Capítulo 20

Impresiones de Q'os

Lo último que nadie esperaba oír durante el ajetreo del desembarco era el disparo de un rifle. Cuando el estruendo estalló sobre sus cabezas, se hizo el silencio entre los pasajeros, que salieron a toda prisa hacia la barandilla de babor del raudo baladro Madre Rosa, como si de repente la cubierta de la nave hubiera dado un bandazo impelido por la tempestad.

La gente se apretujaba y se asomaba por encima de los hombros de las filas delanteras para conseguir una mejor vista de las aguas turbulentas del puerto. Junto al casco, una figura chapoteaba con la desalentadora determinación de alguien a punto de ahogarse.

—Hay un hombre en el agua —observó Nico, apoyado en la barandilla. Echó un vistazo hacia el muelle, donde vio la columna de humo que todavía despedía la boca del cañón de un rifle afirmado en las manos de un soldado con una coraza blanca.

—Sí —repuso Ash—, Ya lo veo.

Otro soldado llegó a la carrera hasta el tirador, que ya abría el arma para reemplazar el cartucho disparado. El recién llegado asía una ballesta, y todavía estaba cargándola cuando su compañero volvió a enderezar el rifle.

Nico vio la erupción de agua antes de oír el segundo disparo, al lado mismo de la cabeza del nadador, aunque el interesado no pareció enterarse.

—¿Qué hace? —preguntó Nico, fascinado.

—Es un esclavo —le explicó Ash—, En Q'os hay más esclavos que ciudadanos libres... casi un millón, dicen. Da la impresión de que ése pretendía escapar de la isla como polizón en un barco.

—Bueno, si ésa era su intención, lo ha hecho bastante mal.

Ash escrutó unos instantes a su joven aprendiz.

—Quizá deberías saltar por la borda y enseñarle cómo se hace.

Otro disparo. Nico buscó sin éxito la erupción de agua que señalara el lugar del impacto, hasta que su mirada se cruzó con el fugitivo, cuyo cuerpo giró lentamente en el agua rodeado por una mancha de sangre que manaba de su cabeza y quedó flotando a la deriva, con la cabeza completamente sumergida.

—¡Lo han matado! —exclamó Nico.

—Eso pretendían.

—Ya, pero...

—Se la jugó. No tuvo suerte —repuso con voz queda su maestro, y tirándole de la manga añadió—: Venga. Desembarquemos antes de que el resto del pasaje se canse de mirar el cadáver.

Descendieron al muelle cargados con sus pesadas mochilas a la espalda. Nico caminaba tambaleante, algo aturdido.

Habían partido de Cheem hacía ocho días, y cuando el barco ya se acercaba al Primer Puerto de la enorme isla—ciudad, Nico se había quedado atónito contemplando la línea del horizonte de la metrópoli. Q'os era la ciudad más grande del orbe conocido, con más habitantes incluso que la ancestral Zanzahar, en el otro extremo del Midéres. Nunca antes Nico había visto edificios tan altos; sus moles se elevaban por el cielo con la misma densidad que la maleza del bosque, y sus legiones de ventanas aparecían oscuras a la luz débil del sol. Entre ellos, todavía más apretujados en el corazón de la ciudad, destacaban las agujas de las torres puntiagudas de los templos, que parecían perforar el vientre de las nubes bajas. Costaba creer que fuera físicamente posible lo que veían sus ojos, ni siquiera aceptando las explicaciones de Ash sobre estructuras de acero y una extraña forma de piedra líquida. Tampoco era capaz de asimilar las figuras que surcaban el aire entre los edificios: personas suspendidas de alas artificiales, le había dicho Ash con el semblante serio. Pero entonces, en aquel paisaje insólito al que la proa cabeceante de su barco se acercaba lentamente, nada de todo eso le había parecido posible.

Ahora, con un hombre muerto en el agua y un perro que chapoteaba arrastrando su cadáver apresado entre los dientes; con centenares de personas rezongando entremezcladas en el caos del muelle de un puerto que sólo era uno más de los muchos que había en la isla de Q'os, Nico se preguntó qué demonios estaba haciendo allí.

