Capítulo 4

Medina sintió cómo el Marqués se alejaba de su tienda y pensó que ella se había arriesgado mucho. Como no podía dormir y sentía la necesidad de aspirar aire puro, había salido de su tienda con la cabeza descubierta. Se había quitado el maquillaje de los ojos y las cejas porque le dolían.

Sabía que si el Marqués la hubiera visto sin las gafas y llevando solo la camisa blanca, ser habría dado cuenta de que era una mujer.

«¿Cómo he podido ser tan descuidada?», se preguntó. Imaginó que él estaría cansado por lo que esperaba que se hubiera dormido profundamente.

Como se encontraba cerca de Saba el recuerdo de su Padre le vino a la mente y sintió la necesidad de llorar. Una vez más se dio cuenta de lo sola que estaba en el mundo. Aunque había viajado más que la mayoría de las chicas de su edad y conocido a mucha gente interesante, se sentía desolada.

La casa en la que sus Padres habían sido muy felices, estaba rodeada de vecinos y amigos por todas partes. Si viviera allí ya habría recibido muchas invitaciones de jóvenes de su misma edad. Pero en vez de eso, sólo trataba a Sultanes, Jeques, Antropólogos y Exploradores como Burton. Podía hablar con las diferentes tribus de Arabia y hacerse entender.

Su Padre la había llevado muchas veces a Europa, Grecia e Italia y había pasado una larga temporada en España donde se hospedó en varios lugares diferentes.

«Supongo», pensó ella «que he tenido una educación tan cosmopolita que me he convertido en una nómada que vaga por el mundo sin raíces y sin un hogar».

Sabía que tarde o temprano tendría que volver a Inglaterra. Por una parte, el dinero que su Padre le había dejado no le iba a durar siempre y ella sabía que una vez que el Cónsul de Aden hubiera informado a la prensa de su muerte, el dinero que él recibía cada año podría serle transferido a ella.

Sin embargo, para ello sus parientes tendrían que saber dónde se encontraba.

«¿Qué puedo hacer?», se preguntó.

Sabía que se estaba dirigiendo no al Alá de los árabes, sino a su Padre, cuya presencia aún sentía cerca. Finalmente se quedó dormida.

Al despertar a la mañana siguiente, pensó que quizá al Marqués le habría parecido extraño que ella hubiera huido de él. Como se sentía un poco turbada se entretuvo dando órdenes a los Camelleros e inspeccionando los animales, por lo que tomó el Desayuno que Nur le preparó después de que el Marqués hubo terminado de tomarse el suyo.

Sabía, sin que se lo dijera, que él estaba muy interesado en conocer Saba.

Desde la salida de Qana ya habían pasado casi dos semanas visitando otros Pueblos.

El primero había sido Shabwah, conocido antiguamente como Sabuta, la capital de los Reyes Hadramant.

Habían cruzado las calles llenas de arena de lo que en una ocasión había sido una de las ciudades más importantes de Arabia.

Medina enseñó al Marqués las ruinas de un Templo que había sido destruido por el fuego en el Siglo III a. C.

También le informó que en Shabwah se habían descubierto frescos, tallas de marfil y columnas con inscripciones.

Ella estaba segura de que allí había mucho más.

El Marqués había querido investigar, pero la joven le había hecho seguir hasta Sayun, donde encontraron una Mezquita rodeada de extrañas Tumbas con forma de bulbo.

Éstas, sin embargo, no eran tan interesantes ni espectaculares como la Mezquita de Al Mohdar, en Tarim, que fue el siguiente lugar al cual lo llevó Medina. Esta Mezquita tenía una altura de ochenta metros y contaba con un Minarete de ladrillos de barro.

Oyeron al Almuecin llamar desde lo alto.

Al día siguiente se pusieron en marcha una vez más, pero no antes de que el Marqués hubiera visto los talleres donde se teñían los taparrabos de color azul oscuro.

Medina tuvo la sensación de que el Aristócrata no estaba tan interesado por el azul añil como por las piedras talladas que se encontraban medio enterradas cerca de allí.

Pudo observar cómo sus manos se estiraban para tocar algún fragmento de la historia antigua.

Los objetos de barro y las estatuas que vendían en las calles no le interesaban lo más mínimo.

Sólo le llamaron la atención cuando ella le dijo que había algunas figuritas que representaban camellos que databan del año 1000 a. C.

Él se rió cuando Medina le comentó que los camellos eran domesticados desde el año 1000 a. C. probablemente porque daban leche.

