Capítulo 6
Los hombres bailaban una danza típica griega con un ritmo contagioso para quienes los observaban.
Atenea consideró imposible que una persona más, por delgada que fuera, pudiera caber en la cocina de la taberna.
Formaban un conjunto lleno de colorido, lucían sus mejores y más atesorados atuendos, las mujeres relucientes en rojo, azul, amarillo y magenta.
Los que no pudieron entrar en la taberna permanecían sentados afuera en la terraza o se inclinaban sobre las ventanas abiertas para ver el interior.
Hacía calor, mucho bullicio y, a la vez, reinaba una alegría espontánea que jamás había encontrado antes en ningún otro lugar.
Toda la aldea había asistido para festejar la boda. Cuando salió de la taberna con Orión, descubrió que ya estaban reunidos afuera y rodeaban el antiguo carruaje descubierto que los conduciría a la iglesia. El caballo, la capota y hasta las ruedas, estaban adornados con listones y flores.
Surgió una ovación cuando la pareja apareció y mientras la ayudaba a subir al carruaje, comprendió que si ella había tenido que pedir prestado su vestido de novia, él había hecho lo mismo.
Portaba la tradicional camisa blanca de mangas largas y sobre ella un bolero ribeteado en oro, con exquisito bordado de flores en todos los colores del arco iris.
Una pañoleta de seda roja rodeaba su cuello y una faja roja su cintura, pero en lugar de la faldilla tableada usada por otros hombres, él lucía unos ceñidos pantalones negros que lo favorecían mucho.
Estaba en verdad tan apuesto y atractivo, que Atenea sintió latir su corazón por tanta felicidad.
Cuando los caballos empezaron a avanzar, él la tomó de la mano.
—Toda esta gente te ama —observó ella, en tanto la multitud los ovacionaba y seguía al carruaje.
—Como todos los que te conozcan en mi región te amarán a ti, cariño —respondió él.
Lo miró a los ojos, olvidándose de todo excepto que se convertiría en su esposa.
Era una distancia corta hasta la pequeña iglesia bizantina.
Mientras los novios desfilaban al interior para reunirse con el sacerdote que los uniría, Atenea pensó que ni la décima parte de los asistentes conseguiría entrar en la pequeña construcción.
Pero pronto supo que Orión había pensado en ello y todo estaba arreglado.
Sólo la familia Argeros los siguió hasta el altar, en cambio el resto permaneció afuera y guardó un respetuoso silencio.
Aunque había tropezado con algunos prelados de la Iglesia Ortodoxa Griega en las calles, jamás vio a ninguno con el ropaje tan colorido del que los esperaba para casarlos.
Bordado en oro y plata parecía parte de las flores y la fragancia del lugar le recordó los alrededores del Santuario de Apolo.
Innumerables velas y siete lámparas de plata, benditas, iluminaban los mosaicos y las tallas doradas, ornatos de la iglesia, así como docenas de iconos sagrados que colgaban de todos los muros.
Atenea había temido no entender la ceremonia, pero en cuanto se inició, se dio cuenta de que el sacerdote la conducía en Katharevousa, el griego que ella dominaba.
La pareja pronunció sus votos y cuando se arrodillaron frente al sacerdote, Dimitrios Argeros sostuvo sobre sus cabezas las guirnaldas enlazadas que simbolizaban su unión como marido y mujer.
Nonika, en un lindo vestido, pero muy sencillo en comparación al que prestara a Atenea, había sostenido el ramo de novia durante la ceremonia.
Estaba formado por iris blancos, las preferidas de los dioses y para ambos tenían un simbolismo especial.
La ceremonia fue muy bella y como el aroma de las flores se mezclaba con el del incienso, Atenea sintió que nada podía ser más sublime ni más sagrado.
Cuando Orión le colocó el anillo nupcial en el anular, observó la expresión de su rostro y advirtió que estaba profundamente conmovido. Pensó que al desposarse con el hombre a quien amaba, se convertía en la mujer más afortunada del mundo.
Sin importar lo incierto de su porvenir, ni las muchas recriminaciones que recibiría por casarse tan en secreto, ésa sería la emoción suprema de sus vidas.
Sabía que nada podía ser más adecuado ni maravilloso que casarse con Orión rodeados sólo de quienes lo amaban sin mayor interés, que el de la verdadera amistad.
