Capítulo 3
Cuando el Marqués se despidió de Burton en el Hotel Shepherd’s lo primero que hizo fue dirigirse a la Librería más grande de El Cairo.
Allí adquirió todos los libros que tenían acerca de Arabia. Éstos no eran muchos, pero afortunadamente se encontraban en francés y en alemán, dos lenguas que él podía leer. Había también uno en inglés que trataba de los árabes como raza lo cual le pareció que le podría resultar útil.
Después, se dirigió a la Embajada Británica donde, después de charlar un poco, les dijo que necesitaba un Profesor de árabe que pudiera acompañarle en un crucero por el Mar Rojo.
—Quizá me detenga algunos días en Puerto Sudán —dijo él sin darle mucha importancia—. Sin embargo, eso depende más bien de lo interesante que me parezca esa parte de la Costa.
El Secretario del Embajador le prometió ayudarle en cuanto pudiera y al poco rato volvió con expresión complacida. —En nuestro equipo tenemos a un hombre que proviene de Oman, Señoría— dijo al Marqués. —Él tiene pensado volver a su hogar cuando se retire dentro de un mes.
Los ojos del Marqués se iluminaron. Una vez más pensó que la suerte estaba de su parte.
—Se trata de un erudito reconocido —continuó diciendo el Secretario—, y si nosotros le dejamos ir un mes antes, yo sé que él estará encantado de disfrutar de las comodidades del Yate de Su Señoría.
El Marqués casi no podía creer en su buena suerte. Cuando conoció al hombre no tardó mucho en darse cuenta de que se trataba de una persona culta y educada.
Tuvo que esperar veinticuatro horas mientras el árabe guardaba sus pertenencias.
Envió un telegrama a Burton comunicándole que si deseaba ponerse en contacto con él, le enviara un telegrama al Consulado de Aden. Sabía que era el único lugar del Sur de Arabia, donde se podía enviar un telegrama. Disfrutó mucho de la cena con el Embajador y se enteró de muchas cosas acerca de Arabia que ignoraba.
Al día siguiente, volvió a El Cairo junto con su Maestro árabe. Tan pronto como se encontraron a bordo se dedicó al aprendizaje del árabe con una concentración que hubiera sorprendido a sus amigos de Londres.
No era tan difícil como esperaba. Asimismo, se dio cuenta de que llegar a dominarlo le iba a costar mucho más tiempo del que había empleado en las lecciones.
Cuando llegaron a Jeddah, que era el Puerto más cercano a La Meca, se alegró de haber seguido el consejo de Burton de seguir más adelante.
El calor hubiera hecho que el recorrido de más de doscientos kilómetros desde el mar hasta la Ciudad Sagrada hubiera resultado agotador.
Fue lo suficientemente hábil como para no demostrar a su maestro su interés por La Meca. Se concentró en aprender no sólo el idioma, sino también las costumbres de los diferentes grupos, acerca de los cuales Abdul Raie sabía mucho. Al árabe le satisfizo mucho poder viajar hasta Qana con el Marqués. Desde allí, él pensaba coger un Barco que lo llevara hasta Muscat, su destino final.
Otra posibilidad era la de unirse a una Caravana que atravesara las zonas de cultivo del incienso en el área de Dhofar. Al Marqués le interesó mucho el libro que Burton le había regalado, así que leyó los demás libros en busca de más información acerca del comercio del incienso.
Aquello era algo totalmente nuevo para él.
Le resultó fascinante descubrir que en el Imperio Romano el incienso se utilizaba en los ritos crematorios.
Leyó que Nerón había invertido el equivalente de la producción de un año en los Funerales de su esposa Popea. Pero en el fondo de su mente estaba la determinación de llegar a La Meca y eso era más importante que todo lo demás. Pensaba que aquello no sólo sería la solución a las absurdas pretensiones de Hester, sino que también mejoraría el concepto que tenía de sí mismo.