Se sentía como una hormiga en medio del ajetreo de las multitudes. Los edificios se erguían detrás de las hileras de almacenes que formaban la fachada oriental del puerto. En la distancia, montones de chimeneas arrojaban sus bocanadas de humo negro al cielo. Guiado por la mano de Ash posada en su hombro, Nico avanzó sin la más remota idea de adonde se dirigía. Pasaron por delante de un grupo de soldados repantigados sobre unas cajas cubiertas por una lona y avanzaron hacia una vasta construcción sin paredes, donde entraron. El espacio era amplio y con el techo alto e inclinado de cristal tiznado y vigas metálicas. El bullicio era tremendo, demasiado estruendo como para que maestro y aprendiz pudieran hablar. Nico lo observaba todo con los ojos como platos y en silencio cuando tuvo que detenerse ante un mostrador alto que le cortaba el paso.

—¡Siguiente! —bramó un oficial aburrido desde el otro lado del mostrador, agitando un brazo que apoyaba sobre la codera acolchada de su túnica blanca.

En la otra mano asía un trozo de tela, y cuando Ash se adelantó hasta el mostrador, el oficial procedió a sonarse la nariz enrojecida con él. El mostrador era tan alto que el oficial tenía que mirarlos con la cabeza inclinada.

—¿Algo que declarar? —interrogó al sacerdote con voz nasal.

—No. Soy instructor de esgrima —respondió Ash, utilizando un tono afable y atento, mientras se pasaba la mano por la pesada túnica que llevaba bajo la capa para alisarse las arrugas producidas por el viaje—. Vengo para incorporarme como profesor a la academia de Ul Sun Juan, y éste es mi aprendiz.

Nico forzó una sonrisa para confirmar la declaración de su maestro.

—Vale, vale... —repuso finalmente el oficial. Su aspecto era el de quien sólo tiene en mente su cama y un plato de sopa caliente—, Hay un recargo de una maravilla para quien introduce armas en la isla. Dos más, una cada uno, por dejaros entrar. Más otra por cargos de administración... Eso hace un total de cuatro maravillas. —Extendió la mano abierta.

Ash depositó las monedas sobre su palma y el oficial hizo la comedia de morderlas para comprobar su autenticidad. Se guardó una en el bolsillo e introdujo el resto por una ranura que había en el mostrador. Luego garabateó algo en un trozo de papel y prácticamente lo tiró hacia Ash.

—Bienvenidos a Q'os —declaró, tirando de una palanca que abrió una reja chirriante por debajo de la altura del mostrador para dejarles vía libre—. ¡Siguiente!

Hacía frío en Q'os, con el sol oculto tras la densa capa de nubes. Ash y Nico no se alejaron de los muelles y recorrieron una calle tras otra zambullidos en la multitud. Era más frecuente el ladrillo que los bloques de piedra en los edificios que se levantaban a ambos lados de las calles. Allá donde se mirara se veía grúas y edificios nuevos en construcción, tanto en solares donde se habían derrumbado los viejos como superpuestos a antiguas estructuras todavía en pie. A lo largo de las calles ondeaban banderas con la mano roja de Mann y las serpentinas se desplegaban arrastradas por el viento; era como si estuvieran realizándose los preparativos para algún tipo de celebración. Una lona con el retrato pintado de la matriarca Sasheen cubría toda la fachada de un edificio, y había tiras de banderines con la palabra «Alegría» estampada suspendidas de un bloque a otro en las calles.

Nico siempre había considerado Bar-Khos una ciudad bulliciosa, sin embargo, no tenía nada que ver con aquella metrópoli. Las calles estaban tan concurridas que la gente apenas tenía espacio para avanzar por ellas. Las personas lucían todo tipo de atuendo: sedas vaporosas procedentes del otro extremo del mundo, pieles del norte, trajes confeccionados con la piel de franjas blanquinegras de zel, chubasqueros de lona impermeable, capas de plumas con unas capuchas enormes, las omnipresentes túnicas rojas... No obstante, lo que más abundaba eran esclavos, bronceados y engrilletados por el cuello, a menudo se los veía acarreando fardos y paquetes. En los bordes de las calzadas, los niños recogían las bostas humeantes de zel y las echaban en cubos. Desde los balcones de las torres puntiagudas de los templos, los sacerdotes gritaban valiéndose de megáfonos para amplificar sus voces roncas. En el interior de una jaula enganchada a un poste en medio de una encrucijada había un delincuente desnudo, sentado con las piernas colgadas a través de los barrotes y arrojando sus heces a los incautos que se aventuraban a pasar cerca de él.

