Capítulo 1
1818
Los socios del Club White, quienes se encontraban sentados en la sala de estar, se sorprendieron al ver entrar precipitadamente al Conde de Blakeney.
—¡Un trago, por el amor de Dios! —exclamó, dirigiéndose a uno de los sirvientes del club.
Al ver a Lord Fulbourne, se dejó caer sobre uno de los amplios sillones de piel junto a él.
—Estoy acabado, Charles —exclamó—. ¡Total y completamente acabado!
—Supongo que has perdido todo tu dinero —observó Charles Fulbourne.
—¡He perdido todo cuanto poseo y un poco más! —respondió el conde—. A menos que alguien esté dispuesto a pagar la fianza, la próxima vez que me veas será en la cárcel de Fleet.
Lord Fulbourne lo miró sorprendido.
La manera como su amigo le hablara le hizo comprender que aquella referencia a la cárcel no era una simple broma.
—¿Cómo pudiste ser tan insensato de apostar cuando sabías que no tenías con qué pagar? —preguntó con voz baja, pues se dio cuenta de que todos en la habitación lo escuchaban.
—Era la única oportunidad que tenía de poder pagarle a algunos de mis acreedores, pero ahora, Cayton puede empezar a olvidarse de su dinero. No es posible obtener sangre de las piedras.
Como si al pronunciar su nombre lo hubiera conjurado, Lord Anthony Cayton, entró en el salón.
Miró a su derredor, vio al conde y se le acercó.
—¡Estás muy equivocado si abrigas la esperanza de poder escapar sin pagarme, Blakeney! —exclamó muy molesto—. Ya me has engañado antes, mas en esta ocasión haré que te expulsen del club.
—¡Yo mismo me ocuparé de eso! —respondió el conde. Mientras hablaba, se puso de pie y los dos jóvenes se miraron con ferocidad salvaje.
Una leve sonrisa apareció en el rostro de algunos de los presentes, quienes sabían que el conde y Lord Anthony habían reñido recientemente por causa de una bella mujer.
El conde ganó la partida y eso había incomodado tanto a Lord Anthony que éste juró vengarse. Ni siquiera logró aminorar su ira al enterarse de que la mujer en cuestión había abandonado al conde al descubrir que la bolsa de éste estaba vacía.
—Voy a demandarte —amenazó Lord Anthony en tono agresivo.
—Puedes demandarme cuantas veces quieras —respondió el conde—. Me voy al campo para ver si me queda algo que vender, pero te aseguro que después de que los usureros metan sus garras sólo quedarán objetos inservibles.
—¡Si sigues hablando voy a golpearte! —respondió Lord Anthony.
Como parecía hablar en serio, Lord Fulbourne se puso de pie y exclamó:
—¡Ya basta! Anthony, sabes tan bien como yo que David no tiene un centavo.
Se volvió hacia el conde y continuó:
—Y tú, David, no tienes derecho a jugar sabiendo que careces de recursos y aquellos que dependen de ti no tienen ni siquiera para comer.
Aquello hizo que el conde bajara un poco el rostro. Lord Anthony se dio la vuelta y murmurando algo salió del salón.
Lord Fulbourne puso su mano sobre el brazo del conde.
—Regresa a tu casa, David —sugirió él en voz baja—. Tengo la impresión de que la situación es más desesperada de lo que supones.
—Yo sé muy bien cuán desesperada es —respondió el conde—, y lo mejor que puedo hacer es pegarme un tiro en la cabeza.
Se retiró al decir aquello y un murmullo creciente llenó la habitación cuando los demás espectadores comenzaron a discutir el drama que se había desarrollado ante ellos.
Lord Fulbourne se sentó una vez más y mientras lo hacía, un hombre se levantó de un rincón donde había estado leyendo el Times y se sentó junto a él.
—Mi nombre es Winton —exclamó éste—. Conocí a su padre. Acabo de regresar a Inglaterra y tengo curiosidad por saber de qué se trata todo esto.
