PAUL Llamo a Sean. Alguien de Booth responde al teléfono.

—¿Diga? —La persona está obviamente pirada.

—¿Podría hablar con Sean Bateman? Creo que vive en el piso de arriba —pregunto.

—Un momento. —Una pausa larga de verdad—. ¿Si está dormido, le despierto?

—Sí, por favor. —El idiota probablemente esté dormido.

Me miro al espejo y me vuelvo. En la puerta de al lado, o mi madre o Mrs. Jared se está duchando. La televisión sigue encendida. Me acerco y bajo el volumen.

—¿Diga? —dice Sean.

—¿Sean?

—Sí. ¿Quién habla?

¿Patrick? ¿Patrick? ¿Quién demonios es Patrick?

—No, soy Paul.

—¿Paul?

—Sí. ¿No te acuerdas de mí?

—No —responde.

—Sólo quería saber cómo van las cosas —digo—. ¿Quién es Patrick?

—Qué más da, Paul. ¿Qué quieres?

—¿Estabas dormido?

—No, claro que no estaba dormido.

—¿Qué vas a hacer?

—Estaba a punto de ir a la fiesta —dice.

—¿Con quién? —pregunto—. ¿Con Patrick?

—¿Cómo?

—¿Con quién? —vuelvo a preguntar.

—Me parece que ya me has preguntado eso —contesta.

—¿Entonces?

—Con la persona que me ha estado dejando notas en el buzón —dice en voz alta, riendo.

—¿De verdad? —pregunto, sentándome.

—No. Coño, ¿me llamas para saber con quién voy a ir a la fiesta? —grita por el teléfono—. Estás loco.

—Creía que… bueno, he tenido una imagen muy… muy vívida de ti.

—No se te da bien eso de saber cómo son las personas —dice, tranquilizándose.

—Lo siento —digo.

—Vale, vale. —Le oigo bostezar.

—Entonces… ¿con quién vas a ir? —pregunto al cabo de un rato.

—Con nadie. Eres un idiota —grita.

—Sólo bromeaba. Tranquilízate. ¿No puedes aguantar una broma? —pregunto—. ¿Es que los del Sur no tenéis sentido del humor?

Hay una larga pausa y luego dice:

—Cuando estamos con gente divertida.

—Reproches, Sean. Reproches.

—Rock’n’roll. Allá penas —murmura.

—Sí. —Trato de reír—. Allá penas.

—Oye, me voy a la fiesta, ¿vale? —dice.

—Pero si vuelvo el domingo… —digo.

—Muy bien. El domingo —dice.

—Perdona por haberte llamado —digo.

—El domingo. Adiós. —Cuelga.

Yo también cuelgo, luego me toco la cara, y tomo otra cerveza; me pregunto por qué se retrasa Richard.

LAUREN Cuarto de Judy. Judy y yo decidimos llevar togas a la Fiesta de Disfraces para Follar. Y no porque nos gusten demasiado, sino porque estamos mejor con toga. Por lo menos, yo estoy mejor con toga que con el vestido que me pensaba poner. A Judy le está bien cualquier cosa. Además no quiero volver a mi cuarto a disfrazarme porque a lo mejor está Franklin, aunque puede que no, pues le dije que pensaba que El destino de la Tierra era el libro más aburrido que había leído jamás y él se puso furioso. Aparte de que no quiero saber si ha vuelto a llamar mi madre. Llamó hoy y me preguntó por qué hacía tres semanas que no la llamaba. Le dije que se me había olvidado el número de mi tarjeta telefónica. Pero de todos modos estoy de buen humor, especialmente porque Vittorio, mi nuevo profesor de poesía, dice que prometo y porque he estado trabajando en más poemas, algunos bastante buenos; y encima Judy y yo vamos a comprar éxtasis, lo que me parece una buena idea, y es viernes y estamos delante del espejo maquillándonos y en la radio suena «Revolution» y me siento muy bien.

Judy dice que el otro día le metieron un pitillo en el buzón.

—Probablemente se trate de ese primo, Sam —digo.

—Se llama Steve —dice ella—. Y no fuma. Los novatos no fuman.

Me levanto, miro la toga.

—¿Cómo me queda? ¿Parezco una idiota?

Judy se examina los labios, luego la barbilla.

—No.

—¿Estoy gorda?

—Para nada.

Se aleja de la mesa y se sienta en la cama donde termina de liar un porro, cantando «Revolution». Me cuenta que el lunes dejó de tomar la píldora y dice que ha perdido peso y me parece que se ha adelgazado. Los Servicios Sanitarios le proporcionaron el diafragma.

—Los Servicios Sanitarios son un asco —dice Judy—. Ese médico es tan torpe que cuando fui a verle porque me dolía la cabeza me hizo un análisis para ver sí tenía un tumor en el pecho.

—¿Vamos a comprar éxtasis o no? —pregunto.

—Sólo si acepta mi American Express —dice ella—. Esta mañana se me olvidó sacar dinero.

—Probablemente la acepte —murmuro.

Me encuentro guapa, allí delante del espejo, y me entristece que eso me sorprenda; que no me haya hecho ilusión ni haberme vestido para ir a una fiesta desde la marcha de Victor. ¿Cuándo fue eso? ¿A principios de septiembre? ¿Una fiesta en el Club de Surf? Y no sé por qué, pero «Revolution» en la radio hace que me acuerde de él, y todavía recuerdo su imagen, aunque siga en Europa, algo que hay en mi mente que emerge en los momentos más extraños: como determinada sopa servida en el almuerzo o un anuncio de pantalones vaqueros en la televisión. Una vez, fue una caja de cerillas Morgan’s de Nueva York que encontré debajo de la cama el domingo pasado.

Judy está a punto de encender el porro pero no tiene cerillas conque voy al cuarto de al lado, el del chico de Los Angeles. Alguien ha escrito en su puerta «Descanse en paz» con grandes letras. Oigo que dentro suenan The Eagles pero cuando llamo no contesta nadie. Encuentro unas cerillas de Maxim’s en el cuarto de baño y se las doy a Judy. Termina «Revolution» y empieza otra canción de Thompson Twins. Y Judy y yo fumamos la yerba, nos piramos, nos ponemos cáusticas, tratamos de hacer una lista de todos los chicos con los que nos hemos acostado en Camden pero nos cansamos porque nos falla la memoria por culpa de la yerba y las expectativas de una fiesta del viernes por la noche, y muchas veces sólo ponemos «el amigo de Jack» o «un chico de Limelight», y la cosa me deprime y sugiero que salgamos para Wooley. A lo mejor me acuesto con ese chico francés, como Judy siempre dice. Pero hay más opciones, me repito a mí misma. ¿Cuáles?, me pregunto. ¿En la orgía de esta noche en Booth? Pero estoy colocada y me encuentro bien cuando nos vamos del cuarto de Judy y desde arriba llega música acompañada de risas y ruidos apagados.

Pero Judy tiene que estropearlo todo cuando salimos de su residencia a la fría noche de otoño, las dos temblando con nuestras togas, camino de la música que nos llega de Wooley.

—¿Has sabido algo de Victor? —me pregunta.

Me molestó tener que hacerlo, pero de todos modos dije:

—¿De quién?

PAUL Richard llega hacia las ocho. Estoy sentado en la habitación de los «chicos», en una butaca, con el traje gris ya puesto y la corbata de seda roja que compré en Bigsby and Kruthers, viendo la cadena de vídeos musicales, fumando, pensando en Sean. Mi madre y Mrs. Jared están en la otra habitación vistiéndose para la cena. Richard abre la puerta. Lleva smoking y gafas de sol, el pelo muy brillante peinado hacía atrás. Entra, da un portazo y exclama:

—¡Hola, Paul!

Miro a Richard algo sorprendido. El largo pelo rubio ahora lo tiene muy corto, teñido de rubio platino que, debido a la lluvia o la brillantina, parece oscuro. Lleva una camisa de smoking, blanca y con bordados, un calcetín negro y otro blanco, y un largo abrigo con el anagrama de Siouxie and the Banshees a la espalda. Un pendiente con un diamante en la oreja izquierda, las Wayfarer todavía puestas negras y brillantes. Sólo trae una pequeña bolsa negra con pegatinas de Dead Kennedys y Bronsky Beat, y en la otra mano un enorme radiocasete y una botella de Jack Daniel’s casi vacía. Vacila al entrar, se apoya en el quicio de la puerta, recuperando el equilibrio.

—Richard —digo. Empiezo a notar como sí todo mi mundo se fuera a convertir en un número de Vanity Fair.

—¿Cuándo vamos a cenar? —pregunta.

—¿Richard? ¿Eres tú? —dice su madre desde la otra habitación.

—Sí, soy yo —dice él—. Y no me llamo Richard.

Mi madre y Mrs. Jared entran en la habitación, las dos a medio vestir, y miran a Richard que parece un carapijo de Sarah Lawrence total aunque, quizá, sexy.

—Me llamo Dick[1] —dice impúdicamente y luego—: ¿Cuándo cenamos? —Da un largo trago a la botella de Jack Daniel’s y después eructa.

SEAN Tensa escena con Rupert.

Rupert se ha afeitado la cabeza. Tuve que pasar por el cuarto de Roxanne antes de la fiesta a comprar algo para unos idiotas de primero y el mamón se había afeitado la cabeza. Estaba esnifando coca en el suelo del cuarto de estar y me vio en el espejo. Hüsker Dü atronaban y un chico brasileño estaba sentado en el sofá jugueteando con una Casio portátil.

—¿Cómo va todo? —grité por encima de la música. Me acerqué al estéreo y bajé el volumen.

—Vas a tener que vender la moto —soltó Rupert, limpiando el espejo con el dedo y luego chupándoselo.

—¿Sí? —reí nervioso—. ¿Qué pasa?

—¿Dónde está el dinero, maricón? —preguntó.

—¿No te basta con la American Express? —bromeé.

Rupert dejó caer su blanca cabeza calva a un lado, un par de cortes secos hacía que pareciese todavía más espantosa, y se rió mucho rato, demasiado. Me pregunté si le habría afeitado la cabeza aquel chico brasileño. La idea me provocó náuseas.

—Bateman, eres tan gracioso.

—Siempre lo he sido —dije yo.

—Y como eres tan gracioso, te voy a dar algo de tiempo. —Se puso de pie. Parecía enorme, casi amenazador, pero no exactamente, y se me acercó.

—¿Cuánto te debo? —le pregunté, echándome hacía atrás.

—¿Es que te lo tengo que recordar otra vez, Bateman? —dijo, pasándose la mano por la cabeza. Miró la caja de las pistolas, considerando cuáles estarían cargadas, pero estaba demasiado ido por la coca para hacerme nada.

—Esta noche hay una orgía en Booth —dije, aunque no me interesaba. De todos modos yo iba a estar con Miss Hynde, y la idea de besarla me excitó un momento. Me calmé casi al mismo tiempo y todo lo que dije fue—: Necesito comprar algo para unos de primero.

—Y yo necesito el dinero —dijo Rupert, cabreado, pero a juzgar por su tono de voz probablemente me lo daría. Se dirigió a la mesa de junto a la caja de las pistolas y abrió un cajón.

—Sabes que estoy en las últimas —dije.

—¿Y la moto? —sonrió Rupert, dirigiéndose al estéreo y subiendo el volumen aunque no tanto como antes.

—Entonces, ¿qué? —pregunté.

—Eres un mamón —dijo suspirando.

Antes de irme le pregunté:

—¿Qué es de Roxanne?

—Anda follándose al brasileño. —Rupert se encogió de hombros, le señaló. Me dio una bolsa.

El brasileño saludó con la mano.

—¿Te vas a pasar mucho? —dije.

—Bueno, me muevo por terrenos peligrosos —dijo Rupert, dándome la espalda.

Cogí la yerba, salí, subí a la moto y hacia las diez estaba de vuelta en el college.

LAUREN Es estúpido pero llamé a Victor. Desde la Fiesta de Disfraces para Follar. Tenía un número de Nueva York donde me dijo que podría estar y, como una idiota, me vi en la cabina telefónica del piso de abajo de Wooley, llorando, con aquella toga espantosa, y viendo como empezaba la fiesta mientras esperaba que Victor contestase. Tuve que llamar dos veces porque, ahora de verdad, se me había olvidado el número de la tarjeta telefónica y cuando por fin lo recordé y el teléfono empezó a sonar ahogado, lejano, me puse a sudar. Empecé a temblar, el corazón me iba como loco esperando oír la voz sorprendida y feliz de Victor. Un sonido que llevaba dos meses esperando. Entonces me di cuenta de que no debería estar tan nerviosa y que aquello iba a ser un número. No había planeado marcar este teléfono. Había ido a la cabina no con la intención de llamar a Victor, sino porque Reggie Sedgewick se me había acercado, completamente desnudo, y me preguntó:

—Quiero que me…

Resultaba feo y patético, y miraba la película porno que estaban proyectando en el techo y yo andaba buscando el bar, y dije:

—¿Cómo?

Y él dijo:

—Quiero… quiero que me chupes la polla.

Y bajé la vista para mirársela y luego le volví a mirar a la cara y dije:

—Debes estar loco.

Y él me dijo:

—No, guapa. Quiero que me chupes la polla, de verdad.

Y pensé en Victor y me dirigí a la cabina telefónica.

—¡Chúpatela tú mismo! —dije, casi llorando, dirigiéndome sin ver hacia la puerta.

—¿Crees que te lo pediría a ti si pudiera? —gritó él, señalándosela, borracho, completamente pirado, o peor aún, puede que sobrio.

Me deprimió tanto que grité:

—¡Que te den por el culo! —Y casi rompí el cristal de la puerta de la cabina del portazo y llamé, un tanto humillada por saber el número de memoria. Cuando le dije a la telefonista el número de mi tarjeta telefónica, y durante el silencio que siguió, comprendí que todo había terminado. Lo comprendí allí, de pie en aquella cabina telefónica, esperando que Victor contestase. Supe que todo había terminado incluso antes de encontrarme con Sean Bateman aquella misma noche, más tarde. ¿Cuánto tiempo llevo engañándome de esta manera?, me pregunté en cuanto sonó el primer timbrazo. Estaba avergonzada de mí misma y necesitaba un pitillo y el teléfono seguía sonando y Reggie Sedgewick empezó a golpear la puerta gimoteando y pidiendo perdón y contestaron al teléfono y era Jaime y colgué y volví a la fiesta, quitando a Reggie de mi camino de un empujón.

De modo que me emborraché, me encontré con Sean, luego estuve mirando a Stuart Jackson que bailaba al son de una vieja canción de Billy Idol, luego fumé y me coloqué en el apartamento del Gina. Por ese orden.

PAUL Los cuatro —yo, Richard, Mrs. Jared y mi madre— estamos sentados en mitad del comedor de The Ritz-Carlton. Un experto pianista toca música clásica. Camareros con flamantes smokings muy caros se mueven rápida, airosamente, de mesa en mesa. Mujeres algo mayores y con demasiado maquillaje, hundidas perezosamente, y algo borrachas, en las sillas de terciopelo rojo, miran y sonríen. Nos rodea lo que Mrs. Jared llama «dinero con mucha solera», como si el dinero de los Jared fuera de ahora mismo (sí, esos bancos son de la familia sólo desde hace siglo y medio, evito decir). La situación es enervante de verdad, en especial porque Richard, incluso después de ducharse y ponerse otro traje, el pelo todavía peinado hacía atrás, las gafas de sol todavía puestas, sigue borracho. Por desgracia, parecía muy salido. Se sienta enfrente de mí, haciendo tales gestos obscenos que rezo por que ni mi madre ni la suya lo noten. Me toca la entrepierna con el pie pero estoy demasiado nervioso para empalmarme. Bebe Kir de champán, y ya lleva cuatro, y todos se los ha bebido de un trago con lo que parece una intención definitiva. Primero contempla su copa y luego alza las cejas mirándome de modo significativo. Después hunde el pie descalzo en mi entrepierna y yo hago una mueca y pongo caras raras y mi madre me pregunta si estoy bien y yo toso. Richard mira al techo, luego se pone a tararear una canción de U2 por lo bajo. Hay tal silencio en esta cueva tan enorme y tan elegante y tan hortera que tengo miedo de que la gente nos esté mirando, si no a nosotros, seguro que por lo menos a Richard, y probablemente así es y no hay nada que hacer salvo emborracharse más.

Después de que Mrs. Jared le diga a Richard por enésima vez que se quite las gafas de sol y que él se niegue, ella decide usar una táctica psicológica inversa y dice:

—Bueno, Richard, háblanos de la universidad.

Richard la mira y se saca un Marlboro del bolsillo y coge la vela que hay en el centro de la mesa y lo enciende.

—No fumes, por favor —dice Mrs. Jared desaprobadoramente cuando él vuelve a dejar la vela en su sitio.

Llevo toda la noche sin fumar y estoy a punto de morir de un violento síndrome de abstinencia de nicotina y miro el pitillo de Richard con ansia. Trato de partir mi servilleta por la mitad.

—No me llamo Richard —le recuerda Richard, tranquilamente.

Mrs. Jared mira a mí madre y luego a Richard y pregunta:

—Entonces, ¿cómo te llamas?

—Dick —dice él, haciendo que suene lo más obscenamente posible.

—¿Cómo? —pregunta Mrs. Jared.

—Dick. Ya me has oído. —Richard da una larga chupada al Marlboro y suelta el humo en mi dirección. Toso y tomo un trago.

—No. Te llamas Richard —le corrige Mrs. Jared.

—Lo siento. —Richard niega con la cabeza—. Me llamo Dick.

Mrs. Jared se calla. Está patinando. No ha comido mucho y ha bebido sin parar, incluso antes de empezar a cenar, y ahora dice con calma:

—Bueno, Dick… cuéntanos, ¿qué haces en la universidad?

—Chupar pollas —dice Richard.

Estoy bebiendo champán cuando lo dice y me echo a reír, salpicando la mesa. Me llevo rápidamente a la boca la servilleta que intentaba desplegar, trato de tragar, pero vuelvo a toser y me ahogo. Los ojos se me llenan de lágrimas y busco aire.

—¿Qué dices que haces… Dick? —pregunta Mrs. Jared, tratando de mantener la compostura y reprimiéndome con la mirada. Me seco la boca y me encojo de hombros.

—No lo sé. Mariconerías III. Curso complementario —Richard se encoje de hombros, riendo, y hunde su pie todavía más en mi entrepierna. Vuelvo a toser y le agarro la pierna por debajo de la mesa—. ¿Te parece bien? —pregunta.

—¿Y qué más? —Es evidente que Mrs. Jared trata de no perder la calma, pero le tiembla la mano cuando termina la copa.

—Voy a un seminario sobre sexo oral —dice Richard.

—¡Dios santo! —exclama mi madre, y no ha abierto la boca en toda la noche.

—¿De qué se trata? —pregunta Mrs. Jared, todavía calmada. La táctica psicológica inversa no funciona.

—Sé un chiste muy bueno —dice Richard, sin dejar de frotar el pie contra el mío, dando una chupada al pitillo—. ¿Queréis oírlo?

—No —dicen mi madre y Mrs. Jared al mismo tiempo.

—Paul sí quiere —dice—. Verás, Julio Iglesias y Diana Ross se conocen en una fiesta y al final van a casa de Julio y follan y…

—Que no quiero escucharlo —dice Mrs. Jared, haciendo señas a un camarero para que le rellenen la copa.

—Yo tampoco —vuelve a hablar mi madre.

—De todos modos, follan —continúa Richard—, y después Diana Ross, que se ha corrido cincuenta veces y quiere más y a Julio no se le pone dura, dice…

—He dicho que no lo quiero oír —repite mi madre.

—Dice —Richard sigue, subiendo la voz—: «Julio, tienes que metérmela otra vez. Me gusta mucho». Y Julio le contesta: «Muy bien, cariño, pero necesito dormir un poco…».

—¿Qué te ha pasado? —pregunta Mrs. Jared.

—«Pero tienes que cogerme la polla con una mano y con la otra los cojones —continúa Julio—, y dentro de media hora volvemos a follar, ¿de acuerdo?».

Richard se embala y yo quisiera que me tragase la tierra.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta Mrs. Jared, volviendo a interrumpirle.

Richard se enfada porque le interrumpe y alza más la voz y yo me hundo todavía más en la silla, suelto la servilleta y enciendo un pitillo. ¿Por qué no?

—Y Julio dice: «¿Quieres saber por qué me tienes que coger la polla con una mano y los cojones con la otra?». —Richard lo dice con expresión de fiereza en la cara.

—¿Qué te ha pasado? —Mrs. Jared mueve la cabeza y siento pena por ella, aquí sentada en este comedor, maltratada por su hijo, vestida con ese modelo espantoso que probablemente compró en Loehmann’s.

Richard se mosquea porque otra vez le han cortado el chiste y sé lo que va a pasar y no me importa con quién folla Sean esta noche, en este momento. Sólo quiero que esto se termine, y Richard, el carapijo, suelta muy alto, mirando a su madre:

—«Porque la última vez que me follé a una negra me robó la cartera». —Y luego se echa hacia atrás en el asiento, agotado, pero satisfecho. La mesa queda en silencio. Paseo la vista por el comedor y sonrío y saludo con la cabeza a una de las viejas de la mesa de enfrente. Ella me devuelve el saludo aprobadoramente; también la sonrisa.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta Mrs. Jared por cuarta vez.

—¿Qué quieres decir con qué me ha pasado? ¿En qué piensas? —pregunta Richard; luego suelta malhumorado un bufido de desprecio.

—Ya veo para qué te ha servido la universidad —dice Mrs. Jared.

Estupendo, pienso yo. ¿Han tenido que pasar tres años para que se entere? De hecho, Richard siempre ha sido un mamón malcriado. No entiendo por qué tanta sorpresa ahora. Bajo la vista a mi regazo cuando desaparece el pie. Termino mi copa y chupo un cubito de hielo, dejando arder el pitillo, sin fumarlo, en el cenicero.

—¿Crees que me ha sentado tan mal? —suelta burlón Richard.

—Obviamente nunca te deberíamos haber mandado allí —dice Mrs. Jared, y por muy carapijo que sea Richard, ella sigue siendo un putón.

—Obviamente —dice Richard, imitándola.

—Haz el favor de irte de la mesa —le pide ella.

—¿Por qué? —pregunta Richard, alzando la voz, a la defensiva.

—Haz el favor de irte de la mesa —dice ella otra vez.

—No —dice Richard, poniéndose histérico—. No me iré de la mesa.

—Te repito que te vayas de la mesa ahora mismo —dice Mrs. Jared; su voz es más tranquila pero más intensa.

Mi madre observa este intercambio en silencio, horrorizada.

—No, no, no —dice Richard, negando con la cabeza—. No me iré de esta mesa.

—Vete de la mesa —Mrs. Jared se está poniendo roja de furia.

—¡Que te den por el culo! —grita Richard.

El pianista deja de tocar y todas las conversaciones del comedor se interrumpen. Richard da una última calada a su Marlboro, se termina el Kir, y se levanta, hace una reverencia y sale lentamente del comedor, uno de sus pies sin zapato. El maître y el jefe de los camareros se acercan a nuestra mesa corriendo y preguntando si pasa algo; si por casualidad queremos la cuenta.

—Todo va perfectamente —dice Mrs. Jared, y de hecho sonríe—. Lo siento muchísimo.

—¿Está usted segura? —El maître me mira desconfiado como si fuera yo el gemelo de Richard.

—Naturalmente —dice Mrs. Jared—. Mi hijo no se encuentra bien. Últimamente ha tenido muchas presiones… ya sabe usted… los exámenes mensuales.

¿Exámenes mensuales en Sarah Lawrence? Miro a mi madre, que hace como que no se entera.

El camarero y el maître se miran uno a otro durante un momento como si no estuvieran seguros de qué han de hacer, y cuando vuelven a mirar a Mrs. Jared ésta dice:

—Quisiera otro vodka «Collins». Eve, ¿a ti te apetece algo?

—Sí —dice mi madre, desconcertada, moviendo la cabeza lentamente, horrorizada por la salida de Richard. Me pregunto si me acostaré con él esta noche—. No, mejor no —dice—. Bueno, sí.

Mi madre sigue confundida y me mira. ¿Para qué? ¿Busca ayuda?

—Tráigale otro —digo yo encogiéndome de hombros.

El maître asiente y se aleja, hablando con el camarero. El pianista vuelve a tocar, flojito, inseguro. Algunas de las personas que miraban, por fin apartan la vista. Cuando bajo la vista a mi regazo me fijo que casi he conseguido partir la servilleta en dos.

Al cabo de un rato mi madre dice:

—Creo que mi próximo coche lo querré azul. Azul oscuro.

Nadie dice nada hasta que llegan las copas.

—¿Tú qué opinas, Paul? —me pregunta.

Cierro los ojos y digo:

—Azul.

SEAN Lauren Hynde estaba en la escalera con unas amigas. Sostenía un vaso de ponche que le había servido de un cubo de basura aquella chica gorda que estaba casi desnuda. Lauren también llevaba toga (probablemente porque yo lo había mencionado esa tarde) e iba muy escotada, y tenía los hombros morenos y suaves y yo me empalmé al ver tanta piel. De repente me pregunté si no sería bollera. Allí, con Tony, mirándola, viendo su espalda, sus piernas, su cara, su pelo, y que hablaba con otras chicas —feas, sin personalidad, comparadas con ella—, casi me deja fuera de combate. Tony me seguía hablando de su nueva escultura y no tenía ni idea de que yo miraba a la chica. Estaba en calzoncillos y tenía una manta atada a la espalda. Yo seguía mirando a Lauren y ella lo sabía, pero no podrá devolverme la mirada, aunque yo estaba al pie de la escalera, justo debajo de ella. En todas las paredes había pegadas fotos desplegables de revistas porno, y estaban proyectando una película en el techo de la sala de estar, encima de la pista de baile, pero las chicas que salían eran gordas y demasiado pálidas y no resultaban sexy ni nada.

Acabamos encontrándonos en el cuarto de baño. Getch estaba allí, apoyado en el lavabo, había tomado XTC y creo que ella también, y Getch nos presentó pero dijimos que ya nos conocíamos, pero sólo «más o menos», añadió ella. Fui a traerle más ponche aunque me fastidiaba dejarla sola en el cuarto de baño con Getch («pero a lo mejor Getch era gay», pensaba yo) y volví y Getch se había ido y ella se miraba al espejo y yo me miré también, hasta que se volvió y me sonrió. Hablamos y le dije que me gustaban los cuadros suyos que había visto en la galería al final del primer trimestre (suponía) y ella dijo:

—Muy amable.

En realidad yo no había visto esos cuadros pero, qué coño, quería acostarme con ella.

Luego volvimos a la sala de estar y ella quería bailar, pero yo no bailo bien, así que estuve mirando cómo bailaba al compás de una canción titulada «Amor de la gente vulgar», pero luego me puse nervioso pensando que algún mamón podría ponerse a bailar con ella, conque cuando empezó «El amor nos separará», de Joy Division, empecé a moverme. Pero no era la versión de Joy Division, sino la de otros que la habían hecho pop y destrozado, pero de todos modos bailé porque estábamos coqueteando como locos y ella era tan guapa que no conseguía entender por qué no me la había follado antes. Me estaba calentando demasiado para seguir en la fiesta, y no se me ocurría el modo de irnos. Pero en el momento adecuado un maricón de arte dramático empezó a hacer el loco y se puso a bailar frenético en calzoncillos cuando empezó a sonar «Bailando conmigo mismo», haciéndose dueño de toda la pista. Yo veía que Lauren le miraba; aplaudía y estaba borracha y sudaba y le di un pitillo cuando Tim y Tony me dijeron que habían meado en una botella de Heineken y se la querían dar a Deidre para que bebiera, estaba tan borracha que ni se iba a enterar. Me deshice de ellos después de que me agitaran la botella delante de la cara. No podría decir si Lauren les había oído porque seguía mirando a aquel idiota esquelético que daba saltos por toda la sala. Todos los de la fiesta gritaban y aplaudían y bailaban a su alrededor, y le tiraron un plátano, y fue cuando la agarré de un brazo y corrí en dirección a la puerta, hacia el césped oscuro y frío, dejando la fiesta a nuestras espaldas.

EVE Mimi tomó dos vodkas Collins más y cuando los tres dejamos el comedor y fuimos a coger el ascensor para subir, se cayó encima del ascensorista y casi se desmaya. La llevé a la habitación; allí se tomó un Valium y se acostó. Paul entró en la otra habitación. Me quedé sentada en la cama viendo cómo dormía Mimi durante un rato antes de decidirme a hablar con él. Entré en su habitación. Ya se había desnudado y estaba en la cama, leyendo. Richard no estaba. La televisión estaba puesta. Alzó la vista cuando abrí la puerta. ¿Estaba enfadado? ¿No le apetecía venir a Boston? ¿No le apetecía venir a verme? En aquel momento me sentí muy vieja y me di lástima. Lo que le tenía que decir no se lo podía decir en la habitación de un hotel y por fin le hablé:

—¿Por qué no te vistes?

—¿Por qué?

—Pensé que a lo mejor podíamos bajar a tomar una copa —sugerí como quien no quiere la cosa.

—¿Para qué? —preguntó.

—Quiero hablar contigo de algo —le dije.

—¿Y por qué no aquí?

—Vamos abajo —le dije, y fui a coger el bolso.

Se puso unos vaqueros y un jersey gris, y un abrigo de lana negro que no reconocí, que no le había comprado yo. Se reunió conmigo en el vestíbulo.

Bajamos al bar y el portero se nos acercó y miró a Paul de arriba abajo.

—Sí, somos dos —dije yo.

—Me temo que hay unas normas… —dijo el portero sonriendo.

—¿Sí? —dije yo.

—Este joven no va vestido según esas normas —dijo el portero sin dejar de sonreír.

—¿Dónde dice que hay esas normas? —pregunté.

El portero estaba resplandeciente. Sin dejar de sonreír se dirigió a un cartel blanco y señaló las letras azules. Primero: «No está permitida la entrada en pantalones vaqueros», y luego: «Se exige corbata». Tenía dolor de cabeza.

—Déjalo, mamá —dijo Paul—. Vamos a otro sitio.

—Nos alojamos en este hotel —dije yo.

—Sí, me hago cargo —explicó el portero—. Pero eso se refiere a todos.

Abrí el bolso.

—¿Quieren reservar mesa para después? —preguntó el portero.

—Mi hijo va perfectamente vestido —dije, tendiéndole un billete de veinte dólares al portero—. Busque una mesa por ahí detrás —dije, cansada.

El portero cogió rápidamente el billete y dijo:

—En seguida, quizá haya una mesa al fondo, un sitio discreto.

—Perfecto —dije.

Nos sentó a una mesa terriblemente pequeña, casi a oscuras, del fondo, lejos de la abarrotada barra, pero estaba demasiado cansada para quejarme y me limité a pedir dos Kirs de champán. Paul trató de encender un pitillo disimuladamente y de pronto me pareció tan guapo allí sentado, con la luz destacándole las facciones, su pelo rubio y abundante peinado hacia atrás, su rostro delgado, la nariz tan aristocrática y fina, que me apeteció abrazarle, tener algún tipo de contacto físico, pero todo lo que dije fue:

—Cariño, me gustaría que no fumases.

—Lo siento, madre —dijo él—, pero necesito un pitillo. Mucho.

Me callé y el camarero trajo los Kirs. Centré toda mi atención en cómo el camarero abría con rapidez y soltura cada media botella de Taittinger y servía las copas, finas y alargadas. Y en lo bonito que resultaba el champán al disolver lentamente el casis morado que había en el fondo de cada copa. Paul se cruzó de piernas y trató de mirarme en cuanto el camarero se fue.

—¿Sabes? Tu padre y yo vinimos aquí por primera vez hace diecisiete años por nuestro quinto aniversario. Era en diciembre y nevaba y pedíamos esto —le conté tranquilamente, cogiendo la copa, saboreándola.

