Capítulo 7
Un poco más tarde, el conde dijo:
—Considero, preciosa mía, que debo ir a ver qué está sucediendo, pero tú debes permanecer aquí hasta que yo vuelva.
—Así… lo… haré —repuso Zenobia.
Como si no pudiera contenerse, el conde la besó de nuevo.
Enseguida salió resueltamente de la habitación y cerró la puerta con firmeza tras él.
Zenobia sentía que estaba viviendo en un sueño.
Lo que había sucedido no podía ser realidad.
De pronto, recordó que aunque el había dicho que la amaba no le había pedido que se casara con él.
Por primera vez, surgió una interrogante sobre el éxtasis y el asombro que había provocado en ella.
Sintiendo que no podía mantenerse quieta, Zenobia atravesó la habitación.
Descorrió las cortinas de brocado y abrió una de las ventanas salientes.
Una vez más estaba mirando hacia la noche.
Ahora las estrellas tachonaban el cielo con su luz parpadeante. Los rayos de la luna convertían al jardín en un lugar de ensueño. «¡Es verdad… es verdad… me ama!», se dijo para calmar su ansiedad.
Y, sin embargo, tenía miedo.
Transcurrieron sólo unos minutos antes que el conde regresara. Para Zenobia, la espera se hizo una eternidad.
Cuando oyó que entraba en la habitación, se dio la vuelta. Sin poder dominarse, corrió hacia él.
La rodeó con sus brazos y la oprimió contra su pecho.
—¿Está… todo… bien? —preguntó, asustada.
—¡Todo! —contestó él. La condujo hacia la ventana a la cual había estado asomada. Una vez ahí, le dijo:
—Te amo, y nada volverá a asustarte nunca.
Zenobia sintió que el corazón le palpitaba de dicha; sin embargo existía aún una pregunta en su mente.
El conde miró hacia la ventana y añadió:
—Williamson y Bateson se han llevado a Mary y la han acostado en su lecho.
—¿Está… muerta? —preguntó Zenobia en un murmullo.
—Sí, se rompió el cuello y murió instantáneamente —contestó él—. Por lo tanto, no sufrió dolor alguno.
Zenobia lanzó un suspiro y él continuó:
—Williamson supone que el doctor supondrá que murió de un ataque al corazón y, por lo tanto, no habrá escándalo alguno. Desde luego, Williamson y Bateson nunca dirán a nadie cuanto sucedió aquí esta noche.
—¿Puedes realmente confiar en ellos? —preguntó Zenobia. El conde bajó la mirada hacia ella y sonrió.
—Confío en ellos tanto como confío en ti, preciosa mía. Williamson ha estado conmigo desde que era yo muy joven, y Bateson lleva treinta años en el castillo. ¡Ellos se preocupan por mi buen nombre y el de la familia más que yo!
Los brazos de él la oprimieron al decir:
—Ahora podemos pensar en nosotros mismos… en cuán pronto podremos casarnos.
Zenobia levantó la mirada hacia él y el conde vio la luz de las estrellas en sus ojos.
—¿Casarnos? —repitió ella.
—Me imagino que no vas a rechazar mi proposición de matrimonio, ¿verdad? —dijo el conde.
Había una insinuación jocosa en su voz.
—Tú no sabes nada sobre mí… y todavía no te he revelado lo que tú llamas «mis secretos».
—No tienen importancia —contestó el conde con decisión—. Sé que me amas y mi amor por ti es muy diferente a cualquier emoción que haya imaginado. Nunca pensé que sería tan afortunado como para encontrar un amor tan puro y entrañable como él tuyo. Habló con una sinceridad que hizo que las lágrimas humedecieran los ojos de Zenobia.
—¿Es posible que… realmente me estés diciendo eso… a mí?
—Tengo mucho más que decirte… ¡pero es más fácil besarte!
Los labios de él descendieron a los de ella y una vez más el conde la condujo a las estrellas.
Era imposible pensar.
Zenobia se limitó a sentir que no sólo su cuerpo, sino su corazón, su alma, su mente, todo su ser pertenecían ahora al conde. Nada más tenía importancia.
Después de lo que le pareció mucho tiempo, el conde dijo:
—Soy muy egoísta. Has sufrido una fuerte impresión y debía haberte dado algo de beber.
—No deseo… nada excepto tus… besos —murmuró Zenobia.
El la besó amoroso. Fue un beso largo, apasionado.
Después, con aire resuelto, la llevó de nuevo al sofá.
Dejó abierta la ventana para que pudieran seguir contemplando las estrellas.
—He estado pensando en lo que debemos hacer —dijo él con voz suave—, y quizá estarás de acuerdo con que mi plan es sensato.
—¿Cuál es? —preguntó Zenobia.
Era difícil pensar con claridad cuando estaba tan cerca de él. Sentía el poderoso magnetismo que ejercía sobre su persona. Como si él sintiera lo mismo, el conde miró hacia otro lado y dijo:
—Mary será sepultada en la cripta de la familia y yo tengo que estar presente. Así que sugiero…
Zenobia lanzó una dulce protesta que lo interrumpió.
—¡No me vayas… a enviar lejos de aquí! ¡Oh, por favor… no lo soportaría!
El conde sonrió.
