Capítulo 1

Lord Hawkston aspiró una profunda bocanada del cálido y humedecido aire.

Miró hacia el cielo estrellado y comprendió lo mucho que había echado de menos, en el frío ambiente de Inglaterra, ese calor que penetraba en su cuerpo, reconfortando cada uno de sus músculos.

Atravesó el césped, consciente de la fragancia de las magnolias —la bella flor de la luna—, de los jazmines y las adelfas, cuyas ramas, durante el día, proporcionaban una sombra grata y protectora.

Durante los veintiséis días de viaje desde Inglaterra había sentido deseos por ver nuevamente Ceilán, con igual vehemencia que un pequeño anhela el regreso a casa después de las vacaciones.

No era sorprendente, pues había vivido dieciséis años en lo que se denominaba la «Isla Paraíso» y en la cual, según los mahometanos, Adán y Eva se refugiaron cuando fueron arrojados del Jardín del Edén.

En Inglaterra era fácil reírse de descripciones como la de los brahmanes, que le decían «Lanka, la resplandeciente» o de los budistas que la llamaban: «La perla caída de la frente de la India», o bien la de los griegos conocida como: «La tierra de las flores de loto».

Sin embargo, Lord Hawkston, al volver a Ceilán y disfrutar de la mística del clima y de la espléndida belleza del lugar, confirmó que las anteriores descripciones no eran exageradas.

No porque fuera un romántico. Se le conocía por ser en extremo reservado y un amo exigente y despiadado cuando se lo proponía.

¡Y tenía que serlo porque su vida no había sido fácil! Logró el éxito sólo después de luchar denodadamente por lo que perseguía y por su absoluta seguridad en los objetivos que deseaba.

Mientras se dirigía al interior del bellísimo jardín de la Casa de la Reina, como se le llamaba a la residencia del Gobernador General en Colombo, pensó que cuando viajara hacia el norte rumbo a su plantación de té sería un gran placer ver una vez más a sus amigos, empleados y la hermosa casa que había hecho construir bajo su propia dirección en el mismo lugar donde estuviera situada la pequeña cabaña que constituyó su primer hogar cuando compró la plantación.

De pronto, con cierta incomodidad, advirtió que no se hallaba solo en el jardín.

Había esperado hasta que el gobernador y el resto de los invitados se retiraran para dar un paseo en la noche de luna, motivado por una irresistible necesidad de aislarse con sus recuerdos y disfrutar de la emoción de su retorno.

Pero alguien se aproximaba.

Instintivamente y porque no deseaba hablar con nadie, Lord Hawkston se ocultó bajo la sombra de un bambú, cuyas ramas lo escondían y a menos que alguien hubiera salido en su busca de forma deliberada, no era posible que se percatara de su presencia.

A la luz de la luna, reconoció que quien se acercaba era un joven soldado que hizo el viaje a Ceilán en el mismo barco que él.

Se trataba del Capitán Patrick O’Neill, quien volvía de una licencia para reintegrarse a sus deberes militares.

Había charlado con él y sus demás compañeros porque todos acostumbraban cenar en la mesa del capitán, pero no había intimado con ellos porque a su edad no sentía que le competiera participar en las animadas y humorísticas charlas que mantenían entre ellos.

Pero recordó que el capitán O’Neill le había parecido un tanto más responsable que los demás y lo consideraba un oficial muy capaz en su regimiento.

Pensó que tal vez estaría a cargo de los guardias del gobernador y que iba a cerciorarse de que éstos permanecían en sus puestos.

Para su asombro, poco antes de llegar adonde él estaba, el capitán dio vuelta para dirigirse hacia la casa.

Como la mayoría de las mansiones coloniales, la Casa de la Reina tenía un frente de gran señorío, pero en la parte posterior solo estaba formada por largas terrazas en los dos pisos, en las cuales sus habitantes dormían durante el verano, pero que en febrero se mantenían abiertas para gozar del aire fresco.

Lord Hawkston, sintió un gran alivio porque no había peligro de que lo descubriera.

Vio al capitán llegar a la casa, mirar hacia lo alto en dirección a la terraza y lanzar un prolongado y suave silbido.

