Capítulo 4

Zenobia trabajó en su sala privada.

Le sorprendió cuando Lucy llegó a informarle que el baño estaba listo para ella en su dormitorio. No tenía idea de que fuera tan tarde.

Casi con renuencia puso las páginas a un lado. Realmente había disfrutado de escribir las cartas.

Algunas de ellas iban dirigidas a personas que conocía; otras a personalidades de las cuales había oído hablar cuando estuvo en la India.

No dejó de pensar en ese maravilloso país todo el tiempo que dedicó a bañarse.

Lucy la ayudó a ponerse uno de sus dos trajes de noche.

Se preguntó si era lo bastante elegante como para cenar con el conde.

Los vestidos que usara en Devonshire con su padre eran muy sencillos.

Al mismo tiempo, aunque no se daba cuenta de ello, la hacían verse muy atractiva.

Le quedaban mejor que el vestido elaborado, y demasiado adornado, que Irene le había prestado la noche que pasara en Londres.

Se miró ante el espejo, preguntándose si el conde se sentiría avergonzado de ella, en caso de que estuvieran presentes otras personas. Entonces resolvió que ésa era una pregunta que no debía hacerse, porque era una simple secretaria.

«¡Lo único que a él le interesa de mí es mi trabajo!» se dijo.

Se alejó del espejo, porque su propia apariencia no le interesaba. Encontró al conde esperándola en lo que era conocido como el Salón Plateado.

Súbitamente se sintió mal frente a su magnificencia.

Se había cambiado y se había puesto traje de etiqueta.

Estaba instalado en una silla de ruedas, en la que podía ser conducido al comedor.

Aun a ella le era imposible dejar de admirar sus hombros cuadrados y la forma en que su ropa de noche ceñía su cuerpo sin la menor arruga.

Zenobia pensó que su almidonada camisa blanca lo hacía verse un poco diferente y más viril que su cómoda ropa de día.

—Es usted puntual, señorita Webb —dijo el conde al verla aparecer—, lo cual es inusitado en una mujer.

—Mas indispensable en una secretaria —replicó Zenobia. El sonrió ante la rapidez con la cual ella había contestado. Le ofreció una copa de champaña, pero Zenobia la rechazó. Uno de los lacayos empujó la silla de ruedas hacia el comedor, con Zenobia caminando a su lado.

Tal como la joven esperaba, el comedor era muy impresionante, con retratos de los Ockendon en elaborados marcos dorados, decorando los muros.

La chimenea, de fino mármol, había sido tallada por un famoso escultor italiano.

La comida, exquisita, fue servida por dos lacayos y el mayordomo.

Zenobia encontró que ella y el conde tenían mucho que discutir sobre la exposición.

De hecho, casi no tuvo tiempo de apreciar la excelencia de la comida.

El insistió en que tomara una copa de vino.

—¡La comida y el vino van siempre juntos! —exclamó con firmeza—. Sin duda alguna, va usted a decirme que esa tradición se remota hasta el Olimpo.

—¡Yo me preguntaba si su señoría recordaría lo que había comido y bebido cuando era uno de los dioses! —comentó Zenobia en tono de broma.

El conde se echó a reír.

Zenobia habló como lo habría hecho con su padre.

Olvidó, por un momento, que debía mostrarse discreta y servil. El conde volvió súbitamente al tema de la exposición:

—Ahora que los sirvientes se han ido, puedo pedirle una vez más que me hable de sí misma. Usted comprenderá mi curiosidad, porque usted es una secretaria fuera de lo común.

Zenobia se quedó pensativa un instante. Enseguida dijo:

—Quizá sea mejor que deje yo insatisfecha su curiosidad, para que no se aburra conmigo. Tengo entendido que usted suele cansarse con facilidad de la gente.

Esperaba que el conde no la considerara impertinente por decir eso.

—¿Con quién ha estado hablando usted? —preguntó él.

—¿Acaso espera que la gente que lo conoce hable de otra cosa? —preguntó Zenobia.

—Lo que yo quisiera saber es por qué no se está divirtiendo en Londres, como debía hacerlo, seguida por un cortejo de jóvenes admiradores.

Habló entre bromas y verdad.

—Para mí es una forma de vida que menosprecio —contestó Zenobia—. Nada en el mundo me haría aceptarla.

—Está insinuando —protestó el conde—, lo que podría estar haciendo y lo que, si es sincera, le corresponde por derecho propio.

El conde era demasiado perceptivo, pensó Zenobia.

Lo que había dicho le hizo recordar que eso era exactamente lo que Irene había intentado para deshacerse cuanto antes de ella.

—¡Me disgusta la alta sociedad londinense y detesto a cuantos pertenecen a ella! —exclamó—. Considero aquello que su señoría ha descrito como casi obligatorio para la mayoría de las jóvenes, una intolerable imposición, gracias a la cual pierden no sólo su libertad sino también su autoestima.