Mientras cruzaban el Mediterráneo, el Marqués se analizó por primera vez en muchos años y no le gustaron mucho las conclusiones a las que llegó. Tal como había hecho Lord Rupert, él descubrió que había estado perdiendo el tiempo con mujeres que inflamaban las pasiones de un hombre, pero que no aportaban nada a su espíritu.
Hester, con su extraordinaria belleza, era la representante típica de un gran número de mujeres bonitas y sin cabeza. El había pasado mucho tiempo con ellas, sin mencionar la gran cantidad de dinero que le habían hecho gastar. Se sentía humillado a la vez que furioso por la intención de Hester de adjudicarle a él el hijo de otro hombre.
Sin embargo, tuvo que reconocer que aquello era algo que debía haber anticipado. La culpa no era sólo de Hester sino también de él.
—¿Cómo pude ser tan ingenuo como para pensar que ella se iba a comportar de una forma digna una vez que nuestro romance terminara? —se preguntó.
Era la misma pregunta que se había hecho mientras el Halcón del Mar se deslizaba por la Bahía de Vizcaya.
Había sentido que su furia aumentaba como las olas que se estrellaban contra la proa del barco. De pronto, se dijo que Hester no valía tanto como para quitarle el sueño y que la culpa de todo, en realidad la tenía él. Sabía que el problema radicaba en el hecho de que para entonces él ya debía haberse casado y creado una familia para ocupar su lugar en la Corte y en el Condado, como hizo su Padre.
Sin embargo, sabía que la jovencita que su familia hubiera considerado candidata apropiada para convertirse en Marquesa de Anglestone lo hubiera aburrido de una forma desesperante.
El Marqués sabía que en las familias aristocráticas se gastaban casi todo el dinero en el hijo primogénito heredero del Título. Los demás hijos tenían suerte si los mandaban a una Escuela Pública y después a la Universidad.
Pero las hijas, a las que se les daba poca importancia, eran educadas por Institutrices de escasos conocimientos. El resultado podía ser una mujer muy bella, bien vestida y extremadamente elegante, pero con un cerebro de marioneta. Su charla se limitaba a los chismes sociales. —¿Cómo podría soportarlo?— se preguntó.
La respuesta era obvia y se dijo, como ya había hecho en muchas ocasiones, que jamás se casaría. Sin embargo, le resultaría imposible vivir sin la fascinación y satisfacción de las mujeres y el Marqués había sucumbido fácilmente a los coqueteos de las sofisticadas bellezas que abundaban en el Mundo Social.
El estar casadas o ser viudas las hacía ser muy diferentes a las vírgenes tímidas y simplonas que conocía y de las que regularmente huía.
Hester le había abierto los ojos para detectar los peligros a los que se podía enfrentar cuando se relacionaba con una viuda. En el pasado siempre había tenido mucho cuidado de no despertar los celos de los esposos, pues los maridos ofendidos solían retar a duelo, costumbre que ya había sido abolida por la Reina.
Sin embargo, un duelo hubiera sido mejor que ser chantajeado por Hester.
—¡Malditas sean todas las mujeres! —había dicho el Marqués mientras su Yate le llevaba a través del Mediterráneo.
Ahora en medio del sofocante calor del Mar Rojo, volvió a repetir lo mismo.
Por fortuna, encontró un estímulo espiritual, que no esperaba, en el libro que Burton le había regalado.
Leyó todo lo referente a las propiedades mágicas del incienso, las que Moisés había pensado que traerían la venganza de Dios. También se enteró de como los egipcios de la antigüedad lo mencionaban en el Libro de los Muertos como un elemento clave para la seguridad de los difuntos en la otra vida. Se sorprendió a sí mismo penetrando en un mundo que nunca había conocido y que despertó en él una excitante curiosidad. Mientras leía, pudo comprender por qué Burton le había regalado ese libro.
Aunque los demás volúmenes que había comprado contenían mucho material, una y otra vez tenía que volver a El Perfume de los Dioses.
