Capítulo 8

 

ROCCO miró el teléfono que sostenía en la mano como si fuera una bomba a punto de estallar. Al fin, el investigador privado que había tenido contratado durante los últimos diez años había descubierto algo concreto.

Se sentía como si hubiera estado esperándolo toda la vida. Y no, ni siquiera era un hecho confirmado, pero intuía que estaba más cerca que nunca. Había seguido su pista sin descanso, con la intuición de que, en esa ocasión, daría con él. Y averiguar que Martínez, el asesino de Lodo, podía haberse pasado la última década en Buenos Aires era un giro cruel de los acontecimientos, difícil de digerir.

La noticia lo había conmocionado.

Se abrochó los puños de la camisa, echó un vistazo al espejo y comprobó que su cara era un reflejo de su humor revuelto. La sombra de su nariz rota le pintaba la mandíbula y le latía la cicatriz de la frente, un recordatorio de sus peleas de boxeo, en el ring y en las calles. Cada puñetazo, cada golpe, había sido un intento de descargar su rabia contra Chris Martínez por lo que había hecho. Y contra sí mismo.

Además, la noticia llegaba en mal momento. Estaba justo en medio de las negociaciones para comprar la petrolera Vaca Muerta, un trato de millones de dólares. Por no hablar de la deliciosa distracción que era Frankie. Sin embargo, lo que el investigador privado acababa de comunicarle era demasiado importante como para dejarlo pasar.

Era la clausura de una persecución de veinte años. Había comenzado el día que había corrido para salvar la vida, llevándose a Lodo con él, en cuanto había cundido el rumor de que la banda había vuelto en busca de venganza. Y Lodo, confiado, leal, había estado justo detrás de él, cuando se habían levantado de su cama improvisada con cajas de cartón y, al amanecer, habían huido por los callejones juntos.

¿Por qué lo había soltado? ¿Cómo había podido dejar que se le escurrieran sus dedos? Era una pregunta que Rocco nunca se había podido responder. Era la sombra de la culpa que le atenazaba el pecho cada vez que algo le recordaba a Lodo. Podía ser una cabeza rubia rizada, el sabor del choripán, el sonido de la milonga, la visión de grafitis callejeros… Cada rincón de Buenos Aires guardaba un recuerdo y esa era la razón por la que nunca, jamás, se iría de allí.

Ni siquiera cuando el maldito Martínez fuera apresado y muerto. La memoria de Lodo seguiría viva en esas calles. Nada podía quitársela.

¿Cómo podía alguien tan afortunado como él vivir con tal tormento a sus espaldas?

El señor y la señora Hermida lo habían salvado de las calles. Lo habían llevado a su finca y enviado a un colegio de élite con Dante. Le habían dado todas las oportunidades posibles que jamás habría tenido cuando se había quedado huérfano, abandonado, a merced de despiadadas bandas.

Sin embargo, se había pasado años odiando esa vida privilegiada, actuando como un desagradecido con sus padres adoptivos. Ellos lo habían perdonado una y otra vez, lo habían recogido de nuevo cuando se había escapado. Habían tratado de canalizar su energía en deportes como el boxeo y el polo que, al final, había sido su tabla de salvación. Había entendido que no podía aceptar sin más el dinero inacabable que le habían destinado. Y habían dejado que trabajara para ganarse cada peso.

Pero él hubiera preferido un camino más duro. Hubiera querido empezar solo con la sangre en las venas y el ímpetu del que le había dotado la naturaleza. Había preferido autoflagelarse, sacrificarse, en vez de vivir como un niño mimado. Para él, solo había sido posible el camino del esfuerzo, de la dedicación incansable.

Y le había ido muy bien. Muy bien. Tenía todo lo que podía desear.

Aparte de su propia familia. Nunca tendría eso. Era la fruta prohibida para él. Ni esposa, ni hijos. Nadie podía ocupar el lugar de Lodo.

Pero era un hombre. Necesitaba una mujer. Claro que sí. Y tenía que ser una mujer que aceptara las limitaciones de su papel.

El aroma a Frankie lo envolvió desde el vestidor. La situación había evolucionado de una forma imprevista. Había pensado que su pasión por ella quedaría saciada en un fin de semana. Pero se había equivocado. No estaba, en absoluto, saciado.

