Capítulo 3

Nonika, con timidez, anunció a Atenea que su habitación estaba dispuesta.

—Ella la acompañará para mostrársela —dijo Orión.

—Gracias.

Atenea, después de recoger su bolso y su sombrero, siguió a la muchacha.

Subieron, por una angosta y crujiente escalera hasta donde había dos puertas, una a la derecha, otra a la izquierda.

Nonika abrió la primera y Atenea vio una habitación con una cama, un tapete de lana sobre el suelo de madera, un armario con un pequeño espejo y una silla.

Sobre una mesa había una palangana para lavarse. Todo aparecía inmaculado y con aroma a cera de abejas.

—Es usted muy amable al cederme su dormitorio —expresó Atenea.

—Sólo duermo aquí cuando no hay huéspedes. Orión ocupa la otra.

—¿Lo conoce bien porque se hospeda aquí con frecuencia? —preguntó Atenea.

No pudo reprimir su curiosidad.

Era evidente que Orión provenía de una clase social diferente a la de la familia Argeros, pero lo trataban como si fuera un hijo favorito y no un cliente más.

Nonika sólo se encogió un poco de hombros.

—Viene… se va —respondió enigmática—. Algunas veces no lo vemos durante mucho tiempo, pero siempre regresa y es bienvenido.

Dirigió a Atenea una sonrisa y añadió:

—Como usted también lo es por ser su amiga.

Cerró la puerta al decirlo y Atenea sintió que la invadía una calidez por la sinceridad de las palabras de Nonika.

Cuán encantadora y sencilla era esta gente, pensó, muy diferente a los nobles que conociera en Atenas.

Incluso sus familiares Parnassus, quienes acudieran a visitarla, le parecieron presumidos y las mujeres exageradamente elegantes.

Advirtió cómo la sociedad en Atenas se centraba en torno a la Corte y lo sucedido dentro de ella, restaba interés a otros aspectos.

No era extraño que los nobles sintieran pasión por el escándalo.

Atenea se sorprendió cuando la capital griega no pareció ser como la imaginara.

—Es turca, eslava y hasta levantina —le explicó uno de los ayudas de campo del rey y ella lo confirmó cuando circulaba por la ciudad.

Pero lo que encantó a Atenea fueron las ruidosas y atestadas calles donde pudo admirar los exóticos atuendos característicos de las diferentes islas y provincias.

Le habría gustado vagar por ellas, si se lo hubieran permitido, para observar a la gente y poder entrar en las oscuras iglesias decoradas con iconos desde donde, al pasar, podía escuchar los cánticos de los monjes.

—Apenas podrá creerlo —comentó alguien a Atenea—, pero la ciudad tiene veinte mil habitaciones y sólo dos mil casas.

—¿En dónde duermen todos?

—Muchos de ellos en las calles —fue la respuesta.

En el breve lapso que permaneció ahí, Atenea pudo darse cuenta de que la pintoresca capital atraía como imán a los aventureros de todos los Balcanes.

Ricos nobles procedentes de Moldavia viajaban durante semanas para disfrutar de la vida disipada. Mujeres con los rostros cubiertos hasta la nariz, los ojos maquillados con sombras oscuras y envueltas en túnicas negras, se mezclaban con las campesinas de coloridos atuendos y las damas con sedas y satenes franceses.

Era sólo dentro de la esplendidez del palacio que Atenea se sentía solitaria rodeada por los grupos de nobles y su mirada ansiosa se dirigía hacia el Partenón que se erguía como vetusto centinela de la ciudad.

Pero como estaba tan dispuesta a amar todo lo referente a la tierra en la que viviría y porque deseaba involucrarse en todo lo griego, rechazaba la idea de que Atenas la había decepcionado y que los griegos no estaban a la altura de sus expectativas.

Ella ya había encontrado en Orión el prototipo de hombre imaginado en sus sueños.

Tal vez así estarían todos los griegos, orgullosos de su pasado y con anhelos internos por revivir el espíritu que convirtiera a Grecia en el cimiento sobre el cual se construyera la civilización europea.

Mientras se arreglaba el cabello, Atenea no pudo evitar desear poder cambiarse el vestido y lucir alguno de los exquisitos modelos que trajera desde Londres.

Pero se rió ante la idea de bajar a la cocina ataviada en seda y tul o con un vestido de hombros descubiertos y pechera de encaje, como dictaba la moda.