Lord Fulbourne lo miró y se dio cuenta de que se trataba de un hombre a quien jamás había visto.
Calculó que tendría unos treinta y cuatro años de edad y una presencia tan definida que le confería un cierto aire de autoridad.
También era de muy buena prestancia, aunque Lord Fulbourne observó que había algo duro en su mirada y en la firmeza de su boca.
Era un rostro interesante y se preguntó quién sería el recién llegado y cómo habría logrado ingresar al club.
White era un club muy exclusivo y uno de los más antiguos de Londres; se caracterizaba porque sus socios pertenecían siempre a la más rancia aristocracia y resultaba más difícil lograr hacerse miembro de White que de cualquier otro club de St. James.
El otro hombre obviamente esperaba una respuesta a su pregunta, así que Lord Fulbourne respondió:
—Usted acaba de escuchar que el Conde de Blakeney está arruinado y, desgraciadamente, es la verdad. Heredó muchas deudas de su padre y ha podido sobrevivir rematando todo cuanto era vendible de su casa ancestral.
Se dio cuenta de que el señor Winton, si es que ése era su verdadero nombre, lo estaba escuchando con mucho interés y añadió:
—Considero que sus deudas han llegado a extremos tales que los comerciantes lo están presionando a vender todo lo que le queda.
—Y si él no les paga, ¿en realidad tendrá que ir a prisión?
—Existe una gran posibilidad de que así sea —admitió Charles Fulbourne—. Los comerciantes ya están cansados de los caballeros que viven del crédito y la semana pasada le informaron que piensan proceder en su contra y establecer así un ejemplo para los demás jóvenes que se comportan de manera tan irresponsable.
El señor Winton permaneció un momento en silencio antes de decir:
—Creo recordar al viejo conde.
—Todos lo querían mucho —señaló Lord Fulbourne—; sin embargo, era un jugador empedernido y sus hijos tienen que pagar las consecuencias.
—¿Sus hijos? —preguntó el señor Winton.
—David tiene una hermana que si pudiera disfrutar de una temporada en Londres sería incomparable —respondió Lord Fulbourne.
Se detuvo un momento como si estuviera escogiendo las palabras:
—Ella es bellísima, pero a diferencia de su hermano, también es demasiado orgullosa para aceptar algo que no puede pagar. Por lo tanto, permanece en el campo.
—Una historia muy triste —comentó el señor Winton—. Sin duda estoy en lo cierto al pensar que la casa del Conde de Blakeney se encuentra en Hertfordshire.
—La Mansión Blake está a sólo unos veinticinco o treinta kilómetros de aquí —respondió Lord Fulbourne—, y es allí donde los comerciantes le presentarán sus cuentas pendientes.
Lord Fulbourne suspiró antes de continuar:
—Supongo que quienes estemos en posibilidad de hacer algo debemos presentarnos allí y comprar alguna cosa, tan sólo para ayudarlo.
Su desagrado ante aquella idea era manifiesta y el señor Winton lo miró con fijeza antes de observar:
—Siempre resulta muy interesante descubrir el número de amigos con quienes cuenta, en realidad, un hombre en tales circunstancias.
No cabía duda de que estaba hablando con cinismo.
Se incorporó y sin decir más, regresó a la silla que dejara vacía en un rincón del salón.
* * *
Ya era tarde cuando el Conde de Blakeney llegó a la Mansión Blake, conduciendo un faetón que no había pagado y tirado por caballos que le facilitó un amigo. Al pasar por las maltratadas rejas y a lo largo de edificios vacíos, en su tez apareció una expresión desolada.
La casa se divisaba al final del camino y con sus ladrillos rojos desteñidos por el curso del tiempo, se veía muy bonita. Mas al acercarse pudo ver las ventanas derruidas que no habían sido reparadas, así como las tejas que fueron desprendiéndose del techo.
La hierba y el musgo crecían en las grietas de la escalera que llevaba a la puerta principal.
