Capítulo 4
El tren se movía en lo que a Dominica le parecía una gran velocidad.
Mientras miraba hacia el exterior, se sentía presa de la ensoñación que empezara a envolverla desde el momento en que Lord Hawkston llegara a su vida.
Hasta el último momento apenas podía creer que era una realidad dejar la vicaría y despedirse de sus hermanas.
Todas estaban demasiado emocionadas por los nuevos vestidos y sombreros que les obsequiara Lord Hawkston para que las perturbara el pensar que Dominica las dejaría.
Cuando les comunicó lo que él había ordenado para ellas, casi no podían creerlo.
—¿Nos dejará usarlos papá? —preguntó Fe—. ¿Qué dirá cuando nos vea tan elegantes?
—La vanidad y el deseo de portar ropa lujosa que domina a las mujeres es una abominación a los ojos del Señor —respondió Caridad imitando la voz de su padre.
—Estoy segura que nos obligará a usar nuestros vestidos y sombreros viejos —comentó entristecida Fe.
—En eso pensaba mientras venía a casa —expresó Dominica—. Y aunque quizá haga mal, puedo decirles lo que deben hacer.
—¿Qué? —preguntaron todas sus hermanas al unísono.
—En cuanto lleguen sus sombreros nuevos, quemen los viejos. Como saben, papá jamás aprobaría que se gastara en comprar nuevos mientras tengan alguno que puedan usar. Y no podrán asistir a la iglesia con la cabeza descubierta.
—¡Eres un genio, eso haremos! —exclamó Fe y la abrazó.
—Tal vez sea una maña —dijo Dominica algo titubeante—, pero estoy segura de que los vestidos serán preciosos, tan lindos como el mío y se ordenó que todos fueran diferentes.
—Lord Hawkston es el hombre más maravilloso del mundo —comentó Fe.
—Cuiden de no darle las gracias ante papá —las previno Dominica.
Y lo recordaron, pero su gratitud se desbordó cuando pudieron estar a solas con él.
—¿Cómo puede ser tan bondadoso?
—Apenas podemos creer que nos haga tan maravilloso regalo.
—Estoy ansioso por verlas vestidas con decoro —contestó Lord Hawkston con un vivo destello en la mirada.
Prudencia, que no había dicho nada, se aproximó hacia él.
—Es usted muy bueno. Y cuando crezca, me casaré con usted.
Lord Hawkston pareció asombrado, pero en seguida respondió:
—Me siento muy honrado al recibir la primera proposición matrimonial de una dama.
—¿Me esperará?
El la observó, era una réplica de Dominica en pequeño. Parecía muy frágil y adivinó que era la más débil de la familia. —Te diré lo que voy a prometerte. Cuando cumplas dieciocho años fe ofreceré un gran baile donde conocerás a los jóvenes más apuestos y encantadores.
Los ojos de Prudencia se iluminaron.
—¡Tengo que aprender a bailar!
—Pero también debes estar fuerte, así que aliméntate lo mejor que puedas, de lo contrario no soportarás bailar toda la noche, ¿verdad, milord? —intervino Dominica y lanzó una mirada significativa a Lord Hawkston.
—Así es —contestó él con gran seriedad—. Bailar es extenuante. Sería una tristeza si, como Cenicienta, tuvieras que retirarte de tu baile a la medianoche.
—Comeré bien —prometió Prudencia.
Ya a bordo del tren, Dominica pensaba cuan inteligente había sido él al brindar un estímulo a la niña. Prudencia siempre había representado un problema porque era muy delicada con la comida y no le agradaba casi nada de lo poco que su padre les permitía adquirir.
Los campos de arroz se alternaban con áreas de jungla. En un punto, que Dominica conocía como «Roca Sensación» la línea del tren corría sobre la ladera de la montaña y el panorama era espléndido.
Bajo ellos se abrían grandes precipicios.
Lord Hawkston viajaba sentado frente a ella, pero como infería que no quería charlar debido al ruido del motor, Dominica admiraba el paisaje, inmersa en sus pensamientos.
Tuvo tanta versátil actividad hasta el último momento, que no pudo concentrarse en sus propios sentimientos o para meditar en lo que le esperaba.
Sólo en la oscuridad de la noche sentía un pequeño temblor de miedo al imaginar que Gerald Warren la estaría esperando y se preguntaba si él tendría respecto a ella los mismos temores. Ella al menos podía vislumbrarlo parecido a su tío y eso ya era un consuelo.
