Capítulo 11

 

VEINTICUATRO horas después, Frankie se bajó del helicóptero con la cabeza agachada, el maletín apretado contra el pecho. Se resguardó del estruendo de las hélices. Los tacones se le hundían en el barro, el viento le levantaba la falda. Pero no le importaba. Solo quería salir de allí. Lejos de los dolorosos recuerdos que se había forzado a revivir durante la hora que había durado el trayecto.

Al aterrizar, vio jinetes recorriendo los campos, perdiéndose en el hermoso paisaje que ella misma había recorrido hacía días. Levantaban nubes de polvo mientras cabalgaban por las tierras verdes y amarillas. Seguro que Rocco estaría con ellos. Lo había dejado esa mañana, después de una noche de pasión desenfrenada en la que ella había ansiado poder confesarle su amor.

Sin embargo, no lo había hecho. Se había contenido. Pensar en el fin inevitable le servía de recordatorio de que debía guardarse siempre un chaleco salvavidas bajo la manga.

No podía criticar a Rocco por nada. Era atento, considerado y amable. Adoraba su cuerpo y también parecía disfrutar con su conversación y su compañía. Pero era tan distante como siempre. Cada vez que ella trataba de echar un vistazo más allá de sus defensas, él construía muros todavía más grandes alrededor de su corazón.

En el presente, con el reloj avanzando sin piedad, empezaba a pensar que había cometido un error al haber pedido más días de vacaciones a su jefe, justo cuando el departamento financiero de Evaña estaba haciendo recortes.

Esa mañana, sin embargo, se había ido decidida a comunicar a su jefe buenas noticias, a demostrar a los directivos que realmente sabía lo que hacía.

Antes de eso, había desayunado con Rocco en la terraza norte, rodeados de enormes macetas con flores rojas, bajo unos arcos sombreados por hiedra verde y viva. En la gloria, habían saboreado el pan recién hecho y el café y habían planeado el día, lleno de promesas y excitación.

Rocco había previsto una mañana de llamadas de trabajo, para zanjar la compra de Viñedos Mendoza y, después, un recorrido a caballo por la tarde. Le había prometido a Frankie esperarla para ir juntos. Ese había sido el plan. Ella había estado deseando montar a la otra yegua, Roisin, y comprobar cuánto se parecía a su madre. De hecho, cuando él le había comunicado su plan, ella había saltado a su regazo llena de alegría. Los ojos de él se habían llenado de felicidad y había sido uno de esos raros momentos en los que le había regalado su risa.

Frankie nunca se había sentido tan viva. Ese día iba a ser su día. Había ido bien preparada, después de haber visitado a sus proveedores en República Dominicana. Sabía lo que quería, sabía qué condiciones podía ofrecerles. La oportunidad de hacer productos genuinamente ecológicos, en vez de seguir usando derivados de la industria petroquímica había sido demasiado buena como para desaprovecharla.

Entonces, ¿qué había pasado? ¿Por qué había salido mal?

Con el rostro empapado en sudor, tintado de polvo, caminó hacia la casa con determinación. La máscara de pestañas se le había borrado unas tres horas antes. Se había dado cuenta cuando se había encerrado en el baño en el edificio de oficinas, tratando de calmarse. Minutos antes, se había disculpado ante el único proveedor que había llevado todas las muestras que ella había pedido. Los otros se habían marchado ya.

Mirándose en ese espejo, con su mejor traje de chaqueta hecho un desastre, el pelo por toda la cara, había vuelto a tener la horrible sensación de ser una niña tonta jugando en un mundo de hombres.

La Gaya. Uno de ellos la había llamado así. Las revistas con fotos de Carmel de Souza habían estado esparcidas por la mesa de recepción. Uno de los proveedores la había observado con los brazos cruzados y gesto de desaprobación. ¿Esa era la amante del Huracán? No había mucho que ver. Menos, si se la comparaba con Carmel.

Quizá, los presentes no habían sabido que ella hablaba español. O igual no les había importado. Las condiciones que le habían puesto habían sido inaceptables. Los márgenes de beneficio se habían esfumado, junto con sus esperanzas de promocionarse. No había podido hacer nada.

Todo ese tiempo, todo ese trabajo, y el barco se iba a pique sin remedio. Frankie sospechaba que en el fondo de la cuestión, la verdadera razón de unas condiciones tan poco razonables, era su relación con Rocco. ¿Quién iba a tomarla en serio, cuando era, después de todo, otra de sus muchas amantes?

