Capítulo 1

1898

Lady Loretta Court palmoteó en el cuello de su caballo antes de desmontar.

—Se portó muy bien hoy, Ben —comentó al palafrenero que esperaba para llevarse al animal a la caballeriza.

—A él le gusta siempre que lo monte usted, milady —sonrió Ben. Ella correspondió a su sonrisa, antes de subir la escalinata para entrar en el amplio vestíbulo.

Acababa de llegar a lo alto de la escalera interior, cuando un lacayo salió apresuradamente del pasillo para decirle:

—Su señoría quiere hablar con usted, milady. Dijo que acudiera a su estudio en cuanto volviera.

Loretta lanzó un leve suspiro. Había estado cabalgando durante dos horas y deseaba quitarse la ropa de montar y tomar un baño.

Pero si su padre la llamaba, no podía hacer otra cosa sino obedecer.

Bajó por la escalera que acababa de subir y entregó al lacayo tanto sus guantes de montar, como el pequeño fuete que nunca usaba. Después, con gesto casi desafiante, se quitó también su sombrero de montar y se lo entregó.

Luego de acomodarse un poco el cabello, cruzó a toda prisa el vestíbulo y caminó por el ancho corredor que conducía al estudio de su padre.

Se preguntó qué podía querer y pensó que si era algo relacionado con su costumbre de ir a montar sin compañía alguna, lo cual disgustaba sobremanera a su padre, debía prepararse para un largo sermón y le sería, muy difícil escapar de él por un buen lapso.

Loretta amaba a su padre, pero desde que éste enviudara se había vuelto en extremo dictatorial y, como tantos hombres decrépitos, casi nunca escuchaba a los demás.

Como desempeñaba el puesto de Representante de la Corona en el condado, tenía muchas ocupaciones, aunque nunca estaba demasiado ocupado para su única hija.

Al mismo tiempo, tenía ideas muy rígidas respecto a la conducta correcta y que Loretta encontraba abrumadoras y obsoletas.

Abrió la puerta del estudio y entró con cierto temor.

Al mismo tiempo se le ocurrió, como le sucedía siempre, que aquélla era una hermosa habitación. Admiraba, mucho más que su padre, los cuadros de caballos que decoraban las paredes.

El duque, quien de joven había sido uno de los más apuestos caballeros al servicio de la Reina Victoria, estaba en realidad de excelente humor, cuando levantó la mirada del escritorio sobre el cual se encontraba escribiendo.

Había una gran pila de papeles frente a él, porque aunque tenía un secretario, el lema del duque era: «Si quieres algo bien hecho, ¡hazlo tú mismo!».

Esto daba por resultado que tuviera que encargarse, de manera innecesaria, de una gran cantidad de trabajo de papeleo.

Sonrió, sin embargo, al ver a Loretta y pensó, como lo hiciera tantas veces antes, que había sido muy afortunado de tener una hija tan encantadora.

El que lo fuera resultaba natural y no podía esperarse menos, cuando la madre de ella había sido, sin discusión, una de las mujeres más hermosas de su tiempo.

—¿Querías verme, papá?

—Sí, Loretta, tengo algo importante que decirte. Pensé que habría sido un error hablar de ello anoche; estaba yo cansado, al volver de las carreras, además de que quería que durmieras tranquila…

Había una expresión de inquietud en los ojos de Loretta cuando preguntó:

—¿Deseabas decirme algo papá y no pudiste hacerlo anoche?

El duque se puso de pie y caminó a través de la habitación para detenerse frente a la chimenea, magníficamente tallada, sobre la cual colgaba un espléndido cuadro de Sartorius.

—Cuando estuve ayer en Epsom —empezó a decir—, vi a mi viejo amigo francés, el Duque de Sauerdun.

Debido a que su padre estaba hablando con pomposa lentitud, Loretta se sintió segura de que su charla le tomaría mucho tiempo, así que se sentó en uno de los sillones.

Ella había oído a su padre hablar con frecuencia del duque y sabía que, aunque fueran de diferentes nacionalidades, los dos viejos caballeros tenían en común su pasión por los caballos de carreras. Poseían, además, muy buenos ejemplares que participaban en carreras tanto en Francia como en Inglaterra y con frecuencia competían entre ellos.

—¿Lograste vencer ayer al caballo del duque? —preguntó Loretta.

—¡En realidad, Minotauro llegó a la meta con medio cuerpo de ventaja sobre el caballo de Sauerdun! —repuso el duque con satisfacción.

—Me alegra saberlo papá. Debes sentirte muy complacido.

—Después de que terminó la carrera —continuó su padre, como si ella no hubiera hablado—, Sauerdun y yo tomamos juntos una copa y él hizo una sugerencia que no se me había ocurrido a mí antes, pero que encontré en extremo satisfactoria.

—¿Cuál, papá?

Lady Loretta pensaba que su padre tardaba mucho en ir al meollo del asunto y ella estaba ansiosa de escapar ya hacia su habitación.