¿Cuánto tiempo duraría la atracción que lo invadía? No tenía ni idea. Pero, mientras, no pensaba apartarse de ella. Lo excitaba demasiado. Era puro sexo, nada más. Aunque nunca había experimentado el sexo de esa manera.

Sin embargo, no podía mantener con ella una relación a largo plazo. Las expectativas de Frankie serían demasiado altas. Quería estar en igualdad con él en todo. Pelearía a cada momento, como si siempre tuviera que encontrar algo que no era justo. Y él no tenía tiempo para eso. No tenía tiempo para cuidar de una mujer así. Debía evitar a toda costa ese nivel de responsabilidad. Ya había pasado por eso y no tenía intención de repetirlo. Lo dejaría exhausto. Esa mujer le provocaría infinitas noches sin dormir… en todos los sentidos.

El incidente del poni era una prueba más que suficiente. Rocco apretó la mandíbula al recordar la rabia que había sentido cuando se había enterado de que se había ido. Había estado buscándola como un tonto por el jardín, imaginando que estaría tomando el sol esperándolo con una sonrisa. Y, cuando no la había encontrado, había buscado en la casa, de pronto, presa del pánico.

Había sido el mismo pánico que lo había invadido incontables veces con Dante cuando habían sido adolescentes recorriendo las calles o, más tarde, cuando habían salido de fiesta y Dante se había ausentado durante días, perdido con alguna chica. El miedo a perder al único hermano que le había quedado lo había perseguido sin piedad. Hasta que, al fin, había aprendido que Dante era responsable de sí mismo y sabía cuidarse solo. Con Lodo… había sido distinto.

En el presente, estaba reviviéndolo todo de nuevo. Era extraño. Había estado pensando mucho en Lodo en los últimos días. Se había esforzado en contener su dolor, pero parecía que de poco le estaba sirviendo poner otra tirita más en su talón de Aquiles.

 

 

Horas más tarde, estaba sentado con Frankie en él helicóptero, contemplando la emoción en su rostro mientras iba a aterrizar en Punta del Este. El mar, la playa, los yates, las mansiones de millones de dólares… todo estaba dispuesto bajo sus pies como un bello tapiz.

A Rocco le encantaba ese lugar. Le encantaba que Frankie estuviera allí, compartiéndolo con él.

Le enseñó la casa y los jardines que había diseñado él mismo. Contempló cómo Frankie admiraba los pequeños rincones escondidos, el puente que llevaba al patio interior y a la piscina. No le gustaban las comparaciones pero, de nuevo, se sintió maravillado por su falta de artificio, su sinceridad… era por completo distinta de las otras mujeres con las que había salido. Era refrescante como la lluvia en el desierto. Llenaba en él una carencia que no sabía que había tenido.

También, por supuesto, estaba la pasión.

En cuanto entraron en su casa de la playa, Rocco recibió más noticias sobre el paradero de Martínez. Acto seguido, le hizo el amor de forma salvaje y brutal. Tal vez, le faltó algo de delicadeza. Pero ella lo correspondió de la misma manera. Era justo lo que él necesitaba en ese momento. Nada de juegos mentales, nada de manipulaciones. Solo dos cuerpos entregados a la pasión mutua. Era la pareja perfecta para poder digerir las noticias que había recibido.

Poco después, cuando se dirigió al baño y abrió la puerta, la encontró dentro y el deseo lo incendió de nuevo.

Ella tenía la mirada pegada al espejo, fruncía el ceño mientras se peinaba el pelo con los dedos y se ponía unos pendientes de esmeraldas que él le había regalado. La joya sería un buen recuerdo para cuando sus caminos se hubieran separado, pensó Rocco.

De pronto, recordó cómo se habían separado sus vidas hacía diez años. Apretó los puños al pensar lo mucho que Frankie había sufrido. Debería haberse ocupado de ella. Estaba furioso consigo mismo por eso. Además, poco a poco, estaba empezando a ver una faceta de Frankie que ella se esforzaba por ocultarle al mundo.