El conde detuvo los caballos y gritó lo más fuerte que pudo. El sonido rebotó por todo el ámbito de la casa hasta que llegó a las caballerizas.
Un anciano de cabellos blancos apareció por detrás del edificio y al conde le pareció que le había tomado un lapso extremadamente largo llegar junto a los caballos.
—No esperaba hoy a milord —habló el viejo con voz quebrada.
—Yo no pensaba venir —respondió el conde de manera un poco brusca al descender del faetón—. Lleva los caballos a las caballerizas. Mañana pasarán por ellos.
—Muy bien, milord —respondió Glover y se alejó murmurando algo.
El conde entró en la casa a través de la puerta principal que se encontraba abierta.
El vestíbulo, cuyas paredes estaban recubiertas con maderas de roble oscuro, le era demasiado familiar para darse cuenta del polvo acumulado sobre el piso y de que los cristales de las ventanas, que portaban el escudo heráldico de los Blakeney, se encontraban sucios y rotos.
Arrojó su sombrero de copa sobre una mesa que necesitaba ser pulida y gritó:
—¡Aleda! ¡Aleda!
No obtuvo respuesta y estaba a punto de gritar una vez más cuando escuchó el rumor de unos pasos.
Un momento más tarde, su hermana entró corriendo en la habitación.
—¡David! —exclamó ella—. ¡No te esperaba hoy!
El recién llegado no respondió y deteniéndose frente a él, ella inquirió:
—¿Qué ha… ocurrido? ¿Qué te preocupa tanto?
—¡Todo! —respondió el conde—. ¿Hay algo de beber en este lugar?
—Hay agua y quizá quede algo de café.
El conde lanzó una exclamación de disgusto y atravesando el vestíbulo abrió la puerta de la sala de estar.
Ésta era bellamente proporcionada, con grandes ventanas que miraban hacia lo que en un tiempo fuera una rosaleda.
El mobiliario era muy escaso. En las paredes quedaban huellas de los lugares que habían ocupado los cuadros y el espejo faltaba sobre la chimenea.
También faltaban la porcelana de Dresde y el reloj de Sevres que el conde recordaba muy bien. Se dio la vuelta y se paró frente a la chimenea cuyos implementos de bronce hacía mucho tiempo que no se pulían.
Su hermana entró también en la habitación y expresó con aire de preocupación:
—Será mejor que me lo digas… todo, David.
—Muy bien —respondió su hermano—. Mis acreedores vendrán aquí mañana para exigir que vendamos todo, incluyendo la casa si es que hay algún tonto que la compre.
—¿Hablas… en serio? —preguntó Aleda horrorizada.
Su hermano no respondió y después de un momento ella comentó:
—Yo siempre creí que las escrituras de la casa hacían imposible su venta.
—Eso es lo que papá creía —respondió el conde—. Pero esas escrituras quedaron sin vigor después de que el séptimo conde murió sin dejar un hijo. Un primo fue el heredero, pero éste no estaba en la línea directa masculina. Eso anuló la prohibición.
—Yo no tenía la menor idea… al respecto —musitó Aleda en voz baja.
—Si papá lo hubiera sabido estoy seguro de que habría vendido la casa —expresó el conde—. Y ahora eso es lo que haré yo.
Su voz reflejó amargura cuando continuó:
—No creo que nos den mucho dadas las malas condiciones en que se encuentra y además, después de la guerra nadie parece tener dinero.
—¿Y qué vas a hacer… tú? —preguntó Aleda, asustada.
—Si los comerciantes se salen con la suya, tendré que ir a la cárcel.
—¡Oh, no… eso no! —exclamó ella.
—Están decididos a dar un escarmiento ejemplar con alguien a quien ellos consideran que los ha engañado.
—¿Entonces qué podremos hacer? —preguntó Aleda.
—No tengo la menor idea —respondió su hermano—. Sabes muy bien que en la casa no queda nada que valga la pena, de lo contrario ya lo hubiera vendido hace mucho tiempo.