Paul probó la suya y pareció relajarse.

No conseguí decir nada durante un buen rato. Terminé lo que quedaba en la copa y serví el resto del champán de la botella, pequeña y verde, de Taittinger. Volví a beber y luego le pregunté por Richard.

—¿Qué le habrá pasado esta noche? —dije forzando una conversación.

—Los exámenes mensuales —dijo Paul en son de burla, y luego—: No lo sé.

—Su madre dice que tiene una nueva novia —apunté.

De repente me pareció que Paul se ponía muy agresivo.

—Pero mamá, si Richard es bi.

—¿Bi qué? —pregunté.

—Bi —dijo él, alzando los brazos como para describir aquel estado—. Ya sabes. Bi.

—¿Bilingüe? —pregunté, confusa. Estaba cansada y necesitaba dormir.

—Bisexual —dijo él, y miró su copa.

—¡Oh! —dije yo.

Me gusta mucho mi hijo. Estábamos juntos en el bar y estaba siendo educado y me apetecía cogerle la mano, pero respiré a fondo y solté el aire. Apenas había luz donde nos habían sentado. Me toqué el pelo y luego miré a Paul. Y durante un breve momento me pareció como si nunca hubiera conocido a aquel niño. Allí sentado, el rostro plácido, inexpresivo: me resultaba un enigma.

—Tu padre y yo nos vamos a divorciar —dije.

—¿Por qué? —preguntó Paul, al cabo de un rato.

—Porque… —me atasqué. Luego dije—: Ya no nos queremos.

Paul no dijo nada.

—Tu padre y yo llevamos viviendo separados desde que te fuiste a la universidad —le expliqué.

—¿Y ahora dónde vive él? —preguntó Paul.

—En la ciudad.

—¡Oh! —dijo Paul.

—¿Estás molesto? —pregunté. Creí que me iba a echar a llorar pero se me pasó.

Paul tomó otro sorbo y separó las piernas.

—¿Molesto? —preguntó—. No. Sabía que antes o después iba a suceder. —Sonrió como si recordara algo secreto y divertido y eso me entristeció, y todo lo que conseguí decir fue:

—Firmaremos los documentos el miércoles que viene por la tarde.

Y entonces me pregunté por qué le había contado esto, por qué le había dado este detalle, esta información. Me pregunté adónde iría Paul el próximo miércoles por la tarde. ¿Comería con ese amigo suyo, Michael? Y me entraron muchísimas ganas de saber qué hacía en el college; si era conocido, si iba a fiestas, con quién se acostaba. Me pregunté si todavía seguiría viendo a aquella chica de Cairo. ¿O era Connecticut? La había mencionado a principios de año. Lamentaba haberle hecho venir a Boston a pasar el fin de semana. Y podría habérselo contado en la habitación. Estar en el bar o no daba igual.

—¿Qué opinas? —pregunté a mi hijo.

—¿Importa? —dijo él.

—No —dije yo—. En realidad, no.

—¿Era esto de lo que me querías hablar?

—Sí. —Me acabé el champán. Ya no quedaba más que hacer.

—¿Hay algo más? —preguntó.

—¿Algo más? —pregunté yo.

—Sí —dijo él.

—Creo que no.

—Muy bien. —Apagó el cigarrillo y no encendió otro.

STUART No sé lo que me ha entrado pero voy a la Fiesta de Disfraces para Follar en calzoncillos, pensando que mi cuerpo está muy bien, pensando que quiero atraer la atención de Paul Denton. Así que me meto unas líneas de coca con Jenkins y me emborracho demasiado con aquel ponche dulzón y cuando suena Billy Idol enloquezco y monto el número. A todos los de la fiesta les encanta y forman corro y yo estoy en el centro dando vueltas y saltos, esperando que Denton me esté mirando. Después le busco con la vista, pero me encuentro un poco mareado por culpa del baile, la borrachera, la coca. Los de los cursos de danza se me acercan, y se lo pasan la mar de bien. Aunque, claro, no lo encuentro. No estaba en ninguna parte. Probablemente pensó que no quedaba bien venir a una fiesta así. Pero ¿quién no viene a la Fiesta de Disfraces para Follar, aparte de esos tipos tan raros de clásicas? (Probablemente anden por ahí crucificando campesinos y realizando ritos paganos). Terminé volviendo a casa solo. No del todo: estuve charlando un rato con Denis, pero me quedé dormido como me ocurre los viernes por la noche: sin follar.

MARY Es la hora de la fiesta y ella está preparada. La fiesta ha empezado y es fantástica, y ella, que se ha vestido con tanto cuidado trata de evitar la sala de estar y la pista de baile porque si se mezcla con la gente cree que nunca te verá, o nunca la verás. Por eso tiene tantísimo cuidado cuando recorre la fiesta buscándote. Entra en la sala de estar de esta residencia, este túmulo de la destrucción, y se oyen canciones que adora: las bailan, sudorosos cautivos de embrujo de la sala. Le sorprende desagradablemente ver que tantos hayan decidido envolverse en blancas sábanas. Está tan oscuro que sólo distingue la palidez de los cuerpos desnudos, una cámara, un equipo de vídeo en una esquina captando imágenes de esta noche. Otras imágenes, menos gráficas, titilan encima de ellos, en la parte de arriba de las paredes. Bajo el techo, un chico muy delgado baila entusiasmado en el círculo que forman esos mismos cautivos sudorosos. Por todas partes se ven personas desnudas pero, extrañamente, o puede que no tan extrañamente, no resultan eróticas, y ella pasa a su lado, recorre el túmulo viviente, y llega a la zona donde una chica tan gorda que le provoca risa sirve un brebaje rosado que saca de un recipiente cilíndrico gris, y sigue sin verte. Busca en rincones y cuartos de baño, encuentra a parejas jodiendo en la hierba bajo la luna de octubre. Busca en los cuartos de baño de arriba, en los dormitorios, atraviesa el vestíbulo, va incluso a la cocina, ¡por el amor de Dios!, pero no te ve hasta que vuelve a encontrarse bajo las luces azules de la sala de estar ahora iluminada. El destino quiere que estés bailando con una chica muy guapa, a la que no conoce, pero que no cree que te guste, pero la música está demasiado alta para sentir nada excepto que tú te entregarás a ella. Se queda junto a una caja negra más alta que ella de donde sale música, con un vaso del brebaje rosado, y adora el modo en que echas la cabeza hacia atrás al moverte tratando de seguir el ritmo (no bailas bien) y la canción termina, y empieza otra y aquello carece de cualquier sentido. Te sigue fuera de la sala, miras a la chica que está contigo y decides cogerla del brazo y las luces hacen resplandecer tu camisa bajo la chaqueta que te quitas y ella te sigue hasta la luz de la puerta y dice… «Hola»… y no vuelve a sentirse dolida y destrozada, pues la música está tan alta que tú no la puedes oír, ni siquiera ver, y coges a la otra de la mano y os vais los dos. Le has sonreído, piensa ella, a la otra. Pero para entonces ella está escondida en una esquina de la sala, encima de la alfombra enrollada. La sala es una masa azul oscuro que se mueve con las canciones y ella sigue en silencio y era hora de tomar una decisión. ¿Qué puede hacer? ¿Podría acercarse a ti y hablarte sin que pienses que es una loca maníaca enamorada? No, Puede que ni siquiera eso; pues se acabó. Y ella no estará contigo. Así de fácil. Pero tu sonrisa es como un eco, aunque sea demasiado tarde. Ella se queda en la esquina, esperando, oyendo la música, una música que no le dice nada, que ni siquiera le ofrece la clave de lo que debe hacer, sólo suena muy alta. No se mueve, y al dejar el rincón, sola, tropieza con un chico que se ha afeitado la cabeza y pega su lengua a la de ella, en broma, gritando orgíaenboothorgíaenbooth, pero ella no le escucha. Su cara, todavía caliente pero paralizada por el rechazo, está mirando al suelo: se acabó. Es el momento. El calvo se ríe de ella. Ella se aleja, hacia el fin del mundo, y mira las luces del pueblo. No habrá más notas.

LAUREN Una bombilla. Estoy mirando la bombilla de encima de la cabeza de Sean. Estamos en Fels, en el apartamento de Lila y de Gina, dos lesbianas del seminario de poesía que conocí hace poco. De hecho, Gina me dijo de modo estrictamente confidencial que tomaba la píldora, «sólo por si acaso». ¿Significa eso que es técnicamente lesbiana? Lila, por otra parte, me confió que le preocupa que Gina la deje pues este trimestre es «in» acostarse con mujeres. ¿Qué puedes decirles? Bueno, ¿qué pasará el próximo trimestre? De hecho, ¿qué va a pasar el trimestre que viene? Miras a Sean también, miras cómo lía un porro y lo hace con maña lo que me lleva a desear acostarme con él menos, pero ¿qué importa?, Jaime contestó al teléfono, ¿o no?, y es viernes, y será él o ese chico francés. Tiene unas manos bonitas: limpias y de dedos largos y maneja la yerba con delicadeza y de repente me apetece tocarme los pechos. No sé por qué pienso eso, pero lo hago. No es exactamente guapo, pero es pasable: pelo claro peinado hacia atrás, rasgos más bien pequeños (¿se parece un poco a un ratón?), puede que demasiado bajo, puede que demasiado delgado. No, no es guapo, sólo vagamente de Long Island. Pero supone una gran mejora con respecto a ese editor iraní que tomaba Kirs que conocí en casa de Vittorio la última fiesta y que me dijo que yo iba a ser la próxima Madonna. Después de decirle que yo era poeta, dijo que se refería a Marianne Moore.

—Entonces, ¿quién nos va a ayudar a poner una bomba en la sala de pesas? —pregunta Gina. Gina es parte de la «vieja guardia» de Camden y la instalación de la sala de pesas y tener un monitor de aerobic la ponen furiosa (aunque quiera acostarse con el monitor de aerobic que, en mi opinión, ni siquiera tiene un cuerpo tan bonito).

—Lila está indignada —me cuenta.

Lila asiente y apoya la cabeza en el libro de Kathy Acker que estaba leyendo.

—Mal viaje —digo, suspirando. Miro la foto de Mapplethorpe de Susan Sontag clavada con chinchetas encima del lavabo y me río tontamente.

Sean se ríe y levanta la vista de los porros como si hubiera dicho algo brillante y no es divertido pero como él se ríe yo también me río.

—A Tim le gusta —dice.

—Podemos matarle y decir que es arte —dice Lila. ¿Cómo conoce Lila a Tim?, me pregunto. ¿Se acostará Tim con lesbianas? Estoy borracha.

Todavía tengo en la mano un vaso del ponche rosa y se me ocurre que estoy tan borracha que no me voy a poder levantar.

Le digo a Lila:

—No te deprimas.

—La depresión ya es algo —dice Lila.

No puedo discutir con ella conque encendemos el primer porro. Lila se levanta. Pone un disco de Kate Bush y baila por la habitación.

—La verdad es que este sitio ha cambiado. —Alguien me pasa el porro. Paseo la vista por el apartamento de acuerdo con quien dijo eso Stephanie Myers y Susan Goldman y Amanda Taylor vivían aquí cuando yo iba a primero. Es diferente.

—Los setenta nunca terminan. —Es Sean, el filósofo Bateman, esta vez. Valiente estupidez, pienso. Qué estupidez tan tremenda. Me sonríe y cree haber dicho algo profundo. Me encuentro mal. Quiero que quiten la música.

—Me pregunto si todos pasan por este infierno en el college —reflexiona Lila, bailando al lado de mi butaca, mirándome como distraída. ¿Me apetece acostarme con otra chica? No.

—No te preocupes, guapa —dice Gina—. No estamos en Williams.

No estamos en Williams. Eso es seguro. Fumamos más yerba. Por algún motivo Sean no mira a Gina. Lila se sienta y suspira y deja de hojear el libro de Kathy Acker. Vete a Europa si no te gusta esto, pienso. Victor, pienso.

—Louis Farrakhan iba a venir de visita pero los de primero y los de segundo del consejo de estudiantes votaron en contra —dice Sean—. ¿No es increíble? —Así que además es políticamente consciente. Todavía peor. Fuma algo de yerba; alguien incluso saca una pipa. La agarra igual que Victor. Le miro, entre náuseas, pero hay demasiado humo y Kate Bush resulta muy chillona y no se da cuenta—. Quieren que vuelva a diseñar el escudo del college —añade.

—¿Por qué? —me encuentro preguntando.

—No es bastante años ochenta —sugiere Lila.

—Probablemente pondrán luces de neón. O lo hará Keith Haring, o Kenny Scharf —dice Gina con asco.

—O Schnabel. Montones de platos rotos, sucios —dice Lila—. «Bienvenidos al Camden College; nunca os aburriréis».

—¿Y qué tal si Fischl diseñara el nuevo? Montones de gente de la jet set, todos muy elegantes, todos desnudos y muy nihilistas y con montones de perros y peces —apunta asqueada Lila—. ¿Moderno? ¿No?

—Voy a rediseñarlo yo —dice Gina—. El dinero siempre gana. Compraré un gramo.

¿Qué dinero?, pienso. Me he perdido algo. ¿Ya estoy fuera de combate?

La yerba es buena pero tengo que encender un pitillo para mantenerme despierta y entre corte y corte del disco todos oímos que alguien de la fiesta de la puerta de al lado grita:

—Esto es fálico. —Y nos miramos unos a otros muy pirados y cortados y recuerdo haber visto a Judy llorando en un descansillo del piso de arriba durante la fiesta, y Franklin la trataba de consolar, Franklin que me miraba cuando me iba con Sean.

Ahora lo inevitable.

Estamos en su cuarto y me toca una canción con su guitarra. «Eres demasiado estupenda para ser verdad», y me pongo a llorar sólo porque no puedo evitar el pensar en Victor y él se interrumpe y me besa y terminamos yendo a la cama. Pienso: ¿qué pasaría si ahora vuelvo a mi cuarto y encuentro una nota en la puerta diciendo que llamó Victor? ¿Qué pasaría sí encuentro esa nota? Que haya llamado o no, no importa. Sólo que haya esa nota, sólo ver una V. Si por lo menos hubiera algo. Podría durarme una semana. Me puse el diafragma en el apartamento de Gina y de Lila de modo que no habrá olvidos de borracha por mi parte. Ni tendré que correr al cuarto de baño en medio de todo.

Sean me folla. No está tan mal. Respiro aliviada.

SEAN Volvimos andando muy despacio a mi dormitorio (ella me seguía como si supiera que esto iba a pasar, demasiado impaciente para hablar), pasamos junto a la fiesta que todavía seguía, atravesamos el Área Común, y subimos. Estaba tan excitado que no conseguía dejar de temblar, y se me cayó la llave al tratar de abrir la puerta. Se sentó en la cama y se apoyó en la pared, con los ojos cerrados. Enchufé la Fender y le toqué una canción que había compuesto yo y luego seguí con «Eres demasiado estupenda para ser verdad», y la toqué a media voz y canté muy despacio y estaba tan emocionada que se puso a llorar y dejé de tocar y me arrodillé delante de la cama y le toqué el cuello, pero no me miraba; puede que fuera la yerba que fumamos con las bolleras que querían volar la sala de pesas, o a lo mejor el XTC que estoy casi seguro de que ella había tomado; puede que hasta fuera porque estaba enamorada de mí. Cuando le alcé la cabeza sus ojos mostraban tal gratitud que… entonces él tuvo que besarla rápidamente en los labios… se empalmó en cuanto ella le devolvió los besos, todavía llorando, su cara muy suave, y empezó a quitarle la toga pero hubo una interrupción que él, extrañamente, agradeció. Tim entró sin llamar y preguntó si tenía una hoja de afeitar, le dio una y Tim no se disculpó por interrumpirles porque estaba ciego de coca y luego él se aseguró de echar la llave a la puerta después de que Tim se fuera. Pero extrañamente todavía no estaba excitado. Se volvió hacia ella, y apagó el amplificador.

Ella ya había empezado a quitarse la toga y excepto las bragas no llevaba nada debajo. Su cuerpo parecía el de una chica mucho más joven. Sus pechos eran pequeños pero duros, aunque sus pezones no se ponían duros, ni siquiera después de que él se los tocara y luego besara y chupara. La ayudó a quitarse las bragas, también vio que tenía un coño pequeño, y el vello púbico claro y escaso. Empujó fuertemente y luego flojo, pero no sentía nada. Ella ni siquiera estaba húmeda, aunque gemía un poquito. Él la tenía tiesa, pero seguía sin excitarse (se la había llevado a la cama, lo que estaba casi mejor que lo que viene después, pero nunca lo admitiría…). Faltaba algo. Él no sabía qué. Confundido, siguió follándosela, y antes de correrse, pensó: no me acuerdo de la última vez que hice el amor estando sobrio…

PAUL Estoy sentado solo en una butaca en mi habitación, delante de la tele, tomando una cerveza que pedí al servicio de habitaciones, viendo los vídeos del viernes por la noche. Ponen uno de Huey Lewis and the News. Huey Lewis llega a una fiesta y parece desconcertado. Huey Lewis me recuerda a Sean. Huey Lewis también me recuerda al profesor de gimnasia del instituto. Sean no me recuerda al profesor de gimnasia del instituto. Richard abre la puerta, todavía con el smoking que llevaba durante la cena, y se sienta en una de las camas y todo lo que dice es:

—He perdido las gafas de sol.

Sigo mirando a Huey Lewis, que no encuentra modo de salir de la fiesta. Lleva de la mano a una rubia y no encuentran la salida. En una aparece un tren que se les echa encima, en otra hay un vampiro, pero ninguna es la de salida. Qué simbólico.

—¿Tienes coca? —pregunta Richard.

Me enfado y aprieto la botella de Heineken con más fuerza. No digo nada.

—En Sarah Lawrence siempre hay mucha coca —dice.

Termina el vídeo y empieza otro, pero no es un vídeo, es un anuncio de jabón y lo observo atentamente.

—¿Pasa algo? —pregunta Richard.

—No lo sé —digo yo—. ¿Pasa algo?

—¿Conmigo?

—Eso parece. ¿Con quién si no, idiota?

—No lo sé —dice Richard—. Me largué.

—Te largaste —repito.

—A un bar —suspira.

—¿Lo pasaste bien? —pregunto.

—¿Estaría aquí contigo si lo hubiera pasado bien? —dice.

Su brusco intento de cortar la conversación me irrita más que si se tratara de un auténtico… ¿qué? ¿Reproche?

—¿Estás borracho? —le pregunto, deseando vagamente que lo estuviera.

—Ya me gustaría —se lamenta.

—No me digas —suelto.

—Sí —vuelve a quejarse, tumbándose en la cama.

—Vaya número que montaste en la cena —digo.

Vemos otro vídeo o puede que sea otro anuncio, no lo puedo asegurar, y entonces él dice:

—Me toca los cojones. —Al cabo de un momento, pregunta, mirando el tabique que separa las habitaciones—: ¿Están dormidas?

—Sí —asiento.

—Fui al cine —admite.

—Me da igual —digo.

—Una mierda —dice.

Se levanta y va al radiocasete y pone una cinta; suena una música punk fortísima y doy un salto y él hace una mueca y baja el volumen; luego se pone a canturrear y se sienta en una butaca a mi lado.

—¿Qué estás viendo? —pregunta. En la mano tiene la botella de Jack Daniel’s que ha reaparecido mágicamente y me la ofrece después de destaparla. Hago que no con la cabeza y la aparto.

—Vídeos —digo.

Me mira, luego se levanta y mira por la ventana; está en ese estado nervioso de antes de follar que le es característico.

—Volví porque empezó a llover.

Le oigo encender un pitillo. Cierro los ojos y me recuesto en la butaca, y recuerdo una tarde que llovía, sentado en el Área Común con Sean, los dos con resaca, compartiendo un plato de patatas fritas que conseguimos en el bar porque habíamos llegado tarde al almuerzo. Siempre nos perdíamos el almuerzo. Siempre llovía.

—¿Te acuerdas de aquellos fines de semana en Saugatuck y en Mackinac Island? —pregunta.

—No. Sólo me acuerdo de aquellos infernales fines de semana en el lago Winnebago. De hecho, nunca he estado en Mackinaw Island —respondo.

—Mackinac —dice.

—Naw —digo yo.

—Te estás poniendo pesado, Paul —me dice suavemente.

—Pégame un tiro.

—Bueno, de todos modos, ¿te acuerdas de que los Thomas también venían siempre? —pregunta—. ¿Recuerdas a Brad Thomas? Guapo pero un completo estúpido.

—¿Un completo estúpido? —pregunto—. ¿Brad? ¿Brad el de latín?

—No, Brad el de Fenwick —dice.

—No recuerdo a Brad Thomas —digo, aunque fui a Fenwick con Brad y Richard. De hecho tuve una aventura con Brad. ¿O fue con Bill?

—¿Te acuerdas de aquel cuatro de julio en que mi padre nos emborrachó a ti y a Kirk y a mí en el barco y a mi madre le dio un ataque? Estábamos escuchando los 40 Principales en la radio y alguien se cayó al agua —dice—. ¿Te acuerdas de eso?

—¿Un cuatro de julio? ¿En un barco? —pregunto. De repente me pregunto dónde estará mi padre esta noche, y me sorprende algo que eso no me deprima porque recuerdo el barco de mi padre, y recuerdo haber visto a Brad desnudo, pero no recuerdo que nadie hubiera caído al agua, y estoy demasiado cansado para acercarme a Richard conque me recuesto en la butaca y le digo:

—Lo recuerdo. ¿Cuál es la cuestión?

—Echo de menos aquellos días —dice Richard.

—Eres un imbécil —digo.

—¿Qué pasó? —pregunta, apartándose de la ventana.

Vamos a ver. Tu padre dejó a tu madre por otra mujer y Mr. Thomas, si no recuerdo mal, murió de un ataque al corazón jugando al polo, y tú te hiciste drogadicto y fuiste al college y yo lo mismo y fui a Camden, donde ya no soy drogadicto en comparación con antes. Como tengo que decir algo, repito:

—Eres un imbécil.

—Supongo que nos hemos hecho mayores —dice tristemente.

—Sí, mayores —digo yo.

Se vuelve a sentar junto a mí en la otra butaca.

—Odio el college.

—¿No es un poco tarde para quejarse? —pregunto.

Me ignora y repite:

—Lo odio.

—Los dos primeros años son malos.

—¿Y los demás no? —Me mira muy serio esperando una respuesta.

—Te acostumbras —digo al cabo de un rato.

Miramos la televisión. Más anuncios que parecen vídeos. Más vídeos.

—Me apetece follar con Billy Idol —dice distraído.

—¿Sí? —Bostezo.

—También me apetece follar contigo —dice con la misma voz.

—Creo que estoy bien acompañado. —Sus comentarios hacen que me apetezca tomar un trago de la botella de Jack Daniel’s. Lo hago. Sabe bien. Le devuelvo la botella.

—Deja de coquetear —dice él riendo—. No sabes hacerlo.

—No estoy coqueteando, Richard —me quejo, ofendido de que crea que me apetece.

Me agarra de la muñeca y dice:

—Siempre coqueteas.

—Richard, no sé de qué estás hablando —digo, soltándome y mirándole con expresión de burla; luego vuelvo a la televisión.

Otro vídeo se convierte en anuncio y luego un trueno muy fuerte nos hace callar.

—Llueve fuerte de verdad —digo.

—¿Sales con alguien? —pregunta—. Quiero decir en el college.

—Con uno de primero. Es del Sur y tiene una moto. No lo puedo explicar —digo esto y entonces me doy cuenta de que es una descripción bastante exacta de Sean y que le hace menos atractivo de lo que parecía. Porque, ¿qué más se puede decir de él? Durante un minuto no consigo recordar su nombre, ni siquiera cómo es—. ¿Y tú? —digo ahogadamente, temiendo la respuesta.

—¿Yo? —pregunta él. Vaya sentido del humor.

—¿Has «conocido» a alguien? —replanteo la pregunta.

—¿Sí he «conocido» a alguien? —pregunta.

—¿Con quién follas? ¿Te parece mejor? Bueno, en realidad no lo quiero saber. Sólo se trata de hablar de algo.

—Por Dios —suspira él—. Con un chico de Brown. Estudia semiótica. Creo que eso es el estudio del lavado o algo así. De todos modos, es de mi grupo. Le veo los fines de semana, ya sabes.

—¿Y con quién más? —pregunto—. ¿Nadie del college?

—Bueno, un chico de California, de Encino, que se llama Jaime. Procede de la Universidad de California. Rubio, judío. También es de mi grupo.

—Eso es mentira —tengo que decir.

—¿Cómo? —Parece confuso, asombrado—. ¿Qué quieres decir?

—Siempre dices que sales con alguien de tu «grupo». ¿Qué es eso de tu «grupo»? —pregunto, y me doy cuenta de que toda la conversación ha sido un susurro.

—Cállate, estás completamente loco —dice, enfadado conmigo.

Vemos más televisión y oímos la música del casete al mismo tiempo y nos terminamos la botella de Jack Daniel’s. Después de fumarnos todos los pitillos de la habitación, por fin pregunta:

—¿Cómo va lo tuyo?

Yo digo:

—Bueno, no va.

Se echa hacia adelante y mira por la ventana. Richard tiene un cuerpo estupendo.

Cojo la botella y toso al tragar lo último que queda.

Richard dice:

—Uno sabe que las cosas van mal cuando ve llover por la noche.

Nos quedamos tranquilos durante un momento y me mira y me río.

—¿Qué te parece tan divertido? —pregunta, sonriendo.

—«Uno sabe que las cosas van mal cuando ve llover por la noche». ¿Qué es eso? ¿Una jodida canción de Bonnie Tyler?

El alcohol me ha sentado bien y él se me acerca, también riendo, y el aliento le huele a alcohol y al principio me besa con fuerza y yo le aparto un poco y me parece oír que abren y cierran una puerta en alguna parte y no me importa sí es Mrs. Jared o mi madre, borrachas, dormidas por el Nembutal, en camisón, y aunque no me apetece, nos desnudamos uno al otro y me acuesto con Richard. Después, poco antes de amanecer, sin decir adiós a nadie, recojo tranquilamente mis cosas y me dirijo a la estación de autobuses bajo la lluvia, y cojo el primer autobús para Camden.

MARY Estoy estirada en agua caliente, en la bañera, en Sawtell. Hago esto porque sé que nunca lo tendré. Paso la cuchilla con fuerza por la piel, debajo del agua, y la carne se corta con facilidad y la sangre me sale a chorros, literalmente a chorros, del brazo. Me corto la otra muñeca y el agua se pone color de rosa. Cuando alzo el brazo, por encima del agua, la sangre brota con fuerza y tengo que volver a bajar la muñeca para no salpicarme. Me siento, sólo me hago un corte en el tobillo porque me siento débil y me tumbo de nuevo. El agua se pone roja y entonces empiezo a soñar y entonces no estoy segura de si esto es lo que debía hacer. Oigo música que llega de otro edificio y trato de cantar pero, como de costumbre, me encuentro intentando llegar al final antes de que el final llegue de verdad. A lo mejor debí de haber seguido otro camino. El que aquel hombrecillo de la estación de servicio de Phoenix me aconsejó. No queda tiempo. Dios mío mi salvador de nada.

LAUREN Ahora todo está en silencio. Estoy junto a la ventana del cuarto de Sean. Casi ha amanecido, pero todavía está oscuro. Es raro, desde luego, y puede que me lo esté imaginando, pero estoy segura de que oigo el aria de La Wally viniendo de algún sitio, no más allá del césped pues la fiesta ha terminado, a lo mejor de alguna habitación de este edificio. Estoy envuelta en la toga y de vez en cuando le miro y veo cómo duerme a la luz azul del despertador digital. Ya no estoy cansada. Fumo un pitillo. Una silueta se mueve en otra ventana, en otro edificio enfrente de éste. En alguna parte se rompe una botella. El aria continúa, toma cuerpo, seguida de gritos y de una ventana que se cierra. Luego silencio otra vez. Pero pronto lo rompen risas del cuarto de al lado: los amigos de Sean drogándose. Estoy sorprendentemente tranquila, en paz en el extraño limbo entre la sobriedad y el desfondamiento completo. Esta noche una tenue neblina iluminada por la luna, una luna llena, cubre el campus. La silueta sigue en la ventana. Se le une otra. La primera se va. Entonces veo el cuarto de Paul, bueno, sí sigue viviendo en Leigh. El cuarto está a oscuras y me pregunto con quién estará esta noche. Me toco el pecho, luego, avergonzada, retiro la mano. Me pregunto qué no funcionó con aquel chico. ¿Qué pasó la última vez que estuvimos juntos? No consigo recordarlo. El trimestre pasado. No… aquella noche, en septiembre. A principios de este trimestre. Se fue tres días con Mitchell a la casa de los padres de Mitchell en Cabo Cod, pero dijo que iba a Nueva York a ver a los suyos: entonces ¿quién te contó eso? ¿Fue Roxanne porque no había visto a Mitchell? A lo mejor fue otra persona. Pero yo seguía muriéndome de ganas de que volviera. Pongo el pitillo en el quicio de la ventana y vuelvo a mirar a Sean que ahora está hecho un ovillo, ¿en qué estará soñando? Se tapa la cabeza con la manta.

PAUL Mi falta de confianza en él me asombra pero no lo puedo evitar: Sean no me gusta. Cuando salimos de Boston no va nadie más en el autobús y tampoco suben demasiadas personas en las diversas paradas del camino. La mayor parte del tiempo sólo vamos yo y una pareja. Me pregunto estúpidamente qué dirá mi madre de esta brusca marcha. ¿Se tomará un Nembutal? ¿Llorará? ¿Coqueteará con los botones del hotel? Richard probablemente se habrá tranquilizado, aunque tendría que buscar plan para el sábado por la noche, y a Mrs. Jared le traerá sin cuidado —¿por qué coño me importa lo que piense ella?— Trato de dormir mientras el autobús sigue por una carretera anónima (¿la 7?, ¿la 9?, ¿la 89?, ¿la 119?) hacia Camden. Y deja de llover cerca de Lawrence, y sale el sol en Bellows.

No consigo dormir.

Correré al cuarto de Sean y ¿qué es lo que encontraré? A él en la cama con una chica en la que nunca me había fijado y con la que nunca hablé pero que reconoceré de inmediato, o a lo mejor estará cansado pero se despertará sonriendo y nos miraremos y nos tocaremos y nos estrecharemos la mano y mientras nos estrechamos las manos me atraerá a su cama y después de eso iremos en moto a ese café francés de las afueras del pueblo (imposible, Sean nunca iría). Probablemente nunca haya estado en un restaurante elegante. Sin Walkman, sin pitillos, sin revistas, ir en autobús resulta insoportable. Voy a volverme loco, todavía estoy asombrado de lo bien que resultó el sexo de la noche pasada y trato de masturbarme en el retrete del autobús pero cuando me doy cuenta de que lo estoy haciendo, y oigo el chapoteo de la mierda debajo de mí al sentarme en el retrete con la mano cogiéndome la polla, me echo a reír como un maníaco asustado.

Suben algunas personas en Newport. Se bajan algunas personas en Wolcott, y otras más suben en Winchester. Muerto de hambre, agotado, apestándome el aliento, por fin me bajo en la estación de Camden y cojo un taxi hasta el campus y cuando llego son casi las doce. Debo de haberlo soñado.

ROXANNE Encontré a la chica a la mañana siguiente cuando me desperté…

Había pasado la noche con Tim. Rupert había ido a la orgía de Booth… Pasé la noche con Norris. Todavía estaba borracha y viajando en XTC y cuando fui al cuarto de baño…

…quería ducharme, así que…

Cuando abrí la puerta tuve que echarme hacia atrás…

La chica estaba (es difícil de describir) muy azul…

…claro, perdí la cabeza y me puse a gritar…

No recuerdo haber accionado la alarma aunque parece que sí lo hice…

Tom me contó que por eso aparecieron los de Seguridad…

…Me puse a correr como una loca.

