2 LOSCOPISTAS DE LOS PRIMEROS ESCRITOS CRISTIANOS

Como vimos en el capítulo anterior, el cristianismo fue, desde su comienzo mismo, una religión literaria, en la que libros de todo tipo desempeñaban un papel central en la vida y la fe de las florecientes comunidades de fieles del mundo mediterráneo. ¿Cómo se puso en circulación y se distribuyó esa literatura cristiana? La respuesta, por supuesto, es que para que un libro tuviera una amplia difusión, tenía que copiarse.

LA COPIA DE LIBROS EN EL MUNDO GRECORROMANO

El único modo de copiar un libro en el mundo antiguo era hacerlo a mano, letra por letra y palabra por palabra. Éste era un proceso lento y arduo que exigía mucho cuidado, pero no existía alternativa alguna. Habituados a ver aparecer múltiples ejemplares de un título en los anaqueles de las principales librerías de todo el país apenas días después de su publicación, en la actualidad simplemente damos por sentado que una copia de El código Da Vinci es exactamente igual que cualquier otro ejemplar del libro. No importa qué copia elijamos, ninguna de las palabras de la novela cambiará de una a otra. En el mundo antiguo la situación era muy diferente, y así como los libros no podían distribuirse de forma masiva con facilidad (no había camiones ni aviones ni ferrocarriles), tampoco se los podía producir en masa (no había imprentas). Dado que tenían que copiarse a mano, uno a uno, con lentitud y esmero, de la mayoría de los libros no se realizaban copias en serie. De los pocos que se producían múltiples copias, no todas éstas eran iguales, pues era inevitable que los escribas que se encargaban de reproducir el texto introdujeran cambios en él y alteraran las palabras del original, ya fuera por accidente (un lapsus u otro descuido) o por decisión (cuando de manera intencionada modificaban las palabras que copiaban). Cualquiera que leyera un libro en la Antigüedad nunca podía estar completamente seguro de que lo que estaba leyendo era lo que el autor había escrito. Las palabras podían haber sido alteradas, aunque sólo fuera mínimamente.

En nuestros días, un editor hace llegar su libro al público enviando determinado número de copias a las librerías. En el mundo antiguo, antes de que los libros pudieran producirse de forma masiva y aparecieran las casas editoriales y las librerías, las cosas eran diferentes. 1 Por lo general, el autor que escribía un libro tenía un grupo de amigos que lo leía o que escuchaba su lectura en voz alta. Esto le daba alguna oportunidad de editar los contenidos del texto. Luego, cuando el autor había terminado su obra, encargaba que se hicieran copias para unos pocos amigos o conocidos. Ésta, digamos, era la publicación, el momento en que el libro dejaba de estar bajo control exclusivo de su autor y pasaba a estar en manos de otros. Si éstos querían copias adicionales del texto, para otros miembros de la familia o sus amigos, tenían que mandar hacerlas, bien fuera a un escriba local, que se ganaba la vida realizando este tipo de trabajo, o a un esclavo instruido, que se encargaba de copiar textos como parte de las labores domésticas.

Hoy sabemos que este proceso podía ser lento hasta la exasperación y tremendamente inexacto, por lo que las copias producidas de tal modo en ocasiones terminaban siendo bastante diferentes de los originales. Algunos escritores de la Antigüedad nos dejaron su propio testimonio sobre esta experiencia, y me gustaría mencionar a continuación un par de llamativos ejemplos del siglo I e. c. En un célebre ensayo sobre el problema de la ira, Séneca, el filósofo romano, señala que existe una diferencia entre la ira dirigida a lo que nos ha causado daño y la ira dirigida a lo que no puede herimos. Para ilustrar esta última categoría, el pensador menciona «ciertas cosas íntimas, como los manuscritos que tiramos porque han sido escritos con letra demasiado pequeña o que destrozamos por estar repletos de errores». 2 Leer un texto plagado de «erratas» (es decir, equivocaciones del copista) debía de ser una experiencia frustrante, suficiente para sacar de quicio al lector.

Un ejemplo cómico nos lo proporcionan los epigramas de Marcial, un agudo poeta romano que en una de sus composiciones hace saber a su lector:

Si algo te parece en estas páginas, lector, o muy oscuro o poco latino, el error no es mío; lo ha tergiversado el copista con las prisas por cargar versos a tu cuenta. Pero si crees que no es él, sino yo, quien ha caído en falta, entonces yo creeré que tú no tienes ni pizca de inteligencia. «Pero esos versos son malos.» ¡Como si yo negara lo evidente! Estos son malos, pero tú no los haces mejores. 3

La copia manual de los textos facilitaba el que se cometieran errores, un problema del que la Antigüedad era muy consciente.

LAS COPIAS EN LOS PRIMEROS CÍRCULOS CRISTIANOS

Los primeros textos cristianos contienen cierto número de referencias a la copia de libros. 4 Una de las más interesantes la encontramos en un texto de principios del siglo II que fue muy popular entre los cristianos hasta el siglo IV, el llamado Pastor de Hermas. Este libro se leyó muchísimo y algunos fieles creían que se lo debía considerar parte del canon de las Escrituras. De hecho, se lo incluye entre los libros del Nuevo Testamento en uno de los manuscritos más antiguos que se conservan, el famoso Codex Sinaiticus, del siglo IV. En el libro, un profeta cristiano llamado Hermas recibe una serie de revelaciones, algunas de ellas relacionadas con el porvenir y otras con la vida personal y comunitaria de los cristianos de la época. En uno de los primeros episodios del texto (se trata de un libro largo, más extenso que cualquiera de los libros que finalmente serían aceptados como parte del Nuevo Testamento), Hermas tiene una visión de una mujer vieja, una especie de figura angélica que simboliza a la Iglesia cristiana, que lee en voz alta un pequeño libro. La mujer le pregunta a Hermas si puede comunicar lo que ha oído a sus compañeros en la fe, pero éste le responde que es incapaz de recordar todo lo que ella ha leído y le pide que le preste el libro para «hacer una copia». La mujer se lo entrega, y a continuación Hermas cuenta:

Lo tomé y me retiré a otro lugar del campo, donde lo copié en su totalidad, letra por letra, pues no podía distinguir entre las sílabas. Y entonces, cuando hube terminado las letras del libro, de repente me fue arrancado de las manos; pero no conseguí ver quién lo había hecho (Pastor 5.4).

