Capítulo 3
-Una cosa debes comprender —expresó Ingrid—, y es que Fabián jamás se fijará en ti si piensa que eres una jovencita.
Loretta pareció sorprendida y su prima le explicó:
—Es política de todos los hombres sofisticados no hacer caso de las jovencitas; en gran parte porque temen que los obliguen a casarse, si hablan siquiera con una de ellas.
Y rió divertida antes de agregar:
—Como podrás imaginarte, las bellezas más sofisticadas, a ambos lados del Canal, alientan esta idea y estoy segura de que Fabián jamás ha entablado relación con una jovencita, a menos que sea pariente suya.
—En ese caso, si voy a hablar con él como es mi intención, ¿qué tengo que hacer? —preguntó Loretta, en tono desesperado.
Se encontraba reclinada contra los almohadones de una cama muy confortable, cubierta con hermosos cortinajes. La habitación estaba amueblada al estilo Luis XIV y Loretta admiraba en verdad la belleza del mobiliario.
Marie, quien hablaba sin detenerse, como un perico, debido a lo emocionada que estaba de haber vuelto a su bien amada Francia, había llevado el desayuno, como de costumbre, a las ocho de la mañana, pero con instrucciones de que Loretta permaneciera en la cama hasta que la condesa llegara a verla.
—Es una casa muy agradable, milady —comentó Marie en tono de admiración—. ¡Todos están siempre muy contentos, como sucede regularmente en Francia!
Habló en tono casi desafiante, y Loretta tuvo que hacer un esfuerzo para no reír, porque sabía que Marie le diría en términos muy firmes que la gente inglesa era muy difícil comparada con la francesa.
Después de beber el aromático café, que le pareció delicioso, y de haber comido los croissants recién salidos del horno, Ingrid entró en su habitación.
Llevaba puesta una negligé y se le veía, pensó Loretta, tan hermosa y atractiva que era fácil comprender por qué el marqués la miraba con ojos de adoración.
—¿Dormiste bien, niña mía? —preguntó Ingrid al sentarse en la orilla de la cama.
—¡Como un tronco! —contestó Loretta—. No es sólo que estuviera cansada. Me sentí muy agradecida y aliviada de estar contigo y de no tener que preocuparme ya, como lo hacía todas las noches desde que papá me dijo con quién iba a desposarme.
—Me temo que existe todavía mucho motivo de preocupación. Yo permanecí despierta muchas horas, mí querida primita, porque me trajiste uno de los problemas más difíciles a los que me he enfrentado en mi vida.
Ingrid se detuvo y añadió con una sonrisa maliciosa:
—Excepto, desde luego, cuando estuve tratando de decidirme si debía o no fugarme con Hugh.
—¿Fue eso muy difícil?
—Lo fue porque lo amaba tanto que no quería causarle ningún daño —confesó Ingrid—, y aún ahora temo que algún día se arrepienta de haber abandonado por mi culpa no sólo su hogar ancestral, sino también a sus amigos.
—Yo me di cuenta, desde el primer momento, cuán feliz es contigo —aseguró Loretta.
Ingrid unió las manos.
—Eso ansío con desesperación. Pido al cielo que un día podamos casarnos y tener los hijos que ambos deseamos con tanto afán.
Loretta comprendió que si moría la esposa del marqués, todo quedaría solucionado, por lo que a ellos se refería. Al mismo tiempo, no pudo prescindir de preguntar:
—¿Cuando te cases podrás volver a Inglaterra?
—Con frecuencia me hago esa pregunta —repuso Ingrid en voz baja—, y creo que la respuesta es por demás incómoda. Porque aunque pienso casarme con Hugh en cuanto muera su esposa, considero difícil volver a Inglaterra en muchos años.
Había una nota de dolor en su voz que para Loretta no pasó inadvertida.
Comprendía que en tanto el Conde de Wick estuviera vivo, sería molesto para él que su esposa divorciada viviera en el mismo país.
Asimismo, la gente sería más cruel con Ingrid de lo que sería si el conde ya no viviera.