Había mantenido el tipo todo lo que había podido. De veras. Sabía que no había lugar para los sentimientos en los negocios. Sobre todo, cuando estaba representando a su empresa. Por eso, había levantado la barbilla, hasta que había escuchado el apodo de La Gaya una última vez. Entonces, se había levantado, había cerrado su portátil, se había agarrado a la mesa y les había disparado con toda su artillería verbal.

No había ido hasta allí desde el otro lado del Atlántico para tragarse esa basura. O trataban de negocios o no. Lo último que una firma prestigiosa como Evaña iba a hacer era bajar la cabeza ante un puñado de machistas egocéntricos. Así los había llamado.

Frankie llegó a los lagos que marcaban el comienzo de la zona de los caballos. Las ramas de los sauces llorones acariciaban el agua. Nubes esponjosas avanzaban en el cielo perezosamente. Todo era naturaleza y ni un alma a la vista. Bien. Eso era justo lo que ella necesitaba.

Se sacó el teléfono del bolso para ver si tenía mensajes. En vez de llamar a Rocco, había preferido ponerle un mensaje de texto.

Al final no iré a montar. Te veo después.

Él la había llamado, pero ella lo había ignorado. Se había subido al helicóptero, sumida en un dolor que tenía veinte años de antigüedad. Estaba furiosa porque no la hubieran tomado en serio, rabiosa porque los hombres no pudieran considerarla como una igual. Lo mismo le había pasado cuando había estado a la sombra de sus hermanos, siguiéndolos por la granja, hasta que su padre la había sorprendido y la había enviado otra vez a la cocina, protestando y diciéndole que era un incordio, que siempre estaba en medio.

Cuando llegó ante la casa, abrió la puerta y entró. Las alfombras acallaban el ruido de sus tacones, mientras pasaba ante las fotos de relucientes gauchos y la mesa repleta de trofeos de boxeo de Rocco. Ella los había encontrado el día anterior, en una caja en el vestidor, les había sacado brillo y los había colocado con orgullo sobre la mesa, bajo la mirada divertida de él.

Entró en el dormitorio y se quedó parada en el centro de la habitación.

¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó Frankie. ¿En qué diablos había estado pensando?

Seguía comportándose como si tuviera seis años, huyendo de los problemas. De niña, siempre se había escondido a llorar en su cuarto, hasta que se había ido a montar a caballo o con sus hermanos, aunque con más cuidado de que su padre no hubiera vuelto a pillarla.

Pero no estaba en su propio cuarto. Ni siquiera estaba en su país. Estaba allí porque ella misma lo había decidido.

Como el sol de amanecer derretía los campos helados, de pronto, Frankie vio las cosas con claridad. Caminó hasta la cama y se sentó.

Ella era la única culpable de lo que le pasaba. Había estado obcecada en ir a Sudamérica. Desesperada. Rocco había tenido razón. Lo había hecho todo por él. Su sueño de abrir una línea cosmética nueva, basada en productos naturales, no había sido más que la excusa. Podía haberse ido a India o a África. Pero no, había encontrado las mejores plantaciones en Argentina. Y nadie había podido persuadirla de lo contrario.

De forma inconsciente, ella misma lo había planeado todo. Incluido el partido de polo. ¿Cómo podía estar tan ciega como para no haberse dado cuenta? ¿De veras había superado su obsesión por Rocco Hermida? ¿A quién quería engañar? Nunca había olvidado a Rocco. Y cada movimiento que había hecho en los últimos cuatro días le garantizaba que no lo olvidaría.

¿Una ciega? ¿Una estúpida?

Eso era, se reprendió a sí misma.

Era ambiciosa, además. Pero no se había dado cuenta de cuánto. Y, por fin, comenzaba a comprenderlo todo. Había dirigido su camino profesional para que se cruzara con el de Huracán. Aunque había sabido que solo sería una aventura pasajera para él, aunque había sabido que la dejaría destrozada.

Era una tonta, se mirara como se mirara. Y, si no actuaba rápido, iba a echar a perder su futuro con Evaña. Era hora de que creciera. Era hora de dejar de esperar que Rocco la amara. Había perseguido su sueño hasta Argentina. Pero era un sueño fuera de su alcance.

