Capítulo 16
La pesca
—Mantienes las distancias con él. Me he dado cuenta —señaló Kosh en su honshu nativo.
—Mantengo las distancias con todos —repuso Ash, pasando a su viejo amigo la vasija de calabaza con fuego de Cheem.
Kosh le dio un trago y se la devolvió.
—Ya. Pero me refiero a que lo haces especialmente con el muchacho.
—Así es mejor para él.
—¿En serio? ¿Mejor para él o para ti?
Ash apoyó la espalda contra el árbol bajo junto al que se habían sentado en el borde de la arboleda de malis. Tomó otro trago y sintió como el líquido le abrasaba la garganta en su viaje hasta las profundidades de su estómago. El día era excepcionalmente caluroso para las montañas de Cheem, de modo que la sombra bajo las frondas de los malis proporcionaba un refugio agradable a los dos compatriotas llegados de su remota tierra. Los ruidos cotidianos del cercano monasterio se perdían en el silencio del fondo del valle que se extendía frente a ellos. El valle en sí se reducía a una minúscula y hermosa área delimitada por las escabrosas montañas que lo rodeaban: en la distancia se alzaban picos nevados, y más cerca, cumbres más bajas moteadas por las cabras monteses; encima, el azul intenso del cielo, surcado por nubes más delgadas que el papel.
Kosh eructó.
—Ya sabes que me encargué de enviar la carta que escribió a su madre —dijo con voz firme.
—¿La leíste?
Kosh meneó la cabeza.
—Ese muchacho parece poseer un alma sensible. He oído que a menudo busca la soledad.
—Quizá le gusta.
—Ya, como a su maestro. Sin embargo, me preguntaba... me preguntaba si estará preparado para todo esto.
Ash resopló.
—¿Y quién está preparado para esto?
—Nosotros lo estábamos —replicó Kosh.
—Nosotros éramos soldados. Ya habíamos matado antes.
—Soldados o no, ambos estábamos predestinados para esta vida. Sin embargo, cuando miro a tu muchacho no le veo eso en los ojos. Puede ser un luchador, sí, pero... ¿un cazador, un asesino?
—No dices más que tonterías. Llevas toda la vida diciendo tonterías. En este trabajo, e incluso en el mundo normal, sólo cuenta una cosa. Y eso es precisamente lo que sobresale en él.
—¿Tener una madre necesitada de diversión?
Ash alzó la barbilla.
—Tiene corazón —contestó.
Permanecieron un rato sentados, contemplando el valle luminoso en silencio. El sol reverberaba en la superficie encrespada del agua, convirtiendo el riachuelo en una ondulante y larguísima cinta plateada con visos dorados. Ash notaba que a Kosh todavía le rondaban algunas preguntas por la cabeza, unas preguntas que se reprimía formular desde el regreso de Ash al monasterio de Sato acompañado de un aprendiz.
—Es sólo que estoy sorprendido. Nada más —dijo por fin Kosh—. Después de todo este tiempo nunca creí que te vería con un aprendiz. Y se comenta que serías incapaz de enseñar trucos nuevos a un perro. —Su tono cambió, se suavizó un poco—, Al final el tiempo te ha curado, ¿eh?
Ash lo miró de soslayo con su respuesta en los ojos.
Kosh asintió y se volvió, con los párpados entrecerrados mirando al horizonte, quizá evocando sus propios recuerdos de ese día del que ninguno de los dos deseaba hablar.
Hacía tiempo que Ash había descubierto que no era capaz de perfilar el rostro de su hijo si no era rememorándolo en los instantes finales de la vida del muchacho. Ironías de la memoria, se decía: sólo recordar con todo detalle los momentos más dolorosos.
Ahora se le aparecían con claridad las facciones de su hijo, que tenía más de su madre que de él mismo. El muchacho, su escudero en el campo de batalla con sólo catorce años, incómodo enfundado en el coselete de cuero, cargado con las lanzas de repuesto y con los odres con agua colgados de los hombros. El muchacho, caminando hacia él a trompicones entre los cuerpos agonizantes y los cadáveres esparcidos por su posición en una loma en el extremo izquierdo de la línea de batalla principal, tropezando y cayendo cegado por el terror. Las palabras de Ash se perdían en el fragor de la lucha que se libraba a su alrededor. El rostro de su hijo se puso lívido de repente, cuando se volvió hacia la caballería envuelta en la neblina formada por el vaho que despedían los bufidos de las monturas que acababan de irrumpir por la retaguardia desmantelada de sus tropas. Los hombres del general Tu, sus propios camaradas del Ejército Popular, se habían pasado al bando de los tiranos a cambio de una fortuna en oro.