Ignoraba que el incienso utilizado en las Iglesias Católicas era olíbano y pensó que la próxima vez que lo aspirara su característico olor significaría algo muy diferente para él.
Cuando el Yate entró en el pequeño y olvidado Puerto de Qana, el Marqués ya podía hablar bastante bien el árabe y entender casi todo lo que su Maestro le decía. Recompensó a aquel hombre con mucha generosidad y bajó a tierra para buscar al amigo de Burton.
Mientras lo hacía, sintió que la emoción le dominaba. Era similar a lo que sentía cuando estaba a punto de ganar una carrera muy difícil. Mientras andaba por la callejuela que conducía a la casa de Salem Mahana, no advirtió que la poca gente que le veía pasar le consideraba casi un ser de otro planeta.
Muy pocas personas no árabes visitaban el Puerto de Qana. Cuando Salem Mahana prometió al Marqués buscarle un guía adecuado para su viaje a La Meca, él volvió a su Yate.
Se sentía feliz por haber vencido el primer obstáculo de su peregrinación a la Ciudad Sagrada. Hasta ahora todo había salido mucho mejor de lo que esperaba y rezó porque Mahana no le desilusionara al día siguiente.
Él sabía muy bien que en el Oriente nada se hacía con prisa, así que quizá tuviera que permanecer en Qana una semana o más quizás antes de poder ponerse en marcha.
Se había dado cuenta de que Salem Mahana era un hombre extraordinario. Ciertamente no era alguien a quien se le pudiera dar una orden para que la llevara a cabo inmediatamente.
El Marqués sabía que aquel hombre gozaba de una autoridad que debía ser respetada si no quería volver con las manos vacías.
No se trataba simplemente de un asunto de dinero. Había algo en Salem Mahana que le hacía diferente a los demás árabes que él había conocido con anterioridad y a la mayoría de los hombres en general. Era una especie de artista, un tejedor de alfombras o quizá un Escritor como Burton. Lo que él utilizaba era su Arte y éste consistía en disfrazar a Burton o a sí mismo considerando que todo formaba parte de un plan dirigido por el propio Alá. Por lo tanto, estaba dispuesto a ponerse en manos de Mahana y aceptar lo que sugiriera.
Advirtió que mientras él había estado analizando a Mahana, el árabe había hecho lo mismo con él. Esa noche en su camarote pensó que aquello formaba parte de la sabiduría del Oriente.
Aquí un hombre juzgaba a otro por lo que sentía, en lugar de por lo que podía leer acerca de él en un trozo de papel. Cuando el Marqués volvió a la Casa de Mahana al día siguiente, le pareció que en su mente ya existían nuevos horizontes.
Además, algo dentro de él se estaba abriendo como una flor de loto.
Salem Mahana le recibió de la forma en que lo hizo la víspera.
Se sentaron una vez más sobre cojines en aquella extraña habitación y un niño árabe les llevó el té en tazas sin asa. Cuando éste se retiró, al Marqués le fue imposible disimular su curiosidad más tiempo.
—¿Ha encontrado usted un Guía para mí? —preguntó.
—¡Señoría, le he buscado el mejor y más experimentado Guía de toda Arabia!
El Marqués hizo un gesto de admiración, aceptando lo que él pensó debía ser un ejemplo de la habitual exageración oriental.
—Es muy joven —continuó Salem Mahana—, pero Alá le ha dado la astucia de un hombre mucho mayor. El Marqués arqueó las cejas y Salem continuó:
—Alí es el hijo de un Jeque y por lo tanto podrá abrir puertas que están cerradas a los visitantes ordinarios. Puede usted confiar en él por completo.
—Entiendo —dijo el Marqués—, y le estoy muy agradecido. ¿Cuándo podré conocer a ese joven?
—Alí Murad se encuentra aquí. Le mandaré llamar. Salem dio una palmada y la cortina que cubría una de las entradas se movió ligeramente para dejar ver a una persona.