Ella sabía que era poco probable que la mayor parte de la familia Court la perdonara. Pero, como solía decir su nana, «el tiempo lo cura todo».
Aunque la generación mayor continuara condenando a Ingrid por sus pecados, los miembros más jóvenes de la familia la aceptarían como Marquesa de Galston, porque su marido era rico e importante.
Impulsivamente, Loretta se inclinó hacia adelante y puso sus manos sobre las de Ingrid y le dijo:
—Oraré con devoción, querida Ingrid, porque un día seas tan feliz como mereces.
—¡Soy feliz ahora! —exclamó Ingrid en tono desafiante—. Al mismo tiempo, no quiero que tú cometas un error. El mayor que yo cometí fue casarme, cuando sólo tenía diecisiete años, con un hombre treinta años mayor que yo.
—No puedo acusar a papá de intentar hacer eso conmigo —sonrió Loretta.
—Es cierto, pero tu posición sería muy similar a la mía. La mayoría de los franceses, y Fabián no sería la excepción, dejan a sus esposas en el campo produciendo bebés, mientras ellos se divierten en París con las elegantes mujeres que han conquistado, para la capital de Francia, la envidia o la desaprobación, según el caso, de toda Europa.
Loretta rió.
—Yo sé lo que nuestros parientes piensan de París, sobre todo porque tú vives aquí.
—¡No necesitas decírmelo! Puedo adivinar con exactitud sus opiniones. Pero en lo que respecta a Fabián, no son sólo las tentaciones de París las que me preocupan, sino el que te destroce el corazón como lo ha hecho con tantas mujeres.
—Comprendo lo que me has estado diciendo. Por eso es que estoy decidida a que si es como dices, un moderno «Casanova», que papá no me case con él. Si lo hiciera, me haría desdichada hasta la desesperación en tanto encontrara yo a alguien como tu encantador marqués.
Ingrid lanzó un leve grito de horror.
—¿Cómo puedes pensar siquiera en hacer eso antes que te hayas casado siquiera? Yo he sido muy afortunada, porque Hugh es diferente a la mayoría de los ingleses. Por un verdadero milagro, me ama con todo su corazón y no echa de menos cuanto le era familiar antes de conocerme.
Su voz se suavizó al proseguir diciendo:
—Sé demasiado bien que cualquier otro caballero inglés estaría anhelando cazar en el otoño y el invierno y ansiaría, más que cualquier otra cosa, asistir a sus clubs donde encontraría siempre viejos amigos.
Se detuvo un momento antes de decir:
—Si Hugh ha sentido nostalgia alguna vez, nunca me lo ha hecho notar. No obstante, tienes que comprender que vivo siempre en gran tensión, que me paso el tiempo temerosa del momento en que se arrepienta de haber hecho algo tan escandaloso como fugarse con la esposa de otro hombre.
Debido a que Ingrid hablaba de forma tan conmovedora.
Loretta extendió los brazos y la besó.
—Te quiero por ser tan sincera conmigo —le dijo—. Y entiendo lo que dices. Así que, a menos que quieras que me encuentre en la misma posición en que tú estuviste, tendrás que ayudarme.
Ingrid se llevó las manos a la frente y respondió:
—He estado pensando hacerlo y aunque parezca bastante escandaloso, Hugh y yo hemos decidido que lo mejor que podemos hacer es permitirte conocer a Fabián de una manera no muy recomendable.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Loretta un poco turbada.
—De hecho, que él vendrá hoy a almorzar.
—¿Hoy? —exclamó Loretta.
—Sí —afirmó Ingrid—. Hugh trató de evitar que viniera, pero pensé que no tenía objeto ocultarte. Los chismes vuelan en el viento de París y a menos que tengamos mucho cuidado, todos se enterarán muy pronto de que tenemos a una joven muy hermosa hospedada aquí.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —preguntó Loretta con ansiedad.
Al hacer tal pregunta, se imaginó que Ingrid la enviaría a un hotel o a algún lugar similar donde estaría sola. Tal idea la asustaba.