No me tranquilicé hasta que Rupert me dio un montón de Valiums…

…Norris estuvo dormido durante todo esto…

PAUL Después me veo en la avenida del College, acercándome a Wooley House, donde se celebró la Fiesta de Disfraces para Follar. El campus está muerto, dormido, aunque ya es casi mediodía, lo que significa que todos se habrán perdido el aperitivo. En Wooley están rotas casi todas las ventanas; hay sábanas hechas jirones o enrolladas como pelotas por todo el césped de delante de las ventanas, también rotas, de la sala de estar, o colgando de los árboles como globos fantasmas desinflados. Unas moscas revolotean alrededor de tres cubos de basura pegajosos que están tumbados de lado al frío sol de otoño, secándose. Hay tres personas dormidas, o muertas, dos de ellas sentadas, en la sala de estar, una de ellas desnuda, boca abajo. Vomitonas, cerveza, vino, humo de tabaco, ponche, marihuana, incluso olor a sexo, semen, sudor, mujeres, impregna la habitación, cuelga en el aire como niebla. Ni siquiera sé lo que estoy haciendo aquí pues el cuarto de Sean, la residencia donde vive, está justo enfrente del césped del Área Común (asustado, ¿verdad?) de Wooley. Todavía llevo mi bolsa —cuidando de no dejarla en el suelo— que cruje cada vez que doy un paso. Cerveza y ponche y puede que vómitos por todas partes, en charcos, formando rayas en las paredes de donde se han soltado grandes trozos de yeso. Un proyector de películas roto, medio aplastado, está en una esquina. Las colillas llenan el suelo como cucarachas blancas. En el vestíbulo hay dos personas, muertas, dormidas, una encima de otra. El edificio está increíblemente silencioso, incluso para un sábado por la mañana.

Pero entonces empiezan los gritos, gritos de chica, y se disparan las alarmas de incendios de Stokes y Windham, y huyo afuera, pasando por encima de la pareja del vestíbulo, pisando cristales de vasos, recipientes de plástico, mientras los gritos de la chica se acercan. Es esa jodida lesbiana que vive fuera del campus con Rupert Guest (el cual, me molesta admitirlo, es bastante guapo) y que está fuera de sí. Grita: «joder, joder» una y otra vez. Empiezan a aparecer en las ventanas que dan al Área Común las cabezas de los que se han despertado por los gritos. La chica se mete en otro edificio, y entonces se dispara la alarma de incendios de Booth. Miro el edificio, a la chica que grita enloquecida y vuelve a salir de allí sin saber adónde ir. En la esquina de arriba del edificio se abre la ventana de Sean y se asoma una chica con los pechos al aire: no es otra que Lauren. Luego aparece la cabeza de Sean. Pasea la vista, con la mano de visera, sin camisa. Me distingue y me saluda con la mano, gritando:

—¡Hola, Dent! —Y me quedo allí tan aturdido que no puedo reír ni devolverle el saludo con la mano.

Así que me dirijo a mi cuarto mientras las alarmas de incendios siguen sonando y paso por delante de parejas que follaron la noche pasada y miran resacosos a la chica que grita vestida con unos pantalones de boxeo y una camiseta de Pee Wee Herman. Entro en mi cuarto. Hay una nota en la puerta diciendo que llamó mi madre y otra circular del Comité de Jóvenes Republicanos. Me siento mirando la cama, preguntándome a qué me dedicaba antes de ir a Boston. Estoy algo asombrado, pero tampoco tanto como pensaba, o como sería lógico pensar. Lauren. Pues vaya.

SEAN Nos pasamos el sábado haciendo el vago. Vamos a Manchester, yo, Lauren, Judy, y el chico con el que Judy durmió, Frank, cuyo Saab nos lleva a Manchester. Entramos en la tienda de discos, compramos helados a las chicas, hablamos de hacernos con algo de éxtasis pues un chico que ha venido este fin de semana de Canadá ha traído. Nos paramos en una tienda de bebida y compramos doce latas de cerveza y una botella de vino para beber después en el caso de que no encontráramos una fiesta a la que ir o no nos metiéramos en el cine. Cenamos en un restaurante italiano que era bastante bueno y Frank pagó con su tarjeta American Express. Frank parecía tranquilo y estaba cayéndome bien, y eso que cuando le pregunté qué quería ser, me dijo con absoluta sinceridad: «Crítico de rock». ¿Se había acostado con Lauren? He oído decir que sí, pero uno nunca puede creer ni la mitad de los chismes que circulan por ahí, conque lo olvidé. Cuando pensé en que a lo mejor Lauren se había acostado con él fue en los momentos en que me ocupaba menos de lo que contaba, como que quería ir a París el próximo trimestre porque «no soportaba Norteamérica». Valiente idiota; a Lauren no le podía gustar. Seguro que no se habían acostado.

Estábamos en el restaurante italiano cuando Frank dijo eso, y Lauren ahogó una risita y bebió rápidamente un poco de vino tinto. Metí la mano bajo la mesa y le apreté el muslo, aquella maravillosa, larga, suave pierna, aquel carnoso aunque duro (quiero decir sedoso pero no mucho) muslo. Mirándola me di cuenta de que estaba tan loco por aquella chica, y tan contento de tener una novia estable con pinta decente, que me sorprendí, en aquel restaurante italiano, y en el coche de vuelta a Camden —me empalmaba sólo de pensar cómo me había besado la noche pasada— de que tuviera algo así como cuatro trabajos pendientes desde el pasado trimestre que ni siquiera había empezado a preparar, y que no me importara porque estaba con Lauren. Tampoco me molestaba demasiado que hiciera la especialidad de poesía aunque las chicas que hacen esa especialidad normalmente son imposibles de aguantar. Me preguntó qué especialidad estudiaba yo y le dije cibernética (lo que terminaría siendo verdad) sólo para impresionarla, y supongo que la cosa funcionó porque me sonrió, me miró con aquellos profundos ojos azules de largas pestañas, y dijo:

—¿De verdad?

Como no pudimos encontrar ninguna fiesta en Manchester volvimos al campus y fuimos a su cuarto. Llevaba mi pipa y una yerba muy buena, y nos colocamos. Iba a traerles la coca que había conseguido antes pero tuve miedo de que pensaran que estudiaba medicina. Nos medio tumbamos en la enorme cama de matrimonio que ocupaba muchísimo espacio en su cuarto de Canfield, hablando de gente que no nos gustaba, de clases a las que no íbamos, de lo inútiles que eran los de primero, de por qué estaría la bandera a media asta. Lauren dijo que la noche pasada se había suicidado una chica. Frank y yo nos reímos y dijimos que probablemente porque no encontró quien se la follara. Judy y Lauren se enfadaron (pero no mucho, la yerba nos había sosegado, había eliminado cualquier tensión que pudiera surgir) y dijeron que probablemente era por eso. En la radio pusieron Talking Heads, REM, New Order, el viejo Iggy Pop. Me acerqué más a ella, que encendió unas velas.

Sabía que estaba enamorada de mí, y no sólo por sus notas, a las que me negaba a referirme (¿por qué ponerla en un aprieto?), sino por el modo como me miraba. Veía, sentía por primera vez, que era la única persona a la que había conocido que no me miraba por encima. Era la primera persona que de verdad me miraba atentamente. Ese no era el aspecto más importante, sino su belleza. Era una belleza totalmente americana, el tipo de belleza que sólo se encuentra en las chicas norteamericanas, con su pelo rubio, y los pechos que sólo tienen las chicas norteamericanas. Aquel cuerpo perfectamente proporcionado, delgado pero no anoréxico. Su piel tan blanca, delicadamente puta, en contraste absoluto con sus expresiones, que siempre parecían ligeramente obscenas como si fuera mala chica, lo que todavía me excitaba más. No me importaba que su familia viviera en Park Avenue, pues ella no se mostraba paranoica y a la defensiva al respecto como inevitablemente hacen las chicas de Park Avenue. Todo lo que quería era contemplar su cara, que parecía milagrosamente compuesta, y su cuerpo, que era tan perfecto y bello como la cara, o más.

Y le dije todo esto, aquella noche, cuando los cuatro estábamos tumbados en el colchón a media luz, mientras las velas se iban agotando una a una, oyendo temas clásicos en la radio, pirados. Judy y Frank, borrachos, se quedaron dormidos y no pude esperar más; no pude esperar a ir a mi cuarto y me puse encima de ella enseguida, con tranquilidad mientras ella enredaba sus piernas en las mías y apretaba. Sollozó de agradecimiento aquella noche, me mordió los labios, sus manos se deslizaron por debajo de mis vaqueros, luego me apretó la espalda para que entrara más, los dos moviéndonos lentamente incluso al corrernos al mismo tiempo; todavía en silencio, enterró su cara en mi cuello; jadeábamos ruidosamente; yo seguía empalmado. No me aparté sino que le susurré algo al oído. Ella me susurró también algo, y fue entonces cuando comprendí que estaba enamorada de mí. También fue entonces cuando Judy habló en la oscuridad y dijo:

—Espero que lo hayáis pasado tan bien como nosotros. —Y luego oí la risa de Frank, y nosotros también nos reímos, demasiado cansados para estar avergonzados, yo todavía dentro de ella, sus brazos todavía alrededor de mi cuello.

El domingo, después de un largo almuerzo en La Brasserie, en las afueras del pueblo, pasamos el resto del día juntos en la cama.

LARS A la gente le da miedo atravesar el campus después de la medianoche. Un chico cargado de ácido me lo susurró un domingo al amanecer después de que me hubiera pasado casi la semana entera tomando anfetas. Lloraba, y supe que era cierto. Este chico va conmigo a cibernética (que ahora es mi especialidad) y lo veo en la sala de pesas y a veces en la piscina municipal de la calle Mayor. Un sitio donde paso lo que algunos consideran demasiado tiempo. (También hay un salón de bronceado en la puerta de al lado). Este trimestre llevo casi siempre el Walkman, y escucho grupos que se han deshecho: The Eagles, The Doors, The Go-Go’s, The Plimsouls, porque no quiero oír hablar de la chica que encontraron cortada por la mitad en North Ashton por alguien a quien los del pueblo llaman El Destripador de Ashton, ni de la chica de Swan House que se cortó las venas en el cuarto de baño del piso de arriba de ese edificio y que murió desangrada la noche de la Fiesta de Disfraces para Follar, ni oír las voces de las víctimas de incesto de la ciudad que vagan por el supermercado, un sitio al que me gusta ir, un sitio que me recuerda a California, un sitio que me recuerda la sección de alimentos congelados de Gelson, un sitio que me recuerda a mi casa.

Voy a Nueva York a un concierto de Elvis Costello pero me pierdo al volver a Camden. No encuentro cable para conectar la cadena de vídeos musicales en mi dormitorio y me compro un vídeo y alquilo cintas en una tienda de la ciudad. Compro un Porsche, de segunda mano, en Nueva York antes de empezar el trimestre, conque tengo coche para hacer estas cosas. A la gente también le da miedo comer pescado crudo en New Hampshire.

Otra cosa: Alguien escribe Burbuja de Aislamiento Sensorial en la puerta de El Pub. Rip me llama desde Los Angeles un par de veces. Alguien escribe su nombre con un rotulador rojo en mi puerta. No estoy seguro de que sea él de verdad, pues en una cinta que me mandó Blair afirmaba que lo habían asesinado. También me contaba que había visto a Jim Morrison en el Häagen Dazs, en Westwood. Durante un tiempo veo a esa chica, Vanden, pero la dejé de ver porque dijo que había visto «una araña del tamaño de Norman Mailer» en mi cuarto de baño. No le pregunto quién era Norman Mailer y no le digo que vuelva. Luego anduve con ese chico brasileño pero principalmente para comprar éxtasis. Me acuesto con algunos chicos ricos, con algunas chicas más ricas, dos del Norte de California, una profesora de francés, una chica de Vassal que conoce a una de mis hermanas, una chica que no dejaba de tomar ácido…

Y no subo la persiana porque he oído la historia de por qué los indios no se pudieron establecer en el terreno donde construyeron el campus. Al parecer, los cuatro vientos se unen aquí, en el césped del Área Común, y algunos indios se volvieron completamente locos y tuvieron que matarlos y sus cuerpos se los ofrecieron a los dioses y luego los enterraron en el Área Común. Y hay quien dice que en las noches cálidas de otoño después de la medianoche salen con la cara ensangrentada y miran por las ventanas buscando nuevas víctimas con sus tomahawks envenenados.

Y en un cuarto de baño, encima del retrete, alguien ha escrito «Ronald McGlinn tiene el pene pequeño y no tiene testículos» una y otra vez. Alguien de Los Angeles me manda una cinta de vídeo sin decirme qué tiene grabado y me da miedo ponerla pero terminaré haciéndolo. He perdido mi carné de identidad tres veces este trimestre. Le digo al de Ayuda Psicológica que siento que el apocalipsis está cerca. Me pregunta cómo marchan mis clases de flauta. No le digo que las dejé y que empecé un curso avanzado de vídeo.

Alguien me pregunta:

—¿Cómo va todo?

—No lo sé —digo—. ¿Cómo tendría que ir?

Burbuja de Aislamiento Sensorial.

Descanse en paz.

A la gente le da miedo salir al campus después de medianoche.

Indios en un vídeo.

Ronald McGlinn tiene el pene pequeño.

Y no tiene testículos. Chico.

—¿Cómo va todo?

—… me encontraría a salvo y cómodo si volviera a Los Angeles… Echo de menos la playa.

PAUL —Se acabó, ¿verdad? —Pregunto esto, sentado dentro del coche que le han prestado a Sean, en el aparcamiento de McDonald’s.

Hace demasiado frío para ir en moto, me dijo cuando aparecí por su cuarto. (Su cuarto era un lío; la cama estaba deshecha, había pulseras encima de la mesa, habían descolgado el espejo de la pared y lo dejaron encima de una silla). Dijo, y yo le escuchaba atentamente: no entres en el cuarto de baño.

—Pero es que necesito usarlo.

—Está todo vomitado —dijo él.

—No quiero usar ese cuarto de baño —dije yo tranquilamente.

Se encogió de hombros. Dijo que no le apetecía cenar.

Yo dije: Ya no te gusto. Has estado con otra persona.

Y él dijo: Eso no es verdad.

Y yo dije: Júralo.

Y él dijo: Lo juro.

Yo dije: No te creo…

Él dijo: No entres en el cuarto de baño.

Finalmente, hablé con él en McDonald’s, aquí sentado dentro del coche. Escupe por la ventanilla, termina parte de su Big Mac, tira el resto y enciende un Parliament. Trata de arrancar el coche pero está muy frío aunque sólo nos encontramos en octubre y el coche que le han prestado (¿quién?, ¿es el de Jerry?) no quiere arrancar.

—¿Entonces? —pregunto. No puedo comer. Ni siquiera puedo encender un pitillo.

—Sí —dice él—. Maldita sea —grita, dando un golpe al volante—. ¿Por qué cojones no arranca?

—Creo que no tienes la culpa de no sentir lo mismo que yo —le digo.

—Sí. No tengo la culpa —dice, tratando de arrancar el coche.

—Eso no cambiará mis sentimientos —le digo.

—Pues debería. —Esto lo murmura mirando por el parabrisas.

Pasan coches, los conductores sacan la cabeza por las ventanillas, hacen pedidos, vienen más coches, más pedidos.

Le toco la pierna y digo:

—Pero no es así.

—Mira, para mí tampoco es fácil —dice, apartándome la mano.

—Lo sé —digo yo. ¿Cómo me puede gustar semejante subnormal? Lo pienso mientras observo su cuerpo, luego su cara, tratando de apartar la vista de su entrepierna.

—¿De quién es la culpa? —grita él. Vuelve a intentar arrancar el coche—. Tuya. Has echado a perder nuestra amistad por culpa del sexo —dice disgustado.

Se baja del coche, cierra de un portazo y da la vuelta a su alrededor un par de veces. El olor de la comida que he pedido, enfriándose en mi regazo, sin probar, me está poniendo enfermo, pero no me puedo mover, no la puedo tirar. Ahora estoy de pie en el aparcamiento. De pronto hace mucho frío. Ninguno de los dos puede estarse quieto mucho rato. Sean se sube el cuello de la cazadora de cuero. Estiro la mano y le toco la mejilla, se la acaricio. Aparta la cara y no sonríe. Aparto la vista, desconcertado. Un coche toca el claxon.

—No me gusta este arreglo —digo.

De nuevo en el coche me dice, sin mirarme:

—Entonces, vete.

¿Moraleja?

SEAN Me entraron ganas de oler las almohadas después de que Lauren marchó. No le apeteció dormir en mi cama; dijo que era demasiado pequeña y que dormir juntos, a fin de cuentas, no importaba nada. Cuando se fue y después de oler las almohadas, y después de olerme los brazos, las manos y los dedos, pensé en cómo habíamos follado, y me la meneé; me corrí otra vez, pensando en los dos, fantaseando sobre el sexo, haciendo que pareciese más intenso y violento de lo que en realidad había sido. Y en la cama con ella casi no me podía contener. La primera vez la follé rápidamente, luego me pasé horas comiéndole, chupándole el coño; me dolía la lengua, se me entumeció de frotármela contra la boca, hundí la barbilla dentro del coño. Tenía la boca tan seca que no podía ni tragar, y alcé la cara y respiré a fondo.

Hacía falta muy poco, casi nada, para que me volviera loco. La veía agachándose sólo con las bragas puestas a coger algo que se le había caído al suelo, o veía cómo se vestía, poniéndose una camiseta o un jersey y luego se apoyaba en la ventana fumando. Bastaba el más mínimo acto, el movimiento de encender un pitillo y tenía que hacer esfuerzos para no agarrarla, desgarrarle las bragas y ponerme a olerle y a chuparle el coño. A veces el deseo era tan intenso que sólo de quedarme tumbado en la cama, inmóvil, pensando en su cuerpo, pensando en cierta mirada que me lanzó, se me ponía dura al instante.

Rara vez hablaba conmigo, y nunca mencionó nada sobre el sexo, probablemente porque estaba satisfecha y yo tampoco hablaba mucho. En consecuencia, nuestra relación carecía de inconvenientes importantes. Por ejemplo, no tuve que decirle lo que pensaba de sus poemas, que apestaban aunque hubieran elegido un par de ellos para la revista literaria del college y una revista de poesía que dirigía su profesor. Es más, si hubieran salido a relucir le habría dicho que me gustaban y me hubiera puesto a comentar sus metáforas. Pero ¿qué era la poesía, o lo que fuera, comparada con aquellos pechos, y aquel culo, aquel centro insaciable entre esas dos piernas tan larguísimas, aquella cara sollozando de placer?

LAUREN Nada de Victor. Ni una postal. Ni una llamada telefónica. Ni una carta. Ningún mensaje. El hijoputa puede pudrirse en el infierno, por lo que a mí me toca.

—El college va cuesta abajo —me dice Judy, explicando que debería de dar las gracias por ir al último curso y no tener que volver el año que viene. Y me parece que tengo que darle la razón. La banda de primero se llama Los Padres: creo que es bastante para indicar lo mal que van las cosas. Octubre parece que nunca se acaba. La licenciatura parece lejanísima.

Gina ganó el concurso para cambiar el anagrama del college, y con el dinero del premio compró XTC, que yo nunca había tomado, ni siquiera con Victor, y fue bastante increíble. Sin embargo, no creo que a Sean le gustase. No paró de sudar y de rechinar los dientes; no se estuvo quieto y al final estaba más coñazo que de costumbre, lo que no resultaba nada agradable. Me puse a beber cerveza sin parar porque eso, y jugar a los videojuegos, básicamente es lo único que le apetece hacer. Pero va mejorando físicamente según pasa el tiempo y aunque el sexo sólo es pasable y él no es nada especial en la cama, por lo menos es imaginativo. Con todo, no me excita de verdad. No tengo orgasmos (bueno, puede que un par de ellos). Y sólo porque insiste e insiste (en contra de la creencia popular, según yo, que te coman el coño durante un par de horas no es pasárselo bien). También es algo desconfiado. Tengo la sensación de que fue el promotor del Partido de los Jóvenes Conservadores, los que celebraron aquel gran baile en Grenwall el sábado pasado. Aparte de ser del Comité de Recepción no tengo ni idea de lo que hace aquí y, total, como dice Judy, en realidad no lo quiero saber. Sólo espero que llegue diciembre para dejar este sitio. Porque no sé cuánto más voy a seguir soportando el beber cerveza sin parar y ver la cantidad de puntos que consigue en Pole Position, un videojuego en el que es insuperable.

Una noche se lo pregunté y él se limitó a gruñir algún monosílabo. Pero ¿qué se puede hacer en el college aparte de beber cerveza o abrirse las venas? Lo pensé cuando se levantó, anduvo petulante hasta la máquina y metió otra moneda. Dejé de quejarme.

Según decía la circular que nos metieron a todos en el buzón, la chica que se suicidó había muerto e iban a celebrar un funeral en Tishman. Una noche se lo mencioné a Sean, estábamos en El Pub tomando unas cervezas, y me miró y soltó:

—Ironías de la vida. —Aunque también podría haber soltado—: ¿Y qué?

Los poemas avanzan. No he dejado de fumar. Judy me dice que Roxanne le contó que Sean trafica con drogas. Le contesto:

—Por lo menos no se dedica al breakdance.

SEAN Lauren y yo subimos la cuesta hacia casa de Vittorio. No hace demasiado frío aunque estamos a fines de octubre pero le dije que se pusiera un jersey por si hacía frío cuando volviéramos a casa. Cuando le dije esto yo llevaba una camiseta y pantalones vaqueros y me preguntó, cuando estábamos en su habitación mientras se vestía, que por qué ella tenía que llevar un jersey sí yo sólo llevaba una camiseta de manga corta y por lo tanto estaba más cómodo. No le dije la verdad: que no me gustaba la idea de que Vittorio le mirara las tetas. Conque volví a mi cuarto y me puse una vieja chaqueta negra y me cambié los playeros por unos zapatos, para contentarla.

Como llevo la chaqueta atada a la cintura, las mangas me chocan contra los muslos al subir la cuesta. Me pongo a andar más despacio, esperando atreverme a decirle que no vayamos a la fiesta de Vittorio, esperando que cambie de idea y vuelva al campus conmigo. El motivo por el que hago esto es porque noto que le importa mucho (aunque no entiendo por qué) y porque es la última vez que veremos a Vittorio antes de que se vaya a Italia el domingo y lo reemplace un borracho al que echaron del Departamento de Literatura de Harvard (de esto me enteré por Norris, que sabe todos los chismes sobre los profesores). Me paro delante de la verja que lleva a la puerta de casa de Vittorio. Lauren sigue andando, luego se para, suspira, pero no se da la vuelta.

—¿Estás segura de que te apetece? —pregunto.

—Ya hemos hablado de eso —dice.

—Me parece que he cambiado de idea.

—Ya que hemos venido hasta aquí, debemos entrar. Yo, desde luego, voy a entrar.

La sigo hasta la puerta.

—Si te toca, le partiré la cara. —Me pongo la chaqueta.

—¿Cómo dices? —pregunta Lauren, llamando al timbre.

—¿Y yo qué sé? —Me estiro la chaqueta. He traído coca por si acaso la puedo colocar, pero no se lo he dicho a ella. Me pregunto si habrá más chicas.

—Tienes celos de mi profesor de poesía —dice ella—. No me lo puedo creer.

—Tampoco me puedo creer yo que prácticamente te violase —le susurro—. Y que te guste —añado.

—Por Dios, Sean, si casi tiene setenta años —dice ella—. Además nunca le has visto, ¿cómo coño supones eso?

—¿Y qué? No me importa lo viejo que sea. Todavía folla, tú me lo has dicho —oigo ruido de pasos; es Vittorio, que arrastra los pies hacia la puerta.

—Me ha enseñado muchas cosas; estaba obligada a venir. —Me mira el reloj, levantando y luego dejando caer mi muñeca—. Llegamos tarde. De todos modos se marcha y ya no tendrás que aguantar estas cosas.

Aquí termina nuestra relación. Comprendí que llegaba el final. Ya me empezaba a aburrir de ella. Y a lo mejor la fiesta es una buena excusa para terminar, para enfadarme por algo. Da lo mismo Rock’n’roll. La miro por última vez durante los segundos anteriores a que abran la puerta, y trato desesperadamente de recordar cómo fue que ligamos la primera vez.

Se abre la puerta y Vittorio, que lleva pantalones de pana y un jersey viejo, y tiene un pelo gris bastante largo y enmarañado, alza los brazos y dice:

—Lauren, Lauren… qué agradable, que agradabilísima sorpresa…

Su suave voz ahora resultaba aguda y emocionada. ¿Es Vittorio éste? ¿El tipo que da clases a Lauren?, pienso. La abraza una vez dentro y ella me mira y abre mucho los ojos por encima del hombro de Vittorio. Me doy cuenta del gesto pero no me importa. ¿Por qué no se lo folla?, pienso.

—… agradable, agradabilísima sorpresa…

—Creía que estábamos invitados —digo yo, molesto.

—Y lo estabais, lo estabais —dice Vittorio, mirando a Lauren como si hubiera hablado ella—. Pero es una sorpresa tan agradable…

—Vittorio, ¿te acuerdas de Sean? —dice ella—. Fuiste a uno de los cursos de Vittorio, ¿verdad, Sean? —me pregunta.

No he visto a este tipo en mi vida, sólo le oí hablar de sus perversas actividades a Lauren, que se refería a ellas como si tal cosa, como si fueran un juego. Cuando me hablaba de las cosas que hacía resultaba difícil saber sí estaba presumiendo o trataba de molestarme a propósito. Da igual.

—Sí —digo yo—. Hola…

—Claro, claro… Sean —dice él sin dejar de mirar a Lauren.

—En realidad… —digo yo.

Respira con dificultad y el aliento le huele a alcohol.

—Claro que sí —dice Vittorio pensando en otra cosa mientras hace pasar a Lauren al cuarto de estar, olvidándose de cerrar la puerta. La cierro yo. Le sigo.

Hay otras seis personas en la, digamos, fiesta (no entiendo por qué Lauren no se da cuenta de que seis personas no constituyen una «fiesta» sino más bien una jodida «reunión»). Y todas están sentadas alrededor de la mesa del cuarto de estar. Un chico pálido con la cabeza afeitada y gafas de John Lennon y un mono de estación de servicio Mobil, fumando Export A, está sentado en el brazo de un sillón y nos mira desdeñosamente cuando entramos. Esa pareja de San Francisco, Trav y su mujer tan salida, Mona, que viven cerca del college mientras Trav termina su novela y Mona trabaja en su tesis sobre poesía con Vittorio, están sentados en sendas butacas junto al sofá, ocupado por dos espantosas mujeres que se encargan de la revista de literatura que dirige Vittorio, junto con Marie, una mujer atractiva y silenciosa de cuarenta y pocos años, que tiene pinta de viuda italiana y que, supongo, se ocupa de satisfacer las necesidades de Vittorio.

Lauren conoce a una de las de la revista que acaba de publicar un poema suyo en el último número. Yo opinaba de ese poema lo mismo que de los demás. Ninguno tenía el menor sentido. Todo eran tonterías sobre chicas deprimidas que se encerraban en habitaciones vacías, pensando en antiguos novios o masturbándose, o fumando, o quejándose de las molestias de la menstruación. Me parecía que Lauren sólo escribía el mismo poema interminable y se lo dije honradamente una noche después de hacer el amor en su cuarto: que todos ellos —no, no todos, no se lo dije así—, que casi todos me parecían sin sentido. Ella sólo dijo:

—Eso no tiene sentido. —Y se tumbó en la almohada que compartíamos y cuando la besé, esa misma noche, su boca y su abrazo me parecieron fríos, indiferentes, frígidos.

—Es una joven poetisa muy prometedora… sí, señor —dice Vittorio apoyando su carnosa y peluda garra en el hombro de Lauren.

Luego Vittorio se vuelve hacia el chico calvo del brazo de la butaca y dice de aquel idiota presumido:

—Os presento a Stump, otro… sí, otro poeta muy prometedor…

—Ya nos conocemos —Lauren sonríe coqueta—. Hiciste tu tesis con Glickman el trimestre pasado, ¿verdad? Era sobre… —Lo ha olvidado. Quiere causar buena impresión.

—Sí —dice Stump—. Hunter. S. Thompson.

—Justo —dice ella—. Os presento a Sean Bateman.

—¿Qué tal, Stump? —Le tiendo la mano.

—¿Y tú? —me saluda en lugar de estrecharme la mano.

—Me suenas —le digo, sentándome.

—¿Vino? ¿Vodka? ¿Ginebra? —pregunta Vittorio sentándose en la butaca de al lado de Lauren y señalando la mesa alrededor de la que están «reunidos» todos—. Tú querrás ginebra… ¿verdad, Lauren?

—Sí, ginebra —dice Lauren—. ¿Tienes tónica?

—Claro, claro. Yo te lo prepararé —dice Vittorio con su suave voz de maricón, inclinándose por encima de las rodillas de Lauren para llegar al cubo del hielo.

—Yo tomaré una cerveza de ésas —digo, pero como Vittorio no hace el menor ademán de acercarme ninguna, me estiro y cojo una de las Beck’s.

Silencio. Todos esperan a que Vittorio le prepare la copa a Lauren. Me quedo allí sentado, mirando las temblonas manos de Vittorio, alarmado por la cantidad de ginebra que sirve en el vaso de Lauren. Cuando se vuelve para dárselo, parece asombrado, desconcertado, y cuando Lauren coge el vaso dice:

—Oh, fijaos… fijaos en los rayos del sol… los rayos del sol en su pelo rubio… su pelo rubio. —Ahora le tiembla la voz—. Los rayos del sol… —murmura—. Fijaos cómo brilla… cómo brilla con los rayos del sol…

¡Dios mío!, esto me está poniendo enfermo, de verdad. Lauren me está poniendo enfermo. Agarro la cerveza con fuerza, arranco la etiqueta de papel. Luego miro a Lauren.

El sol todavía está alto y entra por el ventanal y hace brillar el pelo de Lauren y ahora me parece guapísima. Todos se ríen y Vittorio se inclina y se pone a olerle el pelo.

—Ah, dulce como el néctar… como el néctar —dice.

Voy a ponerme a gritar. Voy a ponerme a gritar.

—Dulce como el néctar —vuelve a murmurar Vittorio, y luego se aparta.

—Oh, Vittorio —dice Lauren—. Déjalo, por favor.

—Néctar… —dice Vittorio otra vez.

Una de las de la revista, después de un largo silencio, alza la voz y dice:

—Mona nos estaba hablando de algunos de los proyectos que se trae entre manos.

Mona lleva una blusa blanca transparente y unos vaqueros descoloridos muy ajustados y botas; tiene un aspecto muy sexy con el pelo rubio recogido y la cara tan morena. Circula el rumor de que anda por Deweys ofreciéndoles yerba a los de primero para luego follárselos. Trato de que nos miremos. Toma un largo trago de vino blanco espumoso antes de decir:

—Bueno, ahora básicamente trabajo por mi cuenta. Acabo de terminar una entrevista con dos de los que dirigen la programación de la cadena de vídeos musicales.

—¡Vaya! —exclama Stump—. ¡La cadena de vídeos musicales! ¡Absolutamente excitante!

—En realidad resultó bastante… —Mona ladea la cabeza— refrescante.

—Refrescante —asiente Trav.

—¿En qué sentido? —quiere saber Stump.

—En el sentido de que consiguió captar el funcionamiento de esa superestructura industrial monolítica que está machacando y envenenado a norteamericanos inocentes, llenándoles la cabeza con esos… esos vídeos esencialmente sexistas, fascistas, escandalosamente burgueses. El vídeo mató a la estrella de la radio, ese tipo de tonterías —dice Trav.

Nadie dice nada durante un buen rato hasta que Mona vuelve a hablar.

—En realidad, no es tan, tan… agresivo. —Da un trago a su copa y ladea la cabeza mirando a Trav—. Eso es más de lo que trata tu libro, Trav.

