Capítulo 2
Los ocupantes del primer vehículo subieron los escalones de la entrada. Mientras lo hacían, Aleda pudo observar que se reían entre ellos al ver las condiciones lamentables en que se encontraba la casa.
No obstante cuando entraron en el vestíbulo parecieron impresionados y ella comprendió que era porque nunca habían estado antes en una casa ancestral.
Era obvio que no esperaban ser recibidos por el conde y por ella en persona.
Parados frente a la chimenea, Aleda esperaba que el aspecto de los dos fuera impresionante.
—¿Cómo está usted, Carter? —le dijo el conde al primer hombre que se les acercó y quien había sido su proveedor de carruajes.
David le extendió la mano y el otro hombre dudó antes de tomarla. Después pareció bastante confundido al tomar la mano de Aleda.
—Sigan ustedes por el pasillo y encontrarán que todo está dispuesto para recibirlos en el salón de banquetes.
Aquélla era una frase que iba a repetir muchas veces hasta que hubo una pausa y Aleda pensó que ya no llegaría nadie más.
De pronto, al mirar a través de la puerta se dio cuenta de que un faetón muy elegante acababa de llegar.
La expresión en el rostro de su hermano le indicó que se trataba de sus amigos de Londres.
Ella sabía que a él le molestaba mucho que ellos lo vieran humillado ante los comerciantes por lo que dijo:
—Es muy amable de su parte el haber venido. De seguro comprarán algo, así que no te olvides de que necesitamos el dinero.
El movió los labios en una leve sonrisa para darle a entender que comprendía lo que ella le estaba diciendo.
Momentos después, Lord Fulbourne y otros dos socios de White entraron por la puerta.
—¿Cómo estás Blakeney? —preguntaron—. Vinimos para apoyarte. Somos conscientes de que mañana pudiera ocurrirle lo mismo a cualquiera de nosotros.
—Es muy gentil de parte de ustedes hacerlo —respondió el conde—. Permítanme presentarles a mi hermana.
Aleda se percató de que tanto los ojos de Lord Fulbourne como los de sus dos compañeros la miraban complacidos.
Ella los encaminó hacia el salón de banquetes y más tarde, cuando se reunió con ellos, no se sorprendió al ver que habían ocupado los primeros asientos, como si tuvieran ese derecho.
Los comerciantes se sentaron lo más atrás posible.
El conde y ella habían reunido en ese lugar todas las sillas que habían encontrado en la casa, pues pensaban que era mejor que esos hombres que venían a atacarlos estuvieran sentados en lugar de permanecer sobre sus propios pies. Cuando por fin los carruajes dejaron de llegar hasta la puerta, Aleda calculó que por lo menos había unas cincuenta personas en el salón.
—¿Ya no vendrán más? —le preguntó a su hermano.
—Espero que no —respondió él—. Yo no conozco ni a la mitad de los presentes.
—Me parece que algunos son simples curiosos —opinó Aleda—. Siempre hay gente así que trata de estar presente en todas partes.
—O sea, desean estar presentes en el juicio final —dijo su hermano con tristeza.
Ella posó un brazo sobre el del conde.
—Mantén la cabeza en alto —sugirió la muchacha—. No soporto verte decaído.
—Nunca me verás así —declaró él con violencia.
Ella comprendió que había logrado ponerlo a la defensiva y ambos caminaron resueltos por el pasillo hacia el salón de banquetes.
Cuando llegaron a la puerta de éste, Aleda sintió que había alguien detrás de ellos e imaginó que otro carruaje debió de llegar después de los demás, aunque también pensó que sería un error esperar más tiempo, así que entró en el salón adelante de su hermano.
Se pararon debajo del balcón de los músicos donde Aleda había puesto una mesita con algunos papeles.
Consideró que aquello hacía parecer todo más profesional y que, a la vez, protegía a su hermano de quienes venían a enfrentársele.
Cuando miró en torno suyo observó que, con excepción de los tres amigos sentados al frente, los demás comerciantes se veían muy agresivos.
Pronto supo que se habían puesto de acuerdo para atacar a su hermano.
Estaba segura de que no pensaban regresar a Londres con las manos vacías y por lo tanto derrotados.