—He estado pensando desde hace algún tiempo, Loretta —contestó el duque—, con quién debías casarte. La sugerencia hecha por el duque de que sea con su hijo me parece una solución muy satisfactoria.

Loretta se incorporó como si algo la hubiera picado. Todo su cuerpo se puso en tensión.

—¿Qué… estás diciendo… papá? —preguntó—. ¡No sé de qué… estás hablando!

—Estoy hablando, querida mía, de tu matrimonio. Me dará mucho placer entregarte al Marqués de Sauerdun quien, a la muerte de su padre, heredará un magnífico Chateau en el Valle del Loira, así como grandes propiedades en Normandía, de donde los Sauerdun son originarios.

—¡Pero… papá! —exclamó Loretta—. ¡No puedes hablar en serio! ¿Cómo podrías arreglar mi matrimonio con un hombre al que jamás he visto? ¡Y me prometiste que tendría una temporada social en Londres!

—¡Lo sé! ¡Lo sé! —aceptó el duque con cierta irritación—. Sin embargo, con toda franqueza, queridita, esta oportunidad es demasiado sugestiva para perderla.

Loretta se puso de, pie.

Era esbelta y de regular estatura. Aunque su padre se elevaba muy por encima de ella, se enfrentó a él desafiante.

—¡No tengo intenciones, digas lo que digas, de casarme con alguien a quien no amo!

—¿Amarlo? —Gruñó el duque—. El amor vendrá después del matrimonio. Lo que tú tienes que hacer, como mi única hija, es casarte con el hombre adecuado… con una posición aceptable en la vida y que yo haya escogido para ti.

—Pero, papá… yo soy quien va a casarse con él… ¡no tú!

—Ya lo sé —exclamó el duque enfadado—, pero si crees que voy a permitir que te cases con algún mequetrefe, impresionado por tu condición social, o que piense que como yo no tengo hijo varón, tú heredarás una fortuna, estás muy equivocada.

—Por favor, papá, a los únicos hombres a los cuales conozco por el momento son los que viven en el condado y a quienes he conocido toda mi vida. Y, debido a que mamá murió, nunca he ido a fiestas, a bailes, o a algún otro lugar donde podría conocer al hombre que podría ser mi futuro esposo.

—Aun si hubieras asistido a bailes —contestó el duque—, no podrías haber conocido a nadie más idóneo para serlo que el Marqués de Sauerdun.

—Puede ser muy adecuado desde un punto de vista social, pero ¿cómo puedo saber si me hará feliz como esposo, si nunca lo he visto?

—¡Por supuesto que lo verás! Yo le dije a Sauerdun que trajera a su hijo, para hospedarse en Madrescourt, antes de la Carrera Real de Ascot. Al duque le pareció muy buena idea. El compromiso de ustedes puede ser anunciado antes que termine la temporada.

—¡Oh, papá, tú ya lo estás arreglando todo! No me estás dando oportunidad de decidir por mí misma si quiero o no casarme con el marqués… o si me disgusta tanto así, que me negaré en forma definitiva a ser su esposa.

—¿Negarte? ¿Qué quieres decir con eso de… negarte? —rugió el duque—. ¡Nunca había oído yo tontería mayor! En Francia, como tú bien lo sabes, Loretta, todos los matrimonios son concertados. El duque tiene mucha razón, y su hijo no cometería un error por segunda vez.

—¿Por segunda vez? ¿Qué quieres decir con eso, papá?

—El marqués se casó cuando era muy joven. En apariencia, según me contó Sauerdun, se enamoró de una jovencita que conoció en París.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Ella procedía de una buena familia y no había razón para que el duque no consintiera en el matrimonio. ¡Se realizó y resultó desastroso! Los jóvenes no se entendieron, no hubo señales de un heredero y entonces, por fortuna para el marqués, la muchacha tuvo un accidente en un carruaje y murió a consecuencia de las heridas que recibió en él.

Antes de que su hija pudiera hablar, el duque añadió:

—Esta vez Sauerdun no quiere correr riesgos. ¡Ha seleccionado a la esposa de su hijo con sumo cuidado! Y como supo lo atractiva que eres y, tomando en cuenta que eres mi hija, ha decidido que el matrimonio tendrá lugar tan pronto como sea posible, una vez que ustedes se hayan conocido y comprometido.

—¡No lo haré, papá! Sé con exactitud lo que estás diciendo… que no tengo absolutamente ninguna alternativa, que no puedo decidir si quiero o no casarme con el marqués. El vendrá aquí, y para cuando él llegue tú habrás explicado a todos nuestros parientes el motivo de su visita.

Su voz se elevó al agregar:

—Una vez que hayas dicho que vamos a casarnos, será imposible para mí no aceptar su proposición… ¡si es que él mismo la hace!

Cuando Loretta terminó de hablar, el duque explotó en uno de sus ataques de furia.

Toda la familia, al igual que la servidumbre de la casa, lo conocía muy bien y debido a que era un hombre voluminoso y resultaba impresionante cuando se enfadaba, Loretta se puso más y más pálida, mientras él le dirigía sus reproches a gritos.