—Pero necesitamos tener un techo sobre nosotros —protestó Aleda.
—Supongo que habrá alguna cabaña vacía dentro de la finca —sugirió el conde—; sin embargo, bien sabes que están en peores condiciones aún que esta casa.
Ambos se miraron por un momento.
—Cuando yo esté en la cárcel tendrás que quedarte aquí, sola —señaló el conde.
—Es lo que he estado haciendo de todas maneras —respondió Aleda—. Aquí sólo quedan la vieja Betsy, quien no tiene adónde ir, y Glover con el temor constante de que se lo lleven a un asilo.
El conde se dejó caer sobre un sofá que no había sido vendido porque tenía una pata rota y estaba apoyado sobre un par de ladrillos.
Se hizo el silencio hasta que él vio la expresión en el rostro de su hermana y le dijo en un tono muy diferente del que empleara hasta entonces:
—Lo siento, Aleda. Sé que he sido un tonto, pero ya es demasiado tarde para retroceder el reloj.
Su hermana se sentó junto a él y le cubrió la mano con la suya.
—Querido, yo puedo entender que después de la guerra hayas querido divertirte.
—Pero ahora tenemos que enfrentarnos a una dura realidad y es que cuando yo vaya a la cárcel tú te morirás de hambre a menos de que alguien cuide de ti.
—Sólo hay una persona que puede hacerlo —repuso Aleda.
—Supongo que te refieres a Shuttle.
—Ayer vino a visitarme y me ofreció una casa en Londres, diamantes y un carruaje privado.
—¡Maldito sea ese impertinente! —exclamó el conde—. ¿Cómo se atreve a insultarte?
—Casi no es un insulto —observó Aleda en voz baja—, pues se dio cuenta de que yo tenía hambre y como no lo esperaba me encontró con un vestido que está hecho jirones.
El conde la miró fijamente.
—¿Estás pensando en aceptar su proposición?
—¡Primero muerta!
Mientras hablaba su voz pareció cobrar fuerzas.
—¡Tiene esposa e hijos y todo cuanto dice y hace me ofende!
Ella se puso de pie y atravesó la habitación hasta llegar junto a la ventana. —¡Odio! —exclamó—. ¡Odio a todos los hombres, pero al mismo tiempo, tengo miedo!
—¡También yo! —admitió el conde.
Aleda miró hacia el descuidado jardín que la luz del sol, de alguna manera, hacía que se viera hermoso.
—Esta mañana estaba pensando que sólo nos queda una cosa —sugirió ella.
—¿Y cuál es ésa? —preguntó su hermano.
—Nuestro orgullo —repuso Aleda—. Pase lo que pase somos unos Blakes. Nuestros antepasados pelearon en la batalla de Agincourt. Y fueron realistas que murieron a manos de Cromwell y nuestro abuelo fue uno de los mejores generales en el ejército de Marlborough.
—¡Mucho que nos ayuda todo eso! —repuso el conde con desesperación.
—Lucharon por sus vidas al igual que nosotros tenemos que hacerlo por las nuestras —comentó Aleda—. ¿Por qué vamos a dejar que nos derroten nuestras deudas?
Ella hizo una pausa como si esperara que su hermano dijera algo, pero como no obtuvo respuesta, continuó:
—Yo siento que a pesar de lo sombrío que se vislumbra el panorama, los fantasmas de quienes han vivido en esta casa aún luchan a nuestro lado. Cuando ellos murieron, la familia sobrevivió al igual que debemos hacerlo ahora nosotros.
Cuando Aleda terminó de hablar, el conde se puso de pie y acercándose le pasó el brazo alrededor de la cintura, diciendo:
—Sugiéreme qué debo hacer, Aleda.
Aquél era el grito de un niño que le tiene temor a la oscuridad y la joven respondió:
—Pase lo que pase, los recibiremos con la frente en alto. Aunque se lleven todo cuanto poseemos, nosotros seguiremos vivos.