Se hallaban en la estación de las lluvias y, como para recordar a los habitantes de Q'os este hecho, se desencadenó un chaparrón. Al menos, el aguacero hizo que Nico y su maestro encontraran el camino más despejado, ya que la gente se dispersó apresuradamente en busca de un lugar donde guarecerse.

—Tengo la impresión de que estamos moviéndonos en círculo —protestó Nico, limpiándose en vano la lluvia de la cara.

—Eso hacemos. Así, si alguien nos sigue, acabará perdiéndonos.

—¿Si alguien nos sigue?

—Eso es. Q'os es una ciudad atenazada por la paranoia. La clase sacerdotal tiene su propia policía secreta, los llaman «reguladores». Arresta y encarcela a cualquiera sospechoso de deslealtad o herejía y paga a la gente para que informe sobre sus vecinos. Con la amenaza de la vendetta cerniéndose sobre Kirkus, que ya saben que es real tras nuestra primera intentona de acabar con su vida, los reguladores deben haber doblado la vigilancia. Podrían estar siguiendo a la gente recién llegada a la ciudad.

—¿Estamos en peligro incluso ahora?

—Estaremos en peligro cada segundo que pasemos aquí, Nico. Escúchame: mientras estemos en esta ciudad harás todo lo que yo te diga, sin rechistar y sin vacilar. Si nos metemos en un problema, tu única preocupación debe ser ponerte a salvo. Si me ocurre algo, vete, lárgate de aquí.

Esas palabras no ayudaron a la confianza de Nico. A medida que avanzaban, se daba la vuelta para mirar por encima del hombro, hasta que Ash le dijo que dejara de comportarse de una manera tan llamativa. Estaban calados hasta los huesos.

—Me escuecen los ojos por la lluvia —rezongó Nico, alcanzando a Ash después de esquivar un carro que se cruzó en su camino—, Y tengo un resabio asqueroso en la boca.

—La atmósfera de la ciudad está muy contaminada por la cantidad de carbón que se quema. Cuando no llueve con fuerza, la ciudad suele estar envuelta en una neblina hedionda. La llaman la Neblina de Baal, en recuerdo a un antiguo rey famoso por sus flatulencias. Se dice que con el tiempo uno acaba acostumbrándose.

Nico lo dudaba. Estuvo siguiendo al anciano roshun como un perrito faldero durante una hora, fijándose en los extraños espectáculos que le ofrecía la ciudad mientras intentaba ignorar los quejidos de su estómago vacío, pues todavía no habían desayunado.

Al fin se detuvieron frente a una pensión, un edificio achaparrado de desgastados ladrillos grises, con las ventanas cubiertas por una capa de mugre, los marcos podridos y la pintura descascarillada. En la fachada del edificio, a unos diez metros de altura, había un cartel de dimensiones desproporcionadas en el que podía leerse en lengua franca «PENSIÓN EL PARADISO» encima del dibujo de una cama.

—Esta servirá —señaló Ash. No era un lugar peor que cualquier otro del distrito.

Una vez dentro, se detuvieron, empapados, frente al mostrador y dieron nombres falsos. El recepcionista apenas levantó la mirada del periódico cuando Ash firmó en el libro de registros, y únicamente interrumpió su lectura el tiempo necesario para recitar:

—Todavía hay habitaciones disponibles en la cuarta planta. Probad allí. No se admiten visitas después de las nueve. No se puede cocinar en las habitaciones. Nada de encender fuego, ni siquiera velas. ¡Ah!—añadió, desviando por fin la mirada del periódico—, Nada de tirar las evacuaciones por la ventana. Hay un agujero para utilizar como retrete en cada planta. Éste es un establecimiento respetable y nos gustaría que siguiera siéndolo, ¿entendido?

—En ese caso nuestro comportamiento se ajustará al respeto que merece —repuso Ash, apretando el puño hasta que cayó agua sobre el libro de registros abierto, cuyas hojas quedaron cubiertas de manchas negruzcas.

El recepcionista lo cerró de sopetón para salvarlo de males mayores y dio por concluida la transacción con una sonora aspiración de la nariz; retomó la lectura de su periódico y Ash y Nico enfilaron por la escalera cargados con sus mochilas. En cuanto le dieron la espalda, el recepcionista los observó con el rabillo del ojo.