El sacerdote los bendijo y en cuanto se pusieron de pie, Orión la atrajo hacia él para besarla.
Fue un beso sagrado y Atenea, enamorada hasta el infinito, creyó alcanzar los dinteles de la gloria.
—Mi corazón, mi mente y mi alma —le dijo en inglés con voz suave para que sólo ella pudiera comprenderlo.
Al salir a la luz del sol, ambos Irradiaban una dicha inefable.
Durante el viaje de regreso, les arrojaron pétalos de flores hasta que el carruaje quedó cubierto de ellos.
En la taberna, la señora Argeros había dispuesto una suculenta comida que hizo que Atenea contuviera el aliento.
Imaginó que todas las mujeres de la aldea habrían contribuido, pues habría sido imposible que una sola persona cocinara tanto en tan corto tiempo.
En las mesas aparecían diferentes viandas con guisos populares.
Se abrieron botellas y los novios correspondieron cientos de brindis en su honor, mientras permanecían sentados a la cabecera de una mesa.
Atenea estaba demasiado conmovida para desear comer, pero la señora Argeros insistió en mostrarle todo tipo de atenciones y no quiso decepcionarla.
Cuando terminó la comida, se retiraron las mesas y empezó el baile, Atenea pudo admirar entonces las danzas folklóricas como lo había deseado desde que llegara a Grecia.
Habían evolucionado a través de los siglos y cada una de ellas contenía aspectos del sabor de las diferentes nacionalidades, credos y culturas que habían sido parte de Grecia en una u otra época.
Atenea escuchó, también, por primera vez la música griega autóctona, algo que no pudiera hacer en la Corte de Atenas.
Escuchó la gaita roja, o «aulos», relacionada con el dios del vino, así como la flauta y la lira, el tambor, los crótalos y los címbalos.
Como una concesión a lo moderno, había también un acordeón que tocaba un joven.
Bailaron la «danza de los carniceros», chassapiko, Orión le explicó que provenía de Constantinopla y era efectuada por cuatro hombres quienes tronaban los dedos al ritmo marcado con claridad por sus tacones.
Resultaba alegre y divertida, después llegó una mandolina típica que aumentó su sonido a la música de notas nostálgicas y en ocasiones, tristes.
Cuando se tocó una rápida y alegre melodía llamada serviko, que Atenea pensó era de posible origen eslavo, todos golpeaban el pie en el suelo y movían los hombros.
De haber contado con espacio suficiente, todos se habrían incorporado al baile.
Ahora, mientras los hombres bailaban el zeimbekiko, con los brazos extendidos y apoyados en los hombros de sus compañeros, con una inesperada gracia, se preguntó por qué en Inglaterra el baile era considerado como una habilidad propia sólo de mujeres.
No había duda de que los griegos disfrutaban cada momento de sus rítmicos movimientos y bailaban por el gusto de hacerlo.
Les brindaba una sensación de cálida camaradería hacia quienes compartían con ellos su placer.
El baile provocó estruendosos aplausos. Entonces, un hombre empezó a cantar una serenata de amor al son de la mandolina. Era una melodiosa canción jónica con cuya letra conmovía los corazones de quienes la escuchaban.
Todos guardaron silencio; los ojos oscuros plenos de emotividad.
Emocionada por la voz profunda del cantante, Atenea tomó la mano de Orión.
La espontánea respuesta de él consistió en un fuerte apretón de sus dedos. Cuando el cantante terminó y después de una pausa de admiración, más elogiosa que cualquier aplauso, el bullicio se reinició.
Fue en ese momento que Orión ayudó a Atenea a ponerse de pie y ambos se deslizaron hacia la parte posterior de la cocina antes que alguien pudiera advertirlo.
Ella supuso que intentaba conducirla arriba, pero en cambio abrió una puerta lateral y salieron a la noche estrellada.
Tomaron por una vereda escondida.
Atenea no habló, se dejó guiar por Orión y sintió una vehemencia creciente porque estaban solos y juntos.
Cruzaron la villa desierta y continuaron hasta que, poco a poco, la música de la taberna empezó a apagarse.
Era casi como apartarse del mundo y Atenea disfrutó de la serena quietud que precedía al área del Santuario.
Las estrellas titilaban en el cielo y la luna empezaba a elevarse.
