo lo que el hombre había descubierto sobre los satélites del planeta rojo, no dejó de asombrarle la centelleante velocidad de Phobos, una velocidad que siempre se había pensado que sólo eran capaces de alcanzar los satélites artificiales.

Y la forma absurda de Delphos, como un gran pedrusco cortado a golpes de maza, flotando ingrávido delante de la nariz de su propia nave...

Los había encontrado y el corazón le saltó de alegría en el pecho.

Ahora tenía a Marte allá abajo y eso le daba también una sensación ya casi olvidada. La sensación de que no estaba perdido en un vacío absoluto y sin fin ni principio. Ahora estaba sobre una masa sólida, como estaba sobre la Tierra en sus anteriores experiencias.

Ahora volaba sobre el planeta a quince mil kilómetros de altura sin haber reducido aún la velocidad, como si compitiera con Phobos en una loca carrera en sentido inverso.

Una vez más escrutó el espacio con el radar. La luz verde parpadeaba en la pantalla pero no pudo localizar la nave rusa. Sintió un extraño vacío en el estómago al pensar que el astronauta soviético ya debía haber descendido.

Volvió ante la ventanilla. Era un espectáculo grandioso, un mundo brillante y rojizo, aunque no tanto como había creído que sería. La línea de la aurora marciana bordeaba unas ondulantes sierras que destacaban como el esqueleto de un inmenso animal antidiluviano. La creciente luz iba revelando los infinitos cráteres que martirizaban aquella zona, algunos gigantescos y profundos.

Volvió al radar.

Nada, ni una señal del astronauta soviético.

Tenía que establecer comunicación con el Centro. En los últimos tiempos sólo comunicaba muy de tarde en tarde para ahorrar energía, y porque ya apenas captada nada más que la estática rugiente del vacío.

Pero antes...

Respiró hondo, decidiéndose. Conectó el rastreador de frecuencia y comenzó a llamar al astronauta ruso en su propia lengua.

Hablaba ruso con fluidez, de modo que si le oía debería responderle.

Y si estaba en tierra marciana quizá estuviera de acuerdo en colaborar con él.

Quince minutos más tarde desistió. No hubo, la menor señal de que sus llamadas habían sido captadas por el destinatario a pesar de haber utilizado casi todas las frecuencias posibles.

Desalentado, con una extraña tristeza invadiéndole por momentos, estableció comunicación con el Centro de Control de Vuelo.

Crepitaron las interferencias de la estática llenando la nave de ruidos, pero nada más.

—Estrella Uno a Control. ¿Me oyen, Control?

Repitió la llamada, una y otra vez también.

Le pareció que una voz apenas audible luchaba por abrirse paso entre el martilleo del ruido. Una voz débil, que quizá ni siquiera era voz.

—¡Estrella Uno llamando a Control! —gritó—. ¡Necesito instrucciones, Control, necesito oírles?

De entre el trepidante ruido estático le pareció que alguien, una voz sin nombre ni identidad, replicaba mucho más tarde:

—... imposible entender... ¿Estrella Uno...?

Se desesperó. Le dejaban abandonado a sus propios medios, y aunque eso no era nada trágico, el hecho de saber que algo fallaba en los momentos álgidos de la misión le descorazonó.

Aún con los circuitos abiertos dijo en voz alta:

—Descenderé y al infierno todo lo demás.

—¿Jordan?

Dio un brinco y por poco no se estrelló de cabeza contra el techo de la cápsula. La voz, apenas audible, había llegado, había pronunciado su nombre.

Le había llamado...

—¡Habla Jordan! —rugió ante el micrófono—. Estoy en órbita en torno a Marte. Descenderé cuando haya localizado el albergue. ¿Me oyen, me oyen?

Nada.

Quizá ni siquiera antes había captado aquella voz. Tal vez hubiera sido una ilusión de los sentidos. Ya no estaba seguro de nada.

Años y años solo, flotando en el vacío absoluto, y ahora todo fallaba. Hubo de contener el salvaje impulso que le empujaba a descargar un puñetazo contra el tablero de instrumentos.

Bien, debía serenarse. Había infinidad de cosas que hacer antes del descenso.

Dejó pasar unos minutos, calmándose. Después empezó a trabajar metódicamente.

Primero comprobó la presión de los depósitos de hidracina. De ellos dependería el que los motores de maniobra y frenado funcionaran.

La presión era correcta. Al menos eso estaba bien.

Siguió con el chequeo general hasta convencerse de que lo único que fallaba era la comunicación con la Tierra.

Bien, pensó, ahora veremos cómo termina esta excursión.

Se instaló ante los mandos manuales. Conectó el encendido de los motores de maniobra y durante un instante vaciló.

Luego, con gesto seguro, deslizó la palanca hacia la señal roja.

La nave giró majestuosamente, primero a la derecha, luego a la izquierda. Probó las boquillas una por una, y luego los giroscopios.

La nariz del módulo se inclinó ligeramente y luego volvió a elevarse.

Cerró los motores con un gran suspiro. Funcionaban a la perfección. Podía manejar el módulo a voluntad.

Hundió un pulsador azul y los motores de frenado entraron en acción. Primero demasiado bruscamente, puesto que toda la nave se estremeció, crujiendo. Reguló la potencia y esperó, viendo los indicadores girar ante sus ojos como si se volvieran locos. Conectó el radar y abrió el circuito de la radio. Ahora debería captar ya las señales del módulo-albergue, para dirigirse a él y descender en sus inmediaciones.

La pantalla siguió vacía. Varió su frecuencia para reflejar lo que habría de ser su mundo ahora. La pantalla acusó la presencia del planeta, pero las señales del módulo-albergue no llegaron.

No se impacientó por eso. Sabía que solamente emitía a intervalos de sesenta minutos.

Cerró los motores de frenado, aún manteniéndose a la misma altura sobre Marte. Ahora volaba mucho más despacio.

Cuando llegara el momento descendería cinco mil kilómetros y con el ojo del periscopio rastrearía el sueldo en busca de su nuevo hogar.

Estaba seguro que todo saldría bien.

Todo, excepto la comunicación con Tierra.