—Por favor, Travis —dice una de las de la revista, ajustándose las gafas—. Háblanos de tu libro.

—Lleva mucho tiempo trabajando en él —dice Mona.

—¿Dejaste el trabajo en Rizzoli? —pregunta la otra de las de la revista.

—Bueno, sí —asiente Trav—. Tengo que acabar el libro. Nos fuimos de Los Angeles, ¿cuándo? —Se vuelve hacia Mona, que me parece que está coqueteando conmigo—. ¿Hace nueve meses? Pasamos otros dos en Nueva York y ahora estamos aquí. Pero lo voy a terminar.

—Conocemos a alguien que trabaja en St. Martins que está interesado de verdad —dice Mona—. Pero Trav tiene que terminarlo.

—Así es, cariño —dice Trav—, lo terminaré.

—¿Cuánto llevas trabajando en él? —pregunta Stump.

—No mucho —dice Trav.

—¿No mucho? —dice Mona—. ¡Si llevas trece años!

—Bueno, el tiempo es subjetivo —dice Trav.

—¿Qué es el tiempo? —pregunta una de las de la revista—. Quiero decir de verdad.

Miro a Vittorio, que bebe un vaso de vino tinto y no le quita ojo a Lauren. Lauren saca un paquete de Camel del bolso y Vittorio le enciende el pitillo. Termino la Beck’s rápidamente y sigo mirando a Lauren. Cuando ella me mira a mí, aparto la vista.

Trav está diciendo:

—¿No os parece que el Rock’n’roll mató a la poesía?

Lauren y Stump y Mona se ríen y yo miro a Lauren que pone los ojos en blanco. Me mira y sonríe. Pero no puedo devolverle la sonrisa con Vittorio sentado a su lado, conque me fijo en cómo da una profunda chupada al pitillo que le encendió Vittorio.

—Claro que sí —grita prácticamente Stump—. He aprendido más de Black Flag que de Stevens o cummings o Yeats, o incluso Lowell, porque, tío, la verdad, Black Flag son poesía.

—Black Flag… Black Flag ¿quiénes son Black Flag? —pregunta Vittorio con los ojos semicerrados.

—Ya te lo contaré más tarde, Vittorio —dice Stump divertido.

Trav pilla lo que ha dicho Stump y asiente mientras enciende un pitillo.

Stump me ofrece un Export A. Niego con la cabeza y le digo:

—No fumo.

Stump dice:

—Yo tampoco. —Y enciende uno.

—Stump trabaja… bueno, sí… trabaja en una serie de poemas muy, pero que muy interesantes, sobre… —Vittorio se interrumpe—. Oh, cómo… cómo se lo podría llamar…

—¿Bestialismo? —sugiere Stump.

Saco un paquete de Parliament y enciendo uno.

—Bueno, sí, sí… supongo que es eso… —murmura Vittorio confuso.

—Sí, he trabajado a partir de la idea de que cuando el hombre se folla a los animales, se está follando a la naturaleza, pues se ha vuelto tan computerizado y todo eso. —Stump se interrumpe y toma un trago de la botella de plata que se saca del bolsillo y dice—: Estoy trabajando en la parte del perro donde un tipo ata a un perro y folla con él porque cree que el perro es Dios. D-O-G, perro… G-O-D, Dios. Dios pronunciado al revés. Lo ligáis, ¿verdad?

Todos asienten excepto yo. Me estiro hacia la mesa a por otra cerveza. Cojo una Beck’s, la abro rápidamente, tomo un largo trago. Miro a Marie; me gusta, y ha permanecido en silencio durante esta especie de pesadilla.

—Es raro que menciones eso —dice Lauren—. Esta mañana he visto a dos perros haciendo el amor enfrente de mi dormitorio. Era muy extraño, desde luego, pero era, tengo que admitirlo, poético en cuanto que metáfora erótica.

Por fin tengo algo que decir:

—Lauren, los perros no hacen el amor —le digo—. Follan.

—Bueno, no tienen remilgos en el sexo oral —dice Mona riendo.

—¿Que los perros no hacen el amor? —me pregunta Stump, incrédulo—. Creo que si estuviera en tu lugar…

—No… no… Yo sí creo que los perros hacen el amor… sí, hacen el amor al sol… —dice Vittorio ansiosamente—. A la dorada luz del sol.

Pido disculpas y me levanto, cruzo la cocina, creyendo que lleva al cuarto de baño, luego subo la escalera y cruzo el cuarto de baño. Me lavo las manos y me veo reflejado en el espejo y me digo que volveré y le diré a Lauren que no me encuentro bien y que será mejor que volvamos al campus. ¿Qué dirá ella? Probablemente dirá que acabamos de llegar y que si me quiero marchar, que me marche, y que ya nos veremos cuando ella vuelva al campus. Olvida la coca, Sean, decidido, y abro el armarito de las medicinas de Vittorio, más por aburrimiento que por curiosidad. Pastillas contra la tos, vitaminas, pasta dentífrica, jarabe contra la bronquitis, un bote de Librium. Qué moderno. Lo cojo y lo saco del armarito y lo abro, dejando las pastillas en la mano y luego tomo una para tranquilizarme, ayudado por un trago de agua del grifo. Me seco la boca y las manos con la toalla y vuelvo al cuarto de estar, maldiciéndome por haber dejado sola a Lauren con Vittorio tanto tiempo.

Todos hablan de un libro que no he leído. Me vuelvo a sentar en la butaca que hay junto a Lauren y oigo que una de las de la revista dice:

—Seminal… seminal.

Y la otra dice:

—Sí, un hito.

Abro otra cerveza y miro a Lauren que me mira de modo inquisitivo. Abro la botella y echo el ojo a Mona y a su blusa transparente.

—El modo en que la presentaba como la imagen total de la Madre Tierra era asombroso, por no decir audaz —dice Mona asintiendo vigorosamente con la cabeza.

—Pero no sólo es el modo en que la presenta —dice Stump—. Lo que más me asombró fueron las implicaciones joycianas.

—Sí, claro, también Joyce —se muestra de acuerdo Mona.

—¿Debo leer ese libro? —pregunto a Lauren, esperando que se dé la vuelta y me mire, apartándose de Vittorio.

—No te gustaría —dice ella sin mirarme.

—¿Por qué no? —pregunto.

—No tiene sentido —dice Lauren tomando un trago.

—Y no sólo a Joyce, también me recuerda algo la obra de Acker —está diciendo Trav—. A propósito, ¿ha leído alguien El relámpago me alcanzó la polla, de Crad Kilodney? Es algo asombroso de verdad. —Mueve la cabeza.

—¿Y eso qué significa? —le pregunto a Lauren.

—Imagínatelo —me susurra.

Me echo hacia atrás en el asiento, contengo un bostezo, tomo más cerveza.

Trav se vuelve hacia Vittorio.

—Pero oye, Vittorio, dime sí no opinas que esos escritorzuelos reconocidamente bohemios y punks y forajidos de estos terribles años post Vietnam, post Watergate, post… coño, post todo, no son el producto de un ambiente literario que alimenta a una generación perdida con propaganda sin valor que explota los anhelos y las actitudes sexuales extremadas, la estupidez estéril, y que por eso obras como Sólo otro carapijo, una colección inútil de citas de escritos underground, se convierten en potentes objetos en las mentes de ese clan de inadaptados, nihilistas, descontentos, autocomplacientes… bueno, coño, abortos, o es que crees que todo es… —y ahora Trav se interrumpe, busca la palabra exacta—, un camelo.

—Oh, Tra-av —dice Mona.

—Vaya… ¿Un camelo? —murmura Vittorio—. ¿De qué libro hablas? No he leído el libro… creo. —Se vuelve hacia Lauren—. ¿A ti te gustó?

—Claro que sí —asiente Lauren—. Era bueno de verdad.

—Pues yo… yo… yo no lo he leído —dice Vittorio tímidamente, mirando su copa.

Miro a Vittorio y de repente el tipo me cae simpático. Me apetece decirle que yo tampoco lo he leído, y noto que a Lauren le pasa lo mismo, porque se vuelve y dice:

—Vittorio, me gustaría tanto que no te fueras…

Vittorio se ruboriza y dice:

—Tengo que irme… mi familia.

—¿Y qué pasa con Marie? —pregunta Lauren, tierna, cogiéndole por la muñeca.

Miro a Marie, que está hablando del libro con Trav.

—Oh —dice Vittorio, mirándola también y mirando luego bruscamente a Lauren—. La echaré mucho de menos… muchísimo.

Me apetece decirle lo mismo a Lauren, pero en vez de eso bostezo y doy otro trago a la Beck’s sintiéndome adormilado y un poco pirado. Se acabó, definitivamente. Estoy a punto de decírselo pero Stump se levanta de un salto y pone una cinta de Circle Jerks que a nadie le apetece oír. Mona y Trav quieren escuchar a Los Lobos, así que se llega a un acuerdo y ponemos a Yaz. Stump empieza a bailar por el cuarto, que ahora está en penumbra. Mona y Trav y las dos de la revista también tratan de hacerlo. Stump incluso anima a Marie para que se les una pero ella se limita a sonreír y a decir que está muy cansada.

Vittorio se ríe con la música y prepara más copas para todos. Marie enciende velas. Vittorio se agacha y le susurra algo a Lauren al oído. Lauren sigue mirándome. Ahora bebo whisky de la petaca de Stump y estoy medio dormido. No consigo oír de qué están hablando y me alegro. Me quito de la boca el sabor de ese whisky tan malo con lo que me queda de la Beck’s, que está tibia. Después todos brindan, deseando buen viaje a Vittorio. Todos, incluso Marie, que parece triste cuando alza el vaso y murmura, dirigiéndose a Vittorio, casado, padre de familia: «Mi amore».

Es lo último que recuerdo con claridad.

Me duermo.

Despierto y me encuentro sudando en la cama de Vittorio. Me incorporo y miro el reloj y veo que son casi las doce. Me pongo de pie con mucho cuidado, luego bajo la escalera tambaleándome y vuelvo al cuarto de estar. Se han ido todos menos Lauren y Vittorio que ahora se han instalado en el sofá y hablan; en la mesa que tienen delante todavía arden las velas. ¿Cuántas cervezas habré tomado? ¿Cuánto whisky? Una blandengue música ambiental italiana sale del estéreo. ¿Al final traté de bailar? ¿Terminé todo el whisky de la botella de Stump? No consigo recordar.

—Ah, ya se te ha pasado —dice ella.

—¿Qué me pasó? —digo yo, sentándome con mucho cuidado.

—Bebiste mucho —dice ella, con un vaso en la mano de…, ¿qué coño es eso?, oporto—. ¿Quieres un poco?

Puedo asegurar que está borracha por el modo tan rígido como está sentada en el sofá, tratando de mantener la poca compostura que le queda. Enciende torpemente un pitillo, y Vittorio se sirve lo que queda en la botella de aquel líquido rojo. ¿Cuánto llevan sentados en el sofá en aquel plan? Miro el reloj.

—No —digo. Me sirvo un vaso de agua tónica con manos temblorosas y lo bebo—. ¿Cómo llegué al cuarto de Vittorio?

—Estabas muy borracho —dice ella—. ¿Te encuentras mejor?

—No. No estoy nada bien. —Me paso la mano por la frente—. ¿Estaba tan borracho?

—Sí. Decidimos dejarte descansar un rato antes de irnos.

¿Decidimos? ¿Qué significa ese plural? Paseé la vista por la habitación y luego la volví a mirar y me fijé en que se había quitado los zapatos.

—¿Dónde están tus zapatos?

—¿Qué? —me pregunta Lauren. Era la misma encarnación de la Inocencia.

—Tus zapatos. ¿Por-qué-te-los-has-quitado? —le pregunto, espaciando las palabras.

—Estuve bailando —dice ella.

—Estupendo.

Una imagen de Lauren bailando muy despacio con Vittorio, que le acaricia la espalda, el culo. Ella suspira: «Oh, Vittorio», de ese modo suave como siempre suspira. «Por favor, Vittorio». Todo eso se me pasa por la cabeza, que empieza a dolerme mucho más. No la conozco. No es nadie.

—Tienes… tienes… unos pies maravillosos… maravillosos —murmura borracho Vittorio, agachándose.

—Vittorio —dice ella, previniéndole.

—No… no, deja que mire. —Levanta una de las piernas de Lauren.

—Vittorio —dice ella, me parece que tímidamente.

Me pongo de pie.

—Muy bien. Nos vamos.

—¿Quieres que nos marchemos?

Lauren alza la vista mientras Vittorio empieza a acariciarle la pantorrilla, subiendo luego la mano hasta su maldita rodilla.

—Sí. Ahora mismo.

—Vittorio, nos tenemos que ir —dice ella, tratando de ponerse de pie.

—No, no, no… no, no, no… no te vayas, no te vayas —dice Vittorio, alarmado.

—Tenemos que irnos, Vittorio —dice Lauren, terminando su copa.

—¡No! ¡No! —grita Vittorio, tratando de cogerla por la mano.

—¡Lauren, vámonos! —le grito.

—Ya voy, ya voy —dice ella, encogiéndose de hombros desamparada.

Va hasta la butaca donde estoy sentado y empieza a ponerse los zapatos.

—No quiero… no quiero… no quiero que te vayas —dice Vittorio desde el sofá, con los ojos cerrados.

—Vittorio, nos tenemos que ir. Es tarde —dice ella, dulcemente.

—Póntelos afuera —le digo—. Vámonos ya.

—Oh, Sean —dice Lauren—. Cállate.

—¿Dónde está Marie? —pregunto—. Y no me digas que me calle.

—Mona y Trav la llevaron a casa en su coche. —Se estira para coger el bolso de encima de la mesa.

Vittorio empieza a levantarse del sofá pero no puede mantener el equilibrio y se cae encima de la mesa, chocando contra el suelo y echándose a llorar.

—¡Oh, Dios mío! —dice Lauren, corriendo hacia él.

—No quiero volver a Italia —protesta él a gritos. Lauren se arrodilla delante de él y trata de empujarle hacia el sofá—. No me quiero ir —repite Vittorio.

—Lauren, vámonos de una puta vez de aquí —chillo.

—¿Es que no tienes compasión? —grita ella a su vez.

—Lauren, ese hombre está borracho —grito—. Vámonos de aquí.

—No te vayas, Lauren… no te vayas —murmura Vittorio, con los ojos cerrados.

—Sí, estoy aquí, Vittorio, estoy aquí —dice ella—. Sean, trae una toalla húmeda.

—Me niego —le grito.

—Lauren —repite Vittorio sin dejar de murmurar, acurrucado como un niño pequeño—. Lauren, ¿dónde estás? Lauren.

—Lauren —digo yo, allí de pie, mirándoles desde arriba, muy ofendido por la escena.

—Aquí estoy —dice ella—. Aquí estoy, Vittorio. No te preocupes. —Le pasa la mano por la frente, luego me mira—. Si no quieres traer una toalla húmeda y si no me vas a ayudar, puedes irte ya y esperarme fuera, si te apetece. Yo me quedo.

Se acabó. Le digo que me voy, pero no importa. Me dirijo a la puerta y espero a ver si viene. Me quedo allí tres minutos y sólo se oyen susurros en el cuarto de estar. Luego salgo, cruzo la puerta de la verja. Hace frío y me pongo la chaqueta. Me siento en el banquillo de la acera, enfrente de la casa. Las luces de la casa de Vittorio se encienden. Luego, al cabo de un minuto, se apagan. Espero en el bordillo, sin saber qué hacer, mirando la casa, durante largo rato.

Vuelvo al campus, encuentro a Judy en El Pub y fumamos yerba y luego vamos a mi cuarto, donde hay una nota amenazadora de Rupert («TE VAS A ENTERAR»). La arranco y se la doy a Judy. Judy me pregunta de quién es. Le digo que de Frank. Se pone triste y empieza a llorar y me dice que ha terminado con Franklin, que ella nunca le gustó, que nunca debieron haberse conocido. Después se siente mejor y empieza a acercárseme.

—¿Qué le voy a contar a Lauren? —pregunto, al ver que se empieza a desnudar.

—No lo sé —dice ella.

—¿Que he follado contigo? —sugiero.

—No. No —dice Judy, aunque apostaría a que le gusta la idea.

LAUREN Tumbada en la cama, desnuda. Tarde. Doce y media. En el cuarto de la puerta de al lado alguien oye el nuevo disco de Talking Heads. Termino el pitillo que estoy fumando y enciendo otro. Miro a Sean. El aparta la vista con culpabilidad. Apoya la cabeza en la pared. La gata de Sara, Seymour, se sube a la cama y salta a mi regazo, maullando hambrienta. Acaricio la cabeza de la gata y vuelvo a mirar a Sean. Luego él me mira a mí y luego al espacio de la pared donde tenía clavada la vista. Sabe que quiero que se vaya. La expresión de su cara indica claramente que lo sabe; vístete, vete, estoy pensando. Bostezo. En el cuarto de al lado se termina el disco; empieza otra vez. No quiero que me vea desnuda, así que me envuelvo en la sábana.

—¿Decías algo? —pregunto, acariciando la gata.

—¿Como qué?

La gata le mira y maúlla.

—Como que por qué estamos siempre en mi cuarto —digo yo.

—Porque tengo un compañero de cuarto que es francés y espantoso, por eso —dice él.

—¿Es espantoso porque es francés?

—Sí —asiente Sean.

—Pues vaya. —Miro el pitillo que tengo en la mano; la pulsera de oro de la muñeca. Me está mirando. Sabe que fumo sólo para fastidiarle.

—¿Sabes lo que hizo? —me pregunta.

Me huelo la muñeca, luego los dedos.

—¿Qué?

—Como mañana es Halloween partió una calabaza que compró en el pueblo y le puso uno de esos gorros franceses, un chapeau, ya me entiendes, una de esas boinas, y se la puso a la jodida calabaza, y en la parte de atrás escribió: «París eternamente».

Es más de lo que le he oído decir nunca y estoy asombrada, pero no digo nada. ¿Por qué ha ido Victor a ver a Jaime? El me gusta más de lo que le gusta a ella. Qué idiotez. Me concentro en Seymour, que ronronea contenta.

—¿Qué es peor que tener a un parisino de compañero de cuarto? —me pregunta.

—¿Qué? —digo yo sin mostrar casi interés.

—Un parisino de compañero de cuarto que tenga teléfono propio.

—Tendré que pensar en eso.

—¿Qué es peor que un parisino de compañero de cuarto que tenga teléfono propio?

—¿Qué? —exasperada—. Oye, Sean.

—Un parisino de compañero de cuarto que tenga teléfono propio y que lleve pajarita.

En el cuarto de al lado ponen la cara uno otra vez. Me levanto de la cama.

—Si oigo esa canción una vez más empezaré a gritar. —Me pongo el vestido, me siento en la butaca que está junto a la ventana, quiero que se marche—. ¿Vamos al supermercado? —sugiero.

Ahora se ha sentado. Sabe que quiero que se marche. Sabe eso y que quiero que se marche inmediatamente.

—¿Por qué? —pregunta, mirando cómo Seymour le salta al regazo y maúlla.

—Porque necesito tampax —miento—. Y pasta dentífrica, comida de gatos, agua mineral, mantequilla de cacahuete. —Alcanzo el bolso y, oh, mierda—. Pero creo que no tengo dinero.

—Que te lo carguen en cuenta —dice él.

—Aborrezco que seas sarcástico —murmuro.

Quita a la gata de la cama y empieza a vestirse. Coge sus calzoncillos que están enredados entre las sábanas y le pregunto:

—¿Por qué quitas a la gata de la cama?

—Porque me apetece.

—Ven aquí, gatita, ven aquí, Seymour —la llamo.

También odio a la gata pero hago como que me interesa sólo para chincharle. La gata vuelve a maullar y salta a mi regazo. La acaricio. Miro cómo se viste Sean. Tenso silencio. Se pone los vaqueros. Luego se sienta otra vez en el borde de la cama, lejos de mí, sin camisa. Parece como si tuviera la penosa sensación de que yo sé algo y le voy a fastidiar por ello. Pobrecito. Se pasa la mano por la cara. Y ahora le pregunto:

—¿Qué es eso que tienes en el cuello?

Se pone tan tenso que casi me echo a reír.

—¿El qué?

—Parece un cardenal —digo como si nada.

Se dirige al espejo, se toca mucho el cuello mirándose la señal. La barbilla se le tensa. Contemplo cómo se mira al espejo.

—Es una marca de nacimiento —dice.

—Eres tan narcisista.

Entonces suelta:

—¿Por qué estás tan puñetera esta noche? —pregunta esto mientras me da la espalda y se pone la camiseta.

Acaricio la cabeza de Seymour.

—No estoy puñetera.

Vuelve al espejo y se mira la pequeña magulladura roja y amarilla. Ni se hubiera enterado si no se lo digo yo. Y dice:

—No sé de qué me hablas. Esto no es un cardenal, es una marca de nacimiento.

Y ahora voy yo y le digo, sin obtener nada del placer que pensaba experimentar:

—Follaste con Judy. Es todo. —Y lo digo muy deprisa y eso le desconcierta. Trata de no cometer un error irreparable.

Se da la vuelta y me dice desde el espejo:

—¿Qué?

—Ya me has oído, Sean. —Estoy apretando demasiado a Seymour. Ya no ronronea.

—Estás loca —dice él.

—¿Tú crees? —pregunto—. Me dijeron que le mordiste la parte de dentro de los muslos. —La gata suelta un maullido y salta de mi regazo; cruza el cuarto.

Sean se ríe. Trata de ignorarme. Se sienta en la cama para atarse los zapatos. Sigue riéndose y moviendo la cabeza.

—Vamos, vamos, ¿quién dijo eso? ¿Susan? ¿Roxanne? Venga, ¿quién? —pregunta con una sonrisa inocente.

Pausa dramática. Miro a Seymour, también inocente, sentada junto a la puerta, lamiéndose las patas. También me mira, como esperando una respuesta.

—Judy —digo.

Ahora él deja de reír. Deja de mover la cabeza. Se le descompone la cara. Se pone el otro zapato. Murmura:

—No le he hecho eso a nadie. Ni siquiera a ti, ¿o sí?

—¿Qué quieres que haga? —pregunto, desconcertada—. ¿Que le diga que se abra de piernas y lo compruebe?

¿De qué estamos hablando? Tampoco me importa mucho. Me parece tan poco importante que no entiendo por qué le hostigo así. Probablemente porque quiero que esto se termine y Judy me viene al pelo.

—Dios mío —dice él, y parece contrariado—. No me lo puedo creer. ¿Hablabas en serio cuando decías que tenías el período?

—Así es —digo—. Tengo el período.

El idiota parece que se tranquiliza de verdad.

Trato de parecer destrozada y desengañada, y simplemente digo:

—¿Por qué lo hiciste, Sean?

—Me marcho —dice él, abriendo la puerta. Sale al descansillo. Hay chicas en el cuarto de baño cortándose el pelo, haciendo ruido. Sean parece fuera de sí. Enciendo un pitillo.

—¿Hablas en serio de verdad? —pregunta, allí de pie—. ¿De verdad la creíste?

Me pongo a reír.

Él pregunta:

—¿Qué es lo divertido?

Le miro, dejo de reír.

—Nada.

Cierro la puerta, todavía movía la cabeza, todavía murmuraba:

—No me lo creo.

Aparto la butaca, dejo el pitillo, luego me tumbo en la cama. En el cuarto de al lado levantan la aguja del disco y ponen otra vez la cara uno. En el congelador del vestíbulo está el helado de Ben y Jerry y pienso en robarlo y comérmelo, pero le oigo al otro lado de la puerta, escuchando. Me quedo quieta, casi sin respirar. El gato maúlla. El disco se termina. Se oyen sus pisadas escalera abajo; luego en el piso de abajo una puerta se cierra con ruido. Voy a la ventana y le veo dirigirse a su residencia. A medio camino, pasada el Área Común, cambia de dirección y va hacia Wooley, donde vive Judy.

PAUL A principios de noviembre una tarde que estaba en el pueblo pasé junto a la pizzería de la calle Mayor y, entre la tormenta de nieve y el empañado y el rótulo de neón rojo, vi a Mitchell sentado a una mesa delante de una pizza a medio comer (sólo de queso; así las pide Mitchell siempre). Entré. Había abierto un paquete de edulcorante bajo en calorías y dividía el polvo en largas líneas que parecían de cocaína. Supuse que estaba solo.

—¿Te has perdido o qué? —preguntó, y encendió un pitillo.

—¿Me puedes dar uno? —le pedí.

Me lo dio pero no lo encendí.

—¿Cómo estuvo la fiesta de la última noche? —preguntó.

Me quedé callado. ¿Cómo estuvo la fiesta? La residencia estaba atestada de borrachos y de cuerpos sudorosos que bailaban viejas canciones y se movían sin sentido follando unos con otros. ¿A quién le importa? Hanna me había encargado que atendiese a su hermano de diecisiete años, que había venido de Bensonhurst para ver sí le apetecía venir a Camden. El chico me atraía pero era tan carca (me preguntó sobre varias chicas espantosas, todas las cuales, le dije, tenían herpes) que me quité de la cabeza todo pensamiento pervertido. Hablaba del equipo de béisbol en el que estaba y mascaba tabaco y no tenía ni idea de que su hermana era la Reina de las Lesbianas de McCollough. Volvimos a mi cuarto a tomar la última cerveza. Entré en el cuarto de baño y me mojé la cara, y cuando volví se había quitado el jersey, se había servido lo que me quedaba de Absolut y estaba usando la botella como escupidera. Me preguntó si tenía algún disco de Bon Jovi. No hace falta decir que tenía un cuerpo magnífico y que le dio una especie de ataque de desenfreno. Follamos, y entre sus murmullos de «Métemela, métemela» susurraba: «No se lo digas a mi hermana, no se lo digas a mi hermana». Le complací en ambos aspectos. ¿Cómo estuvo la fiesta?

—Bastante bien.

Mitchell sacó su tarjeta American Express y la dejó encima de la mesa al lado de las dos líneas de edulcorante y me miró con tal vehemencia que noté como si se produjera un vuelco en el curso de su vida. Me contó que ese abogado al que estuvo viendo en Nueva York el verano pasado (antes de mí, antes de nosotros), un idiota de verdad, al que le gustaba encender los pitillos a la gente y que parpadeaba todo el rato, acababa de volver de Nicaragua y le contó que aquello era «dinamita», así que Mitchell pensaba ir en Navidades. Me lo dijo para molestarme, pero no me inmuté.

No me inmuté tampoco cuando Katrina, esa chica rubia de primero que anda contándole a todo el mundo que no se me levanta, se sentó a la mesa junto a él.

—¿Os conocéis? —preguntó Mitchell.

—No —dijo ella sonriendo y presentándose.

SEAN En mitad de una pesadilla, suena el teléfono al otro extremo del cuarto, detrás del paracaídas a rayas verdes y negras que colgó Bertrand al empezar el trimestre, y me despierta. Abro los ojos esperando que deje de sonar, y me pregunto sí estará puesto el contestador automático de Bertrand. Pero el teléfono sigue sonando. Me levanto de la cama, desnudo, en erección a causa de la pesadilla, paso por la abertura del paracaídas y me agacho para contestar.

—Diga.

Es una llamada de larga distancia y hay interferencias.

Allo? —dice una voz de mujer.

—Diga —repito.

Allo? Bertrand? —Más interferencias.

—Bertrand no está. —Miro la calabaza con la boina.

—Aquí Jean-Jacques —dice la voz—. Allo? Ça va?

—Dios mío —murmuro.

Ça va? Ça va?

Dejo el teléfono descolgado, paso por la abertura del paracaídas y me tumbo. Entonces, de repente, recuerdo la noche anterior. Me quejo y me tapo la cabeza con la almohada pero huele a ella y tengo que quitármela de la cara. ¿Por qué coño se lo tuvo que contar Judy? ¿Qué coño pensaba esa chica cuando se lo contó a Lauren? Anoche traté de hablar con la muy puta pero no contestaron cuando llamé a la puerta de su cuarto de Wooley. Volví a quejarme y tiré la almohada contra la pared, deprimido, tenso y excitado. Me llevo la mano a la polla, quiero masturbarme un rato, busco debajo de la cama y saco el número de octubre de Playboy, busco un poco más y encuentro el Penthouse.

Abro el desplegable central de Playboy. Primero me fijo en la cara de la chica, aunque no estoy seguro de por qué, pues su cuerpo, tetas, coño, culo parecen mucho más notables. La chica está buenísima; es bastante guapa; tiene unas tetas morenas y grandes y suaves; la piel parece salada; paso la mano por el papel satinado, el pequeño triángulo de vello de entre las piernas está cuidadosamente peinado y esponjoso. Sus piernas no me gustan tanto, conque doblo parte del desplegable. La chica se cree lista. Su película favorita es Das Boot, y es raro aunque últimamente la película favorita de un montón de estas chicas ha sido Das Boot, pero evidentemente es retrasada mental, por muy bonitas tetas que tenga. Me escupo en la mano pensando que la chica parecía levemente excitada, y muevo la mano más deprisa, pero la saliva siempre se seca y no consigo encontrar vaselina en el follón de mi cuarto así que doblo la almohada que había tirado y leo sus medidas: 89-58-88.

Y entonces lo veo; junto a las medidas, junto al peso y la estatura (¿se supone que esta información nos excita? A lo mejor sí) y el color de los ojos, está la fecha de su nacimiento. Hago una rápida cuenta de memoria y me doy cuenta de que esta chica tiene diecinueve años y yo, Sean, veintiuno. Esta chica es más joven que yo: depresión instantánea. Esta mujer, estas carnes siempre fueron mayores que yo y eso formaba parte de la excitación, pero ahora, al ver esto, algo en lo que antes no me había fijado, me fastidia más que pensar en la conversación que deben haber tenido Lauren y Judy. Tengo que cerrar el Playboy y coger el Penthouse y abrirlo por la sección de Parejas pero es demasiado tarde y no consigo concentrarme en las palabras y no dejo de preguntarme si de verdad le habré mordido a Judy la parte de dentro de los muslos y, si lo hice, ¿por qué? Ni siquiera puedo recordar si pasó o no. ¿Y cuándo? ¿Fue hace una semana? Sí, la noche de las copas en casa de Vittorio. Cierro los ojos y trato de recordar.

Arrojo el Penthouse, que, accidentalmente, golpea el estéreo y de algún modo lo pone en marcha, y se oye a Journey y luego en una emisora de Keene ponen The Monster Mash y me quejo otra vez; mi erección ha desaparecido. Me levanto, me pongo los calzoncillos, voy al retrete, abro, me miro en el espejo que hay allí colgado, me paso el dedo por el cardenal que me hizo Judy (¿o fueron Brooke o Susan, a las que vi anoche después de pasarme por el cuarto de Judy?). Cojo una corbata de una percha metálica, es una corbata marrón de Ralph Lauren que me mandó Patrick como regalo de un cumpleaños que he olvidado. La estiro, y la dejo a un lado. Cojo otra corbata que compré en Brooks Brothers y que parece más resistente. La estiro, probando su resistencia; luego, cuidadosamente, hago un nudo corredizo. El helecho que me regaló una chica lo descuelgo del gancho dorado del techo que me regaló otra chica y coloco en el suelo la planta seca, y paso la cabeza por ese nudo corredizo de algodón de rayas rosas y grises y, a punto de ahorcarme, de repente recuerdo una misa de Navidad. ¿Por qué? The Monster Mash sigue sonando en la radio cuando, sin dudarlo ni un momento, cierro los ojos y doy una patada a la silla…

Quedo allí colgado un segundo (puede que ni eso) antes de que la corbata se parta en dos y yo caiga al suelo como un idiota.

—Mierda, mierda.

Tumbado de espaldas, en calzoncillos, miro el trozo roto de corbata que cuelga del techo. Termina The Monster Mash. Un pinchadiscos muy alegre dice:

—¡Feliz Halloween, New Hampshire!