A la vez, algo muy femenino dentro de ella la hacía desear que Orión la viera lo mejor ataviada posible.

¿Cómo podría juzgar quién era con el sencillo vestido que eligiera para viajar a Delfos?

«Mañana se va; nunca más volveré a verlo», pensó, intrigada de que su partida le provocara un dolor, casi físico, dentro del pecho.

Se rió de su vanidad pero, a la vez, impulsada por ella, arregló su cabello y cepilló los rizos que caían a ambos lados de su rostro hasta hacerlos brillar como si hubieran capturado la luz del sol.

El rostro reflejado en el espejo había cambiado…

Sus enormes ojos grises que dominaban el óvalo de su rostro, tenían una nueva luz, en sus mejillas había un toque de color y sus labios aparecían suaves y entreabiertos.

Sólo su pequeña nariz recta, similar a la que tenía la diosa cuyo nombre llevaba, continuaba igual.

Sin embargo, el aspecto total era diferente, pensó Atenea y no supo explicar por qué.

Recordó que cuando Homero describía a la diosa Atenea la llamaba «la de los ojos brillantes» y al hablar de Helena de Troya decía que «usaba un velo reluciente».

«Es lo que me sucede», se dijo Atenea. «Brillo con el reflejo de las Cumbres Brillantes y de la luz que percibí en el templo».

Como tenía prisa por encontrarse con Orión, no se entretuvo más.

Sólo un instante miró, a través de la ventana, el estupendo paisaje. Ya el sol se ocultaba, el valle se sumía en la sombras y los olivos dejaban de ser plateados, para formar una alfombra púrpura.

Pero el puerto de Itea resplandecía y los picos de las montañas estaban bañados en oro.

Contuvo el aliento, pero impulsada por una ansiedad que temió explicarse, corrió escaleras abajo.

Habían, puesto mantel en la mesa de la cocina y Orión, quien se levantó al verla, se había puesto una chaqueta de terciopelo negro sobre la camisa.

No llevaba corbata sino una pañoleta de seda dentro del cuello lo que, de alguna manera, destacaba su personalidad.

—La cena está lista —dijo hablando en griego y ella respondió en el mismo idioma.

—Tengo mucho apetito. Espero que la señora Argeros no piense que soy muy golosa.

—Hay suficiente para todos —intervino la mujer.

Colocó un platón sobre la mesa y Atenea vio que era mousaka, un platillo típico de las especialidades griegas. Estaba delicioso y como estaba hambrienta, Atenea comió sin pronunciar palabra.

Orión le llenó el vaso con vino dorado.

Charlaron con la familia Argeros, que se les unió en la mesa, pero tanto Nonika como su padre no cesaban de levantarse para atender a los demás parroquianos.

Sin cesar y a gritos exigían botellas de vino o tazas de café, pero a excepción de aceitunas o un ocasional plato de queso, no pedían comida.

Atenea lo comentó.

—Los griegos cenan muy tarde —le explicó Orión—. La señora Argeros se adapta a mi preferencia de cenar temprano, pero si no estuviera yo aquí, cocinaría hasta las diez de la noche.

—Pero se levantan muy temprano —respondió Atenea al recordar que las calles de Grecia ya estaban atestadas desde las cinco de la mañana.

—Todos los griegos disfrutan de una larga siesta durante las horas de más calor en el día, como usted lo hizo esta tarde.

—Pero yo lo hice sin querer —respondió a la defensiva Atenea.

—Sin querer o no, se apegó a las costumbres de mi país —sonrió él.

La miraba y ella se ruborizó. Fue un alivio que la señora Argeros rompiera la tensión al decir:

—Hoy recibimos malas noticias.

—¿Malas noticias? —preguntó Orión.

—Hubo problemas en Arachova anoche.

Atenea sabía que Arachova era una pequeña población situada en las montañas y cercana a Delfos. De ahí provenía el vino y sus habitantes tejían tapetes que eran famosos en todo el territorio griego.

—¿Qué sucedió en Arachova? —preguntó Orión.

—¡Kazandis estuvo ahí!

Orión se puso rígido.

—Supuse que estaba en prisión.

—Al parecer escapó —respondió la señora—. Cayó sobre la población anoche y aunque lograron echarlo, se robó muchas cosas antes de irse.

—Eso es terrible —comentó Orión.

—¿Quién es Kazandis? —preguntó Atenea.