«Por favor, ayúdanos, Dios mío», oró con fervor y se sintió como una voz solitaria que gritaba en el desierto.
Con mucha seguridad, el conde se colocó frente a la mesa mientras que Aleda tomó asiento junto a él.
—Me hubiera gustado haberlos podido invitar a mi casa —comenzó a decir David—, pero siento que debo pedirles disculpas por hacerlos venir hasta acá para recordarme mis compromisos de los que de ninguna manera me he olvidado. Ya han visto la casa y las condiciones en las que ésta se encuentra. Sus propios ojos les dirán que hay muy poco que ofrecer, así que espero que algún caballero de los aquí presentes compre toda la finca a fin de que ustedes puedan dividirse el dinero entre sí.
Un leve murmullo surgió de entre los asistentes.
David se veía tan imponente y hablaba con tal claridad que Aleda esperó que quienes lo escuchaban se hubieran impresionado.
—Lo que voy a hacer —continuó diciendo el conde—, es informarles respecto a las características y linderos de la casa, así como del condado en general.
De su bolsillo sacó un pedazo de papel que había preparado de antemano y en el cual había tratado de hacer que sus posesiones parecieran más atractivas de lo que realmente eran.
Sus mil acres estaban en muy malas condiciones ya que no habían sido cultivados por varios años.
Las granjas en sí, también se encontraban en un estado deplorable y casi totalmente vacías.
No había animales y las casas de la aldea se encontraban tan derruidas que sus propios ocupantes habían hecho hasta lo imposible por mantener un techo sobre sus cabezas.
Describió la gran casa como un edificio de estilo Tudor y de gran interés desde el punto de vista arquitectónico. No añadió que el piso superior estaba completamente inhabitable y que el techo en muchos de los dormitorios se había derrumbado.
De todos los artículos que había en su lista, ni uno solo se encontraba en buenas condiciones.
Es más, cada centímetro de aquella casa necesitaba urgentes reparaciones.
—Eso completa la lista de mis posesiones —declaró el conde—, y por supuesto están ustedes en libertad de inspeccionarlo todo para comprobar la veracidad de lo que he dicho.
Por un momento nadie habló. En seguida uno de los comerciantes se puso de pie y preguntó:
—¿Qué propiedades tiene su señoría en Londres? ¿En dónde se hospede cuando está allá, derrochando el dinero?
El hombre habló con rudeza, pero el conde le respondió amablemente:
—Si insinúa que yo poseo una casa o un apartamento, le puedo asegurar que no es así. Siempre me hospedo en casa de amigos.
—¡Supongo que ellos le proporcionan también la comida, los vinos y las mujeres!
Una risa colectiva llenó el salón y a Aleda le pareció como el aullido de una manada de lobos hambrientos.
—Así es —intervino el conde rápidamente.
Y como si quisiera evitar alguna otra expresión parecida agregó:
—Bueno, concretémonos a nuestro asunto. ¿Alguno de los presentes desea hacer una oferta por Blake Hall y sus mil acres de terreno?
Reinó el silencio y Aleda vio a Lord Fulbourne y a sus amigos que se miraron entre sí.
Estaba segura de que ninguno deseaba poseer otra casa cuando ya tenían sus propias mansiones ancestrales o pronto las heredarían de sus padres.
—¿Seguramente alguien deseará hacer una oferta? —preguntó el conde, rompiendo el silencio.
Otro hombre se puso de pie.
—Me parece que estamos perdiendo el tiempo —expresó con un tono de voz desagradable—. Este montón de cosas inservibles no va a cubrir sus deudas y cuanto más pronto presentemos a su señoría ante el magistrado, más pronto podrá descansar en la cárcel.
El hombre habló de una manera tan amenazante que Aleda tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no dar un grito de horror.
Su hermano, sin embargo, se enfrentó al hombre y ella se sintió muy orgullosa de él.
—¿Qué ganarían ustedes con eso? —preguntó con voz serena—. Lo que mi hermana ha sugerido y con lo cual yo estoy de acuerdo, es que ambos encontremos algún tipo de trabajo y todo cuanto ganemos sea destinado para cubrir mis deudas.
Dos o tres hombres se pusieron de pie.
—¿Trabajar? —gritó uno de ellos—. ¿Qué clase de trabajos puede hacer gente como ustedes? ¿Barrer las calles?