Por otra parte, ¿qué estaba haciendo Rocco? ¿Estaba encerrado en su cuarto, con la cabeza bajo la almohada, llorando como un niño? No. Nada de eso. Estaba en los campos con el pelo suelto al viento. Montando a caballo. Emocionalmente, estaba tan alejado de ella como lo había estado hacía diez años.

Frankie lo había visto presa del dolor, había intentado calmarlo, salvarlo. Entendía lo mucho que él sufría y podía ayudarle a superarlo… sabía que podía. Pero él no estaba dispuesto.

La foto de Lodo estaba sobre la mesilla. Los pensamientos de Rocco, no. Cada vez que ella intentaba acercarse y tocar algún tema íntimo, él reculaba.

Ella había puesto su propia carrera profesional en segundo lugar. Hasta le había pedido más días de vacaciones a su jefe. Pero no solo eso, incluso había hecho todo lo posible para echarse tierra encima. Había logrado que su cara quedara estampada en los medios de comunicación y había respondido como un caballo salvaje cuando un imbécil le había hecho un puñado de comentarios estúpidos en la reunión. ¿Acaso no había aprendido nada? Había dejado la granja, había viajado por el mundo, había luchado para lograr un buen empleo… ¿solo para ver cómo todo se hacía pedazos a su alrededor?

Devastación era la palabra perfecta para indicar lo que estaba haciendo.

Tenía que recomponerse y salvar lo que pudiera de su vida. Debía volver a centrarse en su trabajo. Limitar el daño al máximo.

 

 

¡Vaya día! Hacía mucho tiempo que Rocco no se había permitido el lujo de tomarse una tarde entera libre para cabalgar por los campos. Durante unas horas, se había volcado en sentir la libertad, el viento en la cara, el olor de sus tierras y disfrutar de la sensación de que todo encajaba. Era maravilloso sentir que el mundo era suyo y que la paz era posible. Había querido que Frankie lo hubiera acompañado, la había esperado, pero no se había presentado. Habría otras oportunidades de montar con ella, se dijo a sí mismo.

Mientras había montado entre nubes de polvo y sobre arroyos cristalinos, había tenido tiempo para pensar. Se había maldecido a sí mismo por no haber sido todo lo claro que hubiera debido con ella. Los correos electrónicos que Frankie había recibido de su jefe la habían agobiado mucho. Él no había querido ser cruel diciéndole, cuando ella había estado tan preocupada, que su relación no era más que una semana de pasión pasajera.

Por otra parte, cuanto más tiempo pasaban juntos, más empezaba Rocco a preguntarse si podían mantener una relación a largo plazo. Igual sí, pero, por si acaso, debía ser totalmente honesto con ella.

No era la clase de hombre que pasaba por el altar. Ni siquiera era muy amigo de comprometerse. Y ella, sí. Igual Frankie no quería admitirlo, pero era la clase de chica que echaba raíces, construía su nido, cultivaba la vida. Si las cosas hubieran sido distintas, también a él le hubiera gustado haber hecho eso. Estar con una persona de valores, leal, en quien poder confiar. Sabía que Frankie no era como una mariposa de alas coloridas, posándose de flor en flor, pidiendo atención como todas las otras mujeres con las que había salido.

Rocco lo pensó un momento. ¿Había salido con ellas precisamente por esa razón? ¿Para que no pudiera haber verdadero compromiso? Posiblemente. Pero Frankie era diferente. ¿Estaba siendo justo con ella? Su relación no podía terminar en nada estable. Él se había hecho a sí mismo esa promesa hacía años. No estaba dispuesto a hacerse responsable de ningún otro ser humano nunca más. Diablos, la única razón por la que estaba tan unido a Dante era porque su hermano se había quedado destrozado cada vez que él había querido escapar de sus padres adoptivos siendo niño.

Dos años menor que él, lo había adorado con todo su corazón. Por eso, cuando Rocco había intentado desesperadamente volver a las calles y había visto el sufrimiento pintado en la cara de Dante cada vez que lo habían arrastrado de vuelta a su nuevo hogar, había renunciado a seguir escapándose. Sus padres adoptivos habían usado a Dante como herramienta para domarlo. Por eso los dos hermanos estaban tan unidos. Pero nunca más iba a dejarse someter a esa manipulación, ni a revivir la misma sensación de responsabilidad hacia otra persona.