Me levanto del suelo y me visto. Cruzo el campus hacia los comedores. Hay que acabar con esto.

LAUREN Primero veo a aquel idiota en Correos que está echando cartas sin mirarlas. Luego se me acerca mientras estoy comiendo con Roxanne, que tomaba una cerveza. Leo Artforum, llevo gafas de sol. Roxanne probablemente se ha acostado con él. Roxanne lleva una camisita y un collar de perlas, el pelo con mucha brillantina. Tomo té y un Tab, sin hambre. Roxanne le mira desconfiada cuando él se sienta. Se quita las gafas de sol. Le miro. ¿He follado yo con esa persona?

—Hola, Roxanne —dice él.

—Hola, Sean —Roxanne se levanta—. Tengo que hablar contigo después —me dice, coge un libro, se marcha, vuelve por la cerveza. Asiento, paso la página. Sean toma un sorbo de mi Tab. Enciendo un pitillo.

—Traté de matarme esta mañana —dice él como quien no quiere la cosa.

—No me digas. ¿De verdad? —pregunto, dando una larga calada al pitillo.

—Sí —dice él. Está nervioso, pasea la vista constantemente por el comedor.

—Caramba —murmuro escépticamente.

—Traté de ahorcarme.

—Vaya, vaya. —Bostezo. Paso la página—. ¿De verdad?

Me mira como sí quisiera quitarme las gafas de sol pero no puedo soportar el mirarle sin los cristales azulados. Por fin dice:

—No.

—Si lo intentaste —le pregunto—, ¿por qué no lo hiciste? ¿Culpabilidad?

—Creo que deberíamos hablar —dice.

—No hay nada de que hablar —le advierto, y en realidad resulta sorprendente que no lo haya. Todavía pasea la vista nervioso por la enorme sala, probablemente buscando a Judy, la cual después de venirse abajo y contármelo se fue a Nueva York con Franklin a la fiesta de Halloween. Parece triste, como si tuviera algo en la cabeza, y no entiendo por qué no se da cuenta de que quiero que me deje en paz, que ya no me importa. ¿Cómo puede seguir pensando que todavía me gusta? ¿Que me gustó alguna vez?

—Tenemos que hablar —dice.

—Te repito que no hay nada de que hablar. —Sonrío y tomo un sorbo de té—. ¿De qué quieres hablar?

—¿Qué te pasa? —pregunta.

—Oye. Follaste con Judy. Eso pasa.

Él no dice nada.

—¿Lo hiciste o no? —pregunto, aburrida.

—No me acuerdo —dice al cabo de un rato.

—¿No te acuerdas?

—Oye Lauren, estás dándole demasiada importancia. Comprendo que te sientas molesta pero sabes que eso no significa nada. ¿Quieres que admita que lo siento mucho? —pregunta.

—No —digo yo.

—Está bien. Lo admito. Lo siento mucho.

—Te sientes humillado —digo yo, semisarcástica, pero es demasiado torpe para cogerlo.

—¿Humillado? ¿Por qué?

—Te fuiste a la cama con mi mejor amiga —digo, tratando de parecer enfadada, agarrando la taza.

Por fin dice:

—No es tu mejor amiga.

—Sí que lo es, Sean.

—Bueno —dice—. No lo sabía.

—Da lo mismo —digo en voz alta.

—¿El qué? —pregunta él.

—Nada. —Me pongo de pie. Me coge de la muñeca cuando estiro el brazo para tomar la revista.

—¿Por qué te acostaste conmigo si ya lo sabías? —pregunta.

—Porque me da lo mismo —digo.

—Te conozco bien Lauren —dice.

—Eres patético y estás hecho un lío —le digo.

—Espera un momento —dice—. ¿Qué importancia tiene con cuántas he follado? ¿O a quién me follé? ¿Desde cuándo acostarse con otra persona significa que no te soy fiel?

Pienso en eso hasta que me suelta la muñeca y me echo a reír. Busco con la vista otra mesa en la que sentarme. Puede que vaya a clase. ¿Qué día es hoy?

—Tienes razón, supongo —digo, tratando de buscar algún tipo de salida.

Antes de alejarme de él cavilando qué será de Victor, me pregunta:

—¿Por qué no me quieres, Lauren?

—Fuera de aquí —le ordeno.

SEAN El resto del día.

Yo y Norris vamos al pueblo en el Saab de Norris. Norris está cansado y con resaca (demasiado MDA, demasiado sexo con varias de primero). Conduce muy deprisa y no digo nada; me limito a mirar por la ventanilla las nubes grises que arriba forman montañas rojas y verdes y naranjas. Monster Mash suena en la radio y me recuerda lo de esta mañana.

—Lauren se enteró de lo de Judy —le cuento.

—¿Cómo? —pregunta, abriendo la ventanilla—. ¿Está mi pipa en la guantera?

Lo compruebo.

—No. Se lo dijo Judy.

—Coño —dice él—. ¿Estás de broma? ¿Por qué?

—¿Te lo puedes creer? No lo sé —digo moviendo la cabeza.

—¿Está cabreada?

Pasamos junto a una chica de pueblo muy sexy que vende adornos y calabazas junto al instituto. Norris aminora la marcha.

—¿Y quién no?

—Claro —dice Norris—. Juraría que la pipa estaba ahí. Mira otra vez.

—Sí. Está cabreada —digo—. ¿No te cabrearías tú si la chica de la que estás enamorado follara con tu mejor amigo?

—Supongo que sí. Duro, ¿eh?

—Sí. Tengo que hablar con ella.

—Claro, claro —dice Norris—. Pero este fin de semana se fue a Nueva York.

—¿Qué? ¿Quién? ¿Lauren?

—No, Judy.

No hablaba de ella, pero de todos modos me tranquiliza saberlo.

—¿De verdad?

—Sí. Tiene un novio allí.

—Terrible.

—Es abogado. Veintinueve años. Vive al oeste de Central Park. Se llama Jeb —dice Norris.

—¿Y qué pasa con Frank? —pregunto, y luego—: ¿Jeb?

—El tipo conoce a Franklin —dice Norris.

Puede que no se haya terminado todo con Lauren, pienso. A lo mejor vuelve conmigo. Norris aparca el coche detrás del banco de la calle Mayor y busca la pipa.

En el drugstore. Mientras a Norris le despachan una receta de Ritalin, hojeo las revistas porno que están junto a la sección de higiene dental. Abro un número de Hustler: típicas fotos exclusivas del Príncipe Andrés, Brooke Shields, Michael Jackson, todas borrosas, todas en blanco y negro. La revista promete fotos de Pat Boone y de Boy George desnudos el mes que viene. No. La dejo en el estante, abro el número de octubre de Chic. El desplegable del centro es de una mujer vestida de bruja, con la capa abierta, masturbándose con la escoba. Está más buena que Lauren pero en plan más delgado y no me calienta. El desplegable se suelta solo y cae al suelo y se desliza, abierto, hasta los pies de una abuela de pelo azul que está leyendo, no mirando, no echando una ojeada, sino leyendo la parte de atrás de una botella de Lavoris. Mira el desplegable y se le abre la boca y se cambia rápidamente a otro pasillo. Lo dejo allí y me acerco a Norris, que está en la caja con el medicamento, y le digo:

—Vámonos de aquí.

Suspiro y miro las chucherías que hay junto a la caja registradora. Cojo un paquete de cacahuetes, y recuerdo la noche pasada pero sólo vagamente. ¿De qué discutimos? ¿Hubo emoción alguna? ¿Levantamos la voz? ¿O sólo era una sensación general de desprecio y traición e incredulidad? Le pido a Norris que me pague los cacahuetes y un tubo de sangre para bromas. Norris paga y pregunta a la asustadiza cajera llena de granos si sabe quién escribió Memorias del subsuelo. La chica, que es tan vulgar que uno no podría acostarse con ella ni por dinero ni por nada, sonríe y dice que no, y que podemos mirar en el estante de los bestsellers. Nos vamos de la tienda y Norris suelta con excesivo desprecio:

—Los de pueblo son tan ignorantes…

Luego, en la tienda de disco. Norris toma Ritalin, yo miro la funda del último Talking Heads. ¿No era el que ponían anoche mientras charlábamos? Aquello me deprime, sólo hace falta que me sienta raro. Lo dejo y decido regalarle un disco a Lauren. Trato de recordar cuáles son sus grupos favoritos, pero nunca hablamos de esas cosas. Cojo un disco antiguo de Police, pero Sting es demasiado guapo y me pongo a buscar álbumes de grupos que no tengan músicos tan guapos. Pero a lo mejor con los cacahuetes ya es suficiente y voy donde Norris, que me guiña el ojo, mientras paga una antología de viejos temas de la Motown a la chica rubia y gorda de detrás de la caja, que lleva un anorak verde y una camiseta del calibre 38 Especial. Cuando le da el cambio, Norris le pregunta si sabe quién escribió Memorias del subsuelo. La chica se ríe de él con desprecio (una risa como de Lauren), y dice:

—Dostoievski. —Y le devuelve el álbum a Norris, y los dos volvemos al campus en coche bastante sorprendidos.

Sentado en clase. Es sobre algo que llaman Kafka/Kundera: La Conexión Oculta. Estoy mirando a esa chica, Deborah, creo, que está sentada enfrente de mí. No consigo centrarme en nada y sólo he aparecido por clase porque no me queda yerba. Tiene el pelo rubio y corto, afeitado por detrás, y por los lados, en punta. Todavía lleva gafas de sol, pantalones de cuero, botas de policía de tacón alto, blusa negra, pesadas joyas de plata y me recuerda substancialmente a Lauren. Lauren a la hora de comer. Lauren no se quitó las gafas de sol. Lauren con unos pantalones que dejaban ver sus tobillos sexy y dorados, con un jersey de cuello de pico azul y negro. Miro el trabajo, fotocopiado, que tengo delante pero no consigo leerlo. Estoy terriblemente salido porque no terminé de masturbarme esta mañana. ¿Cuándo fue la última vez que lo hicimos? Hace cuatro días. Las palabras que trato de que me interesen no tienen sentido. Vuelvo a mirar a la chica y me pongo a fantasear que me acuesto con ella, con ella y con Lauren al mismo tiempo. Lauren y ella desnudas, una encima de la otra, con los coños juntos, suspirando. Tengo que moverme en la silla porque la erección me molesta. ¿Por qué me excita tanto el lesbianismo?

La profesora, una mujer grande de aspecto amigable (pero no jodible), dice:

—Sean.

Cruzando las piernas nadie se dará cuenta. Me incorporo en la silla.

—¿Qué?

La profesora dice:

—¿Por qué no nos explicas lo que significa el último párrafo?

Lo único que puedo decir es:

—Bueno. —Y miro el último párrafo.

La profesora dice:

—Resúmenoslo.

—¿Que lo resuma? —digo.

—Sí, resúmelo —dice la profesora.

—Bueno… —Y ahora tengo la desagradable sensación de que esa chica de las gafas de sol se está riendo y burlando de mí. Le lanzo una rápida ojeada. No lo hace. Me miro el ensayo. ¿Qué último párrafo? Lauren.

La profesora está perdiendo la paciencia.

—¿Qué crees tú que significa?

Examino el último párrafo. ¿Qué es esto? ¿El instituto? Dejaré el college. Aunque supongo que si me quedo atascado lo suficiente la profesora le preguntará a otro, conque espero. Todos me miran. Un chico con el pelo rojo en punta que lleva una chapa de «Estás loco» en su chaqueta tipo Nehru color negro ratón levanta la mano. Lo mismo el idiota del extremo de la mesa que parece el cantante de los Bay City Rollers. Hasta el carapijo rubio de Los Angeles, cuyo cociente intelectual debe andar por debajo de cuarenta, levanta un brazo moreno. ¿Qué coño está pasando aquí? Me iré del college. ¿Aprendía algo acaso?

—¿De qué habla, Sean? —pregunta la profesora.

—¿De su insatisfacción con el gobierno? —pregunto a mi vez.

La chica de las gafas de sol levanta una mano. ¿Llevas el diafragma puesto siempre que sales? Me apetece gritar, pero no lo hago porque la idea me excita de verdad.

—En realidad, es sobre lo contrario —dice la profesora, que seguro que es bollera, tocándose el collar—. ¿Lars? —pregunta.

—Bueno, como el tipo estaba totalmente deprimido porque, bueno, el tipo se convirtió en una chinche y enloqueció…

Bajo la vista y me apetece gritar: «Oye, yo creo que es una obra cojonuda», pero no la he leído, así que me callo.

Y al salir de clase en el descanso con intención de no volver las cosas no mejoran pues tengo que ir a ver a mi tutor, Mr. Masur, cuyo despacho está en el Cobertizo. También conocido por Pabellón de Gobierno. Y al caminar por el sendero de grava me pregunto qué estará haciendo Lauren ahora mismo, en este preciso momento, ¿Estará en su cuarto de Canfield, o en Swan con unas amigas preparando las calabazas y emborrachándose? ¿O en el estudio de danza? ¿En la sala de computadores? ¿Con Vittorio? No, Vittorio se ha ido. ¿Con Stump? Puede que ande por el Área Común hablando con Judy o Stephanie o quien coño sea, leyendo el Times, haciendo el crucigrama de los viernes. Me abrocho la chaqueta. Siento náuseas. Camino deprisa. La chica sueca de Bingham que siempre pensé que estaba buena (y que también se folla a Mitchell) se acerca por el sendero en dirección a mí. Comprendo que voy a tener que cruzarme con la sueca y decirle algo o sonreír. Podría ser mal educado y no decir nada. Pero ella pasa y sonríe y me dice:

—¡Hola! —Y yo no contesto. Nunca le digo nada a la sueca y me siento culpable y me doy la vuelta y le digo en voz alta:

—¡Hola!

La sueca se da la vuelta y sonríe confusa, y yo me pongo a correr hacia El Cobertizo, abochornado, febril, dirigiéndome a la entrada principal, saludo con la mano a Getch que está preparando una exposición de fósiles, subo los escalones de dos en dos y llego al despacho de Masur. Llamo, sin aliento.

—Entre, entre —dice Mr. Masur.

Entro.

—Ah, Mr. Bateman, me alegra verle de vez en cuando. ¿Esta vez cuánto hace? Por lo menos un mes, ¿no? —pregunta sarcástico el hijoputa.

Hago una mueca y me desplomo en la silla que hay frente a su mesa.

—¿Qué ha sido de su vida? Se supone que tenemos que vernos todas las semanas —dice Masur, echándose hacia adelante.

—Bueno, verá… He estado muy ocupado.

—No me diga —dice Masur torciendo el gesto. Se pasa la mano por su largo pelo gris, chupando mientras enciende la pipa, como un auténtico ex bohemio.

—Recibí su nota. ¿Qué pasa? —Sé que algo malo va a pasar.

—Sí. Bueno… —Busca entre los papeles de la mesa—. Como ya sabe, estamos a mitad de trimestre y ha llegado a mí conocimiento que no ha aprobado tres de las asignaturas. ¿Es cierto?

Intento parecer sorprendido. De hecho pensaba que había suspendido cuatro asignaturas. Trato de imaginar cuál habré aprobado.

—Bueno, verá… tuve problemas con un par de asignaturas —pausa—. ¿Me han suspendido taller de escultura?

—En efecto, así es —dice Masur, mirando siniestramente una hoja de papel color rosa que tiene en la mano.

—Pues no sé por qué —digo inocentemente.

—Al parecer Mr. Winters dijo que por su proyecto de mitad de trimestre; le parece que lo único que usted hizo fue pegar tres piedras que encontró detrás de su residencia y pintarlas de azul.

Masur parecía apenado.

No digo nada.

—También está Mrs. Russell; dice que no ha asistido regularmente a sus clases —dice Masur, mirándome.

—¿Cuál he aprobado?

—Bien, Mr. Schonbeck dice que usted ha trabajado bastante —dice Masur, sorprendido.

¿Quién es Mr. Schonbeck? Nunca he asistido a ninguna clase que diera ese tal Mr. Schonbeck.

—Bueno, es que he estado enfermo. Enfermo.

—¿Enfermo? —pregunta Masur, con aspecto todavía más apenado.

—Sí, enfermo.

—Vaya, vaya. —Siguió un incómodo silencio. El olor de la pipa de Masur me provoca náuseas. Me entra una prisa tremenda por irme. También me pone malo que aunque Masur no sea inglés hable con un leve acento británico.

—Creo innecesario decirle, Mr. Bateman, bueno, Sean, que su situación aquí es, digamos, más bien… inestable.

—¿Inestable? Ya, bueno, yo…

—¿Piensa hacer algo? —me pregunta.

—Lo arreglaré.

—¿En serio?

—Sí. Ya verá como sí.

—Bien, muy bien.

Masur parece confuso pero sonríe al decir esto.

—¿De acuerdo? —Me levanto.

—Por mí, de acuerdo —dice Masur riéndose.

Yo también me río, abro la puerta, estupefacto, y luego cierro la puerta, planeando una sobredosis.

En mi cuarto está Beba, la novia de Bertrand. Está sentada sobre el colchón de debajo del encerado de pared a pared que venía con la habitación, con la calabaza en el regazo, y ejemplares atrasados de Details a su alrededor. Beba va a primero y es bulímica y está leyendo Edie desde que llegó en septiembre pasado. Tiene el teléfono de Bertrand colgado del cuello, cubierto por su pelo rubio platino que le llega a los hombros. Enciende un pitillo y me saluda con la mano cuando paso por la abertura del paracaídas. Me siento en mi cama, con la cara entre las manos. En el cuarto todo está en silencio, excepto Beba:

—Sí, mañana, digamos que hacia las dos y media.

La corbata rota todavía cuelga del gancho y la quito y la tiro contra la pared. Empiezo a rebuscar por el cuarto. Basta de Nyquil, basta de Librium, y basta de Xanax. Encuentro un tubo de Rinomicina y lo vacío en mi sudorosa mano. Veinte pastillas. Busco por el cuarto algo con qué tomármelas. Oigo que Beba cuelga el teléfono, luego empiezan a sonar Siouxsie and the Banshees.

—Beba, ¿sabes si Bert tiene algo de beber por ahí? —digo.

—Voy a ver. —Oigo que baja la música, que tropieza con algo. Luego aparece un brazo por la apertura del paracaídas y me tiende una cerveza.

—Gracias. —Le cojo la cerveza de la mano.

—¿Sigue teniendo coca Alonzo? —pregunta.

—No. Alonzo se fue a Nueva York este fin de semana —le digo.

—Dios mío —la oigo murmurar.

Me pregunto si debería de dejar una nota explicando por qué hago esto, por qué he tomado todas esas pastillas de Rinomicina. Suena el teléfono. Beba contesta. Me tumbo después de tomar cinco. Bebo algo más de cerveza. Beba pone otra cinta, The Cure. Tomo tres pastillas más. Beba dice:

—Sí, le diré que llamó Jean-Jacques. Vale, ça va, sí, ça va.

Empiezo a dormirme, riéndome…, ¿de verdad trato de tomar una sobredosis de Rinomicina? Oigo que Bertrand abre la puerta, riendo.

—Ya he vuelto —dice, entrando.

Pero Norris me despierta poco después de las nueve. No estoy muerto, sólo me duele el estómago. Estoy dentro de la cama, pero vestido. La habitación está a oscuras.

—Te dormiste y te has perdido la cena —dice Norris.

—Pues vaya. —Trato de incorporarme.

—Pues sí.

—¿Qué me he perdido? —Intento despegar la lengua del velo del paladar de una boca muy seca y apestosa.

—Una pelea a puñetazos entre lesbianas. El concurso de calabazas. —Norris se encoge de hombros.

—Tío, estoy tan cansado. —De nuevo intento incorporarme. Norris está en la puerta y enciende una luz. Se dirige a la cama.

—Tienes Rinomicinas por todas partes —señala Norris.

Cojo una pastilla, la tiro.

—Sí. Ya lo sé.

—¿Qué intentabas hacer? ¿Una sobredosis de Rinomicina? —se ríe, agachándose.

—No se lo cuentes a nadie —digo, levantándome—. Necesito una ducha.

—Quedará entre tú y yo —dice, sentándose.

—¿Dónde están todos? —pregunto, quitándome la ropa.

—En Windham. En la fiesta de Halloween. Tu compañero de cuarto iba de Torinal. —Norris coge un número de The Face que por alguna razón está en mi parte de la habitación. Lo hojea con aire de aburrimiento—. O de eso o de tarta. No lo podría decir.

—Me voy a duchar —le digo. Agarro mi albornoz.

Norris coge la caja de cacahuetes.

—¿Puedo tomar uno?

—No, no la abras. —Salgo de mi estupor—. Son para Lauren.

—Tranquilízate, Bateman.

—Son para Lauren. —Me tambaleo hacía la puerta.

—¡Tranquilízate! —grita.

Me dirijo al cuarto de baño, medio mareado, tengo que apoyarme en la puerta antes de entrar. Me meto en la ducha, me quito el albornoz, me apoyo en la pared antes de abrir el grifo, pensando que me voy a desmayar. Me sacudo la cabeza: la sensación sigue, abro el agua, poco caliente, sigue cayendo casi gota a gota de la alcachofa oxidada.

Me siento en el suelo de la ducha y veo la Gillette de Bertrand en el rincón junto a un tubo de espuma de afeitar Clinique. Saco la cuchilla de la maquinilla y me quedo mirándola largo rato. Me la llevo a la muñeca. Vuelvo la cabeza, con la palma de la mano hacia arriba, y poco a poco me la acerco al brazo cortando algunos pelitos. Aparto la cuchilla y quito los pelos. Luego vuelvo a acercármela al brazo, esta vez apretando con fuerza en la muñeca, tratando de atravesar la piel. Nada. Hago más fuerza, pero sólo hace unas marcas rojas. Pruebo la otra muñeca, apretando con todas mis fuerzas, y me entra agua en los ojos. La cuchilla no tiene filo. Vuelvo a apretármela contra la muñeca, sin fuerza, una vez más.

A pesar del sonido del agua que cae, oigo que Norris dice:

—Sean, ¿te falta mucho?

Me levanto torpemente, apoyándome en la pared.

—Un par de minutos. —La cuchilla cae al suelo haciendo ruido.

—Oye, estaré en la fiesta, ¿de acuerdo?

—Sí. De acuerdo.

—Déjate caer por allí.

Me pregunto si Lauren también irá. Me imagino que cruzo la sala de estar de Windham y que nuestras miradas se encuentran y que su rostro está lleno de remordimiento y de ansia; se me acerca. Nos abrazamos en mitad de la sala abarrotada mientras todos sueltan vítores y dejan de bailar. Los dos, allí, abrazados…

—Sí. Muy bien. Iré. —El cuarto de baño está lleno de vapor, y no porque el agua esté muy caliente, sino porque en el dormitorio hace mucho frío.

—Nos veremos allí. —Norris se marcha.

Me miro las muñecas, luego paso el dedo por el cardenal del cuello.

Me lavo la cabeza dos veces, me seco y vuelvo a mi cuarto donde me deshago de la corbata rota y del Rinomicina que está por el suelo. Me visto enseguida, excitado, y cojo la caja de cacahuetes y, cuando estoy a punto de salir, la calabaza de Bertrand, que está en el borde de la ventana, se enciende. Miro dentro de la cara encendida y como sé que a Lauren le va a gustar, me la llevo. Estoy tan alterado ante la perspectiva de reconciliarme con ella que no me importa si El Rana se va a cabrear.

Salgo del cuarto sin cerrar con llave y cruzo el campus a toda prisa camino de su cuarto, con cuidado de que la luz de la calabaza no se estropee. Dos chicos vestidos de chica y dos chicas vestidas de chico pasan a mi lado borrachos, gritando:

—¡Feliz Halloween! —Y me tiran caramelos.

Abro la puerta de atrás de Canfield y me dirijo a la oscura escalera que lleva a su cuarto. Llamo. No responde nadie. Espero y llamo más fuerte. Me quedo allí, maldiciéndome y alguien pasa por detrás de mí disfrazado de porro y se mete en el cuarto de baño. Mi excitación por verla empieza a disiparse poco a poco. Debe de estar en la fiesta, conque me voy para Windham con la calabaza todavía encendida, y el paquete de cacahuetes en el bolsillo.

La sala de estar de Windham está bañada por esa misteriosa y difusa luz naranja. Y suena muy fuerte una vieja canción de Stevie Wonder; «Superstition». Ando hacia las ventanas de la parte delantera del edificio. La sala se encuentra abarrotada de gente disfrazada que baila. Todas las bombillas de las lámparas han sido reemplazadas por otras naranja. Bertrand está disfrazado de Torinal, pero más bien parece un aro. Getch va de monja preñada. Tony, de hamburguesa. Hay un par de chicas de Madonna. Rupert va de Cara de Cuero de La matanza de Texas. Un par de tipos de primero, de Rambo. Localizo a Lauren casi de inmediato. Baila en medio de la pista con Justin Simmons, un chico alto, pálido y de pelo negro que estudia literatura y lleva gafas de sol negras, pantalones vaqueros negros, camiseta negra con una calavera en la espalda. Lauren echa la cabeza hacia atrás y se ríe y Justin tiene las dos manos encima de sus hombros.

Suelto un murmullo ahogado al apartarme de la ventana.

Corro de vuelta a Canfield y tiro la calabaza de Bertrand contra la pared de al lado de su puerta, y chafo todos los cacahuetes contra la puerta. Arranco el bolígrafo de la cuerda de la que está colgado y también un trozo de papel, y escribo: «Que te den por el culo hasta que te mueras» con grandes letras negras. Lo dejo junto a la calabaza negra rota y a los cacahuetes aplastados. Furtivamente, bajo la escalera y me alejo en la oscuridad.

A medio camino miro el edificio y la fiesta ahora es más ruidosa que antes, como si se burlara de mí. Me detengo y decido quitar la nota de la calabaza. Vuelvo a Canfield, subo la escalera hasta su cuarto, cojo la nota y me la llevo. Llego a la puerta principal de Canfield y entonces decido dejar la nota donde estaba. Vuelvo a subir la escalera y clavo nuevamente la nota en la calabaza. La miro. Que te den por el culo hasta que te mueras. Salgo de Canfield y vuelvo a mi cuarto.

Me quedo tumbado en la cama durante cerca de una hora, terminando la última de las seis latas de Grolsch de Bertrand y escuchando «Funeral por un amigo» y tratando de acompañarla con mí guitarra; pensaba en Lauren. Se me ocurre algo. Voy a la mesa y cojo el tubo de sangre para bromas que compré antes en el pueblo. Me siento en la butaca, borracho, enciendo el flexo y leo las instrucciones. Como no tengo tijeras para abrir el tubo lo muerdo, y me entran en la boca un par de gotas de líquido con sabor a plástico. Las escupo y me quito el mal sabor con la Grolsch caliente. Luego aprieto el tubo. Parece sangre de verdad y levanto la muñeca y me hago una línea roja y el líquido gotea poco a poco sobre la mesa. Me hago otra línea en la otra muñeca «Funeral por un amigo» se convierte en «El amor está sangrando». Levanto los brazos; gotean sangre para bromas que me llega hasta los sobacos. Me vuelvo a sentar en la butaca y me echo más sangre para bromas en los brazos. Me levanto, voy al retrete, y me miro en el espejo. Echo la cabeza hacia atrás y me hago una línea en el cuello. Me siento aliviado. La sangre para bromas me corre por el pecho manchándome la camisa. Me hago otra línea en la frente. Me aparto del espejo y me siento en el suelo, junto a uno de los altavoces. La sangre para bromas se me cae de la frente y pasa por la nariz hasta los labios. Subo el volumen al máximo.

La puerta se abre lentamente y oigo por encima de la música, al otro lado del paracaídas, a Lauren que dice:

—He llamado, Sean. ¿Estás ahí? —Una mano pasa por la abertura del paracaídas.

—Sean —me llama Lauren—. Leí tu… mensaje. Tienes razón. Debemos hablar.

Mira la cama y luego a mí. No me muevo. Lauren se queda sin respiración. Pero no lo puedo evitar y me muevo. La miro, untado de sangre para bromas, borracho, sonriente.

—Estás completamente loco —grita—. ¡Estás loco! No te soporto.

Pero entonces se vuelve antes de salir del cuarto y se me acerca. Ha cambiado de idea. Se arrodilla delante de mí. La música llega a un crescendo mientras me limpia la cara con toda delicadeza. Me besa.

LAUREN Entro en El Pub. Me paro junto a la máquina de tabaco. Estropeada. En la gramola atruenan Talking Heads. Sean está junto a la barra con una cazadora de policía y una camiseta negra. Habla con unos punks que están de visita. Me acerco a él y pregunto:

—¿Estás bien?

Termino sentándome con él. Miro la máquina del millón, una Royal Flush, mientras él se pone todo enfurruñado.

—Siento que mi vida no va a ninguna parte. Me siento increíblemente solo —dice.

—¿Quieres una Beck’s? —le pregunto.

—Sí. Negra —dice.

No aguanto a esta persona ni un minuto más. Tropiezo con Franklin, que está apoyado en la máquina de tabaco estropeada. Me sonríe levemente. Me abro paso hasta la barra y pido dos cervezas. Hablo con esa chica tan agradable de Rockway y con su espantosa compañera de cuarto. Se acerca un extraño grupo de estudiantes de doctorado de clásicas, que parecen empleados de una funeraria. Una noche típica en El Pub. Gente vestida con ropa interior, estudiantes de arte dramático maquillados todavía. El chico brasileño que no puede beber porque ha perdido el carné de identidad. Alguien me pellizca el culo pero no me giro para mirar.

Vuelvo a la mesa con las cervezas. Sean todavía tiene unas manchitas de rojo en la cara y estoy a punto de mojar una servilleta en la cerveza para quitárselas. Pero empieza a quejarse y me mira con dureza al preguntar:

—¿Por qué no te gusto?

Me levanto, voy al cuarto de baño, hago cola, y cuando vuelvo me lo pregunta otra vez.

—No lo sé —digo encogiéndome de hombros, y paseo la vista por el bar. Sean se levanta a jugar al millón.

—Esto no pasaría en Europa —dice alguien vestido de surfer (de hecho es el chico de Los Angeles) y, claro, me viene a la mente Victor y entonces, mierda, se arrodilla alguien junto a mi silla y me habla de las primeras veces que tomó MDA, enseñándome la botella de Cuervos que metió de extranjis en El Pub, y para desilusión mía me interesa. Sean se vuelve a sentar y comprendo que vamos a reñir.

Suspiro y le digo:

—Me gusta otra persona.

Vuelve a jugar al millón. Yo voy al cuarto de baño otra vez con la esperanza de que alguien ocupe nuestra mesa. Hago cola con las mismas personas que la otra vez. Cuando vuelvo a la mesa, sigue allí.

—¿Qué decías?

—Que me gusta otra persona —le digo.

Joseph el Guapo, con el que Alex, la chica agradable de Rockaway, se acuesta, entra y le da algo al chico brasileño. Paul se ha cortado el pelo a cepillo y le queda bien, resulta divertido pero sexy, y me mira y yo alzo las cejas y sonrío. El mira a Sean y luego me mira a mí y saluda cansinamente con la mano. Luego vuelvo a mirar a Sean.

—Quiero saber cómo eres —lloriquea Sean.

—¿Qué?

—Que quiero conocerte. Saber cómo eres —suplicante.

—¿Qué quieres decir? ¿Saber cómo soy? —le pregunto—. ¿Conocerme? Nadie sabe cómo es nadie, nunca. Jamás. Nunca sabrás cómo soy yo.

—Oye —dice, tocándome la mano.

—Tranquilízate —le digo—. ¿Quieres Motrin?

Empieza una pelea junto a la gramola. Unos de último curso quieren desenchufarla y poner cintas. Unos de primero no quieren y trato de concentrarme en eso. Los de primero terminan imponiéndose porque son más fuertes que los de último curso. Físicamente más fuertes. ¿Cómo puede pasar una cosa así? Suena «Chicos del verano». Pienso en Victor. Sean se levanta a jugar al millón con el pobre de Franklin. Escalera de color se llama el juego. Hay un rey y una reina y un comodín encendidos, todos mirando a la persona que juega con la máquina, y las coronas de sus cabezas se encienden y se apagan cada vez que el jugador hace puntos. Me divierte durante un rato.