Los demás comenzaron a emitir comentarios similares que, afortunadamente, Aleda no pudo comprender dado el desorden.
Lord Fulbourne miró al caballero que se encontraba junto a él, preguntándole si deberían intervenir.
Y mientras los demás continuaban profiriendo insultos, Lord Fulbourne se puso de pie y preguntó:
—¿Hay algo en la casa que puedas vender, Blakeney?
Aleda comprendió que estaba insinuando que compraría cualquier cosa dentro de un precio razonable.
Entonces la voz de otro hombre se levantó por encima de las otras:
—¡Muéstrenos algo que valga quince mil libras, suma aproximada a lo que nos debe!
Aleda apretó las manos hasta que los nudillos se pusieron blancos.
De pronto, pareció como si todos los hombres presentes le estuvieran gritando insultos al conde. Era imposible entender cuanto decían, excepto que a cada momento se tornaban más y más ofensivos.
Súbitamente, de la parte de atrás del salón, un hombre se acercó con lentitud hasta donde se encontraba él conde.
Por un momento, el conde no advirtió su presencia. Fue Lord Fulbourne quien le dijo a su acompañante:
—¡Ése es Winton! ¿Qué está haciendo aquí?
Aleda también lo miró sorprendida.
No lo habían saludado por lo que ella pensó que debió llegar tarde, después de que todos ya habían pasado al salón.
Ahora, al verlo parado junto a su hermano, se dio cuenta de que se trataba de un hombre bien parecido, de anchos hombros y más alto que David y sus tres amigos.
El hombre permaneció un momento mirando a los demás.
De repente levantó su mano y dado que poseía un aire de autoridad, las voces comenzaron a apagarse hasta que se hizo el silencio.
—Caballeros, yo tengo algo que sugerir —declaró con una voz grave—, así que deseo que me escuchen. Tengo algo que proponer a su señoría y tal vez resulte ventajoso para él y para ustedes, mas me gustaría poder hablar con milord a solas.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Por lo tanto, les sugiero que mientras nosotros hablamos, ustedes disfruten de los bocadillos y bebidas que he traído conmigo. Mi cochero tiene instrucciones de proporcionárselos a quien los solicite.
Mientras hablaba sacó un reloj de oro del bolsillo de su chaleco, lo consultó y agregó:
—Les pido que acepten mi ofrecimiento durante los próximos quince minutos y después regresen aquí para conocer si mi proposición fue aceptada o no por el señor Conde de Blakeney.
Cuando terminó de hablar se volvió hacia Aleda y dijo:
—Quizá milady quiera mostrar el camino hasta un lugar donde yo pueda hablar con los dos.
Aleda se incorporó.
Se había dado cuenta de que todos los presentes hablaban ahora entre sí de una manera muy diferente a como lo hicieran antes.
Ella se levantó sin hablar y se apresuró hacia la puerta para poder salir primero, seguida del desconocido y de su hermano.
Atravesó el vestíbulo delante de ellos.
Pensó que quizá algunos de los comerciantes pudieran sentir curiosidad y abrieran las puertas de la sala de estar, así que continuó caminando hasta la biblioteca.
Ésta era muy amplia y debió haber sido una habitación muy agradable, pero como en el resto de la casa, los cristales de las ventanas se encontraban sucios y quebrados.
Las cortinas de terciopelo aparecían desteñidas y sus forros se caían en jirones.
Todos los muebles valiosos habían sido vendidos.
Los libros que cubrían los estantes ya habían sido revisados cuidadosamente en busca de algo costoso. Aleda esperó encontrar entre ellos alguna primera edición en folios de las obras de Shakespeare o de, Chaucer, mas no fue así.
En la habitación quedaban dos sillones cuyo forro de piel estaba rasgado y una banca con una pata rota.
Ella indicó el camino hasta la biblioteca, preguntándose cuál sería la proposición de aquel desconocido.
Se trataba de un tipo bien parecido, pero ella observó que su ropa no era tan elegante como la de David, por lo que probablemente no sería muy rico.
Llevaba la corbata bien atada; sin embargo, al mirar sus botas, juzgó que no eran del tipo que estaba de moda en los altos círculos sociales.