No obstante, mientras hablaba ella pensó que ya se encontraban muy cerca de morir de hambre.
Durante el último mes, estando su hermano en Londres, lo único que habían comido eran algunos conejos que Glover lograba atrapar.
Hasta hacía poco conseguían cazar algunos patos y palomas, pero la pólvora se había acabado y no pudieron comprar más.
En el jardín todavía quedaban algunas verduras para acompañar a los conejos.
—Eres muy valiente, Aleda —reconoció el conde—. Espero poder estar a la misma altura.
—No olvides que eres un Blake —recordó Aleda—. Cuando esa gente llegue podrán comprobar por ellos mismos la posición en la que nos encontramos.
El conde no habló, pero él sabía que los comerciantes no se iban a regresar a Londres con las manos vacías. Se lo llevarían con ellos para encerrarlo en la cárcel, a menos que alguien comprara la casa y la finca en un precio suficientemente alto como para que lo dejaran en libertad.
—Lo mejor que puedo hacer es darme un balazo en la cabeza —afirmó él en voz alta.
Aleda se volvió para mirarlo, furiosa.
—Eso sería una cobardía —luego, con voz quebrada, añadió—: Tú eres la única familia que me queda. Nuestros parientes nunca estuvieron de acuerdo con papá ni lo están contigo. Tenemos que apoyarnos mutuamente, yo no puedo quedarme sola.
El conde respiró profundo.
—Tiene que haber alguien más además de ese cerdo de Shuttle.
Aleda rió.
—¿En verdad supones que habrá una oportunidad de que yo conozca a algún hombre aquí? No puedo invitar a nadie a la casa porque no podemos brindarles la menor hospitalidad.
—Ahora estás haciendo que me sienta avergonzado —protestó el conde—. He sido egoísta y desagradecido y debí de pensar en ti en lugar de divertirme en Londres.
—Yo supe comprenderte —dijo Aleda—, y cuando tú regresaste de la guerra yo sólo tenía diecisiete años.
—Ahora casi cumples los diecinueve —señaló el conde—, y eres muy bonita, Aleda. Si yo te hubiera podido llevar a Londres sé que hubieras recibido por lo menos una docena de proposiciones matrimoniales.
—Eso es lo último que deseo —intervino Aleda—. Ya te he dicho que detesto a los hombres. Si sólo tuviéramos algo de dinero yo sería completamente feliz en esta casa, con los caballos y los perros.
—Hablas así por las insinuaciones ofensivas de Shuttle —observó su hermano con enojo—. ¿Cómo fue que te conoció?
Aleda sonrió al decir:
—El había salido de cacería, su caballo perdió una herradura y al vislumbrar de lejos nuestra casa, ésta le pareció muy impresionante y vino a ver si teníamos un herrero.
El conde rió como si no pudiera evitarlo.
—¡Menuda sorpresa debió llevarse al descubrir que las caballerizas se están cayendo a pedazos!
—Me vio a mí y eso fue suficiente —aclaró Aleda—. Desde entonces no me deja en paz y tengo que esconderme cada vez que lo veo acercarse a la casa.
—Maldito sea. Yo debí de haberlo echado de aquí hace mucho tiempo.
—Al principio aceptaste el vino que él te trajo.
—¡No tenía la menor idea de que te estaba pidiendo que fueras su amante!
—No hay otra cosa que pueda ofrecerme, pero si fuera viudo tampoco aceptaría su dinero, ni a él. ¡Lo aborrezco! Me da horror y el último regalo que me trajo lo arrojé a la parte posterior de su carruaje cuando se alejaba.
—¿De qué se trataba? —preguntó el conde.
—Por lo que él dijo creo que era un brazalete de brillantes, pero nunca abrí el estuche.
Ella supuso que su hermano estaba pensando en que aquellos brillantes hubieran, por lo menos, pagado una parte de sus deudas.
