y es una historia que te podría aburrir pero no tienes que escuchar, me dijo ella, porque ella siempre supo que iba a ser así, y lo fue, cree ella, en su primer año o, en realidad, fin de semana, de hecho un viernes, en septiembre, en Camden, y esto era hace tres o cuatro años, y se emborrachó tanto que terminó en la cama, perdió la virginidad (tarde, tenía dieciocho años) en el cuarto de Lorna Slavin, porque iba a primero y tenía compañera de cuarto, que era Lorna que, recuerda, estudiaba último o penúltimo curso y normalmente iba a casa de su novio, que no vivía en el campus, y creyó que el tipo estudiaba cerámica pero en realidad era un chico de la Universidad de Nueva York, estudiante de cine, y que fue hasta New Hampshire sólo a la Fiesta de Disfraces para Follar; o fue uno de pueblo. De hecho, aquella noche le había echado el ojo a otro: a Daniel Miller, de último curso, que estudiaba arte dramático, sólo que era un poco gay, de pelo rubio, un cuerpo fabuloso y aquellos asombrosos ojos grises, pero él se veía con esa chica francesa tan guapa de Ohio, e imprevistamente se marchó a Europa y nunca se graduó. Conque este chico (ahora ni se acuerda de cómo se llamaba: ¿Rudolph? ¿Bobo?) de la Universidad de Nueva York y ella hablaban, eso sí lo recuerda, debajo de un poster de Reagan al que le habían dibujado bigote y gafas de sol, y él le hablaba de todas esas películas, y ella no dejaba de decirle que las había visto todas aunque no las había visto y estaba de acuerdo con él en las que le gustaban y en las que no, todo el rato pensando en que podía no ser un Daniel Miller (este chico tenía el pelo de punta, color negro azulado, corbata de lana con dibujos chillones y, por desgracia, un comienzo de perilla), pero con todo era bastante guapo y estaba segura de que ella pronunciaba mal los nombres de todos esos directores de cine, confundiéndose con los actores, hablando de directores de fotografía equivocados, pero le gustaba y notaba que el chico miraba mucho a Kathy Kotcheff, y ésta le devolvía la mirada y ella estaba bebiendo de modo increíble y asentía sin parar y él fue al barril a por un poco más de cerveza y Kathy Kotcheff, que llevaba un sostén negro y unas bragas negras con liguero, se puso a hablar con él y ella estaba desesperada. Iba a acercarse y soltar unos cuantos nombres, mencionar a Salle o Longo, pero consideró que sería demasiado pretencioso, así que se le acercó por detrás y se limitó a susurrarle que tenía algo de yerba en su cuarto —aunque no la tenía esperaba que Lorna sí— y él sonrió y dijo que le parecía una buena idea. Camino de la escalera gorroneó un pitillo que nunca iba a fumar y fueron al cuarto de Lorna. Cerró la puerta con llave. Encendió la luz. Él la apagó. Cree que le dijo que no tenía yerba. Él dijo bueno y sacó una botella de plata que había llenado de ponche antes de que se hubiera terminado abajo y ella ya estaba muy borracha de eso y de cerveza pero de todos modos bebió más y antes de darse cuenta estaban en la cama de Lorna haciéndolo y se encontraba demasiado borracha para sentirse nerviosa. Dire Straits o puede que fueran Talking Heads sonaban abajo y ella estaba borracha perdida y aunque pensaba que aquello era una completa locura ya no podía parar ni hacer otra cosa. Quedó fuera de combate y cuando se recuperó, trató de quitarse el sostén pero todavía estaba demasiado borracha y él ya había empezado a follársela pero sin saber que era virgen y le hacía daño (no demasiado, sólo un agudo dolor poco intenso, pero no tan fuerte como le habían dicho que sería, aunque tampoco exactamente agradable) y es entonces cuando oyó otra voz en el cuarto, gimiendo, y notó el peso en la cama y comprendió que aquella persona que tenía encima no era el estudiante de cine de la Universidad de Nueva York, sino otra persona. La habitación estaba completamente a oscuras y podía notar que había dos pares de rodillas a cada uno de sus lados y ni siquiera se quería enterar de lo que estaba pasando. Lo único que sabía, que sabía seguro, era que tenía náuseas y que se daba cabezazos contra la pared. La puerta que pensó haber cerrado con llave se abrió y entraron sombras diciendo que tenían que poner el barril en algún sitio y el barril rodaba por el suelo, tropezó contra la cama y la puerta se cerró. Y pensaba que aquello podría haberle pasado con Daniel Miller, que la habría cogido suavemente con sus fuertes brazos de estudiante de arte dramático y la habría desnudado en silencio, con manos de experto, quitándole el sostén con gracia y desenfado, besado intensa, tiernamente, y probablemente no le habría hecho daño, pero no estaba con David Miller. Estaba allí con un chico de Nueva York cuyo nombre no sabía y Dios sabe con quién más, y los dos cuerpos que tenía encima seguían moviéndose y luego la que estaba encima era ella y, aunque estaba demasiado borracha para seguir arriba, había otra persona que la tenía agarrada, sosteniéndola, mientras otro le tocaba los pechos por encima del sostén y seguía follándosela y oía a la pareja de la puerta de al lado discutir en voz muy alta y luego se volvió a desmayar, luego despertó cuando uno de los chicos se golpeó la cabeza contra la pared, cayendo de la cama y arrastrándola con él y los dos se golpearon la cabeza contra el barril. Oyó a uno de los chicos vomitar en lo que esperaba que fuese la papelera de Lorna. Volvió a desmayarse y cuando despertó, puede que treinta segundos más tarde, puede que media hora, seguían follándosela, seguía gimiendo de dolor (ellos a lo mejor pensaban que estaba muy excitada, lo que no era el caso) y oyó que llamaban a la puerta.

—Mirad a ver quién es —dijo, o por lo menos es lo que ella cree que dijo.

Seguían llamando a la puerta cuando volvió a perder el sentido.

Despertó a la mañana siguiente, muy temprano, y el cuarto estaba frío y apestaba a vómito; el barril medio vacío goteaba en el suelo. La cabeza le dolía, en parte debido a la resaca y en parte porque había estado dándose cabezazos contra la pared no sabía durante cuánto tiempo. El estudiante de cine de la Universidad de Nueva York estaba tumbado junto a ella en la cama de Lorna, que durante la noche habían trasladado al centro de la habitación, y le pareció más bajo y con el pelo más largo de lo que recordaba, cortado a cepillo, menos en punta. Y a la luz que entraba por la ventana vio al otro chico junto al que estudiaba cine —ya no era virgen, pensó para sí misma—; el chico tumbado junto al chico de la Universidad de Nueva York abrió los ojos y todavía estaba borracho y nunca le había visto antes. Probablemente era de pueblo. Se había acostado con uno de pueblo. Ya no soy virgen, volvió a pensar. El de pueblo le guiñó un ojo, sin molestarse en presentarse, y luego le contó un chiste que había oído la noche anterior sobre un elefante que andaba por la selva y que se clavaba una espina en la pata y le dolía muchísimo, y el elefante no se la podía arrancar así que le decía a una rata que pasaba:

—Por favor, arráncame la espina de la pata.

—Sólo si me dejas que te folle —le pedía la rata.

El elefante decía que de acuerdo sin dudarlo y la rata arrancaba enseguida la espina del pie del elefante y luego montaba sobre el elefante y se ponía a follárselo. Pasó un cazador y disparó al elefante, que se puso a gemir de dolor. La rata, que ignoraba que el elefante estuviera herido, le decía:

—Sufre, cariño, sufre. —Y seguía follando.

El de pueblo se echó a reír y era un chiste que a ella le gustaría olvidar, pero desde entonces sigue recordándolo. Empezaba a amanecer y ella no sabía cuál de los dos le había quitado la virginidad (técnicamente) aunque le apetecía más que hubiera sido el estudiante de cine de la Universidad de Nueva York que el de pueblo, aunque por algún motivo el asunto parecía de poco interés aquella mañana posvirginal. Era vagamente consciente de que estaba sangrando, pero sólo un poco. El chico de la Universidad de Nueva York eructó en sueños. Habían vomitado (¿cuál de los dos?) en el cubo de basura de Lorna. El de pueblo seguía riéndose, se partía de risa desnudo. Ella seguía con el sostén puesto. Y no le dijo a nadie, aunque hubiera querido decírselo a Daniel Miller:

—Siempre supe que iba a ser así.

SEAN La fiesta está a punto de terminar. Llego a Windham House justo cuando están poniendo la espita al último barril. El trapicheo en la ciudad fue bien y tengo algo de dinero, así que compro algo de yerba a ese de primero que vive en Booth y me coloco antes de ir a la fiesta. Hay una partida de monedas en la sala de estar y Tony está llenando una jarra de cerveza.

—¿Cómo va todo? —le pregunto.

—Oye, Sean. He perdido el carné de identidad. Se acabó El Pub —dice—. Brigid está loca por ese chico de Los Angeles. ¿Quieres unirte?

—Está bien —digo—. ¿Dónde están los vasos?

—Ahí encima —dice, y vuelve a la mesa.

Me sirvo cerveza y me fijo en que esa chica de primero de mirada ardiente y pelo corto rubio, cuerpo estupendo, a la que me follé hace un par de semanas, está junto a la chimenea. Iba a acercarme a ella para charlar, pero Mitchell Allen le está encendiendo un pitillo y no quiero líos. Así que me quedo apoyado en la pared, oyendo a REM, termino la cerveza, me sirvo más, sin quitarle ojo a la chica de primero. Entonces otra chica, Deidre creo que se llama, pelo negro en punta, parece que hace días que no se lo peina, labios pintados de negro, uñas pintadas de negro, medias negras hasta la rodilla, zapatos negros, bonitas tetas, cuerpo estupendo, de último curso, entra y lleva la espalda al aire, y eso que afuera hace frío, y está borracha y tose como si estuviera tuberculosa, con un whisky en la mano. La he visto robando a Dante en la librería.

—¿Nos conocemos de antes? —pregunta. Si está de broma, resulta sencillamente estúpida.

—No —digo yo—. Hola.

—¿Cómo te llamas? —pregunta, tratando de mantenerse en pie—. ¿Peter? ¿Peter? No, no te llamas así.

—Pues sí. —Todavía le tengo el ojo echado a la de primero pero ella no quiere mirar hacia aquí. Mitchell le lleva otra cerveza. Es demasiado tarde. Vuelvo a mirar a Dede, o Dedire, o como se llame.

—¿Vas a último curso? —me pregunta.

—No —le digo—, a primero.

—¿De verdad? —De repente empieza a toser, luego echa un trago del whisky, de hecho se lo termina, y dice, con voz rasposa—: Me pareció que eras mayor.

—Voy a primero —le digo, apurando mi cerveza—. Peter. Peter el de primero.

Mitchell susurra algo al oído de la chica. Ella ríe, y se aparta un poco. Mitchell sigue susurrándole algo. La chica no se mueve. Claro. Quiere irse con él.

—Pues yo juraría que te llamas Brian —dice Deedum.

Considero las opciones. Puedo irme ahora mismo, o volver a mi cuarto, tocar la guitarra, acostarme. O podría jugar a las monedas con Tony y Brigid y ese idiota de Los Angeles. O largarme del campus con esta chica, ir a El Carrusel a tomar una copa, y dejarla allí. O puedo llevármela a mi cuarto, espero que no esté El Rana, colocarnos y follármela. Pero en realidad eso no me apetece. No me atrae mucho, pero la de primero de mirada ardiente ya se ha marchado con Mitchell y mañana no tengo clase y es tarde y parece que el barril se está terminando. Y ella me mira y pregunta:

—¿Qué te pasa? —Y yo pienso: ¿Por qué no?

Así que termino yéndome con ella, está algo gorda, pero dura, es de Los Angeles, su padre pertenece a la industria del disco pero ella no sabe quién es Lou Reed. Vamos a su cuarto. Su compañera de cuarto está allí pero duerme.

—Haz como si no existiera —dice, encendiendo la luz—. Está loca.

Me estoy desnudando cuando su compañera de cuarto se despierta y se pone histérica al verme desnudo. Me meto en la cama de D, pero su compañera entonces se pone a chillar y se levanta de la cama y D empieza a gritarle:

—Estás loca, duérmete enseguida, estás completamente loca. —Y su compañera sale dando un portazo y sollozando.

Empezamos pero ella se ha olvidado del diafragma, así que trata de ponérselo, manoseando la goma pero sin conseguir metérselo y está demasiado borracha para saber cómo se lo tiene que poner. De todos modos trato de follármela pero ella no deja de murmurar: «Peter, Peter». Así que me paro. Pienso en dejar la cosa, pero fumo algo más de yerba y me largo. Allá penas. Rock’an’roll.

PAUL Ya estábamos muy pasados cuando fuimos a la fiesta y la noche todavía era joven y la chica sueca de pelo claro de Connecticut, muy alta y con pinta de chico, se me acercó, y yo no hice nada. Borracho, sí, pero todavía me entero perfectamente de dónde me meto, así que no hago nada. He intentado hablar con Mitchell pero a él le interesaba mucho esa calientapollas, feísima a más no poder, de segundo que se llama Candice, Candy para abreviar. Estaba bastante descolocado, pero ¿qué podía hacer? Me puse a hablar con Katrina y la encontré muy atractiva con su impermeable negro del Ejército de Salvación y el gorro de marinero con unos rizos rubios asomando, los ojos grandes y azules hasta en la penumbra del cuarto de estar de Windham House.

Total, que estábamos borrachos y Mitch seguía hablando con Candice y en la fiesta estaba esa chica a la que no me apetecía ver y estaba lo suficientemente borracho como para irme con Katrina. Supongo que podía quedarme, esperar a Mitchell, o irme con ese chico de Los Angeles que, a pesar de estar demasiado moreno, tenía buenos músculos y parecía lo suficiente descolocado como para probar con él. Pero seguía con las gafas de sol puestas y jugando a las monedas y, de todos modos, hay rumores de que se ha acostado con Brigid McCauley, conque cuando Katrina me preguntó: «¿Qué te pasa?», yo encendí un pitillo y contesté: «Vámonos».

Ahora estábamos más borrachos todavía pues nos habíamos bebido una botella de vino tinto que encontramos en la cocina, y una vez salimos al aire fresco de octubre, éste nos provocó una especie de sobresalto, pero no nos puso sobrios y no parábamos de reír. Luego ella me besó y dijo:

—Vamos a mi cuarto a ducharnos.

Todavía estábamos atravesando el prado del Área Común cuando dijo eso, sus manos con mitones metidas en el abrigo negro, reía, daba vueltas, pegaba patadas a las hojas, todavía se oía la música de Windham House. Yo quería alargar este momento, así que sugerí que consiguiéramos algo de comer. Dejamos de andar y nos quedamos allí, y aunque su voz sonó algo más que decepcionada, estuvo de acuerdo, y fuimos de casa en casa, vaciando furtivamente las neveras aunque lo único que conseguimos fue unos cuantos cacahuetes, una bolsa medio vacía de patatas fritas y una Heineken negra.

Total, que terminamos en su habitación, borrachos de verdad, y empezamos. Ella interrumpió la cosa un momento y se dirigió al cuarto de baño del vestíbulo de abajo. Encendí la luz y eché una ojeada por el cuarto, mirando la cama vacía de su compañera y el poster de un unicornio de la pared; ejemplares de Town and Country y de The Weekly World News («Tuve un hijo con Piesgrandes», «Dicen los científicos que los OVNIS provocan el SIDA») estaban esparcidos alrededor de un osito de peluche gigante que estaba sentado en un rincón y pensé para mí que aquella chica era demasiado joven. Volvió y encendió un canuto y apagó la luz. A punto de perder el sentido me preguntó:

—No vamos a hacer el amor, ¿verdad?

Paul Young sonaba en el estéreo y yo estaba encima de ella. Sonreí y dije, pensando en la chica que dejé en septiembre:

—No, me parece que no.

—¿Y por qué no? —preguntó ella, y la verdad es que ya no me parecía nada guapa, allí tumbada en la semioscuridad de su cuarto, la única luz era la de la punta del porro que sostenía en la mano.

—No lo sé —dije, y luego sonreí tristemente—. Estoy comprometido. —Aunque no lo estaba—. Y tú estás demasiado borracha. —Aunque la verdad es que tampoco tenía nada que ver.

—Me gustas de verdad —dijo ella antes de quedar fuera de combate.

—Me gustas de verdad —repetí yo, aunque casi no la conocía.

Terminé el porro y la Heineken. Luego la tapé con una manta y me quedé allí de pie, con las manos en los bolsillos del abrigo. Se me ocurrió quitarle la manta. Le quité la manta. Luego le levanté el brazo y le miré los pechos, se los toqué. Podría forzarla, pensé. Pero ya eran casi las cuatro y dentro de seis horas tenía clase, aunque la idea de ir me parecía muy remota. Al salir le quité un ejemplar de Cien años de soledad y apagué el estéreo, contento y puede que un poco avergonzado. Yo iba a último curso. Ella era una chica agradable. De todos modos, le contaría a todo el mundo que no se me levantaba.

LAUREN El jueves fuimos a la fiesta de Windham. La cosa fue que me sentía inquieta y no me gustaba y me puse a pensar en Victor y a sentirme sola. Judy apareció por el estudio, borracha ya, y trató de consolarme. Nos colocamos y todavía me sentí más sola pensando en Victor. Luego ya es tarde y estamos en la fiesta y es lo de siempre: barril en el rincón, REM, o creo que es REM, guapos y poco ingeniosos estudiantes de danza retorciéndose sin ninguna vergüenza.

—Vámonos —dice Judy, y yo estoy de acuerdo.

No nos vamos. Nos servimos cerveza, que está caliente e insípida, pero la tomamos. Judy liga con un chico de Fels aunque yo creía que a ella le apetecía más ese chico de Los Angeles que juega a las monedas con Tony, que me gusta a mí y con el que me acosté en segundo, y esa chica, Bernette, que me parece que está mirando a ese chico de Los Angeles o puede que esté mirando a Tony, y no pasa nada y pienso en irme, pero la idea de volver al estudio.

Entra alguien a quien no me apetece ver, así que me pongo a hablar con ese chico de primero que parece yuppie.

—¿Brindamos por ti? —pregunta.

Miro a Tony, preguntándome si le intereso. Tony me mira, levantando la jarra y alzando las cejas desde el otro extremo del cuarto, y no puedo decir si es una invitación a jugar a las monedas o a irnos a la cama. Pero ¿cómo me voy a librar de este chico? Pero hay alguien a quien no me apetece ver y si cruzo el cuarto tendré que pasar a su lado. Conque sigo hablando con este carca. Este chico que después de cada una de sus frases tontas dice en un tono que él cree que suena subversivamente moderno:

—Oye, Laura.

—Mira, no me llamo Laura, ¿te enteras? —le digo sin parar, y él sigue llamándome Laura, así que al final estoy a punto de decirle que me voy cuando de repente me doy cuenta de que no sé cómo se llama. Me lo dice. ¿Cómo? ¿Steve? Sí, Steve, y no le gusta que fume. El típico borracho (no demasiado borracho) nervioso de primero. ¿A quién está mirando Steve? No al chico de Los Angeles, sino a Bernette, que de todos modos nunca se iría a la cama con este Steve Carca Novato, pero bueno, a lo mejor se va. No puedo dejar de pensar en Victor. Pero Victor está en Europa. Dios mío. El de primero me dice que no he tocado la cerveza. La toco, pasando los dedos por el borde de plástico del vaso.

—No me refería a eso —dice ingenuamente—. Bébetela —me anima.

Un gilipollas repeinado. ¿Y a él qué le importa? ¿Cree que me iré a la cama con él? ¿Por qué no se va esa persona? ¿Mira hacia aquí Tony? Uno de los que juegan a las monedas llama a Sean Sí Soy Una Mierda Bateman. Judy me empuja al pasar abriendo mucho los ojos. Pregunto a ese Steve qué le pasa. Quiere fumar un poco de yerba conmigo pero si no quiero yerba tiene una anfeta muy buena. Auxilio. Necesito saber por qué le mandé cuatro postales a Victor y no me ha contestado. Pero no quiero pensar en eso y al momento siguiente me marcho con el de primero. Porque… la cerveza se ha terminado. Me pregunta si podemos ir a mi cuarto. Está mi compañera, miento. Al fin nos marchamos. Y yo me había prometido que le sería fiel a Victor y Victor me había prometido que él también me seria fiel. Tenía, tengo, la impresión de que estábamos enamorados. Pero casi había roto esa promesa en septiembre, lo que fue un completo error, ¿y ahora qué estoy haciendo?

En el vestíbulo de Franklin House. ¿Un poster roto de La naranja mecánica en su puerta? No, es la de al lado. El calendario de Ronnie Reagan en la puerta. ¿Es una broma? En la habitación del de primero ahora. ¿Cómo se llama? ¿Sam? ¿Steve? Está todo tan… ¡pulcro! Una raqueta de tenis en la pared. Un estante lleno de libros de Robert Ludlum. ¿Quién es este chico? Probablemente conduce un jeep, lleva mocasines, su novia del instituto lleva un jersey con su inicial. Se arregla el pelo en el espejo y me dice que su compañero de cuarto pasa la noche en Vermont. ¿Por qué no le digo que mi novio, la persona a la que amo, la persona que me ama, la persona que echo de menos, la persona que me echa de menos, está en Europa y que bajo ninguna circunstancia debería estar haciendo lo que hago? Tiene nevera y saca una Beck’s muy fría. Baja graduación. Tomo un trago. Toma un trago. Se quita el jersey L.L. Bean y la camiseta. Tiene buen cuerpo. Bonitas piernas. Probablemente juega al tenis sin parar. Casi hago caer una pila de libros de economía que están encima de la mesa.

—No tendrás herpes o algo, ¿verdad? —pregunta mientras nos desvestimos.

Suspiro y digo:

—No, no tengo nada. —Me gustaría estar borracha.

Me dice que le han contado que a lo mejor lo tenía.

No quiero saber quién se lo ha contado. ¡Cómo me gustaría estar borracha!

Lo paso bien pero estoy en otra cosa. Sólo pienso en Victor y allí estoy, tumbada.

Victor.

VICTOR Cogí un vuelo charter a Londres y el DC-10 aterrizó en Gatwick. Cogí un autobús hasta el centro, llamé a una amiga del colegio que vendía hash, pero no estaba. Así que anduve por allí hasta que empezó a llover; entonces cogí el metro y volví a casa de mi amiga y me quedé cuatro o cinco días. Vi el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham. Me comí un pomelo a orillas del Tamesis que me recordó cantidad la funda de aquel álbum de Pink Floyd. Escribí una postal a mi madre que luego no mandé. Busqué un poco de heroína pero no la pude encontrar. Compré unas anfetas a un italiano con el que me tropecé en una tienda de discos de Liverpool. Fumé mucho hash mezclado con demasiado tabaco. Aunque todos hablaban el mismo idioma que yo, eran todos unos carapijos. Llovía mucho, todo era muy caro, conque me largué a Amsterdam. Un tipo tocaba el saxo en la Estación Central, que era bastante bonita. Me quedé con unos amigos en el sótano de otro. En Amsterdam también fumé un montón de hash, pero perdí casi todo lo que me quedaba en un museo. Los museos eran fríos, me parece. Muchos Van Gogh y los Vermeer eran intensos. Anduve por allí, compré un montón de galletas, un montón de arenques. Todos los holandeses saben inglés de modo que no tuve que hablar nada de holandés, lo que fue un alivio. Quise alquilar un coche pero no pude. Pero los tíos con los que vivía tenían moto, así que un día fui a dar una vuelta en moto y vi un montón de vacas y patos y canales. Aparqué al lado de la carretera, fumé hash y me dormí, desperté, escribí un poco, tomé ácido, hice unos cuantos dibujos, y luego empezó a llover, así que fui con la moto a Danalgo, a una residencia de estudiantes donde había unos tíos alemanes que hablaban un poco de inglés, y luego volví a Amsterdam y pasé la noche con aquella chica alemana que era tan estúpida hasta decir basta. Al día siguiente cogí el tren a Kroeller, en Arnhem, donde había toneladas de Van Goghs que no entusiasmaban. Me quedé colgado en el jardín de esculturas y traté de colocarme allí pero no tenía fuego y no conseguí encontrar ni una cerilla. Hice autostop hasta Colonia y me quedé en una residencia de estudiantes de Bonn que era la peor residencia de estudiantes del mundo, donde había un montón de chicos jodidos de verdad, y estaba demasiado lejos del centro de la ciudad así que no pude hacer nada. Tomé unas cervezas y luego fui hacia el sur a través de Munich, Austria e Italia. Me salió un viaje en coche a Suiza, y dije: qué coño, por qué no. Terminé pasando la noche en una estación de autobuses. Anduve por Suiza pero hacía mal tiempo y todo era muy caro y yo no me encontraba a gusto, conque cogí un tren y luego me puse a hacer autostop. Las montañas eran enormes e intensas de verdad y las presas eran surrealistas. Encontré una residencia de estudiantes y luego me dirigí al sur con una pareja de treinta y pocos años que estaban en la residencia y se ofrecieron a llevarme. Pasé dos días en Suiza. Luego cogí un autobús de Suiza a Italia, luego hice autostop hasta aquella ciudad donde estaba aquella chica del college que ya se había graduado y de la que estuve enamorado o así, pero había perdido su número de teléfono y tampoco estaba seguro de que estuviera en Italia. Así que anduve por allí y conocí a aquel tipo tan cojonudo que se llamaba Nicola y llevaba brillantina en el pelo y unas gafas Wayfarer y al que le gustaba Bruce Springsteen y me preguntaba todo el rato si le había visto alguna vez en directo. Fue precisamente entonces cuando me sentí como un idiota por ser americano, pero sólo por poco rato, pues me cogió al fin un francés en un Fiat blanco que escuchaba a Michael Jackson a todo volumen. Luego estuve en una ciudad que se llamaba Brandis o Blandy o Brotto. Los niños tomaban helados, en todos los cines ponían películas de Bruce Lee, todas las chicas creían que yo era Rob Lowe o alguien así. Todavía buscaba a aquella chica, Jaime. Me encontré con alguien de Camden que me dijo que Jaime estaba en Nueva York, no en Italia. Florencia era muy bonita pero estaba demasiado llena de turistas. Tomaba anfetas sin parar, y estuve tres días sin dormir andando por allí. Fui a ese pueblecito, Siena. Fumé hash en las escaleras de aquella iglesia, el Duomo. Conocí a un alemán en aquel viejo castillo. Luego fui a Milán, donde me enrollé con aquellos chicos en una casa. Dormía en una cama de matrimonio enorme con uno de ellos que no dejaba de poner a The Smiths y quería que se la menease, y aunque yo, no estaba en ello, no tenía otro sitio adonde ir. Roma era grande y sucia y hacía mucho calor. Vi un montón de arte. Pasé la noche con un tipo que me llevó a cenar y tomé una ducha maravillosa en su casa, y me parece que valió la pena. Me llevó a un puente donde, al parecer, Héctor o alguien así derrotó a los troyanos más o menos. Estuve tres días en Roma. Luego fui a Grecia y tardé un día entero en llegar hasta donde sale el ferry. El ferry me llevó a Corfú. Alquilé un monopatín en Corfú. Perdí el monopatín y fui a Pairas y luego a Atenas. Llamé a una amiga de Nueva York que me dijo que Jaime no estaba en Nueva York sino en Berlín y me dio su teléfono y su dirección. Luego fui a las islas, fui a Naxos, y llegué a la ciudad temprano de verdad. Usé un cuarto de baño y un tipo quería diez dracmas pero yo sólo tenía deutsche mark alemanes y nada más, así que en vez de eso le di mi Swatch. Compré algo de pan, leche y un plano y me puse a caminar. Vi un montón de burros. Por la noche ya me había recorrido media ciudad. Descubrí un yacimiento arqueológico pero perdí el sendero que iba siguiendo. Me coloqué mucho y contemplé la puesta de sol. Fue muy bonita, así que me dirigí al agua y me encontré con un tipo que había dejado Camden. Le pregunté dónde podría estar Jaime. Me dijo que en Skidmore o en Atenas, pero no en Berlín. Luego fui a Creta y me follé a una chica. Luego fui a San Torini, que era bonita pero estaba demasiado llena de turistas. Cogí un autobús hasta la costa sur, fui a Malta y me puse malo. Empecé a hacer autostop. Luego volví a Creta y pasé un día bañándome en aquella playa llena de alemanes. Luego anduve algo más. Eso fue lo único que hice en Creta, andar. No sabía dónde estaba. Todo estaba lleno de turistas, así que fui a aquella playa nudista. Me quedé allí, desnudo, tomé yogur y me bañé con aquellos dos yugoslavos que se quejaban de la inflación y querían que me hiciera socialista. Compré unas gafas y un tubo para bucear y cogimos pulpos, vivos, y los golpeamos contra una roca hasta que se murieron y nos los comimos. Conocí a un canadiense que había robado un coche y había estado una temporada en la cárcel, y hablamos de cómo iba el mundo, tomamos cerveza, cogimos más pulpos, tomamos ácido. Esto fueron tres días. El sol me quemó el culo y el pijo. Uno de los yugoslavos me enseñó a cantar «Born in The USA» en yugoslavo y lo cantamos juntos muchas veces. Ya no había más que hacer, habíamos liquidado todos los pulpos y yo había aprendido a cantar todas las canciones de Springsteen en yugoslavo, conque dije adiós y me fui de la playa nudista. Hice un poco más de autostop, vi montones de burros, encontré un tebeo del Pato Donald en griego en el suelo. En Grecia, haciendo autostop, me cogió un camión cargado de sandías, y aquel vejestorio se me quería tirar, y luego me atacaron unos perros. Todavía no sabía dónde estaba Jaime. Terminé en Berlín, pero aquella chica me dio una dirección equivocada. Me quedé en otro albergue de estudiantes. Me gustó la arquitectura de la Bauhaus que en América aborrezco, pero allí quedaba bien. Hice algo más de autostop, fui a un montón de bares, conocí a un montón de punks, jugué muchísimo al ajedrez y un poco al billar, fumé hash. No pude conseguir un vuelo que me sacara de Berlín, así que volví a Amsterdam y dos negros muy bajos me atracaron en el barrio de putas.