En el colmo de la sorpresa esperó y miró que alguien de blanco salía de un dormitorio hacia la propia terraza.

¡Era una mujer! Llevaba el cabello suelto, que cayó al frente como una cascada de oro cuando se asomó por la balaustrada.

Lord Hawkston no escuchó si algo decía, pero quedó estupefacto, cuando el Capitán O’Neill empezó a ascender por una de las columnas de sostén, realizadas en herrería y que proporcionaban una cómoda forma de escalar.

Unos segundos después, el capitán saltaba al interior de la terraza. Tomó a la mujer en sus brazos y se fundieron en un apasionado beso.

Bajo la luz de la luna eran la imagen eterna del amor, los brazos de cada uno alrededor del otro, los labios unidos y la rubia cabellera de la mujer sobre los anchos hombros del capitán. Se separaron para perderse en la oscuridad del dormitorio que estaba a sus espaldas.

Lord Hawkston sabía bien a quién cortejaba el Capitán O’Neill de esa forma tan clandestina y por un instante no sintió indignación sino un total asombro ante la audacia de la escena.

Ya que la mujer a quien el capitán besara tan fogosamente, y junto a quien se introdujera en la alcoba era la honorable Emily Ludgrove, a quien Lord Hawkston trajera consigo a Ceilán para que se casara con su sobrino, Gerald Warren.

Cuando dieciocho años antes Lord Hawkston, entones solamente Chilton Hawk, decidió irse a Ceilán, tenía veintiún años y era el benjamín de un hijo menor.

No existía probabilidad alguna de que pudiera heredar el título y las propiedades de la familia, y su padre, con escaso dinero, poco podía ofrecerle para disfrutar de una cómoda vida en Inglaterra.

Así que cuando al llegar a la mayoría de edad heredó dos mil libras esterlinas, los comentarios que escuchara acerca del éxito de las plantaciones de café en Ceilán lo decidieron a visitar ese país y probar fortuna.

Ceilán, en esa época, parecía ser un lugar remoto y la gente en Inglaterra hablaba de él como si fuera el fin del mundo.

Diez años antes, hacia 1860, se produjo un gran auge de café a raíz de que los plantadores ingleses llegaran con gran espíritu emprendedor y un fuerte capital para invertir.

Chilton Hawk tuvo de compañero en Oxford a un escocés que tenía ya tres años de radicar en Ceilán y escribía entusiastas cartas en las que mencionaba la oportunidad que allí existía para jóvenes de arrojo y ambición.

Al hacer investigaciones, Chilton Hawk descubrió que en 1870, el año en que cumplió su mayoría de edad, Ceilán había exportado más de un millón de quintales de café.

Su padre se sorprendió de su decisión.

—No me comprometas, muchacho —le advirtió—. Primero viaja un poco. Tal vez te convenga más Singapur o la India.

Pero en el momento en que Chilton llegó a Ceilán supo que era exactamente donde deseaba vivir y trabajar.

¡Y vaya que trabajó!

Nunca imaginó cuan arduo sería hasta que compró 560 hectáreas de tierra a una libra por acre y descubrió que antes había que desbrozarlas.

Eso significaba que debía emplear ochenta hombres y vivir con el constante temor de que se le acabara el dinero.

Desde el amanecer empezaba la tarea de talar árboles y plantas. Después había que quemar todo. Además, debía eliminarse toda raíz antes de poder tener lista la tierra para el plantío.

Al poco tiempo de su llegada, tuvo la suerte que su amigo escocés lo presentara a un plantador experimentado, escocés también, de unos treinta y cinco años, llamado James Taylor. Era uno de los que formarían parte posteriormente de la historia de Ceilán y ya para entonces gozaba del respeto de los demás plantadores.

A los dieciocho años, James Taylor, un joven y vigoroso gigante, firmó un contrato con los agentes londinenses de la propiedad Loolecondera, situada a ochenta y cinco kilómetros de Kandy.

La ventaja de estar cerca de Kandy era que el servicio de ferrocarril a Colombo se había inaugurado en 1867.

Eso facilitaba el rápido traslado del café, ya que antes se hacía en carretas que tardaban semanas en llegar a un puerto.

