CAPÍTULO VII
FRANK Jordan escuchó al general sin despegar los labios, pero su mirada echaba chispas.
Todos los demás permanecían a la expectativa, quien más quien menos deseando retorcerle el pescuezo al militar, excepto el hombre de la CIA y, quizá, el vicepresidente.
Cuando Cheyney terminó, Jordan mantuvo la boca cerrada unos momentos, la mirada clavada en el militar.
Luego, tranquilamente, dijo:
—No llevaré armas, general. No peleare con el ruso ni con los marcianos si los hubiere. No voy a Marte a pelear, debería usted haberlo comprendido a estas alturas.
—No sea necio, Jordan. Si el astronauta soviético se apodera de nuestro módulo-albergue ya me dirá cómo piensa sobrevivir usted.
—Eso lo veré cuando llegue. Pero personalmente no puedo creer que los rusos hayan lanzado a su hombre hacia Marte sin un cien por ciento de seguridades. O tiene medios para volver, o han previsto su permanencia en el planeta el tiempo necesario igual que nosotros. No creeré nunca que hayan basado el éxito de su vuelo en ocupar nuestro albergue.
Cheyney rechinó los dientes. Miró en torno. Solo vio las caras burlonas de los científicos, la más sombría del hombre de la CIA, y el rostro impenetrable del vicepresidente.
—De modo —masculló—, que no piensa llevar usted un arma...
—Hay un cortaplumas en el equipo —replicó Jordan con evidente ironía.
—¿Y si yo se lo ordeno?
—Entonces, general, le diré que vaya usted a Marte. Usted podrá cargar incluso con piezas de artillería si, quiere, pero yo no. Si soy yo quien emprende el vuelo, señor, iré desarmado.
—Ya veo.
El viejo Steiger carraspeó.
Cuando hubo captado la atención de los demás dijo:
—Estaba seguro de que Jordan diría eso exactamente, y me alegro infinito de haber acertado. Ahora déjenme decirles algo más, general, y luego volveré a mi trabajo.
—Diga lo que quiera.
—Todos estamos especulando sobre la utilización del módulo-albergue. Y nadie ha pensado que es posible que no pueda utilizarlo nadie. Ni el ruso, ni Jordan. Alguien debía decirlo.
Se quedaron helados. El propio Frank le miró boquiabierto.
Dijo con voz ronca:
—¿Por qué no, profesor?
—Porque no sabemos si está intacto. No sabemos en qué condiciones lo encontrará usted después de tanto tiempo como habrá pasado, cuando llegue allí. Cape la posibilidad de que se estrellara al caer sobre la superficie del planeta, y si es así la mayor parte de su contenido se habrá descompuesto, amén de que si se estrelló no podrá utilizarlo como refugio estanco.
Cheyney casi dio un bote.
—¡Maldita sea, profesor! ¿Qué infiernos se propone?
—Exponer una posibilidad.
—¡Miente! Sólo intenta desmoralizar a Jordan. Eso es, desmoralizarle, meterle el miedo en el cuerpo para que renuncie al vuelo.
—General, no ve usted más allá de sus narices.
—Debiera haberlo supuesto hace tiempo... es su manera de boicotear el proyecto...
Steiger sacudió la cabeza como si sintiera lástima por el general, pero no replicó.
John Clark; el hombre de la CIA, intervino con voz tensa:
—Yo no puedo discutir temas científicos Con todos ustedes, pero tengo entendido que el módulo-albergue está emitiendo señales desde el mismo momento en que se posó en Marte. ¿No indica eso que está intacto, que sus sistemas funcionan?
—Joven, el módulo era tan sólo un gran almacén de vituallas y medicamentos para sobrevivir un tiempo determinado. Se eliminó de él todo otro peso superfluo excepto los cohetes de frenado y una pequeña emisora automática, diseñada para que funcione de modo intermitente, completamente autónoma. El módulo podría estar hecho pedazos y la emisora seguir funcionando mientras sus paneles solares le proporcionen energía suficiente.
Jordan dijo:
—Pero no hay nada que nos induzca a pensar que ha sido así, profesor. Y si lo hay a mí no se me ha comunicado.
—Ciertamente, no sabemos absolutamente nada al respecto. Yo me he limitado a exponer digamos que hay tantas posibilidades de que esté entero como roto, ¿estoy en lo cierto?
—No, Jordan. A mi modo de ver, hay más posibilidades de que el módulo-albergue esté intacto que destruido. No quiero que piense que el general tiene razón y yo trato de desmoralizarle. Sólo con que los cohetes funcionaran correctamente, el módulo se posó con suavidad. Y esos cohetes de frenado suelen ser muy seguros, usted lo sabe.
—Gracias, profesor. Le agradezco de veras su sinceridad. Y ahora, si hemos terminado quiero descansar un poco antes del momento decisivo.
Jordan se dirigió a la puerta, pero antes que saliera el general aún le detuvo y dijo:
—Reconsidere usted su decisión, Jordan. Debe ir armado.
—Olvídelo. No seré yo quien extienda la violencia y las armas al espacio.