—¿Por qué piensa así? ¿En dónde más podrían conocer a sus futuros esposos las damas solteras?

—Solo, como milord sugiere, en el mercado matrimonial, que es profundamente humillante para la mujer. ¡Yo jamás me someteré a él!

Habló en tono desafiante y después añadió iracunda:

—Los caballeros suelen pensar que pueden comprar una esposa con la facilidad que compran un caballo, y que ambos deben quedarle muy agradecidos. En lo que a mí respecta, es algo que jamás toleraría. ¡Por lo tanto, no voy a casarme nunca!

Habló con firmeza y el conde, sentado aún en su silla, afirmó:

—Ésta es la primera tontería que la he oído decir desde que nos conocemos. ¡Por supuesto que debe usted casarse! No puede intentar siquiera, pasar el resto de su vida pretendiendo ser una empleada apta y eficiente, en lugar de tener un marido que le brinde toda clase de lujos y comodidades y que, como es tan bella, se enamore hondamente de usted.

—Eso es un tanto cuestionable. Cuando una mujer se casa, lo más probable es que su marido se dedique a perseguir a otra mujer cuyo rostro le parezca más atractivo que el suyo.

Habló con tal menosprecio, que el conde se echó a reír.

—Supongo —dijo después de un momento—, que es usted tan joven que no se ha enamorado aún. Cuando lo haga, descubrirá que le corresponde mantener a su esposo cautivo e impedir que busque distracciones en otra parte.

—Como no intentó casarme —repuso Zenobia con frialdad— no podré demostrar a su señoría que está equivocado. Ahora, hablemos de algo más interesante.

—Yo la encuentro en extremo interesante, señorita Webb —repuso el conde—, y si realmente pensara que estaba diciendo la verdad al asegurar que nunca va a casarse, me sentiría en extremo preocupado.

—¿Por qué? —preguntó Zenobia.

—Porque no es natural. Toda mujer necesita un esposo y debe ser la ambición de toda jovencita que nace en el mundo social encontrarlo lo más rápido posible. De lo contrario, se convertirá en una solterona.

—Estaba pensando, apenas el día de hoy —contestó Zenobia—, que eso voy a hacer. Si tengo suficiente dinero para viajar, me sentiría contenta de poder llevar el tipo de vida de que realmente disfruto.

—¿Sola?

—Nunca he tenido dificultad alguna para entablar amistades entre los nativos de cualquier país en el que he vivido. ¡Los encuentro mucho más fascinantes que los aristócratas ingleses o franceses, que están siempre demasiado inflados por la idea de su propia importancia!

Se detuvo un momento antes de continuar:

—Hice amistad con una mujer en Sarawak, cuyo esposo era cazador de cabezas, y disfruté de su compañía de la misma forma en que disfruté de charlar con las mujeres de una tribu berberisca en África.

—Toda mujer, si es normal —insistió el conde—, necesita hombres, no mujeres en su vida.

—Desde luego que me gusta la compañía del sexo opuesto —dijo Zenobia—. Encuentro su compañía en extremo interesante, pero no tengo deseos de casarme con un jefe beduino o con un sultán, que tiene ya cuatro esposas y un gran número de concubinas en su harén.

—Usted está tratando de desviar lo que yo estoy diciendo, para evitar darme una respuesta directa —se quejó el conde—. Lo que me gustaría saber es por qué tiene tanta aversión al matrimonio. ¿Sufrió alguna desilusión amorosa?

—¡No, en lo absoluto! —contentó Zenobia.

—Entonces, ¿qué la hace pensar que no va a querer casarse nunca?

—Es un secreto, milord. Algo de lo que no tengo deseos de hablar.

—¡Nunca había yo conocido a una joven más desconcertante que usted! —repuso el conde con agudeza—. Usted sabe muy bien que es malo para mi salud, después de haber estado tan enfermo, sentirme frustrado y no salirme con la mía.

Zenobia río de buena gana y dijo:

—Eso demuestra a milord que lo han mimado en exceso desde niño. Estoy segura de que es bueno para usted comprender que hay un alguien, aunque sólo sea una persona insignificante, que no va a ceder a todos sus caprichos.

—¡Ése es un reto, señorita Webb!

* * *

Zenobia se fue a la cama casi en cuanto salieron del comedor, no sólo porque estaba cansada.

Sabía que sería un error, por parte del conde, estar levantado hasta tarde, en plena convalecencia.

Ya en la oscuridad de su dormitorio, pensó en todo lo que se Había dicho después de que los sirvientes salieron del comedor.

Decidió que había sido una conversación extraña la que sostuvo con su jefe. Al mismo tiempo, disfrutó de ella.

Si era sincera, se había sentido feliz por primera vez desde la muerte de su padre.

Estuvo muy sola en su casa de Devonshire, una vez que pasó el funeral y se sintió temerosa durante todo el viaje a Londres, ante la perspectiva de encontrarse con Irene.