—¿Cree usted que realmente tengo posibilidades de llegar a La Meca? —preguntó el Marqués.
Mientras hablaba se preguntó si Salem Mahana, al igual que Burton, le iba a decir que era imposible.
Pero él árabe respondió: —Khayr Inshallah.
El Marqués sabía que aquello quería decir que llegaría si ésa era la voluntad de Alá. Era una respuesta ambigua, típicamente oriental.
Medina entró en la habitación.
Vestida con la ropa de un joven árabe de importancia, hasta a su Padre le hubiera sido difícil reconocerla. Salem Mahana le había dado un abi, que es el manto blanco que llevan los Jeques y los Príncipes. Debajo, Medina llevaba puesta una camisa de seda y un sobretodo ligero color de rosa con una faja plisada, en la cual había colocado la tradicional daga adornada con piedras preciosas.
Como complemento llevaba pantalones hasta los tobillos y sus sandalias color oro eran la última moda de Constantinopla.
En una mano llevaba un rosario de madreperla y en la otra una pipa de jazmín con boca de ámbar.
Ella se había reído al mirarse en el espejo, pero sabía que Salem tenía razón al decir:
—Debes aparentar ser alguien de la misma categoría que Su Señoría y no un Criado a sueldo.
En la cabeza tenía un turbante blanco con una extensión de seda para cubrir el mentón y sobre los ojos muy maquillados con kohl llevaba unas gafas de acero. Su aspecto era realmente masculino.
Medina, entró en la habitación con el aire de autoridad que a menudo había visto entre los jeques árabes.
Salem Mahana hizo una profunda reverencia a la cual Medina respondió de una forma un tanto altiva.
Se inclinó ante el Marqués, que no se había puesto de pie a su llegada pero que ahora lo hizo, extendiéndole la mano. —Éste es Alí Murad, Señoría— dijo Salem Mahana —y los dos tendrán un aspecto muy diferente cuando se pongan en marcha con la Caravana.
—¿Tiene usted una preparada? —preguntó el Marqués.
—Alí, su Guía lo hará para usted —respondió Salem—. Él conoce cuáles son los Guías en los que se puede confiar y dónde se pueden encontrar los mejores camellos.
Hizo una pausa para después añadir:
—Ellos no deben saber quién es Su Señoría y esta misma tarde su Yate deberá navegar costa arriba. El Marqués no respondió, pero estaba escuchando.
—A unos tres kilómetros de aquí hay una rada donde Su Señoría podrá desembarcar —continuó Salem—. Entonces volverá y se quedará aquí en mi casa.
—Entiendo —dijo el Marqués—, los Camelleros no deberán adivinar que yo soy un extranjero.
—Sería desastroso si lo descubrieran —respondió Salem.
—¿Y quién voy a ser? —preguntó el Marqués con una sonrisa.
—Usted es un amigo de Alí, un Comerciante de incienso y mirra que tiene un cliente que le está esperando en Medina. Los ojos del Marqués centellearon. Ahora comprendía lo que Salem estaba planeando.
—Lo único que Su Señoría tiene que hacer —continuó diciendo el árabe—, es dejarlo todo en manos de Alí. Viajarán siguiendo la ruta que se ha usado durante cientos de años y que se conoce como el camino del incienso. —Durante el trayecto hay muchas cosas que ver— intervino Medina.
Era la primera vez que hablaba.
Procuró que su voz sonara un poco más grave, lo cual no le resultó muy difícil, pues, a pesar de haber dormido, aún se encontraba cansada.
—Ahora escúchame, Alí —dijo Salem—, irás con Su Señoría a su Yate, llevando contigo únicamente a Nur.
—¿Quién es Nur? —preguntó el Marqués.
—El Criado personal de Alí a quien tendrán que confiarle el secreto ya que él lo disfrazará y atenderá durante el viaje. —Entiendo— asintió el Marqués.