—Recuerda que eres un Blake —repitió ella con firmeza—, y si nos hundimos, lo haremos con todas las banderas en alto y sin bajar la cabeza.
Más tarde, después de haber comido una cena frugal, consistente en conejo y verduras, Aleda pidió al conde que abriera el salón de banquetes. Allí acomodaron las pocas sillas que quedaban en un extremo, debajo del balcón de los músicos.
—Recibiremos a nuestros invitados aquí —sugirió ella—, y tú les explicarás exactamente cuál es la posición en la que nos encontramos.
Aleda observó que su hermano estaba a punto de negarse y agregó:
—No te pido que te humilles. Simplemente muéstrate sincero y honesto.
—¿Por qué debo serlo? —preguntó el conde abrumado.
—Porque no merece la pena ser agresivo ni evadir situaciones —respondió Aleda—. Sé sincero y hazles saber que sientes mucho deberles tanto. Muéstrate agradable y quizá no se sientan con ánimos de mandarte a la cárcel.
Ella se percató de que el conde no estaba convencido y continuó:
—Nada perdemos con ser cordiales y ciertamente no podrás encontrar trabajo si te mandan a la cárcel.
—¡Trabajo! —exclamó el conde—. ¿Qué quieres decir con… eso?
—Tiene que haber algo que puedas hacer —observó Aleda—. ¿Te has puesto alguna vez a pensar en, cuáles son tus aptitudes?
—No tengo ninguna.
—Eso es un absurdo. Todos tenemos alguna. Yo ya me he preguntado qué tan vendibles son las mías.
—¿Vendibles? —preguntó el conde con aprensión.
—No a ningún hombre que sólo pueda desearme por mi bonita cara —lo interrumpió Aleda—. Estaba pensando en que podría convertirme en maestra de algo. Tengo una educación bastante aceptable, toco el piano, pinto en acuarela y por supuesto, sé montar.
La muchacha dio un grito de alegría.
—¡Eso es lo que tú puedes hacer también, David!
—¿Montar? Por supuesto que puedo hacerlo. ¿Qué insinúas?
—Recuerdo que me dijiste lo impresionado que quedó el Duque de Wellington cuando ganaste la carrera a campo traviesa que él organizó para los oficiales del Ejército de Ocupación.
—Es verdad —respondió el conde—, mas no veo cómo pueda hacer dinero con eso.
—¿Por qué no convencemos a uno de tus amigos para que te ayude? —sugirió Aleda—. Si tú pudieras domar caballos salvajes que compráramos a bajo costo, estoy segura de que podrías venderlos a muy buen precio.
Por un momento, la cara de su hermano pareció iluminarse, pero entonces añadió:
—Lo que obtendríamos en la venta de un caballo o de media docena apenas alcanzaría para pagar nuestros alimentos. ¡Sería como una gota en el mar comparado con lo que debo!
Aleda hizo un esfuerzo para contener las palabras que acudían a sus labios y después de un momento habló con calma:
—Tenemos que acallar a la gente que quiere acusarte de que tú no estás dispuesto a pagar tus deudas.
—Muy bien, será como tú quieres. Espero que por algún extraordinario golpe de suerte salgamos adelante.
No pareció muy esperanzado.
Más tarde, cuando se encontraba en la cama y en medio de la oscuridad, Aleda tuvo que reconocer para sí, que era muy poco probable que los acreedores lo escucharan o que alguien le diera a David un caballo para entrenar.
Sabía que durante su estancia en Londres, ya le había pedido prestado dinero a sus amigos.
Se hospedó con ellos, montó en sus caballos y había conducido sus faetones.
También estaba segura de que les había pedido dinero para gastarlo en lo que ella sólo podía describir como una vida licenciosa.
Aleda no estaba muy segura de lo que aquello significaba, pero lo que sí podía afirmar era que David había bebido mucho más de lo que era conveniente para él.
También supuso que habría pasado mucho tiempo con mujeres del tipo que su madre no hubiera aprobado.