La llamó ingrata, desconsiderada, egoísta, insensible; dijo que lo estaba alterando con toda deliberación, cuando sabía muy bien lo solo y desesperado que se sentía desde la muerte de su esposa.

La acusó de no tener sentimientos de forma tal que, a pesar de haber decidido no dejarse alterar por él, hizo que sus ojos de llenaran de lágrimas.

Cuando quiso hablar, su padre se negó a escucharla.

—¡Te casarás con Sauerdun, aunque tenga que llevarte a rastras al altar! No quiero oír más tonterías de que quieres enamorarte, o de que pienses que sabes mejor que yo lo que te conviene. Me obedecerás, Loretta, ¿me oyes? ¡Me obedecerás y ésa es mi última palabra sobre este asunto!

Loretta no pudo soportar más tiempo sus gritos. Con un leve sollozo se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas cuando cruzó el vestíbulo y subió por la escalera en dirección de su dormitorio.

Cuando llegó a él, cerró la puerta con brusquedad tras ella, se despojó de la chaqueta de montar, se sentó en la cama y ocultó la cara entre las manos.

—¿Qué voy a hacer? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué voy a hacer? —se preguntó.

Desde que había empezado a leer historias de amor, y disfrutó obras como «Romeo y Julieta», comprendió que éstas hacían que su corazón latiera con más fuerza, y soñaba con el día en que pudiera enamorarse.

Estaba segura de que algún día iba a encontrar al hombre de sus sueños.

Conforme se convertía en mujer se tornaba más y más real esa idea de tal modo que aunque él fuera intangible, estaba siempre junto a ella.

Sus pensamientos ya estaban enlazados y en el curso del tiempo materializarían como un hombre real, con el cual viviría siempre feliz.

Era un cuento de hadas infantil, pero al mismo tiempo, a medida que pasaban los años, se volvió de tal modo parte de la vida de Loretta, que jamás pasaba un día o una noche, sin que pensara en su amor y lo viviera en su mente.

El hombre de sus sueños estaba siempre presente, subiendo los Himalaya, navegando por el Amazonas, naufragando en una isla desierta, perseguidos por bandidos o por alguna tribu árabe.

El siempre la salvaba y era consciente de que, debido a que estaban juntos, no tenía nada que temer.

En secreto, Loretta pensaba que cuando pasara el luto que guardaba a su madre y fuera a Londres, el hombre de sus sueños la estaría esperando allí.

Tal vez en alguno de los grandes bailes ofrecidos por las anfitrionas más famosas, que eran amigas de su padre.

O quizá lo conocería en el baile que le sería ofrecido en la casa que la familia poseía en Park Lane.

Lo que sería más romántico aún, pensaba ella, era que lo encontrara en el Palacio de Buckingham, en el Salón del Trono, cuando con las tres plumas blancas del Príncipe de Gales en el cabello, ella haría su reverencia oficial, que equivalía a ser presentada ante la corte.

La haría ante Su Majestad la Reina Victoria, o si ella estaba indispuesta, ante la hermosa Princesa de Gales.

Ya se habían hecho arreglos para que la Casa Madrescourt, en Park Lane, fuera abierta para recibir a Loretta, a su padre y a su tía, la Condesa Bredon, quien le serviría de dama de compañía mientras permaneciera en Londres.

La condesa había mandado por Loretta, al campo, para que seleccionara varios atractivos vestidos, que luciría durante su temporada de debut en sociedad.

Todos procedían de los talleres de costura más famosos y selectos de la calle Bond. Y aunque Loretta admitió que eran adecuados para lo que haría durante su permanencia en Londres, juzgó que no tenían ninguna individualidad.

Sin embargo, como su padre era en extremo generoso con ella, había resuelto que al llegar a Londres adquiriría otros vestidos que reflejaran más su personal gusto, y no el de su tía, quien era demasiado convencional.

Ahora sabía que, aunque su padre no lo había dicho, no merecía la pena que ella fuera a Londres, excepto, tal vez, para la presentación en el Palacio de Buckingham.

En cambio, toda la atención se concentraría en el momento en que el Duque de Sauerdun y su hijo, el marqués, llegaran, y que Loretta calculó sería a fines de mayo o principios de junio.

«No tendré oportunidad de conocer a nadie más, sobre todo después de lo que ya he dicho a papá», imaginó Loretta.

Debido a que tenía tanta intimidad con su padre, sabía con exactitud cómo trabajaba la mente de éste, y estaba segura de que encontraría ahora mil disculpas para no llevarla a Londres. En cambio, se dedicaría a preparar diversiones para su futuro yerno, que llamaría «dignas de un rey».

«¡Es injusto… muy… injusto!», se dijo Loretta y sintió como si se encontrara atrapada en una trampa de la cual no podría escapar.

Al mismo tiempo, debido a que estaba resuelta a no ser presionada a casarse sin amor, se prometió que tendría que buscar la forma de evitar esa boda. Estaba convencida de que un matrimonio sin amor sería desastroso no sólo para ella, sino también para su pareja.