—Es muy importante, Su Señoría, que nadie más sepa que usted no es un árabe.
—Afortunadamente su pelo es oscuro —intervino Medina—. Su piel absorberá bien la henna y después de varios días al sol dudo que la necesite.
Salem se echó a reír.
—Eso es cierto. Él debe parecer un árabe y hablar como tal, o no decir nada.
—He aprendido un poco de árabe —dijo el Marqués en ese idioma, pero aún tengo mucho que aprender.
Medina emitió una exclamación de gusto. Todo era mucho mejor de lo que esperaba. Él debía ser muy inteligente ya que Salem le había dicho que había aprendido lo que sabía durante el viaje desde El Cairo.
A la joven le había impresionado mucho el aspecto del Marqués cuando le vio por primera vez al entrar en la habitación.
Medina esperaba que él fuera distinguido y que tuviera un cierto aire de autoridad como la mayoría de los ingleses.
Lo que ella no imaginaba era que iba a encontrarse con el hombre más bien parecido qué jamás había visto.
Su Padre siempre había hablado con desdén de sus parientes y de los de la Madre de ella. Al parecer, todos eran poco inteligentes, criticones y provincianos, así que ella esperaba que el Marqués fuera por el estilo.
Se sorprendió al percibir la gran vitalidad que parecía emanar de él y que era completamente diferente a lo que ella había esperado: un hombre rico y engreído que simplemente buscaba algo nuevo que hacer.
Tenía la sensación, y estaba segura de no equivocarse, de que el interés del Marqués por llegar a La Meca iba más allá del simple deseo de poder alardear al respecto.
Estaba segura de que la ciudad espiritual más importante del mundo árabe iba a significar algo muy diferente para él. Sin decir nada, la joven se sentó con las piernas cruzadas junto al Marqués y para ver si éste la entendía le preguntó:
—¿Qué busca en esta empresa Señoría?
El Marqués podía haber dado doce respuestas diferentes pero dio una contestación que parecía sacada de la mente de su Padre.
—¡La luz!
Por un momento, Medina se quedó tan impresionada que sólo pudo mirarle a través de sus gafas. De repente pensó que quizá aquello era algo que Salem le había sugerido que debía decir. Sin embargo, sabía que hablaba sinceramente y que de ninguna manera buscaba su aprobación.
—Quizá lo que encuentre no sea lo que espera —respondió la muchacha.
—Todavía no he decidido qué es lo que espero —contestó el Marqués—. Pero deseo aprender y soy un discípulo muy aplicado.
Hablaba en una lengua que ella sabía bien sería entendida en todo el Oriente y como lo decía en árabe no sonaba tan extraño como si lo hubiera hecho en inglés.
Salem unió las manos.
—¡Eso está muy bien! —intervino—. ¡Usted aprende rápido, Su Señoría!
—He tenido un buen maestro —respondió el Marqués—. Pero ya se ha ido, así que tal vez este joven continúe enseñándome para que cuando llegue a La Meca pueda hablar a la perfección.
—Eso queda en las manos de Alí —murmuró Salem.
Conversaron durante un rato y después Alí y el Marqués volvieron al muelle por un camino menos frecuentado. Cuando Medina vio el Yate quedó encantada. Siempre había deseado poder viajar en compañía de su Padre en uno de los grandes Barcos de la compañía P & O que cruzaban el Mar Rojo en su camino a la India.
Sin embargo, jamás había aspirado a viajar en algo tan lujoso ni tan atractivo como el Halcón del Mar.
Al subir a bordo advirtió que los Marineros la miraban con sorpresa, aunque lo hacían con disimuló pues estaban demasiado bien entrenados como para mirarla directamente. El Salón era una verdadera maravilla con sus paredes verdes y las cortinas de terciopelo. Ella pensó que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la comodidad de un sillón de tipo occidental.
Tan pronto como el Marqués subió a bordo, el Yate se puso en marcha para dirigirse hacia el lugar que Salem había mencionado.