—¿Supones siquiera que te permitiría eso, aun si tú lo quisieras? No, mi amor, te quedarás aquí conmigo en el castillo, pero sin duda, sería un error que alguno de mis familiares, y hay un gran número de ellos, te viera.
Ella levantó la mirada hacia él y vio una expresión en sus ojos que nunca descubriera en ellos antes.
Zenobia comprendió que era amor.
—No debes pensar —continuó diciendo el conde—, que no me siento orgulloso de ti o que no quiero mostrarte al mundo como mi esposa.
Zenobia contuvo el aliento.
—Solo —añadió él—, me inquieta tu reputación y no intento dar a nadie base para hablar de ti más que con respeto.
Los ojos de Zenobia brillaban con intensidad, pero no lo interrumpió.
El continuó diciendo:
—Te pido que trabajes con la mayor rapidez posible en la Exposición, de modo que no necesitemos ya pensar en ella. Estoy seguro de que puedes terminar todas las cartas cuando haya terminado el funeral.
Zenobia asintió con la cabeza.
No dijo nada y él continuó:
—Entonces nos casaremos en una ceremonia muy tranquila aquí. Nos casará mi propio capellán y los únicos asistentes serán Williamson y Bateson en quienes podemos confiar.
Besó su frente y añadió:
—De inmediato nos iremos de luna de miel y después de nuestro retorno, anunciaremos nuestro matrimonio al mundo y te presentaré socialmente, mi amor, ¡como la más hermosa Condesa de Ockendon que haya existido jamás!
Zenobia se estremeció un poco.
—Yo no anhelo ser… presentada a nadie… pero quiero estar contigo.
—Siempre estarás a mi lado.
En un tono diferente de voz, Zenobia preguntó:
—¿Cómo puedes planear todo esto y hacer que parezca tan… maravilloso, cuando no sabes siquiera… quién soy yo?
—Sé que eres alguien que he buscado toda mi vida, que ha estado conmigo en otras —dijo el conde con voz muy suave—, y estará conmigo por toda la eternidad.
Zenobia lanzó un suspiro de interna dicha.
Ocultó el rostro contra él.
—¡Ojalá papá pudiera escucharte! —murmuró ella—. Es lo que él siempre… quiso para mí, mas yo pensé que era… imposible que existiera un… hombre como tú en todo… el mundo.
—¿Era por eso que estabas tan decidida a no casarte nunca? —preguntó el conde.
—¿Cómo hubiera podido casarme con… un hombre que no fueras tú?
—Eso es lo que me he estado diciendo yo mismo. ¿Puedes decirme ahora, preciosa mía, por qué huiste y por qué tienes un odio tan profundo a todo cuanto se refiere a la alta sociedad?
Zenobia contuvo un momento la respiración. Levantó la cabeza.
—Mi padre era… Lord Chadwell.
El conde la miró con fijeza.
—¿Chadwell, el gran viajero? Por supuesto que he oído hablar de él, aunque ignoraba que tenía una hija.
—¿Has oído hablar de papá?
—Tuve noticias de él en casi todo país que visité. Y he conocido también la historia de cómo abandonó a su segunda esposa, porque lo escandalizó con su conducta.
—¿La gente… sabe eso… realmente?
—Algunos de mis parientes mayores no han simpatizado nunca con Lady Chadwell y no aprueban su manera de ser.
—Eso es lo que me pasa a mí también. Siento que ella ha manchado… la memoria de mi madre.
—¡Así que tu padre te llevó con él! —exclamó el conde, como si quisiera entender la situación con toda claridad—. Debes haber sido muy pequeña.
—Tenía nueve años, pero ya me daba cuenta de que mi madrastra estaba haciendo muy desdichado a mi padre. De pronto, un día, papá ordenó a mi niñera que empacara mis cosas, y antes que nadie se diera cuenta de que nos íbamos, ¡estábamos ya a bordo de un barco, viajando hacia Constantinopla!
El conde sonrió.
—¡Así que fue de ese modo que empezó todo!
—Fue maravilloso ir a lugares extraños con papá, conocer gente diferente y, debido a que era tan inteligente, estar simplemente con él.
—Me hubiera gustado conocerlo, pero doy gracias al cielo de haber conocido a su hija.
Puso su mano bajo la barbilla de Zenobia.
Levantó el rostro de ella hacia el suyo y preguntó:
—¿Cómo puedes ser tan hermosa y al mismo tiempo tan inteligente que tu cerebro me deja deslumbrado, como algunas veces me dejan también tus ojos?
—Tal vez un día… te aburrirás de mí.
El conde comprendió que para ella ese temor era real y dijo en voz baja:
—Es imposible aburrirse con uno mismo. Tú eres parte de mí ser, Zenobia, y estamos unidos por la energía en la cual ambos creemos que tú has demostrado que puede curarme. ¿Cómo podría yo vivir sin ti?
Estaba diciendo palabras que Zenobia había pensado que jamás oiría en los labios de un hombre.
Lanzó un murmullo de felicidad y respondió en voz baja:
—Sólo sé que… te amo.
—¡Como yo te amo a ti! Pero sígueme diciendo, mi amor, qué sucedió, y por qué buscabas trabajo de secretaria.
