CAPÍTULO PRIMERO
Habían caído en una emboscada y no tenían salvación posible. Sus uniformes negros se confundían con la oscuridad de la noche, pero les tenían cercados. Iban a morir y de eso no cabía duda. Por fin, aquellos monos amarillos iban a salirse con la suya.
Las ráfagas de las ametralladoras retumbaban en la inmensa selva. Las balas aullaban a su alrededor, tronchando el follaje, abatiendo las ramas y, de vez en cuando, horadando los cuerpos que se acurrucaban buscando una salvación que les estaba negada…
Y él no quería morir. Era una sensación curiosa aquélla. Había pensado muchas veces en la muerte… les habían enseñado a pensar en ella y a mirarla casi con desprecio. No quería morir.
Pero no tenía escapatoria. De momento, podían mantener a aquellos macacos a distancia gracias a sus formidables armas automáticas, pero cuando ellos empezasen a emplear los morteros que no podían tardar en entrar en acción… bueno, el asunto estaría acabado. Las explosiones…
Una explosión dentro de su cráneo le sobresaltó. Un tremendo golpe que todavía repercutía en sus nervios. Y una voz agria y destemplada que gritaba:
—¡Voy a cerrar, maldito borracho! ¿Es que has tomado esto por un hotel?
Despertó y con un esfuerzo levantó la cabeza que había tenido apoyada en los brazos. Éstos estaban cruzados sobre la mesa y todo se le antojó turbio y sucio a su alrededor.
—¡Lárgate a otra parte! —gritó el mozo, impaciente—. Ya no queda nadie más que tú.
Parpadeó. La sucia niebla continuó ante sus ojos.
—Está bien —farfulló torpemente—. Trae otro whisky y me iré…
—¿Otro whisky? Esto no es un centro de beneficencia… No tienes un centavo, así que largo.
—¿Qué hay de malo en que uno se emborrache…?
—¡Maldita sea! Nada, en absoluto. Pero siempre que puedas pagar lo que te bebes.
Ése no era un razonamiento que no tenía discusión posible. Lane Meres apoyó las manos sobre la mesa y se levantó. Sus piernas acusaron una debilidad creciente y se tambaleó.
La recia mano del mozo le sujetó por el brazo, sosteniéndolo, y sin miramientos de ninguna clase le obligó a andar hacia la salida.
Cuando se encontró en la desierta acera, Lane desgranó toda una sarta de maldiciones en voz baja. Sin embargo, no iban dirigidas al camarero. Ni él mismo sabía a quién o qué maldecía…
Echó a andar torpemente, dando traspiés y apoyándose de vez en cuando en la pared. Soplaba un airecillo fresco que se llevaba la niebla del río y permitía contemplar las estrellas Era una noche agradable y clara…
Sólo en su mente existían nieblas… o tal vez en su corazón.
Y también las noches en las selvas eran estrelladas… y había muerte a su alrededor, acechando, descargando sus zarpazos implacables…
¿Por qué demonios pensaba en la guerra? Estaba borracho, muy bien. Pero uno se emborrachaba justamente para olvidar, no para seguir recordando un infierno que quedó atrás para siempre…
Se detuvo. Con dedos torpes tanteó los bolsillos por si en alguno de ellos quedaban unas monedas…
Todo lo que encontró fue un arrugado paquete de cigarrillos, del que extrajo uno, encendiéndolo a continuación con dedos torpes.
Inhaló el humo con deleite. Siguió andando. Y pensando…
Y recordando…
Luego, más tarde, no podía decir cuánto tiempo más tarde, pensó en su situación económica. Estaba sin un centavo, eso era indiscutible. Toda la paga del mes se había esfumado en pocos días… y apenas había comido… y debía el alquiler de su habitación…
—¡Demonios! —soltó en voz alta—. Necesito algunos dólares más.
Seguro que los necesitaba. Pero no había manera de obtenerlos hasta el día tres del siguiente mes…
Arrojó el cigarrillo. Si pudiera encontrar un trabajo decente… Lo malo es que los trabajos decentes son los más mal pagados… ¿Cómo arreglarlo?
Por otra parte, estaba todavía en manos de los médicos del ejército. Por eso continuaba cobrando su paga.
Más dinero. Estupendo. Muy bien Pero ¿de dónde?
—Podría asaltar un Banco —gruñó otra vez, en voz alta.
Se echó a reír. Tenía gracia aquello. Siguió riendo más de un minuto. Después, sus carcajadas cesaron de golpe.
Buena estaba la situación para reírse.
Un Banco no, pensó. Demasiado riesgo. Ya estaba harto de correr riesgos. Meses y meses arriesgando el pellejo cada noche… Al demonio. Nada de peligro.
Además no estaba dispuesto a darle la razón a Ta sha. Le pareció escuchar su voz dulce, tensa entonces por el enfado…
«—Está bien, Lane, si lo quieres así. Pero si no cambias acabarás mal… muy mal…».
Era como un sonsonete que se repitiera una y otra vez en su turbia mente.
«Acabarás mal… muy mal…».
—Bueno, ¿y a quién le importa?
Su voz resonó ronca en el silencio de la calle.