James Taylor simpatizó con el joven que acababa de llegar de Londres y le aconsejó comprar tierra cerca de Loolecondera, que estaba próxima a la región montañosa central.

Como Taylor, Chilton Hawk quedó encantado con el panorama de esa región y pronto se adaptó al nuevo ambiente.

James Taylor le mostró cómo conseguir mano de obra y le sugirió dónde construir su primera cabaña.

Lo animó, ayudándolo durante los primeros años de limpiar y plantar, mientras que Chilton trabajaba tanto o más que cualquiera de sus empleados.

Sin embargo, al recordarlo, con frecuencia pensaba que había sido la época más feliz de su vida. Lograba algo, era su amo y sí perdía cuanto poseía sólo él sería responsable.

Y, sin duda, lo habría perdido si no hubiera sido amigo de James Taylor.

El auge de diez años de producción cafetalera lo hizo imaginar que estaba en camino de hacerse rico. La tierra subió de precio a veintiocho libras por acre y los cultivos se extendían a lo largo de nuevos caminos.

De pronto, los días del cultivo de café parecían estar condenados a terminar. Una temida plaga del café, conocida como Hemileia Vastatrix o «moho del café» amenazaba a todas las plantaciones.

Al presente, Lord Hawkston recordaba con claridad la sensación de horror que lo invadió cuando vio por primera vez los indicios en sus plantas de café.

Las microscópicas esporas se dispersaban con el aire y germinaban en las hojas de la planta.

Era una catástrofe para cualquier plantío cafetalero.

El único recurso consistía en quemar las plantas infestadas, espolvorear en los árboles remanentes una mezcla de limón y sulfuro y orar para que no volvieran a infectarse cuando el viento trajera consigo nuevas esporas.

Fue una esperanza que no se realizó.

La enfermedad arrasó con el futuro de la mayoría de las plantaciones europeas y toda las de Ceilán.

Pero para Chilton Hawk su amistad con James Taylor continuó siendo su puente de salvación.

En 1886, el superintendente de los Jardines Botánicos Reales de Peradeniya obsequió a Taylor algunas semillas de té.

Diecinueve hectáreas de Loolecondera se plantaron con doscientas libras de semillas de té y James Taylor convenció a Chilton para plantar en su propia tierra el mismo número de hectáreas de té.

Esas diecinueve hectáreas lo salvaron de la ruina total.

Pero significó empezar de nuevo en el resto de la plantación. Chilton se arremangó la camisa y se dedicó a la tarea de plantar semillas de té.

Después de la inestabilidad económica causada por el desastre del café, las esperanzas surgieron al saber que Taylor y su vecino demostraban que el té resultaba prometedor de ganancias.

Los que eran plantadores de café aprendieron cómo cultivar esa nueva cosecha y por todo Ceilán los arbustos de té empezaron a proliferar entre los troncos muertos del café. Chilton Hawk trabajó veinticuatro horas al día y empezó a recuperar la fortuna perdida.

En ningún momento se le ocurrió pensar que podía heredar las propiedades que la familia tenía en Inglaterra.

Seis herederos se interponían entre él y el título cuando abandonó su país natal, pero a través de muertes en batalla, accidentes y edades avanzadas, uno a uno fueron desapareciendo.

Y en 1886 fue un suceso increíble enterarse de que, a la muerte de su tío, se convertía en el nuevo Lord Hawkston.

No tuvo más remedio que regresar a Inglaterra, pero fue como si le amputaran una pierna o un brazo el ausentarse de su plantación, extendida ya hasta las mil doscientas hectáreas, y de sus amigos, como James Taylor.

Asimismo, como era irremediable, se había convertido en un hombre autosuficiente y solitario. A veces pasaban varias semanas sin que viera a nadie más que a sus trabajadores nativos.

Solía permanecer sólo en la enorme casa que se había hecho construir en lo alto de una colina, de modo que recibía la refrescante brisa durante el verano.

Pero también podía hacer frío en invierno y entonces, a la usanza inglesa, se quemaban troncos en las grandes chimeneas de la casona.

Se habituó a estar solo. Gustaba de leer, pero la mayoría de las veces, después de disfrutar una suculenta cena, se acostaba, para iniciar desde el amanecer el intenso trabajo que lo absorbía.