Zenobia le dijo cómo ella y su padre habían vuelto de sus viajes, porque él deseaba escribir un libro.
Le explicó cómo habían vivido por casi un año en Devonshire, antes que él muriera.
—Hizo un testamento dejándome todo cuanto poseía —continuó ella—, pero descubrí que no quedaba dinero en el banco, porque mi madrastra lo había derrochado todo. Y habían hipotecado nuestra casa de Londres.
—¿Cómo pudo hacer algo tan perverso? —preguntó el conde—. Yo siempre tuve entendido que era una mujer muy rica.
—Creo que ahora que se ha acabado el caudal de mi padre —dijo Zenobia y el rubor cubrió sus mejillas—, depende de otros hombres… para que la… sostengan.
El conde pensó que ésta era la verdad, sin duda, pero no dijo nada.
Zenobia continuó:
—Me espetó que como no tenía yo dinero, me encontraría un marido y se libraría de mí… lo más rápido que fuera… posible.
Un leve estremecimiento sacudió a Zenobia. El conde preguntó con disgusto:
—¿Había algún hombre que considerara digno de ser tu esposo?
Zenobia asintió con la cabeza. Sin poder mirarlo repuso:
—Se… llama… Sir Benjamín Fischer.
—¡Ese infame usurero! —exclamó el conde, con desprecio—. ¡Gracias a Dios que huiste, mi amor!
—Recurrí a la agencia de la calle Mount, a la cual había acudido el señor Williamson para que te encontraran un secretario que hablara urdu y otros lenguajes orientales. Yo era la única solicitante que reunía tales requisitos.
El conde se echó a reír.
—Yo pensé que estaba pidiendo un imposible, y cuando tú apareciste, pensé que se trataba de algún truco. Estaba seguro de que nadie podía ser extraordinariamente bella como tú y al mismo tiempo ser capaz de hablar varios idiomas o de haber visitado lugares extraños.
—Sé que te sorprendí. Y si no hubiera estado tan temerosa de perder el empleo, te habría dicho que pensaba que era un insulto para mí que te mostraras escéptico.
—Y ahora sabes que te creo y, como un milagro, has aparecido en mi vida cuando menos lo esperaba.
Con afán de mostrarse sincera, Zenobia dijo:
—Yo… había decidido huir de ti… mañana. En realidad… empaqué ya mis cosas. Por eso no me había… desvestido cuando… Lady Mary… llegó a… atacarme.
—¿Ibas a fugarte de aquí? —preguntó el conde sorprendido—. ¿Por qué?
Zenobia ocultó el rostro contra el hombro de él.
El conde la oprimió contra su pecho. No dijo, nada, pero Zenobia comprendió que estaba esperando respuesta a su pregunta.
—Porque descubrí que te… amaba —murmuró—. Y como era el amor verdadero, como el que papá tenía a mi madre… un amor proveniente de Dios… no podía yo arruinarlo. Estaba segura de que tú nunca… me amarías… así que debía… alejarme de ti.
—Yo te amé al instante de conocerte —dijo el conde—. Debido a que estamos tan cerca uno del otro, pude leer tus pensamientos. Adiviné que no sólo odiabas todo lo que se refería a la alta sociedad, sino que tenías miedo de mí, como hombre.
—Eso es verdad y aunque te amaba yo… ¡estaba celosa!
—¿Celosa? —repitió el conde con sorpresa—. ¿De quién?
Casi no pudo escuchar las palabras que Zenobia emitió en voz baja y titubeante:
—¡De… Lady… Cecilia!
Por un momento él se quedó inmóvil. Entonces se echó a reír.
Debido a que no era lo que esperaba, Zenobia lo miró asombrada.
—Me estoy riendo, preciosa mía, porque la idea es en verdad absurda. Y, sin embargo, comprendo que hayas pensado que el Lord Representante de la Reina tenía un motivo ulterior al traer a su esposa y a su hija a cenar conmigo esta noche.
—Me… dijeron que es… muy bonita —dijo Zenobia en tono defensivo.
—¡Lo es! —reconoció el conde—. Al mismo tiempo, en los últimos días lo único que he podido ver es una pequeña cara puntiaguda, ojos azul oscuro enormes y expresivos, y labios que fueron hechos para recibir mis besos.
Zenobia vio la expresión de su rostro y se ruborizó mientras él continuaba.
—El Lord Representante tenía ciertamente una razón para venir aquí esta noche, y me solicitó una entrevista privada.
Zenobia escuchó con atención y el conde añadió:
—Vino a decirme que está muy enfermo y sus obligaciones hacia la reina se han vuelto una carga excesiva para él. Me vino a preguntar si podía presentar mi nombre a Su Majestad, como sucesor suyo.
—¡Así que… a eso se debió su visita! —murmuró Zenobia.
—Y aunque tengo años de conocer a Cecilia, no tengo intenciones de casarme con ella, ni con nadie más —agregó el conde.
Sus labios se movieron contra su mejilla antes de continuar:
—Excepto con la mujer perfecta que estaba buscando para que sustituyera a mi madre, que ocupara un lugar secreto en mi corazón, del cual nunca he hablado a nadie.
—¿Te… refieres a… mí?
—Sí, y tú llenas ahora ese espacio completamente.