¿Le había dado a Frankie falsas esperanzas con todo lo que le había revelado sobre Lodo? Presa de la borrachera, había compartido con ella toda su basura emocional. ¿Por qué lo había hecho? ¿Quizá había esperado que ella hubiera sacado una varita mágica y lo hubiera salvado de su sufrimiento para siempre? Al día siguiente, sin embargo, él había tenido mucho cuidado de evitar cualquier conversación que hubiera podido llevarlo a revivir toda la historia otra vez. Había estado en guardia para saltar ante la más mínima mirada de lástima, el más mínimo comentario al respecto. De ninguna manera pensaba retomar aquel vergonzoso episodio.

Era hora de afrontar la realidad y tener con ella la conversación que había estado retrasando. No sería justo seguir sin dejar las cosas claras de una vez. No quería que Frankie albergara esperanzas de que su semana de sexo podía convertirse en otra cosa. Ni que llegara a las conclusiones equivocadas solo porque habían compartido ciertas confesiones.

Al mismo tiempo, esperaba con todo su corazón que ella compartiera su punto de vista y estuviera de acuerdo en mantener las cosas como estaban. Si aceptaba mantener una relación física sin compromiso, monógama, por supuesto, él se la daría.

Caminó hacia la casa desde el patio, preguntándose dónde estaría Frankie, pensando en lo que harían en cuanto se vieran. Había pedido a Viñedos Mendoza unas botellas de Malbec, cosecha de 2003, y casi podía saborear su dulzor sutil y sensual. Estaba deseando compartir una copa con ella, junto a un par de buenos filetes. Luego, tendrían la tarde y toda la noche para estar juntos, justo igual que el día anterior.

La casa estaba vacía. Por lo general, los mozos y los gauchos frecuentaban la cocina en el ala sur del edificio, pero desde que Frankie había llegado, sus empleados habían actuado con discreción, dejándolos siempre a solas. Rocco no veía por qué. Se quitó las botas y la camisa, agarró una botella de agua. La gente estaba tomándose demasiado en serio su aventura con Frankie.

Recorrió la casa. No había nadie.

Ella había vuelto hacía dos horas. ¿Dónde estaría? ¿Dándose un baño caliente? ¿En la terraza? ¿En la cama?

Tomando aliento, sintió que su erección crecía, al revivir dulces imágenes de Frankie desnuda entre las sábanas. Las horas que habían estado separados les habían hecho bien. Ardía en deseos de volver a verla. Era una pena que no hubiera querido acompañarlo a montar a caballo. Era cierto que él había monopolizado su tiempo y apenas le había dejado centrarse en su trabajo. Después de todo, ella había ido a Argentina en viaje de negocios. Aunque fueran unos negocios no demasiado prometedores.

Rocco había investigado un poco en el terreno donde ella se aventuraba. Y no apostaría mucho porque sus esfuerzos dieran fruto. Evaña era una compañía que iba en la dirección equivocada. Y hundirse en sus últimos coletazos empresariales no era el mejor movimiento profesional que Frankie podía hacer.

Pero eso era asunto de ella. Él no ganaría nada con darle su opinión.

El dormitorio estaba vacío. Rocco aprovechó para darse una ducha rápida. Se enjabonó solo por primera vez en días. Era raro lo mucho que se había acostumbrado a tenerla en casa.

De hecho, mientras echaba en el cubo de la ropa sucia la toalla mojada, comenzó a sentirse irritado. ¿Dónde diablos estaba Frankie? Debería haber estado allí, esperándolo.

Su voz resonó en las paredes de la casa, llamándola. Miró el teléfono para ver si tenía algún mensaje suyo, pero no había ninguno.

Cinco minutos después, la encontró. Acurrucada en el sofá de cuero de su habitación favorita. Era el cuarto que había sido su preferido cuando había comprado la casa. Había hecho las veces de dormitorio, cocina y salón, mientras el resto del edificio había sido reconstruido, ladrillo a ladrillo. Había hecho ese espacio habitable primero, luego, un baño. Después, los establos.

Durante un tiempo, los establos habían sido más lujosos que la casa. Sus caballos se merecían eso. Lo eran todo para él. A ellos les dedicaba su amor. A ellos les debía todo lo que tenía. Sin ellos, no era nada. Estaba en deuda con ellos por cada mirada de envidia de otro jugador de polo, por cada ovación de la multitud. Por cada patrocinador que le había abierto las puertas a sus otras líneas de negocio.