Después de hablar con ésta, se había sentido asustada de pensar que, por falta de dinero se vería, tal vez, obligada a convivir con su madrastra.

Había temido, además, encontrarse casada por obligación con alguien como Sir Benjamín y no poder escapar después de esa situación.

Ahora, a menos que la fortuna le fuera adversa, Irene no tendría idea siquiera de dónde estaba.

Infirió que su madrastra no estaba muy interesada en nadie que no fuera ella misma, y por tanto, no haría muchos esfuerzos para localizarla.

«No debo ofender ni alterar al conde», se advirtió.

Al mismo tiempo, no tenía intenciones de satisfacer su curiosidad, sino sólo decirle lo que fuera necesario sobre sus razones para querer ganarse la vida. Le sorprendía que él considerara importante que ella tuviera una acompañanta.

Pensó que Lady Mary no sería nunca una acompañanta bondadosa o agradable.

Se quedó dormida mientras musitaba una oración de agradecimiento por haber podido escapar.

Daba gracias a Dios de haber encontrado lo que sin duda sería un trabajo fascinante.

Cuando despertó empezó a pensar en más gente a la que podían escribir y en otros tesoros que su padre y ella habían visto durante sus viajes.

De pronto, se dio cuenta de que eran sólo las seis de la mañana.

Recordó que el conde había dicho que podía montar sus caballos.

Se puso el traje que usara cuando cabalgaba con su padre en Devonshire, y se dirigió a las caballerizas.

Se dio cuenta de que los palafreneros estaban sorprendidos de verla a esa hora tan temprano.

Les explicó que su señoría le había dado autorización para montar sus caballos.

Rechazó el ofrecimiento de un palafrenero para acompañarla, y se alejó de ahí con su montura.

Suponía que debía haber algún lugar en el cual pudiera galopar sin el peligro de encontrar demasiadas conejeras.

Descubrió un terreno llano al final del parque, después de atravesar un pequeño bosque.

Galopó hasta que tanto ella como el caballo sentían palpitar la sangre con la emoción de la carrera.

Después, casi con renuencia, volvió a la casa.

Se dijo a sí misma que debía desayunar y estar lista a las nueve, por si el conde mandaba en su busca.

No tenía intenciones de perder el tiempo.

Una vez que se quitó el traje de montar y se puso un sencillo vestido mañanero, desayunó.

Enseguida se sentó ante su escritorio.

Empezó a escribir más cartas a la India.

Tuvo el cuidado de poner correctamente los títulos de los príncipes y maharajás, y de añadir a sus nombres las siglas de sus principales condecoraciones.

Decidió, sin embargo, que debía verificar éstas para asegurarse de no cometer ningún error.

Después de escribir tres cartas, se dirigió a la biblioteca, para buscar al encargado de ésta.

El anciano ocupaba una oficina al fondo de un largo pasillo.

Cuando Zenobia se presentó a sí misma, el bibliotecario le dijo que estaba seguro de poder encontrar cualquier libro que ella deseara.

Y si no lo hacía, se pondría en contacto inmediatamente con la Oficina de la India.

Zenobia le agradeció el ofrecimiento.

Mientras él recorría su catálogo, ella se dirigió hacia la biblioteca.

Era como si la atrajera de forma irresistible.

Caminó de un lado a otro, recorriendo con la mirada varios anaqueles.

Decidió que sería difícil elegir con cuáles libros empezar, porque hubiera querido leerlos todos a la vez.

Estaba decidida a leer el mayor número posible de ellos mientras permaneciera en el castillo.

De pronto, escuchó que alguien entraba en la biblioteca, detrás de ella.

Pensó que era el bibliotecario y preguntó:

—¿Tuvo usted suerte?

Al darse la vuelta vio que era Lady Mary.

Parecía aún más austera que el día anterior.

Para sorpresa de Zenobia, caminó hacia donde estaba ella y dijo en tono amable:

—¡Buenos días, señorita Webb! ¡Pensé que estaría impresionada por la biblioteca y por el número de libros que poseemos!

—¡Lo estoy realmente! —contestó Zenobia—. Y espero poder leer un gran número de ellos.

—¡Si continúa usted aquí!

Entonces, bajando la voz, Lady Mary continuó:

—Eso es algo de lo que deseo hablarle. Venga a la ventana, donde nadie puede oírnos.

Zenobia consideró aquello muy misterioso.

Siguió a Lady Mary hacia una de las grandes ventanas, con cristales en forma de diamante, que daban hacia el jardín.

Había asientos acojinados bajo éstas, en los cuales ambas se sentaron.

Una vez que lo hicieron, Lady Mary dijo, todavía en voz baja:

—¡Usted va a pensar que esto es extraño, pero si es inteligente, se marchará de aquí tan pronto como sea posible!

Hubo una pausa antes que Zenobia preguntara:

—¿Y por qué habría yo de marcharme?