—Un bandido de los que la previne. Un hombre peligroso de quien se sospecha asesinó a mucha gente en el valle.

—Debieron colgarlo cuando tuvieron oportunidad —comentó la señora—. Nadie puede sentirse seguro ni en su casa cuando Kazandis está cerca.

—El problema es que nadie se atrevió a declarar en su contra —señaló Orión—. Temían a sus represalias.

Golpeó la mesa con el puño.

—¿Cómo pudieron dejarlo escapar? ¡Tenía una larga condena en prisión!

—Se comenta que hay mucha corrupción en las cárceles —intervino el señor Argeros.

—También lo he oído decir, pero es difícil probarlo —respondió Orión.

—Algo debe andar mal cuando un hombre como Kazandis logra escapar —dijo tajante la señora—. Es una amenaza y si logró liberarse estoy segura que dejó varios muertos en su camino.

Orión se volvió hacia Atenea.

—¿Ahora comprende por qué no debe viajar sola en esta parte del mundo?

—Siempre hay dragones en cualquier parte —respondió ella—, pero tal vez también haya un Apolo o un Hermes que me salve de ellos.

Lo dijo en tono ligero, pero la expresión de Orión era severa.

—Me preocupa usted —habló en inglés.

—Estaré… bien —respondió ella, pero a la vez, al verlo tan preocupado, sintió cierto temor en su interno.

—Todo el problema del país es que concentra su atención en la ciudad y descuida a las provincias —afirmó Dimitrios Argeros.

—Eso era inevitable cuando éramos una nación dividida —contestó Orión—. Pero ahora que formamos un reino unido, las cosas deberían mejorar y tengo entendido que se han presentado varias comisiones de protesta ante el rey por ese asunto.

—¡El rey! —Era un tanto despectiva la forma en que Argeros pronunció la palabra—. Es un buen hombre, pero no es griego.

—Es verdad —concedió Orión.

—Sólo un griego puede entender a Grecia —continuó Argeros—. Sólo un griego puede comprendernos cuando las cosechas se arruinan, cuando el mar no suelta a sus peces o cuando los dioses retienen la lluvia y la tierra se seca.

Entonces se inició la discusión, como tantas que Atenea escuchara en Inglaterra, del campesino contra el citadino, del granjero contra el artesano y de todos contra el gobierno.

Le agradó la forma en que cada uno de los hombres exponía sus puntos de vista, de forma concisa y elocuente, así como la manera en que, por medio de un duelo de palabras, intentaban derrotarse.

Algunas veces la señora Argeros intervenía, pero Nonika sólo escuchaba con los ojos muy abiertos.

Cuando el vino y el café se terminaron, Orión se incorporó.

—Estamos de acuerdo en principio —dijo a su anfitrión.

—Cosa que el gobierno no hace —gruñó Argeros y Orión se rió.

—Vamos, Atenea, podría permanecer aquí toda la noche y escuchar de política griega, pero dudo que al terminar supiera algo. El principal problema de este país es hablar mucho y hacer muy poco.

Miró a Argeros, quien respondió algo que ella no comprendió y después ambos hombres lanzaron unas carcajadas.

Enseguida, Atenea y Orión abandonaron la taberna y bajaron por el sendero que habían recorrido ese mismo día, unas cuantas horas antes.

Mientras cenaban y charlaban ya había anochecido y en lo alto la luna y las estrellas brillaban y su luz permitía ver el camino.

Cruzaron las casas de la aldea y se acercaron al Santuario Sagrado, Atenea distinguió una niebla alzándose sobre el valle por lo que las Cumbres Brillantes parecían flotar.

Ahora, las columnas de mármol derruidas y las ruinas entre la hierba parecían bañadas de plata y adquirían nuevas formas y una gracia que no tuvieran antes.

En silencio, ella y Orión subieron los escalones rotos hacia el Templo de Apolo.

El colocó su mano bajo el codo de Atenea para ayudarla, pero al sentir sus dedos sobre su piel la invadió un breve estremecimiento. Pensó que tal vez se debía a que el misterio y la oscuridad de la noche inspiraban temor.

Subieron hasta cruzar las columnas de Apolo y llegar al teatro que estaba arriba.

Desde ahí era posible admirar la forma completa del templo y las columnas y piedras blancas parecían formar un diseño que Atenea no había podido percibir a la luz del día.