«El solo intenta animarnos», pensó Aleda y se sintió mal porque sabía que su hermano estaba creyendo que lo habían salvado en el último momento.
La joven se sentó en uno de los sillones y el desconocido indicó a David que ocupara el otro.
En seguida se paró frente a la chimenea donde aún se podían ver las cenizas del fuego que allí ardiera durante el invierno.
El desconocido miró primero al conde y después a Aleda. A ella le pareció percibir un leve brillo en sus ojos cuando se fijó en las plumas de, su sombrero y le pareció un gesto un tanto impertinente.
—Antes que nada, debo presentarme. Mi nombre es Doran Winton.
Aleda miró a su hermano, pero no vio ninguna señal de reconocimiento en el rostro de él.
—He venido hoy porque casualmente me encontraba yo en White cuando su señoría anunció que esta reunión tendría lugar el día de hoy.
—¿Es usted socio de White? —preguntó el conde, sorprendido—. Jamás lo había yo visto.
—Acabo de regresar del extranjero —respondió el señor Winton—, y aunque le parezca extraño me preocupa mucho lo que les está sucediendo.
El conde no respondió.
—Por lo tanto, he pensado en una solución para sus problemas —continuó diciendo el señor Winton.
—La única solución posible —intervino el conde—, es que alguien me compre la casa y la finca.
Aleda sintió que el corazón le dejaba de latir al escuchar las palabras de su hermano.
Estaba segura de que el señor Winton no tenía la menor intención de hacer aquello, por lo cual su intervención sólo iba a servir para prolongar la agonía.
—Aún no he tenido la oportunidad de discutir la situación —continuó el señor Winton como si el conde no hubiera hablado—, pero escuché que uno de sus acreedores mencionó la cantidad de quince mil libras.
—Supongo que es más o menos correcta —respondió el conde, hablando como si le estuvieran sacando las palabras a la fuerza.
Aleda sabía que él también pensaba que aquella conversación era una pérdida de tiempo.
—¡Quince mil libras! —repitió el señor Winton como reflexionando—. Y supongo que si todo estuviera en buenas condiciones valdría mucho más que eso.
—¡Por supuesto que sí! —afirmó el conde, molesto—, pero usted puede ver muy bien lo que ocurrió durante los años que estuve ausente en Francia con el ejército de Wellington. Mi padre luchó por mantenerse a flote, pero le fue imposible.
Su voz se había vuelto dura mientras hablaba y ahora puso las manos sobre los brazos del sillón como para levantarse y preguntó:
—¿Qué objeto tiene perder más tiempo? Si ellos quieren llevarme ante un tribunal, que lo hagan.
Aleda dejó escapar una leve queja y el señor Winton indicó con calma:
—¡Siéntese!
Aquello era una orden y como si hubiera sido su comandante quien le hubiera hablado, el conde obedeció.
—Ahora escúcheme —prosiguió el señor Winton—, y recuerde que éste no es un momento para mostrar heroicidad.
El conde se puso tenso, pero no se levantó y el señor Winton siguió hablando:
—Yo pagaré a sus acreedores cuanto se les debe y me quedaré con la casa y con la finca. Reservo para su señoría un trabajo que quizá le resultará muy interesante y a la vez lucrativo. ¡También me casaré con su hermana!
Por un momento, el conde y Aleda se quedaron mirándolo con la boca abierta.
Entonces, con una voz que no pareció ser la suya el conde preguntó:
—¿Habla usted en serio?
—¡Muy en serio! —respondió el señor Winton—. Admito que es algo un poco fuera de lo común, pero ésa es mi proposición y no pienso discutirla. La respuesta de ustedes es simplemente sí o no.
—Pero nosotros no… sabemos nada acerca de usted —intervino el conde.
—Les aseguro que mis credenciales están en orden y que el Banco de Londres hará efectivos mis cheques.
El conde se llevó la mano a la frente.
—Casi no puedo creer que cuanto me acaba de decir sea cierto.
—Supongo que he hablado muy claro —replicó el señor Winton.
—¿Quiere decir que?… —comenzó a decir David.
Ahora en sus ojos había una luz que no había estado antes. Fue en ese momento que Aleda se levantó de la silla en la que había estado sentada hasta ese momento.