—Le hablo por su propio bien —contestó Lady Mary—. ¡Cometió usted un grave error al aceptar este puesto con su señoría! Lo lamentará amargamente.

Zenobia pensó que Lady Mary la estaba previniendo, como el señor Williamson lo hiciera, contra el peligro de enamorarse del conde.

Se preguntó cómo podría decirle que no estaba interesada en su medio hermano como hombre, sin mostrarse agresiva.

—¡Lo que usted ignora —estaba diciendo Lady Mary—, y sospecho que nadie más se lo dirá, es que el conde es un asesino!

Zenobia se puso rígida.

Entonces lanzó una leve exclamación ahogada.

—¿Un asesino? —repitió.

Lady Mary asintió con la cabeza.

—Todos aquí tienen prohibido hablar del asunto. Pero él asesinó a su esposa empujándola desde lo alto, a través de una ventana de la planta alta, después de que habían tenido muchas riñas que terminaron por desquiciarlo.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Zenobia—. Ni tampoco sabía que fuera viudo.

—Todos guardan silencio al respecto, pero como usted tiene un leve parecido con la pobre muchacha que fue su esposa durante sólo seis meses, le aseguro que si aprecia su vida, debe irse inmediatamente.

Zenobia la miró con fijeza.

Sentía que lo que estaba oyendo no podía ser verdad.

Y, sin embargo, Lady Mary hablaba con mucha seriedad.

—Pero vamos —dijo Zenobia en voz alta—, si su señoría cometió algo tan terrible como un asesinato, habría sido enjuiciado y ahorcado.

—Debía haber sido —contestó Lady Mary—, pero fue salvado antes que pudieran conducirlo ante los jueces, por dos personas que mintieron para defenderlo.

Lanzó un profundo suspiro.

—Todo fue muy inquietante cuando sucedió, pero la mayoría de la gente lo ha olvidado. Sin embargo, cuando la vi a usted, tan joven, tan confiada y, como ya le he dicho, con gran parecido a su pobre esposa, comprendí que debía conocer la verdad.

Todo parecía muy creíble.

Mas Zenobia percibió instintivamente que había algo tras el aparente interés de Lady Mary por ella.

No era que en realidad le preocupara su seguridad.

Su extraordinaria facultad de percepción, que ella siempre había utilizado al tratar a personas extrañas que conociera en vida de su padre, le reveló que Lady Mary no deseaba que ella continuara en el castillo.

Al mismo tiempo, lo que había dicho parecía increíble.

¿Cómo podía inventar una historia tan fantástica en contra de su propio hermano?

—¿Qué tiempo hace que sucedió esto? —preguntó Zenobia.

Antes que Lady Mary pudiera contestarle, el bibliotecario, señor Hedges, entró en la biblioteca.

Traía un catálogo en la mano.

Se acercó a Zenobia y empezó a decir:

—Encontré lo que usted quería, serio…

Entonces vio a Lady Mary y su actitud cambió. En un tono de voz diferente, saludó:

—¡Buenos días, milady!

—¡Buenos días, señor Hedges! Espero que esté tratando de poner los libros en mejor orden del que están en la actualidad. Me tomó casi una hora la semana pasada encontrar el que buscaba.

—Siento mucho saberlo, milady —dijo el señor Hedges en tono de disculpa—, y si usted me lo hubiera pedido, yo se lo habría buscado con mucho gusto.

—¡Me gusta bastarme a mí misma! —contestó Lady Mary con brusquedad—. Comentaré a su señoría sobre la indolencia que ha demostrado usted en su ausencia, para ver si él logra mejor atención que yo, respecto a las cosas que necesitan hacerse.

Se levantó de la banca que había bajo la ventana, mientras hablaba.

Empezaba a caminar hacia la puerta antes que, como si hubiera olvidado hasta su existencia, recordara de pronto a Zenobia.

Se dio vuelta para decir:

—¡Recuerde cuanto le dije, señorita Webb!

—Sí, desde luego, milady, y muchas gracias —contestó Zenobia.

El señor Hedges no habló hasta que estuvo seguro de que Lady Mary no podía escucharlo.

Entonces dijo, como si estuviera hablando consigo mismo:

—¡Quejas, siempre quejas! ¡Nunca está satisfecha! ¡Este lugar sería muy feliz, si no fuera por ella!

De pronto, como si comprendiera que había sido indiscreto, intervino con rapidez:

—Encontré lo que usted desea, señorita Webb, y se lo traeré enseguida.

—¿De veras? —preguntó Zenobia.

—Es «Un Esquema Histórico de los Estados Nativos de la India en Alianzas Subsidiarias con el Gobierno Británico». Fue escrito por el Coronel G. D. Malleson —contestó el señor Hedges.

—Eso es exactamente lo que necesito —sonrió Zenobia.

El señor Hedges se dirigió a los anaqueles para buscar el libro mencionado.

Zenobia se preguntó casi con desesperación si lo que Lady Mary le había dicho era verdad.