Dar con una habitación vacía consistía en encontrar una puerta cualquiera de cuya cerradura sobresaliera una llave. Se toparon con una en la cuarta planta, tal como les había dicho el recepcionista. Nico, que marchaba delante, apretó los dedos alrededor de la llave e intentó girarla, pero la llave no se movió.

—Aparta —dijo Ash.

De hecho, la cerradura no estaba fijada a la puerta, sino a una sólida caja metálica sujeta a su vez al marco de la puerta. Antes de poder girar la llave, Ash tuvo que introducir una moneda por una ranura en la caja metálica, una maravilla de plata nada menos, puesto que las monedas de cuarto, más pequeñas, salían devueltas por la parte inferior del artefacto.

Nico escuchó cómo se perdía el sonido metálico de la pesada moneda de una maravilla en el interior de la caja, traqueteando como si hubiera emprendido un descenso por la pared. Entonces se oyó un clic y la llave giró impelida por la mano de Ash. El roshun extrajo la llave de la cerradura y abrió la puerta de un empujón.

Llamar habitación a aquello era una ironía, ya que apenas tenía la longitud justa de una persona tumbada; disponía de dos camas plegables que bajaban de la pared, una encima de la otra, y que en ese momento estaban cerradas. Ash introdujo otra moneda en una ranura que había en la bisagra de una de las camas y tiró de ella para desplegarla. Se sentó en ella, con la mochila en el regazo, a punto de desfallecer, y suspiró como el anciano que era.

Nico cerró la puerta y, con un par de zancadas, cruzó la habitación hasta la diminuta ventana y dejó la mochila apoyada contra la pared de yeso mugrienta bajo el alféizar. La habitación olía a grindelia, a sudor rancio y humedad, y necesitaba urgentemente que la ventilaran. Intentó abrir los postigos, pero éstos se negaron a moverse.

—Nico —dijo Ash, ofreciéndole con el gesto apenado un cuarto de maravilla.

Nico reparó en la ranura para monedas en el marco de la ventana. Incrédulo, introdujo la moneda y oyó el clic en el interior del mecanismo mientras la moneda descendía por sus entrañas. Cuando por fin abrió los postigos, sus ojos se toparon con un muro de ladrillo cubierto de hollín y excrementos de ave que se levantaba al otro lado de un callejón de poco más de dos metros de anchura.

Buena parte de las ventanas de la pared opuesta estaban abiertas y por ellas se veía a gente sentada de espaldas, rostros pálidos asomados, atisbos fugaces de movimiento, una discusión. .. El tufo del aire que impregnaba el callejón era peor que el del interior del cuartucho. El jaleo de la ciudad se colaba por la ventana y Nico se inclinó para examinar el callejón que se extendía varios metros por debajo, lleno de basura y charcos. Cuando se volvió a la izquierda, descubrió una larga serie de callejones similares que desembocaba directamente en la bahía del Primer Puerto.

Devolvió la mirada a las ventanas del edificio vecino mientras a su espalda su maestro sacaba sus cosas de la mochila. A través de la ventana que tenía justo enfrente vio a un hombre sentado en un taburete que construía algo con un montón de cerillas.

Nico se dio la vuelta y se apoyó en el alféizar. Se dio cuenta de que la débil luz que entraba de la calle únicamente servía para hacer más evidente el estado vergonzoso de la habitación.

—¿Cuándo nos reuniremos con Baracha y Aléas?

—Mañana —respondió Ash, depositando cuidadosamente su cepillo de dientes en su envoltorio y su pastilla de jabón junto al lavabo—. Aunque antes debemos encontrarnos con nuestro agente para asegurarnos de que han llegado sanos y salvos.

—Podemos ir ahora.

—No. Será mejor esperar a que anochezca.

«Genial», dijo Nico para sus adentros. No le seducía la idea de pasarse toda la tarde sentado sin hacer nada en aquel cuartucho.

—Usted ya había estado en Q'os. Podría enseñarme algunos lugares de interés.

—Ten —repuso Ash, alargando la mano con uno de los libros diminutos que llevaba en su mochila—. Puedes matar el tiempo leyendo. Está escrito en lengua franca. Yo me echaré una siesta.