El conde la acercó más a él al decir:
—Y ahora sé por qué detestas a la alta sociedad y por qué, si eres sincera, tienes temor de cómo será tu vida conmigo.
Zenobia hizo un mohín gracioso, pero el conde continuó diciendo:
—Déjame asegurarte, y creo que eso te tranquilizará, que pasaremos la mayor parte del tiempo aquí, en el castillo.
—¿Podremos… hacer eso… realmente? —preguntó Zenobia, con una nota de felicidad en la voz que no pasó inadvertida al conde.
—Es lo que pretendo hacer —contestó—. No sólo porque te adoro, preciosa mía. No deseo que te eche a perder la admiración que recibirás en Londres, y que me hará sentir muy celoso, sino también por otras dos razones.
—¿Cuáles?
—En primer lugar, como Lord Representante de la Reina, debo cumplir muchas obligaciones en el condado. En segundo, a la hora de almorzar tuve como visitante a un hombre que desea que yo colabore con él en la construcción de una nueva pista para carreras de caballos, en esta parte de Inglaterra.
—¿Te refieres a Lord Ventnor? —preguntó Zenobia.
—¿Sabías que fue él quien vino a almorzar conmigo? No es sólo un hombre atractivo, sino que también es un chismoso incorregible. Así que no quería que te viera.
—Eres tan… sensato —suspiró Zenobia—, y yo soy tan… tonta.
—Lo fuiste al no confiar en mí y más todavía al no darte cuenta, dado que están tan cercanas nuestras almas, de que te amaba.
—No… lo creí… posible, no después de todo lo que había… escuchado.
—¿Sobre las mujeres de mi vida? —preguntó el conde—. ¡Claro que las hubo! Mas nunca tuvieron ninguna importancia real para mí y ninguna de ellas, aun si hubiera sido posible casarme con alguna, habría respondido a las exigencias de la mujer que debía ocupar el lugar secreto de mi corazón, que siguió vacío hasta que tú lo llenaste.
No aguardó a que Zenobia contestara, sino que la besó hasta dejarla sin aliento.
Enseguida dijo:
—Ahora que han sido hechas todas las explicaciones, todo cuanto tenemos que hacer, mi amor, es esperar, lo cual va a ser intolerable, hasta después del funeral, cuando pueda yo hacerte mía.
—Nada importa mientras yo pueda convertirme en tu esposa —dijo Zenobia—. Me esconderé en los sótanos o en el calabozo, si hay alguno. Así, una vez que nos casemos, haré todo lo que esté en mi poder para hacerte feliz y que me ames siempre.
El conde comprendió que ella lo decía casi como un voto. El expresó con voz muy suave:
—Eso es lo que quiero. Podría apostar cualquier cosa a favor de nuestro matrimonio, porque tengo la seguridad de que vamos a ser muy felices juntos.
Y empezó a besarla insistente.
Por fin, pensando en él más que en sí misma, Zenobia dijo:
—¡Debes irte a la cama! Has tenido un largo día y no comprendo por qué no subiste a tu dormitorio tan pronto como el Lord Representante se marchó.
—Eso era lo que intentaba hacer, pero me quedé sentado, pensando en ti, y perdí la noción del tiempo hasta que, gracias a Dios, estuve ahí cuando tú me necesitaste.
—Fue el destino quien lo permitió…
—Un destino que ha sido muy generoso con nosotros. Y ahora, mi adorada, me iré a la cama si eso es lo que tú quieres, porque creo que tú también debes descansar y olvidarte de todo, ¡excepto de que te amo!
La ayudó a incorporarse.
Salieron del salón plateado tomados de la mano y subieron la escalera juntos.
Sólo cuando llegaron al descanso, dijo Zenobia:
—Vas a pensar que es muy banal de mi parte pensar en tales cosas pero, por favor… ¿podría tener un vestido nuevo para casarme? Llegué aquí sólo con las pocas cosas que creí necesitar, y que usaba en Devonshire cuando estaba con papá.
El conde sonrió.
—Tendrás el vestido más hermoso que haya tenido nunca novia alguna —ofreció.
Ya frente al dormitorio de ella, la besó.
Entonces, cuando Zenobia se disponía a entrar el conde preguntó:
—¿No tienes miedo? ¿No te importa quedarte sola?
—Ahora ya no —repuso Zenobia con expresión feliz.
—Cierra con llave las dos puertas y cuando digas tus oraciones, pide a los ángeles que te cuiden, hasta que yo pueda hacerlo, de día y de noche.
Ella levantó sus labios para ofrecérselos. El conde la besó una vez más, antes de proseguir en silencio hacia su propio dormitorio.
Zenobia cerró la puerta y le echó llave como él le indicó que lo hiciera. De inmediato cruzó la habitación para cerrar con llave también la puerta que daba a la salita.
Al hacerlo se dio cuenta de que las cortinas estaban descorridas como ella las había dejado y la ventana abierta.
Admiró la belleza de la noche y sintió que todo su ser, se elevaba en un himno de alabanza hacia el cielo.
—¡Gracias, Dios mío, muchas gracias! —exclamó.
No había palabras que expresaran de forma adecuada su felicidad.