Atenea sintió aumentar el latir de su pecho al pensar que Orión la conducía adonde conocieran el éxtasis de su primer beso y ella le había entregado su corazón para siempre.
Pero cuando llegaron a la angosta vereda que conducía hacia el Templo de Apolo, Orión no se apartó del camino.
Atenea lo miró interrogante, pero él no habló y como no había necesidad de palabras entre ellos, no preguntó hacia dónde iban.
Pronto intuyó que la conducía adonde la encontrara, al Santuario de la diosa cuyo nombre llevaba, el Templo de Atenea.
Sus pisadas eran imperceptibles y Atenea sintió casi como si flotaran bordeando el lecho de la Cascada Castaliana, hasta que llegaron a los escalones que llevaban al Santuario.
Tuvieron que pasar a través de los olivos que crecían muy juntos hasta que en el claro vieron tres hermosas columnas dóricas del Tholos.
La luz de la luna irisaba en el mármol, por lo que parecían resplandecer con una belleza casi cristalina.
Al mirarlo, inquisitiva, Orión la rodeó con sus brazos y sólo pudo pensar en él.
—¡Mi esposa! —dijo con suavidad como si deseara convencerse de la realidad.
Era la primera vez que dejó oír su voz desde que salieron de la taberna.
La abrazó apasionado, bajó el rostro hacia el de ella y la luz de la luna engalanó la mirada amorosa que ambos cambiaron.
—¡Eres más bella, mi amor, de lo que jamás pudiera serlo una mujer! Y ahora eres mía, por toda la eternidad, pues no podremos volver a separarnos.
—¡Te amo… oh, Orión… te amo! —musitó Atenea.
—El amor es una palabra cuya acepción no basta para expresar lo que tú me inspiras. Todo en ti es excelso, no sólo tu belleza, mi preciosa, sino tu dulzura, tu bondad y, más que todo, tu valor.
—Sólo me muestro valiente cuando pienso… en ti.
Le ofreció sus labios al decirlo, la boca de él descendió hasta la de ella, quien sintió como si un relámpago mágico con el fuego del deseo la recorriera.
Orión la estrechó más y más. Entonces, sin soltar sus labios, le quitó la gorra y el velo que cubrían su cabeza.
Le soltó el cabello, éste cayó sobre sus hombros como cuando yacía en la cama.
Con viril ternura le desabrochó el pesado collar y ella sintió cómo sus dedos recorrían los botones de su vestido nupcial.
Era inútil pensar en otra cosa que no fuera la maravilla de sus labios, además, el fuego encendido en ella, parecía correr por todo su cuerpo.
Atenea percibió cuando su vestido caía al suelo, así como una a una de sus prendas íntimas.
No pareció turbarse. Los labios del amado le producían un embeleso místico que eliminó todas las emociones humanas y ella, enamorada, era, en lo etéreo y espiritual, una con la noche.
Orión levantó la cabeza y la miró.
—¡Eres divina! —exclamó con voz ronca—. ¡La diosa a quien venero!
Por un momento no la tocó, después, tomándola en brazos; la condujo bajo la copa de un antiguo olivo. Atenea sintió que el follaje silvestre se doblaba bajo su cuerpo y percibió el virginal aroma de las flores.
Miró hacia arriba y la deslumbraron los rayos de la luna, filtrándose por entre las ramas. Y percibió un extraño brillo en el aire.
Durante un segundo creyó haber perdido a Orión, sólo para descubrirlo de pie junto a ella y una vez más, miró su cuerpo esbelto y atlético iluminado por la luz de la noche.
Sintió que lo rodeaba un halo de estrellas venidas de la constelación que llevaba su nombre, y él resplandecía junto con ella hasta formar parte de la misma.
Ya estaba a su lado, al tocarla, se estremeció, para abandonarse después al pleno goce de las sensaciones que, en medio de su profundo amor, le despertara.
Percibió el apresurado latir de su corazón amante junto al de ella.
Ambos volaron hasta el cielo con un batir de alas tan glorioso y omnipotente como si fueran los propios dioses.
* * *
Cabalgaban por la cuesta descendente hacia el sur del santuario, Atenea se volvió para sonreír a Orión, quien tenía dificultad para mantener las riendas de su cabalgadura.