Por lo tanto, al regresar a Inglaterra había olvidado la ociosa vida de los caballeros, sin presiones, sin prisas y sin mayor ambición que llenar de fútiles pasatiempos las horas. Pero se encontró con mucho quehacer en la propiedad familiar.

Su tío había pasado enfermo los últimos años de su vida y la había descuidado. Se hacía necesario modernizar los métodos agrícolas, comprar maquinaria, reparar construcciones y, sobre todo, conocer a los parientes.

Se había convertido en cabeza de una numerosa familia, la mayoría de ella en plena ruina y los supuso, con amargura, ávidos y egoístas.

Su primera tarea fue encontrar quién pudiera ocupar su lugar en la plantación de Ceilán.

Decidió que en el futuro se convertiría en una posesión familiar considerada parte de la herencia de los herederos del título.

Creyó encontrar a la persona ideal en su sobrino, Gerald Warren, un joven inteligente de veinticuatro años e hijo único de su hermana mayor.

Como estaba preocupado de que la plantación estuviera solo a cargo de su capataz nativo, lo envió precipitadamente dada la urgencia.

Tuvo la impresión de que Gerald sería capaz de manejar esa propiedad que funcionaba sin mayores problemas y daba ganancias sin hacer necesario el agotador y fundamental trabajo físico que él había realizado durante dieciséis años.

Gerald había aceptado de buen grado cuanto proponía su tío.

Más tarde, Lord Hawkston se enteraría de que no era feliz en su hogar y no mantenía buenas relaciones con ninguno de sus familiares.

Poco antes de embarcarse se comprometió con la hija de un noble vecino, la honorable Emily Ludgrove, pero la familia de ella los disuadió de casarse antes de la partida de Gerald. Hasta ese momento se habían opuesto al compromiso, ya que Gerald no mostraba ningún intento de ganar más dinero que la pequeña pensión que su madre viuda le daba.

Pero el interés de su tío en él abría nuevas perspectivas y aunque no se anunció el compromiso, se acordó que Gerald y Emily se casarían un año después.

—Yo mismo la llevaré a Ceilán —prometió Lord Hawkston.

Sin embargo, pasaron dieciocho meses sin que pudiera dejar sus compromisos en Inglaterra y Emily parecía bien dispuesta a esperar hasta que se presentara la oportunidad.

Por fin zarparon de Southampton y Lord Hawkston envió un cable a su sobrino para que se reuniera con ellos en Colombo.

Había advertido que las cartas de Gerald habían escaseado durante los últimos nueve meses.

Al principio escribía con toda regularidad, cada quince días llegaba una carta pormenorizada en detalles acerca de la plantación.

Más tarde, Lord Hawkston empezó a preguntarse si Gerald consignaba en sus cartas aquello que le gustaría leer a su tío, o lo que en realidad ocurría en la plantación.

Después las cartas llegaron cada mes y por último con intervalos de dos y hasta tres meses.

«Está ocupado», se dijo Lord Hawkston. «Espero que a Emily le escriba con regularidad».

Trató muy poco a la futura esposa de Gerald. El padre de ella le resultaba en extremo aburrido, amén de que tenía muchas ocupaciones en la propiedad para dedicar tiempo a los deberes sociales.

Además, tampoco le agradaban y la insustancial charla de sociedad lo hastiaba.

Sabía bien que a su familia le parecía un hombre difícil, pero le temía. A él no le importaba esa actitud, es más, la prefería.

En el barco también procuro ser lo menos comunicativo posible.

Se daba cuenta de que Emily, a quien acompañaban como personas de respeto un coronel y su esposa, recibía muchas atenciones de los jóvenes militares que iban a bordo.

Desde luego, la divertían los bailes, juegos, fiestas de disfraces y conciertos que se organizaban por las noches.

Sin embargo, no advirtió que el Capitán Patrick O’Neill se mostrara más solícito con Emily que los otros.

Pero ante la escena del jardín, se reprochó a él mismo por no ser más observador, por no descubrir que la joven había perdido no sólo el corazón, sino también la cabeza, durante el viaje a Ceilán.

Salió de bajo la sombra del bambú y caminó sobre el césped.