Ahora brillaban como cristales; extrañas sombras se proyectaban en el santuario, haciéndolo aparecer como si estuviera poblado por los sacerdotes y peregrinos del pasado, así como con la presencia del dios mismo.

A la distancia, podía ver el mar resplandecer a través de la brecha formada entre las grandes y oscuras rocas de la montaña.

Mientras permanecía absorta en su contemplación, la luna surgió completa y lanzó una hermosa luminosidad sobre todo el valle, haciéndola sentir que hasta el aire estaba impregnado de un misterioso vibrar con el batir de alas plateadas.

Una luz la cegó como si el propio Apolo se materializara ante ella y pudiera verlo en toda su gloria, rodeado de estrellas.

Casi creyó que podría tener alas para volar hacia él. Entonces escuchó la voz profunda de Orión, quien habló por primera vez desde que salieran de la taberna.

—Dígame lo que siente.

—¡Es maravilloso, inconmensurable! —murmuró Atenea—. ¡Tan hermoso que desearía… alcanzar la luna… besarla y hacerla… mía!

—Eso mismo deseo yo.

La hizo volverse y sus labios apresaron los de ella.

Por un momento, Atenea permaneció tan perdida en sus sentimientos que apenas podía pensar que fuera Orión quien la besara y no Apolo.

Sintió los labios varoniles y posesivos contra la suavidad de los suyos.

Y, como si fuera parte de la magia nocturna, se descubrió a sí misma, sin voluntad consciente, abandonarse a él.

Su boca se rindió a la de Orión con la certeza de que lo sucedido parecía inevitable, predestinado, y latente en lo profundo de su anhelante corazón.

De pronto, los labios de él parecían sorber no sólo su alma, sino su vida misma.

Se convirtió en un todo con la luna, las estrellas y, por supuesto, con Orión.

Fue tan maravilloso, que Atenea sintió como si se hubiera salido de su propio cuerpo y, al mismo tiempos la luz de la luna no alumbraba sólo el escenario, sino lo más recóndito de su ser.

Era suya, la sostuvo en sus brazos y dentro del santuario interno de su alma.

El tiempo se detuvo.

Era presa de un éxtasis y un embeleso inusitados en este mundo, pero existentes en el Olimpo. Orión no era un hombre sino un dios y ella era Atenea, la diosa del amor.

Fue imposible saber cuánto tiempo permanecieron así, podía haber transcurrido un siglo o más.

Con lentitud, Orión alzó la cabeza y miró a su amada quien tenía los ojos brillantes puestos en él, sus labios suaves y encendidos por sus besos en un rostro radiante que le confería una belleza espiritual indescriptible.

Por un momento se miraron, entonces, con un sonido inarticulado nacido de lo más profundo de su ser, la besó de nuevo.

Ahora exigente, posesivo, hasta que ella se aferró a él con frenesí, presa de ardientes sensaciones, desconocidas hasta entonces.

Por fin, cuando sentía haberla conducido, como las águilas, hasta el cielo y que ya no tenía los pies en la tierra, la soltó de forma tan repentina, que casi pierde el equilibrio.

Mientras extendía una mano para sostenerla, Atenea se sentó en uno de los bancos de piedra.

Lo observó mientras se frotaba los dedos, como si sólo por el contacto pudiera admitir que todavía era un ser humano.

Orión la miró un largo rato antes de sentarse a su lado.

—Nunca te habían besado antes —la tuteó. La voz era profunda y conmovida.

Ella denegó con la cabeza. Su voz no podía brotar de su garganta debido a las gloriosas emociones que experimentara.

—Pero ahora ya sabes cómo debe ser un beso, puro y sagrado como solo los dioses pueden entender la pureza.

Atenea no contestó, después, cambiando el tono, dijo:

—Esto fue un sueño, Atenea. Ambos debemos volver a la realidad, pero ninguno lo olvidaremos jamás.

De alguna manera, para Atenea era como si le hablara de muy lejos y le resultaba difícil comprender.

—Te… irás —logró decir.

—Mañana temprano, antes del amanecer. Pero quería despedirme de ti aquí, ningún otro lugar me parecía adecuado.

—¿Debe… ser… el… adiós?

Ella misma ignoraba a qué se refería o cuál alternativa podría ofrecer, pero todo su ser se oponía a perderlo, a separarse del hechizo maravilloso de sus labios.

Se hizo una pausa. Orión miraba hacia el valle y su perfil se recortaba contra las ruinas del teatro.