—Los barcos del desierto, como se les llama, ciertamente han demostrado su gran valor desde entonces —observó él.

—Es verdad —respondió Medina—, los camellos proveen a los árabes de leche, lana, carne y pieles.

—Es una lástima que no sean más bellos —opinó el Marqués en tono de broma—. Tengo que admitir que prefiero a mis Caballos de Carreras que, por supuesto, son de sangre árabe.

A ella le costó trabajo no decir que le hubiera gustado verlo. Se preguntó si el Marqués invitaría a un árabe a su casa de Inglaterra y se dijo que aquella idea seguramente jamás le había cruzado por la mente.

Se pusieron en camino hacia Saba, el país que había sido gobernado en cierta ocasión por la legendaria Reina.

Por alguna razón que ella no pudo comprender, Medina pensó que si al Marqués no le gustaba Saba tanto como a ella, se iba a sentir muy desilusionada. Aquello no era extraño ya que en Marib, que era la Capital del Incienso, fue donde su Padre había descifrado cientos de inscripciones.

Padre e Hija permanecieron en Marib casi un año y se habían hecho muy amigos de su gente. Edmund Tewin había estudiado los restos de la enorme presa y le había enseñado a Medina inscripciones que demostraban que la agricultura había prosperado.

La joven le contó al Marqués cómo el Rey Salomón había enviado un pájaro de bellas plumas con una invitación para la famosa Reina de Saba.

—Recordará usted —comentó—, que la Biblia dice que la Reina, a quien imagino muy bella, le llevó al Rey heredero especias, mucho oro y piedras preciosas.

—¡Viviendo en un país tan bello ella también debió de ser muy bella! —respondió el Marqués.

Medina sintió una sensación agradable dentro de sí cuando comprobó que a él le había emocionado la vista de aquel pueblo cuya silueta se recortaba contra las montañas.

Cuando él lo vio por primera vez al acercarse a Marib, detuvo su dromedario y se quedó mirando hacia adelante. Entonces la joven se dio cuenta de que él era muy diferente a los demás ingleses y que le había emocionado profundamente aquella belleza.

Percibió también que los espíritus que vibraban en el aire a su alrededor, le habían llegado al alma. Permanecieron en silencio sentados sobre sus dromedarios, uno junto al otro, hasta que la caravana los dejó atrás.

De pronto Medina dijo:

—El Corán nos dice que Saba era una buena tierra, pero que sus habitantes se alejaron de Alá.

—¿Cómo pudieron hacer eso? —preguntó el Marqués.

—Ellos fueron maldecidos por su estupidez —dijo ella—, cosa que quizá les suceda a todos si repudian a su propio dios.

El no respondió, pero la joven sabía que estaba meditando en lo que le había dicho.

Pasaron la noche en las afueras de la población, donde los campos estaban cultivados. También vieron muchos pájaros rayados que Medina creía que eran los descendientes del mensajero emplumado del Rey Salomón.

Al día siguiente, el Marqués vio las ocho columnas del Templo de Ilumquh, el dios de la luna, que brotaban de las arenas del desierto.

—El Templo del Dios de la Luna era ovalado —informó Medina.

Ella tenía la sensación de que el Marqués estaba pensando en la Reina de Saba.

Medina sintió dentro de sí una extraña sensación similar a los celos. Fue así como se dio cuenta de que cuando el Marqués volviera a Inglaterra nunca lo olvidaría. Poder hablar con alguien tan interesante, tan culto y tan parecido a su Padre era una alegría que no podía expresarse con palabras.

Día a día ella veía cómo el Marqués se interesaba cada vez más por la historia de Arabia y supo que él era exactamente como un hombre debía ser: fuerte, varonil y autoritario.

Pero, al mismo tiempo, trataba de alcanzar algo espiritual. Ahora sabía porque se había sentido tan sola la otra noche. Pensaba que al final del viaje ya no tendría con quién hablar como hacía con el Marqués.

Pero para él, ella era sólo un muchacho árabe que le había enseñado lo que él deseaba saber acerca del idioma de los árabes y sus costumbres, y no pensaba en ella como en una mujer.

Ella era consciente de que el Marqués tenía una profundidad de percepción y de sentimientos que eran poco comunes. No podía expresarse a sí misma qué era lo que sentía por él. Lo miraba a través de sus gafas y sentía que su imagen había quedado grabada para siempre en su mente.