Cuando el Halcón del Mar dejó caer el ancla, Medina miró a través de una claraboya y lo único que pudo ver fue una vasta extensión de arena.
Entonces sugirió al Marqués que comiera algo antes de volver a Qana.
—Salem Mahana le dará de comer —le aseguró ella—. Le advierto que ésta será la última oportunidad que tendrá de disfrutar de comida europea y quizá le resulte un poco difícil acostumbrarse a nuestra comida que puede llegar a convertirse en demasiado monótona en un viaje largo. El Marqués se echó a reír.
—Prometo no quejarme demasiado y espero, Alí, que usted disfrute las delicias de mi Cocinero ya que en Inglaterra él es considerado uno de los mejores.
Habló como si ella no conociera la comida inglesa. Medina deseó poder explicarle que durante sus viajes en compañía de su Padre, ambos habían degustado muchas cocinas diferentes y llegado a la conclusión de que preferían la francesa.
La Cena con el Marqués fue servida en el Salón en el momento en que el sol se ponía.
Medina comió muy despacio para poder disfrutar cada bocado. Cuando los criados salieron del Salón, el Marqués dijo:
—Estoy ansioso por escuchar algo acerca de usted. Encuentro extraordinario que a su edad, que es muy corta, Salem Mahana me lo haya recomendado de una manera tan vehemente.
—Hay mucho tiempo para hablar acerca de mí —respondió Medina de manera evasiva—. Veo que tiene usted muchos libros aquí. ¿Le han sido útiles?
—¡Mucho! —contestó el Marqués—, sobre todo un libro que me ha entregado Burton.
—Yo soy un gran admirador suyo —respondió Medina—. ¿Qué libro le ha regalado?
—Se llama El Perfume de los Dioses —respondió el Marqués—, y ha sido escrito por un hombre a quien espero poder conocer durante mi estancia en Arabia, el Profesor Edmund Tewin.
Medina contuvo la respiración.
Aquello era algo que ella no había esperado y tardó un momento en poder hablar:
—Yo he leído el libro al que usted se refiere y me pareció muy bueno. —¿Lee el inglés?
—Sí.
—Entonces me será más fácil poder hablar de él —observó el Marqués—. Me parece que es uno de los libros más interesantes y extraños que jamás he leído.
Medina pensó que eso era lo mismo que ella había pensado cuando lo leyó.
Sabía que su Padre se sentía más orgulloso de ese libro que de cualquier otro de los que había escrito.
—Supongo que será mejor que no lo lleve conmigo, pues a alguien puede parecerle extraño que un Comerciante árabe lea el inglés —opinó el Marqués.
—Si alguna vez estamos en peligro de que alguien nos registre usted podrá decir que es mío —sugirió Medina con una sonrisa.
—Siendo así, definitivamente formará parte de mi equipaje —señaló el Marqués—. ¿Es hora de cambiarnos?
Medina tenía la sensación de que él estaba ansioso por comenzar el viaje. El primer paso sería dormir en la Casa de Salem Mahana.
—Nur le estará esperando en su Camarote —le informó Medina—, y le agradeceré a Su Señoría que me lo envíe tan pronto como termine de servirlo.
—¿Usted también se va a cambiar? —preguntó el Marqués sorprendido.
—Salem ya habrá dicho a todos los curiosos de Qana que yo he salido con usted en un Crucero hacia Omán donde anclaremos en Sumhuram, un Puerto de la zona del incienso. Hizo un gesto con la mano antes de terminar:
—Mañana por la mañana estarán dos árabes comunes y corrientes hospedados en la Casa de Salem Mahana y dudo mucho que alguien se interese.
—¿Y quién se supone que debo ser yo?
—Su nombre es Abdul Murid —respondió Medina—, y es usted mitad árabe y mitad patán, que es el disfraz que el Señor Burton prefiere.