—Lo que tenemos que hacer —empezó a decir Ingrid con lentitud—, es transformarte de una jovencita en una mujer casada de aproximadamente la misma edad que yo.
Loretta la miró con grandes ojos y ella continuó diciendo:
—Eres muy joven, pero si te vestimos de una manera más sofisticada y si te maquillas el rostro un poco, como es aceptable en París, dudo mucho que Fabián descubra la verdad.
Ingrid rió con hilaridad al añadir:
—Una cosa es absolutamente cierta. ¡No esperará encontrar una debutante inglesa, pura e inocente, hospedada en la casa de la notoria Condesa de Wick!
—Si se supone que soy casada —observó Loretta—. ¿Qué voy a decir acerca de mi esposo?
—¡Lo menos posible! —respondió Ingrid—. Resulta evidente que, al ser inglés, es poco atento y estúpido, prefiriendo el deporte a estar al lado de su esposa. De lo contrario, por supuesto, no te habría permitido venir a París. De hecho, deberíamos insinuar, aunque de una forma muy sutil, que tu esposo tiene otros intereses, ajenos a ti.
—¿Cuáles son esos… otros intereses? —preguntó Loretta.
Ingrid se dio cuenta de que, en su inocencia, ella no tenía idea siquiera de lo que eso implicaba, por lo tanto se apresuró a explicar:
—El deporte sería uno, los caballos otro y, por supuesto, podría estar tanto… enamoriscado… de alguna llamativa actriz.
—¡Ah… ya comprendo! —exclamó Loretta—. Sí, por supuesto, es una excelente idea y eso explicaría por qué vine sola.
—¡Exactamente! Y ahora, queridita, debes levantarte y empezaremos la transformación para el papel que tienes que desempeñar.
Ella se incorporó al hablar y Loretta, de un salto, abandonó el lecho y cruzó la habitación para mirar por la ventana.
—Estoy tan emocionada de encontrarme en París —dijo—, y, marqués o no marqués, debo conocer, cuando menos, un poco de la que sé es la capital más excitante de todo el mundo.
—Y muy bella en esta época del año, cuando los castaños están en flor —opinó Ingrid—, y, por supuesto, debes conocerla, queridita. Deseo que te lleves un recuerdo grato de tu primera visita, a pesar de tus preocupaciones por el indeseable marqués.
Entonces, como si pensara que ya habían charlado bastante, Ingrid empezó a desplegar gran eficiencia y dirigía a Loretta como si estuvieran en el teatro.
«Eso es conveniente», se dijo ésta, «porque, después de todo, para lograr ser convincente, tengo que ser buena actriz». Mientras Loretta se bañaba, Ingrid fue a su propio dormitorio y se vistió. Al regresar, trajo consigo a su doncella, quien cargaba una pila de vestidos sobre sus brazos.
—Antes que nada —expresó—, como no tenemos tiempo para ir de compras, voy a prestarte algunos de mis vestidos, pero si vas a ver de nuevo a Fabián, debes comprar modelos nuevos y atractivos que, ya qué París siempre está tan a la vanguardia en la moda, podrás usar cuando vuelvas a casa, si no este año, sin duda el próximo.
Por la mente de Loretta cruzó la idea de que, necesariamente debía comprar, de hecho, parte de su ajuar.
De inmediato hizo a un lado esos pensamientos y se encontró en hacer con exactitud cuanto su prima le decía.
Primero, Ingrid insistió en que se pusiera un pequeño corsé de encaje negro, de un tipo que ella nunca había visto antes.
—Tu silueta es perfecta —opinó—. Pero tenemos que hacerla lucir a la moda, con la cintura más estrecha posible, lo que significa, te guste o no, ¡ceñirte con fuerza!
En realidad, a Loretta no le resultó incómodo, sólo un poco apretado y esto la hacía sentir que debía mantenerse muy erguida.
Poco después, Ingrid la hizo probarse vestido tras vestido, hasta que encontró uno que le pareció más adecuado que los demás.