Con desesperación, la joven se dio cuenta de que las arenas del tiempo se estaban acabando y, por lo tanto, pronto se alejaría del Marqués. Quizá fuera porque él estaba cansado y deseaba volver a Inglaterra, aunque era más probable que se debiera a que resultara muerto cuando tratara de entrar en La Meca. Como si le hubieran clavado un puñal en el corazón, Medina comprendió lo que aquello significaba. Súbitamente gritó desde lo más profundo de su ser: «¡Eso no, Dios mío, eso no!».

En ese momento, Medina supo lo que debía hacer, como si su Padre se lo estuviera sugiriendo.

En Saba el Marqués había parecido interesado por descubrir una estatua que le habían dicho permanecía enterrada dentro de las murallas de la antigua ciudad.

Un Arqueólogo le había comentado que en un sueño había visto una estatua de la Reina de Saba a la cual habían adorado con mirra e incienso.

A Medina se le ocurrió que si el Marqués encontraba tesoros como los que él había mencionado que existían en Grecia, quizá eso le distrajera de su propósito de llegar a La Meca.

Si llevaba a su Casa algún tesoro, podría justificar su viaje. Se alejaría de ella, sin embargo, estaría vivo y cualquier cosa sería preferible a saber que él había muerto por su culpa. «¡Tengo que salvarle! ¡Tengo que salvarle!», se dijo Medina. Meditó durante un buen rato antes de decidirse a explicar al Marqués lo que debía hacer.

Montaron sus tiendas cerca de donde Medina había acampado con su Padre en las afueras de la antigua ciudad. Debajo de ellos había un lugar donde los camellos podían descansar y beber agua.

En los países árabes es correcto cenar antes de la puesta del sol y cuando terminaron de tomar los alimentos que Nur les había preparado, el sol comenzaba a desaparecer por detrás de las montañas. El cielo se tiñó de un rojo espléndido antes de oscurecer. Todo estaba en silencio. Sólo se oían las conversaciones de los camelleros y algún gruñido producido por los animales. Los ojos del Marqués estaban fijos en las montañas.

Medina comprendió que estaba tratando de alcanzar el éxtasis espiritual que su Padre siempre había experimentado cuando se encontraba en Saba.

—Tengo algo que mostrarle —dijo ella en voz baja y hablando en inglés por si alguien los escuchaba.

—Le escucho —dijo el Marqués sin volver la cabeza. Una vez más ella sintió una extraña sensación de celos porque él se encontraba inmerso en sus propios recuerdos. Por el momento, Medina era solamente un muchacho árabe que estaba interrumpiendo sus pensamientos.

—La última vez que estuve aquí —dijo la joven—, un Arqueólogo hindú me contó un extraño sueño que había tenido.

El Marqués la estaba escuchando, pero ella pensó que lo hacía sin mucho interés.

—En su sueño él vio dónde se encontraba enterrada una Estatua de Saba —continuó diciendo Medina. El Marqués pareció interesarse y preguntó:

—¿Y cree usted que aún está allí?

—Me dijo el lugar exacto en el cual la había visto en sus sueños —continuó Medina—, pero no se llevó la estatua.

—¿Por qué no?

—Se puso muy enfermo y tuvo que volver a su casa.

El Marqués se volvió para mirarla.

—¿Me está usted insinuando que nosotros podríamos encontrar esa estatua?

—Tendríamos que tener mucho cuidado —respondió Medina—, porque la gente que vive aquí es muy posesiva y no desea que sus tesoros caigan en manos de otros.

—Es natural.

—Varios Arqueólogos han sido echados ya de no muy buenas maneras —comentó la joven.

—¿Cree usted que podremos pasar desapercibidos? —preguntó el Marqués.

—Tendríamos que ir solos —respondió Medina—, y sólo podríamos confiar en Nur.

El Marqués pensó por un momento y después preguntó:

—¿Está muy lejos de aquí?

—Tardaremos aproximadamente un cuarto de hora en llegar al lugar donde el hindú supone que se encuentra enterrada la Estatua.

—¡Pues en marcha! —exclamó el Marqués con una sonrisa.

—Necesitará una pala —dijo Medina—, y tenemos que procurar que nadie sospeche lo que estamos haciendo.

—Por lo tanto iremos andando —sugirió el Marqués, haciéndose cargo de la situación—. Hay una pala en el equipo que está en mi tienda.

Se incorporó sin prisa y se dirigió con calma hacia su tienda. Medina contuvo la respiración.