La gente no entendía eso. Haber dejado atrás la lujosa mansión de los Hermida había sido como abandonar una jaula de oro. La gente lo había creído loco por haberse ido. Pero sus padres adoptivos lo habían entendido. Y Dante. Lo habían comprendido y lo habían apoyado en todo. Se había ido de su hogar con un poni, Siren, que había sido su regalo cuando había cumplido dieciocho años. Después de eso, él se había ido a Europa. Había conocido a Frankie en Irlanda. El destino le había sonreído. Nunca conseguiría pagar la deuda que tenía con la vida. Pero nunca dejaría de intentarlo.

Frankie. Debió de haberlo oído llegar. Sin embargo, había seguido concentrada en su portátil, con el ceño fruncido y un extraño halo de tensión a su alrededor.

A pesar de que era inevitable que lo hubiera oído entrar en la sala, ella siguió sin levantar la vista.

–Hola. Te he echado de menos montando a caballo.

Rocco se acercó a ella. La luz del atardecer comenzaba a suavizar los contornos de los muebles artesanos que habitaban la estancia.

Se inclinó sobre ella, la besó en la cabeza, le levantó la barbilla con los dedos y la besó en la boca. Saboreó cierta resistencia, nada que él no pudiera derretir en unos minutos, se dijo.

Y eso fue lo que ocurrió.

Frankie gimió entre sus labios.

–Yo también te he echado de menos.

Rocco la besó de nuevo, sumergiéndose en la cálida sensación de tener a alguien que lo recibiera al volver a casa.

–Te estuve esperando –dijo él–. Pero habrá más ocasiones.

Frankie apartó la cara, miró a la pantalla.

Así que estaba de mal humor, adivinó Rocco. Igual que un poni que hubiera esperado participar en un partido de polo, pero hubiera sido dejado en los establos. Irritada y resentida. Se estaba haciendo la difícil. De acuerdo. Él podía lidiar con eso.

Rocco agarró el portátil y lo dejó sobre la mesa. Sujetó a Frankie de los brazos para levantarla.

–¿Qué ha pasado? ¿Cómo te ha ido el día? ¿Fue tan bien como esperabas?

Ella miró el techo e hizo una mueca, apretando los labios.

–No, la verdad. No había esperado meterme en una reunión con el club de fans de Carmel.

Rocco frunció el ceño.

–¿Qué quieres decir?

Frankie se zafó de sus brazos por completo y se sentó de nuevo. Volvió a colocarse el portátil sobre las piernas, como si fuera una especie de perro guardián que pudiera protegerla.

–Lo que he dicho. Me esperaba un gran comité de bienvenida. Al parecer, los proveedores se habían reunido para comprobar si yo daba la talla. Tuve que esperar en la zona de recepción, ¿y sabes lo que había esparcido sobre la mesa? Decenas de revistas del corazón dedicadas a tu ex. Fue un golpe bajo, de verdad.

–Estoy seguro de que fue mera coincidencia –comentó él, pensando que no era común en ella mostrarse tan ácida.

–¿De verdad lo crees? ¿Acaso estabas tú allí?

Rocco la miró. Sopesó los beneficios de enzarzarse en una discusión. Decidió que era mejor no hacerlo.

Entonces, se dio media vuelta, meneó la cabeza y se dirigió al comedor. Las botellas de vino estaban esperándolos sobre la mesa. Estaban a la temperatura perfecta. Levantó una de 2003 y la contempló a la luz. Esos eran sus vinos, después de, al fin, haber adquirido los Viñedos Mendoza. Su excelente calidad no haría más que mejorar bajo su dirección.

Siempre había querido ser esa clase de hombre. Con preciosas posesiones que todos envidiaban. Capaz de haber resurgido de las cenizas. Alguien que no tuviera que preocuparse por tener bocas que alimentar, ni por una reputación que mantener. Con esfuerzo, había logrado comprarse a sí mismo esa clase de estabilidad. En su mano, sujetaba siglos de tradición. ¿Estarían orgullosos sus padres de él? Seguro que sí. ¿Y Lodo?

Dejando a un lado sus reflexiones autocomplacientes. Sirvió dos copas de Malbec y se dirigió con ellas al salón donde estaba Frankie. Estaba deseando que lo probara. Sabría apreciar el esfuerzo y el orgullo que había en ese vino.

La habitación se oscurecía por momentos. Rocco encendió las lámparas y posó los ojos en ella. Allí sentada, en ese sofá, parecía estar en su sitio. Encajaba a la perfección en su casa, pensó. Despacio, se acercó y le tendió una copa.

–Prueba.