Era algo que no había previsto y se preguntó cómo debería actuar.

De algo estaba seguro, no permitiría que Emily se casara con su sobrino.

Indudablemente, había sido preferible que Gerald no pudiera reunirse con ellos en Colombo. Al llegar les esperaba una carta con la noticia de que él se hallaba enfermo y le era imposible viajar, pero que esperaba estar recuperado para darles la bienvenida a su llegada a Kandy.

Al terminar de leerla, Lord Hawkston se sintió incómodo. Había planeado que Emily y Gerald se casaran de inmediato en Colombo.

Pensó enviarlos de luna de miel mientras él sólo continuaría su viaje hasta la plantación.

Estaba ansioso por ver qué se había hecho, discutir las innovaciones recientes con su capataz, saludar a sus trabajadores, algunos de los cuales laboraban con él desde el primer día en que se iniciaran las labores.

Pero ahora, la ceremonia tendría que realizarse en Kandy. No obstante, lo imponderable había surgido y ya no habría boda; lo cual era necesario comunicárselo a Gerald.

«¡Demonios, con la muchacha!», blasfemó.'«¿Por qué rayos no pudo comportarse como debía?».

A pesar de todo, quizá él era culpable por haber aplazado su regreso a Ceilán.

Dieciocho meses era un lapso prolongado en demasía para una pareja joven. Años atrás así le habría parecido a él.

Pero a la vez, si Emily era tan veleidosa como para olvidar a Gerald por el primer galán apuesto que la cortejaba, era preferible que esto sucediera antes y no después del matrimonio.

«La enviaré de regreso a casa en el primer barco», decidió.

La belleza de la noche pareció opacarse y volvió a la mansión mientras hacía esfuerzos por no pensar en la pareja que permanecía en el piso de arriba.

Al día siguiente, Lord Hawkston desayunó temprano. Cuando estaba a punto de levantarse de la mesa, le fue anunciada la llegada de alguien.

Con gran alegría encontró que su madrugador visitante era James Taylor.

—Supe que llegaste ayer, Chilton —exclamó mientras extendía la mano.

—¡James! ¡Ansiaba verte, pero no creí que fuera tan pronto! ¿Cómo éstas? Me parece que ha pasado un siglo desde la última vez que nos vimos.

—Te he extrañado mucho, Chilton. Empezaba a temer que te hubieras convertido en alguien demasiado importante para volver a nosotros.

—Si supieras cuánto añoraba regresar. Pero tuve muchos problemas y trabajo tanto como aquí, si bien de distinta manera. No fue sencillo.

James Taylor sonrió.

—Nada de lo que tú o yo hacemos es sencillo, Chilton, pero supongo que habrás logrado lo que te proponías.

—Eso espero.

Entonces Lord Hawkston pensó en Emily y su rostro se ensombreció.

—Cuéntame de mi sobrino.

—Es una de las causas por las que vine a verte.

—¿Ha hecho un buen trabajo? Exijo la verdad.

—¿Toda la verdad?

—Sabes que no me conformaría con menos.

—Bien, somos viejos amigos, Chilton y como siempre nos ha unido la sinceridad, tengo que decirte que es imprescindible hacer algo con ese joven.

—¿A qué te refieres?

—Considero que, a diferencia de nosotros, no se acostumbra a la soledad. Es duro, como ambos sabemos vivir sin nadie, pasar largas veladas sin tener con quien hablar y saber que es preciso cabalgar quizá kilómetros antes de encontrar un rostro amigo.

James Taylor hablaba con tono comprensivo, pero Lord Hawkston con dureza preguntó:

—¿Qué hace… bebe?

James Taylor asintió con la cabeza.

—¿Y qué más?

—Ha roto las reglas en cuanto a una joven nativa.

—¿Cómo pudo hacerlo?

—Ambos sabemos que eso es muy común y nada reprobable que un joven tome una amante de alguna aldea cercana o de otra plantación. Lord Hawkston sabía que estaba prohibido que un plantador se involucrara con alguna de sus empleadas.

—Tu sobrino —prosiguió Taylor—, se hizo amante de una joven de Ceilán un mes después de su arribo a estos lugares. Pero la ha despedido y se rehúsa a pagar.