Era un azul al tono de los ojos de Loretta y no sólo era sensacional, como solo los franceses podían diseñar un vestido sin hacerlo demasiado llamativo, sino que tenía pequeños toques de azul más intenso que le daban elegancia y lo hacían diferente a cuantos Loretta usara antes.
No había duda de que la hacía parecer mucho más sofisticada que con sus propios atuendos.
Una vez que decidieron lo que se pondría, la doncella de Ingrid empezó a arreglarle el cabello en un estilo típicamente francés.
Lo subió a lo alto de su cabeza y con tal habilidad que Marie, quien estaba observando, no cesaba de exclamar:
—¡Es maravilloso! La señorita parece muy diferente a las jóvenes damitas inglesas.
Loretta comprendió que Marie se estaba refiriendo a los retratos que había visto en el Ladies Home Journal, que compraba para poder intentar copiar los vestidos que allí se ilustraban.
Comprendió que la costurera tenía razón. Tanto su cabello como su vestido eran ahora esencialmente franceses y la hacían parecer no sólo diferente, sino también sentirse así.
Ingrid aún no había terminado. Ella mismo aplicó una pequeña cantidad de polvo en el rostro inmaculado de Loretta, un poco de máscara en sus pestañas y una ligera sombra en los párpados que hizo el efecto de agrandar aún más sus ojos.
También un ligero retoque con rubor en sus mejillas y, cuando Ingrid terminó de aplicarle pomada de color en los labios, Loretta imaginó que, de haberla visto, su padre la habría enviado de inmediato a su habitación para lavarse el rostro.
Sin embargo, Ingrid había sido muy hábil en el disfraz.
Finalmente, Loretta se levantó del tocador para observarse en un espejo de cuerpo entero y pensó que hasta Christopher apenas la habría reconocido.
A la vez, él habría deseado que enseguida cambiara y volviera a ser la misma de siempre.
—Ahora, Loretta, quiero hablarte a solas —pidió Ingrid.
Dejaron a las doncellas comentando lo hermosa que estaba y ambas se dirigieron al boudoir de Ingrid, contiguo a su dormitorio.
Era una habitación muy grata y exquisitamente amueblada; Loretta pensó que todo en ella parecía, de algún modo, el ambiente apropiado para el amor.
Mientras tomaba asiento en un sillón cubierto con bordado de petit-point, comprendió sin necesidad de que sé lo dijeran, que Ingrid había creado para el marqués una atmósfera acogedora y tierna de la que le resultaba imposible escapar.
«¡Son tan felices!», se dijo Loretta con un poco de envidia. «¿Cómo podría yo casarme sin amor, sabiendo que mi vida futura sería de soledad, tristeza y, eventualmente, un desastre?».
Por lo tanto, se obligó a concentrarse con todo cuidado en lo que Ingrid le decía.
—Y ahora, queridita, repasemos todo, paso a paso. Eres una dama inglesa casada con un marido aburrido y egoísta. Como te sientes tan infeliz, pero eres demasiado orgullosa para admitirlo, tuviste que venir a París porque sabías que soy la única de tus amigas que podría comprender lo mucho que estás sufriendo.
Ingrid hizo una pausa y entonces, con un brillo malicioso en los ojos, preguntó:
—¿Te parece eso lógico?
—Creo que haría que cualquiera, a menos que tuviera corazón de piedra, llorara de pena por mí —se rió Loretta.
—¡Bien! —prosiguió Ingrid—. Sigamos entonces desde ahí, y esto es importante.
Loretta escuchaba muy atenta mientras Ingrid añadía:
—Por tanto que has padecido, no te agrada ningún hombre. Desconfías de todo cuanto te dicen y no tienes intenciones de verte envuelta de alguna forma con ningún hombre que intente coquetear contigo.
Le pareció que Loretta se mostraba intrigada y explicó:
—Escucha, niña mía, a menos que pretendas parecer atrevida y frívola, tienes que poner muy en claro que no deseas ningún romance, a diferencia de la mayoría de las mujeres, que vienen a París en busca de galanteos.