En ese momento, Ash se había dado cuenta de que la batalla estaba perdida. También había sabido que su hijo estaba muerto antes de que el jinete se reclinara sobre la silla, descargara la hoja contra su cuello y lo decapitara de un tajo... de forma que en un abrir y cerrar de ojos su hijo había pasado de estar allí a convertirse en un recuerdo atroz contra el que Ash tendría que luchar el resto de su vida, un cuerpo que se derrumbaba y se confundía entre el resto de los cadáveres que sembraban el campo de batalla.
Ash habría cometido una locura si Kosh y el escudero de éste no lo hubieran golpeado hasta dejarlo inconsciente y se lo hubieran llevado a rastras lejos del cuerpo del muchacho y de la refriega; todo el flanco izquierdo ya se dispersaba como polen arrastrado por el viento. Pese a que la derrota estaba siendo aplastante, en la posición del general Osho no hicieron caso de la orden de retirada y durante el repliegue por uno de los desfiladeros que atravesaban el campo de batalla, el general y su escolta interceptaron el paso del escuadrón de caballería principal que se había lanzado en su persecución y se enzarzaron en una lucha sin cuartel mientras el resto de sus hombres, unos tres mil, corrían sin pensar en nada más que en salvar el pellejo.
La mayoría se sintieron afortunados de haber escapado vivos ese día. Sin embargo, Ash nunca había compartido ese sentimiento.
Sonó una campana. Debía llevar sonando unos minutos cuando ambos repararon en el ruido.
Ash y Kosh se revolvieron y dirigieron la mirada hacia el monasterio.
—¿Es la hora del desayuno?
—Hace dos horas que desayunamos.
—¿Qué será entonces?
Ash ya se había puesto en pie e hizo un gesto con la cabeza a Kosh para que se levantara.
Nico escuchaba con una timidez creciente el clamor de las campanas mientras iban apareciendo en el patio los moradores del monasterio y se congregaban alrededor de ellos. Nadie, tampoco Baracaha ni Olson, había pedido que se tocara la campana, pero otro roshun —de nombre desconocido para Nico—, al ver lo que estaba cociéndose, se había sonreído y se había arrogado la tarea de invitar a todo el mundo a asistir al divertimiento vespertino.
Daba la impresión de que todos los roshuns del monasterio habían acudido al patio. Como era el día del Necio, por tanto su día libre, charlaban y reían ociosos, y la temperatura tibia de finales de verano les arrancaba fácilmente una sonrisa.
A una decena de pasos de Nico aguardaba Aléas, con Baracha a su lado hablándole al oído; su colega aprendiz no parecía más feliz que Nico por las circunstancias que los envolvían.
En ese preciso momento apareció Ash a trancos por la puerta, acompañado de Kosh, ambos con los andares exageradamente prudentes de quien ya está algo achispado. «Genial —se dijo Nico—, Ahora voy a quedar en ridículo también delante del viejo.»
Ash se detuvo y examinó la escena que se desplegaba ante sus ojos; reparó en el labio inflamado de Aléas y su barbilla todavía manchada de sangre; en Baracha revoloteando alrededor del muchacho; en el gesto serio aunque con una expresión jocosa en los ojos de Olson y en el espacio despejado entre los dos aprendices sobre el que yacía una serie de objetos: dos rollos de hilo de pesca con un anzuelo y una lámina plateada retorcida en el extremo de cada uno junto con dos grandes redes lastradas.
Ash se acercó a su aprendiz, pero no dijo nada. Nico resolvió no dirigirse a su maestro si éste no le hablaba primero, de modo que permanecieron el uno pegado al otro como un par de mudos rodeados por los murmullos de los roshuns congregados en el patio. Aléas meneó la cabeza, pero Baracha torció el gesto y lo reprendió en voz baja, tiró de su aprendiz hacia el equipo desparramado en el suelo. La barbilla de Aléas volvía a sangrar.
—¡Esto es un disparate! —espetó Nico por fin a su maestro, y vio de reojo que el anciano asentía con la cabeza.
—Ya sé de qué va todo esto —repuso Ash.