Vuelvo a mirar a Paul. Parece destrozado. Está mirando a Sean. Sean me sigue mirando a mí, como si supiera que le mira Paul, y luego miro a Paul otra vez y Paul todavía mira a Sean. Sean se da cuenta y se ruboriza, pone los ojos en blanco y se vuelve hacia la máquina. Miro a Paul una vez más. Aplasta el vaso de plástico entre los dedos y aparta la mirada, agonizante. Empiezo a entender algo y entonces pienso: es imposible, totalmente imposible. No puede ser. Vuelvo a mirar a Sean y casi me lo creo, pero luego no porque él no mira a Paul. Y entonces me enfado al ponerme a recordar lo terrible que fue con Paul y Mitchell; Paul negándolo todo, qué patética estaba yo, a ver cómo se suponía que debía de comportarme cuando no existía auténtica competencia. Si Paul hubiera estado con otra chica aquel fin de semana en Cabo Cod en lugar de con Mitchell, o si ahora, aquí en El Pub, fuera otra chica la que se comía a Sean con la vista, estaría bien, resultaría fácil de admitir. Pero eran Paul y Mitchell y no había nada que hacer. Aunque siempre existe la posibilidad de que Mr. Denton me mire a mí y no a Sean. «Chicos del verano» termina y empieza de nuevo.

Rupert se sienta a mi lado. Lleva puesta una camiseta de David Bowie y un sombrero flexible; todavía no se ha quitado aquella horrible careta que llevaba, y me ofrece coca. Le pregunto que dónde está Roxanne. Me dice que se fue a casa con Justin. Sonríe.

VICTOR Nueva York era un auténtico follón. Terminé quedándome con una chica que creía que le mandaban cartas de Júpiter. No tenía caderas y era de Akron y trabajaba de modelo para pantalones vaqueros Gitano, pero de todos modos seguía siendo un rollo. Me pilló saliendo con la hija de Philip Glass y me dio la patada. Me quedé en Morgan’s un par de noches y me largué sin pagar la cuenta. Luego estuve en casa de unos licenciados de Camden, en Central Park, y descolgué todos los teléfonos porque no quería que mis padres supieran que había vuelto a la ciudad. Intenté conseguir trabajo en el Palladium pero uno de Camden cogió el único que quedaba: en el guardarropa. Estuve en una banda de rock, vendí ácido, fui a un par de fiestas estupendas, salí con una chica que trabajaba en el Interview, salí con otra modelo —una de las ayudantes de Malcolm McLaren—, traté de volver a Europa, pero una fría tarde de noviembre en que no tenía fiesta a la que ir decidí regresar a New Hampshire, a Camden. Me llevó en coche Roxanne Forest, que había venido a la ciudad para el estreno de una película o con motivo de la apertura de otro restaurante Cajun, y me quedé con ella y Rupert Guest el traficante, en su casa de North Camden, que era un sitio tranquilo pues tenía una provisión ilimitada de yerba muy buena. Además quería ponerme en contacto con Jaime. Cuando llamé a Canfield, una chica de voz desconocida contestó al teléfono.

—Canfield House, ¿diga?

—Oiga —dije.

Hubo una pausa y luego la chica reconoció mí voz y dijo:

—¿Victor?

—Sí. ¿Quién habla? —pregunté, sin saber si era Jaime, cabreado porque no estaba en Manhattan cuando volví.

—Victor —dijo la chica riendo—. Soy yo.

—Claro —dije yo—. Eres tú.

Rupert estaba en el suelo tratando de pegar una pipa de barro que había roto, pero en vez de eso la rompió más. Me puse nervioso al verle y dije a la voz del teléfono.

—Oye, ¿y quién eres ?

—Victor, ¿por qué no me has llamado? ¿Dónde estás? —preguntó la voz. O eso, o yo estaba alucinando de verdad.

—Estoy en Nueva York con una chica preciosa y la vida es asquerosa y aquí vive mamá osa —dije riendo; entonces noté un movimiento por parte de Rupert. Se levantó de un salto y puso Run D.M.C. en el estéreo y empezó a cantar con ellos mientras llenaba la pipa de yerba.

—Pásamela —le dije a Rupert.

—Te he… te he… —la voz titubeaba.

—¿Qué te ha pasado, guapa? —pregunté.

—Te he echado tanto de menos —dijo ella.

—Oye, guapa. Bueno, yo también te he echado de menos.

Esta chica estaba como un cencerro y empecé a cabrearme porque, al intentar encender la pipa, la yerba se cayó al suelo.

—No parece que estés en Nueva York —dijo la voz.

—Es que a lo mejor no —dije yo.

Después de eso la voz dejó de hablar y se limitó a respirar por el teléfono. Esperé un momento y luego le pasé el teléfono a Rupert, que hizo unos ruidos por él; luego encendió el vídeo sin dejar de cantar «Hablas demasiado, cariño». Se agachó y dijo por el auricular:

—¿Es que nunca te vas a callar? —Y luego—: Si te apetece puedes cantar conmigo.

Tuve que tapar el auricular con la mano para que la chica no me oyera reír. Aparté a Rupert, que dijo en voz baja:

—¿Quién coño es?

—No lo sé —le contesté.

Me rehíce un poco y por fin le pregunté a la chica lo que quería preguntarle desde el principio:

—Oye, ¿está Jaime Fields? Habitación 19, creo.

La pipa cayó de la mesa y la cogí antes de que se rompiera del todo.

—¡Maricón! ¡Ten cuidado! —gritó Rupert, riendo.

La chica del teléfono no decía nada.

—¿Oiga? ¿Hay alguien ahí?

Por fin la chica dijo mi nombre, en realidad lo susurró, y luego colgó el teléfono.

LAUREN Borracha. Embotada. En su cuarto. Me despierto. Llega música del piso de arriba. Salgo al descansillo tambaleándome. Susie trató de matarse antes. Se cortó las venas. Sangre en su puerta. El chico que le gusta. Voy al cuarto de baño, vestida con su camisa; oscuro, no consigo encontrar la luz y hace frío. Tengo la cara tan hinchada de llorar que casi no puedo abrir los ojos. Me lavo la cara. Intento vomitar. Vuelvo a su cuarto. Llegan sollozos desde la cabina telefónica. Probablemente Susie que ha vuelto del hospital. No es Susie, sino Sean. Arrodillado, grita mientras llora:

—¡Que te den por el culo, que te den por el culo!

Vuelvo a su cuarto. Me dejo caer en la cama. Después entra él, secándose la cara y sollozando. Hago como que duermo mientras hace el equipaje metiendo unas camisas en una vieja bolsa de cuero y agarra su cazadora de policía y se marcha dejando la puerta abierta. Espero que vuelva. No vuelve. El chico francés que me dijo que yo le gustaba entra en el cuarto, borracho. Me ve tumbada en la cama de su compañero de cuarto. Se ríe y se deja caer en la cama a mi lado.

—Je savais toujours que tu viendrais —dice, y se duerme.

SEAN La última vez que estuve con mi padre había sido en marzo en Nueva York durante un largo fin de semana en el que celebramos mi veintiún cumpleaños. Recuerdo el viaje perfectamente, lo que me sorprende, teniendo en cuenta lo borracho que estuve la mayor parte del tiempo. Me acuerdo de una mañana en el aeropuerto de New Hampshire, jugando a las cartas con un tipo de Darthmouth, un auxiliar de vuelo muy bruto. Hubo una comida en The Four Seasons, luego aquella tarde en que perdimos la limusina, las horas que pasamos de compras en Barney’s, luego en Gucci. Estaba mi padre, ya evidentemente moribundo: la cara amarillenta, los dedos delgados como pitillos, los ojos muy abiertos y clavados siempre en mí, casi sin creer lo que veían. Al acordarme se me hace imposible recordar a alguien más delgado. Pero se comportaba como si no le pasara nada. Todavía conservaba cierto grado de normalidad. No parecía asustado, y para ser alguien en apariencia tan enfermo, tenía mucha energía. Vimos un par de musicales idiotas en Broadway, tomamos unas copas en el bar de The Carlyle, y hasta fuimos al P.J. Clarke’s, donde puse unas canciones en la gramola que sabía que le gustaban, aunque no recuerdo exactamente cómo fue que tuve aquel arranque de generosidad.

Fue también ese fin de semana cuando dos mujeres de unos veinticinco años trataron de ligársenos a mi padre y a mí. Las dos estaban borrachas y como hacía tanto frío a mí se me habían pasado los efectos de todo lo que había bebido y mi padre había dejado de beber por completo, y las engañamos. Les contamos que éramos unos riquísimos petroleros de Texas y que yo iba a Harvard y venía a Manhattan los fines de semana. Salieron con nosotros del bar en el que estábamos y nos amontonamos en la limusina que nos llevó a una fiesta en Trump Tower que daba alguien al que conocía mi padre y allí las perdimos. Lo extraño de la situación no fue el ligue en sí mismo, pues mi padre siempre se había mostrado ocasionalmente muy inclinado a ligarse mujeres. Fue que mi padre, que normalmente hubiera coqueteado con aquellas dos, el pasado marzo no lo hizo. Ni en el bar, ni en la limusina, ni en la fiesta de la Quinta Avenida donde las perdimos de vista.

Mi padre tampoco podía comer, así que dejaba la comida sin tocar en Le Cirque, y Elaine’s y The Russian Tea Room; no bebió nada de lo que pidió en el 21 y en el Oak Room Bar; ninguno de nosotros hablaba (menos mal) si el bar o el restaurante en que nos encontrábamos era particularmente ruidoso. Hubo una triste comida en Mortimer’s con unos amigos suyos de Washington. Una cena sombría en Lutece con una chica que conocí en The Blue and Gold, Patrick y su novia, Evelyn, que era una ejecutiva de American Express, y mi padre. Eso fue dos meses después de que metiera a mamá en Sandstone, y lo que más recuerdo de ese cumpleaños fue el hecho de que nadie lo mencionara. Nadie lo mencionó excepto Patrick, que, confidencialmente, me susurró:

—Ya era hora.

Esa noche Patrick me regaló una corbata.

Volvimos a la suite de mi padre en The Carlyle después de esa siniestra cena de cumpleaños. Se fue a dormir, no sin antes mirarme con desaprobación cuando me senté con aquella chica en el sofá del cuarto de estar a ver vídeos. La chica y yo hicimos el amor en el suelo del cuarto de estar esa misma noche. Por la mañana me desperté temprano al oír que se quejaban en el dormitorio. Había luz encendida y se oían voces. Esa noche empezó a nevar, justo antes de amanecer. Me marché al día siguiente.

En el avión camino de Nueva York y después en la suite de mí padre en The Carlyle, sacando las cosas de la bolsa, paseando por el cuarto, bebiendo de una botella de Jack Daniel’s, con el estéreo puesto, pienso en las razones por las que vine a Nueva York y sólo encuentro una. No vengo a ver morir a mi padre. Y no vengo a discutir con mi hermano. Y no vengo porque quiera saltarme las clases en el college. Y no vengo a visitar a mi madre. Vengo a Nueva York porque le debo seiscientos pavos a Rupert Guest y no quiero enfrentarme a él.

PAUL ¿Te has encontrado más jodido alguna vez últimamente?

El de primero al que le has echado el ojo se cruza contigo en las escaleras de los comedores y cuando le preguntas adónde va él dice:

—A la barbacoa.

Has olvidado la tarjeta de identidad, de modo que te dan la lata pero al final te dejan entrar. Te sirves café y por alguna perversa razón coges un tarro de mermelada y te diriges a una mesa. Al parecer Donald y Harry fueron a Montreal la noche pasada a visitar a los de pueblo y volvieron esta mañana.

—Llevo once días sin masturbarme —te susurra Donald al sentarse.

—Te envidio —le susurras tú.

Y luego aparece Raymond, que se acerca con Steve, conocido como el Bobo Guapo en algunos círculos, a la mesa. Steve se va a doctorar en económicas y «el vídeo es su pasatiempo». Steve tiene un BMW. Es de Long Island. Raymond no se ha acostado con ese chico (los gays en primero —se te ocurre— ahora son una anomalía) aunque se fue de la fiesta con él la noche pasada. Pero Raymond está decidido a que todos lo crean. Se ríe cada vez que este idiota de Steve intenta iniciar una conversación y constantemente le pregunta sí quiere algo y le trae cosas (galletas, una ensalada de aspecto agradable) aunque le haya dicho que no. Es tan repugnante que estás a punto de levantarte e irte, para sentarte en cualquier otro sitio. Pero lo más repugnante es que no lo haces. Te quedas porque Steve te gusta. Y eso te deprime, te hace pensar: ¿serás siempre la quintaesencia del maricón? ¿Te van a seguir atrayendo sólo los chicos rubios y bronceados y que estén buenos y sean estúpidos? ¿Por qué ignoras siempre a los que son sensibles, listos, cariñosos, que a lo mejor miden uno sesenta y tienen granos en la espalda pero son esencialmente brillantes? ¿Vas a seguir siempre detrás de ese palurdo que estudia teoría del trombón ignorando a ese marica encantador que hace arte dramático y está preparando una tesis sobre Joe Orton? Quisieras acabar con eso, pero…

…entonces el chico rubio y alto de primero, que ni siquiera muestra ni una pizca de interés por ti, pide un pitillo y tú se lo das. Pero el de primero, representado aquí por Steve, parece tan estúpido, trata desesperadamente de agradar, y no piensa más que en las fiestas y se viste como un anuncio de ropa deportiva Esprit… Sin embargo hay un hecho evidente: son más guapos que los del último curso.

—¿Qué tal la fiesta? —pregunta Harry.

—La fiesta del bar mitzvah[2] de mi hermano fue más divertida, creo —dice Raymond mirando de reojo a Steve, cuyos ojos parecen perennemente semicerrados; una mueca estúpida en la cara, asintiendo a nadie.

—De hecho, pusieron a Springsteen —dice Steve.

—Lo sé —Raymond está de acuerdo—. Springsteen, ¡por el amor de Dios! ¿Quién ponía los discos?

—Pero sí a ti te gusta Springsteen, Raymond —dices, ignorando la mermelada verde, encendiendo un pitillo, el cuatrocientos del día.

—No, no me gusta —dice Raymond ruborizándose, mirando nervioso a Steve.

—¿Te gusta? —le pregunta Steve.

—No, no me gusta —dice Raymond—. No sé de dónde habrá sacado Paul esa idea.

—Mira, Raymond mantiene la teoría de que a Springsteen le gusta, por decirlo suavemente, que le calienten el culo —dices tú, echándote hacia adelante, dirigiéndote directamente a Steve—. Springsteen, ¡por el amor de Dios!

—Escucha «Backstreets». Una canción definitivamente gay —dice Donald, asintiendo.

—Nunca he dicho eso. —Raymond se ríe incómodo—. Paul me confunde con otro.

—¿Cuál fue el adjetivo que usaste para describir la funda del álbum «Born in the U.S.A.»? —preguntas—. ¿Delicioso?

Pero Steve ya no escucha. No le interesa la conversación de la mesa. Habla con el chico brasileño. Le pregunta si le podrá conseguir algo de éxtasis para esta noche.

El chico brasileño dice:

—Te quema la médula espinal, tío.

—Paul, ¿por qué no te ocupas de tus asuntos? —dice Raymond con mirada resentida—… Y me traes una Sprite.

—Tenías aquella lista, Raymond —dices, provocando—. ¿Quién más estaba en ella? Estaban: Shakespeare, Sam Shepard, Rob Lowe, Ronald Reagan, su hijo…

—Bueno… su hijo —dice Donald.

—Pero ¿este siglo no era el de que a nadie le importa nada? —pregunta Harry.

—¿Nada de qué? —le respondéis todos.

—¿Cómo? —pregunta Steve después que se marcha el brasileño.

Pero dejas de hablar porque a todo el mundo le falla el gusto a veces; todos nos acostamos con personas con las que no nos deberíamos acostar. ¿Qué te pasó a ti con ese chico alto y delgaducho que tiene una novia asiática? Creías que tenía herpes pero no lo tenía y los dos jurasteis no hablar nunca a nadie de las noches que pasasteis juntos. Ahora está ahí enfrente, sentado con la misma chica oriental. Discuten. Ella se levanta. Ahora Raymond habla de lo estupendos que son los vídeos de Steve.

—Son muy buenos. ¿Qué tal es el curso? —pregunta, y tú sabes que Raymond detesta todo lo que tenga que ver con los vídeos y que aunque este chico hiciera algo asombroso, lo que es muy dudoso, Raymond seguiría detestándolos.

—Aprendí mucho en ese curso —dice Steve.

—¿Como qué? —le susurras a Donald—. ¿El alfabeto?

Raymond lo oye y mira.

Steve sólo dice:

—¿Cómo?

Harry pregunta:

—¿Hubo alguna guerra nuclear este fin de semana?

Apartas la vista y la paseas por el comedor. Luego una última mirada a Steve, que está sentado al lado de Raymond, los dos riéndose de algo. Steve no se da cuenta de lo que pasa. Raymond todavía nos sigue mirando a los tres y durante un momento le tiembla la mano cuando se lleva el vaso a la boca y le lanza una mirada a Steve que Steve capta. Pero ¿qué puede significar esa mirada para un chico rubio de Long Island? Nada. Sólo significa «mirada» y nada más. Significa que una mano tiembla al encender otro pitillo. Después de la marcha de Sean, canciones que normalmente no me hubieran gustado empiezan a tener un doloroso significado para mí.

PATRICK La limusina debería haberle recogido de diez y media a once menos cuarto. Él tenía que llegar al aeropuerto de Keene por lo menos a las doce menos diez, donde la Lear le llevaría al Kennedy, donde su hora de llegada debería ser de una y media a dos menos cuarto. Debería haber llegado al hospital hace media hora, pero, conociendo a Sean, probablemente haya ido primero a The Carlyle a emborracharse o a fumar marihuana o a lo que demonios haga. Pero como siempre le ha importado tan poco hacer esperar a la gente, en realidad no me sorprende en absoluto. Espero en el vestíbulo del hospital mirando el reloj, llamando a Evelyn, que no vendrá al hospital, y espero la limusina que lo traerá aquí. Cuando parece que ha decidido no venir; cojo el ascensor hasta el quinto piso y espero, dando paseos, mientras los ayudantes de mi padre están sentados junto a la puerta de su habitación hablando entre ellos y mirándome de vez en cuando nerviosos. Uno, esta misma tarde, me felicitó, con lo que consideré un desagradable sarcasmo, por lo moreno que me había puesto la semana pasada en las Bahamas con Evelyn. Pasa a mi lado otra vez camino del servicio. Me sonríe. Le ignoro. No me gusta ninguno de ellos y los echaré a los dos en cuanto muera mi padre.

Sean se me acerca caminando por el pasillo en penumbra. Me mira con desagrado y doy unos pasos atrás. Me hace señas preguntando si puede entrar en la habitación. Me encojo de hombros.

Momentos más tarde sale de la habitación, y no con la pálida expresión de sorpresa que yo esperaba, sino con rostro impasible. Ni sonríe ni está triste. Los ojos, inyectados en sangre y semicerrados, todavía rezuman odio y esa debilidad de carácter que encuentro aborrecible. Pero es mi hermano. Se dirige al servicio.

—Oye, ¿adónde vas? —le pregunto.

—Al retrete —contesta.

La enfermera de guardia del mostrador levanta la vista del papel que estaba leyendo, para que no hablemos alto, pero cuando ve el gesto que le hago, se contiene.

—Te espero en la cafetería —le digo, antes de que cierre la puerta del servicio. Lo que hace allí dentro me resulta tan dolorosamente obvio (¿cocaína?, ¿o será crack?) que me avergüenza su falta de responsabilidad y su capacidad para fastidiarme.

Se sienta frente a mí en la cafetería, fumando.

—¿No te dan de comer bastante allí arriba? —pregunto.

No me mira.

—Técnicamente, sí.

Juguetea con una paja. Me termino el agua Evian. El deja el pitillo y enciende otro.

—Bueno… ¿nos divertimos, eh? —pregunta—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué estoy aquí?

—Está casi muerto —le digo, esperando que la realidad atraviese esa cabeza sin sentido que se mueve delante de mí.

—No —dice alarmado, y durante un milisegundo no me siento preparado para esta muestra de emoción, pero luego dice—: Qué observación tan astuta. —Y me desconcierta mi propia sorpresa.

—¿Dónde has estado? —pregunto.

—Por ahí —dice él—. He estado por ahí.

—¿Dónde has estado? —vuelvo a preguntar—. Especifica.

—Vine —dice—. ¿No es suficiente?

—¿Dónde has estado?

—¿Has visto a mamá últimamente? —pregunta.

—No hablábamos de eso —digo yo, sin dejarle que desvíe la conversación.

—Deja de hacerme preguntas —dice, riéndose.

—Deja de entenderme al revés a propósito —digo yo, serio.

—Allá penas —dice él.

—No, Sean —le contesto, serio, sin bromear—. Hazte cargo de la situación.

Uno de los ayudantes de mi padre entra en la vacía cafetería y me susurra algo al oído. Asiento, sin dejar de mirar a Sean. El ayudante se marcha.

—¿Quién era ése? —pregunta—. ¿Uno de la CIA?

—¿Qué tomas ahora? —pregunto—. ¿Coca? ¿Torinal?

Vuelve a mirarme con la misma expresión de burla y se ríe.

—¿Coca? ¿Torinal?

—He ingresado siete mil pavos en tu cuenta. ¿Dónde están? —pregunto.

Pasa una enfermera cerca y se la mira antes de contestar:

—Allí siguen. Todavía siguen allí.

Durante tres minutos no decimos nada. Sigo mirando el reloj, preguntándome qué estará haciendo Evelyn. Dijo que dormía, pero oí música suave de fondo. Llamé a Robert. No contestó nadie. Cuando volví a llamar a Evelyn su aparato comunicaba. La cara de Sean no cambiaba. Intento recordar cuándo empezó a odiarme, y cuándo correspondí a sus sentimientos. Sigue jugueteando con la paja. Me hace ruidos el estómago. No tiene nada que decirme y yo, en definitiva, no tengo nada de que hablar con él.

—¿Qué piensas hacer? —le pregunto.

—¿Qué quieres decir? —casi parece sorprendido.

—Quiero decir sí vas a buscar trabajo.

—No en la empresa de papá —dice.

—¿Entonces, dónde? —le pregunto.

—¿A ti qué se te ocurre? —pregunta—. Acepto sugerencias.

—El que pregunta soy yo.

—¿Y por qué? —Levanta las manos y las deja en alto durante un momento.

—Porque no vas a pasar otro trimestre en ese sitio —le hago saber.

—¿Entonces, qué quieres? ¿Que sea abogado? ¿Cura? ¿Neurocirujano? —pregunta—. ¿Qué prefieres?

—¿Qué se ha hecho del hijo al que tanto quería tu padre? —pregunto.

—¿Crees que a esa cosa de ahí le importa? —pregunta a su vez, riendo, señalando hacia el pasillo, respirando con fuerza.

—Le gustaría saber que estás, digamos, de vacaciones —digo. Considero otras opciones, tácticas más duras—. Sabes que siempre le disgustó que perdieras todas esas becas —digo.

Me mira sin expresión.

—Cierto.

—¿Qué piensas hacer? —pregunto.

—No lo sé —dice.

—¿Adónde piensas ir? —pregunto.

—No lo sé.

—¿Adónde?

—No lo sé. A Utah —suelta—. ¡Iré a Utah! A Utah o a Europa. —Se pone de pie, se aparta de la mesa—. Y no voy a contestar a ninguna otra de tus jodidas preguntas.

—Siéntate, Sean —digo.

—Me pones enfermo —dice él.

—No te vas a librar de mí —le digo—. Y ahora siéntate.

Me ignora y se aleja por el pasillo; deja atrás el cuarto de su padre, y todos los demás.

—Voy a coger la limusina para volver al hotel —dice, apretando el botón del ascensor. Las puertas se abren y se mete dentro sin mirar atrás.

Cojo la paja que estaba doblando. Me pongo de pie y me dirijo al descansillo. Paso junto a los ayudantes de mi padre, que no se molestan en mirar. En el teléfono público del vestíbulo llamo a Evelyn. Me dice que la vuelva a llamar más tarde. Dice que la he despertado. Cuelga y me quedo allí con el auricular en la mano, con miedo a colgar. Los dos hombres que están sentados junto a la puerta ahora miran interesados.

PAUL En El Carrusel entablo conversación con uno de pueblo que, para ser de pueblo, es bastante guapo. Trabaja en Transportes Holmes y cree que Fassbinder es una cerveza francesa. En otras palabras, es perfecto. Pero Victor Johnson, que nunca me ha gustado mucho y que por algún motivo ha regresado, y en el mismo estado —alcohólico— en el que se fue, me sigue fastidiando, y tengo que aguantarme las ganas de largarme. Se acerca a los videojuegos de dentro con ese odioso poeta que resultaba bastante guapo antes de afeitarse la cabeza y que me hace carantoñas. Le pregunto al de pueblo qué va a hacer después de dejar de trabajar en la empresa de transportes («por problemas de trabajo», me confía).

—Ir a Los Angeles —dice.

—¿De verdad? —Le enciendo el pitillo y pido otra Seabreeze—. Doble —le digo al barman, También invito al de pueblo a otra copa de Jack Daniel’s. De hecho me llama «señor» como si dijera «Gracias, señor».

Lizzie, una chica espantosa que estudia arte dramático, se acerca justo cuando le estoy contando al de pueblo lo maravilloso que es Los Angeles (nunca he estado), y dice:

—Hola, Paul.

—Hola, Elizabeth —le digo, y me fijo en cómo mira a Liz el de pueblo; me tranquilizo cuando vuelve a su copa. Liz hace tiempo que trata de llevarme a la cama. Dirigió la obra de Shepard este trimestre y no es exactamente fea; de hecho, es bastante guapa para la pinta de lesbiana que tiene, pero no, gracias. Además he prometido no acostarme jamás con las que estudian arte dramático.

—¿Te apetece conocer a mi amigo Gerald? —pregunta.

—¿Por qué me iba a apetecer? —digo yo.

—Tiene éxtasis —dice ella.

—¿Se supone que me va a interesar? —digo yo, y vuelvo a mirar al de pueblo y luego le digo a Liz—: Más tarde.

—Vale —suelta ella, y se marcha.

Miro de nuevo al de pueblo, me fijo en su expresión —no tiene ninguna—, en su camiseta sucia y en los vaqueros rotos, en su largo pelo sin peinar y su hermosa cara, el cuerpo fuerte, la nariz romana, inseguro. Luego me vuelvo y me pongo las gafas de sol, y paseo la vista por el local; es tarde, afuera nieva y no hay nadie más disponible. Cuando miro nuevamente al de pueblo me parece que se encoge de hombros. ¿Será que me lo imagino? ¿Estaba interpretando los gestos de un borracho según me convenía? Sólo porque el chico lleve una camiseta de Ohio no significa que necesariamente sea de Ohio.

Con todo, tomo la decisión de llevarme al de pueblo a mi cuarto. Me disculpo y antes voy al servicio. Alguien ha escrito «Los Pink Floyd viven» en la pared, y yo escribo debajo: «A ver cuándo te haces mayor». Cuando salgo, están haciendo cola Lizzie y Gerald, un actor al que anteriormente he visto un par de veces. Actuamos juntos en una obra de Strindberg hace un par de trimestres. Gerald: guapo, pelo rubio rizado, delgado, bonito traje.

—Ya veo que te has ligado a uno de pueblo —dice Gerald—. ¿No quieres compartirlo con nosotros?

—Gerald —digo, mirándole; él espera expectante—. No.

—¿Le conoces? —pregunta.

—Sí, bueno, no mucho —murmuro volviendo la cabeza para asegurarme de que el de pueblo todavía sigue donde le dejé—. ¿Y tú?

—No —dice Gerald—. Aunque conozco a su novia. —Y ahora sonríe.

Hay un largo silencio. Alguien pasa por delante de nosotros y cierra la puerta del cuarto de baño. Nueva canción en la gramola. Suena la cisterna del retrete. Miro a Gerald y luego al de pueblo. Me apoyo en la pared y murmuro:

—Mierda.

Una chica de pueblo se ha sentado en el taburete de la barra que ocupaba yo. Conque me uno a Gerald y a la maravillosa Lizzie para tomar unas copas en su mesa. Gerald me guiña el ojo cuando el de pueblo se va con la chica que se había sentado a su lado.

—¿Qué podríamos hacer? —pregunto.

—Gerald quiere que vayamos a la sala de pesas —dice Lizzie—. Pero sólo a mirar, claro.

—Claro —digo yo.

—¿Cómo se dice cochedecarreras al revés, Paul? —pregunta Gerald.

Yo miro al de pueblo e intento pensarlo: ¿rascadecoche?, ¿checode…?

—No lo sé, me rindo.

—¡Coche de carreras marcha atrás! —chilla Lizzie divertida.

—Ja, qué lista —murmuro.

Gerald vuelve a guiñarme el ojo.

SEAN Después de cenar en Jams, yo y Robert vamos al Trader Vic’s. Llevo una chaqueta de smoking y una pajarita que encontré en el armario de mí padre en The Carlyle. Robert, que acaba de volver de Montecarlo, lleva una chaqueta azul sport y un chaleco verde que le regaló su casi perfecta novia, Holly. También lleva una pajarita que se compró hoy, cuando fuimos de compras, aunque no recuerdo dónde la encontró. Quizá en Paul Stewart o en Brooks Brothers o en Barney’s o Charivari o Armani; en algún sitio de esos. Holly todavía no ha vuelto a la ciudad y los dos estamos muy salidos y con ganas de ligar. Una vez follé con Holly, cuando ya salía con Robert. No creo que él lo sepa. Eso, y que los dos nos hemos follado a Cornelia, son las únicas cosas que Robert y yo tenemos en común.

Anoche fui hasta la casa de Larchmont a última hora. Está en venta. Harold todavía vive detrás. Mi MG todavía seguía en uno de los garajes, pero mi habitación del piso de arriba estaba vacía, y la mayor parte de los muebles de la casa se los habían llevado a algún sitio. La casa estaba cerrada con llave y tuve que entrar por una de las ventanas de atrás. La casa todavía me parece enorme, incluso mayor de lo que me parecía cuando vivíamos en ella. Pero tampoco pasaba mucho tiempo en casa. El colegio estaba en Andover y habitualmente íbamos de vacaciones a otra parte. La casa me trajo pocos recuerdos, en realidad casi ninguno, y los que me traía extrañamente incluían a Patrick. Jugaba en la nieve con él en el césped delantero, que parecía extenderse kilómetros. Nos colocábamos y jugaba al ping-pong con él. También estaba la piscina donde no nos dejaban bañarnos, y las normas de que no hiciéramos ruido. Era lo único que recordé, pues la casa para mí siempre fue un lugar de paso. Encontré las llaves del MG en un anaquel del garaje, y lo puse en marcha esperando que Harold no me oyera. Pero me lo encontré al final del camino, en plena noche fría de noviembre, y me abrió la verja, servicial hasta el fin. Me llevé un dedo a los labios —chisss— cuando pasé a su lado.

Robert y yo bebemos un escorpión y fumamos Camel. Nos fijamos en una mesa con cuatro chicas sentadas, todas muy buenas, todas muy rubias.

—De Riverdale —digo yo.

—Nada de eso. De Dalton —dice él.

—Puede que de Choate —sugiero.

—Seguro que de Dalton —dice Robert.

—Apuesto lo que sea a que van a Vassar —digo, muy seguro.