—¡No, claro que no!
—Es por eso que debes comportarte muy altiva y aparentar ser una mujer fría, desilusionada de la vida, sin ninguna intención de comprometer tu afecto con un hombre que, como tu esposo, rápidamente se fastidie de ti.
Loretta se rió festiva.
—Comprendo con exactitud lo que estás diciendo. Piensas que el marqués puede intentar coquetear conmigo y debo poner muy en claro que no me interesa.
—Eso es muy importante —insistió Ingrid—. Deseo que lo veas, que charles con él, pero por ningún motivo debes comprometerte en nada. Estoy segura de que, aun cuando es evidente que él te considerará hermosa, sentirá que cualquier mujer que no se interesa por él, no merece su atención.
Loretta unió sus manos.
—¡Ingrid, eres un genio! Puedo entender lo complejo de la situación y haré ver muy claro al señor «Casanova» que no lo encuentro atractivo como hombre y que sólo me muestro gentil porque es tu invitado.
—Eso es justo lo que tienes que hacer —afirmó Ingrid—. Y prométeme, con toda sinceridad, Loretta, que no te dejarás entusiasmar por Fabián. Te prevengo de que es un hombre encantador para las mujeres, ¡sin importar nada, todas lo siguen!
—Despreocúpate —contestó Loretta—. Estaré pensando todo el tiempo que, si él se casa conmigo, como es la intención de papá, pasaré el tiempo sola en algún alejado castillo de Francia, donde no conoceré a nadie, mientras mi marido se dedica a perseguir a las hermosas mujeres de París.
—Eso es, exactamente, lo que él hará —intervino Ingrid—, así que no hagas caso de sus ternezas y adulaciones. No te dejes atrapar con sus cumplidos, que pueden ser muy elocuentes y recuerda que todo lo que él diga de ti, lo ha repetido cientos de veces antes a muchas tontas mujeres enamoradas que ahora lloran su desventura, porque él ya no se interesa más en ellas.
—¡Me parece abominable! —exclamó Loretta—. No te preocupes por mí, Ingrid. A quien está alerta, nadie le sorprende y creo que mi ángel de la guarda debió indicarme que acudiera a ti después que papá me puso muy en claro que no tenía más alternativa que casarme con el marqués.
—Presionado, por supuesto, por el duque —añadió Ingrid—. Tampoco olvides que el marqués está enamorado de Julie St. Gervaise.
—¿Así se llama la dama con quién él se casaría?
—Digo que es posible que lo hiciera, pero si me lo preguntas, considero que Fabián ha decidido no volver a casarse nunca y qué luchará denodadamente por mantenerse libre.
—Espero que tengas razón —comentó Loretta—, ya que, en tal caso, todo será más sencillo para mí.
—Sí, por supuesto —estuvo de acuerdo Ingrid—. Pero no debes depender de ello. Tienes que desempeñar tu papel con mucha habilidad y recuerda que debido a que estás en esta casa, él pensará que tal vez no eres… —Se detuvo por un momento y enseguida, cambiando de forma evidente la idea que estaba a punto de expresar, agregó—: Tan respetable como nuestros… parientes.
Loretta no estaba muy segura de lo que Ingrid quería decir, pero murmuró:
—Me portaré exactamente como tía Edith solía hacerlo cuando ella no aprobaba algo que decías y te hospedabas en nuestra casa.
Ingrid se rió divertida.
—Recuerdo que solía decir a tu padre que yo era una influencia negativa para ti. Desde luego, predijo a cuantos quisieron escucharla que yo terminaría muy mal. ¡Y estoy segura de que sigue diciéndolo en la tumba, o dondequiera que ella pueda estar!
Debido a que Ingrid dijo aquello con mucha gracia, Loretta rió también.
Ambas estaban todavía haciendo reminiscencias de sus parientes cuando el marqués envió un mensaje recordando a Ingrid que sus invitados no tardarían en llegar.
—¿Es un… grupo muy grande? —preguntó Loretta un poco turbada.