* * *
A la mañana siguiente Lucy acudió en respuesta a su llamado. Exclamó sorprendida, al ver el baúl lleno de cosas en el centro de la habitación:
—¿Por qué se molestó en hacer eso, señorita? Yo recibí la orden de su señoría apenas hace quince minutos…
—¿Qué orden? —preguntó Zenobia.
—Milord envió un mensaje diciendo que como van a venir tantos familiares suyos a hospedarse aquí a fin de asistir al funeral de milady, le ruega que se cambie a la sección de los niños, que se encuentra en el segundo piso.
Lucy dijo eso como si estuviera recordando lo que le habían dicho.
Enseguida añadió:
—Supongo que usted no lo sabe, señorita, pero Lady Mary murió anoche. El doctor estuvo ya aquí y dice que fue el corazón.
—Siento mucho saber eso —contestó Zenobia—, y espero que no haya sufrido.
—¡Oh, no, señorita! El doctor opina que tal vez sintió un dolor en el pecho y se acostó en su cama… completamente vestida. Y no supo más.
Agregó, satisfecha de tener tanta información disponible:
—El funeral será el sábado. Parece que todo se va a hacer deprisa; sin embargo, me alegra que así sea… una casa se vuelve lóbrega cuando hay un cadáver en ella.
—Es cierto —convino Zenobia, recordando lo desventurada que se había sentido cuando su padre murió.
No pudo evitar sentir que era patético que nadie lamentara la muerte de Lady Mary.
Por lo que Lucy dijo mientras parloteaba y la ayudaba a vestirse al mismo tiempo, todo el personal estaba encantado.
Ahora nadie se quejaría constantemente de todo lo que hacían o dejaban de hacer.
Zenobia pensó que el señor Hedges, también, debía estar lanzando un profundo suspiro de alivio.
Lady Mary no se volvería a mostrar desagradable sobre el arreglo de los libros en la biblioteca.
Zenobia habló muy poco, pero explicó a Lucy que comprendía por qué su señoría la había aislado; pues el trabajo que estaba haciendo para la Exposición era no sólo de gran importancia sino muy urgente.
—No debo perder el tiempo —dijo—, ni siquiera para asistir a un funeral. Así que será mejor que permanezca en mis habitaciones y me dedique a lo que tengo que hacer.
—Si me lo pregunta, señorita, su señoría no retendrá a sus familiares más de lo estrictamente necesario. La mayoría de ellos son muy viejos y el señor Bateson dice que siempre le están rogando a su señoría que se case y eso lo incomoda mucho.
Zenobia sonrió para sí.
Cuando subió descubrió que la sección infantil era muy cómoda y plena de sol.
Además, le hacía pensar en el conde cuando era niño.
Ahí estaba su caballo de madera, tipo mecedora, en el cual debió adquirir su amor por los caballos.
Estaba su fuerte y sus soldados, que deben haber encendido su deseo de luchar por su patria.
También había un librero lleno con los mismos cuentos que le habían encantado cuando era pequeña.
Había una gran rejilla de seguridad frente a la chimenea, así como una silla baja en la que su niñera debía haberse sentado para arrullarlo.
De los muros pendían cuadros de ángeles, de hadas y duendes, junto a un hermoso retrato de su madre, a la cual amara tanto.
Zenobia tuvo la impresión de que aquellas habitaciones la acogían gustosas.
Ella sabía que eso se debía no sólo a que evocaban los años que el conde pasara ahí.
Era debido, además, a que ella oraba porque algún día su hijo estuviera ahí también.
Montaría en el caballo de madera, jugaría con el fuerte y los soldados, y dormiría en el dormitorio infantil lindamente decorado.
La primera noche antes que llegaran los familiares del conde, Zenobia pensó que era imposible ser más feliz de lo que ya era.
Había cenado abajo con el conde.
Sabía que los dos gozarían de cuanto momento estuvieran juntos. Cuando sus huéspedes llenaran la casa, quedarían aislados.
—Si ellos te vieran siquiera, querida —le dijo el conde—, se darían cuenta de que estoy locamente enamorado de ti. Cuando nos casemos finalmente, y Dios sabe que me parecerán siglos antes que llegue el sábado, no quiero que ninguno recuerde a la «señorita Webb».
—Pensé que ella te había resultado un poco… útil —dijo Zenobia en tono de broma.
—La encuentro adorable, irresistible y demasiado bella para permitir que la vea alguien que no sea yo —repuso el conde con firmeza.
La tomó con brusquedad en sus brazos y prosiguió:
—¿Cómo no somos beduinos, o turcos, para que llevaras cubierto el rostro y ningún hombre pudiera verte, más que tu marido?
Zenobia se echó a reír.
—¿Te gustaría que hiciera eso, de verdad?
—¡Por supuesto que me gustaría! Al mismo tiempo, siendo inglés, quiero que me ayudes en todo lo que haga, en todo lo que piense.
Vio encenderse la luz en los ojos de Zenobia y añadió:
—Necesitarás ayudarme a diseñar la pista de carreras y tendrás muchas obligaciones como esposa del Lord Representante. Y, desde luego, lo más importante de todo, tendrás que cuidar de mí.
Su voz se hizo más profunda al agregar:
—Debes curarme si estoy enfermo y llenar, con el favor de Dios, la sección en la que estás ahora durmiendo, con nuestros hijos.