PAUL La última vez que vi a Mitchell antes de que empezaran las clases fue en septiembre. Como de costumbre, estábamos tumbados en mi cama y era temprano, puede que las doce. Me estiré por encima de él y encendí un pitillo. Los de la puerta de al lado se peleaban. Había demasiado tráfico. Jane Street, y eso u otra cosa estaba poniendo a Mitchell muy nervioso, y apretaba su vaso de vino. Poner tanta atención, estudiar tanto los detalles, preocuparse tanto para que él lo estropease todo. ¿Qué estaba haciendo allí?, me preguntaba todo el rato. Mi padre trabajaba con su padre en Chicago y aunque su relación dependía de lo que pasaba en Wall Street y de qué mesa reservaba el otro en Le Français o en The Ritz-Carlton, todavía nos daba la oportunidad de vernos. En Nueva York nos veíamos en el apartamento donde estuve viviendo el verano pasado. Nunca nos podíamos ver en su habitación porque tendría «problemas con su compañero de cuarto», me dijo gravemente. Normalmente nos veíamos por la noche, después de una película o de alguna obra de teatro horrible off-off-off Broadway en la que trabajaba alguno del interminable surtido de amigos de Mitchell que estudiaban arte dramático en la Universidad de Nueva York. Habitualmente borrachos o colocados, lo que parecía ser el estado constante de Mitchell aquellos últimos meses, cuando yo estaba cortando con otra persona. Mitchell lo sabía y no le importaba. Habitualmente tremendos números de sexo, con la máxima discreción posible, copas a primera hora en el Boy Bar, mejor no menearlo.

En la 92 entramos en un café e insultamos a una camarera. Luego cogimos un taxi al centro y discutimos con el taxista, que nos obligó a bajar. Calle Veintinueve, abarrotada de putas, a Mitchell parecía divertirle o a lo mejor fingía. Parecía bastante desesperado aquellos meses. Yo siempre creía que se le iba a pasar, pero estaba llegando a un punto en que sabía que nunca se le pasaría. Con una gran noche en el West Side dejará de estar desesperado. Entonces algo absurdo como unos huevos a la benedictina a las tres de la madrugada en P.J. Clarke’s… Tres de la madrugada. P.J. Clarke’s. Se queja de que los huevos están poco hechos. Cojo el emparedado de queso que había pedido pero no me apetece nada. Me extrañó que todavía hubiera tres o cuatro hombres de negocios de fuera de la ciudad en el bar. Mitchell terminó más o menos los huevos, luego me miró. Le miré, luego encendió un pitillo. Le toqué la rodilla, y se la apreté con la mano.

—No hagas eso —dice. Aparto la vista, confuso. Luego dice en voz baja—: Aquí no.

—Volvamos a casa —digo yo.

—¿A cuál? —dice él.

—No me importa. Vamos a mi casa. ¿A la tuya? No sé. No me apetece gastarme el dinero en taxis.

Ahora todo es deprimente. Ninguno de los dos se mueve. Enciendo otro pitillo, luego lo dejo. Mitchell se toca la barbilla, como si le pasara algo malo. Se rasca el hoyuelo con la uña.

—¿Te apetece fumar yerba? —pregunta.

—Mitch —suspiro.

—¿Qué? —pregunta él, echándose hacia adelante.

—Son las cuatro de la mañana —digo.

—¿Y qué? —dice, confuso, echado hacia adelante todavía.

—Estamos en P.J. —le recuerdo.

—Da igual —dice él.

—¿Te apetece fumar ahora? —pregunto.

—Bueno —balbucea—. Supongo que sí.

—¿Por qué no…? —me interrumpo, miro a los hombres de negocios, luego miro a otra parte, no a Mitchell.

—¿Por qué no…?

Sigue mirando, esperando. Esto es estúpido.

Yo no añado nada más.

—¿Por qué no qué? —pregunta, haciendo una mueca, echándose más hacía adelante, retorciendo los labios, el blanco de los dientes, ese feo hoyuelo.

—Dicen por ahí que eres subnormal —le digo.

En un taxi, camino de mi apartamento, más tarde, casi a las cinco, ni siquiera consigo recordar lo que hicimos anoche. Pago al taxista y le doy demasiada propina. Mitchell mantiene abierta la puerta del ascensor, impaciente. Llegamos a mi apartamento y se quita la ropa y va al cuarto de baño y luego vemos la televisión durante un rato… y nos vamos a dormir en cuanto empieza a salir el sol, y recordé una fiesta de cuando estábamos en el college en que Mitchell se emborrachó y se enfadó mucho y trató de prender fuego a la Booth House al amanecer… Ahora nos miramos uno al otro a los ojos, los dos respirando tranquilamente. Ya es de día y no dormimos y todo es puro y resplandeciente y claro y me duermo… Cuando despierto, aquella tarde, Mitchell se ha ido a New Hampshire. Pero el cenicero está lleno. ¿Ha estado mirando cómo dormía yo todo ese tiempo? ¿Ha hecho eso?

SEAN —Fueron los Kennedy, tío —me cuenta Marc mientras se chuta en su cuarto de Noyes—. Los Kennedy, tío, lo jodieron… En realidad fue J… F… K… John F. Kennedy lo jodió todo… todo, ¿te das cuenta? —Se pasa la lengua por los labios, continúa—. Pasaba… bueno, que nuestras madres estaban preñadas de nosotros cuando… quiero decir que él… le volaron la cabeza en el 64 y todo eso… se jodieron las cosas —se interrumpe, luego sigue—… de un modo jodido de verdad… —Especial énfasis en «jodido» y «de verdad»— Y… a cambio… ¿entiendes?, nos agitaron de un modo jodido de verdad cuando estábamos… todos nosotros… dentro… —Vuelve a interrumpirse, se mira el brazo y luego me mira a mí. Luego otra vez el brazo, concentrándose mientras se clava la aguja. Luego me mira de nuevo, todavía confuso—. Sus… buenos, sus bombos primordiales y, por eso, por eso somos como somos… tú y yo, el estupa del otro lado de la calle, la chica de Booth, todos somos…, ¿me entiendes?… ¿No está claro? —Me mira bizqueando—. Dios mío… piensa si hubieras tenido un hermano que hubiera nacido en el 69 o así… estaban completamente locos…

Dice todo esto despacio de verdad (muchas cosas ni las oigo) mientras deja el cuentagotas junto a su nuevo ordenador que produce un murmullo; su amigo Resin, que ha venido de visita desde Ann Arbor; está apoyado en la mesa, sentado en el suelo murmurando también Marc vuelve a sentarse, sonriente. Yo creía que a Kennedy lo liquidaron un par de años antes pero no estaba seguro así que no le corregí. Estoy muy pasado, pero todavía puedo aguantar algo más sin dormir, aunque es tarde, más o menos las cuatro, pero me gusta la habitación de Marc, los detalles a los que estoy acostumbrado, el poster destrozado. Bob Dylan en Don’t Look Back, las fotos de Easy Rider, «Born To Be Wild» siempre en el tocadiscos (o Hendrix o Eric Burdon and The Animals o Iron Butterfly o los Zep), las cajas de pizza vacías en el suelo, el viejo libro de Pablo Neruda encima de las cajas de pizza, el olor constante a incienso, los manuales de yoga, el grupo del piso de arriba que se pasa toda la noche tocando viejas canciones de Spencer Davis pero Marc se irá pronto cualquier día de éstos, no puede soportar el ambiente, donde lo hay de verdad es en Ann Arbor, Resin se lo dijo.

Después de follar con Didi volví a mi cuarto, donde estaba Susan, sola, llorando. Supongo que El Rana estaba en Nueva York. No lo podía aguantar, conque le dije que se fuera, luego fui al Burger King de la ciudad y comí algo camino de casa de Roxanne y tuve que hacer un trapicheo con su nuevo novio, ese enorme camello de pueblo que se llama Rupert. Aquella escena parecía un chiste. Ella estaba tan pirada que me prestó cuarenta pavos y me dijo que habían cerrado El Carrusel (donde también era camarero Rupert) por culpa de un asunto feo, y aquello me deprimió. Le compré la yerba a Rupert que sonreía y me invitó a una línea, y volví al campus. El viaje fue frío, largo, y mi moto casi se estrella contra la puerta de la verja del college, y casi no consigo llegar al final de los tres kilómetros de College Drive. Estaba demasiado pirado, la comida del Burger King me había sentado mal y aquellos tres kilómetros pasada la verja por aquella carretera a las tres de la madrugada fueron terribles. Fumé algo más de yerba en el cuarto de Marc y ahora está demasiado pasado. Ya lo he visto igual antes.

Marc enciende un pitillo mentolado y dice:

—Sean, te aseguro que la culpa fue de los Kennedy. —Tiene el brazo doblado. Se pasa la lengua por los labios—. Este caballo…

—Te escucho, hermano —suspiré frotándome los ojos.

—Este caballo es…

—¿Cómo es?

—Bueno.

Marc está haciendo su tesis sobre The Grateful Dead. Al principio había tratado de espaciar los chutes para no quedar enganchado, pero ya era demasiado tarde para eso. Llevo pasándole caballo desde septiembre, y se retrasa en los pagos. Siempre dice que después de la «entrevista con García» tendrá el dinero. Pero García hace mucho que no ha estado en New Hampshire y ya estoy perdiendo la paciencia.

—Marc, me debes quinientos pavos —le digo—. Los quiero antes de que te vayas.

—Dios mío, solíamos pasarlo bien en esta casa… —(Esta es la parte en la que siempre empiezo a ponerme en pie)— Y ahora es… tan diferente. —(Bla, bla, bla)—. Aquella época se ha ido y también esta casa se irá —dice.

Me fijo en un trozo de espejo que hay junto al ordenador y el cuentagotas y ahora Marc habla de dejarlo todo e irse a Europa. Le miro. Le apesta el aliento, lleva días sin ducharse, tiene el pelo grasiento y recogido en una cola de caballo, una camisa muy sucia.

—… Cuando yo estaba en Europa, tío… —dice, y se rasca la nariz.

—Mañana tengo clase —le digo—. ¿Qué hay de esa pasta?

—Europa… ¿Cómo? ¿Qué clase? ¿Quién da las clases? —me pregunta.

—David Lee Roth. Oye, ¿me vas a pagar o qué?

—Te entiendo, claro que te entiendo, chisss, vas a despertar a Resin —susurra.

—No me importa. Resin tiene un Porsche y me puede pagar —le digo.

—Resin está en la ruina —dice—. Soy muy bueno en eso de dejar sin blanca a la gente.

—Marc, me debes quinientos dólares. Quinientos —digo al patético yonqui.

—Resin cree que Indira Gandhi vive en la Wellington House —Marc sonríe—. Dice que fue detrás de ella desde el edificio de los comedores hasta el Welling. —Hace una pausa—. ¿Tú lo entiendes?

Se levanta, se acerca a la cama y se echa en ella, y se baja las mangas. Pasea la vista por la habitación, mientras fuma el filtro.

—Vaya —dice, y la cabeza se le cae hacia atrás.

—Venga, sé que tienes dinero —digo—. ¿No me puedes prestar un par de pavos?

Pasea la vista por la habitación, aparta una caja de pizza vacía, luego me mira:

—No.

—Estudio con beca, tío. Necesito algo de pasta —le suplico—. Sólo cinco pavos.

Cierra los ojos y se ríe.

—Soy muy bueno haciendo eso —es todo lo que dice.

Resin se despierta y se pone a hablar con el cenicero. Marc me avisa de que le estoy jodiendo su karma. Me marcho. Los yonquis son bastante patéticos, pero los yonquis ricos lo son todavía más. Más incluso que las chicas.

PAUL Mi puñetera radio se estropeó a las siete en punto de la mañana y no conseguí volverme a dormir, así que me levanté, encendí un pitillo y cerré las ventanas, pues en la habitación hacía frío. Aunque apenas podía abrir los ojos (si lo hacía seguro que el cráneo se me partiría en dos) pude ver que todavía llevaba puesta la corbata, los calzoncillos y los calcetines. No conseguía entender por qué sólo llevaba puestas estas tres prendas, conque me quedé bastante rato delante del espejo intentando recordar la noche anterior, pero no lo conseguí. Fui dando tumbos hasta el cuarto de baño y me duché, agradeciendo que quedara agua caliente. Me vestí a toda prisa y salí disparado a desayunar.

Afuera hacía un tiempo realmente agradable. Era esa época de octubre en que a los árboles se les empiezan a caer las hojas, y la mañana era fresca y el aire olía a limpio y el sol, semitapado por nubes grisáceas, todavía no estaba demasiado alto. Seguía sintiéndome espantosamente mal, y los cinco Anacin que había tomado todavía estaban lejos de empezar a hacerme efecto. Casi no podía abrir los ojos y casi meto un billete de veinte dólares en la máquina del cambio. Pasé por la estafeta de correos pero en mi buzón no había nada; era demasiado pronto para el correo. Compré pitillos y me dirigí a los comedores.

No había nadie haciendo cola. Aquel chico rubio tan guapo de primero estaba detrás del mostrador sin decir ni palabra. Llevaba las gafas de sol más grandes que he visto en mi vida y servía los huevos revueltos menos apetitosos del mundo y una especie de palillos marrones que sospeché eran salchichas. La idea de comer me produjo náuseas y miré al chico, que seguía de pie con una espátula en la mano. Mi inicial malestar había dejado paso al cabreo y murmuré «Eres un presumido» con el pitillo todavía en la boca, y cogí una taza de café.

El comedor principal era el único que estaba abierto, así que entré y me senté con Raymond, Donald y Harry, ese chico tan guapo de primero que es amigo de Donald y Raymond y que hacía las típicas preguntas de novato, como: ¿hay vida después de Wham? Habían pasado la noche tomando metedrina cristalizada y me habían invitado, pero yo había ido detrás de… Mitchell —que estaba sentado en una mesa de la otra punta del comedor— a aquella estúpida fiesta. Trataba de no mirarle directamente a él ni a aquella jodida puta con la que estaba sentado, pero no conseguí evitar maldecirme por no habérmela meneado cuando me desperté aquella mañana. Los tres mariquitas estaban con las cabezas muy juntas encima de un papel haciendo una lista negra de los alumnos, y aunque hablaban sin parar notaron mi presencia, me saludaron con la cabeza, y me senté.

—Los que van a Londres y vuelven con acento inglés —dijo Raymond, escribiendo a toda velocidad.

—¿Puedo cogerte un pitillo? —me preguntó Donald distraídamente.

—¿Puedes? —pregunté yo a mi vez. El café sabía a rayos. Mitchell, el muy hijoputa…

—Estupendo, Paul —murmuró cuando le di uno.

—¿Por qué no compras de vez en cuando? —pregunté con la máxima educación que puede tener alguien que está con resaca y a la hora del desayuno.

—Todos los que van en moto, y todos los gorrones —dijo Harry.

—Y todo el que venga a desayunar que no haya pasado la noche sin dormir —Donald me miró.

Hice una mueca y crucé las piernas.

—Esas dos bolleras que viven en McCullough —dijo Raymond, escribiendo.

—¿Y por qué no todas las de McCullough? —sugirió Donald.

—Sí, mejor así —Raymond garabateó algo.

—¿Y esa puta que está con Mitchell? —propuse yo.

—Oye, oye, Paul. Tranquilízate —dijo Raymond sarcásticamente.

Donald se rió y escribió su nombre.

—¿Y esa chica gorda tan moderna? —preguntó Harry.

—Vive en McCullough. Ya está incluida en la lista.

No podía seguir soportando aquellas bromas de mariquitas retorcidos tan temprano y pensé en levantarme a por más café pero estaba demasiado cansado basta para eso y continué sentado sin mirar a Mitchell y al momento todas las voces se volvieron indistinguibles unas de otras, incluida la mía.

—Todo el que lleve barba o cualquier clase de pelos en la cara.

—Eso está muy bien.

—¿Y ese chico de Los Angeles?

—No sé si…

—Tienes razón, inclúyelo también.

—¿Paul, vas a presentarte para las pruebas de esa cosa de Shepard?

—¿Cómo? ¿De qué hablas?

—De la obra de Shepard. Hoy son las pruebas.

—Todos los que esperan que les presten pasta acabado el instituto.

—No, no me voy a presentar.

—Los que creen haber nacido de nuevo.

—Esto excluye a toda la administración.

Quelle horreur!

—Los ricos con tocadiscos baratos.

—¿Y los chicos que no aguantan el alcohol?

—Cierto, cierto.

—Añade las chicas que tampoco lo aguantan.

—Pondré: los pesos ligeros.

—¿Y David Van Pelt?

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Bueno, me he acostado con él.

—Tú nunca te has ido a la cama con David Van Pelt.

—Sí, lo creas o no.

—¿Cómo lo conseguiste?

—Es un peso ligero. Le dije que me gustaban sus esculturas.

—¡Pero sin son espantosas!

—Ya lo sé.

—Tiene el labio leporino.

—También lo sé. Creo que es… sexy.

—No hablas en serio.

—Todos los que tengan el labio leporino. Pon eso.

—¿Y qué opináis del Bobo Guapo?

Me apeteció saber quién era El Bobo Guapo pero no conseguí reunir el suficiente interés para preguntar. Estaba hecho una mierda. No conozco a estos chicos, pensaba. No me gusta estudiar la especialidad de arte dramático. Me puse a sudar. Aparté el café y cogí un pitillo. Había cambiado tantas veces de curso de doctorado que ya ni me importaba. El doctorado en arte dramático era sencillamente lo último. David Van Pelt era desagradable, o por lo menos eso solía pensar. Pero ahora, esta mañana, su nombre sonaba a exótico y me dije el nombre para mí mismo, pero pronuncié el de Mitchell.

De repente soltaron risotadas, todavía con las cabezas juntas sobre el papel, recordándome a las brujas de Macbeth, aunque eran infinitamente más guapos y llevaban ropa de Giorgio Armani.

—¿Y todos los que sus padres todavía estén casados?

Se rieron y se felicitaron entre sí y lo escribieron, muy satisfechos.

—Perdonad —les interrumpí—. Pero mis padres todavía están casados.

Todos me miraron, su sonrisa se convirtió en honda preocupación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó uno de ellos.

Me aclaré la voz, hice una pausa dramática y dije:

—Mis padres no están divorciados.

Hubo un largo silencio y luego todos se pusieron a gritar, con una mezcla de decepción e incredulidad, y dejaron caer la cabeza encima de la mesa, chillando.

—¡Imposible! —dijo Raymond, asombrado, alarmado, mirándome como si acabara de admitir un secreto terrible.

Donald daba boqueadas.

—Estás bromeando, Paul —dijo, y me miró horrorizado y luego se echó hacia atrás como si yo fuera un leproso.

Harry estaba demasiado asombrado para hablar.

—No es broma, Donald —dije—. Mis padres son demasiado aburridos como para pensar en divorciarse.

Me gustaba el hecho de que mis padres todavía siguieran casados. Si el matrimonio era bueno era cuestión de opiniones, pero sólo el hecho de que los padres de casi todos, o de todos, mis amigos estuvieran divorciados o separados, y los míos no, hacía que me sintiera protegido y no una víctima. Aquello casi me igualaba a Mitchell y me gustaba esa notoriedad. Disfruté del momento y volví a mirarlos a los tres sintiéndome ligeramente mejor.

Me seguían mirando, mudos de asombro.

—Seguid con vuestra estúpida lista —dije, tomando un sorbo de café y haciendo gestos con la mano como para despertarlos—. Y dejad de mirarme.

Poco a poco volvieron a la lista aunque reemprendieron su juego con menos entusiasmo que antes.

—¿Y los que tienen tapices en la habitación? —sugirió Harry.

—Esos ya están —suspiró Harry.

—¿No nos queda ninguna anfeta? —suspiró Harry.

—No —Donald también suspiró.

—¿Y los que escriben poesías sobre la Humanidad?

—¿Y los bolcheviques canadienses?

—¿Y los que fuman tabaco bajo en nicotina?

—Hablando de tabaco, Paul, ¿puedo gorrearte otro? —preguntó Donald.

Mitchell cogió la mano de la chica por encima de la mesa. La muy puta se rió.

Volví a mirar a Donald, sin creerlo.

—No, no puedes —dije, cada vez más histérico—. Me cabrea. Siempre estás «gorreando» pitillos y no lo soporto más.

—Vamos, hombre —dijo Donald, como si yo sólo estuviera bromeando—. Te lo devolveré después. Ahora estoy en las últimas.

—¡No! También me cabrea que tu padre sea el dueño de la mitad o así de Gulf and Western y siempre andes por ahí diciendo que no tienes dinero —dije, mirándole indignado.

—Pero ¿qué es lo que encuentras tan grave? —preguntó.

—Sí, Paul, parece que te va a dar un grand mal —dijo Raymond.

—¿Por qué estás tan enfadado? —preguntó Harry.

—Yo sé por qué —dijo Raymond sibilino.

—¿Campanas de boda? —dijo Donald riéndose y mirando hacia la mesa de Mitchell.

—Va muy en serio —dije inexorable, ignorándoles—. Voy a matar a esa puta.

—Dame uno, anda. No seas roñoso.

—Vale, te daré uno si me dices quién ganó el concurso de diseño de ropa del Tony’s el año pasado.

Siguió un silencio que encontré humillante. Suspiré y bajé la vista. Ninguno de los tres dijo nada hasta que por fin habló Donald.

—Es la pregunta más insulsa que he oído en mí vida.

Volví a mirar a Mitchell, luego empujé los pitillos por encima de la mesa hacia Donald.

—Toma. Voy a por más café. —Me levanté y me dirigí al comedor. Tuve que pararme y entrar en el bar porque vi a la chica sueca con la que estuve la noche pasada. Le enseñaba el carné al que controlaba el servicio de comidas. Esperé hasta que llegó a la barra. Luego corrí escaleras abajo y me dirigí a clase. Pensé en presentarme a las pruebas para aquella obra de Shepard, pero luego pensé ¿por qué molestarme? Ya tengo un contrato en exclusiva con una: mi vida.

Me senté sin prestar atención a aquel profesor monótono. Lancé una rápida mirada a Mitchell, que parecía contento (sí, se la había tirado la noche pasada) y tomaba apuntes. Lanzó una ojeada alrededor y molesto, mirando a los que fumaban (lo había dejado cuando volvió, era indignante). Probablemente le parecían máquinas, imaginé. Igual que chimeneas, les salía humo por ese agujero que tenían en la cabeza. Miró a aquella chica tan fea del vestido rojo tratando de parecer indiferente. Yo miré las pintadas que había en la mesa: «Has perdido». «No hay gravedad. Es la Tierra la que chupa». «La Banda de la Tachuela durmió aquí». «¿Qué fue del amor de los hippies?». «El amor apesta». «La mayoría de los taxistas son licenciados». Y me quedé allí sentado sintiéndome el amante desgraciado. Pero luego me acordé de que, claro, ahora tan sólo soy desgraciado.

LAUREN Despertar. Tengo que lavarme la cabeza. No quiero quedarme sin desayuno. Voy al comedor. Estoy molesta. Nada en el correo. Victor sin dar señales de vida. Sólo una nota para recordarme que la reunión de la asociación será en Stokes en vez de Bingham el sábado que viene. Zombie esta noche en Tishman. Tengo que devolver cuatro libros a la biblioteca. Me tropiezo con esa chica de pinta tan rara que lleva puesto un vestido de fiesta rosa y gafas de sol, parece la víctima de un tratamiento con electroshocks. Otro enfado sin importancia. Bajo la escalera. Olvidé el carné. De todos modos me dejarán entrar: Un niño mono que lleva unas gafas Wayfarer sirve emparedados de queso. Pedir un plato de patatas fritas. Empezar a coquetear: Preguntarle cómo van sus clases de flauta. Comprender que parezco enfadada y alejarme. Coger una Coca Diet. Sentarme. Por algún motivo Roxanne está sentada aquí con Judy. Judy come ensalada de lechuga, arroz y apio. Rompo el silencio:

—Este sitio no me gusta nada, todos apestan a tabaco, son presumidos y adoptan unas actitudes horribles. Me iré antes de que aparezcan los de primero.

Olvidé el ketchup. Aparto el plato de patatas fritas. Encender un pitillo. Ninguna de las dos sonríe. Muy bien. Paso el dedo por la mancha de pintura azul de la pernera del pantalón.

—¿Os pasa algo? —Miro a mi alrededor y veo al Carca en la zona de las bebidas. Me vuelvo hacia Judy—. ¿Qué es de Sara?

—Está embarazada —dice Judy.

—Mierda, ¿estás de broma? —digo, acercando la silla—. Cuéntame cómo fue.

—Hay poco que contar —dice Judy—. Roxanne se ha pasado hablando con ella toda la mañana.

—Le di Darvon —Roxanne abre mucho los ojos. Enciende un pitillo con el que se acaba—. Le dije que fuera al psicólogo.

—¡Oh, mierda, no! —digo yo—. ¿Qué va a hacer? Quiero decir, ¿cuándo?

—Se lo harán la semana que viene —dice Roxanne—. El miércoles. —Apago el pitillo. Picar las patatas fritas. Judy me presta el ketchup—. Luego se irá a España, creo —dice Roxanne, volviendo a abrir mucho los ojos.

—¿A España? ¿Por qué?

—Porque está loca —dice Judy, levantándose—. ¿Quiere alguien algo?

—No —digo yo sin dejar de mirar a Roxanne. Judy se va.

—Está trastornada de verdad, Lauren. —Roxanne está preocupada, juguetea con el pañuelo de cuello, come patatas fritas.

—No me lo imaginaba. Tengo que hablar con ella —digo—. Es terrible.

—¿Terrible? Más bien espantoso —dice Roxanne.

—Espantoso —me muestro de acuerdo.

—Odio que pasen estas cosas —dice—. Lo odio.

Terminamos las patatas fritas, que hoy están muy ricas.

—Horroroso —dice—. Estoy empezando a pensar que los líos amorosos son una idea extranjera.

Ralph Larson, el profesor de filosofía, pasa junto a nuestra mesa con una bandeja buscando sitio donde sentarse, seguido de mi profesor de serigrafía. Mira a Roxanne y le dice:

—Hola, guapa. —Y le guiña un ojo.

—Hola, Ralph —dice Roxanne sonriendo encantada. Luego vuelve a mirarme, sin dejar de sonreír, con los ojos como platos. Me fijo que está más gorda. Me coge por la muñeca—. Es tan guapo, Lauren. —Respira a fondo.

—Nunca invites a un profesor a tu cuarto —le digo.

—Puede ir cuando quiera —dice ella, cogiéndome todavía por la muñeca.

—Está casado, Roxanne —le digo.

—No me importa. —Abre mucho los ojos—. Todo el mundo sabe que se acostó con Brigid McCauley.

—Jamás dejará a su mujer por ti. Le fastidiaría el expediente académico.

Me río. Ella no lo hace. Y yo me acosté con ese chico, Tim, que dejó embarazada a Sara. ¿Y si fuese yo la que tuviera que abortar el miércoles? Si fuese yo… Ketchup en el plato; una relación inevitable. No puedo permitir que me pase. Judy vuelve. La mesa de al lado: un chico con pinta triste está preparando un emparedado y lo envuelve en una servilleta para llevárselo a su novia hippie que no está matriculada. Me doy la vuelta rápidamente y le digo a Judy que me cuente un chiste, el que sea.

—¿Cómo? ¿Qué dices?

—Háblame, haz como si me hablaras. Cuéntame un chiste. Pronto. El que sea.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Vamos, cuéntame algo. Hay alguien con quien no quiero hablar. —Y señalo con la vista.

—Claro, claro —empieza Judy; ya hemos jugado a esto antes—. Bueno, esto era, ya sabes, pasaba que…

—¿Qué pasaba? —Me encojo de hombros—. ¿No sabes lo que pasaba?

—Verás, esto era… sí, verás… resulta que… —dice.

—Ja, ja, ja, ja… —me río. Suena a falso. Me siento repugnante.

—Hola, Lauren —dice la Voz Detrás de Mí. Dejo de reír, levanto la vista como sin interés, y lleva pantalones cortos. Estamos en octubre y lleva pantalones cortos y la sección de negocios del New York Times debajo del brazo—. ¿Hay sitio para mí? —Señala nuestra mesa a punto de dejar la bandeja encima. Roxanne asiente con la cabeza.

—¡No! —Miro a mi alrededor—. Es que estamos esperando a alguien. Lo siento.

—De acuerdo. —Sigue allí de pie, sonriendo.

Vete, vete, vete.

—Lo siento —vuelvo a decir.

—¿Puedo hablar contigo más tarde? —me pregunta. Vete. V-E-T-E—. Estaré en la sala de ordenadores.