Sería difícil explicarle, pensó, cómo durante su ascenso de Itea a Delfos, había anhelado cabalgar como lo hacía ahora, libre bajo el sol de la mañana.
Pero como si él recogiera su pensamiento, detuvo a su caballo junto a ella y le preguntó:
—¿Eres feliz, mi preciosa?
No hubo necesidad de una respuesta, sus miradas se cruzaron y él pensó que nunca había visto a una mujer más bella y adorable.
Habían salido de la taberna muy temprano, Atenea había sentido que apenas acababa de cerrar los ojos, cuando Orión la despertó.
—Nos espera una larga cabalgata, mi amor y no deseo que te agote el calor, me gustaría partir en cuanto estés lista.
—¿Ya… amaneció? —preguntó adormilada.
—Sí, cariño y es nuestro primer día de casados.
Abrió los ojos y le extendió los brazos, pero él le tomó las manos para besarlas, antes de decir:
—Si te beso en los labios, mi adorable esposa, regresaré a la cama y ambos permaneceremos ahí hasta el nuevo amanecer.
Atenea se ruborizó y él continuó diciendo:
—La premura del tiempo me impide expresarte una vez más, cuán bella eres, pero recuérdame que no olvide hacerlo mañana por la mañana.
Sus palabras terminaron de despertar a Atenea, quien ya no pudo evitar preguntarse dónde estarían al día siguiente y cuál sería su destino desde ese momento hasta entonces.
Cuando regresaron a la taberna todos se habían marchado.
Supo entonces que Orión había hecho planes obligándose a regresar de las alturas del éxtasis para enfrentar la realidad.
«Tendré que decirle la verdad tarde o temprano», se dijo.
Pero, como temió que eso pudiera arruinar en parte su felicidad, lo alejó de su mente.
Atenea se levantó con nostalgia por abandonar el lecho.
Con súbito desaliento comprendió que carecía de la ropa necesaria, a excepción del maltratado vestido que, gracias a Nonika, no usó el día de su boda.
Pero no había tiempo para ocuparse de tales detalles. Orión la esperaba abajo y recordó cuánto enfurecía a su padre que lo hicieran esperar.
Se lavó y trató de no pensar en lo increíble, maravilloso y perfecto que fuera todo la noche anterior.
Tendría tiempo después para recordar el éxtasis hallado en brazos de su marido.
Ahora debía intentar ser práctica.
Cuando se disponía a buscar su vestido en el armario, llamaron a la puerta y la señora Argeros entró con él en los brazos, seguida de Nonika.
—Buenos días, debe apresurarse porque su esposo ya empezó a desayunar, pues les espera un largo camino.
—Ya casi… —empezó a decir Atenea; de pronto, miró el vestido y descubrió que lavado y planchado estaba tan bonito como cuando se lo pusiera en el palacio del príncipe.
—¡Lavó mi vestido! —exclamó—. ¡Oh, señora Argeros, debió llevarle la mitad de la noche! ¿Cómo podré agradecérselo?
—No podía permitir que se marchara en tal estado, cuando no fue culpa suya, el ensuciarlo tanto —respondió la mujer.
Mientras se lo ponía, Atenea pensó, complacida, que ya no se sentiría avergonzada cuando Orión la viera.
—Han sido tan bondadosos… para conmigo —dijo a Nonika porque ya la señora se había retirado.
—Nos alegra poder ayudar a la esposa de Orión.
—Me sentí una novia real con tu bello vestido y me trajo tanta felicidad como también te la traerá a ti.
—Eso espero —sonrió Nonika.
—Y en ocasión de tu boda. —Atenea eligió sus palabras con cuidado—, espero que me permitas enviarte para tu ajuar algunos camisones como el mío y tal vez algunas enaguas del mismo material.
Vio que Nonika abría los ojos con asombro.
—¿Será… posible? Su camisón… me pareció tan… bonito que… intentaba copiarlo.
—Te enviaré una docena. Mientras tanto, quédate con éste, te servirá de muestra.
—Es usted muy… generosa. Tal vez… no debería… aceptarlo.
—Me ofenderías, si no lo aceptas. Después de todo, tú me prestaste algo de valor incalculable, sólo por amistad.
Sonrió al continuar:
—Somos amigas, Nonika y lo seremos toda la vida. Nada es lo bastante bueno o valioso para darlo en pago a la amistad.