A pesar de que se trataba de un libro breve, el proceso de copiar letra por letra tenía que ser difícil. Cuando Hermas anota que «no podía distinguir entre las sílabas», quizá se refiera a que no era muy hábil como lector, esto es, que no tenía la preparación de un escriba profesional, capaz de leer los textos con fluidez. Uno de los problemas con los textos griegos antiguos (lo que incluye todos los escritos de los primeros cristianos, entre ellos los que conforman el Nuevo Testamento) es que los copistas no empleaban signos de puntuación, no distinguían entre mayúsculas y minúsculas y, lo que para los lectores modernos resulta todavía más extraño, ni siquiera usaban espacios en blanco para separar las palabras. Esta clase de escritura seguida se denomina scriptio continua, y como es obvio dificultaba en muchas ocasiones la lectura de un texto, por no hablar de la comprensión de su contenido. La secuencia godisnowhere tiene dos significados muy distintos en inglés bien se trate de las palabras de un creyente (God is now here , «Dios está aquí ahora») o de un ateo (God ís nowhere, «Dios no está en ninguna parte»); 5 ¿y cómo tendríamos que entender algo como Adelaidanoespía? ¿Se refiere a que Adelaida no es una persona devota, inclinada a la piedad, o bien a que Adelaida no es alguien que se esconda y aceche disimuladamente a los demás?

Cuando Hermas afirma que no podía distinguir entre las sílabas, es evidente que pretende decir que aunque no podía leer el texto de manera fluida sí podía reconocer las letras y, por tanto, copiarlas una por una. Como es obvio, si alguien no sabe qué está leyendo, las posibilidades de cometer errores durante la transcripción se multiplican.

Hermas vuelve a referirse a la copia de textos más adelante, en otro pasaje de su visión. La anciana regresa y le pregunta si ha entregado el libro que copió a los jefes de la Iglesia. A lo que él responde que aún no lo ha hecho. Ella entonces le dice:

Habéis hecho bien, pues tengo algunas palabras que añadir. Cuando haya terminado todas las palabras, los elegidos las conocerán a través de ti. Por tanto, has de escribir dos pequeños libros y enviar uno a Clemente y el otro a Grapte. Clemente lo enviará a las ciudades extranjeras, pues eso es lo que se le ha encomendado. Pero Grapte lo enseñará a las viudas y los huérfanos. Y tú leerás el tuyo en esta ciudad, con los presbíteros que presiden la Iglesia (Pastor 8.3).

Hermas tenía que introducir algunas adiciones al texto que había tardado tanto en copiar y, luego, realizar dos copias más. Una de ellas tenía como destinatario a un individuo llamado Clemente, que quizá fuera la persona a la que otros textos identifican como el tercer obispo de Roma. Y es posible que esto hubiera tenido lugar antes de que éste se convirtiera en jefe de la Iglesia, dado que aquí aparece como un corresponsal extranjero de la comunidad cristiana de Roma. ¿Era acaso una especie de escriba oficial encargado de copiar sus textos? La otra copia estaba dirigida a una mujer llamada Grapte, que quizá fuera también una escriba, tal vez la encargada de realizar copias de los textos para algunos de los miembros de la Iglesia en Roma. El mismo Hermas había de leer su copia del libro a los cristianos de la comunidad (la mayoría de los cuales probablemente carecían de instrucción y, por tanto, no estaban en condiciones de leer el texto por sí mismos), aunque nunca se explica cómo se esperaba que pudieran hacerlo si eran incapaces de distinguir entre una sílaba y otra.

Esto nos permite vislumbrar cómo era en realidad la copia de libros en los comienzos de la Iglesia. La situación debía de ser similar en las diversas comunidades desperdigadas por la región mediterránea, si bien es probable que ninguna otra iglesia fuera tan grande como la de Roma. Unos pocos miembros selectos servían como escribas en cada iglesia. Algunos de ellos eran especialmente hábiles: mientras que Hermas simplemente copia el texto porque, en esta ocasión en particular, se le ha encomendado hacerlo, la difusión de la literatura cristiana parece haber sido una de las tareas a cargo de Clemente. Las copias de los textos que realizaban estos miembros instruidos de la comunidad (algunos más instruidos que otros) se leían luego a toda la congregación.

¿Qué otra cosa podemos decir a propósito de estos escribas en las comunidades cristianas? Aunque no sabemos con exactitud quiénes eran Clemente y Grapte, tenemos información adicional sobre Hermas, que cuenta haber sido esclavo (Pastor 1.1). Es obvio que sabía leer y escribir y que, por tanto, en comparación con otros miembros de la comunidad, había recibido una buena educación. No era uno de los líderes de la congregación romana (no se lo incluye entre los «presbíteros»), pero una tradición posterior asegura que su hermano era un hombre llamado Pío, que llegaría a ser obispo de la Iglesia a mediados del siglo II. 6 De ser cierto esto, es posible entonces que la familia hubiera alcanzado un estatus elevado dentro de la comunidad cristiana a pesar del hecho de que Hermas hubiera sido esclavo en otra época. Dado que sólo quienes contaban con educación podían leer y escribir, y que acceder a tal educación normalmente implicaba contar con el tiempo y el dinero necesarios (a menos que esta formación se hubiera recibido siendo esclavo), todo indica que los primeros escribas cristianos eran los miembros más ricos y mejor instruidos de las comunidades cristianas en las que vivían.

Como hemos anotado, fuera de las comunidades cristianas, en el mundo romano en general, de la copia de textos se encargaban comúnmente escribas profesionales o esclavos alfabetizados a los que se asignaba este trabajo dentro de las tareas domésticas. Esto significa, entre otras cosas, que las personas encargadas de reproducir los textos en el Imperio no eran, por regla general, quienes querían leerlos. Los copistas, normalmente, reproducían los textos para otros. Ahora bien, uno de los hallazgos más importantes realizados en épocas recientes por los expertos que se dedican al estudio de los primeros escribas cristianos es que, en su caso, ocurría precisamente lo contrario. Al parecer, los cristianos que copiaban los textos eran quienes querían leerlos, esto es, los copiaban para su uso personal o comunal o para beneficio de otros miembros de la comunidad. 7 En resumen, quienes copiaban los primeros libros cristianos no eran, en su mayoría, si no en su totalidad, escribas profesionales que se ganaban la vida copiando textos (piénsese en el caso de Hermas); eran, sencillamente, personas instruidas pertenecientes a las congregaciones cristianas que estaban en condiciones de realizar las copias (gracias a su formación) y deseaban hacerlo.

Algunas de estas personas (¿la mayoría?) quizá fueran los líderes de sus respectivas comunidades. Tenemos motivos para pensar que los primeros líderes cristianos se encontraban entre los miembros más ricos de la Iglesia, ya que las comunidades se reunían normalmente en las casas de sus miembros (todo indica que, durante los primeros dos siglos de la Iglesia, la fe cristiana careció de edificios especiales para el culto) y sólo los hogares de los fieles más ricos eran lo bastante amplios como para acoger a una gran cantidad de personas, pues en los centros urbanos de la Antigüedad la mayoría de la gente vivía en residencias minúsculas. Por tanto, no es descabellado concluir que la persona que acogía a la comunidad también fuera su líder, algo que dan por sentado cierto número de cartas cristianas que se conservan, en las que el autor saluda a fulano y a «la iglesia de tu casa». Es probable que estos propietarios ricos hubieran sido personas educadas y, por consiguiente, no es una sorpresa que en ocasiones se los animara a «leer» literatura cristiana a la congregación, como hemos visto, por ejemplo, en la Primera Epístola a Timoteo: «Hasta que yo llegue, dedícate a la lectura [pública], la exhortación y la enseñanza» (1 Timoteo 4:13). ¿Es posible que los líderes de la Iglesia fueran los responsables, al menos la mayor parte del tiempo, de copiar los textos que se leían a la congregación?