Pero él no tenía con quién compararla y tal vez se sentiría incomodísimo y con deseos de rebelarse ante la idea de casarse con una desconocida.
Desde él lunes, Lord Hawkston había enviado una carta con un mensajero, con instrucciones de entregarla personalmente a Gerald. Más no le comentó si había pedido respuesta. Supuso que no la esperaba, estaba seguro que su sobrino obedecería sus órdenes sin protestar.
Le era imposible evitar el temor, ya se acercaban a Kandy después de un recorrido de cuatro horas y debían cambiar de tren para efectuar la última etapa de su viaje.
Sabía que Kandy era una ciudad hermosa y catalogada como el último reducto de los reyes cingaleses, con su famoso Templo Sagrado del Diente, erguido junto a un lago artificial.
Pero jamás imaginó la plenitud de su belleza.
Esperarían dos horas para abordar el tren que los conduciría a la provincia central, situada a siete kilómetros de la plantación.
Adivinando que a ella le interesaba, Lord Hawkston alquiló un carruaje que los llevó a recorrer la población y las orillas del lago.
Por doquier florecían orquídeas, jazmines, magnolias, las flores anaranjadas y carmesí de los asoka y los delicados botones blancos de las champas, con penetrante y delicioso, aroma.
—¿Sabía que Krishna, el Dios hindú del amor, pone en la punta de sus flechas las flores de champa? —preguntó Dominica.
—¿Eso las hace más efectivas? —sonrió Lord Hawkston.
—Eso afirman los brahmanes —y en un arranque atrevido agregó—: ¿Ha estado alguna vez enamorado, milord?
—No lo bastante como para sacrificar mi libertad.
—Por lo tanto, la respuesta es negativa. Estoy cierta de que cuando somos presas del amor, no hay sacrificio, por cruel que parezca, que no estemos dispuestos a soportar…
—Infiero que ha leído algunas novelas románticas…
—Papá no permite ninguna en casa, pero considero que el amor… el amor verdadero, si lo encontramos, sería demasiado profundo para que pudiéramos resistirnos… a él.
Sabía que quizá era inadecuado hablar así, ya que se había dejado convencer de casarse sin ningún lazo de afecto y mucho menos de amor. Pero la belleza que la rodeaba la invitaba a vibrar intensamente y a soñar con ese maravilloso sentimiento.
Como si intentara desviar el tema de la charla, Lord Hawkston le comentó lo valientes que habían sido los habitantes de Kandy, últimos en rendirse ante los conquistadores británicos.
Le habló sobre el más espectacular de los festivales asiáticos, el Esala Perahera, que se realizaba en Kandy desde doscientos años atrás.
—Lo disfrutará. El pintoresco adorno de los elefantes, los músicos y danzantes, los ropajes enjoyados de los jefes, todo se combina para dar lucimiento al espectáculo más impresionante que he visto.
—Siempre he querido saber cómo o por qué, Ceilán posee el diente de Buda —comentó Dominica.
—Cuenta la leyenda que la famosa reliquia llegó en la espesa y oscura cabellera de una princesa que huyó de la India durante la guerra —respondió Lord Hawkston y con una sonrisa agregó—: sospecho que la tenía tan larga y abundante como la suya.
Dominica se ruborizó. —¿Cómo sabe… que así es… mi cabello?
—Porque supongo lo difícil que le resulta arreglarlo.
—Tal vez me convenga cortarlo un poco.
—No lo haga —casi ordenó Lord Hawkston—. La mujer debe mantener el cabello largo, es parte de su femineidad y sin duda el suyo es una cascada que la corona gloriosamente.
Dominica volvió a sonrojarse, pero a la vez la invadió un gran placer. ¡Era un cumplido!
El tiempo transcurrió con rapidez, regresaron a la estación y prosiguieron su viaje hacia el norte.
—Esto es muy diferente —comentó él mientras dejaban atrás la estación—. Cuando recién compré mi plantación, solía venir a Kandy a caballo. En aquel entonces había sólo una vereda polvorienta por la que enviábamos el café en carretas.
Sonrió y Dominica trató de hablar con tono natural, pero a cada instante aumentaba su tensión emocional.
Sabía que Lord Hawkston esperaba que se mantuviera tranquila, después de todo, por eso la había elegido para esposa de su sobrino y lo defraudaría si se mostraba histérica.