—Fue un sueño, Atenea —repitió con lentitud—, enviado por los dioses y ninguno de los dos podría empañarlo. Fue un momento de sublime perfección; un instante que permanecerá grabado en mi corazón para siempre.

—Y en… el… mío —susurró Atenea.

—Por eso no hay nada más que decir. No son necesarias las explicaciones. Sería insoportable pedirlas… o darlas.

Ella comprendía lo que intentaba decirle y lo aceptaba como algo inevitable.

Eran de un interno sensible y exquisito, se conocieron bajo la aprobación de los dioses, así, por un momento, lograron un aislamiento etéreo hacia el infinito.

Ambos, vibraron hasta tocar la propia divinidad de las deidades y en un momento de éxtasis, se habían vuelto divinos.

Pero ahora debían enfrentarse a la realidad y Atenea deseó morir, mientras él la besaba.

Entonces habría alcanzado la inmortalidad, sin problemas, ni dificultades, ni necesidades humanas a los cuales regresar.

Creyó enloquecer ante el dolor de renunciar a la maravilla que conociera en los brazos de Orión, para después llorar su desdicha. Pero como sabía que era impotente para cambiar sus destinos, guardó silencio.

—No es necesario decir que esto nunca me había sucedido antes en la vida —decía Orión—, ni me volverá a suceder. Te pusieron el nombre adecuado, Atenea, eres la diosa del amor y me ayudaste a encontrarlo.

—Así es como… el amor debía… ser —murmuró Atenea.

—Por él, llegan hasta aquí los peregrinos. Para buscar el amor, que ha inspirado y dirigido al hombre desde el principio de los tiempos.

—Es el… amor que daban a… Apolo…

—Y el que Atenea les brindaba a ellos.

Miraron hacia las ruinas del templo y aunque no la tocaba, Atenea sintió como si aún estuviera en sus brazos. Por fin, con un suspiro, él se incorporó.

—Debo llevarte de regreso.

Ella también se puso de pie; lo miró, con el rostro en alto, y en sus ojos el brillo de la luz de la luna.

Sin que lo expresara, él comprendió su deseo y dijo:

—No te besaré más porque después de esta noche nuestros caminos jamás se cruzarán y no me atrevo a repetir ese momento sublime cuando ambos alcanzamos las alturas y formamos un todo con los dioses.

La miró como si estuviera hechizado y no pudiera apartar su vista de los ojos de Atenea.

—Después de todo, sólo soy un hombre —agregó—, y si como tal insistiera en besarte, podría intentar cambiar la ruta de nuestros destinos y eso sería un error.

Atenea intentó protestar, decirle que deseaba por sobre todas las cosas desviar la ruta de su destino, estar con él, recibir sus besos, sin importarle nada más en el mundo.

—¡Eres preciosa! —exclamó él con voz enronquecida—. Más adorable de lo que pudiera ser mujer alguna. Por eso, después de conocerte, ninguna otra podrá interesarme jamás.

Atenea sintió que su corazón daba un vuelco.

Era como si un relámpago de alegría la recorriera y él debió verlo en sus ojos, pero exclamó con voz firme:

—¡No, no, Atenea!

Enseguida se volvió y avanzó por la vereda de piedra. Después de un instante, ella lo siguió porque no podía hacer otra cosa.

Mientras caminaba, y en ocasiones le resultaba difícil mantener el equilibrio sin el apoyo de la mano de él, creyó perderlo entre las sombras frente a ella y que nunca más lo encontraría.

«Tal vez», pensó, «nunca existió. Es parte de mis sueños o, en realidad, no es humano y proviene de la constelación que lleva su nombre».

Pero la esperaba junto al camino.

Su expresión era hosca y mantenía apretada la mandíbula, de tal modo que era como si ya la hubiera dejado y se encontrara tan sola como antes.

Caminaron sin hablar, cruzaron la aldea y aunque en muchas ventanas había luz, reinaba un silencio triste.

Al acercarse a la taberna vieron iluminadas las ventanas, pero el porche, vacío. Las sillas estaban apiladas sobre las mesas. Orión abrió la puerta de la casa y el calor que despedía la cocina hizo contraste con el frío del exterior.

La señora Argeros y su esposo aparecían sentados a la mesa. El fumaba y ambos tenían sendas tazas de café, pero no había señales de Nonika.

La señora sonrió al verlos entrar.