PROBLEMAS CON LA REPRODUCCIÓN DE LOS PRIMEROS TEXTOS CRISTIANOS

Debido a que, al menos durante los primeros dos o tres siglos de la historia de la Iglesia, los textos cristianos no fueron copiados por escribas profesionales, 8 sino simplemente por miembros instruidos de las distintas congregaciones que podían encargarse de esta labor y realizarla con gusto, es muy probable que en las copias más antiguas, en especial, los errores de transcripción fueran comunes. De hecho, tenemos pruebas sólidas de que así fue, ya que la cuestión suscitó quejas ocasionales por parte de los cristianos que leían esos textos y se esforzaban por descifrar cuáles habían sido las palabras originales de sus autores. En el III, Orígenes, uno de los padres de la Iglesia, se quejaba, por ejemplo, de las copias de los evangelios que tenía a su disposición:

Las diferencias entre los manuscritos se han vuelto muy grandes, ya sea por negligencia de algunos copistas o por la audacia perversa de otros; o bien se despreocupan de comprobar lo que han transcrito, o bien, al realizar la comprobación, añaden u omiten según les place. 9

Orígenes no fue el único que advirtió este problema. Celso, su adversario pagano, lo había hecho también unos setenta años antes. En su ataque contra el cristianismo y su literatura, Celso había acusado a los copistas cristianos por sus prácticas transgresoras:

Algunos creyentes, como si hubieran estado bebiendo, llegan al punto de oponerse a sí mismos y alterar el texto original del evangelio tres o cuatro o varias veces más, y cambian su carácter para poder negar las dificultades que les plantea la crítica (Contra Celso 2.27).

Lo que resulta llamativo en este caso en particular es que, al tener que hacer frente a las acusaciones de un pagano sobre las deficiencias de las copias realizadas por los escribas cristianos, Orígenes opta por negar que éstos hubieran alterado el texto, mientras que en otras de sus obras condena abiertamente este problema. La única excepción que menciona en su réplica a Celso afecta a varios grupos heréticos, los cuales, asegura Orígenes, alteraban de forma malévola los textos sagrados. 10

Ya antes nos hemos topado con la idea de que los herejes modificaban en ocasiones los textos que copiaban con el objetivo de que parecieran estar más de acuerdo con los puntos de vista que defendían: ésta, de hecho, fue la acusación que se lanzó contra Marción, el filósofo y teólogo del siglo II que presentó como canon de las Escrituras once textos de los que había eliminado todos aquellos pasajes que contradecían su concepción de que el Dios del Antiguo Testamente no era el Dios verdadero, una idea que atribuía al apóstol Pablo. Ireneo, uno de los adversarios «ortodoxos» de Marción, sostuvo que lo que el filósofo había hecho era lo siguiente:

descuartizó las epístolas de Pablo al quitar de ellas todo cuanto decían sobre el Dios creador en el sentido de que Él es el Padre de nuestro señor Jesucristo, y también aquellos pasajes de los libros proféticos que el apóstol cita para demostrar que anunciaban la llegada del Señor (Contra las herejías 1.27.2).

Marción no era el único culpable. Más o menos por la misma época en que vivió Ireneo, había un obispo de Corinto llamado Dionisio que se quejaba de que falsos creyentes sin escrúpulos habían modificado sus propios escritos, de la misma forma en que lo habían hecho con los textos sagrados.

Cuando mis hermanos cristianos me invitaron a escribirles cartas lo hice. Pero estos apóstoles del demonio las han llenado de cizaña, omitiendo ciertas cosas y añadiendo otras. La miseria les aguarda. Poco me sorprendería que se hubieran atrevido a desfigurar incluso las palabras del Señor, cuando han sido capaces de conspirar para mutilar mis humildes esfuerzos.

Los primeros autores cristianos acusaron con frecuencia a los «herejes» de alterar el texto de las Escrituras para conseguir que dijera lo que querían que dijera. Sin embargo, es necesario destacar aquí que si algo han demostrado los estudios recientes es que las pruebas aportadas por los testimonios conservados hasta nuestros días apuntan en la dirección contraria, esto es, que los escribas vinculados a la tradición ortodoxa también optaron, no pocas veces, por alterar los textos sagrados, en ocasiones para impedir que cristianos con creencias heréticas pudieran «abusar» de ellos, en ocasiones para acercarlos a las doctrinas defendidas por cristianos con convicciones similares a las suyas. 11

La posibilidad de que los textos fueran modificados a voluntad por escribas que estaban en desacuerdo con lo que decían era un peligro muy real, y es algo que también queda demostrado de otras formas. Es importante que tengamos siempre presente que los copistas de los primeros escritos cristianos trabajaban en un mundo en el que no sólo no había imprentas ni editoriales, sino en el que tampoco había algo semejante a una ley de derechos de autor. ¿Cómo podía un autor garantizar que su texto no iba a sufrir modificaciones una vez entrara en circulación? La respuesta es simple: no había modo de hacerlo. Ello explica por qué en ciertas ocasiones los autores formulaban maldiciones contra cualquier copista que alterara sus textos sin su permiso. Podemos encontrar una imprecación de este tipo en uno de los libros que finalmente entraron a formar parte del Nuevo Testamento, el libro del Apocalipsis, cuyo autor, casi al final del texto, profiere esta terrible advertencia:

Yo advierto a todo el que escuche las palabras proféticas de este libro: «Si alguno añade algo sobre esto, Dios echará sobe él las plagas que se describen en este libro. Y si alguno quita algo a las palabras de este libro profético, Dios le quitará su parte en el árbol de la Vida y en la Ciudad Santa, que se describen en este libro» (Apocalipsis 22:18-19).

Aunque con frecuencia se interpreta como una fórmula destinada a que el lector acepte o crea todo cuanto se dice antes en el texto, este pasaje es en realidad una amenaza típica contra los copistas del libro, escrita con el fin de impedir que añadan u omitan cualquiera de sus palabras. Es posible hallar imprecaciones similares dispersas por toda clase de escritos cristianos de este período. Considérense las graves amenazas lanzadas por Rufino, un erudito cristiano latino, con respecto a su traducción de una de las obras de Orígenes:

Ante Dios el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, en verdad insto e imploro a cualquiera que pudiera transcribir o leer estos libros, por su fe en el reino que vendrá, por el misterio de la resurrección de los muertos y por el fuego eterno que aguarda al demonio y sus ángeles, que, dado que no desea por herencia eterna ese lugar en el que hay llanto y rechinar de dientes y en el que el fuego no se apaga y el espíritu no muere, no añada ni quite nada a lo que está escrito, que no inserte o altere nada, y que en lugar de ello compare su transcripción con las copias a partir de las cuales la ha hecho. 12

Como condena a quien simplemente cambiara algunas palabras de un texto, el fuego y el azufre son sin duda un castigo extremo. No obstante, algunos autores estaban decididos a utilizar todos los medios a su alcance para garantizar que sus palabras se transmitieran intactas, y en un mundo sin leyes sobre derechos de autor ninguna amenaza era lo bastante seria para disuadir a aquellos copistas que cambiaban los textos a su antojo.