—Muy bien.

—Hasta luego —dice, y se aleja.

Cojo otro pitillo y me siento muy molesta, ¿por qué? ¿Qué espera él? Pienso en Victor, luego levanto la vista y pido una cerilla.

—¿Quién es? —preguntan las dos.

—Nadie —digo yo—. Dadme una cerilla.

—¿Lo hiciste con él? —dice Judy, ladeando la cabeza.

—Lo hice. —Imito el movimiento de cabeza.

—Es un novato de primero. Enhorabuena. ¿Es el primero de este curso?

—No dije que me interesara, guapa.

—Tiene un culo bonito —dice Roxanne.

—Estoy segura de que a Rupert le gustaría oírte decir eso —le digo.

—Tengo la sensación de que Rupert estaría de acuerdo conmigo —dice Roxanne con tristeza.

Me parece raro que diga eso y me pregunto qué quiere dar a entender. Lo que me recuerda algo que no quiero recordar. Digo a Roxanne que me llame y digo a Judy que estaré en mi estudio. Vuelvo a mi habitación y decido saltarme la clase de vídeo y bañarme. Primero limpiar la bañera. El dormitorio está en silencio. Todo el mundo está en clase o durmiendo. Estupendo: agua caliente. Traigo un cojín para la cabeza y el radiocasete y pongo a Rickie Lee Jones. Fumar un canuto y quedarme allí tumbada. Traté de llamar a Victor la noche pasada cuando volví del cuarto de Steve, llorando, sin poder parar, pero no contestaron en la casa de Roma donde dijo que estaría por estas fechas. Recuerdo mi última noche con él. Me toqueteo. Pienso en Victor. Odio a Rickie Lee Jones. Poner la radio. Me lavo la cabeza. Subo el volumen. Una emisora mala. Los 40 Principales. Se oyen ruidos. Pero luego oigo una canción que recuerdo haber oído cuando veía a Victor. Era una canción estúpida y en aquella época no me gustaba, pero ahora me parece bien y me hace llorar. Quiero escribir esa sensación, o dibujarla, pero luego considero que el momento parecería impuro y artificial. Decido que sólo estropearía la sensación, conque me quedo metida en la blancura y pienso en los recuerdos que me trae la canción. En Victor. En las manos de Victor. En los pantalones de piel de leopardo de Victor. En sus gastadas botas del ejército y… ¿en el vello de su pubis? Sus brazos. Mientras se afeitaba. Qué guapo estaba en el Palladium con su smoking. Haciendo el amor en su casa. Ojos pardos. ¿Qué más? Empieza a desdibujarse. Me asusto. Me asusto porque mientras estoy aquí tumbada de repente parece como si Victor ya no existiera. Parece como si sólo existiera la canción, no Victor. Casi es como si hubiera terminado con él el verano pasado.

SEAN Terror en los comedores. Capítulo XXIV. La chica que se folló Mitchell la noche pasada y que me quiero volver a follar yo está de pie en el mostrador de las bebidas. Puedo verla perfectamente desde donde estoy sentado. Habla con su amiga ceramista, gorda y lesbiana (probablemente). Lleva un vestido que no puedo describir. Supongo que quizá se podría llamar kimono, pero más corto, y con un jersey encima. Es un jersey muy grande pero todavía se puede decir que tiene un cuerpo maravilloso y no parece que lleve sostén así que parece que sus tetas no están nada mal. Conozco algo a esa chica; después de la noche que pasamos juntos, hablé con ella un viernes por la noche en una fiesta en Franklin. Debe ir a mi clase, pero no estoy seguro pues no voy tan a menudo como para asegurarlo. Pero, sea lo que sea, es la siguiente.

Cenando otra vez y estoy con los de siempre: Tony, Norris, Tim, Getch. Los jodidos Cerdos de la Casa, la banda de nuestra residencia, me despertaron esta tarde a las cuatro: ensayaban en la habitación de arriba. Me ducho, y cuando me estoy peinando soy plenamente consciente de que hoy me he saltado dos clases y que tengo que hacer un trabajo antes de fin de mes. Paseo por la habitación, fumando, oyendo la vieja Velvet Underground con la esperanza de que suene más alto que los Cerdos de la Casa, hasta que es hora de cenar. Siguen tocando cuando salgo hacía los comedores.

Servía Jason y le dije que había hablado con Rupert y que podría conseguirle cuatro gramos para mañana por la noche, pero que se debería quitar las gafas de sol porque tiene pinta de sospechoso. Se limitó a sonreír y me dio una loncha extra de carne, o pavo, o cerdo, o lo que demonios fuera lo que estaba sirviendo, que estaba frío, supongo. Conque estaba mirando a esa chica y me pregunto si es la que ha estado dejando notas en mi buzón y eso me calienta —aunque no fuera ella—. Pero entonces su amiga gorda le dice algo y las dos miran a nuestra mesa y yo bajo la cabeza y finjo que como. Creo que va a primero y estoy casi seguro de que vive en Swan pero no se lo voy a preguntar a ninguno de los de esta mesa. No quiero que me gasten bromas sobre que ando detrás de ella. Tim es un majadero por dejar embarazada a Sara y que no le importe. Follé con Sara un par de veces cuando iba a segundo. De hecho la mayoría de los chicos de la mesa se la follaron. Casi parece un chiste que le haya tocado la china a Tim. Pero a ninguno le molesta o entristece demasiado la cosa. Hasta Tim hace bromas al respecto.

—Hay tantísimas chicas que los tienen, que podrían poner un abortista en la cooperativa de consumidores —dice, riéndose.

—Por cincuenta pavos, se lo haría yo —dice Tony.

Getch está jugando con un Eskedole y dice:

—Grasa, tío. Eso sólo es grasa.

—¿Estáis hablando de la comida o es un chiste sobre el aborto? —pregunto.

—Estupendo, ya hacemos chistes sobre eso —dice Getch.

—Venga, hombre —le digo a Getch—. Anímate.

—¿Por qué no estás fastidiado, tío? —pregunta Getch a Tim, mirándole como sólo lo podría hacer alguien que va a doctorarse en sociología.

—Mira —dice Tim—. He pensado en esa mierda tantas veces, que ahora ni me inmuto.

Getch asiente, pero parece como si no entendiera, aunque se calla, y vuelve a su Eskedole.

—¿Cómo sabes que es tuyo? —pregunta Tony, que acaba de llegar de una reunión del consejo de estudiantes, colocadísimo.

—Lo sé —dice Tim, como si se sintiera orgulloso de estar tan seguro.

—¿Cómo lo sabes? A lo mejor la muy puta trata de joderte —dice Tony.

—Basta con mirarla para saber que no miente —dice Tim.

Nadie dice nada.

—Se nota —insiste Tim.

—Es algo muy místico, la verdad —dice Tony.

—Entonces ¿cuándo le van a arrancar el feto? —pregunta Norris.

La mesa entera protesta y Tim se ríe culpable y desamparado y siento náuseas. Por fin la chica consigue una Coca-Cola y sale del comedor principal, con pinta de estar muy segura de sí misma.

—El miércoles, tío —Tim pide un pitillo y espera que alguien se lo encienda. Ingenuo, pienso—. Iba a ser el martes, pero el martes es el estreno de esa obra donde baila ella, así que será el miércoles.

—Que siga el espectáculo —digo yo, sonriendo con el ceño fruncido.

—Sí —dice Tim, un tanto inquieto—. Bueno. Luego se irá a Europa, lo que es un gran alivio.

La mesa, incluido Tim, ha perdido interés por este chismorreo ya antiguo (circulaba desde la noche anterior, y para los retrasados, desde el almuerzo), así que siguieron otras conversaciones, sobre otros importantes asuntos. Pregunto a Norris, que se levanta, si me puede traer café.

—¿Quieres leche? —pregunta.

—Sí. Pero de la buena —le digo. Un viejo chiste.

—Oye, Sean, resultas… bastante divertido.

—Sí, soy un chico bastante divertido.

—¿Sabe alguno dónde puedo conseguir éxtasis esta noche? —pregunta Tim.

—¿Hay alguna fiesta esta noche? —pregunta Getch.

Veo a mi compañero de cuarto, ha vuelto de Nueva York.

Ça va —dice al pasar junto a la mesa.

Ça va —digo y luego—: Ribbet.

—En El Fin del Mundo y probablemente en El Cementerio —le dice Tony. Tony también es el presidente del comité de recepción—. Todas las aportaciones de alcohol serán altamente apreciadas.

—¿Hace demasiado frío para estar afuera? —pregunta Getch.

—Abrígate, nene.

Tony aparta su plato y empieza con la ensalada: aunque me gustara Tony, aquella ensalada europea me fastidia.

—¿Nene? ¿Quién dijo nene? —pregunta Tim—. No había oído esa palabra desde el colegio.

—Vete a la mierda —dice Tony.

Está fastidiado porque no consiguió un papel en ninguna producción del Departamento de Teatro, porque estudia la especialidad de escultura, y aunque pienso que es un buen chaval y todo eso, me molesta que se enfade por algo tan idiota. Quiero volver a follar con Sara. Fue increíble, lo recuerdo. ¿O se trataba de otra? ¿No fue Sara la de aquel coño que casi me traga entero? Tal como están las cosas, probablemente no fuera la que llevaba un DIU, pero aunque lo fuera no me importaría probar de nuevo, si se me presentaba la ocasión.

—¿Sabe alguien qué película ponen esta noche? —pregunta Getch.

—No me mates —dice Tony.

Norris vuelve con el café y susurra:

—Con buena leche.

Lo pruebo y sonrío.

—Delicioso.

—No lo sé. ¿La noche del niño muerto? No lo sé —dice Tony.

—¿Por qué no lo dejáis? —dice Tim.

—Roxanne me contó que van a cerrar El Carrusel —ofrezco a la mesa.

—Imposible. ¿De verdad?

—Sí —digo yo—. Al menos eso es lo que dice Roxanne.

—¿Por qué? —pregunta Getch.

—Porque los de primero y segundo ya no beben —dice Tony—. Esos mamones…

—Los mamones también beben —dice Getch. Por algún motivo siempre me ha parecido un poco blando. No podría explicar por qué. Sacude el Eskedole.

—Rock’n’roll —digo yo.

—Viva por siempre —dice Tim, riendo.

—Sólo es otro ejemplo de que este sitio se va a la mierda, eso es todo —dice Tony.

—Hay que joderse.

Tony está perdiendo la paciencia.

—Mirad, ¿no os dais cuenta de que nos ponen una mierda de sala de pesas? ¿Por qué? ¿Lo entendéis? ¿Lo podéis explicar? Yo no. ¿Os dais cuenta de que vengo de una reunión del consejo de estudiantes y que los delegados de primero quieren que los clubes de estudiantes se instalen en el campus? Hay que joderse, sí.

—Es una estupidez —añado yo.

—¿Por qué? —pregunta Tim—. Creo que una sala de pesas es una buena idea.

—Porque —explico, esperando calmar a Tony— vine aquí para estar lejos de los carapijos y los clubes de estudiantes para tontos del culo.

—Oye —dice Tim con expresión desagradable—, las chicas hacen pesas para que se les pongan duros los músculos de la parte de dentro de los muslos. —Me coge la pierna y se ríe.

—Bueno, verás. —De repente me siento confuso—. Una sala de pesas, todavía… —La verdad es que me trae sin cuidado.

Tony me mira.

—¿De qué estás hablando, Sean? ¿En qué te vas a doctorar? ¿En cibernética?

—En los 80 de Reagan. Efectos perjudiciales en las clases bajas —dice Tim, moviendo la cabeza.

De hecho aquello no me jode tanto como él esperaba.

—Cibernética —le imito.

—¿En qué te vas a doctorar? —Me está desafiando, el muy mamón. Termina la ensalada, carapijo.

—En Rock’n’roll —me encojo de hombros.

—Tranquilo, tío —dice alguien.

—No consiguió un papel en la obra de Shepard —dice Getch.

Deidre aparece, ¿para arreglar el día?

—Peter.

Los de la mesa levantan la vista y se hace el silencio.

—Creía que me llamaba Brian —digo, sin mirarla.

Ella ríe, probablemente esté pirada. Le veo las manos, y ya no lleva las uñas pintadas de negro. Parecen de color cemento.

—Bueno, bueno, como quieras. ¿Qué haces? —pregunta.

—Estoy cenando. —Señalo el plato. Todos los chicos la miran. Es una situación muy incómoda.

—¿Vas a ir esta noche a la fiesta? —pregunta Deidre.

—Sí. Voy a ir esta noche a la fiesta. ¿Vas a ir esta noche a la fiesta?

—Sí. —Parece nerviosa. Los chicos la intimidan. Se portó bien la noche pasada, aunque estaba demasiado borracha. Probablemente sea buena en la cama. Miro a Tim, que la está observando—. Sí, voy a ir.

—Bueno, entonces a lo mejor nos vemos allí. —Miro a Norris y abro mucho los ojos.

—Vale —dice ella, sin saber cómo irse, mirando a su alrededor.

—Vale, te veré allí, hasta luego —murmuro—. ¡Dios mío!

—Vale, bien —dice ella atragantándose—. Hasta la vista.

—Lárgate ya —digo en voz muy baja.

Va a otra mesa. Los chicos no dicen nada. Estoy avergonzado porque no es demasiado guapa y todos saben que me la follé la noche pasada y me levanto a por más café para activar mi inminente úlcera. Rock’n’roll.

—Necesito una cama de matrimonio —dice Tim—. ¿Alguien tiene una cama de matrimonio?

—No fuma yerba —dice otro.

—Duá. Duduá —dice Getch.

MARY La sensación no es fría ni caliente. Es una suave vibración que se me fija en el cuerpo en cualquier momento del día. He decidido dejarle notas en el buzón todos los días. Me lo imagino clavando esas notas con alfileres en alguna parte, a lo mejor las clava en la pared de su cuarto, un cuarto donde me gustaría vivir. ¿Son suficientes estas artimañas?, me pregunto, harta, sintiéndome cansada y encogida después de dejar esas notas en su buzón. Mi voluntad es como una ambulancia en una llamada de emergencia. Pero muchas veces trato de olvidarle (no le he visto, no le veré hasta más tarde, no me atrevo a abrir la boca delante de él, a veces me apetece gritar, a veces creo que me estoy muriendo) y trato de olvidar estos latidos del corazón, pero no lo consigo y me encuentro mal. El espacio que recorro es negro y árido. Mi obsesión (ni siquiera sé si puede considerarse así; esa palabra no parece demasiado adecuada) por muy fútil o ridícula que sea crea un misterio de la nada. Es sencillo. Le observo. Se revela con límites imprecisos. Todo en lo que creo se desvanece cuando le miro, digamos, cuando come o atraviesa una habitación abarrotada. Siento una descarga. Tengo su nombre escrito en una hoja de papel tela muy fino azul pálido, y he dibujado hojas de álamo alrededor de las letras. Todo me recuerda a él: hay un perro que vive al otro lado del vestíbulo. Su dueña lo registró como gato (los perros están prohibidos en el edificio) y le saqué una foto que quedó movida, y es pequeño y de color violeta y tiene orejas de duende. Le di de comer chocolatinas una vez. Todos los actos de esa persona son como una indirecta y no hablo de eso con nadie. Es guapo, aunque se podría pensar que no. En torno a él hay algo circular, algo como mariposas de la polilla revoloteando en la clara noche de Arizona. Y sé que nos conoceremos. Será fácil y ocurrirá pronto. Y mi resentimiento —mi espantoso y fútil resentimiento— se desvanecerá. Le escribo una nota después de cenar. Debe de saber que soy yo. Sé la marca de pitillos que fuma. Una vez, en la ciudad, le vi comprar una cinta de Richard y Linda Thompson. No se fijó en mí. Yo los oía cuando iba al instituto. Cuando Linda y Richard todavía estaban juntos. Se han separado, como John y Exene, como Tina e Ike, Sid y Nancy, Crissi y Ray. Eso no me pasará a mí. Su nombre es una palabra en la parte de arriba de una página e indica que empezó un poema, empezó pero no ha terminado porque la máquina de escribir ya no escribe. Me beso la mano y la huelo y huele a él. Me imagino que su olor es ése. Su olor. Su olor. No me atrevo a ir a su residencia ni a pasar por delante de su cuarto.

Paso junto a él y ni siquiera le miro. Pasaré junto a él en el comedor con una soltura que me choque hasta a mí.

PAUL Intenté hablar con Mitchell esta noche en la fiesta de El Fin del Mundo. Estaba junto al barril llenándose un vaso de plástico. Yo ya tenía una cerveza y estaba solo, donde empieza El Cementerio. Terminé la cerveza y me acerqué al barril.

—Hola, Mitch —dije. Hacía frío y el aliento se veía—. ¿Cómo va todo?

—Hola, Paul. Como siempre. —Estaba llenando dos vasos. ¿Es que esa puta no puede servirse ni su jodida cerveza?—. ¿Y a ti cómo te va?

—Bien. ¿Podemos hablar? —Puse el vaso debajo del grifo.

Se quedó allí con los dos vasos en la mano.

—¿De qué quieres hablar? —preguntó con esa expresión neutra suya tan famosa.

—Sólo de lo que pasa —dije, concentrándome en la cerveza y la espuma que salían del grifo. Una chica se acercó y esperó. La miré pero ella no me estaba mirando, sólo a mis manos, impaciente.

—Te lo advertí, Paul. Recuérdalo —dijo Mitchell.

—Sí, ya lo sé —dije, y reí nerviosamente. Sólo había llenado medio vaso pero le dejé el sitio a la chica—. Espera un momento, ¿de qué me advertiste? —pregunté. Veía a Candice de pie al borde de El Fin del Mundo; detrás de ella y debajo, el Valle de Camden, las luces del pueblo. No entendía cómo podía preferir aquello porque Mitchell era, hay que admitirlo, demasiado guapo para ella. Estaba más allá de mi comprensión. Tomé un trago de cerveza.

—Te lo advertí—dijo Mitchell empezando a andar.

—Espera —le seguí. Se detuvo junto a uno de los altavoces. The Pretenders sonaban a todo volumen. Había un grupo pequeño de gente bañando. Dijo algo pero no conseguí oírlo. Sabía lo que me iba a decir pero no creía que fuera a tener el valor de decirlo. ¿Me lo había advertido? Probablemente, pero no de palabra. Por el modo en que se apartaba cuando le tocaba en público. O si le llevaba una cerveza en El Pub, por la manera como se molestaba y se apresuraba a decir que me invitaba a otra y dejaba un dólar en la mesa. O cuando hablaba de lo que le apetecía ir a Europa, por poner un ejemplo, y luego siempre añadía: solo. Me lo había advertido y me molestaba reconocerlo. Pero de todos modos le seguí hasta donde estaba Candice. Mitchell le dio la cerveza. Estaba tan fea… o a lo mejor estaba guapa y me costaba admitirlo… Mitchell llevaba una camiseta (¿No era mía? Probablemente) y un jersey de Eddie Bauer, y se rascaba el cuello, nervioso.

—¿No os conocéis? —preguntó.

—Claro, hola —dijo ella sonriendo, y él le cogió la cerveza cuando Candice encendió un pitillo.

—Hola —dije, sonriendo, genial como siempre. Luego le lancé una dura mirada cuando ella no miraba esperando que Mitchell se diera cuenta, pero no fue así.

Nos quedamos allí los tres, en El Fin del Mundo Después venía la ladera que daba al valle, y luego el centro de Camden. No era una gran altura, pero si la empujaba, digamos que accidentalmente, disimuladamente, por encima de la valla de piedra que llegaba a la altura de las rodillas, le ocasionaría algo más que lesiones leves The Pretenders se convirtieron en Simple Minds y di las gracias porque no podría haber seguido allí de no ser por la música. Las fiestas son, por derecho propio, lugares perfectos para los enfrentamientos, pero no aquélla. Probablemente yo ya había perdido aquel enfrentamiento. Probablemente hacia muchísimo tiempo, hasta puede que la última noche en Nueva York. Alguien había colgado unas tenues luces amarillas que iluminaban la cara de Mitchell, volviéndola macilenta. Me había dejado. La escena de nosotros tres allí resultaba demasiado real y demasiado anodina. Me alejé.

SEAN La chica se llama Candice. Estoy junto al barril de cerveza con Tony, que le está dando largas explicaciones a Getch sobre las consecuencias de beber demasiada cerveza, y la observo a la vez que elimino a Micht Allen de mi campo de visión. Va demasiado bien vestida para una fiesta de un viernes por la noche y aquí fuera, en la pradera del Área Común, tiene clase de verdad; puede que sea algo conservadora y estirada, como una japonesita, pero de un modo agradable, sexy, pues la miras y sabes que en la cama es una fiera. En cualquier caso parece demasiado guapa para Mitch, que tampoco es tan guapo. Me pregunto si de verdad le gustará follar con él. Luego pienso que a lo mejor ni siquiera han follado. Que a lo mejor me acerco y me pongo a hablar con ella y a lo mejor acepta mi invitación y le dice a Mitch que le verá más tarde. Y pensar en todo esto me está destrozando, o casi. Termino otra cerveza y otra estrecha, Roxanne, se acerca a la barrica, y se queda junto a mí. Luego esa chica se marcha de El Fin del Mundo, detrás de él. No se pueden ir, pienso, es demasiado pronto. Pero no se marchan, sólo se alejan de alguien. ¿Demasiado pronto para qué?, me pregunto. Irán a la habitación de Mitch (ella probablemente tenga compañera de cuarto) y dejará que se la folle. Estoy tan jodido que ni siquiera me excito. Miro a Roxanne, a la que debo un montón de dinero. También lleva muchas joyas y me gusta. Me pregunto si querrá follar conmigo esta noche. Si hay la más mínima posibilidad… Está fumando un porro y me lo pasa.

—¿Cómo va todo? —pregunta.

—Ya ves, aquí tomando cerveza —contesto.

—¿Es buena? ¿Es buena la cerveza que estás tomando? —pregunta.

—Oye —le digo directamente—, ¿te apetece que subamos a mi habitación?

Se ríe, bebe un trago de cerveza, mueve mucho las pestañas llenas de rímel y me pregunta para qué.

—Para recordar los viejos tiempos. —Me encojo de hombros. Le devuelvo el canuto.

—¿Los viejos tiempos, dices? —Se ríe con más ganas.

—¿Qué es lo que te divierte tanto?

—No, Sean, hoy no puedo —dice—. Además he quedado con Rupert. —Todavía sonríe.

La muy puta. Hay un bicho, un mosquito, en su cerveza. No lo ve. Yo no digo nada.

—Déjame un par de pavos —digo.

—No he traído el bolso —dice ella.

—Vale —digo.

—Sean, siempre serás el mismo —dice, y me entran ganas de pegarle (no de follármela, sólo de pegarle)— No sé si eso es bueno o malo.

Me apetece que se trague el bicho. ¿Dónde está Candice, maldita sea? Vuelvo a mirar a Roxanne, que sigue con su condenada sonrisa; piensa para sí, contenta de que se lo haya pedido, y todavía más por haber sido capaz de decir que no. La miro y siento auténtica repulsión.

—¿Tienes algo de morfina? —le pregunto.

—¿Por qué la iba a tener? —pregunta ella, que ve el bicho y vacía la cerveza en el césped.

—Pínchate una poca. Me parece que no te vendría mal —le digo, alejándome.

—Tengo algo para que te piques de verdad, marica —es lo último claro que oigo.

Mi observación no fue ni aguda ni efectiva y no creo que vuelva a ver a esa chica en una temporada. La cosa empezó cuando se puso a trapichear con coca para adelgazar. Y funcionó más o menos. Creo que todavía tiene un culo grande, y puede parecer algo gorda, y lleva el pelo teñido de negro y escribe poemas espantosos y me jode haberle dado ocasión de replicarme. Vuelvo a mi cuarto y cierro de un portazo. Mi compañero de cuarto se ha ido, enciendo la radio. Paseo. En una emisora local suena «Wild Horses». Muevo el dial «Let It Be» suena en la emisora siguiente. En la siguiente, «Ashes to Ashes», luego un canto fúnebre de Springsteen, luego Sting entona «Every Breath You Take» y luego cuando vuelvo a la emisora local el carapijo del locutor anuncia que va a poner las cuatro caras de «The Wall», de Pink Floyd. No sé lo que pasa pero cojo el aparato y lo tiro contra la puerta, pero no se rompe y me alegro aunque sea una radio barata. Lo recojo, luego agarro una caja con cintas y saco una que no me gusta y la aplasto con el tacón de la bota. Luego cojo una cesta con singles y me aseguro de que los tengo en cinta antes de partirlos en dos, luego en cuatro. Doy unas patadas en la parte de la pared de mi compañero y luego rompo un tirador de la puerta del armario. Después vuelvo a la fiesta.

LAUREN Yo y Judy. Preparando lienzos. Mi estudio. Judy acaba de pintarse las uñas o sea que no está, como se dice, por lo que hace. Lo dejamos. Otro viernes por la noche Judy trajo dos Beck’s y algo de yerba. Me gusta Judy. No me gusta mi madre. Mi madre llamó hace un rato, Después de cenar. Me deprimió tanto que me puse a pasear como una idiota y a fumar pitillos hasta que volví al estudio. Mi madre no tenía nada que decirme. Mi madre no tenía ninguna información urgente que comunicarme. Mi madre estaba viendo películas en el vídeo. Mi madre está loca. Le pregunté por la revista (dirige una), por mi hermana, finalmente (gran error) por mi padre. Dijo que no me oía. No le volví a preguntar. Luego mencionó que Joana (la nueva novia de mi padre) sólo tiene veinticinco años. Y como no la insulté o vomité o me suicidé, dijo que si aprobaba lo que estaba haciendo, por qué no pasaba con él las Navidades. Por entonces la llamada ya había degenerado hasta tal punto que le dije que tenía que ir a clase a las doce de la noche y colgué y fui al estudio y estuve mirando toda la mierda, la mierda asquerosa que llevo haciendo todo el trimestre. Se suponía que iba a hacer los carteles de la obra de Shepard pero la bollera que la dirige me cae mal, así que a lo mejor le doy una de estas mierdas sin terminar:

—¡Todo es una mierda! —digo en voz alta—. Judy, mira esto. ¡Es una mierda!

—No, no lo es. —Pero no miraba.

—Ni siquiera miras. —Abro el segundo paquete de tabaco del día y ni siquiera son las once. Lo último de lo que me preocupo es del cáncer de pulmón o mama. Gracias a Dios que no tomo la píldora.

—Voy a cambiar de especialidad —digo. Judy mira lo que he hecho Jackson Pollock liberó la línea, recuérdalo, me dijo alguien ayer en clase de pintura contemporánea. ¿Cómo podría liberar de nada a esta mierda?, me pregunto. Me quedo delante de un lienzo sin terminar. Pienso que haría mejor gastando el dinero en drogas que en material de pintura—. Voy a cambiar de especialidad, ¿no me oyes?

—¿Otra vez? —dice Judy, concentrada liando un porro. Se ríe.

—¿Otra vez? ¿Tenías que decir eso?

—No me hagas reír, que no podré liar esto.

—Es absurdo —digo.

—Vamos a la fiesta —dice lloriqueando. Judy lloriquea.

—¿Para qué? Aquí tenemos todo lo que necesitamos. Cerveza caliente. Música. Y lo mejor de todo, nada de chicos.

Cambio la cinta. Hemos estado oyendo la cinta 2, una recopilación de temas que hicimos en primero. Recuerdos buenos/malos. Michael Jackson («¿Cuántas canciones suyas puedes nombrar aparte de "Thriller"?», me preguntó Victor una vez. Mentí y dije que sólo dos. Después dijo que me quería… ¿Dónde fue eso? ¿En el autocine Wellfleet; o estábamos paseando por la zona comercial de Provincetown?), Prince (un viernes por la noche haciendo el amor en una furgoneta aparcada en el campus con aquel chico tan guapo de Brown), Grandmaster Flash (lo bailábamos tantas veces en El Mensaje y nunca nos cansábamos…). La cinta me deprime. La quito. Pongo otra. Cinta de Reggae número 6.

—¿Cuándo vuelve Victor? —pregunta Judy.

Oigo música que llega desde el Área Común y El Fin del Mundo y suena tentadora. A lo mejor podríamos ir. Ir a la fiesta. Siempre estaba el libro de enfermedades sexuales con esas fotografías espantosas (muchas de primerísimos planos de bultos rosas, azules, púrpura, rojos, eran bonitas de un modo minimalista abstracto), que siempre funcionan como elemento disuasorio para las fiestas de los viernes por la noche. Victor también sería un elemento disuasorio. Si estuviera aquí. Probablemente vayamos a la fiesta y lo pasemos bien. Hojeamos el libro. Primer plano de chica que era alérgica al plástico de su diafragma. Comentarios. A lo mejor lo pasábamos bien. Me imagino al pobre Victor, tan guapo, en Roma o París, solo, muerto de hambre, intentando desesperadamente ponerse en contacto conmigo, puede que gritándole a una telefonista malvada en mal italiano o yiddish, casi llorando, tratando de hablar conmigo. Suspiro y me apoyo en una columna del estudio y luego echo la cabeza hacia atrás. Demasiado dramático.

—¿Quién sabe? —me oigo decir—. ¿Qué te recuerda esto? —le pregunto—. ¿Degas? ¿Seurat? ¿Renoir?

Mira el lienzo y dice:

—Scooby Doo.