—Tiene razón. Muchas gracias.
Hizo una pausa y dijo, como si no pudiera contenerse:
—¿No… se… olvidará de mí?
—No, lo prometo —se rió Atenea.
Rodeó con un brazo los hombros de Nonika y la besó en la mejilla, enseguida, recogió su sombrero y corrió, abajo, ansiosa de estar de nuevo al lado de Orión.
Salieron después de despedirse varias veces y de un apresurado desayuno y al ver su caballo, que supuso sería alquilado por Spiros, Atenea se sorprendió al ver uno muy diferente al que esperaba.
Orión, con una sonrisa, le explicó:
—Tu primer regalo de bodas, mi amor. Te lo compré esta mañana, es el mejor que pude conseguir en la aldea.
—¡Estoy encantada, es hermoso!
—Al menos te llevará hasta donde tengamos que ir, aunque no me has dicho el lugar exacto.
Ella abrió muy grandes los ojos y Orión sonrió.
—Quizá no sea muy lejos —continuó—, porque venías del puerto de Itea.
—Es ilógico lo poco que sabemos el uno del otro.
—Por el contrario, yo sé de ti cuanto necesito saber, y lo más importante para mí: nuestro amor es un milagro.
Atenea se cubrió de rubor ante lo apasionado de su voz y bajó la mirada.
Hablaban en inglés para que nadie más los entendiera. Después, ella respondió:
—Me hospedo en Mikis.
—En el hotel Poseidón, supongo; favorito de los turistas, pero pensé que tal vez estarías en Ossios.
—Mikis es más cerca —contestó Atenea, quien sabía que Ossios aparecía en la costa opuesta al promontorio donde se situaba el palacio.
Orión la ayudó a subir al caballo y preguntó, inquieto:
—¿Te sientes cómoda? Será una larga jornada.
—Estoy acostumbrada a cabalgar y pocas veces me cansa.
—Eso imaginé.
—¿Cómo supiste que acostumbro cabalgar?
—Y que lo harás de forma soberbia, como lo haces todo —respondió él y Atenea sonrió de felicidad.
El saltó a su caballo y entre la ovación de la multitud que acudiera para despedirlos, se alejaron.
Después de dejar atrás la antigua sede del Templo de Apolo llegaron ante un largo y solitario camino de bajada por la ladera de la montaña.
Orión le indicó que detuviera su caballo y mirara hacia atrás. Atenea pudo admirar no sólo una cadena de montañas formando la cordillera Parnassus, algunas de las cuales tenían nieve en las cimas, sino también un soberbio panorama del valle de Delfos.
—Me molesta decir adiós —musitó Atenea.
—Es sólo un «hasta luego» —respondió Orión—, regresaremos quizá cada año para celebrar y traeremos a nuestros hijos para mostrarles el lugar de mi encuentro con una diosa dormida entre las ruinas de su propio templo.
Los ojos de Atenea buscaron los de él, quien agregó con voz alterada por la emoción:
—Si me miras así me incitas a besarte y nunca llegaremos, a nuestro destino.
—¿Tenemos… que… regresar? —preguntó Atenea.
—Tus familiares deberán estar muy inquietos por tu inexplicable ausencia y debemos hacer una aclaración al respecto. Evitemos que envíen una partida en tu búsqueda, ¿comprendes?
—¡Desde luego que sí! —exclamó Atenea.
—Deja todo a mi cargo, cariño, te prometo que lo arreglaré con el mínimo de problemas. ¿Confías en mí?
—Bien lo sabes.
—Sigamos. Cuanto más pronto estemos libres de ese deber inminente y molesto, tendremos tiempo para pensar en nosotros.
Continuaron su camino durante varios kilómetros y después iniciaron el descenso que los conduciría hacia el mar del puerto dé Mikis.
Como a las once se detuvieron bajo la sombra de algunos árboles para almorzar las viandas que la señora Argeros les proporcionó.
—Imaginé más divertido almorzar solos que en alguna pequeña taberna, donde sin duda la comida sería diferente y podría no gustarte —comentó Orión.
—Tengo hambre, aunque no sea muy romántico —sonrió Atenea.
—Desempaca lo que trajimos mientras yo enfrío el vino en la cascada —sugirió él.
Atenea siguió la dirección de su mirada y vio una caída de agua en una hondonada próxima.