De cara al público, era una mujer luchadora, obcecada. Pero, para él, no era más que una yegua nerviosa. Igual que lo había sido Ipanema cuando había llegado de Irlanda. El caballo había echado de menos su granja, los mimos de su dueña. Solo había necesitado que la cuidaran y que le enseñaran modales.

Lo mismo le pasaba a Frankie.

Y allí estaba él, domándola, sin proponérselo.

No necesitaba preguntarse por qué habían llegado a esa situación. Los dos satisfacían una necesidad mutua. Era sencillo. No había intenciones ocultas. Era solo lo que parecía. Y era perfecto así. Por el momento.

–Preciosa –dijo él.

Ella esbozó una tímida sonrisa.

–Gracias. Pero no voy a mentirte. Me da escalofríos que la prensa me presente como tu novia.

Rocco se acercó y la rodeó entre sus brazos. Ante el espejo, él destacaba con su traje negro. Ella, de blanco. Se había pintado los labios de rojo amapola, llevaba el pelo suelto y brillante. Con los tacones de aguja, le llegaba justo a la barbilla. Él la abrazó, mientras ella apoyaba la cabeza en su pecho.

–Causarás sensación.

–Preferiría que nadie se fijara en mí. Solo de pensar en la prensa y en toda esa gente que verá mis fotos… –susurró ella, estremeciéndose.

–¿Toda esa gente? –preguntó él, apartándose un poco para mirarla a los ojos.

–Bueno, gente que me conoce –respondió ella e hizo una mueca–. De acuerdo, me refiero a mi familia. Me juzgarán. Y no saldré bien parada.

–Es solo una fiesta, Frankie. Estoy seguro de que también tienen fiestas en Irlanda.

–Seguro que sí. Pero a mí me gusta guardar mi vida privada con discreción. Es más fácil así.

–Pienso que podemos presentarnos en una fiesta sin que, por eso, tengamos que salir en las portadas de las revistas. ¿No crees?

–Supongo –dijo ella, suspirando, y sonrió.

–Bien. Pues iremos solo un rato. Igual tengo que regresar a Buenos Aires mañana por la mañana, de todas maneras. Tengo obligaciones que no pueden posponerse.

Rocco la contempló un momento. Intuyó que, si le contaba su secreto, ella no lo traicionaría. Pero no. No era una opción. Ni hablar.

–Yo me voy pasado mañana. Así que de acuerdo.

La voz de Frankie sonaba tensa. Él comprendió al instante.

–No, Frankie. No te estoy diciendo adiós. Ni mañana. Ni pasado mañana –aseguró él, mirando el reflejo de ambos en el espejo–. Me gustaría que te quedaras en Buenos Aires conmigo. Hasta que… hasta que saciemos el hambre que tenemos el uno del otro.

–Rocco…

Él percibió cómo su rostro se tensaba aún más.

–Solo me quedaré en Sudamérica unos días más. Luego, volaré a Europa.

–Quédate más. Tenemos que terminar lo que hemos empezado. Sería una locura separarnos ahora. ¿Qué te parece? Piénsalo –dijo Rocco. Aunque lo cierto era que él, en realidad, no quería pensarlo demasiado. Solo sabía que estaba a gusto a su lado.

La hizo girarse entre sus brazos. Ella abrió la boca, como siempre, tenía algo que decir, algo que protestar. Sin embargo, había cosas que no admitían discusión.

Con cuidado de no estropearle el carmín de labios, la besó con suavidad e introdujo la lengua en su boca… como recordatorio de que solo necesitaban un gesto tan pequeño para prenderse fuego.

 

 

La fiesta era exactamente como Rocco había esperado. El elegante club de campo estaba abarrotado con cubos de champán por todas partes, pequeñas luces brillaban como luciérnagas en las jacarandas llenas de flores azules. Una pista de baile bajo una marquesina dorada se erigía en el jardín, delante de la vieja mansión colonial.

Rocco la vio observar con recelo a los miembros de la prensa que esperaban a los invitados, mientras su coche paraba ante la entrada. Sonrió al pensar en lo contradictoria que era. Podía ser combativa, segura de sí misma y, al mismo tiempo, temblar de ansiedad ante la perspectiva de ser presentada como su novia.