Olson levantó los brazos para acallar al público reunido.
—Acercaos —dijo, dirigiéndose a los aprendices.
Los muchachos se aproximaron a los aparejos de pesca. Aléas los miró fijamente, o quizá lo que miraba era el suelo que se extendía debajo de ellos. Nico, por su parte, tenía la vista clavada en Aléas, sin embargo, éste no levantó los ojos.
—En Sato tenemos una forma de resolver las enemistades —anunció Olson—, Solucionaréis vuestras diferencias a la manera tradicional, pues ésta nació inspirada por la sabiduría. —Y continuó, señalando los aparejos—: Cada uno de vosotros elegirá uno de estos objetos. Una vez equipados, os dirigiréis a las charcas de la cima del valle, donde permaneceréis pescando hasta el mediodía; todas las capturas cuentan, da igual el tamaño. Regresaréis sin demora. Tenéis tres horas. Si no estáis aquí cuando suene la campana, seréis descalificados. Quien traiga el mayor número de peces al patio será declarado ganador y vuestra disputa habrá quedado zanjada. ¿Lo habéis entendido?
Aléas asintió de mala gana. Nico lo secundó inmediatamente.
—Perfecto. Ahora, escoged.
Nico se volvió al anciano buscando alguna indicación. Ash pestañeó, con el gesto impertérrito.
«¿Pescar? —pensó—. Quizá realmente sólo se trata de pescar.»
Pero, al mismo tiempo, sabía que tenía que haber gato encerrado; el interés del resto de los roshuns era una prueba evidente. El aprendiz era el reflejo del maestro, de modo que una competición entre ellos dos en el fondo era una competición pública entre Baracha y Ash.
Nico lamentó no poder decir en voz alta todo esto y pedir a los dos veteranos roshuns que resolvieran sus diferencias entre ellos y que a él lo dejaran al margen. Tuvo que morderse la lengua. «Después de todo —pensó—, quizá tengo una oportunidad de derrotar a Aléas.»
Con una concentración renovada, Nico paseó la mirada por los elementos dispuestos desordenadamente a sus pies. «¿Hilo y anzuelo o red?», ponderó. Capturaría más peces de una vez con la red, pero tenía aspecto de ser más pesada con todas las piedras ensartadas en los bordes para lastrarla. Primero tenía que ascender a la cima del valle cargado con ella a la espalda y luego emprender el regreso al monasterio antes para llegar sin demora. No, él no tenía tanta fuerza y perdería demasiado tiempo. Además, él entendía de pesca y sabía que una red de esas características ahuyentaría a los peces la primera vez que la arrojara al agua. Por tanto, se agachó y cogió el carrete de hilo.
Lanzó otra ojeada a Ash, quien le hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible con la cabeza.
Aléas también se decidió por fin, y Nico experimentó una sensación fugaz de alivio al ver que su contrincante elegía la pesada red.
—Recordad —dijo Olson—, Quien regrese a la hora convenida con el mayor número de capturas será el ganador. Ya podéis partir.
Los roshuns prorrumpieron en un coro de rechiflas y gritos. Aléas se echó la red por los hombros y salió disparado hacia la puerta. Tras un momento de vacilación, Nico salió tras él.
El calor incrementaba la dureza de la ascensión. Nico mantuvo el ritmo y siguió corriendo pese al dolor de piernas, animado porque enseguida adelantó a Aléas por el camino pedregoso; su compañero ya había aminorado el paso bajo el peso de la red que acarreaba a la espalda.
—¡Te guardaré algunos peces! —le gritó por encima del hombro, pero Aléas no le respondió y continuó con la cabeza gacha; le palpitaban las piernas.
Nico se quitó sobre la marcha su pesada túnica. Se quedó sólo con la ropa interior gris que llevaba, y arrojó la túnica lejos, entre la hierba alta, para que Aléas no le copiara la idea.
Concentrado en el tramo de suelo que antecedía cada zancada, imprimió a su marcha un ritmo que confiaba poder mantener. Por su derecha discurría el cauce serpenteante del arroyo que descendía de las montañas, pero Nico se mantuvo alejado de él para evitar sus márgenes pantanosos. El sol seguía escalando por el cielo, aunque hasta el valle se deslizaban desde cotas más altas nubes densas que impedían el paso de los rayos cálidos del sol, a las que siguió un viento que le azotaba la cabellera y peinaba con su fuerza constante la hierba del valle.