—Entonces espero tener tanto éxito como lo ha tenido él —respondió el Marqués—, y como él está seguro de que yo no conseguiré llegar a La Meca, a usted le toca demostrarle lo contrario.
—Lo intentaremos con la voluntad de Alá —expresó Medina.
El Marqués le enseñó el Camarote contiguo al suyo donde podría cambiarse de ropa y allí esperó pacientemente a que Nur se reuniera con ella.
Ella quedó fascinada por la forma en que estaba decorado el Camarote. Había un tocador contra una de las paredes, así como varios estantes donde los invitados podían colocar su ropa. Observó con admiración la rica alfombra, la suavidad de la cama y las sábanas y las almohadas que estaban adornadas con encaje. Ella pensó, y no estaba equivocada, que aquel Camarote estaba destinado a una Dama, y que era el segundo más importante en el Yate.
Ella no sabía que muchas mujeres hermosas habían dormido allí, pero extrañamente las percibió.
Era como si de alguna manera pudiera verlas, arregladas como su Madre cuando salía a cenar con su Padre. Lucirían vestidos de noche con el escote muy bajo, el pelo peinado a la última moda y las manos cubiertas con guantes de finísima piel de cabritilla.
Entonces Medina se estremeció porque recordó que así era como ella tendría que ir ataviada si volvía a Inglaterra. Era aún muy pequeña cuando su Padre se la llevó de allí después de la muerte de su Madre, pero a menudo le había oído comentar lo mucho que se aburría cuando estaba con sus parientes.
Le describía de manera muy elocuente lo intransigentes que solían ser y como inmediatamente rechazaban cualquier cosa que se apartara de lo tradicional.
Ellos habían censurado enérgicamente su modo de vida.
—¿Cómo puedo yo volver a Inglaterra? —se preguntó Medina desesperada.
Por el momento se sentía muy satisfecha fingiendo ser el hijo de un Jeque árabe desconocido, que ahora trabajaba como Guía y Maestro de un Comerciante.
* * *
La puerta del Camarote se abrió y Nur hizo su entrada.
—¿Está listo Su Señoría? —preguntó Medina—. Está listo.
Nur era un árabe de casi cuarenta años que había asistido a su Padre desde que él comenzó sus recorridos por Arabia. Medina pensaba que se parecía mucho a la Nana que había tenido de pequeña. Nur siempre tenía miedo de que los Camelleros descubrieran que no era el muchacho que ella fingía ser.
Medina estaba tan acostumbrada a olvidar que era una mujer, que automáticamente se comportaba tal como lo haría un joven árabe de su edad. Ahora se quitó las ropa y se puso una bata larga que le llegaba casi hasta los tobillos. Su albornoz era negro y el paño de seda rojo le caía a ambos lados de la cabeza, sujetado por dos cintas de seda. Como una deferencia a su supuesto rango, se metió la daga de joyas en el amplio cinturón.
Nur recogió la ropa que ella se quitó y la metió en la bolsa en la cual había llevado las demás cosas.
Abrió la puerta y Medina vio que el Marqués la estaba esperando.
Le sonrió y a ella le resultó difícil no decirle que estaba muy distinguido y guapo con su nuevo atuendo. Nur le había pintado la cara con henna y le había acentuado las cejas y los párpados con kohl.
«Fácilmente podrá pasar por un árabe», pensó Medina.
Muchos de los hombres de las tribus eran bien parecidos, es más, se decía que sus antepasados fueron los antiguos griegos, que decidieron quedarse en Arabia porque les había gustado el país. Cualquiera que fuera la razón, entre las tribus había muchas características diferentes en cuanto a su aspecto.
A menos que hablara, no existía ninguna razón para sospechar que el Marqués no fuera lo que aparentaba ser.
—¿Cuál será el próximo paso? —preguntó él.
—Bajaremos a tierra donde nos esperan los caballos —informó Medina.
El Marqués no hizo ningún comentario. Se limitó a bajar por el costado del yate hacia el pequeño bote que los estaba esperando.