¿Cómo era posible que el conde, un hombre tan magnífico e inteligente, hubiera podido asesinar a su esposa?

Sólo podía ser una exageración.

Quizá era una calumnia por parte de su media hermana.

Y, sin embargo, la forma en que Lady Mary lo había dicho hacía que pareciera muy convincente.

Al mismo tiempo, no dejaba de amedrentarla.

«¡Ella no estaba pensando en mi seguridad, eso es obvio!», pensó Zenobia. «Por otra parte, ¿podría inventar una historia tan absurda, sin en verdad no hubiera nada de cierto en ella?».

Decidió averiguar, ante todo, si el conde había sido casado o no. Con lentitud caminó hacia donde el señor Hedges había subido por la escalera movible.

Estaba bajando un libro de un anaquel cercano al techo. Zenobia levantó la mirada hacia él y el señor Hedges dijo:

—Aquí está, señorita Webb.

—Gracias, esto es justo lo que necesito. ¿Y dónde están los otros libros de referencias?

—En el tercer anaquel, de abajo hacia arriba, señorita Webb.

Cuando el señor Hedges empezó a bajar por la escalera, Zenobia vio lo que buscaba.

Era la edición más reciente de la Aristocracia, de Debrett. Ella la sacó del anaquel.

Cuando el señor Hedges le entregó el libro que llevaba, Zenobia comentó:

—Esto me ayudará mucho en lo que estoy haciendo para su señoría. Le agradecería mucho si pudiera averiguarme si tiene usted libros que describan los tesoros existentes en la India, Ceilán, los Estados Malayos y Labuan.

—Se los buscaré con mucho gusto —repuso el señor Hedges—. Supongo que todo esto está relacionado con la Exposición que se va a realizar el año próximo.

—Así es —sonrió Zenobia—. Y estoy segura que necesitaré de su ayuda con mucha frecuencia.

—Cuente usted con ella, señorita Webb. Será un placer.

Debido a que estaba tan ansiosa por saber si Lady Mary había dicho la verdad, Zenobia subió a toda prisa por la escalera, en dirección de su salita.

Abrió el ejemplar de Debrett sobre una mesa próxima a la ventana.

Fue fácil encontrar a los Ockendon en aquella guía de toda la aristocracia inglesa.

Aparecían numerosos personajes con ese apellido. La familia Ockendon llenaba página y media.

Los ojos de Zenobia se concentraron sólo en el primer nombre. Ahí decía que el actual Conde de Ockendon, noveno con ese título, se había desposado once años antes con Briget Patricia Jane, hija del Duque de Dorset.

Ella había muerto seis meses después de su matrimonio.

¡Así que era verdad!

Aun entonces Zenobia se quedó mirando las palabras como si considerara aquella información tan inverosímil como la propia historia que le contara Lady Mary.

No sabía por qué le había sorprendido tanto.

Tal vez era porque todos hablaban del conde como si éste fuera soltero.

El señor Williamson comentó que no tenía deseos de casarse, pero no había añadido la importante aclaración de «otra vez».

Era, ciertamente, muy extraño.

Al mismo tiempo, a Zenobia la hizo sentirse muy incómoda el que Lady Mary deseara que ella se marchara.

Y también la inquietaba, ahora, pensar que estaba trabajando con un asesino.

¡Zenobia había conocido asesinos en sus viajes con su padre… claro que los había conocido!

Los jefes a los cuales conoció en Sarawak se jactaban de las cabezas que algunos de ellos llevaban en la cintura, o que colgaban de las casitas en las que vivían.

Había maharajas en la India que habían capturado y torturado hasta matar a sus enemigos, hecho que era del conocimiento de todos.

Los jeques de África hablaban con orgullo de los miembros numerosos de otras tribus a quienes habían exterminado de un modo o de otro.

En Inglaterra, en cambio, era diferente.

El conde, sin importar cuáles fueran sus defectos, era un caballero, como fue el padre de ella.

¿Cómo podía creer que hubiera matado con toda deliberación a su esposa sólo porque había perdido la calma con ella?

Zenobia se preguntó qué diría él si le contaba lo que sabía.

De inmediato, debido a que se sentía demasiado tímida frente a él para hacer una cosa así, decidió interrogar al señor Williamson.

Como no había ningún mensaje del conde pidiendo su presencia, bajó al vestíbulo.

Pidió a uno de los lacayos que la condujera a la oficina del señor Williamson.

El hombre la guió por el pasillo que conducía al comedor. El lacayo abrió una puerta antes que llegaran a éste.

Zenobia se encontró en una amplia oficina, con mapas en los muros.

Había numerosas cajas de metal todas inscritas con el nombre del conde y su escudo de armas.

El señor Williamson y su ayudante estaban trabajando en sus escritorios.

Ambos se pusieron de pie al ver entrar a Zenobia.

Era evidente que el señor Williamson se sentía complacido al verla.