CAMBIOS EN EL TEXTO

Sin embargo, sería un error asumir que los únicos que introdujeron cambios en la redacción del texto fueron los copistas que tenían intereses personales para hacerlo. De hecho, la mayoría de los cambios encontrados en los manuscritos cristianos de los primeros siglos no tienen relación alguna con cuestiones teológicas o ideológicas. De lejos, la mayor parte de los cambios fueron resultado de equivocaciones, lapsus, omisiones accidentales, adiciones por descuido, palabras mal escritas, meteduras de pata de un tipo u otro. Los escribas podían ser incompetentes, y en este sentido es importante recordar que la mayoría de quienes copiaron los textos cristianos en los primeros siglos de la Iglesia no habían sido formados para desempeñar este tipo de labor y eran simplemente miembros instruidos de las congregaciones en condiciones de realizarla (con mayor o menor fortuna) y con deseos de hacerla. Incluso después, desde los siglos IV y V, cuando los escribas cristianos emergieron como una clase profesional dentro de la Iglesia, 13 y más tarde aún, cuando los encargados de copiar los manuscritos eran monjes dedicados a este trabajo en los monasterios, algunos escribas seguían siendo más hábiles que otros. Reproducir un texto fue siempre una labor ardua, como evidencian las notas que los escribas añadían ocasionalmente a la copia para manifestar su alivio: «Fin del manuscrito. ¡Gracias a Dios!». 14 En ocasiones los copistas se distraían, en ocasiones tenían hambre o sueño, en ocasiones estaban demasiado cansados para hacer un esfuerzo.

Incluso aquellos escribas que eran competentes, que contaban con la formación adecuada y siempre estaban atentos cometían errores en ciertas ocasiones. Y a veces cambiaban el texto porque pensaban que era necesario hacerlo. No obstante, tales cambios no se debían sólo a razones teológicas. Había otros motivos que animaban a los escribas a introducir modificaciones de forma intencional; por ejemplo, cuando se topaban con un pasaje que parecía contener un error que requería de alguna corrección, tal vez una contradicción presente en el texto, una referencia geográfica equivocada o una alusión a las Escrituras mal situada. Por tanto, cuando los escribas realizaban cambios de manera voluntaria sus razones podían ser tan puras como la nieve. Pero, en cualquier caso, la cuestión es que introducían cambios y que, como consecuencia de ello, las palabras originales del autor pudieron alterarse y, finalmente, perderse.

Un ejemplo interesante del cambio intencional de un texto lo hallamos en uno de los cuatro mejores manuscritos antiguos que se conservan, el Codex Vaticanus (llamado así porque se encuentra en la biblioteca del Vaticano), del siglo IV. Al comienzo de la Epístola a los Hebreos hay un pasaje en el que, de acuerdo con la mayoría de los manuscritos, el texto dice que Cristo «sostiene [en griego: PHERÕN] todo con su palabra poderosa» (Hebreos 1:3). Sin embargo, en el Codex Vaticanus, el escriba copió un texto ligeramente diferente al usar un verbo griego que sonaba parecido, por lo que allí se lee que Cristo «manifiesta [en griego PHANERÕN] todo con su palabra poderosa». Algunos siglos después, un segundo escriba leyó este pasaje en el manuscrito y decidió cambiar la palabra inusual (manifiesta) por la redacción más común (sostiene) y para ello borró un término y escribió el otro. Luego, varios siglos después, un tercer escriba leyó el texto y advirtió la alteración que su predecesor había realizado, y optó por borrar la nueva redacción (sostiene) y reescribir la antigua (manifiesta). Luego, añadió una nota en el margen para indicar lo que pensaba del segundo escriba. La nota dice: «¡Necio y bribón, deja el viejo texto, no lo cambies!».

Tengo una copia enmarcada de esta página colgada en la pared, encima de mi escritorio, como un recordatorio constante de la tendencia de los escribas a cambiar una y otra vez sus textos. Como es obvio, en este caso estamos frente a un cambio que sólo afecta a una única palabra y, por tanto, cabría preguntarse si lo ocurrido tiene verdadera importancia. Y la respuesta es afirmativa: lo ocurrido tiene importancia porque la única forma de entender lo que un autor quería decir es saber cuáles fueron en realidad sus palabras, todas y cada una de ellas. (Piénsese en todos los sermones en los que la argumentación se basa en una única palabra del texto: ¿qué ocurre entonces cuando ésa no fue en realidad la palabra empleada originalmente por su autor?) ¡Decir que Cristo revela todo con el poder de su palabra es muy diferente de decir que mantiene el universo mediante el poder de su palabra!

LAS DIFICULTADES PARA CONOCER EL «TEXTO ORIGINAL»

Y así, los escribas encargados de copiar los manuscritos de las Escrituras introdujeron toda clase de cambios en ellos. Dado que en un capítulo posterior examinaremos con mayor profundidad los distintos tipos de alteraciones que sufrió el texto, por el momento basta con que entendamos que se realizaron modificaciones y que éste fue un hecho común, en especial, en los primeros doscientos años del proceso de transmisión, un período durante el cual los encargados de copiar los textos eran copistas aficionados. Una de las principales cuestiones con las que ha de tratar la crítica textual es la de cómo reconstruir el texto original, esto es, el texto como su autor lo escribió en primera instancia, dada la circunstancia de que los manuscritos con los que contamos están plagados de errores. El hecho de que, una vez se ha cometido, un error puede arraigarse en la tradición textual, e incluso imponerse con mayor firmeza que el original, viene a agravar este problema.

Esto significa que, una vez que un escriba ha alterado un texto, bien sea de modo accidental o intencionado, sus cambios se vuelven permanentes en su manuscrito (a menos, por supuesto, que otro escriba los encuentre y los corrija) y el siguiente escriba que copie ese manuscrito copiará también esos errores (pensando que no son tales) y probablemente añadirá algunos nuevos de su propia cosecha. El tercer escriba que copie el nuevo manuscrito copiará los errores de sus dos predecesores y aportará sus propios errores, y lo mismo ocurrirá con el siguiente y con todos sus sucesores. El único modo en que es posible corregir el texto es que un escriba advierta la equivocación de su predecesor e intente enmendarla. Sin embargo, no hay garantía alguna de que el escriba que ha reconocido un error pueda corregirlo de manera adecuada. Esto es, al intentar cambiar lo que considera que es un error, el escriba podría en realidad estar introduciendo uno nuevo, con lo que en este punto tenemos tres versiones del texto: el original, la copia errónea y el intento incorrecto de resolver el error. De esta forma, los errores se multiplican y se perpetúan; en ocasiones se consigue corregirlos, en ocasiones se los agrava. Y así sucesivamente. Durante siglos.