—Deseo darle las gracias por la generosidad que ha manifestado hacia mi hermano, pero estoy segura de que sabrá comprender que yo no puedo… casarme con usted.
El señor Winton se volvió para mirarla y era la primera vez que lo hacía desde que comenzaron aquella extraña conversación.
Ella tuvo una extraña sensación de que la estaba analizando, pero de una manera profunda. Era como si él estuviera escudriñando las profundidades de su ser y eso la hizo sentir miedo.
Y cuando ella levantó la cabeza con un gesto desafiante, él preguntó:
—¿Es ésa su última palabra, Lady Aleda?
—¡Por supuesto que lo es! —respondió la joven—. ¡No creo que usted espere que yo acepte algo tan absurdo! Mientras hablaba, sus ojos se encontraron con los de él y ella vio que éstos eran del color gris del acero que la hacía pensar en la escarcha y en los vientos fríos de marzo. Entonces, cuando Aleda irguió la cabeza aún más, él se dio la vuelta y caminó hacia la puerta.
Casi la alcanzaba cuando el conde le preguntó:
—¿Adónde va usted?
—Me marcho —contestó el señor Winton—. Ustedes han rechazado mi propuesta, así que no hay ninguna razón para que continúe aquí.
—¡Pero usted no puede marcharse! —gritó el conde, desesperado.
—Lo siento —respondió el señor Winton—. Mi oferta tiene que aceptarse en su totalidad o yo la retiro por completo.
El conde se le acercó.
—Aguarde usted un momento, por favor, mientras hablo con mi hermana.
El señor Winton sacó su reloj de bolsillo y lo miró.
—Tiene usted cuatro minutos antes que quienes lo persiguen regresen al salón de banquetes —dijo él.
Mientras hablaba se volvió, dirigiéndose al extremo más lejano de la biblioteca.
Los estantes atestados de libros lo hacían invisible desde el otro lado y el conde se acercó a su hermana.
—¡Por el amor de Dios, Aleda! —expresó en voz baja—. ¡Este hombre puede salvarme!
—¿Cómo podría… casarme con un hombre al que nunca había… visto? —murmuró Aleda.
—Por lo menos te ha ofrecido matrimonio —respondió el conde.
Ambos sabían que él se estaba refiriendo a Sir Mortimer Shuttle y Aleda se estremeció.
—Pero si me caso con él… me convertiré en su… esposa.
—La alternativa es morirte aquí de hambre mientras yo estoy tras las rejas —indicó el conde.
Aleda contuvo la respiración.
No cabía duda de que aquello era lo que deseaban los acreedores de David, pero ¡casarse con un hombre desconocido en lo absoluto para ella!
¿Cómo podía considerar algo tan horrible, tan poco natural, tan en contra de todos sus principios?
La mano de David estaba sobre el brazo de su hermana y él le dijo con voz que no sólo reflejaba una súplica sino también, un intenso temor:
—¡Ayúdame, Aleda, por favor! ¿Cómo podría ir a la cárcel sin la menor esperanza de poder salir jamás?
Aquél era el grito de un niño y David ya no era el arrogante Conde de Blakeney, sino el pequeño que muchos años atrás le había asegurado que existían fantasmas en la galería de la casa.
Aquella noche la nana se había demorado en llegar para encender las velas y ellos habían temblado juntos imaginando ver apariciones de otro mundo.
También recordó cómo David se había fracturado una pierna, cazando.
Había llorado cuando el doctor la colocó en su lugar, pero había escondido el rostro en el hombro de ella para que nadie más viera sus lágrimas.
¿Cómo podía fallarle ahora? ¿Cómo podía hacer otra cosa que no fuera aceptar aquella idea insensata proveniente de un desconocido?
El señor Winton se acercó con paso firme desde el otro extremo de la biblioteca.
David miró a Aleda y ésta comprendió que le estaba suplicando que lo salvara.
—Yo… aceptaré su propuesta —dijo ella.
Sus labios estaban tensos como para poder pronunciar las palabras.
David levantó los hombros y cuando el señor Winton llegó junto a ellos dijo:
—Señor, mi hermana y yo hemos acordado aceptar su proposición y le estamos muy agradecidos.
