Capítulo 7

Jenkins se había excedido en sus esfuerzos por proporcionarles una deliciosa comida la cual rociaron con una botella de exquisito vino blanco que Lord Castleford había traído consigo.

Pero a Yamina le resultaba difícil pensar en otra cosa que en el hombre sentado frente a ella, cada vez que sus ojos se encontraban era como si el mundo se detuviera.

Se preguntaba cómo pudo considerarlo ajeno e indiferente. Lo sentía ahora vibrar emocionado y su voz había adquirido una profundidad de que antes carecía.

Ella jamás imaginó que pudiera llegar a sentirse como ahora, que una ilusión así le hiciera pensar que jamás había vivido hasta ese momento.

Muchas veces soñó estar enamorada. En Rusia, el amor era parte del vivir; la música, la literatura, la gente toda, se movía impulsada, de un modo u otro, por el amor.

Pero como nunca supo lo que era amar, para ella, aquello carecía de significado. Era como contemplar un cuadro muy bello, pero del que no formaba parte.

Ahora era diferente. Estaba totalmente embriagada de amor, y maravillada de descubrir su significado.

Sabía que sería capaz de morir por Lord Castleford si fuera preciso, pero el problema no era morir, sino aprender a vivir sin él.

Cuando terminaron de cenar, Jenkins despejó la mesa y salió del camarote, dejándolos solos.

Yamina se incorporó, acercándose a la escotilla, que estaba abierta. El mar estaba tan sereno que no había ninguna razón para cerrarla. Se filtraban los cálidos rayos del sol, iluminando el cuarto con una luz dorada. En el aire había aroma de flores y el verde esmeralda del mar se tornaba azul al bañar las islas distantes.

Los dioses del Olimpo parecían habitar las remotas montañas, y el eco de sus voces vibrar en el aire.

Tal vez, si se aproximaban a las islas, que formaban parte de la mitología griega, vería a una de las diosas tocando la lira, a otra una delicada flauta y a una tercera una flauta de pastor.

Le parecía escuchar la música, que llegaba a través del agua y, sin embargo, sabía que era una melodía que sólo estaba en su corazón, despertada por la presencia del hombre amado.

El se quedó un rato sentado observando los reflejos del sol en su cabello y la pureza de su perfil, que se recortaba contra el cielo.

—Ven aquí, Yamina, quiero hablar contigo —le dijo al fin.

—Creo que será mejor que no me acerque demasiado.

El sonrió tiernamente al responder.

—Si al decir eso piensas que podrás escapar de mí, te equivocas.

—Estoy tratando de pensar, y me resulta imposible hacerlo cuando estoy a tu lado.

—No hay ninguna necesidad de que pienses, yo ya lo he decidido todo. Por lo tanto, ven aquí como te he pedido.

Yamina, se volvió lentamente y vio sus manos extendidas, esperándola. Sin resistirse corrió hacia él.

El la estrechó muy fuerte y le dijo al sentir que temblaba:

—Tan dulce, tan irresistiblemente adorable…

Ella bajó la vista al escuchar aquellas apasionadas palabras y las oscuras pestañas resaltaron contra la blancura de su piel.

Lord Castleford se limitó a mirarla, estrechándola aún más contra su pecho.

—¿Estás lista para escuchar mis planes, mi amada?

—Sabes que escucharé todo lo que tengas que decirme, pero sólo estaré de acuerdo si ello no te perjudica.

—Eso depende de qué consideras que me perjudica, pues no estoy dispuesto a perderte.

Ella, cada vez más tensa, no respondió.

—Por eso, mi amor —añadió él—, nos casaremos en cuanto yo haya presentado mi renuncia.

Yamina lo miró con los oscuros ojos dilatados por la sorpresa.

—¡No! —dijo con firmeza—. ¡No!

Se separó de él y se apoyó en el respaldo de una silla, tambaleante.

—¿Crees que te permitiría renunciar, y abandonar tu carrera por mí?

—Eso es exactamente lo que intento hacer —respondió Lord Castleford con voz firme—, y no te pediré autorización para hacerlo. Sólo te preguntaré: ¿Me concederás el honor de convertirte en mi esposa?