Algunas veces, por supuesto, un escriba puede contar con más de un manuscrito a su disposición y corregir los errores de uno con la redacción correcta de otro. Esto, de hecho, mejora la situación de forma significativa. No obstante, también es posible que el escriba enmiende el manuscrito correcto a la luz de las palabras del texto equivocado. Las posibilidades parecen infinitas.

En vista de estos inconvenientes, ¿cómo podemos esperar remontamos a las palabras del texto original, el texto tal y como lo escribió su autor? Éste es un problema enorme. De hecho, es un problema de tales proporciones que un buen número de críticos textuales han empezado a sostener que quizá deberíamos dejar de referimos al texto «original», pues éste, opinan, se encuentra por completo fuera de nuestro alcance. Esto probablemente sea ir demasiado lejos, pero uno o dos ejemplos concretos del Nuevo Testamento nos permitirán entender las dificultades de esta empresa.

EJEMPLOS DE LOS PROBLEMAS DEL TEXTO

Para nuestro primer ejemplo, tomemos la Epístola a los Gálatas de Pablo. Son tantos los problemas a considerar, incluso en relación con el momento mismo en que la carta se escribió originalmente, que repasarlos tal vez nos haga simpatizar con quienes desean que la crítica textual renuncie a la idea de conocer cuáles eran las palabras del texto «original». Galacia no era una única ciudad con una única iglesia, era una región de Asia Menor (la moderna Turquía) en la que Pablo había fundado varias iglesias. Cuando el apóstol se dirige a los gálatas, ¿se dirige a una de sus iglesias en particular o a todas? En vista de que en el texto no se identifica a una ciudad en particular, podemos dar por sentado que la carta se escribió para todas las iglesias de la región. Ahora bien, ¿significa esto que Pablo escribió varias copias de la misma carta o que escribió una sola carta para que ésta circulara por las distintas comunidades? No lo sabemos.

Supongamos, que realizó múltiples copias. ¿Cómo las hizo? Para empezar, parece que esta carta, como otras de Pablo, no fue escrita a mano por él, sino dictada a un escriba que hacía las veces de secretario. La prueba de ello la encontramos al final de la epístola, donde Pablo añadió una coletilla en su propia caligrafía, de manera que sus destinatarios supieran que era en verdad el remitente de la carta (una técnica usada comúnmente en la Antigüedad en el caso de las cartas dictadas): «Mirad con qué letras tan grandes os escribo de mi propio puño» (Gálatas 6:11). En otras palabras, su caligrafía era más grande y probablemente de apariencia menos profesional que la del escriba a quien había dictado la epístola. 15

Ahora bien, si Pablo no escribió sino que dictó la carta, ¿la dictó palabra por palabra? ¿O señaló los puntos básicos y dejó que el escriba completara el resto? Ambos métodos eran comunes entre los autores de la Antigüedad. 16 En caso de que el escriba fuera el encargado de completar la carta, ¿podemos estar seguros de que escribió lo que el apóstol quería? Si no, ¿tenemos en realidad las palabras de Pablo o las de un escriba desconocido? Supongamos no obstante que Pablo dictó la carta palabra por palabra. ¿Es posible que en algunas partes su secretario se haya equivocado y haya escrito palabras erróneas? A fin de cuentas, cosas más extrañas se han visto. Si ocurrió algo semejante, tenemos que el autógrafo de la carta (esto es, el original) contendría ya un «error», por lo que todas las copias posteriores no tendrían las palabras exactas del apóstol allí donde el escriba se equivocó.

Pero supongamos que el escriba anotó correctamente el 100 por 100 de las palabras de la carta. Si se enviaron varias copias de la epístola, ¿podemos estar seguros de que todas las copias eran también 100 por 100 correctas? Existe por lo menos la posibilidad de que, incluso si las copias se realizaron en presencia de Pablo, en alguna de las copias una o dos palabras aquí y allá resultaran modificadas. Y si esto fue así, ¿qué ocurre si sólo una de las copias sirvió como fuente de todas las copias que se hicieron después, en el siglo I, en los siglos II y III y así sucesivamente? En tal caso, la copia más antigua que sirvió como modelo a todas las copias posteriores de la carta no era exactamente igual a la que Pablo escribió o quería escribir.

Una vez la copia empezaba a circular, es decir, una vez llegaba a su destino en una de las ciudades de Galacia, es evidente que engendraba nuevas copias y nuevos errores. Algunas veces los escribas alteraban el texto a propósito; algunas veces lo hacían de forma accidental. Estas copias plagadas de errores se copiaban a su vez; y las copias plagadas de errores de las copias plagadas de errores volvían a copiarse; y así sucesivamente. En algún momento en medio de todo esto, la copia original (o cada una de las copias consideradas originales) terminaba perdiéndose, se desgastaba o se destruía. Y así, en algún punto, dejó de ser posible comparar determinada copia con el original para asegurarse de que era «correcta», por más que alguien tuviera la brillante idea de hacerlo.

Lo que ha sobrevivido hasta nuestros días no es entonces la copia original de la epístola, ni una de las primeras copias que el mismo Pablo mandó hacer, ni ninguna de las copias que se realizaron en las ciudades de Galacia a las que esas copias llegaron, ni ninguna de las copias de esas copias. La primera reproducción razonablemente completa de la Epístola a los Gálatas que poseemos (se trata de un testimonio fragmentario, es decir, en el que varias partes se han perdido) es un papiro llamado P 46 (el cuadragésimo sexto papiro del Nuevo Testamento que se catalogó), que data aproximadamente del año 200 e. c., esto es, unos ciento cincuenta años después de que Pablo escribiera o dictara el original de la carta. Antes de que se produjera cualquiera de las copias que han sobrevivido hasta nuestros días, el texto de Gálatas había estado circulando durante quince décadas, a lo largo de las cuales fue copiado una y otra vez, en ocasiones fielmente, en ocasiones no. Ahora bien, no tenemos forma de reconstruir la copia que sirvió de modelo a P 46. ¿Era una copia fiel? Y si lo era, ¿qué tan fiel? Es casi seguro que contenía errores de algún tipo, como los contenía la copia que le sirvió de fuente, y la copia de la cual ésta era copia y así sucesivamente.

En resumen, hablar del texto «original» de Gálatas es un asunto muy complejo. No disponemos de ese original y lo mejor que podemos hacer es remontamos a una etapa temprana de su transmisión y, simplemente, esperar que lo que podamos reconstruir a partir de las copias realizadas en esa etapa (las copias que han sobrevivido, cuyo número crece a medida que nos acercamos a la Edad Media) refleje de modo razonable lo que Pablo en verdad escribió, o al menos lo que pretendía escribir cuando dictó la carta.