No iba a ser fácil conseguirlo y ella lo sabía muy bien. Sabía, asimismo, cómo era su padre cuando tomaba una decisión. Además, era lo bastante inteligente para comprender que la idea de que se casara con el hijo del Duque de Sauerdun era muy sensata desde el punto de vista paterno.

Desde luego, el marqués era lo que se consideraba un «soltero codiciado» y era dudoso que hubiera en Inglaterra uno que se le pudiera igualar en cuanto a posición social y riqueza.

Loretta había escuchado en el pasado comentarios sobre la privilegiada posición social y las grandes riquezas de los Sauerdun, ya que poseían propiedades en casi todo el mundo.

No había prestado mucha atención cuando su padre hablaba de las pinturas que aquellos poseían, aunque comprendía, de lo poco que había oído, que su colección privada rivalizaba con la del Louvre y con la de la Galería Nacional.

En cambio, sí se impresionó por lo que decían de sus caballos. En la cuadra del Duque de Sauerdun había más y mejores ejemplares que en la de su padre, y tal vez que en cualquiera otra cuadra inglesa.

Comprendió que cuando Minotauro, la mejor montura que tenía su padre, venció a un caballo del duque, eso lo había puesto de muy buen humor y que en tales momentos habría aceptado cualquier cosa que le hubiera sugerido.

Loretta no podía menos que pensar que el Duque de Sauerdun debía tener alguna razón especial para querer concertar el matrimonio de su hijo con tanta premura, en lugar de invitar a su padre y a ella a visitarlos en Francia, como hubiera sido lo convencional.

«Me temo que es muy característico de papá», pensó, «que haya tomado una decisión precipitada y que insista tanto en que me case con un francés al que nunca en mi vida he visto, sólo porque simpatiza con su padre y ambos se interesan en el mismo deporte».

Al mismo tiempo, su papá decía la verdad al declarar que los matrimonios franceses eran siempre por arreglos previos entre los padres y que en el caso de las familias aristócratas podía decirse que sucedía más o menos lo mismo en Inglaterra.

«¡Sin importar lo que piensen todos, yo seré la excepción!» se dijo Loretta, desafiante.

Sin embargo, comprendió al mismo tiempo que sería muy difícil llevar a la práctica su decisión y tendría que ser en extremo astuta para lograr sus propósitos.

Al mismo tiempo, así como su padre podía ser obstinado cuando se trataba de imponer su voluntad, ella podía serlo también cuando se lo proponía.

Una vez que se cambió, bajó a almorzar. Se le veía pálida y triste, y esperaba que su padre sintiera un poco de remordimiento cuando comprendiera, a través de su silencio y de su mirar triste, cuán abatida se sentía.

El, sin embargo, estaba de tan buen humor por la idea de su matrimonio que a Loretta le pareció que apenas si había notado su reacción. Estaba segura de que suponía que, debido a su furia, ella no se opondría ya más a sus deseos.

Estaban solos porque la prima que tenía ya varios meses de hospedarse en la casa, para servir de compañera a Loretta, sobre todo cuando su padre se ausentaba para asistir a las carreras de caballos, estaba recluida en sus habitaciones con un fuerte resfriado.

El duque pasó buena parte del almuerzo hablando de las carreras que habían tenido lugar el día anterior. Describió en detalle cómo había vencido a varios notables caballos, además del que pertenecía al Duque de Sauerdun.

—Pasado mañana —dijo—, iré a Newmarket y espero tener allí tanto éxito como el que tuve ayer.

Loretta no contestó y el duque espetó enfadado:

—¡Oh, por Dios, niña, deja de poner esa cara de funeral! La mayor parte de las muchachas estarían saltando de gozo ante la idea de hacer un matrimonio tan ventajoso así, en su primera temporada social.

—¡Yo no he tenido ninguna temporada social! —protestó Loretta con voz quejumbrosa.

—Bueno, si eso es lo que te preocupa, veré qué podemos hacer al respecto. No veo el caso, sin embargo, de abrir la casa de Londres y ofrecer un baile allí, como habíamos planeado. Lo organizaremos aquí, cuando los Sauerdun vengan a hospedarse con nosotros. Será mejor que hables con tu prima Emily y organicen todo. Debe ser una fiesta notable, más espléndida que cualquier baile que hayamos ofrecido en el pasado.

Loretta sabía, sin que él tuviera necesidad de decírselo, que su padre intentaba anunciar en el baile, públicamente, su compromiso matrimonial con el marqués.

No dijo nada al respecto y sólo se limitó a contestar:

—Ésa me parece una… buena idea, papá.

—¿Te gusta? —exclamó el duque—. ¡Vaya, así está mejor! Eres una buena niña. Te llevaré a Londres para tu presentación ante la corte. Supongo que eso es a mediados de mayo, ¿no es así?

—Así es, papá.

—¡Bien! Entonces, asistiremos a uno o dos bailes, y veremos jugar polo en Raneleigh. Pero no tendrá objeto abrir la casa, como habíamos pensado. Podemos dejar todo pendiente hasta después de la carrera de Ascot.

