Dos
LA segunda semana de vida de la tienda resultó igual de prometedora que la primera. Lauren estaba pensando si serían capaces de mantener aquel ritmo cuando entró un fotógrafo que trabajaba por su cuenta a intentar vender su mercancía. Era un hombre joven, no aparentaba más de veinticinco años y sus fotos eran buenas. También buscaba un trabajo de media jornada que lo ayudara a pagar los costes de su material y equipo. Lauren lo contrató en el acto, y ni Beth ni ella lamentaron la decisión. Ahora podían tomarse una hora libre de vez en cuando, aunque por separado, para ocuparse de papeleos, salir a comer o de compras por Boston.
Una de esas veces, una semana después de que entrara a trabajar Jamie, Lauren regresó a la tienda con un suéter nuevo en una bolsa y cierta palidez en la cara. Beth la siguió a la trastienda.
—¿Estás bien? —preguntó.
Lauren dejó la bolsa en una mesa y se dejó caer en la silla.
—Creo que sí. No te vas a creer lo que me ha pasado. He comprado este suéter y volvía andando por Newbury Street cuando un coche ha perdido el control y se ha metido en la acera. Yo iba soñando, me sentía en la cima del mundo, me iba mirando en los escaparates. Iba tan despistada que no me fijaba en lo que ocurría a mi alrededor. De no ser por una mujer que me ha dado un empujón, sólo Dios sabe lo que podría haber pasado.
—No pienses en ello. Estás a salvo y eso es lo que importa. ¿El conductor iba borracho?
—Ni idea. Recuperó el control del coche y siguió su camino. Ni siquiera se molestó en parar a ver si había alguien herido.
—Bastardo.
—Sí.
—Es una pena que fuera una mujer la que te empujó.
—¿Por qué?
—Imagina lo romántico que habría sido que te salvara la vida un desconocido alto y guapo. Y tú te desmayabas en sus brazos y él te sostenía con gentileza contra su pecho duro como una roca mientras miraba atontado tu hermoso rostro.
Lauren levantó los ojos al cielo.
—Oh, Dios mío.
Beth movió un dedo ante ella.
—Algún día puede ocurrir. Los milagros son así.
—¿Ésta es la misma mujer que no hace tanto hablaba de la liberación femenina? —preguntó Lauren a la pared.
Beth le puso una mano en el hombro.
—¿De verdad estás bien? ¿Quieres tomar algo frío?
Lauren respiró hondo y negó con la cabeza.
—Estoy bien. Me he puesto a temblar después de que hubiera pasado todo, cuando he echado a andar de nuevo. Pero ya estoy mejor. Me gustaría volver al trabajo; así pensaré en otras cosas.
Hizo lo que decía y, cuando llegó por la tarde a Lincoln, casi había olvidado el incidente. Al día siguiente estaba ya plenamente sumida en un montón de actividades más importantes e inmediatas relativas a la tienda.
Esa noche fue a casa, se cambió la camiseta y los tejanos y se preparó la cena, siguiendo estrictamente el régimen que le había elaborado Richard Bowen. A veces le costaba esfuerzo, ya que le daba la impresión de comer mucho, pero había ganado dos de los tres kilos que le recetara el médico y tenía que admitir que le sentaban bien.
Con la cantidad de tiempo que le ocupaba la tienda, no tenía muchas ocasiones de ponerse a pensar en la renovación de la granja. Esa noche fue de habitación en habitación con papel y bolígrafo haciendo una lista de lo que quería cambiar. El agente inmobiliario que le vendió la casa le había dado los nombres de un constructor, un carpintero, un electricista y un fontanero de la zona. Y aunque no estaba dispuesta a contratar a ninguno sin investigarlos más, quería saber lo que buscaba antes de fijar los encuentros preliminares.
Después de una hora de tomar notas, dejó el bolígrafo y el papel y salió al porche delantero. La noche estaba clara, la luna creciente brillaba en el cielo cuajado de estrellas. Bajó a la hierba en un impulso y caminó unos pasos; levantó la cabeza y buscó una estrella concreta a la que pedirle un deseo.
Pero ¿qué podía desear cuando la vida se portaba ya tan bien? Estaba completamente sana por primera vez en muchos años. Tenía una imagen nueva que adoraba. Un negocio nuevo, que de momento parecía tener éxito. Una casa propia con potencial suficiente para mantenerla contenta durante mucho, mucho tiempo.