La señora Argeros los había provisto de una variedad de deliciosos platillos griegos que hubieran despertado el apetito del más exigente.
Orión se recostó a su lado y no había necesidad de que hablaran porque se sentían dichosos.
Sólo hasta después de saborear casi todo lo que la señora Argeros les proporcionara y Orión bebía el último sorbo de vino, Atenea se resolvió a revelarle su identidad.
—¿En qué piensas? —preguntó él de pronto.
—En ti.
—Ésa fue una respuesta oportuna, mi amor, siempre debes pensar en mí, como yo pienso en ti.
—¿Pensabas en mí?
—Pensaba en cuánto te amo y por eso soy el hombre más afortunado del mundo.
—Es lo que siento por ti.
—Pensamos, sentimos y somos lo mismo —dijo él.
Extendió los brazos.
—¡Ven acá!
Era una orden y por un momento, Atenea titubeó. Entonces comprendió que ansiaba sus labios con tal premura que no podía esperar.
¿Tenía objeto hablar cuando podían besarse? ¿Por qué arruinar ese momento con una desagradable información?
Se acercó con rapidez hacia él y cuando se cerraron los brazos a su alrededor ya no pudo pensar sino en su gran amor.
* * *
Cuando prosiguieron su viaje, había rubor en las mejillas de Atenea y se sentía débil por la intensidad de sus emociones.
No deseaba tomar decisiones, no quería obligarse a elegir el momento propicio para hablarle de sí misma a su esposo.
Su interés supremo era saber que la amaba.
Ella lo adoraba en forma abrumadora, pero con el constante temor, nunca antes sentido, de que su felicidad fuera sólo una llama gloriosa e iridiscente, fácil de extinguirse si se le manejaba con brusquedad.
—¡Te venero! —había dicho Orión al subirla a su montura y sólo en eso deseaba pensar.
Dos horas más tarde, Atenea vio por primera vez el azul del Golfo de Corintio.
Todavía faltaba mucho, pero cada vez menos y cuando de pronto se encontraron a nivel del mar, comprendió, con un salto de temor en su corazón, que aún no decía cuanto necesitaba decir.
—¿A qué distancia estamos ahora de Mikis? —preguntó.
—Como a kilómetro y medio. ¿No estás muy cansada, mi amor? Has cabalgado de forma magnífica y resulta mucho más sencillo que si hubiéramos venido por mar, pues no habría sabido qué hacer con mi caballo.
—Orión… —empezó a decir con voz trémula, pero él no pareció escucharla y continuó:
—Ya decidí cómo haremos. Te dejaré en el hotel alrededor de las dos de la tarde, te sugiero que sigas el ejemplo de todos y duermas una siesta. Cuando todo el mundo despierte, a las cuatro, anunciarás a tus familiares que nos casamos y yo llegaré a las seis. Entonces me los presentarás y daremos todo tipo de explicaciones.
Sonrió y agregó:
—Quizá no se enfaden mucho contigo, mi preciosa y te prometo que llevaré muy buenas referencias mías.
—De eso estoy segura…, pero… —empezó a decir Atenea.
Una vez más sus palabras murieron en sus labios porque Orión avanzó y se desplazaron rápidamente por un terreno plano donde a la distancia aparecían los techos y el domo de la iglesia del pintoresco Mikis.
«Tendré que decírselo después», pensó y se apresuró a alcanzarlo.
Orión detuvo su caballo a unos cien metros del Hotel Poseidón.
—Aquí te dejaré, mi preciosa. Sube directo al hotel y si puedes gozar de un descanso antes de verte obligada a explicar tu ausencia, mucho mejor.
Después de una pausa, agregó:
—Me reuniré contigo a las seis. No te preocupes mientras tanto. No es necesario, ¡te lo prometo!
—¿No lo… olvidarás? —preguntó ella, como lo hiciera Nonika.
—Sería imposible, mi amor.
Estiró la mano y ella puso la suya encima.
—Te amo, mi adorada —continuó—, te amo con la profundidad avasalladora como se quiere una sola vez; te juro que nunca más nos separaremos. Y nada ni nadie podrá interponerse entre nosotros.
—¿Lo… juras? —preguntó Atenea con súbito temor.
—Confía en mí.
—Confío.