Vale, es hora de ir a El Pub. Hacernos con una pinta de Genny y, si no nos hemos olvidado de hacer efectivo el talón, puede que con algo de vino para emborracharnos o ponernos malas, y luego una pizza o un emparedado. Judy lo sabe. Yo lo sé. Cuando la cosa se pone dura, las que somos duras bebemos.

Así que vamos a El Pub. Alguien ha escrito en la puerta con letras negras «Burbuja de Aislamiento Sensorial» y no lo encuentro divertido. No hay mucha gente por lo de la fiesta. Pedimos una jarra y nos sentamos al fondo. Escuchamos la gramola. Pienso en Victor. Un porro que no hemos fumado sigue en el bolso de Judy. Y tenemos la sempiterna conversación de los viernes por la noche en El Pub cuando no vamos a ninguna fiesta. Conversaciones que sólo recientemente, ahora que voy al último curso, están empezando a cansarme.

J: ¿Qué película ponen esta noche?

Yo: ¿Apocalypse Now? O puede que Zombie.

J: No. Otra vez no, por Dios.

Yo: ¿De quién estás enamorada?

J: De Franklin.

Yo: ¿Por qué? Creí que decías que era un idiota y un aburrido.

J: No hay otro que me guste.

Yo: Pero dijiste que era un idiota.

J: En realidad me gusta su compañero de cuarto.

Yo: ¿Quién es?

J: Michael.

Yo: ¿Por qué duraste tan poco con Michael?

J: Puede que sea gay.

Yo: ¿Cómo lo sabes?

J: Me he acostado con él. Me contó que le gustaban los chicos. No creo que fuera a funcionar. Quiere ser bailarina.

Yo: Si no puedes estar con el que quieres, guapa.

J: Puedo follarme a su compañero de cuarto.

Yo: ¿Vamos a ir a algún sitio, o no?

J: No, no creo. Al menos esta noche.

Yo: ¿Qué película ponen hoy?

PAUL Me encontré con Sean cuando estaba junto al barril y miraba cómo se iban Mitchell y Candice. Pasaron junto a mí y Mitchell sonrió al decirme buenas noches y despedirse con la mano. Lo mismo hizo Candice, lo que no supe cómo tomarme: ¿un gesto de piedad o de victoria? (¿Victoria?, ¿por qué? Mitchell no le hablaría nunca de mí). Les vi alejarse y volví a llenarme el vaso. Di un vistazo y recuerdo haber visto a Dennis Jenkins, ese marica esquelético y feo que estudia arte dramático, mirándome (Dennis Jenkins era una de las muchas razones por las que odiaba graduarme en arte dramático). Suspiré y me dije que si esta noche me iba a la cama con él, a la mañana siguiente me suicidaría. Terminé de llenar el vaso (casi todo era espuma porque el barril se estaba terminando), y cuando levanté la vista Sean Bateman estaba allí, esperando. Conozco a Sean como nos conocemos unos a otros en este sitio, lo que quiere decir que probablemente nunca nos hemos hablado pero conocemos a alguno de nuestros respectivos grupos, y tenemos amigos comunes. Era guapo de un modo vago y directo, siempre estaba tomando cerveza y jugando con los videojuegos o al millón en el Pub, y al principio no me interesó demasiado.

—Hola, Sean —dije. Si no hubiera estado algo más que un poco borracho probablemente no le habría dicho nada; le habría saludado con la cabeza y me habría alejado. Yo estaba convencido de que iba a estudiar mecánica.

—Hola, Paul —sonrió, y apartó la vista.

Parecía nervioso y seguí su mirada, que se fijó primero en la oscuridad del college y luego en las casas del campus. No recuerdo, o no sé, por qué miraba de aquel modo. Puede que sólo estuviera nervioso, o a lo mejor era demasiado tímido para hablar conmigo. A sus espaldas la gente empezaba a dejar El Fin del Mundo y se dirigía a casa o a El Cementerio.

—¿Conoces a esa chica que está con Mitchell? —preguntó, lo que me pareció un modo de entablar conversación.

—¿Te refieres a Candice? —dije, apretando los dientes—. Se llama Candice.

—Sí. Eso ya lo sé —dijo.

—Iba a clase con ella pero suspendí —dije, poniéndome tenso.

—Yo también iba a esa clase, y también suspendí —respondió, sorprendido.

En ese instante, al recordarlo, se estableció una relación mutua.

—Nunca te he visto por allí —dije, desconfiado.

—Por eso suspendí —aclaró.

—¡Oh! —dije yo, asintiendo.

—No puedo creer que suspendieses.

No había suspendido. De hecho había dejado por terminar una parte de la asignatura para septiembre. En realidad era un curso increíblemente fácil (dramas étnicos de cámara) y me sorprendía que suspendiera nadie, asistiera a clase o no. Pero a Sean aquello parecía impresionarle y seguí por ese camino.

—Sí, he suspendido otras dos —dije, tratando de calcular su reacción.

—¿De verdad? —Su boca, de labios muy gruesos y rojos, sexy, puede que sensual pero no del todo, se le quedó abierta.

—Sí —asentí.

—Chico, nunca hubiera creído que pudieras suspender nada —dijo, haciendo que sonara como un cumplido.

—No te sorprendas tanto —dije. El primer atisbo de coqueteo de la conversación. Los viernes por la noche es tan fácil.

—No, si yo soy de ésos —sonrió, autocompadeciéndose. Luego recordó que se había acercado por cerveza. Abrió la espita, pero se había terminado.

Me quedé allí, mirándole. Llevaba vaqueros y botas y una camiseta blanca y una cazadora de cuero bastante estropeada con cuello de piel: el perfecto chico americano informal. Y me puse a pensar en qué tal irían las cosas si me iba a la cama con él. Luego suspiré y me di cuenta de que estaba haciendo el tonto. La fiesta se terminaba y me estaba deprimiendo y el barril estaba vacío, conque me aclaré la voz y me despedí con un «Bueno, hasta la vista».

Y entonces él dijo algo muy extraño. Algo que lo puso todo en marcha. Yo no estaba tan borracho como para no entenderlo, y aquella proposición tan directa me pilló de improviso. No le pedí que repitiera la invitación. Me limité a repetir lo que me había preguntado: ¿Te apetece una quesadilla?

—¿De verdad quieres que vayamos a tomar una quesadilla? —pregunté—. ¿Quieres que vayamos a cenar mañana por la noche? ¿A un sitio mexicano? ¿Qué tal Casa Miguel?

Y él estaba tan acobardado, que bajó la vista y dijo:

—Sí, vale.

Estaba casi perplejo. Estaba dolido. Y afectado. The Supremes cantaban: «Cuando la luz del amor brilla en tus ojos». Y aunque parecía como si él quisiera que fuéramos a la cama enseguida, nos citamos para el día siguiente en Casa Miguel, en North Camden, a las siete.

SEAN La fiesta empieza a tocar a su fin y yo le he tenido echado el ojo a Candice todo el rato. Pero llega el momento y ella se va con Mitch y no me siento tan decepcionado o sorprendido como esperaba. También estoy casi como una cuba, y eso ayuda. Los últimos no se deciden a irse, y siempre me deprimen en estas fiestas los que al final tardan en decidirse a marchar esperando encontrar a alguien con quien irse a casa. Eso me recuerda a los que en el instituto eran los últimos en ser elegidos para el equipo. Es una pena. La verdad es que aumenta la sensación de autoestima. Pero a fin de cuentas me da lo mismo. Me dirijo al barril y Paul Denton está allí, y el barril está vacío y Tony vende botellas a dos dólares cada una en su cuarto y no quiero gastarme el dinero tan estúpidamente y no tengo ánimos para ponerme a ligar y sospecho que Denton tiene pasta, así que le pregunto si quiere venir conmigo y tomar una cervecilla y él está tan borracho que me pregunta sí me apetece cenar con él mañana y supongo que yo también estoy borracho y digo que sí aunque no sé por qué coño digo eso, y me siento muy confuso. Me voy y otra vez termino en la cama con Deidre que es una especie de… no sé cómo es.

LAUREN Despertar. Sábado por la mañana. Seminario sobre la condición posmoderna. Créase o no. A las diez. En Dickinson. Ya estamos en octubre y sólo hemos tenido una sesión. Dudo que asista nadie más. En la primera sesión, hace un mes, la única era yo, y Conroy estaba tan borracho que perdió la lista. Voy a tomar el almuerzo. Cruzo el césped del Área Común. Algunos que probablemente no se han acostado en toda la noche limpian la zona de desperdicios. Puede que todavía sigan la fiesta y se lo estén pasando bien. ¿La eterna fiesta del barril en El Fin del Mundo? Se llevan los barriles rodando. Recogen el equipo de sonido. Desmontan las luces. Debería haber asistido. Puede que no. Parada en el Área Común Café. En el correo nada de Victor. Voy andando a Dickinson. Y… resulta increíble. Conroy está dormido en el sofá de su despacho. El despacho apesta a marihuana. Una pipa de marihuana en la mesa junto a la botella de whisky. Me siento en la mesa, no demasiado sorprendida, y fumo un pitillo viendo cómo duerme Conroy. ¿Se levantará? No, seguro que no. Apago el pitillo. Me voy. Victor me recomendó este seminario.

SEAN Me levanto temprano, para ser sábado. Poco después de la hora del desayuno. Me ducho y trato de recordar el seminario para el que casualmente me he despertado a la hora. Fumo un par de pitillos, miro cómo duerme El Rana, paseo por el cuarto. No puedo creer que tenga un compañero de cuarto que se llama Bertrand. Subo a Tishman porque no hay nada mejor que hacer. Los sábados son una lata y nunca he ido a ese seminario, así que a lo mejor no resulta tan aburrido. Llego a Tishman, pero no es en ese edificio. Entonces recuerdo que seguramente es en Dickinson, pero no encuentro el aula, y cuando la encuentro no parece que sea en ella. Es el despacho del profesor y no hay nadie. Y no es que me haya retrasado, y me pregunto si habrán cambiado de clase. Si han cambiado, me quedo sin seminario. No voy a soportar toda esta mierda. El despacho huele como a yerba, así que me quedo un rato por sí viene alguien con más. Me siento en la mesa, y busco algún signo que me indique de qué trata el seminario. Pero no lo encuentro, así que vuelvo a mi cuarto. El Rana se ha ido. Podría pasarme por la reunión de los alumnos de arte, en Bingham. Voy y no es allí, y después de quedarme un rato en la sala de estar; esperando, fumando, paseando, vuelvo a mi habitación. A lo mejor doy un paseo en coche hasta Manchester. Los sábados son una lata.

MARY Ayer estaba en clase (soportable, gracias a ti) y me fijé en la espalda de Fergus (aunque si hubiera sido tu espalda me habría fijado antes) y escribí a la que estaba junto a mí (una persona a la que no había visto nunca, una persona a la que no conozco y que me trae sin cuidado, una persona que se te podría abrir de piernas, a lo mejor ya lo ha hecho, todo el mundo lo hace) que Fergus tenía una espalda sexy; y ella me escribió algo y dijo: «Sí… Pero fíjate en su cara». ¡La estúpida crueldad de este sitio! Esa respuesta idiota hizo que me apeteciera llorar y que me pusiera a pensar en ti. Dejé otra nota en el buzón, con el corazón lleno de cálido deseo. Probablemente piensas que soy una criatura demente pero no lo soy. Lo repito, no lo soy. Te quiero sólo a ti. Tiene que haber algo que necesites de mí. Si lo supiera… Estas notas que dejo son difíciles de escribir. Me he contenido para no impregnarlas con mi perfume, tratando de atraer todos tus sentidos auditivo, olfativo… Después de dejar estas notas en tu buzón, aprieto los dientes y cierro con fuerza los ojos, noto como si mis manos fueran terribles garras, como un paciente en el sillón del dentista para toda la eternidad. Hay que tener valor. Un valor irritante y duradero. El contacto contigo, o mi contacto imaginario, me parece a la vez repelente y extrañamente suculento. Me atormenta. Estos sentimientos me atormentan. Mis ojos siempre están dispuestos a mirarte. Quieren agarrarte y tumbarte en blancas sábanas de lino, entre tus brazos, tus fuertes brazos. Te llevaré a Arizona y conocerás a mi madre. La semilla del amor ha prendido, y si no podemos arder juntos, arderé yo sola.

PAUL No llegué a ir a Casa Miguel aquel sábado de principios de octubre en que tenía una cita. Estaba en mi cuarto vistiéndome, tan poco satisfecho con lo que me estaba poniendo que me cambié cuatro veces en el espacio de media hora. Empezaba a ser ridículo y ya eran cerca de las siete, y como no tengo coche tenía que pedir un taxi. Me cambié una vez más, quité la cinta de The Smiths y estaba a punto de salir cuando Raymond irrumpió en mi habitación. Estaba muy pálido y jadeaba, y me dijo:

—Harry ha intentado matarse.

Sabía que iba a pasar algo así. Tenía la sensación de que existiría algún obstáculo, mayor o menor, que impediría lo de aquella tarde. Durante el día entero tuve la sensación de que pasaría algo que me jodería la noche, así que le pregunté:

—¿Cómo que Harry ha intentado matarse? —Y mantuve la calma.

—Tienes que venir a Fels. Está allí. Mierda, Paul. Tenemos que hacer algo. —Nunca había visto a Raymond tan alterado. Parecía como si fuera a echarse a llorar y daba a este acontecimiento (¿el suicidio de un novato?, ¡por favor!) una dimensión emotiva injustificada.

—Llama a Seguridad.

—¿A Seguridad? —gritó él—. ¿A Seguridad? ¿Y qué coño van a hacer los de Seguridad? —Me agarró por el brazo.

—Diles que uno de primero ha intentado suicidarse —le dije—. Créeme, estarán allí antes de una hora.

—¿De qué diablos estás hablando? —Se estremeció, sin dejar de agarrarme.

—Suéltame —dije—. Todo irá bien. Tengo una cita a las siete.

—¡Por favor, ven! —gritó, y me sacó de la habitación.

Cogí un pañuelo de cuello del perchero y conseguí cerrar la puerta antes de seguirle escaleras abajo camino de Fels. Andábamos hacia el vestíbulo de Harry y empecé a sentirme asustado. Estaba bastante nervioso por la cita con Sean (Sean Bateman: había susurrado ese nombre el día entero, casi lo cantaba, en la ducha, en la cama, con la almohada encima de la cabeza, entre las piernas), y sobre todo estaba nervioso porque iba a llegar con retraso y echarla a perder. Aquello sí me daba pánico de verdad y no este supuesto suicidio: un novato idiota, Harry, tratando de quitarse de en medio. ¿Cómo lo habría hecho?, me pregunté al dirigirnos hacia su puerta, con Raymond haciendo ruidos raros a mi lado al respirar. ¿Con una sobredosis de Valium y vino? ¿Qué le había pasado? ¿Se le habría estropeado el lector de discos compactos? ¿Habrían suprimido «Corrupción en Miami»?

El cuarto de Harry estaba casi a oscuras. La luz procedía de un pequeño flexo de su mesa de trabajo, debajo de un poster de George Michael. Harry estaba tumbado en la cama con los ojos cerrados, con la ropa típica de un novato: playeros, bermudas (¡en octubre!), un polo; la cabeza caída a un lado. Donald estaba sentado a su lado tratando de que vomitase en la papelera que tenía junto a la cama.

—He traído a Paul —dijo Raymond, como si yo fuera a salvarle la vida a Harry.

Se dirigió a la cama de Harry y bajó la vista.

—¿Qué ha tomado? —pregunté desde la puerta, mirando el reloj.

—No lo sabemos —dijeron los dos a un tiempo.

Fui hasta la mesa y cogí una botella medio vacía de Dewar’s.

—¿Así que no lo sabéis? —pregunté, irritado. Olí la botella como si fuera la clave.

—Oye, vamos a llevarle al hospital de Durham —dijo Donald, tratando de levantarle.

—¡Eso está en Keene! —gritó Raymond.

—¿Adónde podemos llevarle si no, carapijo? —gritó Donald.

—En el pueblo hay un hospital —dijo Raymond, y luego añadió—: Imbécil.

—¿Por qué voy a saber esas cosas? —volvió a gritar Donald.

—He quedado con alguien a las siete —dije.

—Olvida la cita. Trae tu coche, Raymond —gritó Donald, levantando a Harry. Raymond salió corriendo del cuarto. Oí cómo la puerta trasera de Fels se cerraba de un portazo.

Me acerqué a la cama y ayudé a Donald a levantar a Harry, que pesaba sorprendentemente poco. Donald levantó los brazos de Harry, le quitó el polo de cachemira que llevaba puesto y lo dejó en un rincón.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—Es mío. No quiero que se estropee —dijo Donald.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Harry entre toses.

—Mirad, está vivo —dije yo, en tono acusador.

—¡Dios mío! —exclamó Donald, matándome con la mirada—. Todo irá bien, Harry —susurró.

—A mí me parece que está bien. Puede que borracho —dije.

—Paul —dijo Donald en tono de reproche, sin abrir casi la boca—. Me llamó antes de la cena y dijo que iba a matarse. Vine aquí después de cenar, y lo encontré así. Es evidente que ha tomado algo.

—¿Qué has tomado, Harry? —le pregunté, dándole unas bofetadas suaves con la mano libre.

—Venga, Harry. Dile a Paul qué has tomado —insistió Donald.

Harry no dijo nada, sólo tosió.

Lo llevamos a rastras apestando a Dewar’s hasta el vestíbulo. Se desmayó y la cabeza le quedó colgando. Llegamos afuera justo cuando Raymond aparecía con su Saab.

—¿Por qué lo hizo? —pregunté mientras tratábamos de meterlo en el coche.

—Conduce tú, Donald —dijo Raymond, que había bajado del Saab y nos ayudaba a tumbarlo en el asiento de atrás. El motor estaba en marcha. Me dio dolor de cabeza.

—Soy incapaz de conducir —dijo Donald.

—¡Mierda! —gritó Raymond—. Entonces siéntate detrás.

Me senté en el asiento de al lado del conductor y, antes de que me diera tiempo de cerrar la puerta, Raymond arrancó el coche.

—¿Por qué lo hizo? —volví a preguntar, cuando pasábamos delante de la puerta de Seguridad, carretera abajo, hacia la salida del college. Estaba considerando la posibilidad de pedirles que me dejaran en North Camden, pero sabía que no me lo perdonarían, así que no dije nada.

—Hoy se enteró de que sus padres le adoptaron —dijo Donald desde el asiento de atrás.

Tenía la cabeza de Harry en el regazo, y éste volvía a toser.

—¡Oh! —exclamé.

Cruzamos la puerta de la cerca del college. Era de noche y hacía frío. Íbamos en dirección contraria a North Camden. Volví a mirar el reloj. Ya eran las siete y cuarto. Me imaginé a Sean, solo, sentado en el bar casi vacío de Casa Miguel, ante una margarita helada (no, él nunca tomaría eso: me lo imaginé con una cerveza mexicana delante), decepcionado, y volviendo a casa (espera, puede que no tenga coche, puede que haya ido hasta allí andando, ¡oh Dios mío!) solo. Ahora había muchos coches. Había una larga cola de gente de pueblo delante de los Cinemas I & II esperando para ver la nueva película de Chuck Norris. Amas de casa y mujeres de los profesores salían del supermercado con carritos de la compara. Mucha gente entraba y salía del Woolworth’s de la calle principal. Haces de luz fluorescente iluminaban el aparcamiento. Sonaban The Jam en la casete del coche y, al oír la música, me sorprendió lo pequeño que era el pueblo y lo poco que lo conocía. A lo lejos pude distinguir aquel hospital en el que nunca había estado. Ya casi habíamos llegado. Era un edificio de ladrillo rodeado de un enorme aparcamiento vacío, hacia las afueras del pueblo. Más allá un bosque se extendía kilómetros y kilómetros. Nadie decía nada. Pasamos por delante de una tienda de bebidas.

—¿Podrías parar? Necesito pitillos —dije, registrándome los bolsillos.

—Te recuerdo que llevamos a uno con sobredosis en el asiento de atrás —dijo Donald.

Raymond estaba echado encima del volante, parecía preocupado y como si le apeteciera un pitillo y se lo estuviera pensando seriamente.

Ignoré a Donald y dije:

—Sólo será un minuto.

—No —dijo Raymond, aunque parecía poco seguro.

—No es una sobredosis —dije casi enfadado, pensando en un bar vacío de North Camden—. Es un novato, y los de primero nunca tienen sobredosis.

—¡Que te den por el culo! —dijo Donald—. Mierda, está vomitando. Va a vomitar.

Oí las arcadas en la oscuridad del Saab y me volví para ver mejor. Harry seguía tosiendo y parecía sudar.

—Abre la ventanilla —gritó Raymond—. ¡Abre la jodida ventanilla!

—Vosotros dos, a ver si os tranquilizáis. No va a vomitar —dije fastidiado.

—Va a vomitar. Te digo que sí —estaba gritándome Donald.

—¿Cómo llamas a eso? —preguntó Raymond refiriéndose a las arcadas, a la vez que me liquidaba con la mirada.

—¿Asma seca? —grité yo a mi vez.

Harry murmuró algo, luego volvió a tener arcadas.

—¡Oh, no! —dijo Donald, tratando de sacar la cabeza de Harry por la ventanilla—. Conque no iba a vomitar, ¿eh?

—Muy bien —gritó Raymond—. Le conviene vomitar. Déjale que vomite.

—No os entiendo —dije yo—. ¿Puedo cambiar la cinta?

Raymond se dirigió a la entrada de Urgencias y detuvo el coche bruscamente. Bajamos todos, sacamos a Harry del asiento de atrás y lo llevamos medio a rastras hasta el mostrador. El lugar estaba vacío. Llegaba música ambiental de unos altavoces invisibles en el techo. Una enfermera joven muy gorda nos miró e hizo una mueca, probablemente pensando: «¡Vaya, hombre, otro juerguista del Camden College!».

—¿Díganme? —preguntó, sin mirar a Harry.

—Este chico sufre una sobredosis —dijo Raymond dirigiéndose al mostrador y dejando a Harry en brazos de Donald.

—¿Una sobredosis? —preguntó la enfermera, levantándose.

Entonces llegó el médico de guardia. Se parecía a Jack Elam. Era un tipo mayor, gordo, con gafas de cristales muy gruesos que murmuraba para sí mismo. Donald dejó a Harry en el suelo.

—Gracias a Dios —murmuró Raymond, de un modo que sonó como si descansara al dejar aquel problema en otras manos.

El médico se inclinó sobre Harry para comprobar sus constantes vitales. Comprendí que era un matasanos al ver que no nos preguntaba nada. Ninguno de nosotros dijo ni una palabra. Me molestaba no sólo que Donald y Raymond me hubieran hecho faltar a aquella cita tan importante, sino que llevaran la misma chaqueta de lana que llevaba yo. Había comprado la mía primero en la tienda del Ejército de Salvación del pueblo por treinta dólares. Era de lana loden. Luego, al día siguiente, los dos fueron corriendo allí y compraron las dos que quedaban, probablemente donadas por alguien de la facultad que se iba al Oeste, a dar clases en California o donde fuera. El médico soltó un gruñido, miró a Harry y le levantó los párpados. Harry se rió un poco, luego se retorció y se quedó quieto.

—¿No le va a llevar a la sala de urgencias? —El rostro de Raymond estaba rojo—. Dese prisa. ¿Es que aquí no hay nadie más?

Miró a su alrededor, frenético. Como alguien que estuviese preocupado, pero no demasiado, por si iba a entrar en El Palladium o algo así.

El médico le ignoró. Su pelo gris se resistía a seguir peinado hacia atrás, y no dejaba de gruñir, Le buscó el pulso a Harry, sin encontrarlo, y luego le desabrochó la camisa y puso el estetoscopio en su pecho huesudo y moreno. Volvió a buscarle el pulso y gruñó. Harry se movió un poco, con una sonrisa de borracho en su cara de novato. El médico buscó los latidos del corazón. Volvió a usar el estetoscopio. Por fin nos miró y dijo:

—No le encuentro el pulso.

Donald se llevó la mano a la boca y se apoyó en la pared que tenía detrás.

—¿Está muerto? —preguntó Raymond, incrédulo—. ¿Es una broma?

—¡Mierda, si estoy viendo que se mueve! —dije, señalando a su pecho que subía y bajaba—. No está muerto. Se ve cómo respira.

—Está muerto, Paul… ¡Cállate! Lo sabía… ¡Lo sabía! —dijo Donald.

—Lo siento, chicos —dijo el doctor; moviendo la cabeza—. ¿Cómo pasó?

—¡Dios mío! —se lamentó Donald.

—Cállate antes de que te dé una bofetada —le dije—. No está muerto. ¡Mira!

—Chicos, no le encuentro el pulso y el corazón no le late. Y me parece que tiene las pupilas dilatadas. —El médico jadeó al levantarse, y señaló a Harry—. Ese chico está muerto.

Ninguno de nosotros dijo nada. Miré a Raymond; ya no parecía preocupado, y me lanzó una mirada que decía: este-matasanos-es-un-jodido-lunático-vámonos-de-este-sitio-asqueroso. Donald seguía trastornado, nos daba la espalda. La enfermera miraba desde el mostrador; sin interés.

Harry abrió mucho los ojos y preguntó:

—No estoy muerto, ¿verdad?

Donald soltó un grito.

—Sí, estás muerto —dijo Raymond—. Cállate.

El médico no parecía demasiado inquieto por el estado de Harry y gruñó al arrodillarse junto a él, tomándole de nuevo el pulso.

—Os digo que no hay pulso. Este chico está muerto. —Y lo decía aunque Harry tenía los ojos abiertos y pestañeaba. El médico tanteó con el estetoscopio una vez más—. No encuentro nada.

—¡Espere un momento! —dije—. Oiga, doctor. Creo que vamos a llevar a nuestro amigo a casa, ¿entendido? —Me acerqué a él con cuidado. Sabía que estábamos en el Hospital del Infierno o en un sitio similar—. ¿Verdad que está de acuerdo?

—¿Estoy muerto? —preguntó Harry, de repente con mejor aspecto, y a continuación se desplomó.

—¡Dile que se calle! —gritó Donald.

—Estoy completamente seguro de que vuestro amigo está muerto —gruñó el médico, un poco confuso—. Si queréis que le haga unas pruebas…

—¡No! —dijimos Raymond y yo al mismo tiempo. Nos quedamos allí mirando al novato supuestamente muerto, Harry, riéndonos. No dijimos nada. Y eso que el médico seguía insistiendo en que quería hacer unas pruebas «al cadáver de vuestro amigo».

Finalmente, llevamos al novato a casa, pero Donald no quiso ir en el asiento de atrás con él. Casi eran las ocho y media cuando volvimos al campus. Estaba agotado.

SEAN Hoy no tengo ganas de hacer nada. Doy un paseo en moto hasta la ciudad, compro un par de cintas, luego vuelvo a Booth y veo El planeta de los simios en el vídeo de Getch. Me gusta esa escena en que un balazo deja mudo a Charlton Heston. Él se escapa y corre frenéticamente por la Ciudad de los Simios y le cae una red encima de la cabeza y los simios le levantan triunfantes y él recupera la voz y grita: «¡Quitadme las manos de encima, malditos monos asquerosos!». Siempre me ha gustado esa escena. Me recuerda las pesadillas que tenía en el parvulario o así. Luego, cuando voy a ducharme, encuentro al Duque de las Infecciones (un licenciado gordo del 78 o el 79) lavando su puñetera ropa en mi cuarto de baño. Y ni siquiera es del college. Viene a visitar a un viejo profesor. Le echo violentamente. Hay otra nota en el buzón esta noche cuando vuelvo de cenar. Nunca dicen más que «Te quiero» o «Eres muy sexy» y cosas así. Pensaba que eran bromas que me gastaban Tony o Getch, pero ya eran demasiadas para considerarlas una broma. Había alguien a quien yo le interesaba de verdad. Por fin había despertado mi interés.

Luego, de vuelta a Booth después de cenar; veo la televisión en el cuarto de Getch y un hippie alto de pelo grasiento tipo estudiante-profesional, que se llama Dan y se ha estado follando a Candice el trimestre pasado, está allí hablando con Tony. De todos modos, ya son las ocho y media y hace frío en la habitación y me noto con fiebre. Tony y ese tipo se ponen a discutir exaltados sobre política o algo así. Es horrible. Tony, en un estado de preborrachera, está muy enfadado porque su postura es indefendible, y Dan, que apesta como una alfombra que llevara veinte años sin limpiar, sigue citando a los escritores de izquierdas y llama a la policía de Nueva York «nazis». Le cuento que una vez me pegó un policía. Sonríe y dice:

—Una observación muy adecuada.

Yo estaba bromeando. Me siento raro. Me duele todo el cuerpo. Escucho cómo discuten sobre los nazis. Me divierte. Los sábados son una lata.

Bueno, estoy en la fiesta y no encuentro a Candice, conque ando por allí, cerca del barril, hablo con el pinchadiscos. Voy al cuarto de baño pero algún carapijo ha vomitado por todo el suelo y ya me iba cuando he tropezado con Paul Denton, que cruza el vestíbulo, y recuerdo vagamente que hablé con él la noche pasada, y le saludo con la cabeza al alejarme del servicio vomitado, pero él se me acerca y dice:

—Siento mucho lo de esta tarde.

—Sí —digo—. También yo lo siento.

—¿Esperaste mucho? —me pregunta.