Nico rebasó la cabaña del Vidente, quien en ese momento se hallaba sentado fuera, pintando en un trozo cuadrado de pergamino; le saludó con un breve movimiento de la cabeza que el anciano monje le correspondió.
Se detuvo un instante para beber un trago de agua del arroyo cada vez más estrecho; echó un vistazo atrás y distinguió la figura de Aléas avanzando penosamente por el mismo sendero. Fue una imagen gratificante.
Media hora después ya había alcanzado la cima del valle y viró de nuevo hacia el arroyo y una serie de manantiales de los que manaba el agua a borbotones. Vio truchas deslizándose por las charcas formadas por las fuentes y rápidamente eligió el lugar que le pareció más propicio: una vasta laguna sobre la que se extendía una exuberante bóveda de vegetación y a la que se acercó en cuclillas.
Se apresuró a desenrollar el cordel mientras examinaba la laguna y los peces que nadaban en sus aguas cristalinas; luego sacudió el anzuelo y la fina lámina del cebo para asegurarse de que no estuvieran enredados. Se dio cuenta de que iba a necesitar un flotador, así que arrancó una ramita de un arbusto doblegado por el viento y lo ató al hilo de pesca. Exhaló un último suspiro profundo, lanzó el anzuelo al agua y esperó sentado en cuclillas.
Los peces estaban hambrientos y tan pronto como el cebo plateado destelló en el agua, una trucha se lanzó como una flecha hacia él y se tragó la lámina y el anzuelo de un bocado. Nico soltó un gañido de entusiasmo y rápidamente tiró del hilo. Era pequeño, pero el tamaño no importaba. Notó en los brazos el peso ligero de la captura mientras la sacaba con sumo cuidado del agua; el pez se sacudía en el extremo del cordel. Por fin lo tuvo entre sus manos, mojado, resbaladizo y real, pugnando por escapar de sus garras. Con la maña que había cultivado en su niñez, le extrajo el anzuelo y lo aporreó contra una roca hasta matarlo.
Inmediatamente arrojó de nuevo el anzuelo al agua, con el corazón martilleándole el pecho. No podía creer lo fácil que se le presentaba la jornada de pesca, y una sonrisa de felicidad le iluminó el rostro. «Por una vez, amiguitos —dijo, dirigiéndose a los peces que todavía no había pescado—, la fortuna se atreve a son— reírme.»
El tiempo pasaba lentamente. Nico andaba atareado con el anzuelo y el hilo de pescar. Había decidido seguir en la laguna hasta que le pareciera que le había sacado el rendimiento suficiente y luego trasladarse a probar suerte a una charca más baja.
La tarea era pura y placentera. Nico se sentía embargado por una tranquilidad reconfortante y sosegada como la de los ardientes rayos de sol que le acariciaban los brazos. Por el cauce que el curso de la corriente había excavado en la tierra se deslizaba una brisa tan fresca que resultaba vigorizante. De vez en cuando se oía el reclamo de un pájaro que nunca se veía; el agua borboteaba y las moscas zumbaban trazando arcos en el aire, a veces tan cerca de él que le barritaban al oído.
No había vuelto a atisbar a Aléas, cosa que le pareció extraña. En un principio lo inquietó la posibilidad de que su amigo estuviera tramando alguna artimaña. Pero según pasaba el tiempo y el sol alcanzaba la altura del mediodía, se dejó llevar por el convencimiento de que Aléas había sufrido algún contratiempo; quizá una torcedura de tobillo, o quizá simplemente se había cansado de cargar con su pesada red y había decidido quedarse pescando más abajo.
Ya tenía veintidós truchas de pequeño tamaño desparramadas en la hierba, atadas a un trozo de cordel. Por el ángulo del sol en el cielo calculó que todavía debía de disponer de media hora antes de tener que emprender el camino de regreso. No quería salir con el tiempo justo.
Estaba tan absorto en sus cálculos que no se apercibió del ruido sutil que se acercaba por su espalda.
Un pájaro interrumpió bruscamente su canto y sonó el crujido de lo que parecía una mata aplastada por pisadas. Pero Nico tampoco se percató de ello. Sin embargo, se produjo un efímero cambio en la dirección del viento y un olor se introdujo por sus fosas nasales. Olfateó el aire casi de un modo inconsciente y el rincón de su cerebro donde residían la alerta y la cautela intentó identificar el repentino aroma arrastrado por la brisa, hasta que finalmente llegó a una conclusión: era el hedor a sudor humano.