—En mi carta indiqué a Gerald que mejor no se reuniera con nosotros en Kandy. Me pareció difícil que pudieran dialogar por primera vez a bordo de un tren en movimiento. Lo conocerá en la casa que yo mismo construí y de la que me siento muy orgulloso.
—¿Fue una tarea difícil?
—Por el contrarío, fue algo que disfruté muchísimo. Al principio era mucho más pequeña de lo que es actualmente y mis planes se vieron interrumpidos al presentarse el derrumbe del café. Pero cuando adquirió fuerza el sembradío del té, reinicié el trabajo y la casa y el jardín no se terminaron hasta un año antes que tuviera que regresar a Inglaterra.
Su tono de voz indicó a Dominica que fue otra de las causas por las que detestó alejarse de Ceilán.
—Tal vez con su ojo crítico de mujer encontrará que omití muchos detalles, pero para mí gusto la casa es casi perfecta y su ubicación no podría ser mejor en todo Ceilán —explicó él con una sonrisa.
—Estoy segura de que me encantará.
Y también albergó la esperanza de poder sentirse encantada con su actual habitante.
¿Y si Gerald Warren estuviese muy dolido por la joven que lo despreciara y no quisiera saber nada de otra mujer?
«Debo ser muy amable y comprensiva», consideró Dominica.
Estaba habituada a comportarse tierna y compasiva.
Después de la muerte de su madre, su padre insistía en que lo acompañara en sus visitas a los nativos, donde encontraban viejos, enfermos, moribundos, algunos deformes y niños debilitados.
Como si tradujera su pensamiento, Lord Hawkston preguntó inesperadamente:
—¿Qué hacía cuando acompañaba a su padre en sus visitas?
—Papá siempre intenta convertir a los cingaleses al cristianismo. Mamá solía decir que debió ser misionero. Bautizó a muchas familias y las presiona para cumplir con sus obligaciones religiosas.
Sonrió al decir:
—Algunas veces creo que los obliga a ser cristianos, lo acepten, o no. Yo solía cuidar a los niños mientras papá conversaba con los padres, o procuraba que los enfermos tuvieran algunas comodidades. Creo que muchos disfrutaban de mi presencia sólo por tener a alguien con quien charlar.
—Lo creo.
Dominica miró por la ventanilla. Junto al camino vio un sacerdote budista con su brillante túnica azafrán.
—No comprendo —exclamó, pensando en voz alta— por qué un budista necesita cambiar su religión por la cristiana. El budismo es una religión muy completa y llena de paz.
—¿Ha leído acerca de ella?
—Y cambiado impresiones con muchos budistas. Papá no lo habría aprobado, pero me interesan tanto sus creencias que, en verdad, con frecuencia he deseado ser budista.
—Quizá lo fue en una previa encarnación.
—¿Usted también, como ellos, cree en la reencarnación?
—Digamos que la considero una posibilidad.
Los ojos de Dominica se iluminaron de interés.
—Me parece la única explicación… justa y sensata, para todas las calamidades y problemas del mundo. Y sus sacerdotes son dedicados, a la vez que tranquilos y respetuosos. Jamás intentan convencer a nadie de sus convicciones.
Lord Hawkston comprendió que ella analizaba el contraste que hacían con su padre.
En los últimos días pudo advertir lo inteligente que era y su formalidad era superior a su edad.
A pesar de su ignorancia respecto al mundo social, era obvio que tenía una mente que no podía esclavizarse y que alcanzaría alturas superiores a las demás.
—Le tengo una buena noticia —anunció de forma inesperada—. Envié instrucciones a la librería de Kandy para que envíen a la plantación las más recientes ediciones.
La radiante expresión de Dominica le indicó lo mucho que eso la alegraba, antes que ella lo dijera con palabras.
—Tendrá bastante tiempo para leer mientras Gerald salga a inspeccionar el campo, pero hay algo que debo decirle.
—¿Qué? —preguntó Dominica un tanto nerviosa.
—No debe hacer ninguna faena doméstica. Tendrá suficiente servidumbre y realizar el trabajo que a ellos les corresponde sería ofenderlos y como una insinuación de que no son eficientes.
—¿Y si hacen las cosas mal?
—Puede explicarles cómo lo desea, pero nada de sacudir, fregar el piso o lavar la ropa.
—¿Y cocinar?