Él le apretó la mano. Durante el trayecto en coche, había estado dándole vueltas a la investigación sobre Chris Martínez. Le había encargado a Dante que hiciera las comprobaciones finales acerca del tipo de cuya identidad sospechaban. Revisó su móvil por milésima vez en la última hora. Todavía nada. Se guardó el aparato, rodeó a su acompañante con el brazo, tranquilizándose al sentir la calidez de su pequeño y delicioso cuerpo.

La sombra de tiempos pasados sobrevoló sobre él, tomándolo por sorpresa. Recordó cuando la cercanía de otro cuerpo le había ayudado a calmar el dolor. Una mañana sombría, se había metido en la cama de su madre cuando su padre había salido a buscar trabajo. Se había acurrucado en su calor, en su amor. Y, luego, solo meses después, se había derrumbado en los brazos de las monjas en el hospital. El cuerpo sin vida de Lodo había yacido en la morgue.

Era raro que el contacto de una amante hubiera revivido aquellos recuerdos. Nunca le había pasado antes. Sin duda, las novedades acerca de Martínez lo habían afectado mucho.

–Vamos allá.

Rocco sonrió al percibir su reticencia. No estaba acostumbrado a salir con una chica que prefería pasar desapercibida. Sintió cómo ella le apretaba la mano con fuerza, nerviosa. La condujo sin hacerse esperar entre la multitud, que los miraba con curiosidad. Caras alegres e intrigadas se volvían hacia ellos, como si fueran flores buscando el calor del sol. Sin embargo, a su lado, Frankie estaba cada vez más fría.

Él sabía que preferiría estar acurrucada a su lado en el sofá, viendo la tele o haciendo el amor, en vez de posar delante de las cámaras.

Carmel, al contrario, había estado encantada con la fama. Y había creído, tontamente, que podría usar su influencia en la prensa para manipularlo. Había empezado a filtrar a los periodistas comentarios sobre lo «unidos» que estaban. Cuando se había enterado, él había terminado su relación sin hacerse esperar.

Por supuesto, Carmel estaba allí esa noche. Nunca se perdía esa fiesta. Llevaba el pelo rubio largo y suelto, sus sinuosas curvas embutidas en un vestido rojo de lentejuelas. Estaba posando ante las cámaras en medio del enorme vestíbulo. Cuando los vio entrar, trató de disimular su sorpresa. Pero él sabía que su contoneo y su risa exagerada estaban dirigidos a llamarle la atención.

Dante le había advertido de que todos estaban ansiosos por conocer a la chica que se había llevado al Huracán después del partido. Además, el hecho de que fuera una desconocida en las columnas de sociedad, no hacía más que azuzar el interés general.

También azuzaba el interés de Rocco, si era sincero. Nunca antes había sentido una atracción física tan fuerte por nadie. La química entre ellos era como un potro salvaje, ni diez años habían podido domarlo.

–Mira la sensación que estás causando –le susurró él al oído, consciente de cómo la excitaba sentir su aliento.

–Yo solo siento terror. Son como vampiros, hambrientos de sangre. Prepara la ristra de ajos. Y no pierdas de vista la estaca.

–Relájate –dijo él con una sonrisa y siguió entrando con ella, repartiendo saludos con la cabeza, apretones de manos–. Vamos a tomar algo.

A Rocco le gustaba ese club. Era viejo, pero elegante. Las reglas para los socios eran relajadas y la gente, muy amigable.

Dante y él habían pasado mucho tiempo allí. Había hecho el tonto, había aprendido a ligar y, en unas cuantas ocasiones, se habían metido en algún que otro lío de faldas. Su juventud había transcurrido en ese club que había albergado generaciones de la familia Hermida, todos jugadores de polo. Sus retratos estaban colgados en la entrada, posando junto a compañeros de equipo o junto a orgullosos caballos. Eran Hermida de pura sangre. Él, sin embargo, solo estaba allí como invitado. Se sentía agradecido. En deuda.

Condujo a Frankie por el comedor con cortinas doradas, a través de la sala de billar, hasta la terraza. El aire cálido de la noche los recibió, junto con el sonido de risas y animadas conversaciones. En el jardín, la marquesina preparada para albergar la pista de baile relucía llena de atractivo.