—¡Buenos días, señorita Webb! —dijo—. Ésta es una grata sorpresa. Espero que pueda ayudarla, si es por esa razón por la que ha venido a verme.

—Está usted en lo cierto, señor Williamson —contestó Zenobia—. Pero… ¿podría hablar con usted en privado?

El señor Williamson miró en dirección de su ayudante y éste salió presuroso de la habitación.

Cuando la puerta se cerró tras él, Zenobia se sentó en el lado opuesto del escritorio, del señor Williamson.

Éste volvió a sentarse y dijo:

—Espero que haya encontrado todo cuanto deseaba. Y estoy seguro de que está usted disfrutando del castillo.

—¡Es maravilloso! —contestó Zenobia—. Y como su señoría me permitió montar esta mañana, me siento feliz y muy agradecida de estar aquí.

—¡Eso es lo que deseaba escuchar! —dijo el señor Williamson con satisfacción.

Zenobia contuvo el aliento. Enseguida dijo:

—Sin embargo… acaba de suceder algo que me ha… inquietado.

El señor Williamson la miró con fijeza. Ella comprendió que estaba pensando que debía referirse al conde.

—No hay nadie con quien pudiera yo hablar de esto más que con usted —explicó Zenobia—. Y sólo espero que no me considere indiscreta por mencionárselo.

—Puede decirme lo que desee, señorita Webb. Y tenga usted por seguro que estoy dispuesto a ayudarla en todo lo posible.

Debido a que el tema le parecía embarazoso, Zenobia no lo miró.

Relató en voz baja lo que Lady Mary le había dicho.

El señor Williamson lanzó un profundo suspiro cuando Zenobia terminó su relato con una pregunta:

—Me parece del todo increíble, pero ¿hay algo de verdad en ello?

Hubo una pausa antes que el señor Williamson hablara, con lo que a Zenobia le pareció que era un gran esfuerzo:

—Le contaré lo sucedido, señorita Webb, aunque lamento en verdad que Lady Mary haya hablado de algo que el padre de su señoría nos ordenó a todos, cuando sucedió, que no debía ser revelado a nadie.

Zenobia lo miró con fijeza y de inmediato preguntó:

—¿Me está usted diciendo que es verdad?

—Por supuesto que no es exacto que su señoría haya asesinado a su esposa —contestó el señor Williamson—. ¡Es muy criticable y vergonzoso que Lady Mary afirme tal cosa!

—Entonces… ¿qué sucedió?

El señor Williamson lanzó un profundo suspiro antes de empezar a decir:

—Cuando su señoría, quien desde luego era el vizconde en esa época, se encontraba estudiando en Oxford; él y varios de sus amigos, un tanto atrevidos, todos ellos jóvenes aristócratas, escucharon una conferencia que les dio un profesor visitante.

Vio que Zenobia escuchaba con gran atención y continuó:

—El profesor expresó la opinión de que ningún joven de la edad de ellos era capaz de decidir su propia vida, no sólo en cuanto a la profesión que debían seguir, sino también en lo concerniente a sus respectivos matrimonios. Es decir que no eran capaces de elegir la esposa idónea, que se convirtiera en una madre responsable para sus hijos.

La voz del señor Williamson se impregnó de desprecio al agregar:

—Fue una perorata absurda con la que sólo consiguió despertar en los jóvenes oyentes una gran rebeldía. A final de cuentas los hizo decidirse a demostrar que el profesor estaba muy equivocado.

Zenobia sonrió.

—Puedo comprenderlo.

—Lo que sucedió era inevitable —continuó el señor Williamson—. Los estudiantes más osados, de los cuales su señoría era uno de ellos, optaron, después de una cena en la que se había bebido demasiado y hecho no poco escándalo, ¡que todos se casarían!

—Casarse… en ese momento, ¿quiere usted decir?

—Por desgracia, cerca de Oxford en esa época —continuó el señor Williamson—, había una de esas capillas que ya no existen, en las cuales, debido a que eran privadas, pero estaban consagradas, el vicario podía realizar matrimonios sin licencia previa y sin amonestaciones, como era obligatorio en otras iglesias.

—He leído sobre ellas —murmuró Zenobia.

El señor Williamson prosiguió:

—Diez de los jóvenes, que naturalmente tenían amigas con las que cenaban y bailaban cuándo no estaban estudiando, fueron a buscar el objeto de sus afectos y se lanzaron hacia la capilla a mitad de la noche.

Zenobia contuvo el aliento.

—Despertaron al vicario —continuó el señor Williamson—, y en la forma más irresponsable… ¡los casó!

—¡No parece… posible! —murmuró Zenobia.

—Eso fue lo que el difunto señor conde dijo cuando se enteró. Yo acababa de empezar a trabajar con él en esos días, y comprendí lo escandalizado y angustiado que se sentía por lo sucedido. Otro tanto podía decirse de Lady Mary.

Hubo una pausa.