—Mi cocinero es muy competente. Y si por alguna causa ya no está en la casa, lo que no creo probable, puede usted enseñar a quien tome su lugar, pero entiéndalo bien, Dominica, usted no debe cocinar.
Ella suspiró y comentó:
—Veo que me convierte en una gran señora. No importa si ha ordenado muchos libros para mí. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Cabalgar, por ejemplo.
—Solía montar un pony de pequeña, pero cuando murió ya no pudimos comprar otro.
—Yo la enseñaré —después de un instante, como si lo hubiera meditado, agregó—: a menos que Gerald quiera hacerlo él mismo.
A las tres y media de la tarde el tren hizo su arribo a la estación en la que debían bajar.
Poco antes de llegar a Kandy habían comido un delicioso almuerzo que les entregaron en un cesto, en la Casa de la Reina.
Y ahora, al descender del tren, Dominica se sintió un poco indispuesta y se preguntó si sería de temor o porque había comido demasiado.
Mientras se dirigían hacia el carruaje que los esperaba, se acercó a ellos un cingalés.
—¡Ranjan! —exclamó Lord Hawkston—. ¡Qué amable en venir a recibirnos!
Se estrecharon la mano y se volvió hacia Dominica.
—Dominica, le presentó a Ranjan. Es el capataz a quien dejé a cargo de la plantación cuando me marché a Inglaterra. Me alegra verte, Ranjan.
—Y a mí también, Durai. Esperábamos su regreso.
—¿Todo va bien?
—No, Durai. Muchos problemas.
—Me he enterado de ellos, pero te prometo que los arreglaré.
—Lo que sucede nadie podrá arreglarlo —respondió Ranjan.
Discreta, Dominica se apartó un poco, pero podía escuchar lo que hablaban.
—¿Qué pasó?
—Seetha, la muchacha que sinna Durai corrió, ha muerto. Esta mañana encontraron su cuerpo al fondo del torrente.
Dominica observó que Lord Hawkston se puso rígido.
—¡Se suicidó! —masculló casi entre dientes.
—Sí, Durai. Su padre, Lakshman jura vengarse.
—Cuanto antes debes encontrarlo, Ranjan. Dile que lo recompensaré generosamente por lo que ha sufrido.
—Lo intentaré, Durai, pero está enloquecido. Demasiado tarde para darle dinero.
—Inténtalo, Ranjan. Dile que acabo de llegar, que lamento mucho lo ocurrido y que me vea en seguida. Te veré más tarde.
Se volvió hacia Dominica.
—Vamos, Dominica, no debe permanecer bajo el sol.
El carruaje que los llevaba inició el recorrido a buen paso, pero en cuanto se alejaron de la estación y empezaron a subir las colinas, se redujo.
Como Lord Hawkston no hablara, un tanto nerviosa, Dominica preguntó:
—¿Quién es Seetha?
—¿Escuchó lo que dijo mi capataz?
—No pude evitarlo. Mencionó usted que se suicidó, ¿por qué?
Sabía que era una pregunta indebida, pero algo le indicaba que la respuesta era trascendental para ella.
—Escuche, Dominica, como usted ha pasado toda su vida en Ceilán, le será fácil comprender lo solitaria y aislada que es la vida de los plantadores en las colinas. Por eso estaba yo tan ansioso por encontrar esposa para mi sobrino.
—Seetha era cingalesa —musitó Dominica.
—Así es. Debió tener una perturbación mental para arrojarse al torrente. Es una caída profunda.
—¿Por qué lo hizo? —insistió Dominica.
Al no recibir respuesta, desconcertada, insistió:
—¿Tiene algo que ver… con que el señor Warren… la despidiera? Es a él a quien… su capataz… llama… sinna Durai… ¿verdad?
Lord Hawkston pensó mentir, pero comprendió que sería un ultraje a la inteligencia de Dominica.
Había sido una indiscreción del capataz mencionar frente a ella la muerte de Seetha, pero no tenía por qué saber que era la futura esposa del sinna Durai.
—Siempre hay mujeres, Dominica, dispuestas a ofrecer su compañía a los solitarios jóvenes plantadores que viven solos.
Aunque Dominica suponía algo así, no dejó de recibir un impacto.
—¿Quiere decir que el señor Warren y ella estaban… enamorados?
—No quise decir nada semejante. No es asunto de amor como usted y yo lo entendemos, Dominica. Simplemente cuando un hombre tiene la necesidad física de una mujer y ésta no tiene escrúpulos para ofrecerla, se convierte en un convenio de servicio amistoso.