Como segundo ejemplo de los problemas a los que nos enfrentamos, tomemos el Evangelio de Juan. Este Evangelio es bastante diferente de los otros tres evangelios del Nuevo Testamento, ya que cuenta varias historias que no figuran en ellos y emplea un estilo muy distinto. En Juan, los dichos de Jesús son discursos largos en lugar de sentencias concisas y directas; además, Jesús no explica en él ninguna parábola, a diferencia de lo que ocurre en los otros tres. Por otro lado, los acontecimientos narrados en Juan con frecuencia sólo se cuentan en este evangelio: es el caso, por ejemplo, de las conversaciones de Jesús con Nicodemo (capítulo 3) y con la mujer samaritana (capítulo 4) y de milagros como la conversión del agua en vino (capítulo 2) y la resurrección de Lázaro (capítulo 11). El retrato que su autor nos ofrece de Jesús también es bastante diferente del de Mateo, Marcos y Lucas, pues aquí Jesús pasa buena parte del tiempo explicando quién es (el enviado del cielo) y ofreciendo «señales» con el fin de probar que lo que dice sobre sí mismo es cierto.

No hay duda de que Juan utilizó otras fuentes para su relato, posiblemente una fuente que contaba las señales ofrecidas por Jesús y, quizá, fuentes que describían sus discursos. 17 El autor unió estas fuentes en un único relato de la vida, ministerio, muerte y resurrección de Jesús. No obstante, existe la posibilidad de que hubiera compuesto varias versiones distintas de su evangelio. Los lectores han advertido desde hace mucho tiempo, que el capítulo 21, por ejemplo, parece ser una adición posterior. Juan ciertamente parece terminar en 20:30-31, mientras que los acontecimientos narrados en el capítulo 21 parecen una especie de ocurrencia tardía, acaso añadida para completar los relatos sobre las apariciones del Jesús resucitado y explicar que la muerte de «el discípulo a quien Jesús amaba», el responsable de transmitir las tradiciones recogidas en este evangelio, no era un suceso imprevisto (cf. 21:22-23).

Otros pasajes de este evangelio tampoco encajan del todo con el resto. Incluso los versículos introductorios, 1:1-18, que forman una especie de prólogo, parecen ser diferentes del relato al que anteceden. Este celebradísimo poema habla de la «Palabra» de Dios, que existía con Dios desde el principio, era ella misma Dios y «se hizo carne» en Jesucristo. El pasaje está escrito en un estilo muy poético, sin parangón en el resto del evangelio; además, aunque algunos de sus temas centrales se repiten en la narración, no sucede lo mismo con parte de su vocabulario más importante. Por ejemplo, aunque Jesús es descrito a lo largo del relato como alguien venido de lo alto, nunca se lo vuelve a llamar la Palabra en todo el evangelio. ¿Es posible que el poema inicial de Juan provenga de una fuente diferente al resto del libro y fuera añadido por el autor como un comienzo apropiado después de haber difundido una primera versión de su libro?

Supongamos, por un instante y sólo por mor del argumento, que el capítulo 21 y el poema de 1:1-18 no eran componentes originales del Evangelio de Juan. ¿Qué implica esto para el crítico textual que se propone reconstruir el texto «original»? ¿Qué original debe reconstruir? En vista de que todos los manuscritos griegos que se conservan contienen los pasajes en discusión, ¿ha de reconstruir el texto original de Juan que ya los contenía? ¿O debería acaso considerar que la forma «original» es en realidad la versión anterior, que carecía de ellos? Y en caso de que quisiéramos reconstruir esa versión anterior, ¿es justo detenemos en ese punto, satisfechos de haber reconstruido, por llamarla de algún modo, la primera edición del Evangelio de Juan? ¿Por qué no ir todavía más lejos e intentar reconstruir las fuentes que subyacen a este evangelio, de las que tomó las señales y discursos, e incluso las tradiciones orales en las que, en última instancia, esas fuentes se basaban?

Ésta es la clase de preguntas que atormentan a los críticos textuales, y que ha llevado a algunos de ellos a proponer que deberíamos abandonar la búsqueda del texto original, dado que no podemos siquiera ponemos de acuerdo en qué significa hablar del «original» de la Epístola a los Gálatas o del Evangelio de Juan. Por mi parte, continúo pensando que, incluso a pesar de que no podemos estar 100 por 100 seguros de hasta dónde podemos llegar, sí tenemos al menos la certeza de que todos los manuscritos conservados tuvieron como modelo otros manuscritos, que a su vez fueron copiados de otros manuscritos, y por ende estamos al menos en condiciones de remontamos a la etapa más antigua y más temprana de una tradición manuscrita para cada uno de los libros del Nuevo Testamento. Por ejemplo, todos los manuscritos de Gálatas que han sobrevivido se remontan evidentemente a algún texto que les sirvió de modelo; todos los manuscritos de Juan que tenemos incluyen el prólogo y el capítulo 21. Por tanto, deberíamos sentirnos satisfechos sabiendo que remontarnos a la versión más antigua asequible es lo mejor que podemos hacer, trátese o no del texto «original». Esta versión más antigua del texto, es indudable, se encuentra estrechamente ligada a lo que el autor escribió en su momento, y por tanto constituye el fundamento de nuestra interpretación de su enseñanza.

LA RECONSTRUCCIÓN DE LOS TEXTOS DEL NUEVO TESTAMENTO

Todos los escritos de los primeros cristianos nos plantean problemas similares, tanto los que entraron a formar parte del Nuevo Testamento como los que quedaron fuera de él, bien sean evangelios, libros de hechos, epístolas, apocalipsis o cualquier otra clase de textos. La tarea del crítico textual es determinar la forma más antigua de todos esos escritos. Como veremos, existen principios consolidados para realizar esta labor, formas de decidir qué diferencias en los manuscritos conservados son errores, cuáles son cambios intencionales y cuáles pueden ser del autor original. Pero ésta, por supuesto, no es una tarea sencilla.

Los resultados, por otro lado, pueden ser en extremo esclarecedores, interesantes e incluso excitantes. Los críticos textuales han conseguido determinar con relativa certeza cierto número de lugares en los que los manuscritos conservados no han transmitido el texto original del Nuevo Testamento. Para todos aquellos que no están familiarizados con este campo de investigación, pero conocen bien el Nuevo Testamento en alguna de sus traducciones, algunos de estos hallazgos pueden ser realmente sorprendentes. Para terminar este capítulo, quisiera comentar dos ejemplos de pasajes de este tipo, es decir, pasajes (en este caso tomados de los evangelios) que hoy sabemos con bastante certeza que no pertenecían al texto original, pero que después de su introducción se convirtieron en partes populares de la Biblia a lo largo de los siglos y continúan siendo importantes para los cristianos en nuestros días.

La mujer adúltera

El episodio de Jesús y la mujer adúltera es quizá una de las historias más conocidas de los evangelios y es, sin duda, una de las preferidas de las versiones de su vida realizadas en Hollywood. Incluso aparece en La pasión de Cristo de Mel Gibson, pese a que la película se concentra en las últimas horas de Jesús (el relato aparece en una de las pocas escenas retrospectivas). Sin embargo, a pesar de su popularidad, el episodio sólo se encuentra en un pasaje del Nuevo Testamento, en Juan 7:53-8:11, y al parecer ni siquiera formaba parte del original de este evangelio.