Entonces, como si alejara la mirada, dijo:

—Había, sin embargo, en lo que a su señoría actual se refiriere, una circunstancia atenuante.

—¿Cuál era?

—La muchacha con la que se casó no era, por decirlo así, una de las chicas de Oxford, como las muchachas con las que sus amigos se casaron. Ella era la hija del Duque de Dorset.

Zenobia recordó que eso era lo que había leído en Debrett, pero no habló.

El señor Williamson siguió hablando:

Lady Briget estaba hospedada en un hotel porque había ido a visitar a su hermano, condiscípulo de su señoría. Era una joven muy bonita y creo que milord, que la había visto ya dos o tres veces, se sentía atraído por ella. De cualquier modo, era obvio que ella sí estaba enamorada de él.

Al recordar lo que el señor Williamson le había dicho antes, Zenobia pensó que esto era comprensible y sus ojos estaban fijos en el rostro de él, cuando el hombre continuó diciendo:

—Yo no sé, pero tal vez el duque estaba ya pensando que un matrimonio entre su hija y el hijo del Conde de Ockendon podría resultar una alianza muy ventajosa. No puede haber otra explicación para el hecho de que Lady Briget haya consentido en casarse de forma tan peculiar, a mitad de la noche.

—Pero ¿el matrimonio era legal? —preguntó Zenobia.

—Los padres de varios de los jóvenes pidieron que se anulara la ceremonia, basándose en que sus hijos eran menores de edad y que ellos, como sus tutores naturales, no habían dado su consentimiento para el matrimonio, por lo que éste resultaba inválido.

—¿Y lo consiguieron?

—Todo se mantuvo en secreto, pero creo que sí.

—Entonces, ¿por qué no hizo lo mismo el conde de Ockendon?

—Simple orgullo por parte del conde y del vizconde, señorita Webb. Ninguno de los dos quiso admitir la irresponsabilidad de tal acción. Considero, además, que el Duque de Dorset, quien no era un hombre muy rico, se sintió muy complacido de que su hija hubiera hecho un matrimonio tan ventajoso antes de haber sido siquiera presentada a la corte.

Zenobia podía vislumbrar con toda claridad lo sucedido.

Pensó que era el tipo de orgullo absurdo que tarde o temprano termina en desastre.

—Por fortuna, había tenido lugar una muerte en la familia hacía poco tiempo —continuó el señor Williamson—, y esto hizo que un matrimonio secreto pareciera menos peculiar a los ojos de la alta sociedad, de lo que habría parecido de otra manera.

Zenobia estaba escuchando con gran atención y él continuó:

—Cuando su señoría volvió de Oxford, al terminar el curso, los novios fueron presentados aquí en el castillo ante toda la familia. Se les asignaron sus propios apartamentos y sus propios sirvientes, en el ala occidental del castillo.

Zenobia esperó y adivinó instintivamente lo que había sucedido.

—Su señoría era demasiado joven para la responsabilidad del matrimonio —continuó el señor Williamson—, y Lady Briget, para entonces ya vizcondesa, era, si me permite usted decirlo, muy bonita, pero poco inteligente. Empezaron a reñir y, como la mayoría de los jóvenes, ambos se negaban a admitir el punto de vista del otro.

El señor Williamson pareció indeciso al añadir:

—¡De pronto sobrevino la tragedia! Después de una riña que empezó durante la cena, frente a los sirvientes, y continuó ruidosamente cuando fueron primero a su sala y subieron más tarde a su dormitorio, ¡Lady Briget murió al caer de una ventana!

Zenobia lanzó un leve murmullo de horror.

—Fue encontrada no esa noche, sino a la mañana siguiente. Había caído de una gran altura y había muerto instantáneamente.

La voz de Zenobia era tan baja como la del señor Williamson cuando preguntó:

—Sin embargo, su esposo no la… empujó como dijo Lady Mary, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —afirmó el señor Williamson con vehemencia—. Después de haber discutido por mucho tiempo, su señoría salió del dormitorio de su esposa y salió de la casa por una escalera de servicio por lo cual, desafortunadamente, nadie lo vio.

»Salió al jardín y de ahí se dirigió al lago, donde permaneció hasta la una de la mañana. Volvió al castillo por una puerta diferente a la que usara al salir, se dirigió a su dormitorio y se quedó dormido.

—Entonces, ¿por qué Lady Mary?… —empezó a decir Zenobia.

El señor Williamson levantó una mano.

—¡Espere un momento, señorita Webb! Cuando la vizcondesa fue encontrada, y varios sirvientes informaron al padre de su señoría sobre lo ocurrido durante la cena, el viejo conde supuso que su hijo era el culpable.

Zenobia pareció sorprendida, pero el señor Williamson continuó:

—Su actual señoría aseguró que era inocente y dijo lo que había sucedido con exactitud, tal como yo se lo he narrado a usted. Por desgracia nadie lo había visto salir de la casa y como había vuelto por otra ruta diferente, no pudo hallar el cuerpo de su esposa tirado bajo la ventana. Nadie, tampoco, lo vio subir a su dormitorio.