—Creo que… debe ser una de las… tentaciones… contra las que con tanto fervor predica… papá. Intentó que en… Colombo se clausuraran los… lugares donde los plantadores conocían a ese tipo de mujeres porque juzga esas… relaciones… pecaminosas.
—Su padre tiene puntos de vista extremistas —fue la fría respuesta—. Pero, después de todo, hasta la muerte de la madre de usted estaba casado y no sufría de soledad ni se veía expuesto a las tentaciones que, le aseguro, conoce la mayoría de la gente.
—¿Por qué… la despidió… su sobrino?
—Déjeme aclararle de una vez por todas, que nada tiene que ver con la llegada de usted. Todo sucedió antes de mi llegada a Colombo.
Creyó que esa explicación mejoraría las cosas, pero también observó la palidez del rostro de Dominica y una expresión en sus ojos que no descifró.
Era lógico que la situación la impactara, pero si conseguía comprender que no había relación con ella en lo personal, la perturbaría mucho menos.
—Deseo que me prometa algo, Dominica.
—¿Qué?
—En estos días se ha estrechado nuestra amistad. Desearía pedirle que confíe en mi buen juicio. ¿Podrá creer un poco más en mí si le pido que intente olvidar esta situación? Déjeme que yo arregle las cosas como me parezca mejor.
—Lo… intentaré.
—Recuerde que sólo conocemos una parte de la historia. En Colombo supe que había ciertas dificultades con esa mujer, pero aún no sé qué tenga que decir Gerald al respecto. Creo que estará de acuerdo con que debemos ser justos y escucharlo antes de culparlo por algo que pudo ser sólo un desafortunado accidente.
Dominica no pudo contestar y Lord Hawkston prosiguió:
—Como supondrá, los trabajadores de la plantación tienen poco en qué pensar y todo lo exageran. Convierten en drama cualquier cosa. Espero que cuando lleguemos al fondo del asunto lo juzguemos muy diferente a lo que sospechamos ahora.
Al hablar, Lord Hawkston ansió poder sentirse tan optimista como aparentaba.
Sabía bien que lo ocurrido se extendería en seguida por todos los alrededores.
Levantaría a los trabajadores, causando daño en la plantación. Eso, pensó, jamás lo perdonaría.
El gozaba de la fama de ser un amo enérgico y exigente, pero totalmente justo.
También pagaba a sus trabajadores con generosidad. Lo respetaban y le eran leales.
Jamás recordaba que alguno se fuera porque pudiera encontrar un trabajo mejor pagado o recibiera un maltrato.
¿Qué habría hecho Gerald durante esos dos años? ¿Cómo pudo destruir la buena voluntad y la confianza de un hombre estimable como Ranjan?
Lo único que mejoraba la situación en una mínima parte, pensó, era que ni Seetha ni su padre eran empleados de la plantación.
Eso habría sido el más grave de los errores, al menos no lo había cometido Gerald.
Si Lakshman no acudía a él, Lord Hawkston iría en su busca.
«Será cuestión de dinero», supuso con la esperanza de que así fuera. Los cingaleses eran gente tranquila y amable, pero lo que le preocupaba en realidad, era que Lakshman hubiera enloquecido de dolor y de indignación. Las consecuencias podían ser muy desagradables.
Se enfrentaba a dos problemas: encontrar a Lakshman y tranquilizar a Dominica.
Sabía que para cualquier mujer, y en especial para alguien del carácter y personalidad de Dominica, sería una gran desilusión, descubrir que el hombre con quien iba a desposarse no sólo tenía una amante, sino que la había arrastrado a la muerte.
Debió interrumpir a Ranjan cuando empezó a hablar, pero de momento supuso que se refería a algún problema relacionado con el plantío.
Desde el desastre cafetalero, era algo que jamás se alejaba de su mente. Incluso algunas noches se despertaba bañado en sudor, recordando el momento en que había revisado las hojas de sus plantíos y encontrado las señales de la plaga mientras trataba de convencerse a sí mismo que no era lo que tanto temía, aun cuando ya no tenía esperanza alguna.
Con un tremendo esfuerzo, intentó adoptar un tono de voz tranquilo al decir:
—En cuanto demos vuelta al camino, descubrirá mi casa.
No habían dejado de ascender y el aire, aunque permanecía cálido, tenía una frescura que Dominica no percibió en Kandy.