Nico se quedó mirando el libro que le ofrecía su maestro, pero no lo cogió. Poesía, supuso. Ash siempre estaba leyendo poesía.

—Para serle sincero, preferiría pasarme el día arrancándome las uñas.

Ash enarcó una ceja y dejó el libro en la cama. Durante el viaje había mostrado la misma reacción neutra cada vez que Nico declinaba su invitación a leer. Aunque esta vez añadió:

—No sabes leer, ¿verdad, muchacho?

Nico se puso rígido.

—Claro que sé leer. Es sólo que no quiero hacerlo.

—No. Quizá puedas leer alguna palabra suelta, pero no creo que tus conocimientos vayan más allá.

Nico agarró el libro de la cama.

—¿Quiere que lea algo? Escuche, aquí dice... —Examinó con los párpados entornados las palabras de la portada—. La... llamada... de... Heron —leyó, y abrió el libro para proseguir por la página de hermosos caracteres negros—. Una... anto... logía de las... medi... ta... ciones de... de...

Las palabras empezaron a mezclarse delante de sus ojos, como siempre le sucedía. Las letras se emborronaron y Nico entrecerró un poco más los ojos tratando de ver con mayor nitidez. Pero no funcionó. Furioso, tiró el libro a la cama.

—No es que nunca lo haya intentado —confesó—. Las palabras se confunden y empiezan a bailar por la página delante de mis ojos. Al menos en las representaciones teatrales puedo seguir la trama. En los libros no.

—Entiendo —repuso Ash—. Yo tengo el mismo problema.

—¡Pero usted siempre está leyendo!

—Ahora sí. Pero cuando era un muchacho sufrí una serie de contratiempos que me hicieron temer las palabras. Algunos nacemos así, Nico. Eso no debe impedirnos leer. Sólo nos añade una dificultad. Tienes que practicar y leer a tu ritmo. Ven, siéntate conmigo, te enseñaré.

Nico lo habría evitado de haber podido. Sin embargo, notaba la presión del alféizar en la espalda que le recordaba que no tenía adonde huir. Ash se sentó en la cama y apoyó el libro sobre el regazo. Advirtió la renuencia de Nico.

—Confía en mí, Nico. Saber leer resulta muy valioso en esta vida.

—Pero usted sólo tiene libros de poesía, y la poesía me aburre.

—Tonterías. La poesía es la vida que vivimos, el aire que respiramos. —Ash abrió el libro al azar. Se tomó unos momentos para examinar las páginas, se lamió el dedo pulgar y pasó la hoja—. Escucha: Este es un poema en el estilo habitual de Honshu. Es de Issea y refiere una noche que se encuentra sentada en soledad.

Leyó con suavidad:

Estanque de la montaña

que te bebes la luna,

que me bebes a mí.

Se volvió a Nico.

—¿Sientes la soledad que trasmite?

—Quizá debería leerlo otra vez. Es muy corto y no me había enterado de que ya había empezado a leer.

Sin embargo, los versos habían conseguido llevarlo a sentarse junto a Ash y a que bajara la mirada hacia las palabras impresas.

Ash depositó el libro en el regazo de Nico.

—Intenta leerlo tú, a tu ritmo.

Nico leyó una a una las palabras con suma concentración, articulando con la boca. En cuanto empezaron a moverse y a mezclarse se obligó a calmarse. Cuando quería, podía leer; lo que odiaba era el esfuerzo agotador que le exigía y la frustración por su ineptitud. No obstante, con estos poemas breves resultaba más fácil; además el lenguaje era sencillo y había amplios márgenes blancos alrededor de las composiciones. Iba hojeando el volumen y eligiendo los poemas según aparecían ante sus ojos. De un modo inconsciente empezó a recitar uno en voz alta:

En la entrada,

el espacio

de un pájaro sobresaltado.

—¿Ves?—dijo Ash—, Lees muy bien. Es duro, pero no imposible.

—Estos poemas... o te llegan al instante o ya no lo hacen.

Ash asintió.

—Ten, quédatelo. Considéralo una parte de mis enseñanzas.

—Gracias. Nunca había tenido un libro. —Lo contempló detenidamente y paseó los dedos por la cubierta de piel. Se puso en pie, con el libro en la mano y preguntó—: Ahora, por favor, por lo que más quiera, ¿no podemos salir a la calle y hacer algo?