Nico se dio la vuelta alarmado.
Demasiado tarde.
—Odio hacerte esto. Te lo aseguro. Pero en esta materia mi maestro no me deja elección. Así que ya ves.
«Una declaración fabulosa», pensó Nico, aunque sólo fuera por la firmeza de su voz, como si Aléas estuviera paseando, disfrutando del aire fresco, cuando en realidad descendía por la falda del valle cargado con el pescado de Nico ensartado en un largo trozo de hilo de pescar sobre un hombro y su colega aprendiz aprisionado en la red de pesca sobre el otro.
Nico parpadeó para limpiarse el sudor del ojo izquierdo. El otro ya lo tenía cerrado por la hinchazón de un puñetazo que había olvidado. Lo último que recordaba era darse la vuelta y vislumbrar un repentino movimiento delante de sus ojos. Lo siguiente que sabía era que allí estaba: en la situación más humillante que jamás había imaginado.
—Tus palabras —masculló Nico con los dientes apretados y sufriendo la fuerte presión que ejercía la red contra su rostro—, no son de ningún consuelo ahora mismo, Aléas.
Aléas gruñó, como confirmando que en efecto les había tocado vivir en un mundo ingrato y que él, más que nadie, tenía que padecer sus consecuencias.
—¿Por qué lo haces?—inquirió Nico, con la red metida entre los dientes—. ¿Tanto temes a tu maestro?
Aléas se detuvo un momento y se dio la vuelta para dirigirse a Nico como si éste viniera caminando detrás de él.
—No es miedo, Nico. Podría derrotarlo con cualquier arma que Baracha eligiera para un duelo, aunque eso sólo lo sabe él.
—Ah —exclamó Nico, ganando tiempo.
—Le debo la vida, Nico. ¿Qué alternativa hay cuando la deuda contraída con alguien es tan alta?
Aléas reemprendió la marcha. Nico iba botando al ritmo de las zancadas de su rival y cada paso de éste le provocaba una estremecedora punzada de dolor en sus apretujados miembros. Tenía todo el cuerpo entumecido salvo el brazo que había conseguido sacar de la red.
—Te resarciré de ésta —añadió Aléas, en un tono más relajado que el empleado anteriormente—. Te lo prometo.
Nico notó que el hilo de la red se deshilachaba entre sus dientes. Tiró con fuerza con su mano libre y rasgó otro tramo de la red, y luego otro, y, de repente, se precipitó por el agujero que acababa de abrir y se estrelló de espaldas contra el suelo.
Aléas se volvió inmediatamente, todavía con la red entre las manos, y observó, más con una expresión de divertida curiosidad que de sorpresa en el rostro, cómo se levantaba Nico a trompicones. Pero Nico le borró la sonrisa de los labios con un gancho de derecha. Aléas se tambaleó tratando de mantener el equilibrio y Nico le propinó una patada tan certera en la entrepierna que él mismo se estremeció con la brusquedad del impacto.
Aléas se puso blanco y se sentó con un cuidado extremo, resoplando y agarrándose la entrepierna.
—¡Santo cielo! —rezongó entre dientes—, ¿Era absolutamente necesario?
—Estas son las decisiones que nos vemos obligados a tomar en este lamentable mundo. Bueno, ¿por dónde íbamos?
—Llegarán en cualquier momento —observó Kosh, pasando la vasija de calabaza a Ash.
—¿Crees en serio que puede ganar? —inquirió Osho, sin apartar la mirada de la entrada al patio.
Kosh se encogió de hombros.
—Siempre has dicho que nunca puede darse por segura una victoria, ni siquiera cuando se logra.
La respuesta de Kosh provocó la risa de Osho y alentó las esperanzas de Ash.
—Si tu chico gana —dijo Baracha, también con los ojos fijos en la entrada y dándose golpecitos en la pierna con nerviosismo—, prometo tragarme la lengua.
—Por favor —repuso Kosh—, preferiría que no lo hicieras.
En un rincón del patio, el hilito de agua del reloj caía ruidosamente en su cómputo del tiempo. Ash se sorprendió de sentir en el estómago el cosquilleo propio de quien está a la expectativa. Quizá sólo se había contagiado levemente de la tensión de Baracha, o quizá, después de todo, realmente le importaba derrotar al Alhazií en sus jueguecitos.