—¡Maldita sea! ¿En qué piensan todos ustedes? Hay armas en el espacio. Armas terribles capaces de desintegrar media humanidad con sólo apretar un botón. Armas en los satélites militares. Hay satélites capaces de destruir otros similares, tanto rusos como nuestros. ¿No quieren entenderlo? El hecho de que usted llevase un arma sólo como precaución no...
Jordan abrió la puerta y salió dejándole con la palabra en la boca.
Cheyney quedó lívido de cólera, apenas conteniéndose.
Los tres hombres de ciencia se despidieron sin más ceremonias y también abandonaron el despacho.
John Clark refunfuñó:
—No le envidio a usted, general. Yo no soportaría trabajar con esta clase de individuos a mi alrededor. Ahora, si no disponen ustedes nada más, yo también regresaré a mi puesto, en Seguridad.
Cheyney le despidió con un gesto.
Volvió a la ventana, a contemplar el reluciente cohete que ahora, bajo el crepúsculo, tenía tonalidades rojizas. Tras él, el viceprecidente gruñó:
—Usted ha hecho lo que ha podido, general. Lo expondré así al Presidente.
—Gracias, Athelny.
—Nos veremos después, cuando haya comunicado con el Presidente. Esta va a ser un noche muy larga.
—Sí.
Al quedar solo, Cheyney dejó caer sus cuadrados hombros. Pensó que estaba cansado, que era muy viejo para cargar con tantas responsabilidades y que, incluso sin atreverse a confesárselo, envidiaba a las gentes que a esas mismas horas empezaban a ocupar los puestos de observación, destinados al público, para contemplar el lanzamiento sin más responsabilidad que aplaudir.
* * *
Sentada en la oscuridad del cuarto, Tracy esperaba.
Al mismo tiempo se esforzaba por asimilar la idea de que Frank ya estaba fuera de su alcance. Nunca más volvería a verle, y ahora estaba segura de eso.
Había llorado hasta agotar las lágrimas. Había incluso luchado con su memoria para recordar alguna oración aprendida de niña y olvidada después, a lo largo de los años felices.
Y ahora sólo esperaba..
Veía también las brillantes estrellas, hermoso engarce de diamantes en el firmamento oscuro como la tinta. Eran tan bellas como siempre, pero ella ya nunca más podría volverlas a mirar con sus ojos de antes.
Una de aquellas brillantes fuentes de luz iba a convertirse en tumba del hombre que lo era todo en su vida.
Suspiró y cerró los ojos.
Entonces sonó el teléfono.
Dio un salto, con el corazón martilleando locamente en su pecho. Descolgó el auricular y balbuceó:
—¿Frank...?
—Hola, cariño.
—Sabía que me llamarías. Estaba esperando.. horas y horas..
—Bien, quería oír tu voz antes de meterme en ese maldito traje de presión. Hay un par de cosas, además...
—¿Estás bien?
—Perfectamente. Un poco asustado, claro, pero bien.
—Frank...
—¿Sí?
—Prométeme que tendrás cuidado. Que volverás...
—¡Demonios, claro que volveré!
—Déjame terminar. Prométeme que volverás si algo va mal. Puedes abortar el vuelo antes que rebases la mitad de la distancia, lo sé.
Hubo un corto silencio. Luego él dijo con voz sorda:
—Te juro que lo haré si advierto la más mínima anomalía. Y ahora escucha y no me interrumpas. ¿De acuerdo?
—Sí, Frank...
—He dejado dispuestas las cosas para cubrir todas las posibilidades. Mientras esté... bueno, fuera, recibirás todos mis ingresos. Igualmente están a tu nombre mis cuentas en el banco, y todos los seguros. Si algo saliera mal tú tienes que seguir viviendo, cariño.
Tracy ahogó un sollozo.
—¡No, Frank...!
—Ya está hecho. Pero no gastes demasiado, nena, porque cuando vuelva tú y yo haremos un largo viaje por todo el mundo. Ya verás. Lo he pensado mucho, y ahora tendré tiempo de acabar de redondear todos los planes. Mucho tiempo... ¿Tracy?
Ella apenas pudo replicar. Él exclamó:
—¡Estás llorando!
—¡Maldita sea! Estoy llorando y... y te odio...
—Seguro. Yo también.
—Frank... ¡Oh, Dios, Frank!
—Te quiero mucho. Piensa en eso hasta mi vuelta.
—Estaré aquí para entonces, esperándote.
—Adiós, gatita.
—¡Frank!
—Te oigo.
Ella se ahogaba con las lágrimas. Luchó por hablar y la voz no le obedeció.
Inquieto, él insistió a través del auricular:
—¿Qué pasa, Tracy?
—Adiós... te amo, te amo, te amo...
Un profundo sollozo ahogó su voz. Hubo un chasquido, en la línea y ella se sintió morir, porque supo que ésta era la última vez que la voz de él había llegado a sus oídos.
El auricular escapó de sus dedos sin fuerza. Como una sonámbula se acercó a la ventana. Por entre las lágrimas miró el negro firmamento, a la inmensidad negra del espacio.
—Protégelo, Dios mío...
Nunca supo si llegó a pronunciar las palabras o fue su corazón quien formuló el desesperado ruego.
Cayó de rodillas y se cubrió la cara con las manos.
Y siguió llorando.
No podía hacer otra cosa.