—No, son sólo media docena de caballeros.
—¿Sólo hombres? —preguntó Loretta—. No vi a ninguna mujer, tampoco, en tu fiesta de anoche.
Ingrid la miró de una forma un tanto extraña.
—¿No entiendes por qué?
Loretta negó con la cabeza.
—Entonces permíteme explicártelo. Para aquellas mujeres —explicó Ingrid—, a quienes nosotras llamamos «damas», soy una «mala mujer»… una mujer despreciable junto a la cual pasan con el rostro vuelto hacia otro lado, por temor a que las contamine.
Contuvo la respiración y continuó diciendo:
—Mas como yo deseo que Hugh sea feliz, he alentado con toda deliberación a los caballeros más interesantes e inteligentes de París para que asistan a nuestras reuniones o a que almuercen con nosotros, como lo van a hacer hoy.
Miró a Loretta para observar su reacción y continuó:
—Hugh es un hombre muy inteligente y he procurado ofrecer a sus amigos, quienesquiera que sean, la mejor comida y bebida posibles. Con eso, y procurando mantener la conversación siempre en un nivel intelectual elevado tenemos ahora, aunque parezca increíble, lo que los franceses llaman un «salón».
—Suena fascinante —opinó Loretta.
—Algunos pintores y músicos se encuentran entre los hombres a quienes damos la bienvenida aquí —continuó diciendo Ingrid—. Esporádicamente, tenemos mujeres invitadas, cuando ellas mismas no son aceptadas por las anfitrionas francesas más exigentes, pero que son mujeres de talento y tienen personalidades excepcionales.
Se detuvo y añadió con una sonrisa:
—De otra manera, nuestros invitados son siempre del sexo masculino. Para mí es interesante recibir en mi casa a hombres que ocupan puestos relevantes en el gobierno o que son famosos en alguna actividad, por su preclaro intelecto.
—¡Creo que es maravilloso! —comentó Loretta—. Ahora comprendo por qué el marqués no te dejará nunca, sin importar cuántos años tengan que transcurrir antes que puedan casarse.
—Eso es lo que pido siempre en mis oraciones —expresó Ingrid con sencillez—. Amo a Hugh y moriría con gusto por él, pero, y eso es más difícil, estoy decidida a hacer que su vida sea tan feliz, que nunca sienta arrepentimiento.
—Estoy segura de que lo estás logrando —señaló Loretta y besó a Ingrid.
Después de contemplarse en el espejo, Ingrid bajó a toda prisa por la escalera.
—Espera exactamente diez minutos —indicó antes de irse—. Después, ven al Salón Plateado que es donde nos reunirnos. Los sirvientes que están en el vestíbulo te dirán dónde está.
Loretta le sonrió.
—¿Estás sugiriendo que haga yo una entrada teatral? —preguntó.
—¡Por supuesto! —contestó Ingrid—. Quiero asegurarme de que producirás la sensación que espero, y que todos los caballeros presentes queden fascinados por tu belleza.
—Empiezas a turbarme.
—Disfruta de sus cumplidos, ¡pero recuerda que Fabián es peligroso!
Mientras su prima se dirigía hacia la puerta, Loretta dijo:
—Gracias, querida Ingrid, espero no hacerte quedar mal.
—No dejes de pensar en esos dos viejos caballeros conspirando juntos para casar a sus hijos, les guste a éstos o no, y estoy segura de que no tendrás ninguna dificultad para desempeñar tu papel a la perfección —respondió Ingrid.
Al decir eso le sonrió, abandonó la habitación y Loretta quedó a solas.
Caminó hacia la repisa de la chimenea para mirarse ante el espejo que había colgado encima de ella.
Por un momento, sólo pudo ver sus enormes ojos, muy abiertos y un tanto temerosos.
Y, mientras se fijaba en el elaborado peinado que le había hecho la doncella de Ingrid y notó cómo el vestido parisino que llevaba puesto acentuaba las curvas de su pecho y realzaba su cintura increíblemente delgada, se dijo:
—¡Soy inglesa, fría, despectiva y con muchos recelos hacia los hombres, especialmente hacia los franceses!