Por lo menos, el muchacho sacaría algo de provecho. Una victoria ante los ojos de todos ayudaría a su adaptación y alimentaría su confianza en sí.
—Ya llegan —anunció Kosh el instante previo a que los aprendices aparecieran por el túnel del patio.
Algunos roshuns se pusieron en pie o emergieron del interior del monasterio dando voces.
—¡Aja!—exclamó Kosh—, Llegan juntos. ¡Y mirad, llevan las capturas entre ambos!
«Pero ¿qué es esto?», se preguntó Ash, desdibujando su gesto adusto con una sonrisa.
Baracha se cruzó de brazos, con las mandíbulas tiesas de cabo a rabo, como si verdaderamente estuviera tragándose la lengua.
Los dos muchachos llegaban cubiertos de mugre y sudor. Se detuvieron delante de los roshuns; en sus ojos podía leerse que habían puesto el punto final a aquel asunto independientemente de lo que tuviera que decir nadie al respecto. Al unísono arrojaron hacia sus maestros la red y las truchas muertas.
—Ya es suficiente —musitó Aléas, dirigiéndose a Baracha.
El hombretón alhazií inclinó la cabeza.
Los roshuns se apelotonaron alrededor de los aprendices y Kosh les felicitó con una palmada en la espalda. Aléas pasó sonriente el brazo por el hombro de Nico.
Osho fue el primero en advertir la llegada del Vidente. Ash se volvió a su prior cuando lo vio adelantándose un par de pasos con la mirada fija en la entrada, donde el anciano ermitaño aguardaba al sol.
El silencio se extendió entre el resto de los roshuns cuando repararon en su presencia. Osho y Ash se separaron del grupo y enfilaron hacia el Vidente.
—Algo va mal —observó Aléas, tirando de Nico.
—Ken-dai —dijo el anciano, dirigiéndose a Osho; el repentino silencio dio volumen a su voz queda.
—Ken-dai —respondió Osho.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nico en un susurro.
Pero entonces el Vidente añadió:
—Ramaji kana su.
Aléas inclinó la cabeza sobre el oído de Nico.
—Dice que ha tenido un sueño —le tradujo.
—San-ari san-re, su shido matasha.
—Y que cree que el mundo no debe seguir girando sin que lo conozcamos.
—An roshuntan-su... Antón, Kylos shi-Baso... tí an-yilicho. ¡Na-ga-su!
Aléas dejó salir un largo suspiro, al igual que todos los roshuns congregados a su alrededor. En medio del silencio musitó:
—Nuestros camaradas roshuns, los tres que fueron enviados para matar al hijo de la matriarca... han sido asesinados en Q'os.
—An Baso li naga-san, noji an-yilicho.
—Baso prefirió suicidarse a la vieja usanza antes que caer en manos de los sacerdotes.
No se movía una hoja en el vasto patio. Los roshuns aguardaban expectantes a que el Vidente continuara, pero al parecer no tenía nada que añadir.
—Hirakana. San-sri Dao, su budos —dijo al fin, frotándose una vez las manos. Luego giró sobre los talones y se marchó; sus protuberantes orejas se sacudían mientras desaparecía por la puerta del patio.
—Eso es todo. Id con Dao, hermanos.
Todas las miradas se volvieron a Osho. Nico reparó en los puños apretados del anciano prior, si bien la expresión de su rostro era de absoluta calma.
El silencio se prolongó entre los roshuns congregados, que esperaban que su líder se dirigiera a ellos... con algún tipo de discurso, quizá, o con unas palabras para honrar la memoria de los camaradas muertos. Sin embargo, Osho no dijo nada. Poco a poco, el silencio fue tornándose en un vacío que pedía a gritos que lo llenaran.
Las manos del prior y sus dedos pálidos apretados con tensión seguían siendo el objeto de la atención de Nico. La atmósfera de inquietud fue en aumento y los roshuns más jóvenes se revolvieron con nerviosismo.
Ash inició el movimiento de dar un paso adelante. Baracha se percató de ello e inmediatamente lo secundó. Sus voces se confundieron.
—Iré yo —declaró Ash.
—Y yo —dijo Baracha.
Ambos se miraron con una evidente expresión de sorpresa.
A su espalda, Nico y Aléas los secundaron.