—Está bien…

Sólo cuando terminaron de almorzar y el duque se fue a toda prisa a una junta que tenía en el ayuntamiento, Loretta volvió para cambiarse y ponerse un traje de montar.

Desafiando las estrictas órdenes del duque consistentes en que nunca cabalgara sola, sino debía ir siempre acompañada por un palafrenero, Loretta se lanzó a caballo, sin ninguna compañía, hacia la orilla del bosque situado a unos cinco kilómetros de la casa y donde sabía que Christopher Willoughby debía estaría esperando.

El era un joven a quien ella conociera desde que era niña. Su finca colindaba con la del duque, aunque era mucho más pequeña y, a los ojos de su padre, carecía de importancia.

Si el duque hubiera descubierto la demasiada frecuencia con que Christopher y su hija se encontraban, cuando salían a montar a caballo, se habría puesto iracundo; sin embargo, Christopher era el único muchacho a quien Loretta conocía muy bien.

Aunque él tenía ya tres años de estar enamorado de Loretta, ella lo consideraba sólo como el hermano que nunca había tenido.

Era, de cualquier modo, su mejor amigo y debido a que era mucho más divertido montar acompañada por él que por un palafrenero, invariablemente le decía dónde podían encontrarse.

Solían competir corriendo a través de los campos, o conducían sus caballos a pie, por el bosque, mientras charlaban de todas aquellas cosas que interesaban a Loretta y que Christopher, debido a que la amaba, trataba de comprender.

Cuando ella llegó hasta donde él estaba, Christopher intuyó de inmediato que algo andaba mal.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó.

Ella no dudó ni por un momento que él sabía por instinto que algo la había alterado. Así que se limitó a responder:

—Me resulta difícil, Christopher, comentarte los arreglos que ha hecho papá.

—¿Sobre qué?

—¡Sobre mi… matrimonio!

Loretta dijo aquello con tono dramático y por un momento se hizo un profundo silencio. Enseguida, con voz ahogada, Christopher exclamó:

—¡Oh, Dios mío! Sabía que esto tendría que presentarse, tarde o temprano.

Era un muchacho bien parecido, de veinticinco años, con anchos hombros, que montaba de forma estupenda un caballo muy mediocre, que era el único tipo de montura que su padre podía proporcionarle.

Estuvo adscrito a un buen regimiento, pero había encontrado muy costoso sostener su posición en él, así que volvió a casa a tratar de administrar la finca para que, de ser posible, proporcionara utilidades.

Debido a que amaba a Loretta de manera profunda, últimamente había estado descuidando sus deberes para poder pasar el mayor tiempo disponible con ella.

Era consciente de que no había esperanza alguna para su amor y de que no tenía nada que ofrecerle; sin embargo, ella llenaba toda su vida.

Pensó ahora que, aunque sus ojos mostraban preocupación y su rostro parecía muy pálido, Loretta estaba hermosísima. De hecho, era la mujer más bella que había visto en su vida. Cuando Loretta le contó lo que su padre planeaba para ella, Christopher Willoughby sintió que el mundo entero se desplomaba a sus pies.

—¡No puedes comprometerte en matrimonio con un hombre al que jamás has visto! —exclamó cuando Loretta calló para cobrar aliento.

—Eso es lo que objeté a papá, mas él no quiso escucharme. Christopher, ¿qué voy a hacer? No puedo casarme con un francés con quien no tengo nada en común, y vivir en Francia, lejos de todo cuanto he conocido y amado desde mi niñez.

Estaba pensando, al hablar, en el bosque, en el jardín, en la campiña que la circundaba y que había constituido su mundo entero hasta entonces.

—Es equivocado y cruel, terriblemente cruel para ti —aseguró Christopher con firmeza.

—Yo sabía que tú comprenderías —dijo Loretta—, pero ¿cómo puedo hacer comprender a papá la injusticia con la cual me está tratando?

No había respuesta a esto y Christopher sabía, como todos los demás habitantes de la región, que una vez que el duque decidía algo, no había poder humano que lo hiciera cambiar de opinión.

—Si mamá viviera —comentaba Loretta—, estoy segura de que convencería a papá de ser menos arbitrario. Después de todo, no hay razón para que el marqués no pueda venir a Inglaterra y no podamos conocernos de una forma casual, durante una fiesta o un baile en Londres, antes que se mencione siquiera la posibilidad de que nos comprometiéramos en matrimonio.

—¿Y si tú descubrieras que te resultaba odioso? —sugirió Christopher.

—Entonces tendría yo oportunidad de negarme cuando él me requiriera para casarse conmigo —contestó Loretta—. En cambio, su padre ha sugerido ya que nos casemos y papá lo ha aceptado a nombre mío. ¡Sólo falta que el marqués coloque un anillo en mi dedo, para que me convierta en su esposa!

—¡No puedes hacer eso! —exclamó Christopher.

—Sin embargo, eso es lo que va a suceder, a menos que pueda, de algún modo, evitarlo. Tú sabes cómo es papá cuando lo invade uno de sus ataques de obstinación. Y a él siempre lo ha impresionado mucho el Duque de Sauerdun. He oído hablar de él y sus caballos, a través de los años, que es ya casi como si fueran míos.