Había mordido el anzuelo que ella le había tendido. Lo único que deseaba ahora era que su Padre no se hubiera equivocado o que su amigo hindú no la hubiera engañado. Unos minutos más tarde, Medina oyó cómo el Marqués le decía en árabe que iba a pasear un poco para estirar las piernas.

—Me siento agarrotado después de tanto montar —dijo él. Medina pensó que había pronunciado las palabras muy bien y que nadie que le hubiera escuchado podría sospechar que no había sangre árabe en sus venas.

Cuando ella se reunió con él, pudo ver que llevaba la pala debajo de su albornoz.

Avanzaron por encima de lo que había sido la gran presa. Poco después subieron a los terrenos más altos donde se había localizado la Antigua Ciudad.

Ahora sólo quedaban muros en ruinas, torres derribadas y muchos escombros de lo que una vez había sido la Capital de Saba.

Las estrellas ya habían aparecido en el cielo y la luna hacía que todo pareciera de plata.

Sin dudarlo, Medina se acercó al lugar donde su Padre había estado trabajando cuando murió. Era una agonía volver a aquel sitio. Sin embargo, estaba segura de que era él quien le había sugerido aquella idea para salvar al Marqués.

Llegaron junto a las ruinas de lo que una vez fue un Templo. Allí había un arco caído, varias columnas y losas desquebrajadas de lo que pudo ser el suelo. Una base de piedra que en alguna ocasión debió soportar el peso de una estatua y que presentaba algunos jeroglíficos, brillaba a la luz de la luna. Estaba cerca del lugar donde le habían señalado al Padre de Medina que debía escarbar.

Cuando Nur se llevó a su Padre enfermo, ella regresó para rellenar el hueco que él había hecho. Ahora le resultó muy fácil encontrar el lugar exacto, pues aquella tierra no había sido removida durante siglos.

El Marqués se quitó el albornoz y Medina vio que la camisa era de seda, tal como correspondía a su supuesto rango. Antes de decirle donde debía cavar, ella miró a su alrededor para asegurarse de que estaban solos.

Parecían estar a salvo, aunque las sombras oscuras parecían amenazadoras y la luz del cielo permitía ver todo con claridad.

—¡Aquí! —susurró ella.

El Marqués introdujo la pala en la tierra y comenzó a cavar. Medina advirtió que él era mucho más fuerte y ágil que su Padre.

En poco tiempo hizo un hoyo de más de un metro. Ella estaba a punto de pensar que se había equivocado cuando la pala del Marqués golpeó contra algo duro. Él se inclinó y metió los brazos en la cavidad.

Medina rezó porque no se tratara simplemente de una piedra grande o de los restos de un edificio en lugar de lo que ellos estaban buscando.

Pareció buscar en la tierra mucho tiempo, pero en realidad sólo transcurrieron unos cuantos minutos antes de que sacara un objeto a la superficie.

Entonces Medina emitió un grito de satisfacción.

A la luz de la luna pudo ver que el Marqués tenía en sus manos una estatua ennegrecida por el tiempo y que parecía ser de bronce.

Representaba a una mujer que tenía incienso en una mano y una lámpara de aceite en la otra.

—¡La hemos encontrado! ¡La hemos encontrado! —susurró Medina.

El Marqués tenía un gesto de satisfacción en la cara. Se quedó mirando la estatua durante un buen rato antes de entregársela a Medina.

Luego, cavó un poco más y momentos después sacó un collar. Éste también estaba ennegrecido, pero Medina estaba segura de que era de oro.

El collar se parecía al que Salem les había enseñado, pero, sin duda, su valor era mayor.

El Marqués buscó otra vez dentro de la pequeña fosa y pronto sus manos sacaron varias monedas que les permitieron saber en que fecha había sido enterrada la estatua.

—Supongo que eso es todo —murmuró el Marqués—, y pienso que sería un error permanecer aquí más tiempo.

—Sí, por supuesto —convino Medina—, pero primero hay que llenar el agujero.

Ella se dio cuenta de que aquello era algo que él no había pensado. Inmediatamente, el Marqués echó toda la tierra en el hueco y después la aplanó con la pala.

Para asegurarse de que nadie advirtiera que habían estado allí, colocó algunas piedras por encima.

Entonces con una sonrisa le dijo a Medina:

—Tenemos que cargar el botín al igual que la pala y me estaba preguntando si debemos envolverla en mi camisa o en la suya.