–¿Quieres bailar? –preguntó él, tendiéndole una copa de champán.

–No. Gracias –repuso ella. Le dio un trago y miró a su alrededor.

–¿Quieres comer algo? –ofreció él, señalando el apetitoso bufé.

–No tengo hambre. ¿Quién es la mujer con el vestido rojo?

Rocco siguió la curiosa mirada de su acompañante. Se había dado cuenta, claro. Carmel estaba haciendo de las suyas.

–Una exnovia. Carmel de Souza. Le gustan los famosos… y tú eres famosa –informó él, notando cómo Frankie afilaba la mirada–. En una ocasión, hizo planes respecto a mí, pero supongo que ya se ha recuperado de su fracaso. Nunca está sin pareja. Nunca.

–No me sorprende, con lo guapa que es.

–Tranquila. Tener su aspecto es una ocupación de jornada completa. Se pasa todo el día arreglándose.

–¿De verdad? –replicó ella con curiosidad–. ¿No tiene un trabajo normal, con un poco más de sustancia?

Rocco se encogió de hombros, ignorante de la respuesta. ¿A qué se dedicaba Carmel? A ir de compras, a ir a fiestas, a autopromocionarse.

–Es guapa. Encandila a hombres ricos.

–Entonces, ¿es una cazafortunas?

–Más bien, una cazamaridos. Pero, conmigo, no lo consiguió. No soy de los que se casan. Nunca me lo perdonó.

Frankie arqueó las cejas y levantó la vista hacia él.

–¿Es eso un problema para ti? –quiso saber Rocco. Era mejor saberlo. En más de una ocasión, ese tema había sido razón más que suficiente para dar por terminada una relación.

–No es algo en lo que haya pensado mucho.

El teléfono de él sonó.

Se lo sacó del bolsillo. Estaba lleno de notificaciones de mensajes. Y tenía una llamada perdida de Dante. Maldición.

–¿Qué pasa? ¿Va todo bien?

–Nada. Solo tengo que devolver una llamada. Dame un minuto.

Rocco se apartó hacia una zona más apartada. Apretó el botón de rellamada. Pero no pudo establecerse la conexión. Lo intentó dos veces más.

Recorrió la terraza, buscando cobertura. El ruido de la fiesta impregnaba el ambiente. No podía establecer comunicación.

Salió de la casa, bajó unas escaleras hacia las pistas de tenis. Nada.

Había una pareja entretenida en las sombras. Él pasó a su izquierda. Siguió un camino de grava bordeado por altos setos. El murmullo de la fiesta se escuchaba lejano, apenas había alguna farola que otra para iluminar la noche. Solo la luz de la luna y su estúpido móvil le daban algo de visibilidad.

Intentó llamar una vez más.

El teléfono se encendió con un nuevo mensaje.

 

Callejón sin salida. Lo siento. Me reuniré contigo enseguida.

 

Una carcajada femenina resonó por encima de la música. La brisa se levantó un momento. A su alrededor, las hojas de los arbustos se agitaron. Rocco se quedó parado, mirando el mensaje.

No podía ser. Había tenido la intuición de que, por fin, habían dado con Martínez.

Había dedicado toda su vida a esa búsqueda. Años de paciencia. ¿Cuánto tiempo más era necesario? ¿Cómo podían cerdos como Martínez esconder sus huellas tan bien? De siempre, había sabido que la familia Martínez había tenido conexiones con los narcos mexicanos. ¿Por qué la policía no había logrado encontrarlos todavía? No era posible que todas las fuerzas de la ley fueran corruptas. Sin embargo, sus esfuerzos hasta el momento habían sido en vano.

Los Martínez estaban en alguna parte. Y no eran invencibles. Ya no les tenía miedo.

Encontraría a Chris, el que disparó a su hermano.

Ese día llegaría.

Rocco respiró hondo. Cuadró los hombros. Se guardó el móvil. Miró hacia la casa, hacia la fiesta.

Frankie. Al pensar en ella, algo se derritió en su interior. Era extraño, pero esa mujer le hacía sentir en paz. Una sensación por completo nueva para él.