—Y lo serán, en el curso del tiempo —expresó Christopher con amargura.

—¡No los quiero! —protestó Loretta—. ¡Y no quiero a su hijo, tampoco!

Christopher contuvo la respiración.

—¿Por qué no te fugas conmigo, Loretta?

Debido a que ella había estado pensando solo en sí misma, Loretta lo miró y por primera vez desde que llegara, sus ojos no se mostraron furiosos, sino suaves y gentiles.

—¡Mi querido Christopher! —dijo—. Si estuviera enamorada de ti, no vacilaría ni un momento en hacerlo.

—Entonces, deja que yo te lleve lejos de aquí —suplicó Christopher.

Ella movió la cabeza de un lado a otro.

—Porque te tengo mucho cariño, no podría hacer una cosa que arruinaría tu vida y, en el curso del tiempo, la mía también.

—¿Por qué, por qué? —preguntó Christopher—. Te amo, Loretta, y te juro que si fueras mi esposa, yo haría que me amaras.

Resultaba difícil para Loretta decirle que él estaba muy lejos de ser el «hombre de sus sueños», no obstante, era un muchacho bondadoso, comprensivo y simpático y sentía por él sincero cariño.

Pero su ofrecimiento no era lo que ella ambicionaba de la vida. El no podía ofrecerle el amor que como mujer había soñado siempre y que sabía que identificaría instantáneamente en cuanto lo encontrara.

Loretta extendió la mano y él se la tomó.

—Gracias, Christopher —dijo la joven—, por ser tan comprensivo, mas la solución de mi problema no está en huir contigo, sino en encontrar la forma de evitar que me case con un hombre al que jamás he visto y que, hasta donde sé, podría ser abominable en todos sentidos, sin importar lo que pueda opinar papá.

—No es correcto que tu padre tome una decisión tan definitiva por ti —aseguró Christopher en tono débil.

Sabía, al hablar así, que era muy común en la posición del duque el poder elegir al futuro esposo de su hija, sin considerar la opinión de ella.

Aunque su padre carecía de suficientes recursos, había crecido en una sociedad que creía que la «nobleza» sólo debía mezclarse con la «nobleza».

Además, siempre que fuera posible, un hombre con título debía asegurarse de que su matrimonio llevara dinero o tierras a la familia.

Su padre jamás habría pensado, ni por un instante, que existiera la menor posibilidad de que Christopher se casara con Loretta.

Por lo tanto, había repetido numerosas veces a su hijo que si quería casarse, debía escoger a una muchacha con una muy buena dote.

—Cuando te conviertas en el sexto Baronet, hijo mío —solía decirle—, tú y tu hijo no pasarán los apuros que estamos pasando nosotros.

Christopher, desesperado, hizo un intento más por no perder a Loretta.

—¿Me prometes —preguntó—, que si realmente sientes, cuando lo conozcas, que es imposible para ti casarte con ese hombre… y Dios sabe que odio hasta el pensamiento de él… me lo dirás y permitirás que te lleve yo lejos de aquí?

—¿Te refieres a que nos fuguemos?

—Podríamos casarnos por Licencia Especial —aseguró Christopher—. Así, aunque no me ames, será menos frustrante y desagradable para ti, que estar casada con un desconocido.

—Es verdad —admitió Loretta con lentitud—. Al mismo tiempo, Christopher, voy a oponerme a papá y encontrar alguna forma de evitar que anuncie mi compromiso durante el baile que pretende ofrecer cuando el duque y su hijo vengan a hospedarse con nosotros, durante la semana en que se celebrarán las carreras de Ascot.

—¿Por qué no puede venir él antes? —preguntó Christopher—. Me parece que su proceder resulta bastante extraño. Si tú quisieras saber, cuando menos, cómo es él, supongo que él debe sentir lo mismo.

—Así lo pienso yo también —reconoció Loretta—. Si bien, supongo que él obedece a ciegas a su padre y hará cuanto él le sugiera, sin importar cómo sea yo.

—¡Entonces carece de hombría! —declaró Christopher con firmeza—. A mí me parece una situación absurda que ustedes dos permanezcan tranquilos, cada uno en su país, con el Canal de la Mancha de por medio, y ninguno tenga las agallas suficientes para lanzarse a conocer al otro.

Habló de forma violenta, en un tono que normalmente no habría usado para dirigirse a Loretta, mas ella no pareció perturbada por eso, en cambio dijo:

—¡Eso me ha dado una idea, Christopher!

—¿Cuál?

—Si el marqués no viene a ver cómo soy yo, ¿por qué no voy yo a ver cómo es él?

—¿Cómo puedes tú hacer eso? —preguntó Christopher con sensatez—. El duque no te ha invitado a hospedarte con él, y como tu padre ha dicho, tal vez tenga suficientes razones para no hacerlo.

Comprendió, al hablar, que estaba siendo un tanto injusto al decir eso, pero se recordó a sí mismo que en el amor y la guerra todo está permitido.