Robert ahora trabaja en Wall Street y no parece que le importe. Robert y yo fuimos juntos al instituto. Él fue a Yale, que es donde conoció a Holly. Después de que hoy le ganara al squash en The Seaport, mientras tomábamos unas cervezas me contó que la había dejado, pero me dio la sensación de que Holly fue la que le dejó a él en Montecarlo y que por eso no ha vuelto.

Solíamos ir al Village, ahora lo recuerdo vagamente, sentado en Trader Vic’s, oliendo la flor del fondo del recipiente del escorpión.

—¿Qué tal si nos metemos una línea? —dice Robert.

—Muy bien —digo, notando que el ron me ha colocado, mientras trato de establecer contacto visual con una de las chicas.

—Voy al cuarto de baño —dice Robert, levantándose.

Se marcha. Fumo otro pitillo. Ahora las cuatro chicas me miran. Pido otro de esos escorpiones. De repente, todas se echan a reír. El barman polinesio me mira con mala cara. Le enseño una tarjeta American Express oro. Me prepara la bebida.

Cruzo las piernas y la chica a la que yo miraba no se acerca. Pero sí una de sus amigas.

—Hola —dice, riéndose—. ¿Cómo te llamas?

—Blaine —digo—. Hola.

—¿Qué hay de nuevo, Blaine? —pregunta.

—No demasiado —dice Blaine.

—Estupendo —dice la chica.

—¿Qué vais a hacer? —pregunta Blaine.

—Nada. Bueno, pensamos ir al Palladium —dice ella—. ¿Y tú y tu amigo?

—Por ahí —digo. El barman me pone la nueva bebida delante.

—Te va a parecer una tontería —dice ella.

—Adelante. —Apuesto a que lo va a ser.

—¿Tu amigo es Michael J. Fox? —pregunta.

—Creo que no —digo yo.

—¿Sois gay o algo? —dice ella.

—No —digo yo:—. ¿Y tú y tus amigas sois bolleras?

—¿Qué quieres decir? —pregunta ella.

Blaine piensa: olvídate de esta chica, aunque no le importaría acostarse con ella, pues fuma pitillos mentolados y está un poco gorda.

Michael J. Fox vuelve y mira a la chica de arriba a abajo y me susurra algo y me pasa la papelina. Le digo que se las entienda con aquella chica y le susurro:

—Cree que eres Michael J. Fox.

Me dirijo al cuarto de baño.

—¿Has visto Regreso al futuro? —pregunta Robert.

En el servicio de hombres me siento en el retrete y tiro de la cadena mientras me meto una línea. Salgo sintiéndome mejor, en realidad me siento muy bien, y voy al lavabo a lavarme las manos y asegurarme de que no me queda nada en la nariz. Oigo que alguien vomita y me miro cuidadosamente en el espejo y me quito cualquier resto que me pueda haber quedado debajo de la nariz. Vuelvo al bar.

Michael J. Fox ha convencido a las chicas para que vengan con nosotros. Así que las llevamos al Palladium, donde las dejamos en la pista, y nos largamos al Mike Tood Room, donde tomamos más copas. En el transcurso de la noche pierdo mi reloj Concord de cuarzo, hago un comentario grosero sobre los pechos de Bianca Jagger delante de ella, y termino con una putilla en el cuarto de mi padre en The Carlyle Robert está en el cuarto de al lado con otra putilla —una muchacha que antes iba a Camden y se llama Janey Fields— con la que creo que tuvo una historia. Estas cosas siempre terminan así. Ninguna gran sorpresa.

LAUREN Esta noche terminé con Noel. Guapo, de pelo largo postpunk, un neo hippie cuya novia, Janet, ha ido a pasar el fin de semana a Nueva York y que en realidad está saliendo con Mary, esa chica de Indiana. Yo estuve saliendo con el antiguo novio de Janet, Neal, poco antes de salir con Noel, que era el mejor amigo de Neal. Después de ir a un restaurante chino del pueblo en el Saab azul oscuro de Noel y después de pedir comida que no tuviera nada de glutamato y después de pasar un rato en una fiesta muy aburrida de Fels, vamos al cuarto de Noel, donde pone 2001 en el vídeo que está encima de una caja de leche a los pies de su cama. Luego nos partimos un dragón azul y miramos la película esperando que empiece el viaje. En lo único que puedo pensar es en la noche del trimestre pasado cuando Victor y yo lo hicimos en Tishman mientras cambiaban los rollos de la película y en lo mucho que nevaba para ser abril y en que estábamos borrachos de salce y tocaban «El fuego inolvidable»… Pero Noel se excita y no quiere dejarme en paz, y yo quiero ver la película y no me puedo concentrar, es demasiado larga y lenta y las escenas nunca se terminan. Necesito algo claro y rápido, y ni siquiera estoy segura de que el ácido me esté haciendo efecto. No entiendo lo que pasa. Noel me besa la nariz y me acaricia los muslos por dentro y aunque tengo esa infección de las vías urinarias y debo tomar esas pastillas de caballo para quitármela, le dejo que haga lo que quiera. Cuando se termina la película y se levanta a poner música, le digo:

—Pero a los Beatles los odio.

Me mira y se quita su camiseta de Grateful Dead dejando al descubierto un cuerpo tan maravilloso que no lo puedo resistir; y al quitarse sus playeros Reebok, dice:

—Oye, ¿sabes que yo también odio a los Beatles?

SEAN Vuelvo en coche a New Hampshire y me veo de regreso al campus, en busca de Lauren, recordando mi boca en su cuello, sus brazos alrededor de mí. Roxanne está en la sala de estar de Canfield y me dice que Rupert quiere hablar conmigo. Termino en El Pub pero tampoco está allí. No es que haya mucha gente, deben de estar en alguna fiesta. Pido una cerveza. Esta noche en El Pub hay unas quince personas, unas sentadas en las mesas, otras de pie junto a los videojuegos, un par de chicas junto a la gramola, dos de primero en un rincón hablando de cine. Pago la cerveza y me siento en una mesa vacía junto a los videojuegos. Me doy cuenta con una claridad deprimente de que me he acostado con tres de las chicas que hay en El Pub esta noche.

Una de ellas está junto a la gramola. Susan, de al lado de la bahía. La otra es una chica de primero que está sentada en el sofá hablando con una amiga. Y me digo a mí mismo que voy a evitar los ligues casuales después de las fiestas de los viernes por la noche, y también que no tiene sentido follar borracho los sábados por la noche y comprendo que no deseo a nadie más que a Lauren. «Heaven», una canción triste de Talking Heads, suena en la gramola. Estoy muy deprimido. Susan se me acerca.

—Hola, Sean —dice.

—Hola, Susan —digo esperando que no se siente.

—¿Vas a ir a la fiesta? —pregunta ella; sonríe y no se sienta.

—Sí, a lo mejor —me encojo de hombros—. Cuando me termine esta cerveza.

Ella pasea la vista por el local.

—Sí, he oído que va a estar bien.

—¿Sí?

—Sí. ¿Dónde está Lauren? —pregunta.

—Probablemente allí. Supongo.

—Oh —dice Susan—. He oído que habéis tenido problemas.

—No —niego con la cabeza—. En absoluto. ¿Dónde oíste eso?

—Bueno, por ahí.

—Pues no —digo—. No te preocupes.

—De acuerdo.

—Muy bien. —Tomo un trago de cerveza y me pregunto cuántos lo sabrán, a cuántos les importará.

—Bueno, pues a lo mejor después nos vemos en la fiesta, ¿vale? —dice ella, allí de pie, muriéndose por sentarse conmigo.

—Claro, claro —asiento, sonrío.

Se queda allí un poco más.

La miro y sonrío una vez más.

Por fin vuelve con su amiga.

Espero que Lauren y yo nunca tengamos una conversación como ésa: tensa, deprimente, sin esperanza. Y la echo tanto de menos y quiero que vuelva con tal intensidad que me termino la cerveza rápidamente. Y ya me encuentro mejor. Uno de los chicos de los videojuegos da una patada a la máquina:

—Que te den por el culo, puta.

Sigue sonando la canción «Heaven».

Hay cosas que nunca haré. Nunca compraré palomitas en El Pub. Nunca mandaré a tomar por el culo a un videojuego. Nunca borraré una pintada que hable de mí en los lavabos que hay en el campus. Nunca me acostaré con nadie que no sea Lauren. Nunca tiraré calabazas contra su puerta. Nunca pondré «Burning Down the House» en la gramola.

PAUL Hago como que leo unas notas de la reunión del Consejo de Estudiantes de la semana pasada, que están todas arrugadas y embarradas en el suelo del asiento trasero. Gerald está sentado a mi lado y trata de meterme mano. Sean de algún modo se las arregló para conseguir ese enorme Buick, y va delante con otras cinco personas de las once que nos hemos amontonado dentro del coche. Todos están borrachos, nadie sabe adónde vamos, ideas vagas sobre un viaje. Gerald sigue acariciándome los muslos. Hace mucho frío.

La última vez que vi a Sean se había parado junto a la puerta de mi cuarto, era a mediados de noviembre. Yo estaba sentado a la mesa sin hacer nada y oí que llamaban.

—Adelante —dije.

Hubo un silencio seguido de otra llamada, esta vez más fuerte.

—Adelante —dije, levantándome.

Abrieron la puerta. Sean entró. Yo me volví a sentar. Me quedé allí sentado mirándole y luego me levanté poco a poco.

—Hola, Sean —dije.

—Hola, Dent —dijo él.

¿Dent? ¿Me había llamado así alguna vez? Me preguntaba esto mientras íbamos en coche al pueblo. Cenamos y volvimos al campus. Sean aparcó delante de Booth. Subimos a su cuarto. Su cuarto me pareció más grande y vacío de lo que recordaba. La estrecha cama en el suelo, la mesa, una silla, una cómoda con cajones, un estéreo estropeado, nada de posters, nada de fotos, muchos discos apoyados en la pared en un rincón. Y a la mañana siguiente me desperté tumbado en el pequeño colchón. Él ya se había levantado y estaba sentado en una butaca mirando por la ventana cómo nevaba. Necesitaba un buen afeitado, tenía el pelo en punta. Me vestí tranquilamente. En el cuarto hacía calor. Él no decía nada. Se limitaba a estar sentado en la butaca y a fumar Parliaments. Me acerqué a la butaca por detrás para decirle que me iba. Estaba tan cerca de él que podía haberle tocado la mejilla, el cuello, pero no lo hice. Me marché. Luego me detuve en el descansillo y le oí cerrar la puerta con llave…

Gerald se da cuenta de que la cosa no me interesa pero sigue intentándolo. Miro la nieve por la ventanilla del coche; ¿cómo fue que me metí en esto? No conocía a la mitad de la gente del coche: heroinómanos, uno de primero, una pareja que no vive en el campus, uno que trabaja en un bar; Lizzie, Gerald, Sean y yo, y ese chico coreano.

Le tengo echado el ojo al chico coreano, un punk que estudia arte oriental, con el que me parece que me acosté el trimestre pasado, y que sólo pinta autorretratos de su pene. Está sentado junto a mí, al otro lado, en pleno viaje, y repite sin parar la palabra «tremendo». Lizzie conduce y da la vuelta en la calle Mayor, luego coge la carretera alejándose de Camden en busca de un sitio abierto donde podamos conseguir cerveza. Circula un porro, luego otro. Cantan The Smiths y alguien dice:

—A ver si quitáis esa música de maricones.

The Replacements los reemplazan cantado «Insatisfecho». Ninguno tiene carné de identidad, de modo que no podemos conseguir cerveza. Casi nos detiene la policía. Lizzie casi nos hace caer a un lago. El chico coreano grita sin parar:

—Llamemos arte a esto.

Yo no dejo de susurrarle:

—Vamos a mi cuarto.

Pero cuando volvemos al campus y espero que venga a mi cuarto, aparece Gerald y se quita la ropa, lo que significa, supongo, que yo también me tengo que quitar la mía.

Mientras estamos en la cama, oímos que llaman a la puerta.

—Chisss —dice Gerald.

Me levanto y me pongo los vaqueros y un jersey. Abro la puerta. Es Sean. Trae una botella de Jack Daniel’s y un radiocasete con The Smiths sonando.

—¿Puedo entrar? —susurra.

—Espera. —A mis espaldas está oscuro. No puede ver nada—. Saldré yo —digo.

Cierro la puerta y me pongo las botas, cojo un abrigo cualquiera de la oscuridad del armario. Gerald pregunta:

—¿Quién coño es?

—Volveré dentro de un minuto —le digo.

—Será mejor —dice él.

Sean y yo terminamos paseando por el bosque cercano al campus. Nieva ligeramente y no hace demasiado frío; una luna llena brilla arriba y hace que el suelo resplandezca. The Smiths cantan «Reel Around The Fountain». Me pasa la botella. Le digo:

—Me sorprendo hablando contigo cuando estoy solo. Simplemente hablando. —En realidad no lo hago, pero me parece bien decirlo y Sean es muchísimo más guapo que Gerald.

—Me gustaría que no dijeras cosas así —dice Sean—. Suena raro, horroroso.

Después hacemos el amor en la nieve. Más tarde le cuento que tengo entradas para el concierto de REM, en Hanover, la semana que viene. Se tapa la cara con las manos.

—Escucha —dice, levantándose—. Lo siento.

—No lo sientas —digo yo—. Estas cosas pasan.

—No quiero ir contigo.

—No quiero que las cosas resulten de este modo —le animo.

—No quiero hacerte daño.

—¿No? Bueno, verás… —me interrumpo—. ¿Puedo hacer algo yo?

Hace una pausa, luego dice:

—No, me parece que no. Ya no.

Le digo:

—Pero me apetece saber cómo eres. Quiero conocerte mejor.

Sean titubea, se vuelve hacia mí y dice, al principio alzando la voz y luego más bajo:

—Nadie puede conocer a nadie. Tenemos que aceptarlo. Nunca me podrás conocer.

—¿Qué demonios quieres decir? —le pregunto.

—Sólo que nunca me podrás conocer —dice—. Acéptalo.

Todo está muy callado, deja de nevar. Desde donde estamos tumbados podemos ver el campus iluminado por la luna, una tarjeta postal perfecta, a través de los árboles. La cinta se acaba y luego empieza otra vez automáticamente. Termina la botella de Jack Daniel’s y se marcha. Vuelvo a mí cuarto, solo Gerald se ha ido, dejándome una larga nota, donde explica lo muy carapijo que soy. Pero no me importa porque esta noche ocurrió algo divertido, en la nieve, borrachos, enamorados.

LAUREN Sucede de repente, mientras estamos en los Carnavales del pueblo.

Antes hubo un conato cuando nos tiramos bolas de nieve en el césped del Área Común (de hecho, le di con una bola en la cabeza; él parecía no tener fuerzas ni para hacer una), luego fuimos al pueblo en el MG y comimos unos bocadillos. Después de subir a la noria y de fumar yerba en la casa de la risa, se lo dije. Se lo dije mientras esperábamos que un amigo suyo le trajera pasta. Podía haberle dicho la verdad, o podía haber roto con él, o podía haber vuelto con Franklin. Pero al final ninguna de esas opciones me pareció adecuada, y había muchas posibilidades de que ninguna funcionase. Le miro. Está muy pirado y en la mano tiene un espejo para la cocaína de Def Leppard que ganó por meter pelotas de béisbol en botellas de leche. Sonríe.

S: ¿Qué te apetece hacer cuando volvamos?

Yo: No lo sé.

S: Podríamos alquilar una película.

Yo: No lo sé.

S: ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema?

Yo: Estoy embarazada.

S: ¿De verdad?

Yo: Sí.

S: ¿Es mío?

Yo: Sí.

S: ¿Mío de verdad?

Yo: Oye, voy a… me las arreglaré yo sola. No te preocupes.

S: No. No hagas eso.

Yo: ¿Cómo? ¿Y por qué no?

S: Oye, tengo una idea.

Yo: ¿Que tienes una idea?

S: Casémonos.

Yo: ¿De qué estás hablando?

S: Cásate conmigo.

Yo (sin decirlo): Podría ser de Franklin pero siempre existe la posibilidad de que de verdad sea de Sean. Pero ya había pasado mucho tiempo y no conseguía recordar cuándo nos conocimos Sean y yo. También podría ser de Noel, aunque es poco probable, y también podría ser de Steve, el de primero, pero eso todavía es menos probable. También podría ser de Paul. Son las únicas personas con las que me he acostado este trimestre.

S: ¿Entonces qué?

Yo: De acuerdo.

SEAN Lauren y yo decidimos no ir a almorzar hoy porque seguro que habría muchas miradas, demasiadas personas tratando de imaginar quién se fue con quién en la fiesta de anoche, y el comedor estaría frío y oscuro a última hora de la mañana y la gente se enteraría por fin de quién pasó con quién la noche mientras miraba su tostada con pena; habría demasiadas personas conocidas. De modo que nos fuimos a La Brasserie de las afueras del pueblo.

Roxanne estaba en La Brasserie, pero no con Rupert. Susan Greenberg también estaba allí, con el majadero de Justin. Paul Denton estaba sentado en un rincón con esa bollera, Elizabeth Seelan, que estudia arte dramático, y con un tipo que me parece que no estudia en Camden. Un profesor al que estaba seguro de que le debo por lo menos tres trabajos estaba sentado al fondo. Uno de pueblo con el que hago trapicheos estaba junto a la gramola. El sitio rebosaba paranoia.

Lauren y yo nos miramos el uno al otro después de sentarnos y luego nos relajamos. Después de los bloody mary, me di cuenta de lo mucho que me apetecía casarme con ella, de cuánto me apetecía que Lauren se casara conmigo. Y después de otra copa, de cuánto me apetecía tener un hijo suyo. Después de la tercera copa la cosa sólo me parecía una idea divertida y no una promesa difícil de mantener. Aquel día estaba guapa de verdad. Antes habíamos fumado yerba, y estábamos muy pirados y muertos de hambre. Lauren me seguía mirando con esos ojos que expresaban un amor desmedido sin poderlo evitar y yo me sentía muy bien al devolverle la mirada y comimos mucho y la besé en el cuello pero me paré cuando noté que alguien miraba nuestra mesa.

—Vámonos a otro sitio —le dije, al pagar la cuenta—. Vámonos del campus. Podemos ir a algún sitio y hacer eso.

—Muy bien —dijo ella.

LAUREN Fuimos a Nueva York a casa de unos amigos míos que se habían graduado cuando yo iba a segundo. Ahora se habían casado y tenían un apartamento en la Sexta Avenida, en el Village. Sean y yo fuimos en el MG y nos hicieron un sitio en una habitación del fondo. Nos quedamos en su casa porque Sean no tenía bastante dinero para irnos a un hotel. Pero la cosa funcionó bien. Era un cuarto grande, y teníamos mucha intimidad y espacio, y a fin de cuentas no importaba, pues todavía me sentía vagamente excitada ante la perspectiva de casarme, de la ceremonia, y hasta de ser madre. Pero al cabo de dos días con Scott y Ann, me volví más indecisa y el futuro parecía más distante y menos claro de lo que me había parecido el día de Carnaval. Mis dudas aumentaron.

Scott trabajaba en una agencia de publicidad y Ann abría restaurantes con el dinero de su padre. Habían adoptado a un niño vietnamita, un chico de trece años, al año siguiente de casarse: lo llamaron Scott Jr. y pronto lo mandaron a Exeter, que era el colegio al que había ido Scott. Me movía en silencio por su apartamento mientras ellos estaban trabajando y bebía agua Evian y miraba dormir a Sean y tocaba cosas en el cuarto de Scott Jr., comprendiendo lo deprisa que pasa el tiempo, y que el trimestre se estaba terminando. A lo mejor había reaccionado con excesiva rapidez ante la proposición de Sean, pensaba para mis adentros, mientras estaba en la lujosa y profunda bañera de Ann. No le había contado a Ann que estaba embarazada ni que me iba a casar con Sean, pues estaba segura de que llamaría a mi madre y yo para nada quería alarmar a mi madre. Veía la televisión. Tenían un gato que se llamaba Capuccino.

La segunda noche que pasamos en Nueva York fuimos los cuatro a un restaurante de Columbus: conversación centrada en el nuevo libro de John Irving, los críticos de restaurantes, la banda sonora de Amadeus y un nuevo restaurante tailandés que habían abierto en la parte alta de la ciudad. Esa noche observé muy atentamente a Scott y a Ann.

—Se llama California Cuisine —le dijo Ann a Sean, inclinándose hacía él.

—¿Por qué no les llevamos mañana al Indochina? —sugirió Scott. Llevaba un jersey Ralph Lauren grandísimo y unos pantalones de pana muy caros. Llevaba un Swatch.

—Es una buena idea. Me gusta —dijo Ann, poniendo el menú boca abajo. Ya sabía lo que quería. Iba vestida casi exactamente igual que Scott.

Se acercó un camarero y tomó nota de lo que queríamos beber.

—Whisky escocés. Solo —dijo Sean.

Yo pedí un cóctel de champán.

—Oh —dijo Ann, dudando—. Yo sólo tomaré una Diet Coke.

—¿No vas a tomar alcohol esta noche?

—No lo sé —dijo Ann, relajándose—. Me arriesgaré a tomar ron con la Diet Coke.

El camarero se fue. Ann nos preguntó si habíamos visto la última exposición de Alex Katz. Dijimos que no. Me preguntó por Victor.

Scott preguntó:

—¿Quién es Victor?

Ann le dijo:

—Su novio, ¿no es así? —Y me miró.

—Bueno —dije yo; no conseguí decir «ex»—. He hablado un par de veces con él. Está en Europa.

Sean bebió su copa de un trago en cuanto se la trajeron y llamó al camarero para pedirle otra.

Yo seguía intentando hablar con Ann pero me sentía irremediablemente perdida. Mientras me hablaba de las ventajas del arroz bajo en sodio y de la new age music, algo me estremeció. La idea de Sean y yo dentro de cuatro años. Miré a Sean: al otro lado de la mesa, Scott le hablaba de su nuevo lector de discos compactos.

—Tienes que oír cómo suena —le decía a Sean—. Es algo. —Hizo una pausa, cerró los ojos extasiado—… algo fantástico.

Sean no me miraba pero él sabía que yo le estaba mirando.

—¿Sí?

—Sí —siguió Scott—. Hoy he comprado el nuevo disco de Phil Collins.

—Tienes que oír lo maravilloso que suena «Sussudio» en ese aparato —dijo Ann. Los dos habían sido unos grandes fans de Genesis en Camden, y me habían obligado a oír «Lamb Lies Down on Broadway» una noche que los tres le habíamos pegado a la coca durante mi primer semestre en el college. Pero ¿qué le vas a hacer?

Sean estaba allí sentado, impasible, la cabeza ligeramente inclinada. Y aunque en aquel momento comprendí que no estaba enamorada de él y que nunca lo estaría, y que estaba obrando según un extraño impulso, seguía esperando que él pensase lo mismo: no quería terminar de este modo.

Después, esa misma noche, soñé con nuestro nuevo mundo de casados. El mundo en el que Sean y yo viviríamos. En mitad del sueño Victor sustituyó a Sean, pero seguíamos siendo jóvenes e íbamos en un BMW y el hecho de haber reemplazado a Sean para mí no cambiaba el significado del sueño. En el sueño no sólo votábamos, sino que votábamos por la misma persona que votaban nuestros padres. Bebíamos agua Evian y tomábamos kiwis y tortitas; me volví hacia Ann. Sean, que se había convertido en Victor, ahora era Scott. Resultaba desagradable pero no insoportable y de un modo indefinible me sentí a salvo.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos tortitas y kiwis y agua Evian y zumo de naranja, Ann mencionó algo sobre comprar un BMW y tuve que reprimir las ganas de gritar. Era claro que éste no había sido mi mejor trimestre; estaba claro que lo había echado a perder.

Por la noche Sean se tumbaba a mí lado y yo pensaba en el niño, algo que Sean nunca mencionaba. Se quejaba amargamente de lo patéticos que eran Ann y Scott y yo sentía deseos de telefonear a mi madre o a mi hermana y explicarles lo que pasaba. Pero todo ello, como mis dudas sobre mi relación con Sean, se desvanecía.

La última noche que pasamos en el apartamento se volvió hacia mí y me dijo:

—No consigo recordar la primera vez que… —se interrumpió y me di cuenta de que quería decir follamos, lo hicimos, nos acostamos, pero no era capaz de decirlo, y terminó diciendo muy confuso—: Que nos vimos.

Le miré vivamente:

—Me pasa lo mismo.

Sean sudaba y tenía el pelo pegado a la frente. Yo fumaba uno de sus pitillos. Teníamos las caras azules debido al televisor. Estaba un poco destapado, lo justo para que le viera el pelo de más abajo de la cintura. Yo llevaba una camiseta.

—Aquella noche en la fiesta —dijo él.

Puso una expresión triste. Luego, cuando me tocó, suspiré profundamente y con claridad, pero lo único que dije fue:

—Lo siento.

Y él me preguntó:

—¿Por qué no me contaste que estabas enamorada de ese chico?

—¿De quién? —pregunté yo—. ¿Te refieres a Victor?

—Sí.

—Porque tenía miedo —dije, y puede que en cierto modo lo tuviera.

—¿De qué?

Suspiré y me apeteció no estar allí y, sin mirarle, dije:

—Tenía miedo de que me dejaras.

—¿Quieres que yo le guste a él? —preguntó, confuso—. ¿Es eso lo que decías?

No me molesté en corregirle, así que dije:

—Sí. Tú le gustas a él.

—Pero si ni siquiera me conoce —dijo.

—Te conoce —mentí.

—Estupendo —murmuró él.

—Sí —dije yo pensando en Victor, pensando en cómo se pueden seguir teniendo esperanzas. Cerré los ojos, traté de dormir.

—¿Cómo sabes que no es… suyo? —preguntó por fin Sean, nervioso, desconfiado…

—Porque no.

Esta fue probablemente nuestra última conversación verdadera. Apagó la televisión. El cuarto quedó a oscuras. Me quedé allí tumbada cogiéndome el estómago y luego pasándome los dedos arriba y abajo por la tripa.

—Tienen a los Sex Pistols en disco compacto —dijo. Y la frase se quedó allí, en el aire, acusándome de algo. Me dormí. Nos fuimos a la mañana siguiente.

PAUL Una noche más. Estamos en diciembre y viendo la televisión en el Área Común antes de que amanezca otro sábado, todavía algo borracho y con Gerald. La noche pasada no hubo nada que hacer. La película era Los médicos descalzos de la China rural o algo así, y la fiesta irremediablemente aburrida.

Estaba Victor Johnson y aunque encontré desagradable que Rupert Guest y él le hubieran dado un tubito con semen a la Santa Secreta de Tim y se murieran de risa al ver que Gerri Robinson lloraba en el cuarto de baño después de abrirlo, no pude evitar coquetear con Victor y fumamos un porro a medías y él me preguntó dónde estaba Jaime Fields. Le había oído decir a Raymond que a Victor lo habían encerrado en un centro para alcohólicos, lo que significaba que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de llevármelo a la cama. Cuando me ofreció cerveza, le di las gracias y le pregunté:

—¿Cómo te van las cosas?

—Fantásticamente —dijo él.

—¿Dónde has estado? —le pregunté.

—En Europa —dijo.

—¿Y qué tal? —pregunté.

—Bien —dijo, y luego con menos entusiasmo—: En realidad no estuvo tan mal.

—¿Te gustaría volver? —pregunté.

—Me gusta América. —Me guiñó un ojo—. Pero sólo de lejos.

Por favor. Gerald ha estado siguiendo la escena desde un rincón de la habitación y antes de que pueda acercarse y estropearlo todo, cambio una entrada para el concierto de REM por una bolsa de hongos.

Ahora aquellas palabras familiares —Hanna Barbera— aparecen cada dos por tres y me recuerdan la época en que solía levantarme pronto los sábados para ver los dibujos animados. La fiesta todavía sigue en McCullough y Gerald habla de sus antiguos novios, modelos, miembros de un equipo de algo, mintiendo desvergonzadamente. Le beso para que se calle. Luego vuelvo a dirigir mi atención al televisor. Una canción especialmente potente de New Order llega desde las ventanas abiertas de McCullough, «Your Silent Face». A Sean le gustaba esta canción. Gerald dice:

—¡Dios mío, odio esa canción!

Le vuelvo a besar. Resulta que es la canción final de la fiesta. Termina y no suena otra.

Viendo la televisión nada tiene sentido. Después de un anuncio de Acutrin viene otro de Snickers y luego un vídeo de los Kinks al que siguen las noticias. A mi madre le gusta el nuevo vídeo de los Kinks. Eso todavía me deprime más que el propio Gerald.

—¿Cavilas? —pregunta.

Le miro.

—Le gusta otro. A ese otro le gusta una chica. Y creo que a la chica le gusta otro, probablemente yo. Eso es todo. Ilógico.

—Vaya —dice Gerald, buscando algo en los bolsillos. Saca la servilleta donde guardaba los hongos. No queda nada, sólo trocitos de hongo.

—A nadie le gusta la persona adecuada —digo.

—Eso no es verdad —dice él—. Tú me gustas.

Eso no es exactamente lo que yo quería decir o lo que quería oír, pero le pregunto muy serio:

—¿De verdad?

Hay una pausa.

—Claro. ¿Por qué no? —dice Gerald.

No hay nada peor que estar borracho y sentirse rechazado.

LAUREN La semana siguiente (o puede que sólo fueran una par de días) resultó muy confusa. Habitaciones de motel, noches enteras en coche, fumar yerba sin parar en el MG por carreteras nevadas. Todo parecía acelerado, el tiempo iba muy deprisa. No hubo conversaciones, no nos hablamos el uno al otro durante esos días en la carretera. Habíamos llegado a un punto en el que sencillamente no había nada de qué hablar. Habíamos superado los estadios más elementales de la conversación. No existían ni los educados: «¿Cómo estás?» de por la mañana; preguntas simples como: «¿Nos paramos en esa estación de servicio?» estaban descartadas. No decíamos nada. Ninguno de los dos hablaba.

Con todo, esa semana hubo momentos, incluso cuando íbamos en silencio y a toda velocidad en aquel coche, en que llegué a creer que Sean tenía alguna idea en la cabeza. Aminoraba la marcha si pasábamos cerca de algo que se pareciera remotamente a una capilla, o a una iglesia, y la miraba sin parar el motor. Luego volvía a acelerar y no paraba hasta encontrar un motel adecuado. Y en las habitaciones de estos moteles era donde esnifábamos la cocaína que llevaba, y debido a la cocaína los días, ya breves, parecían más breves, y conducía muy deprisa, tratando de llegar a un destino desconocido. Por la noche nos quedábamos en moteles, la televisión siempre encendida, esnifando cocaína, y si necesitábamos algo de comer, nos llenábamos el estómago para poder meternos más coca sin sentir náuseas; Sean salía de la habitación y volvía con pitillos, emparedados de queso y caramelos que pagaba con la tarjeta American Express porque no llevaba dinero en efectivo.

La cocaína, extrañamente, no nos volvía habladores. Nos metíamos unas líneas y en vez de ponernos a hablar como locos, veíamos la televisión y fumábamos, sin decirnos nada, ni allí sentados, ni en el MG, ni en los cafés. Adelgazó, se puso macilento a medida que disminuía la cocaína. Más moteles, más estaciones de servicio, otra cena en cualquier parte.

Yo sólo tomaba caramelos y Diet Coke. La radio siempre estaba puesta hubiera emisoras cerca o no. Las noticias nunca eran interesantes. Terremotos, el tiempo, política, asesinatos en masa. Todo resultaba aburrido. Yo llevaba una foto de Victor y la sacaba y la ponía en el asiento. A mi lado, Sean nunca se quitaba las gafas de sol con las que se tapaba unos ojos vidriosos, y yo tocaba la foto. Era en blanco y negro y Victor estaba sin camisa, fumando un pitillo, mirando burlonamente a la cámara, tratando de parecer un actor de una vieja película, con los ojos semicerrados. Victor me gustaba todavía más gracias a esta foto y al misterio que contenía. Pero luego ya no me podía gustar porque estaba con Jaime, y de eso nunca me olvidaba. La única cinta que había en el coche era una antigua de Pink Floyd, y Sean sólo quería oír «Nosotros y ellos» y ninguna canción más, rebobinándola una y otra vez, y el ritmo me hacía entrar sueño, que probablemente era lo que quería Sean, aunque subía el volumen siempre que el estribillo decía: «No me has escuchado…», y yo me sobresaltaba y me sentaba muy tiesa con el corazón latiendo con fuerza y me estiraba y bajaba el volumen en cuanto alcanzaba el botón. La canción terminaba, y vuelta a rebobinar. Yo no decía nada.