Continuó andando. Nada de asaltar Bancos. Eso es una estupidez que siempre acaba mal, ¿no?
Se dio la razón.
Un atraco. Ajá, eso estaba mejor. A fin de cuentas, él no necesitaba mucho dinero… sólo el suficiente para seguir bebiendo el resto del mes.
Poco dinero. ¿Cien, doscientos…?
Serían suficientes.
Un atraco. Eso era fácil. Debía serlo por lo menos.
El aire fresco le despejó un poco. Doscientos dólares… podría emborracharse tanto como quisiera hasta cobrar la nueva paga…
Empezó a silbar, satisfecho de haber resuelto un problema. Sólo quedaba decir cómo llevarlo a cabo.
Si uno se detiene a pensar en ello, un atraco no es una cosa sencilla tampoco. Naturalmente que no.
Analizando los pros y los contras con su entorpecido cerebro, Lane Meres elaboró dificultosamente una especie de plan de campaña…
Sólo que no tenía ninguna arma.
Vaya idiotez. ¿Por qué no se había traído una pistola como recuerdo?
Bien, entre otras razones porque no había emprendido el viaje por su propio pie, sino en una camilla, inconsciente y medio muerto…
Una pistola. Eso era imprescindible para realizar un buen asalto…
Pero obtener una pistola es mucho más difícil de lo que la gente cree, especialmente para un tipo como Lane Meres, borracho y sin un centavo.
Dio un traspié y se detuvo, vacilando sobre sus piernas. Eso le recordó que todavía continuaba bajo los efectos del alcohol.
Retrocedió los dos pasos que le separaban del edificio que había a sus espaldas. Se apoyó contra él, notando el frío del cristal en las manos.
Si pudiera conseguir una pistola seguro que realizaría un atraco perfecto. Estaba entrenado para asaltos mucho más peligrosos… les habían entrenado durante meses y meses, enseñándoles a sorprender al enemigo, a ponerlo fuera de combate con las manos desnudas… a matarlo sin ayuda de armas, sólo con los músculos…
Pero un atraco era distinto. No quería matar. Naturalmente que no. Y un individuo no se asusta si alguien le amenaza con romperle el cuello, pidiéndole la cartera a cambio de dejarlo en paz… la víctima necesita ver un arma… convencerse a sí misma de que debe ceder, amordazando así el despecho de verse vencido…
Un arma…
Bien, no tenía un arma…
Trató de encender otro cigarrillo. El aire apagó su cerilla. Se volvió de cara al cristal sobre el que se apoyaba, protegió la llamita con las manos y prendió fuego al pitillo.
Y entonces, a la débil luz de la cerilla, los vio.
Estaban al otro lado del cristal.
Revólveres.
Y pistolas.
No podía creerlo. Era un espejismo…
Estaban bien metidos en cajas forradas de terciopelo oscuro. Todo el escaparate estaba lleno de armas, pero había también trenes eléctricos, diminutos cosmonautas, coches, muñecas…
Juguetes.
¡Juguetes!
Era una burla. No podía ser otra cosa. Una burla del destino.
Cerró los puños con violencia Por un instante sintió la tentación de estrellarlos contra el cristal para desahogar la rabia que le invadía…
Armas de juguete…
Repentinamente, toda su furia se esfumó. Sus músculos se relajaron.
Después de todo, ¿por qué no?
Eran unos juguetes construidos con maravillosa fidelidad, hasta con el menor detalle…
La niebla de su mente pareció desvanecerse por unos instantes. Luego gruñó un juramento y disparó un puntapié al enorme cristal.
Hubo un tremendo estrépito de cristales rotos, una lluvia interminable de esquirlas que siguió repicando como si jamás fuera a extinguirse.
Seguían cayendo cuando él alargó la mano y se apoderó de una de las cajas forradas de terciopelo y echó a correr alejándose de aquel paraje.
No corrió mucho. Tras doblar la esquina recuperó el paso normal, todo lo normal que podía conseguir con el exceso de whisky que llevaba en el cuerpo.
Anduvo por espacio de quince minutos. Entonces se detuvo cerca de un farol y examinó su botín.
Acababa de apoderarse de una Parabellum impresionante. Incluso el cierre era movible.
Sólo que estaba fabricada casi enteramente de plástico.
Arrojó la caja a un cubo de basura, metió la pistola de juguete en el bolsillo trasero del pantalón y reanudó la marcha.
Bien, ya tenía el arma. Sólo se trataba de un atraco, no de matar a nadie. No podía fallar.
Sólo faltaba elegir una víctima propiciatoria, ni más ni menos.
¿Un noctámbulo?
Ésos suelen llevar muy poco dinero encima, unos en previsión precisamente de un atraco, otros porque se lo han gastado a esas horas de la madrugada.
¿Un taxista?
Mal asunto… están demasiado fogueados…
Una farmacia.
Ajá. Una farmacia de esas que no cierran en toda la noche…
O una confitería, o un bar…
Al demonio. El primer establecimiento que encontrase abierto a su paso. Decidiría la suerte.
Quizá fuera una ilusión de sus sentidos, pero Lane Meres creyó que andaba con más seguridad, con más aplomo desde que llevaba la pistola en el bolsillo trasero del pantalón.
Una pistola de juguete.