—¡Qué alegría tenerlos de regreso! Les tengo café caliente.

—Muy amable de su parte, señora —dijo Orión.

Atenea se dirigió hacia la puerta que conducía a la escalera.

—Deseo ir a descansar —dijo con voz casi sollozante.

—¿No quiere un poco de café? —preguntó la señora Argeros.

—No… gracias… estoy cansada… ha sido un día… fatigoso.

No miró a Orión, aunque percibió que él había tomado asiento frente a Dimitrios Argeros.

Deseaba permanecer a su lado. Aprovechar hasta el último segundo su compañía, pero sintió que eso podría romper la maravilla de lo vivido.

La gloria de sus besos palpitaba dentro de ella, aun cuando era inevitable que el embeleso se esfumara. Pronto desaparecería, y se sintió desesperada por el doloroso vacío que perduraría para el resto de su vida.

—Que pase buenas noches —dijo la señora.

—Gracias —respondió Atenea.

En el instante en que se disponía a retirarse, la puerta de la taberna se abrió con violencia.

El estruendo la hizo volverse instintivamente y vio entrar en la cocina a un hombre de estatura gigantesca.

Llevaba puesta una chaqueta de piel de oveja y sombrero, de piel también, ladeado sobre la cabeza. Era muy moreno, con pobladas cejas y un largo bigote.

Portaba en su cinturón una pistola, un largo cuchillo y sus ojos negros recorrieron el lugar con insolencia. La señora Argeros lanzó un grito:

—¡Kazandis!

—Sí, Kazandis —confirmó el bandido—. ¿Le sorprende verme? Debió suponer que vendría, ¿en qué otro lugar de la región puedo conseguir mejor comida?

Avanzó y se sentó en la orilla opuesta de la mesa.

—Deseo comida, dinero y…

Se detuvo un momento y miró hacia Atenea.

Como hipnotizada, ella permanecía en el umbral, la cabellera dorada a la luz de la lámpara y la piel muy blanca contra los oscuros muros de la cocina.

Sintió como si la mirada de Kazandis la desnudara y su corazón saltó de temor cuando él terminó su frase:

—… ¡Una mujer!

Orión se incorporó enseguida, pero a pesar de, su rapidez, el bandido fue más veloz.

Sacó la pistola del cinto y le apuntó:

—Si me ofrece la menor resistencia no sólo usted morirá sino también los Argeros y cuantos intenten oponerse.

—Tendrá su comida —interrumpió la señora— por fortuna ha quedado algo. Aquí tiene vino.

Colocó una botella sobre la mesa y se dirigió hacia la estufa. Nadie más se movió. Con lentitud y sin la impetuosidad que mostrara la primera vez, Orión avanzó.

—La señora le dará cuanto necesite y no trataré de interferir. Pero esa mujer es mi esposa, tenemos poco tiempo de casados, y espera un hijo.

El bandido miró la esbelta figura de Atenea.

—Por eso se retiraba a descansar —prosiguió Orión con tono firme—. ¿Comprende?

El bandido lo miró como para asegurarse de que le decía la verdad y Orión sostuvo su mirada.

Después de un momento lanzó un gruñido, se sirvió el vino y lo bebió.

Orión rodeó a Atenea con el brazo y la condujo hacia la escalera. Dejó la puerta abierta para que el bandido no sospechara que intentaban escapar.

—Sube a acostarte y cierra con llave tu puerta —le indicó en inglés.

—¿Tú… estarás… seguro?

Atenea temblaba.

—Bien seguro —respondió él.

No la tocó, pero la observó mientras subía por la escalera y entraba en su habitación.

La puerta no tenía cerradura, pero sí un postigo de madera que Atenea corrió para asegurarla.

Las cortinas de las ventanas estaban cerradas y no las descorrió porque la hería ver la luna. Nonika dejó una vela encendida y con su luz se desvistió Atenea para meterse en la cama.

Le parecía imposible no pensar en el bandido, pero aun cuando podía escuchar el murmullo de voces que hablaban abajo, empezó a revivir el momento en que Orión la besara.

Con los ojos cerrados podía ver la silueta del templo, la niebla plateada en el valle y el resplandor del mar.

Todo parecía brillar en su interior con la luz que provenía del propio Apolo.

Era perfecto, maravilloso y aún ahora casi no podía creer que su espíritu, después de alcanzar el cielo en brazos de Orión, había vuelto a los confines de su cuerpo.