Fue así que recordó, con una exclamación de horror, que aunque ella y su prima habían hablado tanto, no precisaron qué nombre usaría.
Estaba justamente preguntándose desesperada qué podía hacer al respecto, cuando se abrió la puerta y un lacayo cruzó la habitación para entregarle una nota que portaba en una bandeja de plata.
Ella, al tomarla, supo que Ingrid también se había percatado de ello.
Al tomar la nota en su mano, vio que estaba dirigida a: «Lady Brompton» y cuando abrió el sobre leyó que en una tarjeta de papel había escrito un nombre: Lora.
El lacayo abandonó la habitación y Loretta sonrió para sus adentros.
«Es una inteligente selección de nombre, muy inglés, bastante común. Y no el tipo de apellido que de inmediato se relaciona con alguien de Importancia».
«¡Soy Lady Brompton!», dijo Loretta a su imagen en el espejo y comprendió, al ver las manecillas en el reloj que había frente a ella, que era tiempo de bajar.
Un lacayo la esperaba en el vestíbulo y cuando le pidió que la condujera al Salón Plateado, la precedió para abrir una puerta.
Por un momento, cuando Loretta entró en aquella habitación que no había visto antes, todo pareció tambalearse frente a ella.
De pronto, su mirada se detuvo en Ingrid, que parecía una flor, rodeada por los caballeros de traje oscuro. Caminó con lentitud, a través de la alfombra de Aubusson, hacia ella.
Por un momento, pareció como si su prima no la hubiera notado. Después, lanzó una exclamación de deleite y exclamó:
—¡Buenos días querida! ¡Espero que hayas pasado una buena noche!
—Dormí muy bien —Loretta—. Pero quizá me levanté muy tarde.
—Estás puntual para el almuerzo, que es todo lo que importa —comentó Ingrid—, y ahora, permíteme presentarte a mis invitados.
—Considero que ante todo —las interrumpió el marqués—, Lady Brompton querrá una copa de champaña para eliminar el cansancio de su viaje.
Sus ojos brillaron alegremente al decir eso y Loretta se dio cuenta de que Ingrid le había sugerido la forma de comportarse y de cuál iba a ser el nombre supuesto de ella.
—¡Permítanme decirles que su casa es encantadora! —observó Loretta en tono de conversación mientras tomaba la copa de champaña de manos del marqués—. Estaba tan exhausta anoche que no me fijé en nada, mas ahora observo que poseen una colección de tesoros que ansío poder examinar con más detenimiento.
—Los verá todos —prometió el marqués.
En esos momentos Ingrid estaba diciendo:
—Permíteme presentarte al conde…
Como Loretta, a pesar de que creía que estaba haciendo una excelente actuación, realmente tenía un gran temor, no escuchó los nombres de los caballeros reunidos en la habitación a quienes fue presentada, uno tras otro, hasta que, finalmente, Ingrid anunció:
—El Marqués de Sauerdun. ¡Y permíteme que te prevenga que no debes creer ni una sola palabra de las que te diga!
—¡Nunca esperé que se mostrara tan poco bondadosa conmigo! —respondió una voz profunda.
En ella se percibía una nota divertida, como si, preceptivamente, él comprendiera que Ingrid tenía alguna razón para expresarse así.
Loretta levantó los ojos hacia el marqués, mientras él, con un gesto intempestivo, se llevaba la mano de ella a sus labios.
Loretta no sabía con exactitud lo que esperaba, sin embargo, ahora pudo comprender lo que Ingrid había estado tratando de explicarle.
Era difícil describir, aun para sí, por qué él parecía diferente a todos los demás hombres que se encontraban en la habitación.
Había en él algo de «calavera» y también algo que lo hacía parecer abrumado y, de una forma extraña, dominante, como si fuera un dios que hubiera descendido de otro mundo para mezclarse con los seres humanos de éste.