Frankie arrugó la nariz como si le estuviera ofreciendo una taza de agua sucia. Con reticencia, tendió la mano. ¿Acaso no sabía ella lo que ese vino significaba para él? Por lo general, siempre solía leerle el pensamiento y comprender lo que sentía, se dijo él.

Frankie saboreó el licor, tomándose su tiempo.

Él hizo lo mismo, pero primero acercó la nariz para olerlo.

–¿Qué te parece? Es Malbec de 2003. Los aromas son exquisitos. Muy equilibrados, ¿verdad?

Frankie clavó los ojos en la copa, apretó los labios.

–Sí, es increíble –repuso ella sin entusiasmo.

De pronto, Rocco se sintió furioso.

–No, lo que es increíble es tu actitud tan antipática.

Ella parpadeó, sorprendida.

–¿Qué? ¿Qué has dicho?

Él suspiró. ¿Cómo expresarse sin entrar en la discusión que, obviamente, ella estaba buscando?

–Frankie, la existencia de Carmel Souza en el mundo no tiene nada que ver contigo. En la fiesta, me di cuenta de cómo dejabas que su presencia te afectara, pero eres lo bastante lista como para no dejar que unas fotos suyas te amarguen el trabajo, ¿no es así?

Ella estaba apoyada contra el respaldo del sofá, con las piernas cruzadas, encima del asiento. Rocco la observó por el rabillo del ojo, mientras sostenía la copa en la mano, admirando la delicada pátina que el vino dejaba en el cristal.

–La culpa es solo de esa maldita fiesta –señaló ella con tono helador–. Si no me hubiera exhibido delante de todas esas cámaras, nadie habría sabido quién soy.

Frankie estiró las piernas. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos. En esa ocasión, no se había puesto una de sus camisas, observó él. Agarró el portátil, sujetándolo sobre el regazo para que no se le cayera.

–Me fui a la reunión como una profesional y salí de allí como otra más en la larga lista de amantes del Huracán. Además, una no demasiado imponente.

Rocco arqueó las cejas. Levantó la copa en la mano otra vez, contempló el licor, lo saboreó. Estaba claro que Frankie necesitaba calmarse.

–He comprado estos viñedos hoy. Siempre he sido admirador de sus vinos.

–Genial –repuso ella, rabiosa.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que para ti es lo más normal del mundo comprar un viñedo en una mañana ¿Tuviste que afrontar los juicios y el desprecio de alguien? ¿Te hicieron sentir como si hubieras ganado el último puesto en un concurso de novias famosas? ¿Quedaste como un idiota por haber dejado que publicaran tu foto en todas las revistas del corazón?

–No, porque la única persona que me juzga soy yo mismo. Yo elijo con quién quiero acostarme y no me interesa lo que piensen los demás.

Frankie se incorporó como impulsada por un resorte. El portátil se le deslizó al sofá. El vino se llenó de olas en su copa. Cuando fue a dejarlo sobre la mesa, lo puso demasiado cerca del borde. Rocco lo agarró a tiempo de que no se cayera.

Ella abrió la boca. La cerró. La abrió de nuevo.

–Eso es todo lo que soy para ti. ¿Verdad?

Rocco se quedó paralizado con la copa a medio camino a sus labios. La pelea estaba servida. Sus esperanzas de tener una conversación madura y civilizada se desvanecieron.

–¿No es así? –insistió ella, dirigiéndole la pregunta como una espada. Se levantó del sofá.

Él bajó su copa.

–Somos amantes, si es a eso a lo que te refieres.

Frankie dio un paso hacia él, invadiendo su espacio personal. Si alargaba las manos, podía abrazarla en ese mismo momento, pensó Rocco. Ella podía apoyar la cara en su pecho y besarle en el cuello. Luego, se subiría encima de él como una gatita y la llevaría a la cama, le haría el amor.

Sin embargo, aunque solo los separaba medio metro, era como si se hubiera abierto un abismo entre los dos. Un movimiento en falso y todo desaparecería, se esfumaría por el precipicio, se dijo a sí mismo.

–¿Somos solo amantes? –repitió ella con tono bajo y letal.

Rocco no podía ofrecerle más. No lo haría.

La miró. Observó sus grandes ojos color avellana que lo habían mirado cuando habían hecho el amor. Sus pequeños labios carnosos que le habían dado todo tipo de placeres. El pelo sedoso que le había caído sobre el pecho noche tras noche. Contempló a aquella mujer generosa, cariñosa…

Frankie lo amaba. Rocco lo adivinó en ese mismo instante. Sintió que una mano de acero le atenazaba el pecho. Ella lo amaba. Y él no podía corresponderla.