—¿Esperar? Claro —digo, pero ¿dónde?— Esperé.

—Dios mío, lo siento de verdad —dice él.

—Oye, no importa. De verdad que no —le digo.

—Tenemos que quedar como amigos —me dice.

—Vale. Claro, claro —digo—. Voy a regar las plantas, ¿vale?

—Claro, te espero —sonríe.

Después de quitar el vomitado de la taza del retrete con la meada, vuelvo al vestíbulo y Denton sigue allí con una cerveza para mí. Le doy las gracias, qué otra cosa podía hacer, y vamos a la sala de estar donde esos pijos de Dartmouth han irrumpido en la fiesta. No tengo ni la menor idea de cómo coño entraron en el campus. Los de Seguridad deben de haberles dejado pasar como una broma. Así que estos ricos estúpidos, todos con trajes de Brooks Brothers, se me acercan mientras espero que Denton traiga otra cerveza, y uno de ellos me pregunta:

—¿Pasa algo?

—No demasiado —le digo. Es la verdad.

—¿Dónde es la Fiesta de Disfraces para Follar?

—No es hasta más adelante —le digo.

—¿Esta noche? —pregunta el mismo.

—El trimestre que viene —miento.

—Mierda, tío. Creía que ésta era La Fiesta de Disfraces para Follar —dicen ellos terriblemente decepcionados.

—Esto parece una fiesta del Día de Acción de Gracias, si quieres que te diga la verdad —dice uno de ellos.

—Mierda —dice uno de ellos mirando a su alrededor y moviendo la cabeza—. Mierda.

—Lo siento, chicos —digo.

Denton vuelve con una cerveza y me la da y todos hablamos. Se excitan de verdad cuando el pinchadiscos pone un viejo tema de Sam Cooke y uno de ellos coge a una de primero bastante guapa y baila con ella cuando empieza «Twisting the Night Away» todo esto me está poniendo enfermo. Los demás pijos de Dartmouth unen las manos en plan de equipo de fútbol. Por alguna razón todos van vestidos de verde. Denton los mira atentamente y dice:

—¿No estáis demasiado lejos de casa?

—No estamos más que a un paso —dice uno de ellos.

Entonces Denton dice:

—Bueno, ¿cómo van las cosas por allí?

Es bastante idiota que Denton reciba así a aquellos carapijos pero no digo nada.

—No está nada mal —dice uno de ellos señalando a una chica fea. La presidenta de nuestro club de estudiantes.

—Estáis colgados —dice uno de los más brillantes.

—Más o menos —dice Denton, y se ríe.

—En Hanover siempre hubo mucha fruta —murmuro yo en voz alta.

—Os juro que esto parece una mierda de fiesta de Acción de Gracias —vuelve a decir uno y me están fastidiando y, vale, puede que aquello parezca eso pero estos carapijos no tienen ningún derecho, conque tengo que decirles:

—No, no es una fiesta de Acción de Gracias. Es la Fiesta del Folleteo.

—¡No me digas! —Todos ponen los ojos en blanco y se dan codazos unos a otros—. Estamos preparados.

—¿Sí? Pues agachaos y que os follen —les digo.

Me miran como si estuviera loco y se alejan diciendo que soy un «pervertido». Ni siquiera sé por qué me molesté en decir eso. Miro a Denton, que se está riendo, pero cuando ve que yo no me río, deja de hacerlo. Se hace tarde y Candice no aparece y el barril se acaba. Denton dice que por qué no vamos a su cuarto, que tiene cerveza. Estoy algo cansado y digo que por qué no. Me aseguro de que tengo la yerba que conseguí la tarde que fui a comprársela a Roxanne para unas chicas de primero de McCullough. Dejamos la fiesta y nos vamos a Welling.

PAUL De vuelta de nuestra excursión al hospital, subí a mí cuarto y me pregunté qué debía hacer. Primero llamé a Casa Miguel y pregunté por Sean. Le llamaron pero no estaba. Ya se había ido. Me senté en la cama y fumé un par de pitillos. Luego fui a El Pub. Al principio me anduve con cuidado. No recorrí el local con la vista hasta que llegué a la barra. Harry ya estaba allí, recuperado, junto a la gramola con David Van Pelt. Pedí una cerveza, pero no me la bebí. Luego seguí a unos cuantos hasta Booth (hacía demasiado frío para fiestas en El Fin del Mundo) a enfrentarme con Sean. Después de todo, era una fiesta.

Cuando llegué a la fiesta estaba a tope. Raymond andaba por allí pero no me apetecía hablar con él. En cualquier caso, se me acercó y me preguntó si quería una copa.

—Claro que la quiero. —Estiré el cuello para mirar por encima de la pista.

—¿Qué quieres? Conozco al barman.

—Ron con algo.

Se alejó y entonces localicé a Sean. Desde donde me encontraba, en la sala de estar en penumbra de Booth, podía verle a la luz que venía del cuarto de baño del vestíbulo. Estaba junto a la puerta y tenía una cerveza en una mano y un pitillo en la otra y trataba de quitarse algo de la bota. Me vio y luego se volvió tímidamente. Me sentía culpable por lo que le había dicho la noche anterior: le dije que había suspendido tres asignaturas el último trimestre. Sólo se lo dije porque me pareció que era guapo y quería acostarme con él. No he suspendido ninguna asignatura ese trimestre. (Después, Sean admitió que él había suspendido las cuatro. De hecho, no consigo entender cómo alguien puede suspender en Camden, no las cuatro asignaturas, sino una sola. La idea me debió de parecer tan irracional que en cierto modo lo encontré aún más perversamente atractivo). Se me había acercado la noche pasada, no había duda de eso, y ello es lo único que de verdad importaba. Desde donde yo estaba se parecía a un ídolo del rock que estuvieran filmando en vídeo sin que se diese cuenta. Algo parecido a Bryan Adams (sin acné, aunque a veces, admitámoslo, eso puede resultar sexy). Me acerqué a él y le dije que lo sentía muchísimo.

—Sí —dijo él, mirando tímidamente al suelo, tratando todavía de quitarse algo de las botas. De pronto me pregunté si sería católico. Me animé: los católicos, habitualmente, hacen de todo—. Yo también lo siento.

—¿Esperaste mucho? —le pregunto.

—¿Esperar? Claro, creo —admitió, confuso—. Esperé.

—Lo siento de verdad.

—No te preocupes por eso. No importa. En otra ocasión —dijo.

Me siento tan mal por haber estropeado esta cita que una corriente de simpatía (o de deseo: las dos cosas eran intercambiables) me recorrió el cuerpo y dije:

—Quiero que quedemos como amigos.

—No tienes por qué —dijo, aunque podría asegurar que no quiso decir eso.

—Ya sé que no, pero quiero hacerlo. Insisto, de verdad.

Bajó la vista y dijo que tenía que ir al servicio, y yo dije que esperaría.

Me pregunté si nos acostaríamos esa noche, pero traté de quitarme aquella idea de la cabeza y de racionalizar todo el asunto. Entre tanto, cuatro esplendorosos chicos de Dartmouth entraron en la fiesta. Cuando volví al barril para llevarle otra cerveza a Sean (si no en otras cosas, iba a tener éxito en esto de emborracharle), los cuatro se dirigieron hacia él y se pusieron a hablar. Tuve celos y volví a toda prisa. Cuando le di la cerveza, casi en plan protector, el más guapo se puso a bailar con la presidenta del club de estudiantes («Lady Vagina» la llama siempre Raymond). Los chicos de Dartmouth creían estar en la Fiesta de Disfraces para Follar de todos los años y se quedaron muy decepcionados por haber venido desde Hanover al baile de Acción de Gracias de Camden. Esto lo dijeron sarcásticamente y me pareció que con cierta agresividad. Pero les pregunté, coqueteando:

—¿No estáis un poco lejos de casa?

—Sólo a un paso de aquí, me parece —dijo el rubio.

—¿Y cómo van las cosas en la realidad? —pregunté, riéndome.

—Como siempre —dijo el del hoyuelo en la barbilla.

—Las cosas no cambian —dijo otro.

—Chicos, estáis un poco colgados, ¿no creéis? —preguntó el rubio. Todos miraron a la pista y asintieron con la cabeza.

—Más o menos —dije yo.

Entonces Sean hizo un comentario desagradable que no pude oír. Fue cuando me di cuenta de que estaba poniendo celoso a Sean al hablar con aquellos chicos, así que inmediatamente dejé de hablar con ellos. Pero era tarde. Sean estaba tan celoso que terminó diciéndoles que se largaran. Les dijo que aquella era la Fiesta del Folleteo y que debían agacharse para que los follaran. Tenía la esperanza de no estar jugando demasiado fuerte, pero era erótico oírle decir eso, aunque no mostrara ninguna emoción. Tuve miedo de que los chicos de Dartmouth le fueran a pegar, pero se marcharon, demasiado sorprendidos para decir nada y confirmadas sus sospechas sobre aquel lugar gracias a la impetuosidad de Sean. Al cabo de un rato, cuando ya casi son las doce de la noche, le pregunto si quiere venir a mi cuarto. Le había pedido a Raymond, de regreso del hospital, que se detuviera en el supermercado para comprar unas latas de cerveza para la ocasión. Pero no estaba seguro de si las deberíamos beber porque Sean ya estaba bastante borracho. Pero antes me aseguré de su interés preguntándole sí quería ir primero a su cuarto.

—Podríamos ir —dijo él—. Mi compañero de cuarto sale mucho. Su novia no vive en el campus, así que está fuera con frecuencia.

Le patinan las palabras. Tropieza con la copa de alguien.

—¿Tienes alcohol? —le pregunté riendo.

—¿Si tengo alcohol? —se preguntó a sí mismo—. ¿Tengo?

—¿Tienes o no? —pregunté yo.

—Creo que no tengo nada —dijo, riéndose también.

—Vamos a mi habitación —dije—. Tengo cerveza.

Salimos de Booth, pasamos junto a los chicos de Dartmouth. Les habían pegado hojas de papel en la espalda con la palabra «Carapijos». Nos fuimos a Welling.

—¿Eres católico? —le pregunté.

Anduvimos un rato antes de que por fin respondiera:

—No me acuerdo.

LAUREN No sé por qué me acuesto con Franklin. A lo mejor es porque a Judy le gusta, o porque se acuesta con él de vez en cuando. A lo mejor es porque es alto y tiene el pelo moreno y me recuerda a Victor. A lo mejor es porque estamos en una fiesta el domingo por la noche y está oscuro y estoy aburrida, pero de todos modos ¿qué voy a hacer en Booth? Debería saber lo que hago. A lo mejor es porque Judy fue a Manchester al cine. No lo sé. A lo mejor es porque él… bueno, está allí. Pero no es la única posibilidad. También está ese chico francés tan guapo que se me acerca y dice que está enamorado de mí. Pero también me recuerda que a lo mejor debería irme a Europa a buscar a Victor y traerlo de vuelta a casa. Hablamos, Franklin y yo. Pero no demasiado. Unos cuantos chicos de Dartmouth, de muy buena planta pero demasiado blandos, irrumpen en la fiesta. (¿Cómo sabes que son de Dartmouth?, pregunta Franklin. Van de verde, le explico. Franklin asiente, impresionado, y pregunta cuál es nuestro color. Negro, creo…). De hecho espero (aunque no en realidad) que Judy vuelva, pues no quiero terminar haciéndolo. Bailamos un par de canciones antiguas. Me invita a copas. Cuando suda está guapo de verdad. ¿Qué estoy diciendo? Es el ligue de Judy. Pero luego me enfado con él: mira que engañar a Judy con un imbécil como éste. Pero me emborracho y estoy demasiado cansada para discutir y caigo en sus brazos y él no sabe qué hacer conmigo. Decido dejarlo todo en sus manos. Vamos a su habitación. Qué fácil resulta todo. ¿Se enterará Judy? ¿Le importará? ¿No le gustará más bien su compañero de cuarto? ¿Michael? Eso es. Miro hacia la parte de la habitación de Michael: un helecho, una litografía de Hockney, un poster de Mikhail Baryshnikov. Nada que hacer, Judy. Olvídalo. Me recuerda a un chico del que estuve enamorada el trimestre pasado, parte del verano pasado. Antes que de Victor. Y a lo mejor por eso me voy a la cama con el amante de Judy. Pero debiera estar aquí para impedírselo. Y a lo mejor él no debería haberme acariciado el cuello de ese modo, una sensación cruel pero familiar. Incluso antes de que esté dentro de mí sé que nunca me volveré a acostar con él. Y a lo mejor Franklin me recuerda a ese antiguo novio, lo que puede estar bien o tal vez mal, pero ahora estamos en la cama.

—¿Y qué pasará con Judy? —le pregunto, notando los músculos de sus hombros.

—Está en Manchester.

Tiene los dedos fuertes, y me parece que esa respuesta basta.

PAUL Utilicé la historia de la muerte del mejor amigo. Parecía mejor que usar de la historia la novia con cáncer o la de la tía favorita que se suicidó después de la muerte del tío favorito, pues las dos parecían excesivamente dramáticas. Le hablé de «Tim», que se murió en un «accidente de coche» en una «carretera cerca de Concoid» asesinado por «el empleado borracho de una estación de servicio». Le conté esto después de terminar la primera cerveza, cuando yo ya estaba adecuadamente borracho.

—Vaya hombre, lo siento —dijo él.

Seguí con la cabeza agachada; temblaba de excitación.

—Es algo terrible —dije.

Estuvo de acuerdo, y se disculpó por tener que ir al servicio.

Me puse de pie de un salto y me miré al espejo, luego cogí uno de sus pitillos que estaban en la mesa, un Parliament. Después me volví a sentar en la cama en una postura informal y puse la radio. Nada decente, así que puse una cinta. Cuando volvió preguntó si me apetecía fumar un poco de yerba. Le dije que no, pero que si quería fumarla él, por mí estupendo. Se sentó en la silla junto a la cama. Yo estaba sentado al borde de la cama. Nuestras rodillas se tocaban.

—¿Dónde pasaste el verano pasado? —pregunté.

—¿El verano pasado? —dijo, encendiendo la pequeña pipa con un encendedor que apenas funcionaba.

—Sí.

—En Berlín.

—¿De verdad? —Me impresionó. Había estado en Europa.

—Sí. Estuvo bien —dijo, cogiendo otro pitillo.

—¿Cómo son los clubes allí? —pregunté, buscándome en los bolsillos. Le di unas cerillas.

—Están bien, creo. —Se rió y dio una chupada a la pipa—. ¿Clubes?

—Sí. ¿Hablas alemán? —pregunté.

—¿Alemán? No —dijo, riendo. Tenía los ojos muy rojos. Se quitó la chaqueta.

—¿No sabes alemán?

—No, ¿por qué?

—Bueno, lo supuse. Como has estado el verano pasado en Berlín, creía que… —Me quedé sin voz y sonreí.

—No. Berlín, pero de New Hampshire. —Estaba estudiando la pipa; la olió, luego la llenó con más yerba. Olía mal, pensé.

—¿Hay un Berlín aquí? —pregunté.

—Claro —dijo él.

Vi cómo rellenaba la pipa e inhalaba. Luego me la tendió. Dije que no con la cabeza y señalé la Beck’s que tenía en la mano. Sonrió, se rascó el brazo y sacó el humo. Sólo había encendido la luz de la mesa, y el cuarto estaba en penumbra —como en sueños— y empezaba a llenarse de humo. Me fijé en su creciente nerviosismo cuando rellenaba la pipa; sus dedos tocaban con mucho cuidado lo que me pareció musgo seco (él me aseguró que era «yerba de la mejor calidad»). Y entonces me sorprendió que me gustara Sean porque parecía, bueno, muy puteado. Un chico que había corrido mundo. Un chico que no recordaba si era católico o no. Eso me tocaba alguna fibra, aunque no sabía cuál.

Cogí otro Parliament y le dije que se sentara en la cama.

—Antes tengo que ir al servicio. —Sonrió tímidamente y se fue.

Me quité la chaqueta y puse otra cinta en el casete. Entonces decidí quitarme los zapatos. Me miré al espejo una vez más y me pasé la mano por el pelo. Abrí otra cerveza aunque no me apetecía. Volvió cinco minutos después. Me pregunté qué habría estado haciendo en el cuarto de baño.

Se quedó allí parado y cerró la puerta, luego se apoyó en ella para mantener el equilibrio.

—Tuve que llamar por teléfono. —Empezó a reírse.

—¿A quién? —pregunté, sonriendo.

—A Jerry —dijo.

—¿Jerry qué? —pregunté yo.

—Jerry García —dijo, sin dejar de sonreír.

—¿Quién es Jerry García? —pregunté—. ¿Tu compañero de cuarto? ¿Vive en Booth?

No dijo nada y dejó de sonreír. ¿Sería su amante?

—Sólo estaba bromeando —dijo, o más bien susurró.

Hubo un largo silencio. Tomé cerveza. Escuchamos la música. Me puse a temblar. Por fin dije.

—No esperaba que vinieras.

—Tampoco yo —dijo, confuso, encogiéndose de hombros.

—Ven aquí —dije.

—Oye, vamos a charlar un poco. ¿Qué te parece lo de los misiles? —Estaba nervioso y atemorizado y no me gustaba sentirme el instigador.

—Ven aquí —le repetí.

Empezó a avanzar hacia la cama, muy despacio.

—Oye —empezó nervioso—. ¿Qué piensas de… las armas nucleares? ¿Y de la guerra nuclear?

—Aquí. —Me aparté un poco para que hubiera más sitio, no demasiado.

Sonaba algo romántico en la radio. Olvidé lo que era exactamente, puede que Echo and the Bunnymen o «Save a Prayer», pero era algo que sonaba a deseo, lento y muy apropiado. Se sentó a mi lado. Y le miré y le dije:

—No eres diferente. Eres igual que yo, ¿verdad?

Seguía temblando. El también temblaba. Me fallaba la voz. No dijo nada.

—No eres diferente —repetí. Me acerqué más. Olía a yerba y cerveza y tenía los ojos húmedos e inyectados en sangre. Se miró la bota, se volvió hacía mí, luego volvió a bajar la vista. Nuestras caras casi se tocaban y luego le besé en la comisura de los labios y me aparté un poco, esperando una reacción. Seguía mirándose las botas. Le toqué el brazo… Él respiraba con fuerza. Nuestros ojos se encontraron durante unos cinco segundos. Parecía que la música sonaba más fuerte. Notaba que tenía la cara caliente y roja. Levanté la mano. Separó un poco las piernas y me miró, desafiante. Volví a besarle. Cerró los ojos.

—No hagas como si no lo fuésemos a hacer —le dije.

Pasé la mano por su pantalón, sin saber si tocaba la rodilla o el muslo o si la tenía cerca de su pene. Me eché poco a poco hacia adelante.

—Ven aquí —dije, y traté de volver a besarle. Se echó hacia atrás. Me acerqué más. Acercó la cabeza un poco, mirando al suelo. Y luego su boca estaba en la mía. Se detuvo y tomó aire y luego me besó con más fuerza. Entonces los dos nos dejamos caer en la cama, él ligeramente encima de mí. Seguimos besándonos. Oí la cisterna de un retrete, luego pasos amortiguados en el vestíbulo. Levanté una de las piernas con cuidado, luego le desabroché los vaqueros y metí la mano debajo de su camiseta. Tenía un cuerpo delgado y terso y se puso encima de mí. Tenía medio quitados los pantalones y los calzoncillos, y nos frotábamos el uno contra el otro. Los muelles del somier sonaban rítmicamente mientras nuestros cuerpos se movían juntos en la oscuridad. Le besé el pelo, la coronilla. Los muelles y nuestra respiración, entre suspiros y gemidos, eran los únicos sonidos del cuarto una vez terminó la cinta. Nos corrimos al mismo tiempo, o casi, y nos quedamos tumbados largo rato, sin movernos apenas.

SEAN Voy a la habitación de Denton. Nos tomamos unas cervezas y fumamos yerba y charlamos, pero no me gusta esa historia de la muerte de su amigo ni la música de Duran Duran ni sus miradas tan raras, conque hablamos un poco más y la cosa se termina. Entonces me marcho y ando por el campus. En Stokes tienen cerveza, pues la fiesta de Booth se terminó. Veo una pintada encima de mí en el cuarto de baño y trato de recordar si lo que pone es cierto. El chico de Los Angeles está junto a la puerta con pantalones cortos y gafas de sol y un polo. No sonríe cuando paso junto a él, sólo dice:

—¡Hola!

Una chica con la que me lo había montado anteriormente, el pelo en punta y los ojos con un montón de kohl y que lleva en brazos a su serpiente, que se llama Brian Eno, está apoyada en la pared, me llama, y hablamos de la serpiente. Sus amigos se nos unen, todos en Éxtasis, pero ya no les queda y me marcho. Estoy demasiado cansado para lamentarme. Getch está allí totalmente pirado y me cuenta que los niños que mueren nada más nacer son los más listos, pues han tenido la intuición de lo terrible que es la vida y eligen la opción de desaparecer. Le pregunto quién le pasó esa información. La música está fuerte de verdad y no estoy seguro de si me dijo que Freud o Tony. Me marcho, doy una vuelta por el campus buscando pitillos, buscando a Deidre, a Candice, incluso a Susan. Luego estoy en el cuarto de Marc, pero ya no está, se ha largado. Historia. Humo.

LAUREN Tumbada en la cama. Cuarto de Franklin. Está dormido. No fue una buena idea. Judy podría entrar en cualquier momento. Debería irme antes de que vuelva su compañero de cuarto gay y no puedo dejar de pensar en Victor. Querido, queridísimo Victor; esta noche estoy en brazos de otro. Recuerdo una noche del último trimestre. Era miércoles y tú escribías en tu cuarto. Preparabas un trabajo estúpido para una asignatura estúpida, y yo me sentía culpable por ser el motivo del retraso de tu trabajo. ¡Oh, Victor, la vida es tan rara! Yo escribía a máquina en tu habitación y hacía muchas faltas de ortografía pero no quería interrumpirte y aburrirte obligándote a perder el tiempo corrigiéndome una y otra vez. ¡Oh, Dios mío! ¡Eso suena profundo! La vida es como una errata tipográfica: constantemente estamos escribiendo y reescribiendo las cosas, una y otra vez. ¿Eres igual aquí que en Europa?, me pregunto. El verano pasado dijiste que no cambiarías. Me hundiría tanto que hubieras cambiado; si yo estuviera allí contigo y tú estuvieras en otro planeta. Eso no sería bueno. Aquella noche tú querías tomar una pizza en lugar de ir a la fiesta del viernes de Welling, porque querías ver Dinastía y el programa de Letterman. Me acuerdo muy bien de esa noche. Miraba tu póster de Diva. No debí haberme emborrachado. Fue un desastre. La canción que sonaba me gustaba de verdad. Era maravilloso de verdad que estuvieras escuchando esa cinta que preparé para ti con bandas de París, pero recordar aquella canción me deprime, en especial desde que en Booth hay un francés que está enamorado de mí. ¡Oh, Victor!, te echo tanto de menos. Aquella noche del trimestre pasado en que no querías ir a la fiesta y yo fui porque en la fiesta estaba un chico del que estaba enamorada y tú dijiste que era marica así que daba igual y tenías razón pero no me importó. Fumaba.

—¿Tienes cerillas? —te pregunté.

Hurgaste en aquella chaqueta tuya de cuero, tan bonita.

—Gracias —dije yo, y volví a la máquina para escribirte una nota sin sentido aparente. Tú. Tú, que estabas muy ocupado escribiendo un trabajo sin sentido para un negro que siempre lleva gafas de espejo que te deslumbran aunque fuera haya tormenta. ¿De qué materia se trataba? ¿Jazz electrónico? ¿Qué hacen estos papeles boca abajo en la mesa? Pero respeté tu intimidad, no los toqué ni te pregunté qué eran. Estoy segura de que no quieres que sepa que existen. Había un rollo de papel higiénico encima de la mesa, una bolsita llena de excelente yerba hawaiana y un ejemplar de El libro del rock. Me pregunté qué significaba aquello. Me estaba quedando sin papel. Quizá debí haberte preguntado si ibas a terminar pronto pero me miraste:

—¿Qué quieres? —preguntaste cuando te miré.

—Papel —dije, sin querer detener el flujo de tus ideas.

—Toma. —Me tendiste más hojas.

—¿Te falta mucho para terminar? —pregunté.

—¿Qué hora es? —preguntaste, al recordar que me habías dicho que terminarías hacia las diez.

—Te queda un minuto —te dije.

—Mierda —dijiste tú.

Así pasaban los días, Victor. Siempre parecía que sólo quedaba un minuto, todo el tiempo… Eso no tiene ningún sentido, especialmente desde que no lo hacemos a menudo, bueno, supongo que eso estaría mal y, bueno…

(Dios mío, yo y Franklin, ¿y sí llega Judy? Esto no está bien).

Bueno… tal vez nada lo coroborre. Paul se enfadó mucho conmigo porque no sé decir coroborrar (¿ves?). Mierda. En realidad ahora entiendo por qué se enfadó tanto. Jaime estaba leyendo la carta y yo sabía que estabas enamorado de ella y no de mí (aunque en verano lo estarías) y no te importaba si salía con un marica o no. Jaime preguntó para quién era la carta. Le dije que para ti, Jaime era una puta. Esa es mi opinión. Es una… bueno, dejémoslo. No merece la pena. Estoy muy cansada. Eso es. Cansada de todo. En cualquier caso, Victor querido, esto es suficiente. Voy a dejar de pensar en ti. Nunca escribí esa carta. Nunca te la di. Ni siquiera recuerdo qué te decía. Lo único que deseo es que me recuerdes. Que no te olvides de mí…

Suena demasiado dramático, pienso para mí misma. Miro a Franklin.

Inmóvil, impasible, paso el resto de la noche con él, en la cama.

Pero no voy a desayunar con él.

BERTRAND Je ne pouvais m’empêcher de m’approcher de toi à soirée. J’ai bu trop de tequila et j’ai peut-être fumé trop de pot mais ça ne veut pas dire que je ne t’aime pas. Cependant après te l’avoir dit, j’ai marché jusqu’à la fin du monde et j’ai vomi. Hier nous nous sommes séparés avec Beba, ma petite amie. Toi, tu étais une des raisons pour ça (alors Beba ne sait pas que je te désire) mais pas la seule. C’est que depuis longtemps que je me sens séduit par toi. Je ne suis pas fou, mais tu m’intéresses et j’ai pris quelque photos de toi que j’ai fait quand tu ne regardais ailleurs. Je ne peux pas croire que tu ne m’as pas remarqué. Si tu étais venue avec moi hier soir, je t’aurais rendue heureuse. J’aurais pu te rendre très heureuse. Et j’aurais pu te rendre plus heureuse que ce type avec qui tu es partie hier soir. En mettant les choses au pire je pourrais toujours retourner à Paris et vivre avec mon père. De toute façon, L’Amérique est chiante. Toi et moi faisant l’amour dans la villa de mon père à Cannes. Et quitter mon boulot de rédacteur a Camden Courier. Peut-être as-tu vu mes articles? «Comment se prémunir contre l’herpès» et «Les effets positifs de l’extase». Tu ne m’obsèdes pas. Je pourrais avoir toutes les filles que je veux ici (et j’ai bien failli), mais tes jambes sont parfaites, plus belles que celles des autres filles et tes cheveux sont si blonds et doux, plus séduisants que toutes les autres chevelures, et ton corps aussi est parfait. Je ne sais pas si tu t’es fait opérer le nez, mais il est magnifique. Je vais peut-être essayer encore une fois. Mais ne pars pas. Rappelle-toi bien que je peu te rendre très heureuse. Je sais bien baiser et j’ai la Carte American Express de platine. Je suppose que tu l’as aussi. Tes jambes sont splendides, plus belles que celles de toutes les autres filles. Quelle est la couleur de tes yeux? Les photos que j’ai prises sont toutes en noir et blanc. Je voudrais suivre les mêmes cours que toi, mais je fais de la photo et toi… quoi? Beaux-arts? Tu es sexy. Si j’apprenais qu’une type est aussi amoureux de toi que moi, et que toi tu l’aimes, alors je partirais. Je rentrerais chez moi. Aucun doute là-dessus.

PAUL Los días pasaron tan deprisa que el tiempo pareció detenerse. Durante las siguientes semanas sólo estuve con él. Dejé de ir a Interpretación II, al taller de improvisación, a escenografía y a genética. De todos modos, no me importaban. Al menos, no como él. Me encontraba en una especie de trance. Siempre estaba sonriendo, con pinta de borracho perpetuo aunque dejé de beber toda la cerveza que consumía habitualmente porque no quería echar tripa. En lugar de eso, tomaba vodka.

¿Y qué hacíamos? Por lo general yo estaba con él y nada más. No le presenté a Raymond ni a Donald ni a Harry, y él no me presentó a sus amigos. Me enseñó a jugar a las monedas y aprendí a lanzar la moneda con tanta habilidad y destreza a aquellos vasos de plástico llenos de cerveza de barril que cuando jugábamos, con Tony o solos, él terminaba perdiendo y yo me quedaba allí un poco borracho, tomando Absolut caliente, mirando. Y él estaba sorprendido de que hubiera aprendido tan deprisa y practicaba sólo para ganarme.