Mientras se aproximaban a la curva, Lord Hawkston le indicó:
—Cierre los ojos.
Dominica lo obedeció, después le escuchó ordenar que se detuviera el vehículo.
—Ábralos ahora.
Abajo de ellos se extendía un profundo valle rodeado de colinas y atrás una cordillera de elevadas montañas verdes, justo frente a los dos, una cascada de aguas de plata, formaba su lecho en un lago.
Casi cegada por la luz del sol, Dominica pudo distinguir junto al lago, una casa blanca, larga y baja, con amplias terrazas en sus dos plantas.
Los jardines que la rodeaban parecían un colorido mosaico de flora de la jungla en tonos oro, rosa, blanco, púrpura y azul.
Abajo de la casa, desde lo profundo del valle hasta los linderos del jardín, se encontraban las plantas de té color verde oscuro, como peldaños que ascendieran hacia un templo.
—Ya comprendo por qué Adán y Eva vinieron a Ceilán —exclamó Dominica.
—¿Le parece otro edén?
—El original no pudo ser más exquisito ni de esta belleza que roba el aliento.
Comprendió que a él le complacían no sólo sus palabras, sino la sinceridad de las mismas.
—Eso pensé cuando admiré por primera vez este valle.
La vista era tan hermosa que Dominica permanecía sin poder hablar.
—¿Le gusta la casa?
—Es preciosa… hermosísima. Parece surgida de una hermosa fantasía. Y estoy cierta de que el lago está encantado.
—Necesita aprender a nadar.
—Siempre lo anhelé, pero papá nos prohibía ir al mar. En su opinión eso también era inmoral.
—Aquí nadie podrá verla, en especial si se baña cuando todos están en la faena.
—Lo haré.
El la vio observar el torrente y adivinó que pensaba que era allí donde Seetha se había arrojado.
Apretó los labios y decidió que debía hallar la forma de que la muerte de Seetha no representara una sombra sobre la llegada de Dominica.
Indicó al cochero que continuaran el viaje hacia la casa. El camino lo había hecho él mismo y era un logro que lo enorgullecía.
Conforme se acercaban más, notó que Dominica se reclinaba en el asiento, como si de pronto la hubiera invadido la debilidad.
Le sonrió.
—No se ponga nerviosa. Hay muchas cosas interesantes que ver, sé que gozará estando aquí. Tenga confianza en mí, como se lo he suplicado.
—Procuraré hacerlo —murmuró ella.
No fue hasta que Dominica se retiró a dormir cuando Lord Hawkston tuvo oportunidad de hablar con su sobrino.
El segundo golpe para él durante el día, fue el momento en que Gerald los recibió en el vestíbulo.
En dos años, estaba casi irreconocible.
Había aumentado varios kilos de peso, tenía el rostro enrojecido y abotagado y aun antes de percibir su aliento, adivinó cuál era la causa.
La última vez que lo viera era esbelto, elegante y con un natural atractivo que cautivaba a mujeres como Emily Ludgrove, quienes fácilmente se enamoraban de él.
La vida en Ceilán lo había cambiado de tal forma que su tío apenas podía admitir que fuera la misma persona.
Su aspecto era claro indicio de su embriaguez, aunque estaba bien vestido y se notaba que intentó mostrarse lo mejor posible.
Estaba tenso al recibirlos, pero conforme transcurrió la velada y después de consumir una considerable cantidad de whisky, pareció recuperar la tranquilidad.
A su risa estruendosa mezclaba largas quejas por las dificultades del plantío y el enorme hastío de vivir tan lejos de la civilización.
Lord Hawkston tenía la esperanza de que como Dominica no lo había conocido anteriormente, no la sorprendiera su apariencia y lo encontrara, debido a su juventud, al menos agradable.
Conforme las horas corrían sintió crecer en su interior una furia helada de que el joven fracasara cuando se le había colocado en una posición de confianza y ni siquiera hubiera apreciado la oportunidad que se le había ofrecido.
«Es culpa mía, jamás debí enviarlo», pensó Lord Hawkston.
Pero el que admitiera su error no aminoraba su indignación.
Durante la cena consiguió mantener la charla a un nivel más o menos interesante y su única esperanza era que Dominica no se diera cuenta de la cantidad de whisky que Gerald consumía.
Como estaba cansada, ella se levantó en cuanto terminaron de tomar el café en el salón de ventanales con vista al valle.