—¿Y su ayuda de cámara?

—Su ayuda de cámara estaba ese día con un fuerte resfriado y el vizconde le había dicho que se fuera a la cama temprano y no lo esperara, que él se atendería solo.

—Después, ¿qué sucedió? —preguntó Zenobia.

—Para entonces había sido llamado el doctor y éste había visto ya cómo murió la vizcondesa. El difunto conde estaba pensando que era su deber notificar a las autoridades de lo sucedido, cuando la hija de un jardinero evitó que su señoría fuera enviado ante los magistrados.

—¿Cómo fue eso?

—Se había estado entrevistando en secreto con un joven que sus padres no aprobaban, pero fue lo bastante valerosa como para confesar la verdad. Ella y el muchacho se habían estado haciendo arrumacos junto al lago. Cuando vieron acercarse al vizconde, se ocultaron entre los arbustos.

«Ella descubrió cómo había permanecido largo tiempo contemplando el agua, casi como si estuviera pensando en arrojarse a ella», según dijo.

«De pronto se quedó sentado en la orilla opuesta a donde ellos estaban ocultos, pensando, supone uno, en la tragedia de su matrimonio precipitado, durante casi una hora».

—¡Así que eso lo salvó! —exclamó Zenobia.

De algún modo, se sentía aliviada y contenta de que la historia hubiera tenido ese final.

—Así fue como se evitó que fuera presentado a los tribunales acusado de homicidio. La muerte de la vizcondesa fue declarada accidental.

—Y, ¿por qué Lady Mary lo acusa de una cosa tan terrible?

Hubo un prolongado silencio y Zenobia pensó que el señor Williamson no le iba a decir la verdad.

Finalmente, casi como si él estuviera haciendo un gran esfuerzo para pronunciar las palabras, dijo:

Lady Mary está resentida contra su medio hermano porque ella, por no ser hombre, no heredó el título, ni la finca.

—Me parece increíble que se sienta así, hasta el punto de acusar deliberadamente a su medio hermano de un crimen que ella sabe bien que él no cometió.

De nuevo se hizo una pausa antes que el señor Williamson dijera:

—Me temo que su posición ha afectado la mente de Lady Mary desde hace tiempo. Y ahora, desde el accidente ocurrido a su señoría, ha asumido una autoridad a la que no tiene derecho. Y todos cuantos viven aquí la resienten.

Titubeó antes de añadir:

—Ella pretende también, por todos los medios a su alcance, poner a los sirvientes de milord en su contra.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Zenobia.

Al mismo tiempo, comprendió ahora que ésta era la peculiaridad que había sentido respecto a Lady Mary.

Súbitamente se le ocurrió un pensamiento y preguntó:

—Puedo comprender sus sentimientos, en cierto modo, mas por qué, si soy sólo la secretaria de su señoría, ¿parece tan ansiosa de librarse de mí?

—¡Yo creo que eso es evidente, señorita Webb!

—¡No para mí! O tal vez soy demasiado tonta.

—Lo que Lady Mary ha temido siempre —explicó el señor Williamson—, es que su señoría vuelva a casarse y tenga un hijo.

Zenobia lo miró con asombro.

Enseguida dijo:

—Debe estar loca si supone que yo soy peligrosa de alguna forma, desde ese punto de vista.

—Como Lady Mary ha comentado, usted tiene un ligero parecido con la vizcondesa, que era rubia también y muy bonita.

—Quisiera poder tranquilizar a Lady Mary y decirle que no necesita tener ningún temor a ese respecto —declaró Zenobia con firmeza.

Al mismo tiempo, se encontró deseando que esta extraña y compleja situación no la obligara a dejar el castillo.

Había encontrado el escondite perfecto.

Tenía un trabajo que no sólo la mantenía ocupada, sino que era en extremo interesante.

Lo que era más: sabía que podía hacerlo bien.

Sin duda alguna Lady Mary, quien parecía un poco desequilibrada en lo que se refería a su relación con su medio hermano, no podía obligarla a irse.

No tenía otra razón sino la de que se parecía a una mujer que tenía once años de muerta.

Impulsivamente dijo al señor Williamson:

—¡Ayúdeme… por favor… ayúdeme! Yo sé que me gustaría mucho trabajar para su señoría. Todas estas absurdas ideas, todas estas tragedias pertenecen al pasado. No tienen nada que ver conmigo o con mi trabajo.

—Estoy de acuerdo con usted, señorita Webb —repuso el señor Williamson—. Al mismo tiempo, tendrá usted que tener cuidado, mucho cuidado, en lo que Lady Mary se refiere.

Zenobia no podía comprender por qué el señor Williamson tomaba tan en serio aquella recomendación.

Sin embargo, le agradecía el que le hubiera dicho la verdad. El la hacía sentir que, si estaba en sus manos, la protegería.