En esa época, cuando veía a antiguos novios míos en alguna fiesta ni siquiera pestañeaba, pues me sentía muy seguro con mi nueva aventura. Tanto si me cruzaba con uno en los comedores o me lo encontraba en una fiesta, como si Sean y yo estábamos en la ciudad o sentados junto a El Fin del Mundo viendo al otoño volverse invierno, ni me ruborizaba ni apartaba la vista. Saludaba con un gesto, sonreía, y volvía a lo que estaba haciendo sin pestañear. En las fiestas en las que yo colaboraba con los de la Comisión de Recreo (lo hacía sólo por Sean), y llevaba los barriles rodando o montaba altavoces, no coqueteaba con nadie, ni tampoco miraba a nadie más. Y no es que no me fijara en los chicos con los que me había acostado. No, parecían destacar todavía más, y me alegraba mucho de no estar con ellos, sino con Sean.

Como su compañero de cuarto Bertrand («una Rana estirada», decía Sean) iba de compras a Nueva York los fines de semana o a ver a su novia fuera del campus, teníamos la habitación para nosotros solos, lo que estaba bien y mal. Bien, porque estaba en un edificio donde normalmente se celebraban fiestas cualquier día de la semana y resultaba agradable emborracharse en Booth, en la sala de estar, o si no nevaba o llovía o hacía frío, en el porche delantero y luego subíamos los escalones hasta el final del vestíbulo. Mal también, porque a Sean le daba miedo que nos oyera alguien y se ponía paranoico y tenía que beber mucho antes de poder iniciar cualquier tipo de juego sexual.

Después del sexo (durante el sexo Sean enloquecía como un animal salvaje, casi espantado) solíamos quedarnos muertos de hambre y entonces íbamos en su moto al supermercado. Siempre tenía un casco de sobra. Me abrazaba a su cintura y cogíamos la carretera camino del supermercado. Una vez allí él jugaba con los vídeos que había a la entrada y yo compraba queso en lonchas, un salami bastante malo que a él le gustaba mucho, pan de centeno para él, pan integral para mí y, si era antes de las dos, las seis inevitables latas de Genny o Bud. A mí me gustaba la Beck’s pero Sean decía que era demasiado cara y no tenía bastante dinero. La mayoría de las veces robaba algo. Le gustaba tanto hacerlo que me veía obligado a impedírselo. Sólo lo hacíamos por la noche cuando no había nadie, únicamente una caja abierta y algunos empleados que desempaquetaban comida en lata al fondo, y Rush sonando en los altavoces que por el día difundían música ambiental. Yo llevaba la chaqueta loden larga que compré en el Ejército de Salvación y él su cazadora de cuero con cuello de piel, mugrienta, que tenía unos bolsillos sorprendentemente grandes, y pasábamos por delante de la cajera con toda tranquilidad, mi chaquetón y su cazadora llenos de pitillos, botellas de vino, helado, champú, y él se detenía, sólo para tentar a la suerte, y compraba un chicle Bazooka. Una noche vi a una señora vieja que estaba muy delgada y que casi no tenía ni un pelo en la cabeza y pagaba con cupones, y casi me negué a robar una tableta de chocolate suizo con almendras Häagen Dazs y una barrita de crunch Ben & Jerri’s pero Sean se empeñó tanto que no pude decir que no, pues se quedó allí, desafiante, sexy con sus vaqueros ajustados, la mandíbula apretada, el pelo brillante y enmarañado por el sudor a causa del amor que habíamos hecho e informalmente despeinado. ¿Cómo iba a decirle que no?

Nunca hablaba mucho de sí mismo pero de todos modos su pasado no me interesaba especialmente. Solíamos emborracharnos en El Pub del campus (a veces íbamos después de cenar y nos quedábamos hasta que cenaban) o íbamos en moto a El Carrusel, en la carretera 9, y nos sentábamos y bebíamos solos en la barra y aquellas eran las únicas veces en que me decía algo. Me contaba que se había criado en el Sur y que sus padres eran granjeros y que no tenía hermanos, sí un par de hermanas, y que sus padres habían pedido un crédito para que estudiara y que se iba a licenciar en literatura, lo que era raro porque en su habitación no había libros. También resultaba extraño que fuera del Sur pues no tenía ningún acento. Pero no eran ésas las cosas que me gustaban de él, Su cuerpo era tan perfecto como el de Mitchell, que hacía pesas sistemáticamente, y el verano pasado, en Nueva York, había ido a un salón de bronceado por lo que su piel era una mezcla de rosa y marrón, excepto las zonas blancas donde su slip había impedido el paso a los rayos ultravioleta. El cuerpo de Sean era diferente. Estaba en buenas condiciones y era sólido (probablemente por haber trabajado en la granja), apenas sin pelo (un poco en el pecho) y le caía bien (¿le caía bien?, nunca sé cómo emplear esa expresión). Tenía un pelo moreno ondulado que se peinaba con raya al lado, puede que usara gomina; no lo comprobé.

Me gustaba también por su motocicleta. Aunque me había criado en Chicago, anteriormente nunca había montado en ninguna y la primera vez que me subí a la suya me reí sintiendo que perdía la cabeza y que me excitaba el peligro. Me gustaba cómo nos acoplábamos, a veces yo con las manos alrededor de su cintura, con frecuencia más abajo, y sin que él dijera nada; sólo apretaba a fondo. En cualquier caso, conducía como un loco, sin hacer caso de los semáforos, de las señales de stop, tomando curvas bajo la lluvia como a unos ciento treinta kilómetros por hora. No me importaba. Me limitaba a apretarme más a él. Y después de eso, cuando volvíamos borrachos al campus en la noche de Nueva Inglaterra, después de haber bebido en El Carrusel, era capaz de detenerse a la puerta para esperar a que los de Seguridad nos dejaran pasar. Era capaz de actuar como si estuviera sobrio, lo que tampoco importaba pues de todos modos conocía a todos los de Seguridad (descubrí que eso les pasa a los que estudian con créditos). Íbamos a su habitación, o a la mía si estaba El Rana, y se dejaba caer en la cama, se quitaba las botas y me decía que podía hacer lo que quisiera. Que no le importaba.

STUART ¿Qué haría él si una noche aparezco con una botella de vino o algo de yerba y le dijera: Y si tenemos una aventura? Me he trasladado al Edificio Welling, enfrente del cuarto de Paul Denton.

Dennis fue el que de hecho me empujó a trasladarme, pues no podía soportar al terrible yuppie de primero que me había tocado de compañero de cuarto; aunque yo fuera a último curso, el trimestre anterior se me había olvidado decirles que volvería. Por suerte era el primero en la lista de espera para una individual, de modo que cuando Sara Dean se fue porque tenía «infección del tracto urinario» o «mononucleosis» (según quién se lo preguntara, pues todo el mundo sabía que había tenido un aborto y andaba como loca) me mudé inmediatamente. Por desgracia, también Dennis, que no vivía en el campus pero que solía emborracharse demasiado para volver a casa andando (conducir quedaba fuera de toda discusión) después de las fiestas y las largas noches en El Pub, así que le dejaba quedarse a dormir en mi cuarto, donde reñíamos sin parar sobre por qué no me dejaba acostarme con él. Se desquitaba de eso apareciendo por el cuarto, los domingos por la noche, con una caja de Dewar’s y un grupo de compañeros suyos de arte dramático, y se pasaban muchas horas ensayando a Beckett (siempre con la cara de blanco) o a Pinter (por alguna extraña razón, también con la cara blanca) hasta que quedaban fuera de combate, lo que significaba que yo tenía que bajar a la sala de estar, o pasear por los pasillos, lo que tampoco me parecía tan mal pues siempre esperaba encontrarme a Paul Denton.

El día que conocí a Paul estábamos en la clase de interpretación y tuvimos que improvisar una escena juntos y quedé tan impresionado de lo guapo que era y destrocé la escena y creo que él se dio cuenta. Me sentí tan avergonzado que nunca volví a clase y procuraba no encontrarme con él. Probablemente le molestó el hecho de que me mudara enfrente de él y no me hizo caso, pero por lo menos teníamos que compartir el mismo cuarto de baño.

SEAN Sentado en clase, miro el pupitre donde alguien ha grabado: «¿Qué fue del amor hippie?», y me parece que la primera chica que más o menos me gustó en Camden fue aquella hippie que conocí cuando iba a primero. Era tremendamente estúpida pero tan atractiva y tan insaciable en la cama que no lo pude evitar. Había estado una vez con ella, antes de follar por primera vez, en una fiesta fuera del campus en el primer trimestre. La hippie me invitó a yerba y yo estaba borracho así que fumé. De hecho estaba tan borracho y la yerba me sentó tan mal que vomité en el patio de atrás y quedé fuera de combate en el coche de una chica con la que había venido. Estaba avergonzado, pero no mucho, y eso que la chica que conducía estaba muy cabreada porque yo había vomitado otra vez en el asiento de atrás de su Alfa Romeo cuando me llevaba de vuelta al campus, y estaba celosa porque decía que la hippie y yo no nos habíamos quitado el ojo uno al otro en toda la noche, y que incluso había visto que la hippie me besaba antes de que me pusiera a vomitar en el patio.

En realidad la conocí de verdad al trimestre siguiente cuando otra persona que ya conocía cuando llegué a Camden por primera vez (y que había sido hippie pero lo dejó) nos presentó en una fiesta a petición mía. Quedé acojonado cuando, para mi sorpresa, me di cuenta de que en la primera clase de Taller de Poesía, el trimestre anterior, esta chica, que estaba tan absolutamente pasada que parecía tener la cabeza sujeta con muelles como un muñeco de esos con resorte, alzó el brazo y dijo lentamente:

—Esta clase es un coñazo.

Salí de clase desconcertado, pero con ganas de follarme a la hippie.

Estamos en los ochenta, pensaba yo. ¿Cómo pueden quedar hippies? De pequeño, en Nueva York, no había llegado a conocer a ninguno. Pero allí tenía a una de un pequeño pueblo de Pennsylvania, nada menos. Una hippie que no era demasiado alta, que tenía el pelo largo muy rubio, unos rasgos marcados, no suaves como se podría esperar que fueran los rasgos de un hippie, y una mirada distante, además. Y la piel suave como mármol tostado y muy limpia. Siempre parecía muy limpia; de hecho parecía anormalmente sana. Una hippie que podía decir cosas como: «Iba de otro rollo», o hablando de comida: «Está que alucinas.»

JIMI LIVES estaba escrito con letras rojas en su puerta. Fumaba sin parar. Siempre estaba pirada. Su pregunta favorita era:

—¿Estás colocado?

Llevaba camisas indias desteñidas. Tenía unos bonitos pechos pequeños y firmes. Llevaba pantalones acampanados y pensaba aprender a tocar el sitar pero siempre estaba demasiado pirada. Una noche trató de disfrazarme: pantalones acampanados, camisa desteñida, cinta en el pelo. No funcionó. Resultaba terriblemente embarazoso. Ella decía «alucinante» todo el rato. No tenía ninguna meta. Yo leía los poemas que escribía ella y mentía diciéndole que me gustaban. Tenía un BMW 2002. Llevaba una pipa para fumar yerba en el enorme bolso de tela vaquera que se había hecho ella misma.

Como todos los hippies ricos (pues esta hippie era riquísima; su padre era el dueño de VISA o algo así) pasaba mucho tiempo siguiendo a los Dead por ahí. Se iba del college durante una semana con otros hippies ricos y los seguían por toda Nueva Inglaterra, siempre pirados, reservando habitaciones y suites en Holiday Inns y Howard Johnsons y Ramada Inns, asegurándose de tener siempre suficientes ácidos, o MDA, o MDMA, o éxtasis. Volvía de estas excursiones en trance, asegurando que en realidad ella era uno de los hijos perdidos de Jerry; que su madre había tenido un desliz antes de casarse con el tipo de VISA, que ella era uno de los «hijos de Jerry» de verdad. Me imagino que sería uno de los hijos de Jerry, aunque no estoy seguro de qué clase.

Hubo problemas.

La hippie me decía sin parar que yo era demasiado envarado, demasiado estirado. Y por eso rompimos la hippie y yo antes de terminar el trimestre. (No sé si ése fue el motivo auténtico, pero al recordarlo parece raro que hubiéramos roto dado que el sexo era increíble). El final fue una noche en que le dije:

—Creo que esto no funciona.

Ella estaba muy pirada. La dejé en la fiesta después de haber follado en su cuarto del edificio Dewey. Fui a casa con su mejor amiga. Nunca se enteró.

La hippie siempre estaba tripando, lo que también me molestaba. La hippie siempre estaba tratando de que «viajara» con ella. Recuerdo que la vez que tomamos ácido juntos vi al demonio: era mi madre. También me extrañaba que yo le gustase. Le pregunté si le gustaba Hemingway (no sé por qué le pregunté eso porque yo no lo había leído). Ella me habló de Allen Ginsberg y Gertrude Stein y Joan Baez. Le pregunté si había leído Aullido (del que yo sólo había oído hablar en un curso demencial que se llamaba Poesía de los años 50, que suspendí) y ella dijo:

—Suena poco amistoso.

La última vez que vi a la hippie yo estaba leyendo un artículo sobre la condición posmoderna (eso fue cuando estudiaba la especialidad de literatura antes de cambiar a la de sociología) para una asignatura que había suspendido, en una revista estúpida que se llamaba The New Left y ella estaba sentada en la parte de fumadores de la biblioteca, muy pirada, mirando las fotos de la novelización de la película Hair con otra chica. Me miró y dijo muy risueña:

—Maravilloso. —Y volvió la página, sonriendo.

—Sí, maravilloso —dije yo.

—Lo entenderás —me dijo la hippie después de leerme algunos de sus haikus y decirle yo que no los entendía. La hippie me dijo que leyera La historia de Genji (todos sus amigos la habían leído), pero me advirtió que para leerla tenía que estar muy pirado.

La hippie también había estado en Europa. Francia era un sitio tranquilo y la India era un sitio maravilloso pero Italia no era un sitio tranquilo. No le pregunté por qué no era tranquila Italia, pero me intrigaba por qué era tan «enrollada» la India.

—La gente es muy hermosa —dijo ella.

—¿Físicamente? —pregunté yo.

—Sí.

—¿Espiritualmente?

—Claro.

—Espiritualmente, ¿en qué sentido?

—Se enrollaban.

Empezaron a gustarme la palabra enrollado y la palabra fantástico. Fantástico. Dicha en voz baja, no como una exclamación, con los ojos medio cerrados, como la pronunciaba la hippie.

La hippie lloró cuando Reagan ganó (la otra única vez que la vi llorar fue cuando en el college suprimieron las clases de yoga y las sustituyeron por aerobic), aunque yo le había explicado pacientemente, con cuidado, cuál iba a ser el resultado de las elecciones, semanas antes. Estábamos en mi cama, escuchando un disco de Bob Dylan que yo había comprado en la ciudad la semana anterior; y ella dijo tristemente:

—Fóllame. —Y me follé a la hippie.

Un día le pregunté a la hippie por qué le gustaba yo, que era tan distinto de ella. Estaba tomando una pizza con brotes de soja y escribía en una servilleta con pluma roja una nota para el tablón de sugerencias del comedor: «Más puré de soja». Me contestó:

—Porque eres hermoso.

Me harté de la hippie y señalé a una chica gorda del otro extremo del comedor que había escrito una grosería sobre mí en una pared de la lavandería, y que se me había acercado durante una fiesta un viernes por la noche y me dijo: «Serías más atractivo si midieras cinco centímetros más».

—¿Y ésa? ¿Es hermosa?

Levantó la cabeza, brotes de soja asomándole por la boca; la miró de reojo y dijo:

—Sí.

—¿Esa puta de ahí enfrente? —pregunté, señalándola, asustado.

—¡Ah, ésa! Creía que decías aquella hermana de allí —dijo.

Miré alrededor.

—¿Hermana? ¿Qué hermana? No será ésa —Exasperado, señalé a la chica: gorda, con pinta agresiva, gafas de sol negras; una puta.

—¿Esa? —preguntó la hippie.

—Sí, ésa.

—También es hermosa —dijo, dibujando una margarita junto a lo que había escrito en el papel.

—¿Y aquél? —Señalé a un chico que se rumoreaba había sido el motivo de la muerte de su novia y todo el mundo lo sabía. Era imposible que la hippie pudiera pensar que también él, aquel monstruo de mierda, era hermoso.

—¿Ese chico? Es hermoso.

—¿Hermoso, dices? Si mató a su jodida novia —dije—. La atropello con un coche.

—Es igual. —La hippie hizo una mueca.

—¿Es que no distingues a unas personas de otras? —le pregunté—. Creo que nos lo pasamos muy bien en la cama, pero ¿cómo puedes decir que todo es hermoso? ¿No te das cuenta de que eso significa que nada lo es?

—Oye, tío —dijo la hippie—. ¿Adónde quieres llegar?

Me miró, sin pestañear. La hippie podía ser incisiva. ¿Adónde quería llegar?

No lo sé. Lo único que sabía era que con ella el sexo resultaba tremendo.

Y que la hippie era guapa. Que le gustaba el escabeche. Que le gustaba el nombre de Willie. Que hasta le gustaba Apocalypse Now. No era vegetariana. Pero una vez la presenté a mis amigos y todos eran unos carapijos que estudiaban literatura y se burlaron de ella y ella lo notó y sus ojos, habitualmente azules, demasiado azules, estaban tristes. Y yo la protegí. La aparté de ellos («a ver, ¿quién es Pynchon?», le preguntaron, muertos de risa). Y ella me presentó a sus amigos. Y terminamos sentados en unos cojines fumando yerba, y esta chica hippie con una corona de flores en la cabeza me miró cuando la abrazaba y dijo:

—El mundo me saca de quicio.

¿Y saben qué? De todos modos, follé con ella.

PAUL Yo le gustaba. Cantaba «No puedo apartar los ojos de ti», de Frankie Valli. Estaba en la gramola de El Carrusel, en North Camden, y me decía que la pusiera sin parar. Los de pueblo nos miraban con desconfianza. Sean jugaba al billar, tomaba cerveza y yo me acercaba a la gramola siguiendo el ritmo de la música y metía una moneda, apretaba el F 17. En cuanto empezaba la canción, volvía, siempre siguiendo el ritmo de la música, a donde estaba Sean —ahora junto a la barra—, los cascos de la moto junto a nuestras copas, y tarareaba la canción. Incluso encontró el single y lo grabó en una cinta que me regaló cuando estaba en la cama con resaca. Trajo una bolsa que además contenía zumo de naranja y patatas fritas y una hamburguesa de McDonald’s, todavía caliente.

Cuando él no quería ir a clase y tampoco quería que fuera yo y encontraba demasiado aburrido no ir y quedarse en el cuarto, le acompañaba a la enfermería y una vez allí hacía como que le daba un ataque. Le salía muy bien. Entonces le daban medicamentos y los dos nos íbamos (yo me quejaba de que el dolor de cabeza no se me pasaba), con permiso para no asistir a las clases del día, y entonces íbamos a un salón de juegos de la ciudad que se llamaba La Máquina de los Sueños y jugábamos a ese videojuego tan anal que tanto le gustaba y que se llamaba «El oso Bentley» o «El oso de cristal», o algo así. Después dábamos un paseo por la ciudad. Yo trataba de encontrar una cama de matrimonio y él buscaba jarabe contra la tos, con codeína, para colocarse (esto después de fumarse la yerba). Solía conseguir el jarabe contra la tos y se colocaba («Estoy alucinado», decía) y volvíamos en moto al campus cuando ya se hacía de noche. Para entonces las clases habían terminado. Y volvíamos a su habitación, que habitualmente estaba muy desordenada (al menos su parte), me sentaba y ponía cintas y le veía tambalearse, pasado. Conmigo siempre estaba muy animado, pero se mostraba serio y reservado delante de otras personas. En la cama, también; podía ser melodramáticamente ruidoso, y luego una parodia del tipo silencioso: o bien gruñía suavemente, o emitía una risa extraña, y luego, de repente, su voz decía «síes» rítmicos o gritaba sordas obscenidades, encima de mí, yo encima de él, los dos muy pasados, con el olor a cerveza y pitillos llenándolo todo, las copas vacías con las monedas en el fondo dispersas por el suelo, y el omnipresente olor a yerba en el aire; extrañamente me recordaba bastante a Mitchell, pero Mitchell se iba desvaneciendo y hasta me resultaba difícil recordar qué cara tenía.

A Sean le gustaba mucho decir «Rock’n’roll». Por ejemplo, si yo decía:

—Creo que es una buena película.

Él decía:

—Rock’n’roll.

O si yo le preguntaba:

—¿Qué opinas de las primeras películas de Fassbinder?

Él contestaba:

—Rock’n’roll.

También le gustaba la expresión: «Allá penas».

Por ejemplo yo decía:

—Pero me gustaría que tú…

Y él decía:

—Allá penas.

O decía:

—¿Por qué te pasas tanto antes de que lo hagamos?

Y él decía, sin mirarme:

—Allá penas.

También le gustaba el café con leche, con mucha nata y mucho azúcar. Para que fuéramos a las películas que ponían aquel trimestre antes teníamos que fumar yerba. A él le gustaban Taxi Driver, Blade Runner y Apocalypse Now. A mí me gustaban Rebelde sin causa, Encuentros en la tercera fase y El séptimo sello. («Oh, mierda, subtítulos», protestaba). A ninguno de los dos nos gustaba Todo lo que usted siempre quiso saber del sexo… pero temía preguntar.

Naturalmente encontré las notas que alguien dejaba en su buzón. Patéticos anhelos de jovencita. Fuera quien fuese, se le ofrecía. Y aunque yo no estaba seguro de que en realidad fuera a responder a aquella imbécil, las sacaba del buzón y las tiraba, o me las quedaba para examinarlas y luego las volvía a meter. Me fijaba mucho en las chicas que coqueteaban con nosotros en El Pub, y también me fijaba en las que se sentaban cerca de él y le pedían fuego aunque tuvieran cerillas en el bolso. Y, claro, siempre tenía un montón de chicas a su alrededor, ¡era tan guapo! Y aunque las odiaba, también comprendía que en este juego yo tenía las de ganar pues también era guapo y tenía cierta personalidad, algo de lo que Sean carecía por completo. Sabía hacerlas reír. Sabía mentir y mostrarme de acuerdo con sus estúpidas observaciones sobre la vida, y enseguida dejaban de interesarse por él. Sean se quedaba allí sentado, superficial como el empleado de una agencia de viajes, con el ceño fruncido, confuso. Pero eran victorias vacías y miraba a las chicas y me preguntaba quién sería la que dejaba las notas. ¿Es que no se daba cuenta de que Sean y yo follábamos? ¿Ni eso le importaba? Evidentemente, no. Creía que era aquella chica. Me pareció ver que metía algo en el buzón. Sabía quién era. Averigüé dónde estaba su buzón y cuando nadie me veía eché un par de pitillos dentro. Un aviso. Sean nunca lo mencionó pero luego me di cuenta de que a lo mejor no era la chica que dejaba las notas. Que a lo mejor era Jerry.

LAUREN Conroy, con quien me tropiezo en la exposición de dibujos animados norteamericanos de la Galería I, me pregunta por qué no fui al seminario el sábado anterior. Inútil discutir.

—Estuve en Nueva York —le dije.

No le importa. Ahora estoy con Franklin. A Judy no le importa. Sale con ese novato, Steve. A Steve no le importa. Judy folló con él la noche que fue a Williamstown. A mí no me importa. Todo resulta tan aburrido. Conroy, a quien nada le importa, me dice que le diga al otro chico del seminario que vaya el sábado. Conque después de irme le dejo una nota en el buzón, y Franklin y yo vamos a El Pub y bebemos un poco y Franklin me habla del simbolismo de Cujo y luego vamos a mi habitación. En el correo nada de Victor. Se me pasa por la cabeza la idea de que Victor pudiera haber muerto. Una conversación que oí a la hora del almuerzo el otro día.

Chico: Creo que deberíamos dejarlo.

Chica: ¿Dejar? ¿Qué? ¿Esto?

Chico: A lo mejor.

Chica: ¿Dejarlo, dices? Bueno.

Chico: A lo mejor.

Chica: ¿Es por lo de Europa?

Chico: No, no sé por qué.

Chica: Deberías dejar de fumar.

Chico: ¿Por qué no lo dejamos?

Chica: Tienes razón. La cosa no funciona.

Chico: La verdad es que no sé… Eres tan guapa.

Chica: También tú eres guapo.

Chico: Los mansos heredarán la tierra…

Chica: Los mansos no la quieren.

Chico: Me gusta esa nueva canción de Eurythmics.

Chica: Trata de drogas, ¿no?

Chico: ¿Quieres que vayamos a mi habitación?

Chica: ¿Qué canción de Eurythmics?

Chico: ¿Es porque me acosté con otra chica?

Chica: No. Sí. No.

Chico: Los mansos, ¿qué es lo que no quieren?

Llevo una semana sin pintar. Voy a cambiarme de especialidad a no ser que me llame Victor.

PAUL Mi madre me llamó desde Chicago y me dijo que le habían robado el Cadillac mientras lo tenía en el aparcamiento de Neiman Marcus. Mencionó que iría en avión a Boston el viernes, que era el día siguiente, y que pasaría el fin de semana allí. También dijo que quería que me reuniera allí con ella.

—Espera un momento. Eso es mañana, y tengo clases todo el día —mentí.

—Cariño, puedes perder una clase para ver a tu madre y a los Jared.

—¿Estarán también los Jared?

—¿No te lo había dicho? Viene Mrs. Jared, y Richard también. Irá el fin de semana desde Sarah Lawrence —dijo ella.

—¿Richard? —Aquello podía resultar interesante, me puse a pensar, pero mañana es la Fiesta de Disfraces para Follar y en ningún caso podía dejar a Sean allí, solo, sin vigilancia—. ¿Estás de broma? —le dije—. Es una broma, ¿verdad?

Estaba apoyado en una pared de la cabina telefónica de Welling. Me había pasado el día en el pueblo, la mayor parte del tiempo en la sala de juegos con Sean, que trataba de obtener una puntuación alta y siempre fallaba estrepitosamente. Fumamos yerba y tomamos tres cervezas en el almuerzo, estaba cansado. Había un dibujo anónimo junto al teléfono: en una jaula había un perrito caliente que tenía los ojos muy tristes y la boca fruncida y se agarraba a las rejas con unos brazos muy delgados. El perrito caliente preguntaba: «¿Dónde está mamá?», y debajo alguien había escrito: «Le falta un trimestre para ser salchicha».

—Mira, Paul, el viernes puedes coger el autobús o el tren hasta Boston —dijo mi madre, sabiendo perfectamente que el viernes era mañana—. ¿Sabes cuánto cuesta de Camden a Boston?

—Tengo dinero. Eso no es problema. Pero es que este fin de semana…

—Cariño. —Se las arregló para aparentar seriedad, incluso a larga distancia—. Tenemos que hablar.

—¿Qué es de papá?

Hubo una pausa; luego:

—¿Qué pasa con él?

—¿Irá también? —pregunté; luego añadí—: Hace un mes que no hablo con él.

—¿Quieres que venga? —preguntó ella.

—No. Bueno, no lo sé.

—No te preocupes por eso. Nos veremos en el Ritz-Carlton el viernes. ¿De acuerdo? —preguntó apresuradamente.

—Mamá —dije.

—¿Qué?

—¿Estás segura de que quieres que vaya? —Me estaba ablandando. De repente me deprimió muchísimo no haber sido capaz de negarme.

—Sí, cariño. No te preocupes. Nos veremos el viernes, ¿de acuerdo? —Hizo una pausa y luego añadió—: Tengo que hablar contigo. Tenemos que hablar de unas cuantas cosas.

¿Como de qué?

—Vale —suspiré.

—Llámame si surge algún problema.

—Claro.

—Adiós. Te quiero —dijo.

—Yo también —dije.

Colgó ella primero y me quedé allí como un minuto y luego di un puñetazo en la pared y salí de la cabina hecho una fiera. ¡Vaya idea del tiempo que tenía mi madre…!

MARY Puedo afirmar por el modo en que se mueve que lo sabe. Se ha enterado de alguna manera y ya no puedo permanecer en la sombra. Sé que lo sabe. Por el modo en que mira a su alrededor, en los comedores, cuando pasa junto a la biblioteca. Todo lo que hace. Y creo, sólo creo, que sabe que soy yo. He visto cómo me miraba disimuladamente la cara; esos oscuros ojos suyos tan intensos escudriñan allí donde está y se clavan en mí. ¿Le da miedo levantarse y decirme cuánto lo siente? Oigo «Tú serás mi baby» y bailo tristes bailes y canto su nombre mientras oigo la música y me abrazo. Sé que le gusto. Lo sé. Y mañana por la noche en el baile todo será perfecto. La respuesta definitiva será

(Hoy llamé a mi madre… no se encontraba bien… un profesor muy hueso hizo un agradable comentario sobre mí)

Hoy un profesor nos preguntó en clase si una persona podía morir porque se le partiera el corazón. Hablaba en serio. Me imagino que el infierno es estar encerrada en un cuarto lejos de ti pero desde donde te veo y te huelo. Cállate, cállate, me digo una y otra vez. Si fuera profe te diría: «Para aprobar debes acostarte conmigo y amarme». Tengo que aprender a escribirle unas notas más cuidadas. Sigo aquí sentada pensando en él. Miedo a respirar. A veces creo que me voy a poner a gritar. Mary, me digo a mí misma, mañana es la noche. ¿Qué te parece? ¿Eh? ¿Tú qué opinas? ¿Yo? ¿Quién te habrá visto desnudo?, pienso para mí. ¿Con quién te has acostado? ¿De quién te has enamorado? ¿Cuántos pitillos has fumado? ¿Dos, hoy? ¿De verdad? Una canción muy triste para la pobre Mary. No le gusto a nadie. Todos me odian. ¡Abrázame! ¡Túmbate aquí conmigo!