—Deseo me disculpen, pero quiero retirarme, ha sido una jornada un poco fatigosa. —Dijo.
—Así es —contestó Lord Hawkston—. Buenas noches, Dominica, que duerma bien.
—Buenas noches, milord. Buenas noches, señor Warren.
Hizo una leve reverencia y se marchó. Al llegar, Lord Hawkston se había molestado cuando descubrió que Gerald había cerrado la planta alta de la casa y que eran utilizadas solamente las habitaciones de la planta baja, donde todos dormirían.
—No podía pagar tanta servidumbre —fue la explicación de su sobrino—. Y no tenía objeto que estuvieran sentados sin hacer nada.
Como Dominica estaba presente, Lord Hawkston se abstuvo de pronunciar lo que tenía a flor de labio.
La generosa mesada que ordenara para Gerald era suficiente para todos los sirvientes que fueran necesarios.
Adivinó que su dinero se había malgastado en alcohol y en diversiones licenciosas.
Sin embargo, cuidó de no mostrar su indignación hasta que Dominica se hubo retirado. En seguida empezó a hablar, con voz tranquila, pero cruel como latigazo.
—Ya me enteré acerca de lo de Seetha. ¿Cómo pudiste ser tan insensato como para despedirla sin pagar lo que por costumbre es una ley?
—Sabía lo que ella quería —contestó hosco Gerald—, pero yo no lo tenía. ¿Comprendes? ¡No tenía dinero!
—Podías al menos haberle prometido que se lo darías a mi regreso, o tramitar un préstamo en el Banco.
—Ya me hicieron uno.
—¿De cuánto?
—De mil libras y no me quieren prestar más.
—¿Has gastado mil libras más de lo que te he enviado? —preguntó incrédulo Lord Hawkston.
—Y tengo además otras deudas —expresó Gerald con tono desafiante.
Lord Hawkston paseó por la habitación, intentando controlarse.
—Ahora comprendo que eres demasiado irresponsable e inepto como para una obligación de este tipo. Pero creí en ti. ¡Me equivoqué!
—Quisiera regresar a Inglaterra.
—¿Y de qué piensas vivir allí? ¿A costa de tu madre? Tiene poco dinero, como sabes, porque tú ya despilfarraste mucho de lo que tenía.
—Al menos estaré con gente civilizada.
—Escucha, Gerald. No permitiré que te comportes como un chiquillo malcriado y corras a los brazos de tu madre después de dejar aquí un verdadero lío.
Con tono más agudo, continuó:
—Fue una lástima que Emily Ludgrove cambiara de opinión, pero creo que si hubieras viajado a Colombo, le habría escandalizado tanto tu apariencia que de todas formas habría roto el compromiso.
—Nunca pensé que en realidad se casara conmigo al saber que tendría que vivir en esta prisión aislada del mundo.
—Pues aquí es donde tú vivirás. Te traje una esposa que cuidará de ti y, espero, te mantenga bajo control. Pondré nuevamente en orden la plantación y a mi regreso a Inglaterra tú continuarás mi trabajo, hasta que encuentre alguien más competente que te sustituya. ¿Entendido?
—¿Qué otra alternativa tengo?
—La otra es que trabajes para ganarte tu pasaje de regreso. No recibirás un centavo más de mi dinero y cuando regreses a Inglaterra, me aseguraré que tampoco lo obtendrás de tu madre.
Después de un silencio, Gerald Warren soltó una cínica y desagradable carcajada.
—Todo lo tienes controlado, tío Chilton. ¿No es así? Estoy encadenado y no puedo hacer nada. Muy bien, me casaré con la esposa que elegiste. Es muy bonita y quizá con ella este lugar ya no me resulte un mausoleo. Supongo que nos darás lo suficiente para vivir.
—Pagaré tus deudas y te asignaré una renta que en Ceilán te permitirá vivir como rico, con la condición de que dejes de beber.
—¿Por completo?
—¡Y te comprometerás por escrito! Ésa es mi condición, la aceptas o la rechazas.
—Vamos… tío… ¡demonios! ¡Acepto!
Gerald lanzó a su tío una rencorosa mirada y después tomó la botella de whisky.
—Si voy a firmar mañana, esta noche la disfrutaré. Gracias tío Chilton, por tu generosidad. Supongo que esperas verme humillado y muy agradecido.
Su tono de voz era sarcástico.
Habría hecho una salida muy digna si no hubiera tropezado al intentar cruzar la puerta.