¿Qué desear entonces? Quizá un hombre. Tal vez niños. Con el tiempo.
Bajó la cabeza y echó a andar despacio hacia la casa. Un sonido atrajo su atención. Se detuvo con el ceño fruncido. Era un sonido de la naturaleza, pero raro. Claramente hostil.
Volvió a oírlo y se giró con rapidez. Un gruñido bajo. Inclinó la cabeza en dirección a los árboles cercanos y achicó los ojos para ver mejor al animal que avanzaba hacia ella. Era un perro. Respiró aliviada. Seguramente sería de los vecinos.
Se llevó una mano al corazón, que le latía con fuerza, y habló en voz alta.
—Me has asustado, perro. ¿Crees que ése es modo de saludar a una vecina?
Dio un paso hacia el animal, pero éste le enseñó los dientes y lanzó un gruñido de advertencia. Lauren tendió las manos con las palmas hacia arriba y dijo con suavidad:
—No te haré daño —bajó una mano—. Vamos, huele.
En lugar de acercarse, el animal gruñó una vez más, y se agachó como si fuera a lanzarse al ataque.
—Eh, no te enfades —apenas había terminado de hablar cuando el perro se lanzó sobre ella y la tiró al suelo. Lauren se abrazó el cuerpo para protegerse y comenzó a patear con fuerza. El perro se retiró con la misma rapidez con que había aparecido; galopó hacia los árboles y desapareció en la espesura.
La joven se sentó temblorosa. Como no quería arriesgarse a otro encuentro con el animal, se puso en pie tambaleante y corrió hasta la casa.
Una vez dentro, se apoyó en la puerta, cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Cuando hubo conseguido dominar el temblor, empezó a sentir rabia. De no haber sido tan tarde, habría llamado a los Young, los vecinos de cuyo lado había salido el perro. Aunque por otra parte, quizá era mejor que no pudiera llamar a aquella hora. Con lo furiosa que estaba en ese momento, tal vez dijera algo que lamentaría más tarde. Sólo había visto una vez a Carol Young y no quería hacerse enemiga suya. Era mejor darse tiempo para calmarse y llamar al día siguiente.
Al día siguiente llamó desde el trabajo, y se sintió aliviada cuando fue Carol la que contestó.
—Soy Lauren Stevenson. Nos vimos hace unas semanas, cuando me mudé a la casa de al lado.
—Claro que sí. Me alegro de oírte. ¿Cómo te va?
—Bien... Espero no interrumpir nada.
—No seas tonta. Uno de los lujos de trabajar en casa desde el ordenador es que puedo tomarme un respiro siempre que quiero. Los chicos están pasando una semana en Maryland con sus abuelos, así que tengo más tiempo libre. ¿Qué tal la casa?
—Sigue igual. Tengo tanto trabajo en la tienda que aún no he podido hablar con los obreros para que empiecen a arreglarla. Pero no te llamo por eso —eligió sus palabras con cuidado; quería mostrarse tan diplomática como fuera posible—. Anoche me di un gran susto. Salí de casa sobre las once y me atacó un perro.
—¿Te atacó? ¿Estás bien?
—Sí. Saltó sobre mí, me enseñó los dientes y gruñó con fiereza, pero salió corriendo sin llegar a hacerme daño.
—¡Dios mío! ¡No sabía que había perros salvajes por aquí!
—Entonces... ¿no es vuestro?
—Claro que no. ¿Era eso lo que creías?
—Salió de entre los árboles de vuestro lado. Perdona... supuse...
—Tenías que habernos llamado anoche. Podríamos haberte ayudado a localizarlo. ¿Qué aspecto tenía?
—Grande y oscuro. Pelo corto. Tal vez un dóberman, pero estaba muy oscuro para ver su color exacto, y además, yo tenía mucho miedo para notar gran cosa.
—¡Pobrecita! Yo también me habría asustado —Carol hizo una pausa—. Que yo sepa, en el barrio nadie tiene un perro así, y desde luego, ninguno que pueda atacar a una persona. Pero a veces llegan animales vagabundos a la zona. Quizá deberías llamar a la policía.
Lauren se mostraba reacia a aquella idea. Como recién llegada a la zona, no quería empezar su estancia creando problemas.
—No creo que sea necesario. Con saber que el perro no pertenece a ningún vecino me siento mejor. Seguramente será un animal de vigilancia que escapó y se perdió. Y la verdad es que no llegó a hacerme nada aparte del susto.