—¡Apenas puedo creerlo!

—Sin embargo, es verdad y como puedes imaginar, eso ha causado un grave problema.

—Cuéntamelo todo.

Conocía bien las reglas que imperaban para la correcta relación entre los blancos, dueños de los plantíos y las jóvenes nativas, pues constituían viejas costumbres aceptadas por ambas partes.

Los portugueses y holandeses que precedieron a los ingleses en Ceilán, solían llevarse mujeres a vivir con ellos y muchas veces las desposaban.

Pero los ingleses tenían un arreglo muy diferente.

Un plantador que viviera solo era libre de tener una amante previo acuerdo con el padre de ella. La invitaría a su casa cuando la requiriera, pero la mujer viviría en una aldea cercana, mas no con él.

Las jóvenes eran muy atractivas, dulces y cariñosas y los jóvenes plantadores con frecuencia solían ser muy felices con alguna.

Los nativos consideraban un honor que una de sus mujeres fuera amante del Durai o amo de la plantación y si éste la repudiaba al fin, no se le señalaba con ningún estigma.

Volvía con los suyos indemnizada con una dote que le permitiría casarse con alguien de su propia raza, porque a los ojos de sus congéneres era rica.

Esa dote era como una ley no consignada, aunque admitida por ambas partes.

Si se habían procreado hijos, éstos vivían con la madre y muchos de ellos se mudaban a cierta aldea situada en las colinas que era conocida como «Nueva Inglaterra».

Eran criaturas de sorprendente belleza, con piel oscura, ojos azules y en ocasiones, hasta de cabello rubio.

Por supuesto, a veces había problemas cuando algún abuelo nativo, presa de la codicia, intentaba extorsionar al padre con el pretexto de los hijos.

Pero la mayoría de los arreglos eran armoniosos mientras se hiciera justicia.

Así, el hecho de que Gerald se mostrara tan absurdo y terco para cumplir con esas reglas, era algo que Lord Hawkston no podía comprender.

Los plantadores de Ceilán eran considerados como los colonos más inteligentes, caballerosos y dignos de confianza entre las posesiones británicas.

Trabajaban arduamente, pero también disfrutaban mucho de la vida.

Pasar de novato a Perya Durai, como llamaban los trabajadores nativos a los amos, significaba laborar de las seis de la mañana a las seis o siete de la noche.

Pero un Perya Durai vivía en una espaciosa casa con grandes jardines y recorría sus tierras a caballo.

Para divertirse podía practicar la cacería de elefantes, búfalos, osos y leopardos; pescar, nadar, jugar críquet, participar en los torneos de polo y asistir a los clubes ingleses que estaban a un día de viaje de la mayoría de las plantaciones.

James Taylor explicó lo que había sucedido.

Gerald se dedicó a la bebida desde su llegada. Pronto se aburrió de la plantación y dejó todo a cargo del capataz.

Al principio solía asistir a las diversas recreaciones que ofrecía Kandy, después se unió a los plantadores de pésima reputación que acostumbraban divertirse en Colombo y desatender sus plantaciones. Eso lo mantuvo entretenido por un tiempo, pero pronto advirtió que se le acababa el dinero y no podía costear los viajes. Finalmente, ya con escasos recursos, se vio obligado a permanecer en su casa y beber, entregarse a la bebida; su único pasatiempo era Seetha, la joven nativa.

—¿Y qué sucedió después? —preguntó Lord Hawkston.

—Creo que hace como un mes, Gerald, en estado de embriaguez, acusó a la mujer de haberle robado un anillo de oro. Más tarde, tengo entendido, la joya se encontró bajo un mueble de la habitación. Pero él insistió en que Seetha lo había robado; y esa actitud de tu sobrino la disgustó y alteró mucho.

Lord Hawkston pudo imaginar lo indignada que estaría la muchacha. Los cingaleses empleados en las plantaciones solían ser de una honestidad escrupulosa o temían demasiado a sus amos para osar apoderarse de algo que no fuera de ellos.

A él mismo jamás le había faltado nada durante todos los años de su estadía en las colinas.

—Gerald despidió a la muchacha —continuó James Taylor—, y como la acusaba de ladrona, se rehusó a darle el dinero que se acostumbra.