Como era lo que ella misma había pensado, Zenobia se ruborizó.
—Yo sé que has estado pensando lo mismo —dijo él—, y, mi amor, nada puede ser más emocionante o más hermoso que verte sosteniendo a mi hijo en tus brazos.
—¿Y si fuera… una niña?
—¡En tal caso —sonrió el conde—, debemos intentarlo de nuevo!
Por la mente de ambos cruzó el recuerdo de que Lady Mary había sido la primogénita.
Para ella había sido desastroso ser mujer.
Casi como si él hubiera hablado en voz alta, Zenobia dijo:
—Siento que nuestras… oraciones nos darán… un varón… como primogénito.
El conde la besó y ella se dio cuenta de que lo había excitado. Sintió el fuego en sus labios y vio el brillo de la pasión en sus ojos. Entonces se marchó.
Zenobia comprendió que a partir de la mañana siguiente, él quedaría fuera de su alcance.
La joven se sentó en la mesa de la sección de niños y escribió todas las cartas que aún estaban pendientes.
Cuando terminó, envió a un lacayo con el señor Hedges.
Le mandó preguntar si había algunos libros más que ella pudiera leer y describieran otros tesoros que hubiera disponibles. Cuando le fueron traídos, se obligó a revisarlos.
Era muy difícil pensar en nada que no fuera el conde. Deseaba con toda su alma que estuviera junto a ella.
Llegó la mañana del viernes sin que hubiera señales de su vestido de novia.
Empezó a temer que el conde se hubiera olvidado de él, puesto que tenía tantos otros menesteres.
No era que a ella le importara realmente.
Cuando se casara con él, todo sería maravilloso.
De hecho, sería tan perfecto para ambos que su ropa tendría importancia secundaria.
Sin embargo, era lo bastante femenina para desear estar bella para el hombre amado, en el día más importante de su vida. Pensó en mandarle una nota para recordárselo.
Luego se dijo que eso sería muy banal de parte suya.
El le enviaba una nota todas las mañanas y todas las noches. Se las enviaba ocultas entre otros papeles que no tenían importancia.
Sin embargo, los lacayos que las llevaban no podían sospechar, de ese modo, que se estaba comunicando con ella, excepto en lo que se refería al trabajo que estaban realizando juntos para organizar la Exposición.
Cuando llegó la primera nota, ella había dado vuelta a los papeles con aire distraído.
Se preguntó por qué el conde consideraba que valía la pena enviárselos. De pronto, cuando encontró la nota, todo su ser pareció cobrar nueva vida.
Era una nota breve, impregnada.
Más tarde, esa noche, estaba pensando en él con nostalgia. Otra nota, de nuevo oculta entre algunos papeles, llegó.
Se sentó a leerla y descubrió que cubría dos páginas completas. Le decía cuánto la amaba, cómo cada minuto que estaban separados resultaba intolerable.
Ansiaba subir para hablarte de mi amor, preciosa mía, mi hermosa futura esposa, pero como estoy tratando de protegerte, como lo haré siempre, comprendí que eso sería un error.
Los sirvientes son chismosos y siempre se fijan en cualquier cosa fuera de lo que es usual. Mis tías y abuela trajeron a sus doncellas con ellas, y sé que son indiscretas incorregibles.
Por lo tanto, me estoy dominando de una forma que me resulta aburrida y deprimente, pero que considero la correcta.
Te amo, te adoro, y toda mi vida estará dedicada a ti, de ahora hasta la eternidad…
Zenobia besó la carta y durmió con ella bajo su almohada. En la mañana del sábado llegó otra carta más.
Con ella iban numerosas cajas de vestidos. Habían llegado procedentes de Londres por tren.
Esperó hasta quedarse sola para abrirlas.
Una vez que lo hizo encontró que una de ellas contenía el más hermoso vestido de novia que pudiera imaginar.
Debido a que era tan hermoso y estaba confeccionado tan exquisitamente, Zenobia notó que el conde debía tener mucha experiencia en la selección de ropa femenina.
Eso no la hizo sentirse celosa.
Esta vez había elegido un traje de bodas para una mujer a la que amaba en realidad.
Eso lo hacía único y adorable.
Las horas del sábado parecieron siglos a Zenobia.
Consultaba una y otra vez el reloj, temerosa de que se hubiera parado.
Observó que el cortejo fúnebre había salido de la casa muy temprano y se dirigió hacia la iglesia del pueblo, que estaba justo dentro de las rejas del parque.
Fue Lucy quien le contó que el ataúd de Lady Mary había sido transportado en la carreta de una granja.
Iba completamente cubierto de flores y la carreta era tirada por dos caballos.
Seis hombres caminaban a cada lado del féretro.
Detrás de ellos iba el conde, también a pie, seguido por los carruajes que transportaban a los otros familiares.
—¡Fue muy impresionante, señorita, de verdad! —comentó Lucy—. Todos tuvimos que asistir al servicio que celebraron en la iglesia, y que fue muy hermoso, pero sólo la familia siguió el féretro hasta la cripta, y su señoría fue el único que entró en ella.
Lucy se detuvo a tomar aliento.