—Escucha, estaré atenta por si veo algo y lo comentaré con otros vecinos. Pero si vuelves a verlo, deberías denunciarlo. No hay derecho a que tenga que darte miedo pasear por tu casa.
Lauren suspiró.
—En el futuro estaré en guardia. Gracias, Carol. Me has ayudado.
—¡Ojalá pudiera hacer más! Avísame si surge algo, ¿vale?
—Vale.
Beth, que estaba apoyada en la puerta, se enderezó cuando Lauren colgó el teléfono.
—¿Un perro? Primero un coche y ahora un perro. La nueva tú parece atraer elementos muy raros.
—Adelante, ríete a mi costa.
—No me río —Beth se frotó las manos en ademán dramático—. Quizá alguien va por ti. Alguien que vivió en esa granja hace un siglo y cuyo fantasma no descansará en paz hasta que regrese su dueño de pleno derecho.
—Beth...
La otra joven levantó una mano.
—No, escucha. Supón por un momento que el fantasma está decidido a echarte de la ciudad y planea todo tipo de accidentes para asustarte.
—¡Beth!
—Y entonces llega un chico guapísimo que tiene un arma secreta con la que puede atrapar fantasmas y reducirlos a trozos de tela.
Lauren se recostó en la silla, incapaz de reprimir una sonrisa.
—¿Has terminado?
—Oh, no. Lo mejor viene cuando el fantasma es una tela y el hombre guapo y tú os enamoráis y vivís felices para siempre.
—¿Por qué no estás trabajando?
—Porque está Jamie.
—Creo que deberías hacerlo tú —Lauren se levantó—. Y yo también —apretó el brazo de su amiga al pasar y salió a la parte frontal de la tienda.
Varios días más tarde, pensó que tenía que hacer algo para empezar los trabajos en la casa. La puerta del garaje cayó inesperadamente al suelo cuando ella se hallaba a pocos centímetros de ella. Lo irónico era que, si el garaje hubiera sido tan viejo como la granja, sus puertas se habrían abierto desde el centro hacia los lados, y ella no habría corrido peligro de fracturarse el cráneo. Pero el garaje se había construido veinticinco años antes. Aunque, al parecer, los últimos dueños lo habían descuidado tanto como la casa.
Hizo varias llamadas para fijar citas con los hombres que le habían recomendado. Ninguno la impresionó por teléfono, pero supuso que no perdía nada por conocerlos antes de buscar otros. Quería que su casa quedara perfecta, y estaba dispuesta a pagar por ello.
Con eso en mente, se sentó en el suelo de la sala y utilizó la mesita de café como escritorio para anotar pedidos para el enmarcador. Pero estaba distraída. Paraba repetidamente el bolígrafo y la mirada se le iba a la ventana. Fuera estaba muy oscuro y ella estaba sola. Cualquiera podía mirar desde fuera y observarla.
Maldijo a Beth por su fantasiosa imaginación y a ella misma por dejarse impresionar y volvió a su trabajo. Pero aquella noche se durmió pensando si los fantasmas de cien años podían sabotear puertas de garajes de veinticinco años.
Lauren lo vio por primera vez al día siguiente en torno a mediodía. Retiraba del escaparate de la tienda un cuadro enmarcado que habían comprado esa mañana, cuando sus ojos se posaron en un banco situado fuera. Él estaba sentado en él y la miraba.
La joven sonrió y apartó rápidamente la vista, colgó otro cuadro y se refugió en el interior de la tienda.
Quince minutos después, se asomó al escaparate y vio que no se había movido. Tenía un brazo sobre el respaldo del banco, una pierna cruzada sobre la otra y parecía estar mirando pasar a la gente... pero su mirada entró de nuevo por el escaparate.
Lauren apartó de nuevo la vista, y esa vez se preguntó por qué. No tenía nada de raro que un hombre se sentara en un banco en el mercado; lo hacía mucha gente. Y aquel hombre, que llevaba camisa a cuadros de manga corta, téjanos y deportivas, parecía un comprador típico. Se podía suponer que estaba disfrutando del ambiente o esperando a alguien. O simplemente, descansando los pies. Y no tenía nada de raro que mirara la tienda, ya que le quedaba justo enfrente.
Sonó el teléfono y era un proveedor al que ella había intentado localizar antes; en la siguiente hora y media estuvo ocupada con los clientes. Casi se olvidó del hombre hasta que salió a comprar sellos, e incluso entonces la sorprendió pensar de nuevo en él.
No estaba a la vista.