—¡Tonto, más que tonto! —exclamó Lord Hawkston.

—Estoy de acuerdo contigo. Cuando supe lo sucedido acudí a visitarlo, pero lo encontré en un estado en el que era imposible dialogar con él. En cambio, descubrí el cable que habías enviado, así supe que venías y por eso vine a decirte lo que sucede.

—Fuiste muy amable, James.

—En el cable haces mención de que Emily viajaba contigo. ¿Se trata de la futura esposa de Gerald?

—Vino conmigo una joven que estaba comprometida con él desde antes que Gerald saliera de Inglaterra. Por desgracia acabo de descubrir que ella se interesa por otro, así que no permitiré el matrimonio.

James Taylor lanzó un prolongado silbido.

—Más problemas. Es una lástima, Chilton. Estoy seguro de que lo único que podría salvar a Gerald sería una esposa sensata que le impidiera beber y eliminara la soledad que, por lo visto, él no soporta.

—Trataré de encontrarle una esposa. Pero no será Emily Ludgrove.

James Taylor miró su reloj.

—Debo regresar. Intento alcanzar el tren matutino para Kandy, pero quería ponerte al tanto de lo que te espera. Ojalá resuelvas todo, Chilton. Después acude a visitarme, tengo algunos experimentos nuevos que mostrarte.

—Sabes que así lo haré. Y gracias, James, por demostrarme una vez más el buen amigo que eres.

—Habría deseado ser portador de mejores noticias. Pero te diré algo que te agradará: la exportación de té será de más de cinco millones de quintales este año.

Lord Hawkston sonrió.

—Es el tipo de información que deseaba escuchar.

—Mi plantación progresa y la tuya lo hará si de nuevo le pones tu toque mágico. Te necesitamos aquí, Chilton, todos nosotros y también Ceilán.

—No me tientes. Sabes que prefiero estar aquí más que en cualquier otra parte del mundo.

James Taylor le palmeó el hombro.

—Nos veremos pronto, Chilton, y hablaremos de ello.

Lord Hawkston lo acompañó hasta la puerta y al regresar tenía el ceño fruncido.

Ante todo hablaría con Emily. Después, iba a tomar una resolución respecto a su sobrino.

No era un proyecto agradable y quien lo conocía habría notado por su expresión que se disponía a entrar en batalla y, como siempre, con la certeza de salir victorioso.

Veinte minutos más tarde, Emily Ludgrove entró en el salón donde la esperaba Lord Hawkston y él tuvo que reconocer que estaba muy linda.

Por primera vez, Lord Hawkston pensó que quizá había sido una absurda idea esperar que se aislara en una plantación, muy lejos de cualquiera que pudiera admirar su belleza.

—Buenos días, milord —saludó ella.

—Buenos días, Emily. Siéntese, deseo hablar con usted.

—¿Sucede algo?

—Sólo informarle que dispondré lo necesario para que parta en el próximo barco de regreso a Inglaterra.

Vio cómo los ojos de Emily se agrandaban a causa de la sorpresa y sin dejarla decir nada, continuó:

—Me encontraba yo anoche en el jardín cuando, accidentalmente descubrí que el Capitán O’Neill la visitó en circunstancias que dejan mucho por desear.

Emily pareció sobresaltarse, pero en seguida repuso:

—El Capitán O’Neill me ha pedido que me case con él.

—Es lo menos que podía hacer.

—Y yo dudaba en aceptar o no su ofrecimiento.

—Su elección es muy sencilla. O acepta al capitán o la envío de regreso a Inglaterra.

—Considere, su señoría, cuál debe ser mi respuesta. Le agradeceré presente mis disculpas a Gerald, pero dudo que fuéramos dichosos después de tan prolongada ausencia.

Se levantó del sofá en cuanto terminó de hablar y Lord Hawkston tuvo que admitir que había recibido el embate con una elegancia que antes no había reconocido en ella.

—Si no tiene nada más que decirme, milord, permítame retirarme para escribir una carta al capitán en la que acepto su propuesta… eso, lo hará el hombre más feliz del mundo, según él me asegura.

—No tengo más que decir. Supongo que no desea escuchar lo que opino de su comportamiento.