Sin embargo, fueron sus propios padres quienes habían malcriado a David desde su nacimiento.
Por alguna causa desconocida y que los médicos no podían explicar, el noveno Conde de Blakeney y su esposa habían estado casados por espacio de quince arios antes que pudieran concebir a su primer hijo.
David era tan bien parecido y ellos estaban tan contentos por tenerlo que los había manipulado a todos en la casa.
Por lo tanto, resultó inevitable que él pensara que todo el mundo estaba a sus pies.
Cuatro años después, los condes procrearon una hija. Tan pronto como tuvo edad para hacerlo, Aleda se dio cuenta de que David era la luz de sus vidas.
Ella también lo amaba, pues era imposible no hacerlo. De carácter impulsivo y egoísta, pero a la vez valiente, noble y muy inteligente.
Al salir de Eton donde se educó, pasó directamente al ejército.
En dos ocasiones fue condecorado por el Duque de Wellington por su valor y galantería.
Y había sido uno de los oficiales que el Gran Duque escogió para que formaran parte del Ejército de Ocupación.
Cuando finalmente renunció a su cometido y regresó a Inglaterra, el Conde de Blakeney comenzó a darse cuenta de que Londres era un lugar muy atractivo.
Tenía una aceptable posición dentro del mundo social y era la envidia de muchos de sus compañeros oficiales.
Los humos se le subieron a la cabeza y se olvidó por completo de cómo sus propiedades habían caído en la ruina a pesar de los esfuerzos de su padre por evitarlo.
Su hermana se convirtió sólo en una esclava dentro de una casa que se caía a pedazos.
Ahora debía enfrentarse a la realidad y Aleda era consciente de que necesitaba apoyarlo tal como su madre lo hubiera hecho.
—No va a ser fácil, mamá —musitó ella en la oscuridad—, pero estoy orando para que David no tenga que ser juzgado. Por favor… ayúdame, ayúdanos a los dos. No puedo creer que papá y tú nos hayan olvidado.
Pronto sintió que aquella oración llegaba al cielo.
De alguna manera, aunque no tenía ninguna base para afirmarlo, ella se quedó dormida pensando que su madre la había escuchado.
Al amanecer, Aleda bajó muy temprano y Después de mucho buscar en el antiguo gallinero encontró que una de las pocas gallinas que allí quedaban había puesto un huevo. Lo llevó a la casa y se lo sirvió a David cuando éste bajó a desayunar.
No obstante, a pesar de sus preocupaciones, aquella mañana David parecía mucho más animado que la noche anterior.
Sin duda era porque no había bebido nada desde la víspera. La gran cantidad de brandy y de clarete que consumía cuando se encontraba en Londres era nociva para él.
Ella le sirvió el huevo y la tostada que le preparara con el pan que había obtenido a cambio de un conejo que Glover logró atrapar.
No había mantequilla, pero uno de los vecinos consciente, como todos, de las condiciones en las que ellos se encontraban, le había regalado un poco de miel de sus colmenas.
Ella la utilizaba con cuidado, así que quedaba suficiente para los dos.
Sin embargo, Aleda pensaba con desesperación en lo que desayunarían mañana cuando David dijo:
—Debo confesar que aún tengo hambre.
—Quizá alguno de tus amigos que vienen de Londres para participar en la venta traiga consigo algo más sustancioso para comer —sugirió Aleda.
Y rió antes de añadir:
—Una pierna de cordero o la cabeza de un jabalí serían mucho mejor recibidas que una caja de vinos.
—¡Necesito todo! —respondió David.
—Entonces, como mamá solía decir —respondió Aleda—, el deseo será tu amo.
—Si me lo preguntas, él es un amo muy duro.
Ambos rieron ante lo ridículo de aquello. De pronto, como si acabara de fijarse en ella, David exclamó:
—¡Estás muy elegante!