El argumento del relato es muy conocido. Jesús se encuentra enseñando en el Templo y un grupo de escribas y fariseos, sus enemigos jurados, se le acercan trayendo consigo a una mujer «sorprendida en flagrante adulterio». Su propósito es someter a Jesús a una prueba. La Ley de Moisés, señalan, exige que la mujer sea apedreada hasta la muerte; pero ellos querían saber qué opinaba él de esta cuestión. ¿Debían lapidarla o perdonarla? Era una trampa, por supuesto. Si Jesús les decía que dejaran ir a la mujer, se le acusaría de violar la Ley de Dios; si les decía que la apedrearan, se le acusaría de pasar por alto el amor, la compasión y el perdón que predicaba.

Jesús no responde de inmediato; en lugar de ello, se inclina para escribir con el dedo en la tierra. Pero dado que se le continúa preguntando, finalmente responde diciendo que «aquel de vosotros que esté sin pecado, que arroje la primera piedra», después de lo cual sigue escribiendo en la tierra. Aquellos que habían traído inicialmente a la mujer empiezan entonces a marcharse, conscientes de sus propias culpas, hasta que no queda nadie más que la mujer. Alzando la vista, Jesús le pregunta: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». A lo que ella responde; «Nadie, Señor». A lo que Jesús replica: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».

La historia es brillante, está llena de patetismo y contiene un giro muy inteligente cuando Jesús usa su ingenio para librarse de la situación y salvar a la pobre mujer. No obstante, para un lector atento el relato plantea numerosas preguntas. Por ejemplo, si la mujer fue sorprendida en el acto de adulterio, ¿dónde está el hombre con el que fue sorprendida? De acuerdo con la Ley de Moisés ambos debían ser lapidados (véase Levítico 20:10). Además, cuando Jesús escribe en la tierra, ¿qué escribe exactamente? (Según una antigua tradición, escribe los pecados de los acusadores, que al advertir que sus propias transgresiones eran conocidas abandonan la escena avergonzados.) Y aunque Jesús predicara un mensaje de amor, ¿realmente pensaba que la Ley de Moisés había dejado de estar vigente y no era necesario obedecerla? ¿Pensaba acaso que los pecados no debían castigarse en absoluto?

A pesar de su brillantez, su capacidad para cautivar y su intriga inherente, la historia plantea un problema adicional enorme, pues resulta que no se encontraba originalmente en el Evangelio de Juan. De hecho, no formaba parte originalmente de ninguno de los evangelios canónicos, sino que fue añadida por un escriba posterior.

¿Cómo sabemos que fue así? Sobre este caso en particular los estudiosos que trabajan con la tradición manuscrita no albergan duda alguna sobre la veracidad de esta conclusión. Más adelante examinaremos con mayor profundidad las pruebas en que los expertos se basan para pronunciar veredictos de este tipo, pero por el momento voy a limitarme a señalar unos pocos hechos básicos que prácticamente todos los académicos, independientemente de sus creencias religiosas, consideran convincentes: el relato no aparece en el manuscrito más antiguo y mejor conservado del Evangelio de Juan; 18 su estilo es muy diferente al del resto del evangelio (incluido el prólogo y el capítulo final); y emplea un gran número de palabras y expresiones ajenas al resto del texto. La conclusión es inevitable: este episodio no formaba parte de la versión original del evangelio.

¿Cómo fue posible entonces que se lo añadiera? Al respecto hay numerosas teorías. La mayoría de los expertos piensa que probablemente se trataba de un relato muy conocido que circulaba en las tradiciones orales sobre Jesús y que en algún momento se transcribió al margen de un manuscrito. Después de ello, algún escriba o lector pensó que la nota al margen formaba parte del texto y la insertó inmediatamente después de que termina el episodio narrado en Juan 7:52. Es importante destacar que otros escribas insertaron el relato en posiciones diferentes del Nuevo Testamento, algunos después de Juan 21:25, por ejemplo, y otros, lo que es muy interesante, después de Lucas 21:38. En cualquier caso, quienquiera que haya escrito el relato, la cuestión es que no fue el autor de Juan.

Esto, como es obvio, plantea a los lectores un dilema: si la historia no formaba inicialmente parte de Juan, ¿debe considerársela parte de la Biblia? No todas las personas responderán del mismo modo a esta pregunta, pero para la mayoría de los críticos textuales, la respuesta es no.

Los últimos doce versículos de Marcos

El segundo ejemplo que vamos a comentar quizá no sea tan conocido para los lectores ocasionales de la Biblia como el relato de la mujer adúltera, pero ha tenido una tremenda influencia en la historia de la interpretación bíblica y plantea problemas comparables a los estudiosos de la tradición textual del Nuevo Testamento. Este ejemplo proviene del Evangelio de Marcos y afecta a su final.

En la narración de Marcos, se nos dice que Jesús es crucificado y luego enterrado por José de Arimatea la víspera del sábado (15:42-47). El día siguiente del sábado, María Magdalena y otras dos mujeres regresan a la tumba para embalsamar el cuerpo como es debido (16:1-2). Cuando llegan, descubren que la piedra que cubría la entrada de la tumba ha sido retirada, y al entrar en el sepulcro se encuentran con un joven vestido con una túnica blanca que les dice: «no os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron». A continuación ordena a las mujeres que digan a los discípulos que Jesús se dirige a Galilea y que allí lo verán «como os dijo». Sin embargo, las mujeres salen huyendo de la tumba y no dicen nada a nadie, «porque tenían miedo» (16:4-8).

Luego vienen los últimos doce versículos de Marcos que aparecen en la mayoría de las traducciones modernas, versículos que continúan la historia. Allí se dice que el propio Jesús se aparece a María Magdalena, la cual comunica la noticia a los discípulos, pero éstos no la creen (w. 9-11). Luego, Jesús se aparece a dos de ellos (w. 12-13), y finalmente a los once discípulos (los Doce, menos Judas Iscariote) que están sentados a la mesa. Jesús les recrimina por haber sido incapaces de creer y luego les ordena ir por el mundo y proclamar su evangelio «a toda la creación». Quien crea y se bautice «se salvará», pero el que no lo haga «se condenará». Después de ello vienen los versículos más intrigantes del pasaje:

Estas son la señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien (w. 17 —18).

Luego, Jesús asciende al cielo para sentarse a la diestra de Dios, mientras que sus discípulos parten a predicar el evangelio, cuyas palabras se ven confirmadas por las señales que las acompañan (w. 19-20).

El pasaje es espléndido, tiene misterio, capacidad para conmover y fuerza. Es uno de los pasajes utilizados por los cristianos pentecostales para demostrar que los seguidores de Jesús serán capaces de hablar en «lenguas», como ocurre en sus servicios religiosos; y es el principal pasaje empleado por los grupos de «agarradores de serpientes» de los Apalaches, que hasta el día de hoy agarran con su manos serpientes venenosas con el fin de demostrar su fe en la palabra de Jesús, que dijo que quien lo hiciera en su nombre no recibiría daño alguno.