—¿Para qué? No comprende, o quizá lo ha olvidado, lo que significa ser joven. Se es viejo la mayor parte de la vida, así que pretendo divertirme mientras pueda y hay hombres más que dispuestos para ayudarme.

Lord Hawkston no tuvo nada que responder, así que se inclinó con gesto un tanto irónico ante Emily mientras ella se dirigía hacia la puerta.

—Por favor, diga a Gerald lo mucho que lamento hacerlo sufrir y que espero que seamos siempre amigos.

Salió antes de que Lord Hawkston pudiera pensar una respuesta oportuna. Y, a pesar de su disgusto, no pudo evitar reírse.

No cabía duda de que la joven poseía un carácter que no había advertido y si alguien hubiera podido meter a Gerald al orden habría sido Emily.

Pero a la vez, le concedía la razón. Jamás habría soportado el aislamiento de la plantación y aun cuando hubieran ido a Colombo o regresado a Inglaterra, ella no se habría sentido plena en compañía de Gerald.

Muchos hombres se habrían mostrado dispuestos a entregarle su corazón y si con eso hería los sentimientos de su esposo, él habría tenido que tolerarlo.

Lord Hawkston suspiró. Emily era ya capítulo cerrado.

Ahora sólo se ocuparía de Gerald y estaba de acuerdo con James Taylor en que lo que salvaría al joven sería casarse con una mujer sensata.

Lo difícil era dónde encontraría.

Miró hacia el jardín. Las flores eran un halago a la vista por su hermoso colorido. Un escenario perfecto para el amor, pero Lord Hawkston se consideró la persona menos capacitada para elegir una esposa para su sobrino.

Después de todo, no había podido conseguirse una él mismo y a los treinta y siete años, había llegado a la convicción de que permanecería soltero por el resto de su vida.

Durante su permanencia en Inglaterra se dio cuenta de que toda su familia deseaba que él se casara y lo presionaron para conocer a mujeres viudas y atractivas o solteras que, por alguna razón, no se habían casado en los albores de su juventud.

Y se mostraron irrazonablemente desilusionados de que Chilton no se enamorara.

—Chilton —le dijo una tía—, es necesario que sientes cabeza y procures tener un heredero. Lo mejor es que siempre el título se herede en línea directa.

—No ha sido así en mi caso —sonrió Lord Hawkston.

—Lo sé y por eso creo que debes tener un hijo lo antes posible.

—Primero debo encontrar esposa.

—Hay varias damas que considero excelentes y entre las que podrías elegir.

—Tengo la desagradable sensación de que se arruinarán tus planes. No pretendo, tía Alice, entiéndelo bien, casarme con nadie sólo por el bien del título, de la propiedad o del árbol genealógico.

—Vamos, Chilton, no te pongas difícil. No intento que te cases sin amor, pero ya tienes los años más que necesarios como para que te vuelva loco una cara bonita.

—Tienes razón en eso.

—Así que te encontraré alguna mujer encantadora de veinticinco a treinta años, sofisticada y con experiencia, que te atenderá bien y, con el tiempo, sin duda, hará que tu corazón le corresponda. Sin embargo lo incómodo fue que ninguna de las mujeres que le fueron presentadas, motivó ninguna respuesta en su corazón ni en su mente.

Supuso que tal vez exigía mucho y aunque parecía reservado y cruel, en su interior añoraba un amor que lo hiciera vibrar como la belleza de Ceilán.

Con frecuencia, de pie en su terraza y mientras contemplaba las verdes montañas apuntar hacia el cielo y el torrente de agua cristalina deslizarse hacia el valle, había sentido que esa intensa belleza le provocaba una honda sensación muy semejante al despertar del deseo por una hermosa mujer.

«¡Es absurdo estar enamorado de un país!», pensó.

No obstante, sabía que amaba a Ceilán con la devoción que un hombre enamorado ama a su esposa.

Su hermosura, su suavidad, su ambiente cálido y humedecido, arrobador y enajenante, eran símbolo parecido al de la mujer, inspirándole, en lo recóndito, un sentimiento de mística intensidad.

«¡Así es como debe ser el amor!», pensó y trato de reírse de su propia fantasía.