No como se merecía.

–Podemos seguir siendo amantes, como hasta ahora –continuó él con voz tensa. Debería abrazarla, tenía que hacerlo antes de que el abismo que los separara siguiera creciendo, pensó. Pero, en vez de eso, siguió sosteniendo la copa en la mano.

–¿Cómo?

Rocco sintió que tenía un pie al borde del precipicio.

Estiró los hombros. Tomó aliento.

–Frankie… estamos bien juntos…

Ella cerró los ojos. Apretó los párpados, como si adivinara lo que iba a decirle y quisiera escapar de aquella realidad.

–¿Pero? –preguntó Frankie, en un susurro–. Estamos bien juntos, pero… –añadió, más abatida por momentos–. ¿Qué quieres decirme? ¿Qué excusa tienes preparada?

–Ángel mío, por favor –dijo él, sintiendo cómo la tierra desaparecía bajo sus pies.

Frankie abrió los ojos. Los posó en sus brazos, en la pared. En la distancia, Rocco escuchó el sonido de un trueno lejano. Una tormenta se acercaba. Los campos amanecerían más frescos al día siguiente, el aire más limpio. Pero también podía sentir el oscuro dolor que anidaría en su corazón mientras recorriera sus tierras, sabiendo que ella no estaría a su lado.

–¿Quieres que te lo ponga fácil?

Ya no sonaba enfadada. Solo triste, desesperadamente hundida.

–Estamos bien juntos porque hay mucha química entre nosotros. Pero eso es lo único que hay y lo único que habrá. No funcionamos bien juntos a ningún otro nivel.

–Eso no es verdad –dijo él.

Frankie lo miró entonces. Un mechón de pelo le caía sobre la cara. Tenía la barbilla levantada con su eterno gesto desafiante. Los ojos, tristes, sin esperanza.

–Lo es, Rocco. Cargas con un equipaje demasiado pesado, aunque finjas que no está ahí. Todo el mundo finge que no lo nota. Hasta Dante se ha hecho experto en sortear tus estados de ánimo más sombríos. Y me pregunto si alguna vez compartirías tu intimidad con alguien aparte de Dante.

–Tú y yo somos íntimos, Frankie.

–Yo no lo noto, Rocco. No somos lo bastante íntimos.

En los últimos cinco minutos, la brecha que los separaba se había hecho más grande. Seguían separados solo por unos centímetros, pero estaban a años luz de distancia, como estrellas moribundas en la oscuridad cósmica.

Rocco tragó saliva. Se contuvo para no rogarle que se quedara, bajo sus condiciones. Para no pedirle perdón por no poder ofrecerle lo que ella quería. No fue capaz de pronunciar ni una frase para borrar el dolor que se había pintado en su hermoso rostro. Todas las palabras se le atoraron en la garganta.

Ella volvió la cara, mientras un hondo sollozo le agitaba el pecho.

Podía salvarla, se dijo Rocco. Podía darle el agua y la luz que ella necesitaba. Pero la dejaría carente siempre de su amor. Por eso, no movió los brazos, que le caían lánguidos a los labios. Ella se apartó, tomó su portátil y salió de la habitación.

Él se quedó allí parado, en el corazón de su casa, mientras la única oportunidad que había tenido de sentir amor verdadero se le escapaba de entre los dedos como un fantasma.

Todo su dinero, sus riquezas, sus propiedades eran insignificantes. Solo con Frankie se había sentido tan amado como en la cama de su madre, cuando había sido pequeño. Acurrucado con Lodo en una cama hecha con cartones… tumbado en la playa con Frankie. Eran las personas lo que importaba, no los bienes materiales. Sin embargo, ella era demasiado importante para él como para ofrecerle un trato a medias nada más.

La copa en su mano le pesó como si fuera de plomo. La levantó ante los ojos y contempló el delicado cristal labrado. Observó el vino añejo color granate. Miró al sofá vacío. Hacía unos minutos, había estado más preocupado por la cata de su nueva adquisición que por la mujer que había estado allí sentada.

Furioso, lanzó la copa con todas sus fuerzas hasta el otro lado de la habitación, haciéndola añicos.

Y vio cómo el líquido rojo chorreaba por la pared.