Aquella noche en su casa estuvo más nerviosa que de costumbre. No sabía por qué, y a falta de una excusa mejor, lo achacó a las dos tazas de café que había tomado aquella tarde.
Miró a su alrededor en la cocina con aire crítico mientras calentaba el pescado en salsa que había comprado ya preparado en un restaurante. Quería montar aquella estancia en blanco... armarios blancos con bordes blanco ceniza, cocina y frigorífico blanco baldosas blancas en el suelo. En las paredes pondría papel pintado azul pálido y colgaría litografías. Tal vez pusiera cortinas de un azul más intenso. En principio no había pensado colgar nada en las ventanas, pero se le ocurrió que podía ser bueno para buscar intimidad en momentos como ése en los que la noche se cargaba de misterio.
Estaba nerviosa. Demasiado café. Eso era todo.
El hombre volvió a la mañana siguiente. Llevaba una camisa polo blanca con los vaqueros y volvió a sentarse en el banco, esa vez con las piernas estiradas delante.
—Increíble, ¿verdad? —comentó Beth, situándose al lado de su amiga.
—¿Quién?
—Ese hombre al que miras. ¿Has visto alguna vez un pelo tan soberbio? —era castaño claro brillante, espeso y más bien largo.
—No.
—¿Y unas piernas tan largas?
—No.
—Me pregunto quién será.
—No lo sé.
—Seguramente un turista más. ¿Por qué todos los buenos siempre están de paso?
—Éste estaba aquí ayer.
—¿Qué?
Lauren parpadeó y movió la mirada desde el hombre hasta su amiga. Se secó las manos sudorosas en su falda verde de lino con aire ausente.
—Ayer lo vi aquí.
Beth abrió mucho los ojos.
—¿De verdad? ¿Crees que nos está esperando?
—Vamos, Beth. ¿Por qué nos iba a estar esperando a nosotras?
—A lo mejor ha oído que dos mujeres maravillosas tenían esta tienda y ha venido a investigar.
—Si tuviera agallas, entraría.
—Si las tuviéramos nosotras, saldríamos.
—Pero al parecer no las tenemos ninguno, así que no pasa nada.
El hombre se levantó y echó a andar.
—Se acabó —musitó Lauren, que no sabía si sentirse aliviada o decepcionada. Había algo fascinante en aquel hombre, no sólo sus piernas y su pelo, sino también cierta fuerza. Se preguntó si alguna vez habría tenido un perro negro que gruñía. Luego dejó de pensar en él, hasta que volvió a verlo aquella tarde.
Al principio pasó despacio por delante de la tienda sin dirigirle ni una mirada. Unos minutos después volvió en dirección contraria, y esa vez se detuvo cerca de la puerta antes de dirigirse al banco. Cuando Lauren lo vio sentarse en él, inclinado hacia delante, con las rodillas abiertas y las manos apretadas entre ellas, no pudo evitar sentir aprensión. Había algo sospechoso en su modo de mirar la tienda.
—¿Quién es ese hombre? —le susurró a Beth, que levantó la vista del pedido que estaba rellenando para seguir su mirada.
—Ha vuelto, ¿eh? —siguió escribiendo—. Un poco duro para mi gusto. Puedes quedártelo.
—Yo no lo quiero —gruñó Lauren—, pero me gustaría saber por qué lleva dos días seguidos por aquí.
—¿Por qué no vas y se lo preguntas? —murmuró Beth.
—No puedo hacer eso. Seguramente tenga un buen motivo para estar ahí y yo me sentiré estúpida.
—Entonces deja de preocuparte. Seguro que es inofensivo.
Lauren no estaba tan segura, pero se concentró en atender a un cliente que le pedía consejo sobre el mejor marco para una litografía.
Cuando se acercó la hora de cerrar, estaba cansada. Entró en la trastienda a terminar unos papeles antes de irse.
—¿Lauren? —preguntó Beth en tono urgente—. Pregunta por ti.
—¿Quién?
—Él. El hombre del banco.
Lauren dejó el bolígrafo.
—¿Pregunta por mí?
—Ha dicho tu nombre.
—Pero ¿cómo sabe...? ¿Dónde está?
—En la tienda —Beth hizo un gesto de urgencia con la mano.
—Ya voy, ya voy —murmuró Lauren, nerviosa.
Se puso en pie, se alisó el suéter de algodón color marfil sobre la falda y enderezó los hombros. Después salió despacio a su encuentro.