Sin embargo, hay un problema: este pasaje no se encontraba originalmente en el Evangelio de Marcos. Una vez más, se trata de una adición realizada por un escriba en una época posterior.

En cierto sentido, este problema textual suscita mayores debates que el episodio de la mujer adúltera, pues ocurre que sin estos últimos versículos Marcos tendría un final muy diferente y bastante difícil de entender. Ahora bien, esto no significa que los estudiosos se sientan inclinados a aceptar estos versículos, como veremos a continuación. Los motivos para considerarlos una adición son sólidos y casi indiscutibles. Lo que los expertos discuten es cuál era el verdadero final de Marcos, dado que el final que aparece en los manuscritos griegos tardíos y en la mayoría de las traducciones modernas (que por lo general advierten que no fue redactado por el autor del evangelio) no es el original.

Las pruebas de que estos versículos no pertenecen al texto original de Marcos son similares a las mencionadas en el caso del relato de la mujer adúltera, y no creo necesario exponer aquí todos los detalles de la cuestión. Los versículos no aparecen en dos de los manuscritos más antiguos y mejor conservados del Evangelio de Marcos; el estilo es distinto al del resto del texto; la transición entre este pasaje y el precedente es difícil de comprender (por ejemplo, el versículo 9 presenta a María Magdalena como si no se hubiera mencionado hasta entonces, a pesar de que los versículos previos se refieren a ella; en griego hay un problema adicional que hace que la transición sea todavía más torpe); y el pasaje incluye un gran número de palabras y expresiones que no se encuentran en ningún otro lugar del evangelio. En resumen, hay pruebas suficientes para convencer a prácticamente todos los especialistas en crítica textual de que estos versículos son una adición al texto de Marcos.

Sin embargo, sin ellos, el relato evangélico termina de forma bastante súbita. Adviértase lo que ocurre cuando se omiten estos versículos. Se pide a las mujeres que informen a los discípulos de que Jesús se dirige a Galilea y que allí los encontrará; pero ellas salen corriendo de la tumba y no dicen nada a nadie, «porque tenían miedo». Fin de la historia.

Es obvio que en la Antigüedad los escribas pensaban que éste era un final demasiado abrupto. ¿Las mujeres no le dijeron a nadie que Jesús había resucitado? ¿Es posible que los discípulos nunca se enteraran de la resurrección? ¿Se les apareció Jesús alguna vez? ¡Cómo era posible que ése fuera el final de la historia! Para resolver este problema los escribas añadieron los versículos en discusión. 19

Algunos estudiosos coinciden con esos escribas y piensan que Marcos 16:8 es un final demasiado abrupto. Como he indicado, no es que los estudiosos crean que los doce versículos finales que recogen manuscritos tardíos sean el final del evangelio original: saben que no lo es, pero piensan que es posible que la última página del Evangelio de Marcos, en la que Jesús realmente se encontró con sus discípulos en Galilea, se perdiera de algún modo, y que todas las copias que se conservan se remonten a un manuscrito truncado, en el que faltaba la última página.

Esa explicación es completamente verosímil. En opinión de otros expertos, también existe la posibilidad de que el autor de Marcos en verdad terminara su evangelio con el versículo 16:8. 20

Ciertamente es un final desconcertante, en el que los discípulos nunca se enteran de que Jesús resucitó porque las mujeres nunca lo cuentan. Una razón para pensar que éste pudo haber sido el final original de Marcos es que semejante forma de terminar coincide bastante bien con otros motivos del mismo evangelio. Como los estudiosos han advertido desde hace mucho tiempo, en Marcos (a diferencia de los demás evangelios) los discípulos parecen no entender nunca realmente de qué va la cosa. Repetidas veces se señala que no entienden a Jesús (6:51-52; 8:21), y en varias ocasiones, cuando Jesús les dice que él está destinado a sufrir y morir, su incapacidad para comprender sus palabras es manifiesta (8:31-33; 9:30-32; 10:33-40). Quizá eso fue lo que ocurrió y ellos nunca consiguieron entender sus palabras (a diferencia de los lectores de Marcos, que entienden quién es en verdad Jesús desde el comienzo mismo del texto). También es interesante destacar que a lo largo de Marcos, cada vez que alguien entiende algo acerca de Jesús, éste le ordena callar, y aun así, con frecuencia, quien lo ha entendido pasa por alto su mandato y se dedica a divulgar la noticia (véase, por ejemplo, 1:43-45). Es muy irónico que, en cambio, cuando se dice a las mujeres no que callen, sino que hablen, ellas hagan caso omiso de la orden y no digan nada.

En resumen, el autor de Marcos quizá pretendía sacudir a sus lectores con este final abrupto, una forma inteligente de obligar al lector a detenerse, respirar y preguntarse con voz entrecortada: ¿Qué?

CONCLUSIÓN

Los pasajes que acabamos de comentar constituyen apenas dos ejemplos de los miles de lugares en que los manuscritos del Nuevo Testamento fueron alterados por los escribas que los copiaron. En ambos casos, se trata de adiciones al texto, adiciones de extensión considerable. Aunque la mayoría de los cambios no son de estas dimensiones, hay montones de cambios significativos (y montones más de cambios insignificantes) en los manuscritos del Nuevo Testamento conservados hasta nuestros días. En los siguientes capítulos veremos cómo los estudiosos empezaron a descubrir esos cambios y cómo desarrollaron los métodos para establecer cuál es la forma más antigua del texto (o el texto «original»); sobre todo, veremos más ejemplos de en qué partes cambió el texto y cómo afectó eso a las traducciones modernas de la Biblia.

Me gustaría terminar este capítulo con una simple observación a propósito de una ironía con la que parecemos haber topado. Como hemos visto en el primer capítulo del libro, el cristianismo fue desde el comienzo una religión libresca que hacía hincapié en el valor de ciertos textos que se consideraban Escrituras autorizadas. Sin embargo, como hemos visto a lo largo del presente capítulo, no poseemos en realidad esas Escrituras autorizadas. Tenemos, entonces, que el cristianismo es una religión del libro cuyos libros han sido alterados, hasta el punto de que en la actualidad sólo sobreviven copias que difieren unas de otras, en ocasiones de formas en extremo significativas. La tarea del crítico textual es recuperar la forma más antigua de esos textos.

Esta labor es obviamente crucial, pues no podemos interpretar las palabras del Nuevo Testamento si no sabemos cuáles eran estas palabras. Además, como espero haber dejado claro hasta este punto, conocer las palabras no es importante sólo para quien considera que éstas fueron inspiradas por Dios. Es importante para cualquiera que piense que el Nuevo Testamento es un libro significativo. Y es seguro que cualquiera que tenga interés en la historia, la sociedad y la cultura de la civilización occidental lo considera así, pues el Nuevo Testamento es, entre otras cosas, un artefacto cultural de enorme valor, un libro venerado por millones de personas que sirve de fundamento a la religión que cuenta con más fieles en el mundo contemporáneo.

Jesús no dijo eso
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