Entonces dijo:
—Nadie lloraba y eso resultaba extraño en un funeral. Pero la verdad era que milady era muy difícil con todos, no sólo con nosotros, los sirvientes. La he oído mostrarse grosera hasta con sus familiares, cuando venían aquí.
—Creo ahora, Lucy, que debíamos olvidar eso —sugirió Zenobia—, y tratar sólo de recordar las cosas buenas de Lady Mary.
Lucy caminó hacia la puerta.
—¡No había ninguna! —exclamó decidida a decir la última palabra.
Zenobia no estaba escuchando.
Sentía como si con el funeral de Lady Mary, se hubiera cerrado un capítulo de su vida.
Y otro lleno de sol daba comienzo.
Este nuevo capítulo parecía resplandecer como un arco iris. Estaría con el conde.
Tenía, sin embargo, que esperar todavía algún tiempo antes de poder verlo.
Lucy le describió el concurrido almuerzo que estaba teniendo lugar abajo, después del funeral.
Habían llegado todos los dignatarios del condado.
No porque lamentaran la muerte de Lady Mary, sino porque deseaban presentar sus respetos al conde.
Lucy mencionó muchos nombres.
Zenobia estaba pensando en la próxima reunión que tendría lugar en el castillo.
Sería cuando el conde la presentara como su esposa.
Se prometió que en el futuro ella se aseguraría de que fuera amado y respetado por sus vecinos, como lo había sido su padre.
Las historias de sus idilios en Londres y de las mujeres a las que les rompía el corazón serían olvidadas.
Por fin, fue hora de que ella se vistiera.
El conde le envió un mensaje de que debía bajar a las siete en punto.
Con el mensaje envió una caja que contenía un velo de encaje que había pertenecido a su familia por generaciones.
Había también una tiara hecha completamente de estrellas formadas con diamantes.
En la carta que había llegado esa mañana, el conde le había dado autorización para comentar a Lucy lo que iba a suceder. Pero debía hacerle jurar que no lo diría a nadie más. Escribió:
En el curso del tiempo todos los sirvientes sabrán lo que está sucediendo, pero por esta noche, me gustaría guardar el secreto entre Williamson, Bateson, mi ayuda de cámara y tu doncella.
Lucy se emocionó cuando Zenobia le comentó que se iba a casar con el conde.
—¡No me sorprende, señorita! —exclamó al saberlo—. ¡Usted es la dama más bonita que he visto en toda mi vida y la más linda que haya venido nunca al castillo!
Lanzó un suspiro profundo antes de añadir:
—Su señoría es tan apuesto, que ningún otro hombre se le puede comparar siquiera. Ustedes dos juntos me hacen pensar que parecen salidos de un cuento de hadas.
—Eso es exactamente lo que es —dijo Zenobia—, y por eso, Lucy, queremos mantenerlo en secreto y no decirlo a nadie más en el castillo.
Se puso muy seria al añadir:
—Debes prometerme por todo lo que es sagrado, que no dirás a nadie que nos hemos casado, hasta que pueda ser anunciado públicamente.
—Lo prometo, claro que lo prometo —exclamó Lucy—. ¡Oh, señorita, es tan emocionante… y tan romántico!
Zenobia se echó a reír.
Era lo que ella misma pensaba.
Lucy la había vestido con el traje de novia que había llegado de Londres y le había arreglado el velo de encaje sobre el cabello. Colocó la tiara de diamantes sobre él.
El señor Williamson subió a la sección de los niños.
Le explicó que iba a acompañarla y que bajarían por una escalera de servicio.
De esta forma, no la verían los lacayos que estaban de guardia en el vestíbulo.
La escalera conducía directamente al ala donde estaba situada la capilla.
Cuando, después de lo que le pareció una larga caminata, se acercaron a ella, Zenobia pudo oír la suave música de un órgano.
Había flores blancas en el altar y grandes jarrones con lilas blancas decoraban la pequeña iglesia.
La luz de las velas revelaba los exquisitos emplomados del Siglo XVIII y las antiguas bancas talladas.
Pero Zenobia sólo tenía ojos para el conde.
El la estaba esperando en la puerta de la capilla.
Pensó, al mirarlo, que ella jamás había imaginado que los ojos de un hombre pudieran hablar con tanta claridad de su amor.
Zenobia descansó su mano en el brazo del conde.
La llevó a través del pasillo central hasta donde los estaba esperando el capellán.
Aparte del señor Williamson y de Bateson, que fungieron como testigos, no había nadie más en la capilla.
Y, sin embargo, para Zenobia estaba llena con la música de las esferas celestiales.
Sentía que su padre estaba presente y la madre del conde también.
El capellán leyó el hermoso servicio nupcial con profunda sinceridad.
Mientras el conde le colocaba el anillo en el dedo, Zenobia sintió como si los ángeles estuvieran cantando. Y cuando salió de la capilla del brazo de su marido, éste la llevó por una escalera secundaria. Abrió la puerta del dormitorio principal y entraron en él. El conde cerró la puerta.
La tomó en sus brazos y dijo:
—Ahora, por fin, preciosa mía, eres mi esposa, y puedo expresarte lo mucho que te amo.
La besó con mucha gentileza.
Después, tomó la tiara de estrellas y la retiró de la cabeza de Zenobia.