—Ve directamente al hotel, mi preciosa. Observaré desde aquí para, asegurarme que llegues a salvo y nada te suceda cuando vuelva la espalda.
—Estaré… bien.
Atenea le sonrió y avanzó, consciente de que la observaba.
Era necesario entrar en el hotel para evitar que la viera dirigirse hacia el palacio.
Cuando llegó a la entrada del hotel miró hacia atrás. Aunque no había señales de Orión, no podía estar segura de que no la observaba desde la colina, por lo tanto, desmontó y entró.
Después de ordenar a un mozo que cuidara de su caballo por un momento, pidió un vaso de limonada. Después de beber un poco, pagó y salió.
El mozo la ayudó a montar.
Estaba segura que Orión ya no la vigilaba, se habría ido a su casa, quizá en las cercanías.
Aunque eran sólo las dos de la tarde, tenía innumerables tareas antes de regresar al hotel para reunirse con Orión a las seis. Así que obligó a su caballo a avanzar lo más rápido posible hacia el palacio.
No tardó mucho en llegar y después de cruzar frente a los centinelas apreció aún más su belleza: blanco y reluciente contra la montaña; su jardín, una gama de colores con dos fuentes sobre el césped verde.
Pero ya no le interesaba el palacio, sólo planear cómo se comportaría una vez adentro.
Todo parecía estar muy tranquilo y sólo había unos cuantos empleados de servicio quienes no mostraron sorpresa al verla.
Sin mayores explicaciones se limitó a ordenar que informaran a Lady Beatrice Wade, cuando terminara su siesta, que Lady Mary estaba en su dormitorio. Sabía que no se atreverían a molestar a su tía antes de dos horas y media.
Subió y llamó a su doncella.
Como deseaba obedecer a Orión, se desvistió y se metió en la cama.
—Me despiertan a las cuatro —ordenó a la doncella—, a esa hora deseo tomar un baño.
Estaba tan cansada que apenas alcanzó a decirlo y en cuanto puso la cabeza en la almohada se quedó dormida.
* * *
Al despertar creyó soñar con el rumor de una cascada, cuando escuchó, somnolienta, ruido de agua en la habitación contigua. Los baños de palacio eran tipo romano, con bañeras hundidas en el piso y Atenea consideraba un deleite sentarse en el agua tibia donde se reflejaban los mosaicos copiados de alguna antigua villa romana.
Salió de la cama y después de bañarse empezó a pensar con sobresalto en la explicación que daría a su tía y, sobre todo, al príncipe.
No iba a ser fácil, y su mayor temor era que el príncipe acusara a Orión de ser un cazafortunas.
«Para desacreditarlo, afirmarán que, conocedor de mi fortuna, se empeñó en casarse conmigo a fin de asegurarse que mi dinero pasara a sus manos», pensó.
«¿Cómo podría alguien pensar eso de Orión?», se preguntó indignada.
Comprendió que había regresado de la sagrada paz y serenidad de Delfos al mundo donde las mentes suspicaces daban más crédito a los malos que a los buenos decires.
«Orión responderá por sí mismo», pensó orgullosa. A la vez, reconoció su propia cobardía por sentir miedo.
La doncella la esperaba en el dormitorio y mientras se ponía la fina ropa interior con encaje como la que prometiera a Nonika, reflexionó mucho.
Estaba con ropa interior y se arreglaba el cabello frente al espejo cuando su tía irrumpió en la habitación.
—¡Mary, acaban de avisarme que regresaste! ¿Cómo pudiste irte de manera tan imprevista y sin dejar rastro alguno?
—Lo lamento, tía Beatrice, pero…
—Estoy segura de que podrás darme una explicación satisfactoria —la interrumpió Lady Beatrice—. Pero no hay tiempo ahora. Aunque sí puedo decir que me pareció muy desconsiderado de tu parte.
—Lo lamento —empezó a decir de nuevo Atenea.
—Más tarde me lo dirás, por ahora, apresúrate para ponerte tu mejor atuendo.
—¿Por qué? —preguntó sorprendida Atenea.
—¡Porque llegó el príncipe! Por fortuna no tuve que darle ninguna explicación de tu ausencia. Habría sido bochornoso.
—¿El… príncipe… está… aquí?
—¡Sí, al fin! ¡Sabe Dios que lo esperamos lo suficiente! Vamos, Mary, no tiene objeto hacerlo esperar, a pesar de su descortés comportamiento con nosotras.