Medina pensó que si ella fuera realmente el joven árabe que fingía ser, le ofrecería la suya.

Pero como dudó, él se echó a reír.

—Está bien, es mi estatua, así que yo debo proporcionar la envoltura.

Se quitó la larga prenda árabe que parecía más un vestido que una camisa inglesa.

Ella se sintió abochornada, pero no pudo evitar mirarle. El Marqués llevaba puestos unos pantalones largos y su torso desnudo se veía muy blanco en comparación con su cara así que ella apremió:

—¡Pronto, póngase el albornoz! Si alguien le viera, descubriría que procede del Oeste.

El Marqués se sintió desconcertado por el nerviosismo de su voz, pero hizo lo que Medina le pedía. Después se arrodilló sobre la tierra para envolver la estatua, el collar y las monedas en su camisa.

—¿Cree usted que podrá llevar estos objetos mientras yo llevo la pala? —preguntó él.

—Sí, por supuesto —respondió Medina.

La estatua medía menos de un metro, pero pesaba mucho. Medina comprendió que tendría que cargarla con las dos manos y tuvo que meterla debajo del albornoz. El Marqués hizo lo mismo con la pala.

—Debemos volver con calma —sugirió él—. Si reflejamos demasiada emoción podemos despertar a los fantasmas que aún rondan por la ciudad.

«Más bien sería a los vivos que aborrecen a los forasteros», pensó Medina y sintió temor.

El camino hacia las ruinas había parecido muy corto. Mas ahora les pareció que tardaban horas en llegar donde se encontraban sus tiendas.

Medina estaba segura de que los Camelleros los estaban observando.

Es más, lo normal era que hubiera otros curiosos aunque ellos no se dieran cuenta. Por fin, llegaron junto a la tienda del Marqués cuando a Medina ya le dolían los brazos y temía que la estatua se le cayera.

—Entre, Alí —dijo él—. Voy a pedirle a Nur que nos traiga un zumo de frutas. Después de nuestra caminata es lógico que tengamos sed. Medina no respondió.

Simplemente entró en la tienda que era lo suficientemente grande como para que ella pudiera permanecer de pie si agachaba un poco la cabeza.

También había suficiente espacio para que el Marqués y ella se pudieran sentar con las piernas cruzadas.

Esperó a que él desenvolviera la estatua.

Ella deseaba verla con detenimiento para tratar de asegurarse de que realmente era lo que esperaba.

La estaba inspeccionando cuando Nur llegó con las bebidas. La pieza estaba completa y Medina no dudaba de que representaba a la Reina ya que tenía joyas en el cuello y alrededor de las muñecas.

Le enseñaron a Nur lo que habían encontrado y Medina se dio cuenta de que el árabe estuvo a punto de decir que su Padre tenía razón.

Para evitar que él dijera algo tan indiscreto ella dijo:

—Yo ya le he dicho a Su Señoría que un Arqueólogo hindú me informó de dónde se encontraba la estatua.

Comprobó que Nur había comprendido cuando él exclamó:

—¡Alá sea alabado, Señor! ¡Es un gran descubrimiento!

Cuando estuvieron a solas, el Marqués dijo con mucho entusiasmo:

—¡Creo que ésta es una de las cosas más emocionantes que jamás he hecho! ¡Cuando venía a Arabia jamás se me ocurrió pensar que podría llevarme a casa algo de tanto valor histórico!

—¿Lo va a conservar?

—¡Por supuesto! —afirmó él—. La colocaré en un lugar de honor en mi Casa.

Rozó la estatua con cariño antes de añadir:

—Claro que comunicaré el hallazgo al Museo Británico y a cualquier otra persona que le pueda interesar lo que yo he descubierto.

Al decir eso le sonrió.

—En realidad, todo el mérito es suyo y si me permite conservar la estatua yo le pagaré lo que considere que puede valer.

—Yo no necesito que me pague… —respondió Medina muy seria.

—Hace que me sienta incómodo —protestó el Marqués—, y aunque he dicho mi hallazgo, lo hemos encontrado juntos, pero sería un sacrilegio partirla por la mitad.

Medina se echó a reír.

—¡Por supuesto que sí! Pero me alegro de que Su Señoría la tenga en su poder, así cuando vuelva a Inglaterra la estatua le hará recordar a Arabia.

—Si es que vuelvo a Inglaterra —respondió el Marqués—. Si me descubren tratando de entrar en La Meca, usted deberá conservarla como un recuerdo.