—Escucha… por favor, escucha. ¿Cómo puedes pensar siquiera en abandonar todo aquello por lo que tanto has luchado?

—Yo pensaba que mi carrera era lo más importante del mundo, pero tú me has demostrado que estaba equivocado. No conocía la felicidad hasta este momento, Yamina.

¿Crees que renunciaré a ella?

—La vida no es así. Para mí el amor lo es todo, tú eres todo mi mundo, pero para un hombre es diferente.

—La mayor parte de los hombres creen que la felicidad reside en el trabajo; eso es lo que pensaba yo hasta conocerte. Pero ahora sé que el éxito es sólo una pálida imitación de la felicidad que nos puede brindar el amor.

—Pero suponiendo que dejaras todo por mí, y que después descubrieras que necesitas algo más, que el amor no te basta… ¿Qué sucedería? Te sentirías frustrado, invadido por una terrible amargura.

—Puede ser que a los demás les ocurra así, pero tú y yo somos distintos. Lo nuestro no es un afecto pasajero, ni un fuego que lo abrasa todo y después sólo deja cenizas. Esto es real, mi amor.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—¿Acaso no lo estás tú?

—Sabes que sí. Pero yo no tengo que renunciar a nada; no tengo largos años de trabajo a mis espaldas, ni el estímulo de la ambición, y tú eres ambicioso, no lo puedes negar.

—Debo admitir que, en el pasado, sólo me movía la ambición. Me sentí muy contento cuando recibí la carta de Lord Palmerston destinándome a Grecia, simplemente porque era otro escalón en mi carrera. Pero ahora ya no me interesa Grecia, ni tampoco París. Sólo me interesas tú.

—¿Y piensas que yo te bastaría? ¿Cómo podría una, mujer llenar tu vida con exclusión de todo lo demás, aun cuando te satisficiera físicamente?

Lord Castleford sonrió.

—Eres muy elocuente, mi amor, pero te aseguro que no soy un adolescente enfermo de amor que actúa bajo el impulso del momento. He pensado fríamente mi decisión. He calculado todas las consecuencias. Al casarme contigo, hago lo correcto, lo que verdaderamente me interesa.

Yamina lo miró, sin responderle, y Lord Castleford advirtió que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Cariño —dijo acercándose para abrazarla.

Ella hundió el rostro en su hombro y él la sintió temblar. Después de un momento, dijo con voz entrecortada.

—Ignoraba… que un hombre pudiera ser… tan… maravilloso.

—Jamás conociste a un hombre que te amara como yo te amo, y nunca lo conocerás. Seré un marido muy celoso añadió apretándola con fuerza.

—Aún no he dicho que me casaré contigo. Después de todo, casi no sabemos nada el uno del otro. Tal vez cuando me conozcas bien te desilusiones.

—Sé de ti todo lo que importa. Es cierto que aún desconozco tu apellido, pero ello es secundario.

—Todos los apellidos rusos se parecen, pero sí importa que yo sea rusa, y el casarte conmigo, con una enemiga de tu país, significará echar por la borda tu carrera diplomática.

—Puedo hacer otras cosas. Poseo tierras en Inglaterra y una casa que sin duda te gustará, cuando acabe la guerra y la conozcas, pero mientras tanto estaremos juntos. Viajaremos a cualquier territorio neutral y nos conoceremos más. Son muchas las cosas que quiero saber de ti, mi preciosa.

—Te aseguro que apenas puedo creer que me estés hablando así. Lo que dices es tan bello… pero debo persuadirte de que cometes un terrible error.

Se apartó de él para decirle:

—Déjame marchar hasta que la guerra termine. Podemos escribirnos y después, si nuestro amor sobrevive la dura prueba de la separación, será el momento de hablar de matrimonio.

Lord Castleford rió, con la risa alegre de un hombre feliz.

—¿Mi preciosa, piensas que sería capaz de tenerte fuera del alcance de mi vista después de todo lo que ha sucedido? Mira las aventuras en las que te has visto involucrada. Supón que la chusma te hubiera encontrado y te hubiera creído una espía. Y, ¿qué habría ocurrido si no hubieras logrado escapar del harén del sultán? No. Necesitas alguien que cuide de ti, y eso es precisamente lo que me propongo hacer.