Ahora estoy en clase y quedan cuarenta minutos. Creo que voy a vomitar. Tengo que verte. Estoy frustrada. Me digo: ten calma, porque me apetece gritar y me apetece acercarme a ti y besarte en la boca y apretarte contra mí y decir: «Te amo te amo te amo», mientras nos desnudamos, mientras empieza el sexo. Voy a matar a esas chicas espantosas que te rodean en El Pub. Oigo una canción de Bread y de repente apareces. Se me acercó alguien y dijo: «Mal karma, mal karma», y pensé en ti. Podría marcharme, ir a algún sitio, supongo. Tomarme unas vacaciones, (¿dónde? Concentración… ¿en qué? ¿En la Penn Station? ¿Masturbación? Vi a aquella pareja por ahí, parecían muy desgraciados y me apeteció tocarles. Me apeteció tocarles. ¿Te gustan esas chicas tímidas, ingenuas, aburridas y calculadoras? Un poster que vi el otro día en un cuarto delante del que pasaba: Cuando dos serpientes de cascabel luchan, lo hacen de acuerda con reglas estrictas ninguna usa los dientes venenosos, el objetivo consiste únicamente en obligar a que la otra tenga la cabeza pegada al suelo unos cuantos segundos, así se establece cuál es la que manda. Luego suelta la presa y la que ha perdido se aleja. ¿Quién puede despertar al mundo con una sonrisa? ¿Quién es capaz de coger un día sin importancia y de repente convertirlo en un día que merezca la pena? Tú, chica, y deberías saberlo. Con cada movimiento y cada mirada lo demuestras. El amor está por todas partes, no hay que fingir, puedes tener todo el que quieras, ¿por qué no?… A veces le odio. Mañana por la noche.

PAUL Estábamos en mi cama pues El Rana había vuelto. Sean se sentó y se apoyó en la pared y me pidió que le alcanzara los pitillos que estaban en el suelo. Encendí uno para mí y se los di a Sean.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. No, espera. Voy a adivinarlo. Paul está tenso, ¿verdad?

—Diez puntos.

Se levantó, molesto, y se puso unos pantalones de boxeo.

—¿Por qué llevas pantalones de boxeo? —le pregunté.

Me ignoró y siguió vistiéndose, con el pitillo entre los labios.

—No, lo que quiero decir es que antes no me había fijado en que llevabas pantalones de boxeo.

Se puso una camiseta y luego se ató las botas sucias de pintura. ¿Por qué estaban sucias de pintura? ¿Había pintado?

—¿Los tienes de distintos colores? ¿Por ejemplo, malva? ¿O puede que de color naranja?

Terminó de vestirse y luego se sentó en una silla junto a la cama.

—¿O sólo vienen en ese color… gris asfalto?

Se limitó a mirarme. Me di cuenta de que estaba haciendo el idiota.

—En el colegio conocí a un chico que se llamaba Tony Delana y que llevaba pantalones cortos de boxeo.

—Me estás hartando, Denton —dijo.

—¿Tú crees?

—No te apetece ir mañana a Boston, ¿es eso?

—Veinte puntos. —Dejé caer el pitillo dentro de una botella de cerveza vacía que había en la mesilla de noche.

Sean me miró y dijo:

—No me gustas tanto. No sé qué hago aquí.

—Lo siento —digo yo, levantándome y poniéndome una bata. Olí la bata—. Voy a tener que ir a la lavandería.

Miré por la habitación buscando algo de beber, pero era tarde y habíamos terminado todas las cervezas. Me estiré por encima de él y cogí una botella y la acerqué a la luz para ver si quedaba algo. No quedaba nada.

—No te irás a perder la Fiesta de Disfraces para Follar. —Su voz era amenazadora.

—Sí. —Traté de que no me dominase el pánico—. ¿Tú irás? —pregunté por fin.

—Claro —se encogió de hombros, y se miró al espejo sin levantarse de la silla.

—¿Cómo te vas a vestir? —pregunté.

—Como siempre —dijo, mirándose al espejo. Narcisista de mierda.

—¿Crees que quedará bien? —dije, y miraba por el cuarto sin saber lo que andaba buscando. Quería beber. Me acerqué al estéreo y miré detrás. Había una Beck’s medio vacía detrás del altavoz. Volví a sentarme en la cama.

Sean se puso de pie.

—Me marcho.

—¿Adónde? —pregunté. Bebí de la botella. Estaba caliente e insípida pero hice una mueca y de todos modos bebí.

—Voy a pasarme toda la noche estudiando —dijo. El hijoputa narcisista mentiroso.

Se dirigió a la puerta y terminé por estallar.

—No quiero ir a Boston a pasar el fin de semana. No quiero ver a mi madre. No quiero ver a los Jared. —(Aunque probablemente quería ver a Richard)—, y no quiero ver a Richard que irá desde Sarah Lawrence —(esperaba ponerle celoso)— …y… —me interrumpí.

Se quedó allí, sin decir nada.

—Y no me apetece dejarte aquí solo… —Porque no me fío de ti, no lo añado.

—Yo voy a ir —dijo. Abrió la puerta y volvió la vista—. Mañana te llevaré a la estación de autobuses. ¿A qué hora sale?

—Creo que a las once y media. —Di otro trago a la cerveza, luego tosí. Sabía muy mal.

—Entonces te recogeré con la moto a las once —dijo.

—A las once —dije yo.

—Buenas noches. —Cerró la puerta y oí el sonido de sus pasos en el vestíbulo—. Gracias, Sean.

Me puse a preparar el equipaje, preguntándome cómo estaría ahora Richard y tratando de recordar cuándo le había visto por última vez.

SEAN Entra una persona en El Pub, busca a alguien, no lo encuentra y se marcha. La puerta se cierra a sus espaldas. No era Lauren Hynde, la chica que ha estado dejando notas en mi buzón, siempre tan guapa, la única razón por la que estoy en El Pub esta noche, a la espera de encontrarme con ella. Le vi la braga el sábado pasado, cuando estaba en el Área Común. No me lo podía creer. Me sorprendió tanto que tuviera unas piernas tan increíbles que me pasé la semana entre nubes. Ahora estoy sentado a una mesa con cuatro o cinco personas, escuchando o así una conversación frívola, esperando a la chica. Hablan de lo que pasa en el estudio de escultura, de la última escultura de Tony, aunque no tienen ni idea de lo que «significa». Tony me contó que trataba de ser una vagina de acero, pero a ninguno de estos idiotas se le ocurre.

—Resulta inquietante, lírica —dice esa chica que tiene problemas.

—Muy potente. Indefinible. —Su amiga, una bollera de Duke que está de visita y que parece que se ha pasado tomando MDA, está de acuerdo.

—Es Nimoy. Puro Nimoy —dice Getch.

Se acerca otra chica, una chica que me parece que me dio un beso totalmente sin motivo en la fiesta del pasado viernes por la noche. Peter Gabriel suena en la gramola.

—Es como de Diane Arbus pero sin nada de su convicción —dice una de las chicas y en serio.

Denton me mira muy enfadado desde el otro lado de la mesa. Probablemente esté de acuerdo con eso.

—Pero esa idea revisionista sobre ella está completamente fuera de lugar —replica alguien encantado. Hay una pausa. Luego alguien pregunta:

—¿Y qué os parece Wee Gee? ¿Qué pensáis de Wee Gee?

Vagamente cabreado pido otra jarra y una bolsa de patatas fritas, que me sientan mal. Peter Gabriel se convierte en más Peter Gabriel. La chica que me besó en los labios el viernes pasado se marcha y en cierto modo me siento decepcionado. No es que sea muy guapa, pero probablemente me la follaría. De vuelta a la conversación.

—En esta ocasión Spielberg ha ido demasiado lejos —dice la chica del MDA.

¿Adónde ha ido? ¿Se dedica a beber como un maníaco en su cuarto de Confield y a juntarse con los amigos que le visitan todos los trimestres? ¿Qué coño hace con su vida? ¿Las de primero confían en él y no le dejan en paz?

—Sencillamente demasiado lejos —está de acuerdo Denton. Habla en serio, no bromea.

—Sencillamente demasiado lejos —digo, asintiendo.

En una mesa de detrás de la nuestra discuten sobre Vietnam, y un chico dice:

—Mierda, ¿cuándo fue eso?

—¿A quién coño le importa? —dice otro, y aquella chica gorda con pinta de muy seria que está a punto de llorar, grita:

—¡A mí!

Dios mío, la típica crisis del estudiante de sociología. Vuelvo a nuestra mesa, con los de arte. Parecen menos aburridos.

—¿Pero no estáis de acuerdo en que todo ese humanismo secular responde a la alambicada cultura pop de los sesenta y no a un punto de vista moderno, riguroso? —pregunta la de Duke.

¿A quién? ¿A mí? Denton asiente con la cabeza como si la chica estuviera diciendo algo increíblemente profundo.

¿Quién es esa chica? ¿Por qué está viva? Me pregunto si debería irme ahora mismo. ¿Por qué no levantarme y decir: «Buenas noches, cabrones, ha sido una sensación tremenda, así que espero no volveros a ver, a ninguno, nunca más», y largarme? Pero si lo hago todos terminarían hablando de mí y eso parece todavía peor y además estoy borracho. Me cuesta mantener los ojos abiertos. Una de las chicas se levanta, sonríe y se va.

—Se la folló ella —dice alguien, en un susurro. Toda la mesa, incluido yo, se echa hacia adelante—. ¡A Lauren!

La mesa suspira colectivamente. ¿Quién es Lauren? ¿Esa chica francesa que vive en Sawtell? ¿O es la chica que trabaja en la librería? ¿Será mi Lauren? No, no puede ser la misma. Seguro que Lauren no es lesbiana. Y aunque lo sea, eso me excita un poco. No quiero preguntar a qué Lauren se refieren aunque lo quiero saber. Miro a la barra. Por lo menos hay cuatro chicas con las que me he acostado. Ninguna de ellas me mira. Abstraídas e impersonales toman cerveza, fuman. Qué coño. Por fin me levanto y me largo. Así de fácil. Llego a la puerta. Fels está cerca. Tengo amigos que viven allí, ¿o no? Pero pensar en eso me aburre, conque me limito a caminar un rato hacia el dormitorio y luego me largo. ¿Es Sawtell el edificio siguiente? No. Pero aquella chica, aquella chica que me besó… creo que vive en Noyes, en un cuarto sola, el número 9. Voy a verla.

Creo oír risas, luego una voz muy aguda. ¿De quién son? Me parece que estoy haciendo el tonto, pero estoy borracho, así que tranquilo, tío. Abren la puerta y aparece la chica que se fue de la mesa, no la que me besó, y lleva una bata; detrás de ella, en la cama, veo a un chico que enciende un porro enorme. ¡Dios mío! no puede haberme salido peor. ¿Qué voy a hacer?

—¿Es aquí donde vive Susan? —pregunto, poniéndome colorado y tratando de mantener la calma.

La chica mira al chico de la cama.

—¿Vive Susan aquí, Loren?

El chico da una chupada al porro.

—No —dice, ofreciéndomelo.

Me largo inmediatamente. Camino muy deprisa. Estoy afuera y hace frío. ¿Y ahora qué hago? Esta noche tengo que hacer algo. No quiero que sea como todas las jodidas noches. Se me pasa algo por la cabeza. Decido ir a Leig 7, donde vive Susan. Llamo a la puerta. Se oye el álbum de Springsteen Nebraska. Buena música para follar, pienso. Pasa un rato, pero al final Susan abre la puerta.

—Hola, Susan, ¿qué tal? Siento molestarte a estas horas.

Me mira extrañada, después sonríe y dice:

—No importa, pasa.

Entro con las manos en los bolsillos de la cazadora. Hay dos mapas de Vermont… en realidad uno es de New Hampshire, o quizá de Maryland… en la pared, encima de la máquina de escribir y la botella de «Stoli». Estoy demasiado borracho, me tambaleo, respiro a fondo. Susan cierra la puerta y dice:

—Me alegra que hayas venido. —Y echa la llave, y que haya cerrado la puerta con llave me deprime; hace que me dé cuenta de que Susan también quiere follar y que eso espera de mí y es culpa mía y pienso que me voy a desmayar y ella parece desesperada de verdad.

—¿Dónde has estado? —pregunta.

—En el cine. Viendo una película italiana tremenda. Pero era en italiano, de manera que no se puede ver cuando estás pirado —digo, tratando de mostrarme duro, de desconcertarla—. Subtítulos, ya sabes.

—Claro —dice ella. Mierda, todavía está enamorada de mí.

—Bueno, quería decir que… oye, ¿qué hacen esos mapas ahí? —pregunto. Valiente estupidez.

—Me gusta Maryland —dice Susan.

—Susan, quiero acostarme contigo —digo.

—¿Cómo? —Finge que no me ha oído.

—¿No me has oído?

—Sí. Te oí —dice ella—. No pensabas igual la otra noche.

—¿Y tú que piensas? —pregunto.

—Creo que es ridículo —dice ella.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Porque tengo novio —dice Susan—. ¿Recuerdas?

De hecho no lo recordaba, pero suelto:

—No importa. No tienes que dejar de follar por eso.

—¿Tú crees? —pregunta escéptica, pero sonriente—. Explícate.

—Bueno, verás, es como si… —Me siento en la cama—. Es como si…

—Estás borracho —dice Susan. ¡Dios mío!, el nombre de Susan es tan feo… Recuerda la palabra senos. Me está desafiando. Casi puedo oler lo cachonda que está. Le apetece.

—¿Cómo no te he encontrado antes? —pregunto.

—Ya sabes que no paro, nací en un Holiday Inn —creo que dice.

La miro, muy confuso, muy muy jodido. Está junto a mí, sentada en la cama.

Por fin digo:

—Desnúdate y túmbate o ponte de pie, me da igual, y lo mismo si has nacido en un Holiday Inn. ¿Entiendes lo que digo?

—¿Te has especializado en arte, por casualidad? —pregunta ella.

—¿Qué? —pregunto. Ella deja el cuarto a media luz y todo pasa como suele pasar, con novio o sin novio. Estoy borracho pero no tanto como para decir que no. En el lavabo de los comedores alguien ha escrito hoy: «Robert McGlinn no tiene pene ni testículos», unas quince veces encima del retrete.

Se da la vuelta, la carne le resplandece y no dice nada. Me quedo tumbado y ella empieza a chuparme la polla y trata de meterme un dedo en el culo. La cosa resulta muy bien y Susan se entrega y yo pienso: ¿qué se suele decir en situaciones como ésta? ¿Eres católica? ¿Te han gustado alguna vez los Beatles? ¿Prefieres Aerosmith? Las chicas del instituto se pusieron brazaletes negros el día que se casó Steven Tyler. Susan sigue chupando, labios húmedos pero firmes. Busco debajo de su camisa y le doy masaje a las tetas. Tiene un poco de pelo debajo del brazo pero eso no me molesta. Tampoco es que me excite de modo especial, pero no me molesta.

—Espera… espera… —Trato de bajarme los calzoncillos, luego los vaqueros, pero estoy en la cama y ella sigue chupando y tratando de separarme las piernas y aunque estoy un poco agobiado por todo el asunto, me gusta demasiado para protestar. Susan levanta la cabeza.

—¿Alguna enfermedad? —pregunta.

—Ninguna —digo, aunque debiera haber dicho que sí y terminar con todo aquello.

Se tumba a mi lado y empezamos a besarnos, profunda, intensamente. Le quito la camisa por encima de la cabeza. Le toco la mejilla, luego me desabrocho la camisa. Me quito los pantalones.

—Espera, apaga la luz —le digo.

—Me gusta que esté encendida —dice ella haciendo una mueca. Pone sus manos en mi pecho.

—Bueno, a la mierda. Quiero apagarla. Allá penas.

—La apagaré entonces. —Lo hace—. ¿Está mejor así?

Volvemos a besarnos. ¿Qué va a pasar ahora?, me pregunto. ¿Quién va a ponerse a follar el primero? ¿Qué dirían mis padres si supieran que esto es lo único que hago aquí? Emborracharme, follar constantemente. ¿Me repudiarían? ¿Seguirían dándome dinero? ¿Qué?

—Cariño. Quiero encender la luz —dice ella—. Quiero verte.

—¿Qué? —digo.

—Quiero saber con quién estoy follando —dice ella.

—No entiendo que haya confusión posible —le contesto.

—Vale, vale —dice ella, y no la vuelve a encender. Le bajo la cabeza.

Vuelve a chuparme el pijo. Trato de apartarla con la mano. Se emplea a fondo. Le digo:

—Espera… me voy a correr…

Ella levanta la cabeza. Me echo encima, muy despacio, besándole las tetas (que son un poco demasiado grandes) y luego paso al estómago, a su coño, muy abierto, dilatado, meto tres dedos al mismo tiempo que se lo chupo. Bruce canta algo sobre Johnny 69 o alguien así y luego follamos. Y me corro. Como en los malos poemas, ¿y luego qué? Odio este aspecto del sexo. Siempre hay uno que da y otro que recibe, pero es difícil saber quién da y quién recibe. Es difícil hacer el amor aunque esté tan bien. Susan no se corre, así que vuelvo a bajarme y sabe vagamente amargo y luego… ¿adónde ir después de haberte corrido? Qué desilusión. No puedo seguir haciéndolo pero todavía estoy empalmado, así que empiezo a follármela otra vez. Ahora Susan gime, sube y baja en la cama, y le pongo la mano en la boca. Se corre chupándome la palma de la mano, bufando. Se acabó.

—¿Susan?

—Dime.

—¿Dónde hay un kleenex? —pregunto—. ¿Tienes una toalla o algo?

—¿Todavía no te has corrido? —pregunta ella, confusa, tumbada en la oscuridad.

Todavía la tengo dentro y digo:

—No, pero me voy a correr… ya me corro. —Hago algunos ruidos y luego la saco. Ella trata de sujetarme, yo pido unos kleenex.

—No tengo —dice Susan, y luego se echa a llorar.

LAUREN Victor no ha llamado. Cambié de especialidad. Poesía.

¿Qué hacemos Franklin y yo? Bueno, vamos a fiestas: los miércoles, los jueves, fiestas en El Cementerio, en El Fin del Mundo, fiestas los viernes por la noche, fiestas las noches del sábado, fiestas los domingos por la tarde.

Trato de dejar de fumar. Escribo cartas a Victor que nunca envío. Franklin nunca tiene dinero. Quiere vender sangre para conseguir algo y a lo mejor comprar drogas. Una tarde vendí ropa y discos antiguos en el Área Común. Pasamos mucho tiempo en mi cuarto porque tengo cama de matrimonio. He dejado de pintar. Desde que se fue Sara cuido de su gata, Seymour, Franklin odia a la gata. Yo también la odio, pero le digo que me gusta. A veces nos dejamos caer por La Burbuja de Aislamiento Sensorial. A veces Judy y el de primero y yo y Franklin vamos al cine del pueblo. Bebemos mucha cerveza. El chico de Los Angeles que sigue llevando pantalones cortos y gafas de sol y nada más, se me acercó en una de las fiestas de la semana pasada. Casi me voy a casa con él, pero Franklin intervino. Franklin es un idiota. He llegado a esta conclusión, no después de leer lo que escribe, que es ciencia ficción que «está intensamente influida por la astrología», que es espantosa, sino por… no lo sé. Le digo que me gustan sus relatos. Odio su condenado incienso. Trato de dejar de fumar.

(…en el correo, nada de Victor…)

Pero me gusta el cuerpo de Franklin y se porta bien en la cama y es fácil tener orgasmos con él. Pero eso hace que me sienta mal y cuando trato de tener fantasías con Victor, no puedo.

Voy a un curso de cibernética. Lo odio pero necesito el certificado.

—¿Te conté que me registraron, y hasta me desnudaron, en Irlanda? —contará Franklin durante el almuerzo.

Miro al frente y evito encontrarme con sus ojos cuando dice cosas como ésa. Hago como que no le oigo. A veces no se afeita y me pica con la barba. No estoy enamorada de él. Es demasiado raro. Se enfadó mucho cuando puse una nota en la puerta de mi cuarto que decía: «Si llama mi madre, no estoy. Trata de que no deje ningún recado. Gracias». Intento dejar de fumar. Me olvido de dar de comer a la gata.

—Quiero hacer un viaje con mi padre antes de que se muera —dice Franklin. No diré nada durante mucho rato y luego me preguntará—: ¿Estás pirada?

—Sí —diré yo, y encenderé otro pitillo.

SEAN No hubo modo y llevo al dandi a la estación de autobuses. Ni siquiera creo que me lo haya pedido. Tengo una resaca espantosa y noto como si fuera a vomitar sangre y despierto en el suelo del cuarto de alguien y hace frío y me encuentro muy mal y le debo quinientos pavos a Rupert. Probablemente se ha enfadado mucho y trató de matarme. Es increíble que me haya levantado tan temprano. Tomo un bollo en el bar y está correoso pero necesito comer algo. Ya está allí, con una bolsa y gafas de sol y abrigo; leía un libro. Murmuró un buenos días.

—¿Te acabas de levantar? —pregunta, haciendo una mueca.

—Sí. Perdí la clase de guitarra. Mierda. —Me subo a la moto y trato de arrancarla. Le doy el bollo. Decido hacer como que falla; finjo que la moto no arranca. No será capaz de darse cuenta.

—Te has afeitado —digo, iniciando una conversación para apartar su atención de la moto.

—Sí. Se me vería un poco sucio —dice.

—¿Lo haces por mamá, eh? Está muy bien —digo.

—En realidad… —dice él.

—Muy bien —digo yo.

—¿Puedo darle un mordisco al bollo? —pregunta.

No me apetece que le dé un mordisco a mi bollo. Digo:

—Claro.

Arranco la moto, luego la dejo que se pare. Aprieto el acelerador; lo cierro con un giro de muñeca. Entonces arranco de nuevo. La moto hace un ruido ahogado y el motor se para.

—Mierda —digo.

Hago como que lo intento de nuevo. La moto, claro, no quiere arrancar.

—Mierda. —Me bajo de la moto y me agacho. Él me observa con atención.

—¿Qué pasa? —pregunta.

No sé qué decir así que digo:

—Necesito que me empujen. —Sonrío para mis adentros.

—¿Hay que empujarla? Dios mío —murmura, mirando su reloj.

Vuelvo a montarme en la moto y repito la misma operación. La moto no arranca.

—No quiere arrancar —le digo.

—¿Y qué puedo hacer? —me pregunta.

Me quedo allí sentado, mirando hacia el Área Común. Termino el bollo, bostezo.

—¿Qué hora es?

—Las once —dice él.

Es mentira. Son menos cuarto. Hago como que no me entero.

—Tu autobús sale a las once y media, ¿no?

—Así es —dice.

—Hay tiempo de sobra para encontrar a alguien que me dé un empujón. —Vuelvo a bostezar.

Está mirándose el reloj.

—No lo sé.

—Encontraré a alguien. Getch lo podría hacer.

—Getch ahora está en música para minusválidos —me dice. Lo sabía.

—¿De verdad? —digo.

—Sí.

—Pues no lo sabía —digo—. No sabía que Getch hiciera ese cursillo.

—Voy a coger un taxi —dice.

Gracias a Dios.

—Vale —digo.

—No te preocupes —dice él.

—Lo siento, tío —digo yo.

—No importa. —Está enfadado. Se baja de la moto y guarda el libro que está leyendo en la bolsa. Se ajusta las gafas de sol.

—Nos veremos el domingo, ¿verdad? —pregunta.

—Claro. Adiós —digo.

Vuelvo a mi cuarto y tomo un poco de Sosegón para coger el sueño. Me han dicho que los yonquis lo usan cuando no consiguen heroína o metadona. Funciona. El único problema es que sueño con Lauren, y está todo azul.

PAUL Era un viernes por la mañana y esperaba junto a la moto de Sean en el aparcamiento de estudiantes. Sólo eran las diez y media y la estación de autobuses del pueblo quedaba a unos cinco minutos del campus en coche pero quería llegar con tiempo. Cuando tenía dieciséis años iba a reunirme con mis padres en México. Se habían marchado la semana antes y me dijeron que sí quería ir que sacara un pasaje y me reuniera con ellos en Las Cruces. Cuando llegué a O’Hare para coger el avión a Ciudad de México, ya había despegado. Cuando volvía al coche, encontré una multa en el parabrisas. No salí de casa y celebré una fiesta y destrocé el sofá de Sloane’s y vi once películas e hice novillos la semana entera. Probablemente por eso me pongo tan paranoico antes de cualquier viaje. Desde aquella vez, siempre llego a los aeropuertos y a las estaciones de tren y de autobuses mucho antes de lo necesario. Aunque eran las once menos veinte y sabía que probablemente llegaría con tiempo de sobra a coger el autobús de Boston, no me podía concentrar en El manantial que trataba de leer ni en nada. El verano pasado Mitchell me dijo que era un analfabeto y que tenía que leer más. Así que me dio un ejemplar de El manantial y lo empecé, más bien con desgana. Cuando un día, en un bar, le dije a Mitchell que no me gustaba Howard Roark, me dijo que tenía que ir al retrete, y no volvió. Tuve que pagar la cuenta yo. Recuerdo que mis padres me trajeron una iguana disecada y tuvieron que pasarla de contrabando por la aduana. ¿Por qué?

Sean llegó y se fijó en que me había afeitado: coqueteaba como un hijoputa. Su moto no quiso arrancar, así que decidí coger un taxi para ir a la estación de autobuses. Estuvo muy amable y lo sentí, por él, que no arrancara la moto, y parecía como si me fuera a echar de menos de verdad y decidí que le llamaría en cuanto llegase a Boston. Entonces me acordé de la Fiesta de Disfraces para Follar y comprendí que se iba a acostar con alguien; todo el mundo lo hace. Yo fumaba un pitillo tras otro y apretaba el ejemplar de El manantial con tanta fuerza que quedó arrugado para siempre. De todos modos el autobús llegó con retraso, a las doce menos cuarto, conque no tuve que preocuparme sobre si lo iba a perder o no. Yo, una señora gorda con una chaqueta azul con dados en la espalda y un hijo rubio con la cara sucia, y un ciego muy bien vestido son las únicas personas que subimos en Camden. Como en el autobús no hay nadie más me siento en la zona de fumadores, en la parte de atrás. La mujer gorda y su hijo se sientan delante. Al ciego le costó un poco subir y el conductor le ayudó a instalarse en un asiento. Esperaba que el ciego no se sentara junto a mí. No se sentó. Menos mal.

El autobús dejó Camden y enfiló la carretera. Estaba contento de que hoy en el autobús no fuera nadie más a Boston. Sería un viaje tranquilo, agradable. Abro el libro, y mirando por la ventanilla tuve la sensación de que a lo mejor ese fin de semana en Boston no iba a resultar demasiado espantoso. Estaría Richard, después de todo. Hasta me intrigaba un poco que mi madre quisiera hablar conmigo. ¿De que le habían robado el Cadillac? De todos modos probablemente era un coche de la empresa. Fácil de reemplazar, nada de que preocuparse. Desde luego aquello no merecía un viaje a Massachusetts. Me quité las gafas de sol porque estaba nublado y encendí otro pitillo; traté de leer. Pero fuera el campo estaba demasiado bonito para no mirar por la ventanilla: estábamos a mediados de octubre y todo eran señales del otoño. Rojos y verdes oscuros y naranjas y amarillos pasaban por delante. Leí un poco más, fumé unos cuantos pitillos más, ojalá me hubiera traído el Walkman.

Como a la hora o así el autobús llegó a un pueblo y se detuvo en una pequeña parada donde subieron un par de viejos que se sentaron delante. El autobús dejó la patada y continuó por la carretera durante unos dos kilómetros y luego se detuvo delante de un enorme grupo de chicos y chicas de un college cercano que estaban sentados en dos bancos verdes. Me puse nervioso y cuando el autobús aminoraba la marcha y se detenía en el arcén comprendí que aquellos chicos iban a subir.

Por un momento me dominó el pánico y me cambié rápidamente a un asiento del pasillo.

Cuando subieron los chicos del college, volví a ponerme las gafas de sol y bajé la vista al libro, esperando que no se dieran cuenta de que yo era un estudiante de Camden. Cincuenta o sesenta chicos se amontonaron en el autobús; el ruido era ensordecedor. En su mayor parte eran chicas con jerséis de Esprit y Benetton rosas y azules que mascaban chicle sin azúcar. Llevaban Walkmans puestos, en la mano latas de Diet Coke sin cafeína, ejemplares de Vogue y Glamour, vamos, que parecían salidas de un anuncio. Los chicos, unos ocho o nueve, en general eran guapos y se sentaron en la parte de atrás, cerca de mí, en la zona de fumadores. Uno llevaba un radiocasete Sony enorme. Atronaba el último disco de Talking Heads. Ejemplares de Rolling Stone y Business Week paseaban de mano en mano. Ni siquiera después de que todos estos consumidores de Pepsi hubieran subido al autobús, nadie se había sentado a mi lado. Empecé a sentirme incómodo y pensé: Dios mío, debo parecer un presumido aquí atrás, con las Wayfarer puestas, el abrigo de tweed sobre los hombros, fumando sin parar, con el ejemplar descolorido de El manantial en el regazo. Debería gritar: «¡Camden!». Pero me alegraba de que ninguno se hubiera sentado junto a mí.