Los grandes ojos de Loretta estaban fijos en su rostro cuando exclamó:

—¡Has sido muy inteligente! ¡Mucho más inteligente de lo que yo esperaba, Christopher!

—No entiendo lo que estás diciendo.

—Es algo que debo pensar con calma.

Christopher mostró entonces una expresión de alarma.

—Escúchame, Loretta. ¡No debes hacer nada osado! Sin importar lo que yo haya dicho, debes evitar ir a Francia a toda costa. Causaría un terrible escándalo que lo hicieras, sin que el duque te hubiera invitado. Lo que es más… ¡En ese caso tú misma te comprometerías a casarte con su bestial hijo!

—No soy tan tonta como para hacer una cosa así —repuso Loretta con lentitud.

—Entonces, ¿en qué estás pensando? ¡Dímelo! —suplicó Christopher con ansiedad.

Ella sonrió y después dijo:

—Es sólo una idea que me has metido en la cabeza y que te agradezco mucho, Christopher. Me siento mejor ahora que te he contado todo, mas ahora debo volver a casa.

—¡No! —protestó Christopher—. Cabalguemos juntos bajo los árboles. Me debes eso, Loretta, puesto que me has dado una noticia que se traducirá para mí en largas noches de insomnio, sabiendo que tarde o temprano habré de perderte.

Impulsivamente, Loretta volvió a levantar la mano hacia él.

—Tú nunca me perderás del todo, Christopher. Sin importar lo que haga, o deje de hacer, habrá siempre un lugar en mi corazón para ti.

Sus palabras provocaron una expresión de anhelo en los ojos del joven.

Y, cuando Loretta retiró su mano e hizo avanzar su caballo en dirección del bosque, él la siguió.

Había senderos donde el espacio era apenas suficiente para que dos caballos avanzaran juntos, y que desembocaban en un claro del bosque, producido en el centro de éste por la tala de varios árboles.

Era un lugar en el que habían desmontado con frecuencia, para sentarse a charlar. Pero como Loretta sabía que Christopher estaba muy alterado, y que en consecuencia podía tratar de besarla, con toda deliberación se dirigió al otro extremo del bosque.

Hablaron muy poco. Christopher se sentía contento de estar simplemente a su lado, aunque era evidente lo que estaba sufriendo.

Loretta sabía que le había asestado un duro golpe cuando le confesó que iba a casarse.

Eso, desde luego, era inevitable, aunque ella esperaba que no fuera tan precipitadamente.

Christopher era muy importante en la vida de ella, porque era su confidente y amigo.

Pero no estaba enamorada de él, y su afecto por él, jamás se transformaría en amor.

Cuando por fin, al terminar el recorrido por el bosque Loretta se había despedido del muchacho, comprendió lo desdichado que Christopher era ahora. Sintió que, sin pretenderlo, había sido cruel al contarle sus tribulaciones.

Desafortunadamente no había nadie más hacia quien ella pudiera volverse, nadie más en quien pudiera confiar.

—Te esperaré mañana por la tarde, Loretta —anunció Christopher—, pero si por alguna razón quieres verme antes, envía a Ben con una nota. Puedes confiar en que él no dirá nada.

—Supongo que Ben y todos los demás saben que tú y yo nos vemos —dijo Loretta—, con excepción de papá, desde luego. ¡Y nadie se atrevería a comunicárselo!

—¡Eso espero!

Christopher había sugerido que se encontraran por las tardes, porque él tenía muchas cosas que hacer en la finca durante las mañanas. Ahora volvió a decir:

—Envía a Ben y yo vendré a buscarte, si me necesitas, tan pronto como me sea posible.

—Gracias, Christopher, y gracias también por ayudarme. Ya no me siento tan desesperada como antes.

—Cuídate mucho, Loretta.

Ella supo, cuando él la miró, que el amor reflejado en sus ojos era muy conmovedor; no obstante, se dijo que sin importar cuán desesperada pudiera sentirse, nunca llegaría a ser la esposa de Christopher.

Mientras volvía a casa sola, iba meditando en lo que él había dicho. La idea más persistente en su mente era:

«Si el marqués no viene a conocerme, entonces yo debo ir para conocerlo a él». «Pero no como yo misma. Eso sería un error».

Si sólo pudiera verlo, averiguar qué tipo de hombre era, cómo se comportaba, tal vez resultaría tan odioso y desagradable como ella sospechaba que era. En ese caso, amenazaría a su padre con huir de la casa, si trataba de imponerle que se casara con él.

No tenía idea de hacia adónde podría ir, en ese caso, pero cuando menos haría la situación más difícil, si desaparecía y no podía encontrarla.

Estaba segura de que si hacía eso y permanecía lejos de su casa unas semanas, o algunos meses, su padre terminaría por capitular.

Aunque era un hombre iracundo y elevaba el tono de voz cuando no hacía lo que él deseaba, Lorena sabía que ahora que su madre había muerto, ella era la persona más importante en su vida y que la amaba con sinceridad.

«¡Tengo que conocer al marqués!» se dijo. «Pero ¿cómo podré hacerlo?».