Dos marineros los llevaron remando hasta la orilla.
El Marqués ya había dado instrucciones al Capitán para que en cuanto que él bajara a tierra, el Yate se pusiera en marcha costa arriba.
Dos semanas después debería anclar en la Bahía de Aden y allí esperar sus instrucciones.
No abrigaba muchas esperanzas de que una vez dentro de La Meca pudiera enviar un mensajero. Le diría al Capitán del Yate que lo esperara en Jeddah, o si eso era demasiado peligroso, en Elat, que estaba más al Norte. Si ambos lugares eran inaccesibles entonces quizá fuera necesario volver a Qana. En realidad, él no sabía qué pasaría y pensó que sería mejor dejarlo en manos del destino. Lo que importaba era que el Yate estuviera allí cuando él lo necesitara para volver a Inglaterra.
En la Costa los esperaban tres caballos árabes que Salem les había enviado para conducirlos hasta su Casa. Cuando se pusieron en marcha, el Marqués pensó que estaba dejando atrás la realidad para entrar en un mundo de sueños. Quizá aquello se convirtiera en una pesadilla, pero, por el momento, se sentía satisfecho.
Se dio cuenta de que Alí montaba muy bien y se preguntó qué pensaría el muchacho si alguna vez fuera a Inglaterra y viera los maravillosos caballos que tenía en sus cuadras.
De todas formas, lo único que importaba era que el muchacho fuera tan bueno en el desempeño de su trabajo como Salem había dicho.
El Marqués esperaba a alguien de más edad y no tan bien educado.
Había pensado que sería un Guía como los que se encuentran en todas las ciudades occidentales y que cobran un porcentaje por cada compra que hacen en nombre de su Amo.
Ni por un momento pensó tener a alguien tan joven como Alí.
«Sólo espero que él sepa lo que está haciendo», se dijo mientras avanzaban.
Las estrellas iluminaban el cielo de una forma increíble, por lo que resultaba muy fácil ver el camino. Era un sendero arenoso que durante miles de años había sido pisado por los camellos que llevaban el incienso y la mirra a Omán.
No había nadie. Sólo la magia de las estrellas y el frescor de la noche.
Por fin, divisaron las luces de Qana y al Marqués le embargó la tristeza porque el viaje había terminado. Deseaba seguir adelante, sintiendo cómo el espíritu de varias civilizaciones pasadas le acompañaba.
Y, justo antes de llegar a las primeras casas de Qana se dio cuenta de que mientras cabalgaba había percibido algo. Por un momento, no pudo comprender de qué se trataba. Pero no tardó en darse cuenta de que era el penetrante olor del incienso.
Ya se encontraba en el camino que le llevaría a La Meca. Instintivamente, frenó su caballo y Medina hizo lo mismo.
Ella le miró con la duda reflejada en sus ojos y al verle, él comentó:
—Para mí éste es el principio de una gran aventura y no puedo evitar preguntarme cómo terminará.
—Espero, Su Señoría, que consiga lo que anhela su corazón —respondió Medina.
Habló sin pensar y entonces advirtió que ambos estaban hablando en inglés.
—Lo que anhela mi corazón —repitió el Marqués—, eso es muy poco probable. Pero al menos viajaré con optimismo y con esperanza.
—Entonces lo que puedo decirle es: khayr inshallah —dijo Medina.
—Si Alá lo desea —tradujo el Marqués—. ¿Y si no es así?
—Para Su Señoría siempre estará el camino de vuelta —respondió Medina—. Inglaterra le estará esperando.
Ella no pudo evitar un ligero toque de ironía en su voz. De pronto, como si temiera haber hablado demasiado aceleró su caballo.
Al Marqués no le quedó más remedio que seguirla. Mientras lo hacía, pensó que era muy extraño que Alí hubiera hablado así.
Se preguntó cómo era posible que un muchacho árabe supiera que Inglaterra le esperaba y de ser así…, ¿por qué?