De pronto, ella se dio cuenta de que, mientras él la miraba a los ojos, se sentía muy consciente de la fuerza de sus dedos con los cuales le retenía la mano y de una vibración magnética que parecía unirla a él y que la hizo sentir temor.
Durante un momento sólo pudo mirarlo. Enseguida, con lo que fue un esfuerzo casi sobrehumano, desvió la mirada. El marqués habló con suavidad:
—Encantado, Madame y tengo la sensación, que no puedo explicarme, de que este momento es muy importante en mi vida.
Loretta contuvo el aliento.
Mientras apartaba su mano de la de él, logró decir con lo que esperaba fuera una voz fría e indiferente:
—Para mí es importante, señor, porque es la primera vez que visito París y, en consecuencia, estoy segura de que todo será inolvidable.
Ella deseó alejarse en cuanto terminó de hablar, pero de alguna manera, debido a que Ingrid, después de hacerla recorrer a todos los demás invitados, había reservado al marqués para el último, ella sintió como si hubieran quedado ambos aislados y todos los demás se hubieran retirado al fondo de la sala.
—¡La primera vez que visita París! —repitió el marqués—. Entonces, naturalmente, debe usted permitirme que me asegure de que sea todo un acontecimiento inolvidable en su vida.
Y, mientras ella desviaba de él su mirada, el marqués dijo con voz muy suave:
—¡Es usted muy bella, más hermosa de lo que podía haber imaginado que alguien fuera!
Por un momento, Loretta se sintió turbada por sus palabras, el tono de voz y ese extraño magnetismo que aún la retenía, como si fuera cautiva de él.
Al fin, con un esfuerzo, logró responder:
—Me preguntó, señor, ¿a cuántas mujeres ha dicho esas mismas palabras y cuántas de ellas han sido tan ingenuas como para creerlas?
El marqués se rió y fue un sonido lleno de espontaneidad.
—¡Debí haber adivinado que Ingrid la ha estado previniendo en contra mía! —agregó él—. Sólo puedo confiar en que sea usted lo bastante justa como para considerarme inocente hasta que se pruebe mi culpabilidad.
—Por todo lo que he oído decir, aun cuando, por supuesto, puedo equivocarme, hay pruebas más que suficientes, como milord las llama, y muchos testigos de ellas.
Pensó, cuando lo decía, que se mostraba bastante atrevida, pero después de todo hablaban en francés.
Lo que ella estaba diciendo no sonaba ni la mitad de inconveniente de lo que habría parecido si hubieran estado hablando en inglés.
—¿En verdad concede atención a las habladurías, las cuales, en la mayoría de los casos, provienen o del arroyo o de aquellos que sienten envidia por los placeres de los demás?
—«Placer» es una palabra difícil de definir —comentó Loretta—. Para algunos puede significar alegría y risas, para otros puede significar una diversión pasajera que, con frecuencia, deja a quienes participan en ella, dolidos y desdichados.
—Comprendo exactamente lo que está usted diciéndome, Lady Brompton —dijo el marqués—, así como el tipo de relatos que le han estado haciendo. Y le sugiero que, como recién llegada a París, goce el presente mientras está aquí y olvide, en lo posible, el pasado.
Parecía hablar bastante en serio y Loretta lo miró desconcertada, intentando responder con algo despectivo y, como Ingrid le había indicado, mostrarse fría e inaccesible y, de ser posible, escandalizada por él.
En cambio, cuando sus miradas se encontraron una vez más, se descubrió a sí misma no sólo incapaz de hablar, sino de una forma que no podía explicarse, estremeciéndose un poco ante la expresión reflejada en los ojos de él.
De pronto, en voz baja, el marqués dijo:
—Aun cuando quizá no se haya percatado de ello, me ha presentado un reto y no me es posible resistirme a él.
—No sé a qué se refiere —respondió Loretta.
—Creo que sí lo sabe —respondió él—, como me propongo mostrarle París y probarle que está usted equivocada, sólo deseo preguntarle, ¿cuándo me permitirá acompañarla?