—Es el último de los vestidos de mamá —explicó la joven—. Éste lo reservé para alguna ocasión muy especial.
—Supongo que piensas que ésta es especial —comentó David con amargura.
—Para mí sí lo es —respondió Aleda—. Ahora ve a ponerte tu mejor traje y amárrate la corbata en el estilo «matemático» que es el que está de moda en St. James.
—¿Quién te comentó eso? —preguntó David.
—El hijo de Glover, quien vino a visitarlo la semana pasada. Está trabajando como valet del Duque de Northumberland y éste se supone que viste siempre a la última moda.
—En realidad tú no deberías hablar con la servidumbre —opinó el conde.
—¿Y entonces, con quién? —preguntó Aleda—. Es un poco más elocuente que escuchar el croar de las ranas o el mugido de las vacas.
Una vez más David pareció abochornado.
—Juro que si nos queda un centavo después de que los lobos acaben con todo, lo invertiré en ti.
Habló con ansiedad y Aleda se puso de pie para hacerle una reverencia.
—Muchas gracias, milord, pero no voy a contar mis centavos hasta que los escuche sonar.
Al conde le fue imposible no reírse.
Y como no estaban seguros a qué hora llegarían los comerciantes, ambos subieron a la planta alta.
La víspera, Aleda había limpiado y pulido las botas de David. Asimismo, tuvo la precaución de planchar varias corbatas blancas por si acaso alguna se quemaba.
En su propia habitación tenía un sombrero que hacía juego con el vestido de su madre.
Era una suerte que la moda no hubiese cambiado demasiado desde la muerte de la condesa cinco años antes.
El vestido, confeccionado en gasa color azul, como los ojos de ella y de Aleda, tenía pequeñas mangas abombadas, la cintura alta y estaba adornado con encajes.
La madre y la hija habían tenido más o menos la misma figura.
El color azul del vestido hacía que la piel de Aleda pareciera muy blanca y sus cabellos semejaban el color dorado del amanecer.
Indiscutiblemente era tan bella como las Madonnas pintadas por Botticelli.
Poseía un peculiar encanto espiritual en su rostro, que no era fácil encontrar entre las bellezas aclamadas como «incomparables» dentro del gran mundo social.
Cuando se colocó el sombrero sobre la cabeza le pareció que éste no era lo suficientemente impactante.
En el que había sido el guardarropa de su madre encontró otros dos, uno de los cuales estaba adornado con plumas de avestruz. Las tomó para añadirlas a las cintas que cubrían el sombrero que hacía juego con su vestido.
Pensó que aquello la hacía aparecer mucho más atractiva. Cuando salió de su habitación su hermano también salió de la suya.
Por un momento, él se quedó mirándola y después rió.
—Ciertamente los vas a desconcertar.
—Eso es lo que pretendo hacer —respondió Aleda—. Y tú pareces un perfecto figurín de modas, David.
—Si me dices eso, Aleda, voy a ofenderme —repuso David—, y me quitaré la chaqueta para recibirlos en mangas de camisa, de preferencia una que tenga agujeros.
Hablaba en broma, pero Aleda dijo:
—Por favor, recuerda qué debes decirles y en lo importante que es para los dos.
—No lo he olvidado —respondió David.
Caminaron juntos hasta lo alto de la escalera.
Aleda había dejado la puerta entornada. También quitó algo del polvo acumulado y había decorado un jarrón con rosas sobre una mesa cerca de la chimenea.
Sin embargo, mientras descendían por la escalera ella recordó que el enorme reloj de pared ya no estaba allí. Tampoco estaba el barómetro que tanto le gustara de niña y que tenía más de cien años.
Los grandes sillones con el respaldo tallado y la alfombra persa que había delante de la chimenea, se habían vendido también.
«Ya no queda nada para vender», pensó presa del pánico, «a no ser por la escalera y las paredes de madera».
Y, mientras bajaba al lado de David, a través de la puerta abierta, vio los caballos de un enorme carruaje que se aproximaba.