Meneando la cabeza, se dijo que no podía ponerse sentimental. Necesitaba mantener la cabeza fría, no olvidar su propósito.

Dante estaría a punto de llegar, pensó, dando media vuelta para regresar. Prestó atención para ver si oía algún helicóptero acercándose, pero el viento se había levantado y la fiesta había subido de decibelios.

Cuando llegó a la terraza, vio que los asistentes estaban mirando todos hacia dentro. Entró.

Debería haberlo imaginado.

Allí estaba. Carmel y su circo. Y, en medio, como una vela de iglesia atrapada en una explosión de fuegos artificiales, estaba Frankie.

Carmel estaba sacándole el máximo partido a su vestido rojo. Los pechos turgentes y generosos saliéndosele por el escote, la cintura fina y apretada, el pelo cayéndole como una cascara rubia. A su lado, Frankie parecía un pálido fantasma.

Rocco se derritió al verla.

–Siento mucho haber tardado tanto –se disculpó él, al llegar a su lado.

–Rocco… cariño.

Al escuchar la voz de él, Carmel dio un respingo, puso su mejor cara de puchero y se acercó a saludarlo con un beso en la mejilla. Él no tenía tiempo para juegos.

–Estaba cuidando de tu novia. ¡La has dejado sola, tesoro! ¿Me estabas buscando a mí? –preguntó Carmel, sin molestarse en bajar el tono de voz.

Frankie tenía los ojos clavados en él.

–¿Has hecho tu llamada?

Él asintió.

Carmel se las arregló para ponerse entre los dos. Le dio la espalda a Frankie, frotó sus pechos contra el torso de él.

–Rocco, tesoro… ¿Me has echado de menos? –le susurró la exuberante rubia, como una gata en celo.

Una cámara disparó su flash.

Carmel nunca perdía una oportunidad.

Rocco abrió la boca para ponerla en su lugar, pero Frankie pasó delante de esas caderas de lentejuelas y se colocó junto a él. Tenía los hombros hacia atrás y su pequeña y decidida barbilla bien levantada.

–¿Echarte de menos? ¿Cómo crees que nadie puede echarte de menos?

Una pulla directa, comedida, pero potente. Rocco se la comió con la mirada.

Carmel titubeó, algo poco habitual en ella.

–¿Cómo dices?

–Sutileza, guapa. Mira en el diccionario lo que significa –repuso Frankie.

Rocco sonrió y arqueó una ceja, mirando a Carmel. Nunca había visto a nadie dejarla en evidencia antes.

Frankie deslizó un brazo alrededor de la cintura de su acompañante y se dirigió una vez más a la rubia.

–Y, para que lo sepas, mi novio tiene conmigo todo lo que necesita.

Carmel se puso en jarras y apartó la vista. Parecía un pavo en una exhibición burlesca. Empezó a balbucear algo en español, seguramente, pensando que Frankie no lo entendería. Y se sorprendió al recibir una andanada como respuesta. Hasta a Rocco le impactó escuchar un insulto tan fuerte.

–Ven. Es suficiente –dijo él, conduciéndola lejos de allí, mientras ella seguía insultando a Carmel. Casi tenía que arrastrarla, hasta que la agarró de los hombros y se detuvo junto a las puertas que salían a la terraza–. Para ya. ¡Es suficiente! ¿Dónde has aprendido esas palabras?

Como Frankie no parecía dispuesta a parar, Rocco hizo lo único que se le ocurrió. La sujetó de la mandíbula con suavidad y la besó. Oyó a su alrededor gritos sofocados y murmullos, vio los flashes de las cámaras, pero nada le impidió sumergirse en su boca.

Ella se agarró a los brazos de él, se tambaleó sobre los pies de puntillas, mientras la rabia se iba desvaneciendo como un helado bajo el sol, reemplazada por la pasión.

Entonces, Rocco se echó hacia atrás y sonrió.

–¿Has terminado?

Frankie abrió los ojos despacio, al mismo tiempo que el ruido de un helicóptero se acercaba en la distancia. ¿Sería Dante?, pensó él.