Levantó su velo y la besó de nuevo antes de decir:
—Ahora vamos a cenar juntos por primera vez como marido y mujer. ¡No sabes, mi amor, cuánto te he echado de menos en estos últimos tres días!
—Y yo a ti —murmuró Zenobia.
—He estado ansiando —continuó el conde de nuevo—, escuchar la forma encantadora y emocionante en que funciona tu cerebro… tan diferente al de todas las demás mujeres.
Zenobia se echó a reír.
Era algo que ella no esperaba que él dijera.
La condujo, a través de la puerta de comunicación, a su propia sala.
Estaba decorada con lilas, claveles y rosas.
Había una mesa puesta para la cena, en el centro de la sala.
La única luz procedía de un enorme candelabro de oro. Sostenía seis velas y estaba rodeado por orquídeas blancas.
Una guirnalda de flores iba de un extremo a otro de la chimenea. Otras guirnaldas habían sido colocadas alrededor de los cuadros de Stubbs y hablaban de amor y no de caballos.
El conde sonrió al ver la emoción reflejada en el rostro de Zenobia, quien miró a su alrededor.
—Williamson es responsable de todo esto —explicó—. Es algo que prepararon entre él y Bateson, sin que se dieran cuenta los demás. Debes darle las gracias a ellos, no a mí.
—¡Está preciosa! —exclamó Zenobia.
—Así es —contestó el conde.
Estaba mirando a su esposa, al decir eso.
Como todo debía ser tan secreto, sólo Bateson y el ayuda de cámara del conde los atendieron.
Los platillos estuvieron deliciosos.
Pero Zenobia sólo podía pensar que estaba comiendo y bebiendo los alimentos de los dioses.
Cuando terminaron de cenar, se quedaron sentados, conversando.
Tenían mucho que decirse, porque habían estado separados los últimos días.
Y Zenobia tenía que decir al conde muchas cosas que había mantenido en secreto hasta entonces.
—No debe haber secretos entre nosotros de aquí en adelante —dijo el conde—. Y si tratas de engañarme otra vez, mi amor, pretendiendo ser secretaria, con el muy mundano apellido de «Webb»… te castigaré, ¡pero con besos!
—Eso me… gustaría… mucho —contestó Zenobia con suavidad.
El conde se puso de pie.
—Esta noche —dijo—, debido a que sólo unas cuantas personas saben lo que está sucediendo, vamos a dormir en mi habitación. Pero cuando volvamos al castillo después de nuestra luna de miel, usarás las habitaciones que ocupara mi madre. Siento, mi amor que a ella le gustaría que tú las disfrutaras.
Zenobia se sintió muy conmovida por sus palabras.
Se dirigió hacia el dormitorio.
Encontró que todo estaba listo para ella, sobre la enorme cama de cuatro postes, con cortinajes de terciopelo.
Era donde habían dormido generaciones de Ockendon.
Las velas estaban encendidas. Y, como ella casi esperaba, las cortinas estaban descorridas para que pudieran contemplar las estrellas.
No había ayuda de cámara, ni doncella, y el conde dijo:
—¡Quería estar a solas contigo, mi amor, y Dios sabe que he esperado demasiado tiempo!
—Yo… lo anhelaba también.
La atrajo con gentileza hacia él, pero por un momento no la besó.
Se limitó a contemplar su rostro.
Los ojos de Zenobia brillaban con intensidad cuando volvió la mirada hacia él. Tenía los labios entreabiertos.
El conde se dio cuenta de que el corazón le estaba palpitando con frenesí en el pecho, como palpitaba el de él mismo.
—¿Cómo puedes ser tan hermosa, tan perfecta? —preguntó—. ¿Cómo puedes ser todo lo que siempre he deseado en mi esposa y que estaba seguro solo podría encontrarlo en el Paraíso?
—Ahí es… donde me siento… ahora —murmuró Zenobia.
De pronto, los labios de él descendieron sobre los de ella, exigentes y posesivos.
Comprendió que él le estaba pidiendo rendirse sin reservas. El la abrazó cada vez con más fuerza.
La besó hasta que las estrellas parecieron llegar a través de las ventanas para alumbrarlos.
El le desabotonó el traje de novia.
Cuando cayó al suelo, el conde la levantó en sus brazos y la depositó con amor en el suntuoso lecho.
Por un momento, Zenobia casi no se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
Estaba ofuscada por sus besos y por sensaciones que nunca había sentido antes.
No sólo eran divinas, sino también muy humanas.
Quería, aunque no lo comprendía del todo, fundirse en él para literalmente convertirse en parte suya.
Ella no estuvo segura de si habían hablado entre ambos y habían dicho en voz alta lo que estaban sintiendo.
Todo lo que sabía era que cuando el conde la besó, la tocó y la hizo suya, una luz pareció descender sobre ellos, procedente de las estrellas.
Trajo la salud y la belleza al entrar en sus corazones.
Era también un placer y un éxtasis que no podía, describirse con palabras.
Era, en sí mismo, el lenguaje de los dioses.
—¡Eres mía, mi cielo, mi adorada, mi esposa! —clamó el conde.
—¡Soy tuya… completa y absolutamente tuya… ahora y hasta el fin del mundo! —murmuró Zenobia.
FIN