—Muy bien —intervino el señor Winton—. Sugiero que su señoría y yo regresemos al salón de banquetes. No es necesario que su hermana esté presente mientras nosotros llegamos a un acuerdo con esos desagradables caballeros que pretenden denunciarlo.
—Estoy seguro de que es lo mejor —estuvo de acuerdo el conde.
Miró a Aleda.
—Aguarda aquí —dijo él—. Nosotros regresaremos tan pronto como todos se hayan marchado.
Salieron de la biblioteca y cerraron tras de sí la puerta. Aleda se dejó caer en una silla como si las piernas ya no fueran capaces de sostenerla.
¿Estaría soñando? ¿Sería posible que ella hubiera aceptado la proposición de matrimonio más inconcebible que jamás se hubiera hecho?
Desató las cintas de su sombrero y lo lanzó al suelo. Entonces recostó la cabeza sobre el respaldo del sillón e intentó pensar.
¿Cómo era posible que aquel hombre desconocido no sólo quisiera comprar la casa y la finca, sino también desposada? Y trató de hallar una buena razón.
De pronto se le ocurrió que sí él recientemente había llegado del extranjero como había dicho, tal vez tendría pocos amigos y pretendía poder entrar en el mundo social.
Quizá tuviera dinero, pero eso no le iba a abrir las puertas de las grandes anfitrionas.
Ni tampoco era probable que entrara en contacto con el Príncipe Regente.
Todo parecía encajar poco a poco en su mente, y si él era un aspirante a subir hasta la más alta escala social, entonces lo había calculado todo con precisión matemática de antemano.
Se habría dado cuenta de que necesitaba una casa de la cual pudiera sentirse orgulloso y una esposa que tuviera la posición social que él no tenía.
La indicada era Lady Aleda Blake, quien si hubiese tenido recursos hubiera podido ir a Londres para disfrutar de las temporadas tal como su madre lo anheló siempre.
—Ésa es la explicación —se dijo Aleda a sí misma.
Se sentía calmada porque había encontrado la respuesta a un problema difícil.
Pero, al mismo tiempo, iba a casarse con un hombre a quien ella no conocía. Un hombre que la había escogido simplemente porque le era útil.
Apretó los dedos y se dijo que lo odiaba.
Y lo odiaría aún más cuando se viera obligada a llevar su nombre.
Cuando ella y su hermano habían discutido acerca de Sir Mortimer Shuttle, Aleda le había dicho que odiaba a los hombres y que por eso nunca se casaría.
Ahora sabía que no sólo iba a detestar a su esposo, sino también a despreciarlo.
Entonces escuchó voces a la distancia y comprendió que los comerciantes se marchaban.
Éstos parecían satisfechos, pero ella recordó cómo poco antes habían increpado a David como animales que se preparan a devorar su presa.
Por lo menos había salvado a su hermano de tan crítica situación y el saber que estaba libre tendría que resultarle gratificante por el resto de su vida.
Se preguntó qué sería lo que el señor Winton tenía en mente para David.
—¿Cómo pudimos meternos en este lío? —se preguntó en voz alta—. ¿Cómo es posible que nuestras vidas que antes eran tan felices hayan llegado al punto de tener que aceptar las condiciones de un extraño?
Ella pensó que él, sin duda, iba a obtener ventajas enormes con el dinero que estaba dispuesto a invertir.
Nada podía resultar más humillante que saber que el señor Winton la estaba usando y que su matrimonio no era sino una simple transacción comercial.
—El es igual que esos comerciantes que desean destruir a David —se dijo—, y yo lo aborrezco.
En seguida se puso de pie como si le fuera imposible permanecer sentada.
Se paró frente a la chimenea tal como lo hiciera el señor Winton y permaneció mirando fijamente a los libreros.
La luz del sol que entraba por las ventanas iluminaba la habitación con reflejos dorados, ocultando así la decadencia del lugar y por el momento lo hacía parecer como un palacio de un cuento de hadas.
De pronto, Aleda escuchó unos pasos que se acercaban por el pasillo.
—¡Lo odio! —exclamó ella en voz alta—. ¡Lo odio!
Su voz pareció resonar con fuerza aunque en realidad era un, sonido muy suave y musical.
Entonces la puerta se abrió.