¿Habría descubierto algo? Debían de estar cerca de averiguar el paradero de Martínez, se dijo. Ansiaba conocer todos los detalles, pero eso tendría que esperar a que estuviera a solas con su hermano. En ese instante, le debía a Frankie ocuparse de ella y mantenerla bien alejada de Carmel durante el resto de la fiesta. La guio hacia el jardín, donde los siguió la sensual música que impregnaba el ambiente.

–¿Hay alguien en el mundo con quien no te atrevas, preciosidad? –preguntó él, sonriendo.

Frankie seguía tensa, con los labios apretados y los hombros rígidos.

–Se lo merecía –repuso ella, encogiéndose de hombros.

Él no tenía nada que objetar.

–¡Actuaba como si toda la maldita fiesta fuera en su honor!

Rocco le acarició el cuello y le tocó los bonitos pendientes de esmeraldas que le relucían en las orejas.

–¿Estás enfadado conmigo?

–¿Por qué iba a estarlo? –preguntó él, frunciendo el ceño.

–No lo sé… Por haber dicho tantas barbaridades. Pero es que no puedo soportar a esa clase de mujeres que actúan como si fueran superiores solo porque son la fantasía de cualquier hombre.

–¿Eso crees? ¿Y si te dijera que sus curvas son como globos de cuero al tacto?

Ella le dio un puñetazo de broma. Rocco la apretó contra su pecho. Aparte de lo mucho que le excitaba hacer el amor con ella, le encantaba su falta de artificio. Haberla visto junto a Carmel había sido un contraste brutal. Y le había hecho reconocer su propio talón de Aquiles, su necesidad de protegerla.

Quizá, lo que compartían era más que sexo.

Tal vez, deberían hablarlo, poner las cartas sobre la mesa. O, igual, si lo hacían, eso le daría a Frankie una idea equivocada. Además, él ya tenía suficientes cosas en las que pensar.

Levantó la cabeza hacia el helicóptero que volaba la finca.

–Aquí viene Dante.

Se quedaron en la terraza, lo vieron descender bajo las aspas de la nave con un esmoquin negro, camisa blanca y el pelo rubio peinado hacia atrás. Tenía todo el aspecto de una estrella de cine. Pero, cuando llegó junto a su hermano, Rocco se dio cuenta de que su habitual sonrisa perfecta estaba un poco nublada.

Dante hizo un gesto con la cabeza hacia Frankie.

Rocco negó con la cabeza, como advertencia de que no debían hablar delante de ella.

Dante asintió.

–¡Hola! ¿Cómo va la fiesta? –saludó el recién llegado. Era experto en desplegar encanto–. ¿Te importa si te digo que estás preciosa?

Tomó a Frankie de las manos, le lanzó una mirada apreciativa y la besó en la mejilla. Rocco se esforzó en no molestarse.

–Bien dicho. Hay cientos de mujeres ahí dentro, esperando que les digas lo mismo. Empezando por Carmel. Nosotros tenemos cosas más importantes que hacer.

Dante pareció un poco sorprendido.

–Claro. Os dejo, entonces.

–Tómatelo con calma ahí dentro, chico guapo.

–Te llamaré después.

Se estrecharon las manos, se dieron un abrazo fraternal. Luego, Rocco lo vio marchar, guardando valiosa información que él ansiaba conocer.

Tres chicas de largas piernas y vestidos cortos lo saludaron y corrieron hacia él. Dante las cobijó a todas bajo su brazo, sin perder el tiempo. Rocco hizo lo mismo con su amante. Una vez más, la música y el calor de la fiesta no tenían ningún interés para él. Estaba deseando salir de allí, perderse en esa mujer. Quería hacerle el amor sin tregua hasta olvidar su dolor, hasta decidir qué debía hacer a continuación.

–¿Quieres quedarte mucho tiempo más? –preguntó él, señalando con la cabeza a la zona donde los chóferes esperaban en los coches.

–Creo que Dante se ocupará de mantener vuestro nombre en buen puesto. Por mí, podemos irnos.

Él asintió, la abrazó de nuevo, recorriéndole la espalda con la mano.

Una cosa estaba clara, pensó Rocco. Tenía que convencerla de que pidiera alargar sus vacaciones del trabajo, porque necesitaba tenerla cerca. Quería tenerla en su cama y en su vida.