Medina emitió un leve grito:

—¿Cómo puede decir algo tan terrible? ¿No se le ha ocurrido pensar que si usted muere es muy posible que yo muera también por estar involucrado en su intento de entrar en la Ciudad Sagrada?

—Eso es poco probable ya que usted es un árabe y sólo tendrá que jurar que yo le he engañado.

Se inclinó y frotó la estatua con los dedos hasta que hizo aparecer un ligero brillo.

—Va a ser muy emocionante limpiarla —comentó él.

—Deje esa tarea para la vuelta —sugirió Medina—, y pase lo que pase, nadie en la Caravana deberá saber que la tenemos.

—Nur puede esconderla dentro de mi equipaje —observó el Marqués—. ¿Está seguro de que podemos confiar en él?

—Yo ya le he confiado mi vida —expresó Medina—, y como Su Señoría sabe, ésa es mi posesión más valiosa.

—Por supuesto —estuvo de acuerdo él—. Ahora yo también le estoy confiando la mía.

Más tarde, Nur volvió con la bolsa donde había metido algunas de las pertenencias del Marqués. Envolvió la estatua, el collar y las monedas en una bufanda de lana como las que utilizan los árabes cuando hace mucho frío.

Metió el bulto en el fondo de la bolsa y colocó los artículos personales del Marqués encima.

—Yo llevaré esto en mi camello, Su Señoría, pues a alguien podría parecerle muy extraño que usted llevara algo tan pesado.

—Tenga mucho cuidado con eso, Nur —le pidió Medina.

—Cuanto antes nos vayamos, mejor, solía decir mi Amo siempre que descubría alguna cosa.

Medina sabía que él se refería a su Padre y cuando Nur salió de la tienda el Marqués preguntó:

—Nur ha hablado de su antiguo Amo. ¿Era un Arqueólogo?

—Creo que sí —contestó Medina con naturalidad.

El Marqués que se encontraba sentado con las piernas cruzadas, la miró a la luz de una linterna y observó:

—Hace un momento usted habló como si Nur hubiera estado con usted desde hace mucho tiempo. ¿Cómo le encontró?

Su Padre es un Jeque. ¿Pertenece Nur a su tribu?

—Esta noche no puedo pensar en otra cosa que no sea en el tesoro que Su Señoría ha descubierto —respondió Medina—. Todavía me pregunto cómo hemos podido ser tan afortunados y porque los dioses nos han favorecido tanto.

—Eso mismo me pregunto yo —contestó el Marqués.

—Lo más importante es que Su Señoría lo saque de Arabia —continuó Medina—. Puede confiar en Nur. El jamás mencionará que Su Señoría ha tenido algo tan valioso en su poder. Ella calló un momento antes de continuar: —Si se supiera, las tribus se levantarían en armas para recuperarlo y lo matarían si fuera necesario. El Marqués la miró sorprendido.

—¿Me está sugiriendo que vuelva a Inglaterra inmediatamente?

—Ahora que lo pienso, quizá eso fuera lo más sensato.

—¿Y renunciar a mi viaje a La Meca?

—¿De verdad tiene tanta importancia La Meca para usted?

—Sí —respondió él—. ¡Yo aseguré que llegaría allí y ni todas las estatuas del mundo lograrán que no cumpla mi palabra! Medina guardó silencio. Ella había estado segura de que si le presentaba una alternativa, él volvería a Inglaterra sin arriesgar su vida. Sabía lo peligroso que era lo que él iba a intentar así que sintió miedo y se estremeció.

—¿Realmente siente miedo por mí? —preguntó el Marqués.

—Usted no es árabe y por lo tanto no entiende… lo fanáticos que somos en relación a La Meca.

Se produjo un breve silencio antes de que ella continuara:

—Nosotros creemos que la presencia de un extraño destruye la santidad del lugar. Cualquiera, por valiente que sea, que pretenda violar el lugar más sagrado de todo el mundo musulmán deberá… atenerse a las consecuencias.

Mientras hablaba, Medina comprendió que había fracasado. Los labios del Marqués mostraban su decisión. Sus ruegos sólo habían logrado que él estuviera más decidido que nunca.

—¡Iré a La Meca aunque me cueste la vida! —declaró el Marqués.

—Eso es exactamente lo que le costará —le respondió Medina.

Mientras hablaba, la joven se levantó y salió de la tienda para dirigirse a la suya.

Se había dado cuenta de que lo amaba.