Nunca volvería a verlo. Se iría de forma tan inusitada y misteriosa como llegara. Orión el desconocido, convertido ya en parte de sí misma.

Se sintió desfallecer. Lo deseaba, sí, con violenta intensidad.

¿Cómo perderlo? ¿Cómo olvidar el momento de suprema y absoluta entrega, cuando unió su ser al suyo y ambos se transformaron en una sola persona?

Deseaba gritar de desesperación; sin embargo, sus ojos permanecían secos y comprendió que no había palabras para expresar sus sentimientos, ni siquiera a él.

Sólo era un estadio en su vida durante el cual dejó de ser una inglesa convencional, para convertirse en la diosa del amor.

Después de beber en la propia fuente de la felicidad y alcanzar el éxtasis de los iniciados en los misterios de los dioses, ¿cómo poder regresar a la vida cotidiana?

¿Cómo atreverse a vivir sin el hombre que amaba?

Dicho en palabras, parecía increíble.

¿Cómo podía amar hasta el delirio a un hombre que apenas conociera esa tarde? Sin embargo sabía, sin lugar a dudas que, como Orión había dicho, era el amor buscado por todos los hombres.

Como peregrinos, siguiendo diversas teorías e innumerables religiones, anhelaban tener lo que ella y Orión capturaran en un momento inmortal.

«¡Lo amo!».

Las palabras parecían escritas con fuego en la oscuridad.

«¡Lo amo, lo amo, es la única persona que comprende!».

Para cualquiera la historia resultaría absurda y después de reírse la juzgaría romántica e imaginativa.

Pero Atenea sabía que era un algo trascendental y eterno.

Como alma en busca de otra alma, espíritu con espíritu, la mujer que al fin encuentra a su pareja, misma a quien perteneciera desde el principio de la creación.

Eso era amor, el destino que atraía a dos personas, sin importar las apariencias en contra, para convertirlas en una sola, tanto en el sentido real, como espiritual de la palabra.

«Cuando Orión parta mañana, se llevará con él mi corazón», murmuró en la oscuridad.

Mucho tiempo después lo escuchó subir por la escalera.

Abajo había silencio y adivinó que el bandido se habría marchado, sin duda con todo el dinero de los Argeros y cuanto de valor encontrara.

Le pareció escuchar a Orión detenerse un momento ante su puerta, como para asegurarse de que estaba bien.

Deseó llamarlo, pero sabía que era algo prohibitivo para él y, de todos modos, su decoro la hizo guardar silencio.

Orión entró en el otro cuarto y cerró la puerta.

Se preguntó cómo se vería dormido, tal vez más joven y tierno, sin esa virilidad abrumadora como cuando sus ojos profundos la miraron y se sintió perturbada por su expresión.

Sabía que tenía intenciones de levantarse antes del amanecer, pero a causa de tantas emociones, le sería imposible dormir y escucharía hasta el menor ruido que él hiciera.

Sería un tormento indescriptible escucharlo bajar y salir de la casa sin decirle adiós.

Pero ¿qué podrían decirse que no se hubieran dicho?

Ya sólo le quedaría poder escucharlo cuando partiera, y regresar al mundo del cual había huido durante un breve y fascinante día de su vida.

«Nunca podré amar a nadie más», pensó Atenea.

Inmersa en sus pensamientos, percibió vagamente cierto ruido sobre el muro de la casa. No le prestó atención, pero después escuchó un paso arriba, después otro y en la oscuridad, temerosa miró hacia el techo.

Escuchó de nuevo un ruido y con súbito terror comprendió quién era.

El bandido intentaba abrir la puerta que se hacía en todos los techos para dejar entrar el aire nocturno en épocas de mucho calor.

Se sentó en la cama.

Comprendió que Kazandis pretendía entrar por el techo.

Debió suponer dónde dormía al escucharla moverse cuando se acostaba y aunque aparentó creer la historia de Orión, era evidente que no logró engañarlo.

Aterrada, vio cómo la puerta empezaba a abrirse.

Se escuchó un crujido y de inmediato entró un rayo de luz.

Con un grito similar al de un animal asustado, Atenea saltó de la cama.

Con temblorosas manos logró zafar el postigo, en ese momento cayó la puerta del techo y el aire de la noche golpeó su rostro.

Abrió la puerta, corrió hacia la habitación de Orión, la abrió y presa del terror, entró.