Sean encendía pitillos, tiraba las cerilla por la ventanilla, daba una calada, apagaba el pitillo.

SEAN Todos los árboles estaban secos. Había mofetas muertas, perros muertos y hasta algún venado muerto a los lados de la carretera, manchando de sangre la nieve. Había montañas llenas de árboles secos. Carteles naranja anunciaban obras en la carretera. En la radio sólo se oían parásitos, la casete casi nunca funcionaba, pero cuando sonaba sólo se oía a Roxy Music muy mal y a todo volumen. La carretera parecía interminable. Moteles. Comprábamos comida en las áreas de servicio. Lauren vomitaba sin parar. No quería hablar conmigo. Me dedicaba a concentrarme en la carretera o en la gente de los otros coches. Cuando cogíamos alguna emisora sólo ponían canciones de Creedence Clearwater que me ponían triste no sé por qué. En las habitaciones de los moteles los ojos de Lauren me miraban acusadores; su cuerpo daba pena de ver, tan deshecho. Se me acercaba y le decía que se apartase. En una estación de servicio de un sitio que se llamaba Bethel, cerca de la frontera de Maine, casi la dejo mientras vomitaba en el retrete. Aquella semana hice más de tres mil kilómetros. Por algún motivo pensaba mucho en Roxanne. Pensaba en un sitio al que ir, pero no se me ocurría ninguno. Sólo existían moteles y estaciones de servicio. Se sentaba a mi lado, apática. Rompía los vasos de los cuartos de baño de los moteles. Dejó de usar zapatos. Yo bebía mucho. A la mañana siguiente me despertaba con resaca, si es que nos acostábamos, y veía su cuerpo lastimoso en la cama de al lado y volvía a pensar en abandonarla. Sin despertarla, le robaría todas sus cosas, su maquillaje, que de todos modos había dejado de ponerse, su ropa, todo, y me largaría. Jamás se quitaba las gafas de sol, ni siquiera de noche ni cuando nevaba con fuerza. Solía caer aguanieve sin parar. A veces se hacía de noche a las cuatro de la tarde…

Volvimos a esa estación de servicio de Bethel —de algún modo habíamos viajado en círculo—, y mientras Lauren iba al servicio y volvía, andando con dificultad por la nieve, acercándose al coche después de vomitar, algo hizo clic. La nieve del parabrisas empezó a fundirse. Me estiré y encendí la radio pero no pude encontrar nada. La cinta de Roxy Music estaba destrozada. Por fin encontré otra emisora donde sonaba lejísimos algo de Grateful Dead. Encendí un pitillo aunque me estaban llenando el depósito. Lauren abrió la puerta y se sentó. Le ofrecí uno. Dijo que no con la cabeza. Pagué y salimos de la estación de servicio. Era por la mañana temprano y nevaba mucho. De nuevo en la carretera, sin mirarla, dije:

—Lo pagaré yo. —Y me aclaré la garganta.

LAUREN Me deja allí tirada, dice que me espera en la cafetería de más abajo… Ya estaba de tres meses. No paraba de pensar si habría sido aquella noche con Paul. Llenar formularios. No aceptaron mi tarjeta American Express, sólo Master Charge. Querían saber mi edad, religión. Un aborto en New Hampshire: mi vida se abreviaba. Estoy tranquila pero sé que no durará. En tensión cuando leo: por la presente autorizo a interrumpir el embarazo. Graffiti en las mesas de la sala de estar. Final del trimestre; cosas que sólo podían haber escrito otras chicas del college. ¿Estuvo Sara aquí? Me dieron Valium. Me explicaron la operación. Tumbada, pienso vagamente en si sería chico o chica.

—Muy bien, Laurie —dijo el médico.

Un reconocimiento del útero de Laurie. La mesa se alza. Yo me quejo. Levanta las caderas, por favor. Algo antiséptico. No lo puedo evitar y tengo una arcada. La enfermera me mira. Parece agradable. Empieza a pesarme el estómago. Ruidos de absorción. Se acabó. Sudo. Voy al cuarto de recuperación. Ya no importa nada. Paso junto a otras chicas, algunas llorando, aunque la mayoría no. Salgo a la calle después de que me recoja Sean, tres cuartos de hora o una hora más tarde. Me cruzo con dos chicas del college. Pienso que una vez fui igual de joven.

En el coche, de vuelta al campus, Sean pregunta:

—Se acabó todo, ¿no?

Y le digo:

—Da igual.

SEAN En la fiesta no consigo encontrar a la camarera que me había ligado antes en la cafetería y que había invitado a la fiesta, pero de todos modos me emborracho y celebro el final del trimestre follando con Judy otra vez en su cuarto —sólo tuve que agarrarla del brazo y nos fuimos—, y luego con la chica hippie cuando volvía a Windham. Vuelvo a la fiesta a por una cerveza, empiezo a sentirme bien y todavía estoy bastante salido, así que lo hago con Susan y por fin, hacia las dos, vuelvo a casa con esa chica sueca. Después de eso vuelvo y me encuentro con que la fiesta aún sigue y me siento con los que están esperando que alguien traiga más cerveza. Estaba muy borracho y sabía que iban a tardar en traer la cerveza y El Pub llevaba horas cerrado y debería haber vuelto a casa, o a cualquier parte, puede que otra vez al cuarto de Susan, o puede que a visitar a Lauren, pero no me apetece. Ya estaba a miles de kilómetros de aquella mierda. Y de repente, al pasear la vista por la sala de estar de Windham, atronando Roxy Music, vi un árbol de Navidad medio tapado por sostenes y bragas en un rincón, y los odié a todos y, sin embargo, me apetecía quedarme allí con ellos. Hasta con el chico que tocaba tan mal la guitarra; hasta con la bollera de Welling; hasta con la camarera de la cafetería que había aparecido e iba del brazo de Tim. Eran personas con las que no habría hablado fuera de este cuarto, pero aquí, en la fiesta, me repugnaban más de lo que hubiera creído posible. La música estaba muy alta y fuera nevaba. El cuarto estaba a oscuras si se exceptúa el fuego de la chimenea y las lucecitas que se encendían y apagaban en el árbol de Navidad del rincón. Aquello era lo que contaba. Allí era donde quería estar. Incluso con la ex que iba a follar con Tony. Hasta ella. Lo único que importaba era que estábamos aquí…

La sensación desapareció al no llegar la cerveza y anunciar Getch que los chicos que habían ido a buscarla fueron detenidos por conducir borrachos. Pero yo seguía en aquel cuarto y todos seguíamos juntos: dos personas a las que despreciaba, dos personas que me habían despreciado, una chica con la que me había portado mal… pero ahora eso no importaba. Tim se fue con la camarera de la cafetería. Yo volví al cuarto de la sueca y llamé. Pero tenía la puerta cerrada con llave y probablemente estaba dormida. Anduve tambaleándome por la nieve de vuelta a mi residencia y a un cuarto frío y vacío. La ventana estaba abierta. Se me había olvidado cerrarla.

LAUREN

MITCHELL Me di cuenta de que la cosa no iba a salir bien cuando me enteré de que tendría que ir con Sean Bateman a conseguir un poco de yerba. En realidad no conocía bien a Bateman pero por su pinta podía asegurar cómo era: probablemente escuchaba mucho a George Winston, comía queso y bebía vino blanco, y tocaba el cello. Me molestó que tuviera el valor de venir a mi cuarto a decirme que debía ir con él a casa de ese miserable idiota de Rupert, lo cual yo sabía que no era oportuno, pero el trimestre se acababa y necesitaba algo de yerba para el viaje de vuelta a Chicago. Discutí un rato con él, pero Candice estaba sentada en mi cama tratando de terminar un trabajo y me dijo que fuera y no me pude negar, aunque todo el trimestre había estado pensando en romper con ella. Tomé un Xanax y subí a su coche y salimos del campus en dirección a North Camden, que era donde vivían Rupert y Roxanne. La carretera estaba resbaladiza y Bateman conducía demasiado deprisa y casi nos salimos de la carretera un par de veces, pero llegamos sin mayores daños.

La casa estaba a oscuras y sugerí que a lo mejor no había nadie. Al otro lado de la calle había una fiesta. Le dije que le esperaría en el coche.

Él dijo:

—No te preocupes. Sólo está Roxanne.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. No quiero entrar.

—Vamos a entrar —dijo él—. Terminaremos en seguida.

Le seguí hasta la puerta, y él llamó con recelo. No hubo respuesta. Volvió a llamar, luego trató de abrir. Alguien abrió la puerta violentamente. Y era Guest, haciendo muecas como un idiota. Nos dijo que entráramos y luego se rió brutalmente.

Había más tipos de pueblo en el cuarto de estar en penumbra oyendo a Led Zeppelin. Habían encendido velas. Empecé a sentirme incómodo.

Rupert paseaba por la cocina.

—Así que habéis venido, ¿eh, chicos?

Los de pueblo reían como tontos en el cuarto de estar. Eran cuatro o cinco. Brilló algo junto a la luz de una vela.

Bostecé nervioso y los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Necesitamos algo de yerba —dijo Bateman, con aire inocente.

—¿Ah, sí? —dijo Rupert, dando vueltas a nuestro alrededor.

—¿Dónde está Roxanne? —preguntó Bateman—. Estás imposible.

—¿Dónde está el dinero, Bateman, maldita sea? —gritó Rupert como si fuera sordo y no hubiera oído a Bateman. No me podía creer lo que estaba pasando.

—Estás loco —dijo Sean, perplejo—. ¿Dónde está Roxanne?

Uno de los de pueblo se había levantado. Tenía una pinta amenazadora: gran barriga, pelo a cepillo. Se apoyó en la puerta de la cocina. Me eché hacia atrás y tropecé con el armario. No tenía ni idea de cuál era el problema, aunque estaba claro que tenía algo que ver con dinero. No sabía si Rupert se lo debía a Bateman o si Bateman se lo debía a Rupert, pero algo no iba bien. Rupert había tomado coca y trataba de mostrarse enérgico, pero su actuación no resultaba ni convincente ni amenazadora. En la cocina había poca luz y la que había no sé de dónde venía. Algo volvió a brillar en la oscuridad.

—¿Dónde está el dinero, carapijo? —preguntó Rupert.

—Esperaré en el coche —dije.

—Espera —dijo Bateman, agarrándome del brazo.

—¿Por qué tiene que esperar, carapijo? —preguntó Rupert.

—Oye. —Sean hizo una pausa. Luego me miró—. Lo tiene él.

—¿Lo tienes de verdad? —preguntó Rupert, tranquilizándose y súbitamente interesado.

Con el rabillo del ojo vi que uno de los de pueblo, enorme y borracho, tenía un machete. ¿Qué cojones estaba haciendo alguien con un machete en New Hampshire?

—Espera un momento —dije, levantando las manos—. No sé qué hostias está pasando aquí. Sólo vine a por un poco de yerba. Me voy.

—Venga, Mitchell —dijo Sean—. Dale el dinero a Rupert.

—¿De qué cojones estás hablando? —grité—. Esperaré en el coche.

Me puse a andar hacia la puerta pero otro de los de pueblo se levantó y me cortó el paso. Veía el coche por la ventana, en la nieve, y la fiesta del otro lado de la calle. Distinguí a Melissa Hertzburg y a Henry Rogers, aunque no estaba seguro. Oí villancicos.

—Esto es una mierda —dije.

—¿Lo tienes de verdad? —me estaba preguntando Rupert, acercándose.

—¿Si tengo qué? —volví a gritar—. Oye, espera un momento, este tipo…

—¿Este tipo tiene o no tiene dinero? —preguntó Rupert a Bateman.

—Díselo de una vez —le grité a Bateman.

Hubo un silencio. Todos esperaban la respuesta de Sean.

—Vale, no lo tiene —admitió.

—¿Y qué tienes tú para mí? —le preguntó Rupert.

—Tengo esto —dijo Bateman. Sacó algo del bolsillo y se lo dio a Rupert. Rupert lo examinó. Era un tubito. Rupert puso algo en un espejo. Supuse que sería cocaína. Levantó la vista hacia Sean murmurando que sería mejor que fuera buena. Los de pueblo ahora estaban en silencio e interesados por lo que pasaba. Pero claro, la coca no era buena y estalló una discusión. Rupert arremetió contra Bateman. Uno de los de pueblo me agarró. Hubo una pelea. Salí corriendo de la casa; cuando me volví, pude ver que Bateman había conseguido hacerse con el machete y gritaba, amenazado a los de pueblo—: Atrás.

Me di la vuelta y corrí al coche, resbalando por la acera y cayéndome de culo. Cuando entré en el coche y cerré la puerta vi que los de pueblo se echaban hacia atrás. Sean siguió amenazándoles con el machete hasta que llegó a la calle; tiró el machete y saltó dentro del coche.

Los de pueblo fueron más lentos pero se subieron a su furgoneta mientras el MG salía disparado. Sean se lanzó calle abajo, se saltó un semáforo en rojo y cogió la carretera de vuelta al college. No podía creer lo que estaba pasando. Jamás pensé que moriría un viernes. Cualquier otra noche, pero un viernes… Bateman ahora me miraba; sonreía y preguntaba:

—¿No ha sido divertido?

Los de pueblo, encabezados por Guest, nos seguían, pero nunca peligrosamente cerca, aunque una vez me pareció oír un disparo. Nos alcanzaron a la entrada del college y trataron de sacarnos de la carretera desde el otro carril. El MG dio un bandazo y luego fue a chocar contra un montón de nieve y se detuvo suavemente. La furgoneta pasó de largo y luego aminoró la marcha y empezó a dar la vuelta con dificultad. Bateman esperó hasta que se nos acercaron y de repente volvió a arrancar, pasó junto a los de pueblo, y recorrimos a toda velocidad los tres kilómetros hasta la puerta de Seguridad sin demasiados incidentes. Pero cuando me volví, distinguí los faros de la furgoneta a nuestras espaldas. Sean sonrió a los guardas y los saludó con la mano cuando alzaron la valla. Me llevó a mi residencia. Fue entonces cuando me di cuenta de que sus faros seguían apagados. Le miré y sólo dije:

—¡Dios mío, Bateman, eres un carapijo!

Se buscó en la chaqueta y sacó un paquetito de yerba y me lo dio por la ventanilla. Lo cogí. No me molesté en preguntarle lo que había pasado y cuándo había conseguido esto. Aunque lo hubiera intentado, habría dado igual, pues ya se había alejado.

VICTOR Fui al concierto de REM, en Hanover, con Denton. Rupert ya me había echado de su casa. Dijo que tenía problemas y que debía irme. No tenía otro sitio al que ir conque me fui con Denton. El auditorio era grande pero no había asientos. Tocaron unos teloneros y fui al fondo, compartiendo con Denton la cerveza que había conseguido colar, y mirando a las chicas. Cuando empezaron a tocar dejé a Paul y me abrí paso por entre la multitud que había delante del escenario y me senté en uno de los altavoces con otro chico de Camden que se llamaba Lars. Nos quedamos allí sentados mirando a la gente, a todos aquellos jóvenes americanos muy pirados y sudorosos que miraban el escenario. Algunos estaban viajando y muy colocados, otros tenían los ojos cerrados, y movían sus grotescos cuerpos bien alimentados al ritmo de la música. Esa chica a la que llevaba mirando la mayor parte de la noche estaba espachurrada en medio de la primera fila, y cuando captó mi mirada, le sonreí. Me lanzó una mirada desafiante y se volvió hacia la banda, moviendo la cabeza al ritmo de la música. Yo me sentí molesto de verdad y me puse a pensar: ¿Cuál era el problema de aquella chica? ¿Por qué no había sido amable y me devolvía la sonrisa? ¿Le preocupaba alguna guerra inminente? ¿Sentía terror? ¿O inspiración? ¿O pasión? Aquella chica, como todas las demás, he terminado por creer, era una retrasada mental. A lo mejor se le había rayado el disco de Talking Heads o a lo mejor papá todavía no le había mandado el cheque. Eso era lo único que le preocupaba a esa chica. Tenía a su novio al lado, un yuppie total con brillantina en el pelo y una corbata muy fina. ¿Y cuál era el problema de ese chico? ¿Había perdido el carné de identidad, le pusieron demasiadas anchoas en la pizza, se estropeó la máquina de tabaco? Y seguí mirando a esa chica: ¿habría olvidado tapar el frasco de champú esta mañana? ¿Tendría alguna infección en las vías urinarias? ¿Por qué se comportaba de un modo tan jodidamente imperturbable? Y de verdad que no estaba siendo cínico con esa puta y el carapijo de su novio. De verdad que creía que sus problemas no iban más allá de lo que yo pensaba. No se tenían que preocupar de buscar calor o conseguir comida. Tampoco de bombas o láseres o disparos. A lo mejor les habían dejado las personas de las que estaban enamoradas; a lo mejor su ejemplar de «Speaking in Tongues» se les había rayado. En eso consistían sus problemas este trimestre. Pero entonces comprendí, allí sentado con el altavoz vibrando debajo, la banda sonándome a tope en la cabeza, que estos problemas y el dolor que sentían eran auténticos. Quiero decir, que esa chica probablemente tenía mucho dinero, como también lo tenía su novio. Otras personas puede que no simpaticen con los problemas de esta pareja y puede que a ellos no les importe ninguna de sus cosas, pero a Jeff y Susie les seguían importando; esos problemas les hacían daño, esas cosas les molestaban… Y eso es lo que me parecía patético de verdad. Me olvidé de la chica y de todos los demás idiotas y me metí otra línea de la coca que Lars me ofrecía…

Después quise ir a El Carrusel pero Paul dijo que todo el fin de semana estaba cerrado; que no solía ir casi nadie, a no ser alguna pareja del último curso, y los graduados que nunca salían de North Camden. De todos modos nos pasamos por allí. No es que nunca me haya divertido demasiado allí, pero todavía me atraía en cierto modo. Y era deprimente verlo a oscuras un jueves por la noche. La puerta cerrada, el sendero que llevaba a la puerta cubierto de nieve todavía por apartar.

LAUREN Pierdo las llaves la primera vez que dejo mi cuarto en cuatro días. Así que no puedo cerrarlo. En realidad no importa tanto, he hecho el equipaje. Voy a Correos a mirar el cartel de anuncios para ver si alguien se va mañana o pasado. Pocas ofertas. «Perdido un perro…», «Ambicioso fotógrafo busca chico imaginativo para posar», «Club de fans de Madonna. Apúntate ya». Lo arranco pero la mujer que está detrás del mostrador de Correos lo ve y me mira hasta que lo vuelvo a clavar. «Club de patinadores». También me apetece romperlo. «El club de fans de Jack Kerouac iniciará sus sesiones el próximo trimestre». Me molesta la idea de que esté junto a los otros, me parece lastimoso, así que lo arranco. La mujer no dice nada. Alguien me ha dejado un ejemplar de Cien años de soledad en el buzón y miro dentro para ver si han dejado algo más. «Un libro bueno de verdad. Espero que te guste — P». Pero no parece que se lo hayan leído, y lo dejo en el buzón de Sean.

Franklin está en la cola del comedor. Me pregunta si me apetece ir a La Brasserie. Hoy ya he comido ocho veces pero tengo que salir del campus. Así que vamos al pueblo y no lo pasamos tan mal. Compro un par de cintas, y un yogur, y luego en La Brasserie tomo un bloody mary y un Xanax. Durante toda la semana deseé que no me lo hubieran hecho bien; que a lo mejor el médico se habría equivocado y no habría terminado del todo. Pero, claro, no era así. Habían hecho un buen trabajo. Antes nunca había sangrado tanto.

Miro la nieve por la ventana. En la gramola suena una canción pop deprimente. Hago una lista mental de las cosas que debo hacer antes de irme a Nueva York. Regalos de Navidad.

—Me la he follado —dice Franklin, tomando un trago y señalando a la camarera; una puta chismosa del campus que me parece odiosa y que le dijo a su novio que yo era una puta y su novio la creyó.

La camarera desaparece por la cocina. Un camarero ocupa su puesto. Pone algo en la mesa de al lado de la nuestra. De repente me doy cuenta de quién es el camarero. No deja de mirarme, pero no me reconoce. Me echo a reír, la primera vez en una semana.

—¿De qué te ríes? —dice Franklin—. No, en realidad no me la follé.

—Yo sí follé con el camarero —le cuento a Franklin. Es el de pueblo con el que perdí mi virginidad.

—Oye —dice Franklin—. We are the world.

SEAN Tim me ayuda a hacer el equipaje a la mañana siguiente. Tampoco tengo tantas cosas que llevarme, pero no tiene nada mejor que hacer y lleva la mayor parte de mis cosas al coche. No me pregunta por Rupert, aunque sabe que por eso me voy. Al otro lado del césped Lauren se dirige al Área Común.

—Me han contado lo que le pasó a Lauren —dice Tim.

—¿Ya? —pregunto, cerrando el maletero del MG.

—Sí. —Me ofrece un pitillo—. Ya.

—Bueno —digo.

—¿Qué pasó? ¿Está bien? —Se ríe—. ¿Ya no te importa?

Me encojo de hombros. Trato de encender un pitillo y no lo consigo por culpa del viento y la nieve.

—Ella me gustaba mucho.

Tim se queda callado, pero luego pregunta:

—Entonces, ¿por qué no lo pagaste tú?

No me está mirando. Fanfarroneo.

—No me gustaba tanto —digo al meterme en el coche.

VICTOR Me pasé levantado toda la noche esnifando coca con una chica que conocí en El Pub y que un verano trabajó para mi padre. A la mañana siguiente vamos a un café del pueblo (una comida espantosa) y no tengo nada de hambre. Estoy tan pálido que no me quito las gafas de sol. Nos quedamos junto a la puerta esperando una mesa libre, el servicio es terrible de verdad, y al que haya diseñado este sitio deberían haberle hecho una lobotomía. La chica mete una moneda en la gramola. La camarera no deja de mirarme. Me suena. Los Talking Heads cantan «And She Was», luego el viejo Frank se pone a cantar «Young at Heart» y me divierte lo distintas que son las cosas que elige. De repente, una chica con la que salí unas pocas veces el verano pasado se me acerca —lo último que me podía pasar—. Me mira y dice:

—No sabes lo penoso que me resulta volver a verte.

Luego se arroja en mis brazos, apretujándome fuerte.

Yo sólo digo:

—Oye, espera un momento.

Era una chica rica que vivía en Park esquina a la 80 con la que follé o algo así el trimestre pasado, y es guapa, y se portaba bien en la cama, y tiene buen cuerpo.

Dice automáticamente adiós al chico con el que se encontraba, que estaba hablando con la camarera cuya cara me suena. La chica que había trabajado con mi padre y que tiene toda la coca ya está hablando con alguien de pueblo junto a la gramola, podría conseguir otro gramo, pero esta chica, Laura, ya me ha cogido del brazo y me lleva fuera de La Brasserie. Pero probablemente sea mejor así. Necesito un sitio donde quedarme y van a ser unas Navidades largas y frías.

LAUREN De vuelta a mi cuarto. El último día. Todos hacen el equipaje. Intercambian direcciones. Toman copas de despedida. Andan borrachos por el campus cubierto de nieve. Me tropiezo con Paul cuando sale de Canfield.

—Hola —digo, sorprendida, avergonzada—. ¿Cómo está usted, Mr. Denton?

—Lauren —dice él, todavía sobresaltado—. ¿Y a usted cómo le ha ido, Ms. Hynde?

—Bien —digo yo.

Nos quedamos allí, incómodos.

—Oye… ¿qué estudias ahora? —pregunto—. ¿Sigues con arte dramático?

—Sí —contesta con un gruñido—. Me parece que sí. ¿Y tú con arte?

—Arte. Bueno, poesía. Bueno, en realidad, arte —tartamudeo.

—¿Cómo es eso? —sonríe—. ¿No te aclaras?

—Estoy en plan interdisciplinario, ya sabes —digo.

Larga pausa y recuerdo con gran claridad lo estúpido que parecía Paul en primero: una camiseta de PIL debajo de un jersey de Armani. Pero también me enamoré de él, más tarde. ¿La noche que nos conocimos? No consigo recordar nada a no ser a Joan Armatrading que sonaba en el tocata de su cuarto; los dos fumando, charlando, nada excitante, nada importante, pero flashes de recuerdos. Paul interrumpe el trance:

—¿Y qué piensas hacer?

Pienso en lo que Victor me contó después de encontrármelo en La Brasserie, antes de que fuera a alquilar un coche al pueblo:

—Ir a Europa, creo. No lo sé. Probablemente a Europa.

No me importaría dejar la conversación ahí, pues ha sido agradable estar cerca de Paul y oírle hablar… pero sería demasiado brusco.

—Europa es un sitio estupendo —dice él; algo muy propio de Denton.

—Sí, seguro que lo es.

Nos quedamos allí un poco más. Sigue nevando. De repente se encienden las luces de la calle aunque sólo son poco más de las tres. Los dos nos reímos de esto. Por algún motivo pienso en aquella noche en el café cuando él me andaba buscando; ¿todavía estaba enamorado de mí? ¿Tenía celos de las otras personas con las que yo estaba? Creo que tengo que pegar una cosa con la otra. Digo:

—Le gustas de verdad.

Parece confuso, y luego avergonzado.

—¿Sí? Estupendo. Eso es estupendo.

—No —digo yo—. No quiero decir eso.

Hace una pausa, luego pregunta él:

—¿A quién?

—Tú ya lo sabes —me río.

—Oh… —Hace como que entiende—. Tiene una sonrisa agradable —admite por fin.

—Sí. La tiene. —Me muestro de acuerdo.

Esto es absurdo, pero me encuentro mejor, y dentro de media hora Victor estará de vuelta y nos iremos juntos. No le hablaré del aborto. No es necesario.

—Siempre habla mucho de ti —le digo.

—Bueno, eso es… —Se ruboriza y no sabe qué decir—. Es muy agradable. ¿Todavía seguís…?

—No, no —niego con la cabeza—. Definitivamente, no.

—Entiendo.

Otra pausa.

—Bueno, me alegra haberte vuelto a ver —digo.

—Lo sé. No estuvo bien que no pudiéramos hablar después… de aquello —dice, se ruboriza.

—Claro —digo. Se refiere a septiembre, aquella triste noche borrachos en su cuarto—. Fue una tontería —digo—. Una tontería —repito.

Unos cuantos juegan sobre la nieve. Me concentro en eso.

—Oye —empieza Paul—. ¿Le dejabas tú las notas en el buzón? —pregunta.

—¿Qué buzón? —No sé de qué me está hablando.

—Creía que eras tú —dice.

—Yo no dejo notas en el buzón de nadie —le digo—. ¿Qué notas?

—Encontré unas notas en su buzón y pensé que eran tuyas —dice él, con aspecto asustado.

Examino su cara.

—No. No eran mías. Te equivocas.

—No se lo cuentes —me dice—. O cuéntaselo. Da igual.

—De todos modos, ya no importa —digo yo.

—Tienes razón. —Se muestra de acuerdo rápidamente, sin pensar.

—A las personas como él esas cosas no les importan —digo; ni a las personas como nosotros, pero es una idea fugaz y desaparece en seguida.

—Tienes razón —vuelvo a decir.

—¿Te apetece venir? —le pregunto. En realidad no tengo nada que hacer.

—No —dice él—. Tengo que hacer el equipaje.

—¿Tienes mi dirección? —le pregunto.

Intercambiamos direcciones, la nieve corre la tinta de la tapa de la revista que lleva. Las páginas de mi cuaderno de direcciones se mojan. Nos miramos una vez más el uno al otro antes de separarnos, ¿por qué? ¿Tratamos de decidir si hemos perdido algo? En cualquier caso prometemos mantenernos en contacto. Nos besamos educadamente y luego él sigue su camino y yo el mío. Vuelvo a mi cuarto, que está recogido y limpio y preparado, y espero a Victor como a algo inevitable.

PAUL Empecé a andar pero luego eché a correr cuando distinguí la motocicleta cerca de Seguridad. Al principio iba andando, luego me lancé a la carrera, pero Sean, que tenía el casco puesto, empezó a acelerar, al principio patinando en el camino cubierto de nieve, ganando luego más velocidad. No sé por qué corría detrás de esa motocicleta, pero corría. Corría veloz, resbalando sobre los montones de nieve, desplazándome más deprisa que nunca. Y no debido a Sean. Para eso era demasiado tarde. Ya habían existido un Richard y un Gerald y demasiados pensamientos carnales sobre otros. Pero corría y corría porque consideraba que estaba bien hacerlo. Era una oportunidad de demostrar algo de emoción. No obraba con pasión. Simplemente obraba. Porque me parecía que era lo único que podía hacer. Parecía algo que me hubieran dicho que tenía que hacer. Quién, o por qué motivo, era algo vago. La moto aceleró y desapareció al doblar una curva y no la volví a ver.

Me detuve y allí me quedé, en la avenida del college, jadeando. Se paró un coche. Era un chico que vivía enfrente de mi cuarto; Sven o Sylvester, algo así. Preguntó si quería que me llevase. Distinguí la canción que sonaba en la radio, una antigua canción infantil: «Gracias por tu amistad». Dejé de jadear, y asentí, riendo.

—Vamos. Entra —dijo el chico, abriendo la puerta.

Todavía riendo, me metí en el coche pensando, qué coño. Rock’n’roll, ¿no? Allá penas. Sven es bastante guapo y, quién sabe, a lo mejor me lleva hasta Chicago. Y luego, ¿qué fue lo que te contó Raymond de los chicos alemanes?

SEAN Aceleré a fondo mientras dejaba el college atrás. No sabía adónde iba. A algún sitio donde no hubiera nadie, supongo. Ya no tenía casa. Nueva York era una lata. Miré el reloj. Las doce del mediodía. Parecía raro. Pero era un alivio viajar sin exceso de equipaje y en la radio ponían canciones maravillosas: Clapton, Petty and the Heartbreakers, Left Banke que cantaba: «… alejarse, sólo alejarse, Renee…».

—Estoy enamorado de ti —le dije la última vez que estuvimos juntos. No sabía que iba a ser la última vez. Estábamos abajo, volvíamos de la fiesta y la miré: llevaba el pelo peinado hacía atrás, la cara aún algo sofocada debido al sexo. Hay cosas que nunca olvidaré…

Me detuve en una cabina telefónica cerca de una tienda de bebidas. Saqué una moneda y un par de números de teléfono que había apuntado durante el trimestre. Dejé el coche en marcha y me apeé. Estaba oscureciendo aunque eran poco más de las doce del mediodía; las nubes eran rojas y negras, y estaban indecisas sobre sí nevar o no. Me pregunté adónde ir. Decidí no hacer las llamadas. Volví al coche.

Vi a una chica haciendo autostop a la salida del pueblo. Me miró mientras pasaba. Llegué al extremo del pueblo y di la vuelta en el aparcamiento de A&P y la recogí. Era un poco gorda, pero rubia y guapa. Estaba apoyada en un farol, fumaba un pitillo, con una mochila a los pies. Alzó el brazo cuando detuve el coche. Sonrió y luego entró. Le pregunté adónde iba. Mencionó un pueblo pero no parecía segura. Se puso a contarme la historia de su vida, que no era muy interesante, y cuando Rockpile empezó a cantar «Heart» subí el volumen, ahogando la voz de ella, pero me di la vuelta, mirándola con interés; sonrío, asiento con la cabeza, le acaricio la pierna y entonces ella