Se apresuró a abrir el guardarropa.
—Vístete con el traje azul, es el que tu abuela eligió para cuando lo conocieras. Sin duda te favorece más.
—Sí… me pondré… el azul.
Atenea sabía que no importaba la opinión del príncipe, pero le gustaría que Orión la viera con el vestido azul.
Era un modelo muy elaborado con amplia falda de anchos volantes, cada uno ribeteado con fino encaje.
—Ninguna joya, supongo… tal vez perlas —decía Lady Beatrice—, no debes parecer ostentosa. A la vez, es importante captar su admiración.
—Tía Beatrice… tengo algo que informarte —empezó a decir Atenea, con titubeos.
Sabía que su doncella no entendía inglés y sintió el impulso de decir a su tía lo que después diría al príncipe.
—Más tarde podremos hablar —interrumpió Lady Beatrice—. No hay tiempo ahora. ¡Apresúrate! El Coronel Stefanatis nos aguarda en el vestíbulo.
Atenea no podía hacer sino ponerse el collar de perlas, colocarse los guantes de encaje y tomar el pañuelo.
—¡Vamos, vamos! —insistía impaciente Lady Beatrice—, la primera impresión es muy importante, como te he dicho con frecuencia y retrasarse es imperdonable.
Caminó delante de su sobrina escaleras abajo con tal prisa que Atenea casi corrió para alcanzarla.
Cuando llegaron al vestíbulo, el Coronel Stefanatis se inclinó ante Lady Beatrice y después ante Atenea mientras le dirigía una mirada tanto de curiosidad como de reproche.
Sin duda, se había preocupado por su desaparición más que su propia tía.
—Por aquí, por favor —indicó con su tono más ceremonioso.
Las condujo por un amplio corredor hacia una habitación que hasta entonces Atenea no había visto.
«¿Cómo… empezaré?», se preguntó frenética. «¿Cómo voy a actuar?».
Se preguntó si sería más fácil hablar con el príncipe en inglés o en griego y decidió, una vez efectuados los saludos de rigor, pedirle que hablaran en privado.
Todos lo considerarían atrevido y poco convencional pero eso carecía de importancia.
Avanzaban por un área del palacio, al parecer exclusiva del príncipe porque de los muros pendían cuadros con temas deportivos, pistolas antiguas y varios retratos.
Uno de ellos quizá fuera del príncipe mismo, pues representaba el rostro de un joven con corta barba negra.
Le habría gustado observarlo y prepararse para conocerlo, pero su tía y el coronel caminaban a toda prisa; de tal forma que sólo pudo verlo a hurtadillas, pues se veía obligada a mantenerles el paso.
Más adelante, vio una pareja de sirvientes con librea, uno a cada lado de dos enormes puertas de ébano y el coronel miró hacia atrás para confirmar que los seguía.
Entonces se abrieron las puertas y él entró.
Atenea aspiró profundo.
—Lady Beatrice Wade, Su Alteza —anunció el Coronel Stefanatis— y Lady Mary Wade.
Atenea sintió cómo su corazón palpitaba violento, en su pecho.
«No hay necesidad de asustarse», pensó. «¡Orión me cuidará! ¡Ayúdame, oh, mi amor, ayúdame a mostrarme valiente!».
Invocó el nombre de su esposo una y otra vez en su interior, como si fuera un talismán.
Advirtió que su tía hacía una reverencia y escuchó la voz de un hombre expresar:
—Debe disculparme, Lady Beatrice. Estoy tan abochornado que no tengo palabras para disculparme por mi retraso, quizá debido a su llegada no prevista con exactitud.
Atenea levantó los ojos.
De alguna manera, la voz le era muy familiar.
Entonces vio de pie junto a su tía, con la mano de ella cerca de sus labios, a un hombre uniformado de chaqueta blanca con hombreras doradas.
Por un momento le fue difícil enfocar su mirada, hasta que él se irguió después de besar la mano de su tía y cuando se volvió para enfrentarse con ella, el mundo pareció detenerse.
Era imposible pensar, imposible respirar y parecía que él también se había convertido en piedra.
Al cruzarse sus miradas, todo pareció desvanecerse.
—¡Atenea, mi preciosa! —exclamó Orión—. ¿Qué haces aquí?