De pronto, como si fuera la respuesta a un ruego suyo, recordó a su prima Ingrid, seis años mayor que ella. Loretta siempre la había querido mucho.

Ingrid se casó a los diecisiete años y había hecho lo que las familias de la corte consideraban como un «matrimonio brillante».

Su esposo era un hombre treinta años mayor que ella. Pero el Conde de Wick era un caballero de gran importancia social, además de ser inmensamente rico.

Al volver la vista atrás, Loretta comprendió que a Ingrid no le habían dado alternativa alguna con respecto a su matrimonio con el conde.

Fue conducida a toda prisa hasta el altar por sus ambiciosos padres, quienes se sentían encantados de que su hija, casi antes de salir del salón de clases, hubiera adquirido tan relevante posición social.

Aunque no sabía nada, de los hombres, ni del amor, Ingrid había encontrado que su marido era un tipo tedioso, de ideas muy rígidas, ansioso sólo de que ella diera a luz un heredero para su título y que fuera una excelente anfitriona para sus amigos, todos los cuales eran, como él mismo, mucho mayores que ella.

Cuando Ingrid maduró se convirtió en una mujer muy hermosa. Año tras año aumentaba su belleza y era evidente que tarde o temprano se enamoraría.

Fue en aquel entonces que conoció al Marqués de Galston, durante una cacería.

Por esa época, el Conde de Wick la dejaba sola en su amplia casa de campo, mientras él se iba de cacería, asistía a cenas de su regimiento, en Londres, o se iba a Escocia, en el otoño, a cazar venados, donde las mujeres no lo molestaban.

Ingrid se sentía muy solitaria, y debido a que el Marqués de Galston estaba tan desilusionado como ella por el matrimonio, resultó inevitable que se entregaran uno al otro, en busca de consuelo.

El marqués se había casado, siendo muy joven, con una hermosa muchacha de quien creyó estar muy enamorado, hasta que descubrió que era una persona inestable y víctima de la histeria.

Dos años después de haberse casado, la mujer empezó a mostrar claros síntomas de perturbación mental. Por fin, aunque él se opuso en principio a la idea, los doctores insistieron en que fuera internada en un sanatorio privado donde podía estar bajo la supervisión de enfermeras capaces de dominarla.

El marqués e Ingrid se confiaron mutuamente sus penas y se enamoraron de una forma muy diferente a la que el marqués había conocido hasta entonces, o a la que Ingrid experimentara antes.

Debido a que encontraron que la vida era una agonía si no estaban juntos, se fugaron, causando un gran escándalo que se extendió a través de toda la familia, tanto del marqués como del conde.

Ingrid y el marqués salieron de Inglaterra, se fueron a vivir a Francia y no volvieron nunca.

El conde de Wick se divorció de ella después de un largo proceso que requirió que se promulgara un Acta del Parlamento, pero aunque Ingrid quedó libre, fue imposible para ellos unirse en matrimonio debido a que la esposa del marqués vivía aún, ya declarada como loca incurable.

Loretta recordaba cómo en la familia se había prohibido volver a mencionar a Ingrid, aunque de manera inevitable algunas veces hablaban de ella en voz baja o en murmullos.

Si alguien volvía de París, donde ella y el marqués residían, tarde o temprano, como si la curiosidad venciera a la discreción, algún cortesano preguntaba en tono malicioso:

—¿No viste por casualidad a Ingrid o al marqués?

Loretta recordaba haber oído esa pregunta una docena de veces. Debido a que había querido y admirado a su prima, quien fue siempre muy buena con ella, Loretta se sentía temerosa de oír algo desagradable sobre Ingrid.

Tal vez el amor que ella y el marqués se profesaban había muerto ya y se habrían separado, o les había ocurrido algo nefasto.

Mas nunca escuchó ninguna noticia, excepto que Ingrid estaba esplendorosa y había sido vista en la Opera o en algún otro lugar público.

Desde luego, ninguna persona respetable, estaba segura Loretta, trataba al marqués y a Ingrid. Por lo tanto, lo más probable era que el Duque de Sauerdun no los conociera siquiera.

Estaban «viviendo en pecado», y eso impedía que fueran aceptados por toda persona decente que estuviera al tanto de la forma escandalosa en que se habían comportado.

Ahora, como si fuera una luz en la oscuridad a la cual su padre la había arrojado, Loretta se sorprendió pensando en su prima.

Ingrid comprendería. Sabría, asimismo, que era imposible para ella, casarse, como Ingrid misma lo había hecho, con un hombre del que no sabía nada.

Un hombre al que ella tal vez llegara a odiar, o que la tuviera en el olvido, como el Conde de Wick había tenido a su esposa.

Cuando vislumbró a través de los árboles la amplia casa de su padre, una mansión bastante fea, Loretta pensó que había algo austero, casi severo, en ella, que nunca había advertido antes.

Y se dijo con aire triunfal:

—Veré a Ingrid y hablaré con ella. ¡Si papá no puede comprender lo que estoy sintiendo… yo sé que ella sí lo hará!