Pero justo cuando arrancaba el autobús me fijé en El Chico, muy parecido a Sean, con pinta de encontrarse fuera de lugar, que estaba en la parte de delante y trataba de abrirse paso hasta atrás. Tenía un pelo largo y ensortijado, y barba de una semana. Llevaba una camiseta de Billy Squier (¡oh, Dios mío!) y sujetaba un abultado saco de dormir. No conseguía olvidarme del parecido y el corazón se me paró para, luego, dar unos cuantos saltos antes de recuperar su latir normal. Levanté la vista y tuve la terrible sensación de que este nuevo Sean, que también tenía las manos manchadas de grasa y estrujaba un ejemplar arrugado de Motociclismo (¿iría a Hampshire?), iba a tener que sentarse a mi lado. El chico pasó junto al asiento vacío que había a mi lado y buscó sitio al fondo del autobús. Uno de los chicos del college que llevaba una cazadora de Members Only y hojeaba un Sport Illustrated se cambió de un salto al asiento que El Chico tenía delante y se puso a hablar de que había perdido su Walkman en la clase de economía de primero. Luego se calló y entonces todos los chicos miraron a El Nuevo Sean e hicieron gestos de burla abriendo mucho los ojos. Yo pensaba: por favor, que no se siente a mi lado… Se parecía tantísimo a Sean…

Se dio cuenta de que los chicos del college se estaban burlando de él y se acercó a mí.

—¿Está libre este asiento? —preguntó.

Y por un momento me apeteció decirle que no pero, claro, eso hubiera sido ridículo, así que asentí con la cabeza y tragué saliva y me levanté para que El Chico se sentase. Los asientos estaban tan juntos que tuve que levantar el respaldo del mío para poder acomodarnos. El mismo color de pelo en la cabeza y los brazos, y llevaba unos vaqueros muy estrechos y gastados.

El autobús salió del arcén antes de que se hubieran sentado todos y se lanzó carretera adelante. Traté de leer el libro pero no pude. Empezó a llover, la música de Talking Heads salía del reluciente casete, las chicas se pasaban Pepsi unas a otras y trataban de coquetear conmigo. De atrás llegaba el parloteo incesante de los chicos que fumaban tabaco y algún porro ocasional y contaban que a una puta que se llamaba Ursula se la folló un chico que se llamaba Phil en la parte de atrás del Toyota Nissan de un chico que se llamaba Mark y que Ursula mintió a Phil y le dijo que el niño no era de él, pero que de todos modos Phil pagó el aborto, y todo era tan irritante que ni siquiera me podía concentrar. Y cuando ya llegábamos a Boston estaba tan enfadado con mi madre por pedirme que viniera que me dedicaba a mirar al Nuevo Sean, el cual, a su vez, miraba por la ventanilla mientras desarrugaba su billete con las manos sucias de grasa y su Swatch hacía un tictac potente.

SEAN Hoy encontré otra nota en el buzón. Dice: «Nos veremos esta noche… cuando el sol se ponga…». No puedo esperar hasta la fiesta, hasta que «el sol se ponga», conque trato de hablar con Lauren a la hora de comer. Está fumando un pitillo junto al mostrador de los postres con Judy Holleran (a la que me follé el trimestre pasado y con quien todavía follo de vez en cuando; anda jodida de verdad, está bajo tratamiento psiquiátrico), y me acerco despacio por detrás de ellas, y de repente me apetece acariciar a Lauren, y casi le voy a acariciar el cuello, con suavidad, pero mi compañero de cuarto El Rana, al que llevo días sin ver; pide perdón y se estira para coger un croissant o algo así y se queda allí. Me ve y dice:

¿Ça va?

Ça va —digo yo. Lauren le dice:

—Hola. —Y se ruboriza y mira a Judy y Judy también sonríe.

El Rana se queda mirando a Lauren y luego se va. Lauren le cuenta a Judy cómo ha perdido su carné de identidad.

—¿Cómo va todo? —le pregunto a Judy.

—Hola, Sean. Bien —dice ella.

Lauren mira a los postres haciendo ver que duda. Es todo tan obvio que me siento violento.

—¿Vas a ir a la fiesta de esta noche? —pregunto.

—Desde luego, tienes poderes psíquicos —dice Judy sarcástica.

Lauren se ríe, como si estuviera de acuerdo.

El carapijo de Los Angeles coge una naranja de la fuente y Lauren baja la vista. ¿Para mirar qué? ¿Las piernas de ese tipo? Las tiene muy morenas y nunca le he visto sin gafas de sol. Alza las cejas a modo de saludo. Hago lo mismo. Vuelvo a mirar a Lauren y me sorprende lo guapa que es. Y aquí de pie, aunque sólo sea durante un milisegundo, me abruma comprobar lo guapa que es y, al mismo tiempo, lo mucho, aunque odio tener que admitirlo, que me desconciertan las mujeres (no las de la Residencia McCullough). Y no exactamente por cómo piensan, sino por su cuerpo. Me desconcierta lo que puede afectarme una pierna, un par de pechos, los muslos. Me mira como a cámara lenta. No quiero mirarle a los ojos. Es tan atractiva. Unos labios perfectos. Una nariz perfecta. Sus ojos azules. Su pelo rubio y corto. Su cuello. Todo es perfecto. Me sonríe cuando levanto la vista y yo le devuelvo la sonrisa. Pienso: tengo que conocer a esta chica.

—Me parece que también va a ser una fiesta de toga —digo.

—¿De toga? Dios mío —dice ella—. ¿Qué se cree este sitio que es? ¿Williams?

—¿Dónde es la fiesta? —pregunta Judy.

—En Wooley —le contestó. Lauren ni siquiera me mira.

—Creía que ya habíamos hecho una —dice, y examina un pastel. Tiene los dedos largos, las uñas pintadas con esmalte claro, delicadas. Trato de sonreírle.

—Sí, es verdad —digo yo.

—Una fiesta de toga —dice ella—. Estás de broma. ¿Quién forma parte del comité organizador?

—Yo —contesto, mirándola directamente.

Judy coge un pastel y da una calada al pitillo de Lauren.

—Bueno, Getch y Tony van a robar algunas sábanas. Habrá cerveza. No sé —digo, riéndome un poco—. No es una fiesta de toga de verdad.

—Bueno, no suena tan mal —dice ella.

Se marcha bruscamente, después de coger un pastel, y le pregunta a Judy:

—Voy al pueblo con Franklin, ¿quieres venir?

—Tengo que preparar un trabajo sobre Plath —dice Judy.

Lauren se marcha sin decirme nada. Evidentemente confusa aturdida.

Esta noche, pienso. Vuelvo a la mesa.

—Hoy abren la sala de pesas —dice Tony.

—Rock’n’roll —digo yo.

—Eres un idiota —dice él.

Cuando el sol se ponga, pienso.

PAUL Me bajé del autobús con los otros alumnos del college y el ciego y la gorda con el niño rubio, y me encontré perdido entre la marabunta de la gran terminal de Boston. Luego, estaba ya en la calle, era una hora punta y estaba nublado y busqué un taxi. Me dieron un golpecito en el hombro y cuando me volví me encontré frente a frente con El-chico-que-es-igual-que-Sean.

—¿Qué pasa? —Me quité las gafas de sol. Experimentaba una descarga de adrenalina.

—Tío, ¿no me podrías prestar cinco pavos? —preguntó.

Estaba mareado y me apetecía decirle que no, pero se parecía tanto a Sean que busqué en la cartera; no conseguí encontrar un billete de cinco y terminé dándole uno de diez.

—Gracias, tío —me dijo, echándose el saco de dormir al hombro, y se despidió con un gesto, alejándose.

Yo también le despedí con un gesto, una reacción involuntaria, y me entró dolor de cabeza.

—La voy a matar —susurré para mí mismo, y por fin hice señas a un taxi.

—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.

—Al Ritz-Carlton. En Arlington —le dije, sentándome agotado.

El taxista volvió la cabeza y me miró, sin decirme nada.

—Al Ritz-Carlton —volví a decirle, sintiéndome inquieto.

Seguía mirándome.

—En… Arlington…

—Ya le he oído —murmuró el taxista, un viejo, moviendo la cabeza.

Entonces ¿qué coño mirabas? Tenía ganas de gritar.

Me froté los ojos. Las manos me olían espantosamente y abrí una tableta de chocolate con almendras que había comprado en la estación de autobuses de Camden. El taxi avanzaba lentamente entre el tráfico. Empezó a llover. El taxista seguía mirándome por el retrovisor, movía la cabeza, murmuraba cosas que no conseguía oír. Dejé de comer chocolate. El taxi había avanzado escasamente una manzana, luego había dado la vuelta para dirigirse de nuevo a la terminal. Sentí pánico y pensé: Dios mío, ¿qué está pasando? ¿Iba a echarme a patadas por comerme aquel maldito chocolate? Guardé lo que quedaba de tableta.

—¿Por qué nos hemos parado? —pregunté.

—Porque hemos llegado —suspiró el taxista.

—¿Ya hemos llegado? —Miré por la ventanilla.

—Sí, es un dólar cuarenta —gruñó. Tenía razón.

—Me parece que se me olvidó que estaba… tan cerca —dije yo.

—Es igual —dijo el taxista.

—Me he hecho daño en el pie, lo siento. —Le doy dos billetes de dólar y me bajo del taxi y estoy seguro de que Sean va a follar con alguien en la fiesta de esta noche y yo estoy en el vestíbulo del hotel, empapado, y me siento mejor.

MARY Él no lo sabe, pero le he visto el verano pasado. Pasé las vacaciones en Long Island, en los Hamptons, con mi pobre padre borracho. Southampton, Easthampton, recorría la isla con otros nómadas con ropa de Gucci. Me quedé una noche con mi hermano y visité a una tía que se había quedado viuda recientemente en Shelter Island y estuve en montones de moteles, moteles que eran rosa y gris y verde y que resplandecían a la luz de los Hamptons. Me quedaba en esos albergues de la costa porque ya no podía seguir soportando a las nuevas novias de mi padre. Pero ésa es otra historia.

Le vi por primera vez en Coast Grill, en la costa sur, y luego en ese sitio tan moderno cuyo nombre se me ha olvidado ahora. Tomaba pollo algo crudo y trataba de no poner cara de asco. Estaba con una mujer (sin duda, una muchacha) que parecía anoréxica. Los camareros, unos maricas, les atendían con aire aburrido y yo pedí crepés para molestarles.

¿Los quiere con ron? —dijeron tartamudeando y yo también tartamudeé «sí», porque no sé decir «no» tartamudeando.

Se te acercaron camareras que respiraban por la boca, se te acercaron a ti, que estabas bronceado como un Dios, como un miembro del cuartel general, el pelo peinado hacia atrás. Oí tu nombre: una llamada telefónica, Bateman. Lo pronunciaron mal: Dateman. Estaba sentada, envuelta en la oscuridad, en la larga y pulida barra y me acababa de enterar de modo muy discreto que el trimestre pasado había suspendido tres de las cuatro asignaturas. Por desgracia, había olvidado los obligatorios «Ejercicios» antes de irme a Arizona y luego a los Hamptons. Y allí estabas sentado. La última vez que te he visto estabas desayunando; lanzaste una tortita hecha una bola a una mesa de estudiantes de arte dramático. Ahora enciendes un pitillo. No te molestas en encenderle el suyo a la muchacha. Te seguí a la cabina telefónica.

¿No podría usted, bueno, hablar con el decano y, bueno, decirle lo mal que estoy?

Supuse que se trataba de tu psiquiatra.

Bostezaste y dijiste:

Me interesa mucho.

Hubo una indefinida pausa y luego dijiste:

Basta con un poco más de Librium.

Otra pausa. Levantaste la vista y no me reconociste del college. A mí, morena y envarada y tratando de beber, aunque tan sobria.

Estoy preparado —dijiste.

Colgaste. Me fijé cómo dejabas unos billetes en la mesa y salías del restaurante delante de la muchacha. La puerta se cerró en sus narices, pero de todos modos te siguió. Luego los dos os alejasteis a toda velocidad en el Alfa Romeo rojo y yo me emborraché y esperé que fuera esta noche.

Esta noche. Me he pasado toda la tarde en un baño de agua perfumada, preparándome, lavándome, enjabonándome, depilándome para ti. Llevo dos días sin comer. Espero. Eso lo hago bien. Oigo unas cuantas canciones que pronto habré olvidado y espero esta noche y a ti. Espero ese momento definitivo. Un momento tan lleno de expectativas y deseos que casi no quiero estar presente cuando ocurra. Pero estoy preparada. Un día querrás que sea tu chica suena en la radio. Es cierto. Esta noche.

PAUL Me dirijo al mostrador de recepción y me quedo allí; el deseo de salir corriendo, volver a Camden, caminar las dos manzanas, bajo la lluvia, hasta la terminal, coger el autobús, y encontrarme con Sean en la Fiesta de Disfraces para Follar me abruma y allí sigo de pie, mirando sin expresión a esos hombres engreídos tan bien vestidos que hay tras el mostrador hasta que uno se me acerca y dice:

—¿Desea algo el señor?

Siento tentaciones de irme inmediatamente.

—¿Desea algo el señor? —vuelve a preguntar.

Lo dejo. Le miro. Era demasiado tarde. Era demasiado tarde para todo.

—Creo que mi madre ha reservado unas habitaciones para este fin de semana. A nombre de Denton.

—Denton, muy bien —dice el empleado, mirándome dubitativo antes de comprobar el registro. Bajo la vista, confuso, luego vuelvo a mirar al empleado.

—Sí, Denton. Tres días. Dos habitaciones, ¿verdad? —pregunta.

—Eso creo.

—Haga el favor de firmar aquí. —Y me da algo.

Pongo la dirección de Camden aunque no sé por qué. Todavía tengo las manos húmedas. Manchan la cartulina.

—¿Pagará su madre en efectivo o con Visa, Mr. Denton? —pregunta el empleado.

Podría haber pagado yo con mi American Express, pero ¿por qué demonios iba a hacer eso? Sería una estupidez; todo este asunto era una estupidez.

—Con Visa, supongo.

—Perfectamente, Mr. Denton.

—Supongo que los demás vendrán después. Y no me llame míster Denton. Me llamo Paul.

—De acuerdo, Mr. Denton. ¿Es ése todo su equipaje?

Estaba allí de pie, mojado, con la vida destrozada. Todo había terminado con Sean. Otro que muerde el polvo.

—¿Es todo, señor? —insistió el empleado.

—¿Cómo? —dije parpadeando.

—Haré que se lo suban ahora mismo —dijo.

Ni siquiera le había oído. Me limité a decir «Gracias» y me desabroché el abrigo y alguien me dio una llave y entre nubes me dirigí a un ascensor y apreté el botón del noveno piso. No, alguien lo apretó por mí y una persona me precedió por el pasillo ayudándome a encontrar las dos habitaciones.

Estuve tumbado en la cama mucho rato antes de decidirme a levantarme. Abrí las puertas que comunicaban las dos suites y calculé cuál era la mejor habitación. Me tumbé en una de las camas de matrimonio de la otra y decidí que la primera era más cómoda. Miré la otra cama de matrimonio donde dormiría Richard. Me pregunté si seguiríamos haciendo el tonto, pues habíamos ido juntos al instituto, allá en Chicago. Y yo casi voy a Sarah Lawrence por culpa suya. El casi va a Camden, pero después desistió y me dijo:

—No hay modo de que vaya a New Hampshire.

—Prefiero ir al college en Las Vegas que en Bronxville.

Decididamente Richard era muy guapo, pero estar juntos era una mala idea y, aparte de lo de Sean, el inconveniente principal para venir a Boston. Encendí la tele y volví a tumbarme y luego me duché, el teléfono sonaba, no lo descolgué, me vestí, vi más tele, fumé más pitillos, esperé.

LAUREN Estoy soñando con Victor. En el sueño estoy instalada en Camden. Gente del college se pelea en una playa. Judy está de pie junto a la orilla. El mar a veces es blanco, a veces rojo, a veces negro. Cuando le pregunto dónde está Victor, ella dice:

—Ha muerto.

Me despierto. No sé por qué. Una mañana de lo más normal. Durante un largo y doloroso momento, entre el punto en que tuve la pesadilla y el momento en que, por suerte, la he olvidado, me quedo allí tumbada, pensando en Victor.

Miro el cuarto. Franklin se ha ido. Las cosas que me rodean me deprimen, parecen definir mi lastimosa existencia. Todo es tan aburrido: la máquina de escribir: sin cinta; mi caballete: sin lienzo; mí estantería: sin libros; un cheque de mi padre; un pasaje de avión para St. Tropez que alguien me metió en el buzón; una circular diciendo que el fin de semana con los padres ha sido cancelado; los nuevos poemas que escribo, arrugados junto a la cama; el nuevo relato que me ha dejado Franklin titulado «Saturno tiene ojos»; la botella de vino tinto medio vacía (la compró Franklin; Jordan, demasiado dulce) que nos bebimos la noche pasada; los ceniceros; los pitillos en los ceniceros; la cinta de Bob Marley desenrollada. Todo eso me deprime inmensamente. Trato de volver a la pesadilla. No puedo. Miro las botellas de vino que hay en el suelo, el paquete de Gauloises vacío (Franklin fuma de esos; vaya presumido). No consigo decidir si coger el vino o los pitillos o poner la radio. Completamente confusa salgo al descansillo. Desde la sala de estar de abajo llega un reggae, tum tum. Se supone que la luz debiera estar apagada, pero entonces me doy cuenta de que son las cuatro y media de la tarde.

Vamos a dejarlo, Franklin. Se lo dije la noche pasada antes de acostarnos.

—¿Estás colocada? —preguntó.

—No tiene sentido que sigamos —dije. Y luego, sexo.

PAUL Estaba pensando en ducharme otra vez, peinarme con el moldeador o llamar a Sean o masturbarme o hacer cualquier cosa, cuando oí que alguien trataba de entrar en la habitación. Me acerqué a la puerta y oí a mi madre y a Mrs. Jared que charlaban de algo.

—Oh, Mimi, ayúdame con esta maldita cerradura. —Era mi madre protestando.

—Dios mío, Eve —oí la voz gimoteante de Mrs. Jared—. ¿Dónde está el botones?

Corrí a la cama y me tumbé en ella y coloqué una almohada debajo de mi cabeza tratando de aparentar naturalidad. Me encontraba ridículo y me levanté.

—Maldita sea, Mimi, no es esta llave. Prueba en la otra habitación —oí una queja ahogada.

Mi madre llamó a la puerta, diciendo:

—Paul, Paul, ¿estás ahí?

No sabía si contestar o no, luego comprendí que mejor que sí y dije:

—¿Quién es?

—Soy tu madre, por el amor de Dios —dijo ella, con voz enfadada—. ¿Quién te creías que era?

—¡Hola! —dije yo.

—¿Puedes ayudarme a abrir esta puerta? —me rogó.

Me dirigí a la puerta y giré el picaporte, intentando abrirla, pero mi madre la había atascado y la había cerrado con llave por fuera.

—¿Madre? —Tranquilo, tranquilo.

—Dime, Paul.

—La has cerrado tú con llave.

Pausa.

—¿Yo?

—Sí.

—Pues vaya por Dios.

—¿Por qué no la abres? —sugerí.

—Oh. —Hubo un silencio—. Mimi, ven aquí. Mi hijo dice que tengo que abrir la puerta.

—¡Hola, Paul, querido! —dijo Mrs. Jared desde el otro lado de la puerta.

—¡Hola, Mrs. Jared! —dije yo.

—Al parecer esta puerta está cerrada con llave —comentó ella.

Volví a tirar pero la puerta no se abrió.

—¿Madre?

—Dime, querido.

—¿Tienes metida la llave en la cerradura?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Por qué no la haces girar hacia, bueno… digamos que hacia la izquierda? ¿Entendido?

—¿Hacia la izquierda?

—¿Por qué no?

—Inténtalo, Eve —la instó Mrs. Jared.

Dejé de tirar de la puerta. Hubo un clic. La puerta se abrió.

—¡Querido! —gritó mi madre, que parecía fuera de sí, acercándoseme con los brazos estirados. Estaba guapa, la verdad. Puede que demasiado maquillada, pero más delgada, y vestida de punta en blanco; el sonido de sus joyas llenó la habitación, pero todo resultaba elegante, nada hortera. El pelo, moreno, lo tenía más oscuro de lo que recordaba; también más corto, lo que la hacía parecer mucho más joven. O puede que fuera la operación de los ojos que le hicieron el verano pasado, antes de irnos a Europa, lo que me daba esa impresión.

—¡Madre! —dije, todavía sin moverme.

Me abrazó y dijo:

—Hace tanto tiempo, querido —dijo ella.

—¿Cinco semanas?

—Eso es mucho tiempo, querido —dijo ella.

—No tanto.

—Saluda a Mrs. Jared —dijo.

—Oh, Paul, estás muy guapo —dijo Mrs. Jared, y me abrazó también.

—Mrs. Jared —dije.

—Estamos tan orgullosos de ti.

—Estás tan guapo —dijo mi madre, dirigiéndose a la ventana y abriéndola, para que saliera el humo del tabaco.

—Y tan alto —dijo Mrs. Jared. Sí, y me he follado a tu hijo, pensaba yo.

Me senté en la cama, conteniéndome para no encender otro pitillo, y crucé las piernas.

Mi madre corrió al cuarto de baño y se puso a arreglarse el pelo.

Mrs. Jared se quitó los zapatos y se sentó enfrente de mí y me preguntó:

—Dime, Paul, ¿por qué siempre vistes de negro?

STUART Después de cenar y de una ducha, vinieron unos amigos con vino y nos dedicamos a teñirnos el pelo. Mientras monopolizaban el cuarto de baño y se lavaban la cabeza en los lavabos, crucé el vestíbulo hasta el cuarto de Paul Denton. Me quedé allí largo rato, demasiado nervioso para llamar: Leí las notas que le habían dejado en la puerta; luego pasé la mano por ella. Iba a invitarle a que viniera y estaba lo bastante pasado como para atreverme a hacerlo. Llamé suavemente al principio, y como no hubo respuesta, llamé con más fuerza. Como nadie abrió la puerta me alejé, confuso y aliviado. Me dije que hablaría con él en la fiesta, por la noche; entonces sería cuando pondría en marcha mi plan. Volví a mi cuarto y Dennis estaba sentado en mi cama. Tenía el pelo mojado y recién teñido de rojo y estaba hojeando el último Voice y había puesto mi cinta de Bryan Ferry. Pasé la noche anterior con él. No digo nada. Me dice:

—Paul Denton jamás se acostará contigo.

No digo nada. Me limito a emborracharme más, subo el volumen de la música y me disfrazo para follar.

PAUL —¿Qué tal el vuelo? —les pregunté.

—Oh, sensacional, sensacional —dijo Mrs. Jared—. Tu madre conoció a un médico de North Shore tremendamente atractivo en primera clase, que iba a pasar el fin de semana con los padres en Brown, y ¿sabes lo que hizo tu madre? —Ahora Mrs. Jared sonreía, como una niña traviesa.

—No. —Oh, no me podía esperar.

—Oh, Mimi —se quejó mi madre, saliendo del cuarto de baño.

—Le dijo que era soltera —exclamó Mrs. Jared, y se levantó y ocupó el puesto de mi madre en el cuarto de baño y cerró la puerta.

No debíamos estar en silencio, así que mi madre me preguntó:

—¿Te ha contado lo del coche?

—Sí. —Oía mear a Mrs. Jared. Avergonzado, subí la voz—. Sí, sí, creo que ya me contaste lo del coche.

—De lo más típico. Iba a ver al doctor Vanderpoll y luego fuimos a cenar a The 95th y…

—Espera. ¿Quién es el doctor Vanderpool? ¿Un psiquiatra? —pregunté.

Se puso a cepillarse el pelo otra vez y preguntó:

—¿Psiquiatra?

—Perdona —dije yo—. ¿Es tu médico?

—Es mi médico. —Mi madre me lanzó una mirada rara.

—Ibas a cenar con él —recordé.

—Sí —dijo ella. Le había estropeado la historia. Se quedó allí de pie, desafiante.

—Yo creía que había sido en Neiman’s —dije, divertido, pero, mierda, ¿qué coño importa?

—No. ¿Por qué? —preguntó, sin dejar de cepillarse el pelo.

—Olvídalo. No me acordaba de que ya no me deben divertir esas cosas. Lo que quiero decir es que sólo he estado fuera, ¿cuánto?, ¿tres años? —Se oyó la cisterna y titubeé, volviendo a mirar la tele, haciendo como si Mrs. Jared ni siquiera hubiese hecho pis.

—Verás… —Mi madre me miraba como si yo fuera un ser espantoso; un auténtico monstruo.

—Sigue —la apremié—. Sigue.

—Verás —continuó—. Salí de su consulta y el coche no estaba. Había desaparecido. ¿No es increíble? —me preguntaba.

—De lo más típico —dije. Sólo pretendía que no se enfadase y las cosas fueran bien.

—Sí. —Dejó de cepillarse el pelo, pero siguió mirándose al espejo.

Los botones trajeron las maletas; las ocho. Perfecto. Claro, para un fin de semana en Boston, ocho maletas para dos personas, perfecto. Las cuatro maletas de Louis Vuitton eran de mi madre, y las cuatro de Gucci, de Mrs. Jared.

—¿Qué tal en el college? —preguntó mi madre después de darles propina a los botones (que no eran sexy, en contra de las alusiones de Mrs. Jared al respecto).

—Bien —dije yo.

—¿Y las clases? ¿Qué tal las clases?

—Perfectamente.

—¿Qué curso estás siguiendo? —preguntó.

Debo de habérselo dicho, haberle dado una lista por teléfono por lo menos cinco veces.

—¿Los cursos? Bueno, interpretación, improvisación, escenografía, arte dramático.

—¿Cómo está ese amigo tuyo tan encantador? ¿Michael? ¿Monty? ¿Cómo se llama? —preguntó, abriendo la cremallera de una de las maletas y mirando dentro.

Era increíble que dijera eso. Sabía perfectamente su maldito nombre, pero no quería enfadarme, así que me tumbé y dije el nombre en un suspiro.

—Mitchell. Se llama Mitchell.

—Sí. Mitchell. Eso es.

—¿Que cómo está? —pregunté.

—Sí.

—Bien —empecé a preguntarme de nuevo por Sean. Sean en la fiesta. Sean follando con alguien. ¿Con quién? ¿Con esa chica que le deja cartas en el buzón? Pero… ¿y si se acuesta con Raymond o Harry o Donald? ¿Qué hago yo aquí?

—¿Cuándo llegará Richard? —pregunté cambiando de tema.

—No lo sé —susurró mi madre, súbitamente interesada—, ¿Mimi?

—Supongo que hacia las seis —dijo Mrs. Jared—. Le dije que teníamos reservada mesa abajo a las nueve, así que ya sabe cuándo tiene que llegar.

¿Qué estoy haciendo aquí? Mi madre no quiere hablar de nada conmigo. Sólo es un pretexto para hacerme venir y quejarse del modo en que me visto y como y fumo y vivo y sólo Dios sabe qué más. Mi madre y Mrs. Jared se instalan en la otra habitación.

—Os dejaremos esta habitación para que podáis hablar y lo que sea…

Suena a amenaza y sospecha. ¿Qué estoy haciendo aquí? Miro el ejemplar de El manantial encima del televisor. ¿Un recuerdo de Michael? ¿De Monty? Miro los dibujos animados. Mi madre y Mrs. Jared se reparten un Seconal o algo así y empiezan a preocuparse por lo que se van a poner esta noche. Sigo viendo dibujos animados y me pongo a insultar a Sean y llamo al servicio de habitaciones. Decido emborracharme enseguida.

SEAN Después de emborracharme esta tarde fui en busca de Lauren, a la hora de cenar. No estaba. Pregunto por ella a Getch y a Tony y a Tim y me preparo para ir a Wooley. La busco después de ponerme la toga. (Como estoy en el comité organizador tengo que llevar una toga pero me pongo la cazadora de cuero por encima). Incluso fui a buscarla a su cuarto y crucé el campus a oscuras, tratando de recordar en qué edificio vivía. Pero hacía demasiado frío, así que dejé de buscar y estuve viendo la televisión en el Área Común, y bebí una cerveza. No sabía lo que le iba a decir una vez que la encontrara. Lo único que quería era verla. Y pensando en ella en ese plan, después de buscarla por todo el campus, volví a mi cuarto y me hice una paja, pensando en ella. Fue algo completamente espontáneo, algo que no pude evitar. Era como seguir a una chica guapa por la calle, una chica a la que no puedes dejar de mirar, a la que no puedes evitar silbar, que te excita. Eso sentía hacia Lauren, con la toga levantada, tocándome febrilmente en la oscuridad. ¿Cómo es?, pensaba. Las preguntas me desfilaban por la cabeza: ¿enloquece en la cama?, ¿se corre con facilidad?, ¿le gusta el sexo oral?, ¿le importa que un chico se le corra en la boca? Entonces comprendí que no iría a la cama con una chica si ella no quería. Yo tampoco me iría a la cama con una chica sí ella no podía o no quería tener un orgasmo porque entonces, ¿de qué servía? Si no consigues que una chica se corra, ¿para qué molestarte? Eso siempre me pareció como hacer preguntas en una carta.