—No me casaré contigo. Seré tu amante; esperaré, haré lo que quieras, pero no permitiré que un hombre de tu importancia abandone lo que hasta ahora ha sido tu vida.

—Ningún hombre es indispensable, excepto para la mujer que ama. ¿Podrías encontrar a alguien que me reemplace? ¡Responde a mi pregunta!

—Sabes perfectamente que jamás podría amar a nadie más, ahora que te conozco. Tienes razón al decir que esto es diferente. El amor que nos tenemos es… divino. Creo que ha existido por centurias, antes de que nos encontráramos. Pero, por eso mismo, podemos esperar… un poco.

—De ningún modo. El «Gran Elchi» está seguro de que Sebastopol caerá en dos o tres meses, lo que significa que habrá paz para Navidad. Te quiero Yamina, te quiero ahora para mí y no intento perder tiempo. Y no como amante, mi dulce amor, sino como mi esposa.

—¿Cómo puedo hacerte ver que estás cometiendo un grave error?

El la volvió a abrazar apasionadamente.

—Éste es el único argumento que estoy dispuesto a escuchar —dijo besándola de nuevo.

El alma de él temblaba en su beso, que tenía algo de sagrado, como si al besarla se le entregara por entero. Vibró ella al contacto de aquellos labios y todo su ser respondió sin que pudiera objetar ya nada más.

Lo amaba, y aquel amor los transportaba al cielo, donde no existían problemas ni dificultades.

Después de largo rato, tal vez un siglo después, Lord Castleford levantó la cabeza y miró el rostro sonrojado y feliz de Yamina. El fuego de sus ojos era el mismo, pero había una ternura desacostumbrada en su expresión.

—Ahora dime que todo carece de importancia frente a la magnitud de nuestro amor —le rogó.

—No importa nada más. Eres mi mundo… y en el solo existes tú.

El lanzó una exclamación de triunfo y selló sus labios con besos lentos, deliberados, apasionados, y el alma de Yamina se rindió sin remedio.

* * *

Durante la tarde, intentó volver a discutir con él, sin lograrlo. Lord Castleford, tranquilo y decidido, tenía el aire del hombre que acaba de dar un paso decisivo, sin que ello le preocupara en lo más mínimo.

Insistió en que, en cuanto llegara a Atenas, pediría una entrevista con el Rey, quien lo esperaba, y escribiría después a Londres comunicándole a Lord Palmerston su renuncia y su propósito de permanecer en el puesto sólo hasta que llegara otro embajador para reemplazarlo.

—Creo que debo ciertas consideraciones al Ministerio de Relaciones Exteriores —explicó—, pero ello no significa que no podamos hacer planes mientras tanto para nuestro casamiento.

—Pertenecemos a religiones diferentes —murmuró Yamina.

Lord Castleford se encogió de hombros.

—Ambos somos cristianos, pero lo mismo me daría que fueras musulmana u hotentota. Sólo deseo que la ceremonia de nuestra boda sirva para sellar nuestra unión, y te aseguro que no lograrás escaparte.

—¿Te imaginas que alguna vez pueda querer dejarte?

—Creo que preferiría matarte que verte en brazos de otro hombre.

Ella rió.

—Si existen otros hombres en el mundo, no los veo. Tú llenas mis ojos, y sabes tan bien como yo, que ningún hombre podría ser tan atractivo y distinguido.

—¿Es un piropo? No me habías dicho aún nada parecido.

—No hubo oportunidad. ¿Has sacado la cuenta de cuántas horas hace que nos conocemos?

—Creo que te conocí antes en el Jardín del Edén, y que te volví a ver cuando viajé a través del mundo con Marco Polo. Tal vez hayamos sido parte de las hordas que siguieron a Gengis Khan, o quizá hayamos vivido en Creta, en la edad de oro del rey Minos.

—Cómo me hubiera gustado que papá te oyera. Aquellas civilizaciones le interesaban más que la actual, y yo solía leerle en voz alta la historia de esas épocas.

—Como verás, tenemos otra cosa más en común, preciosa mía.

Cuando ya era hora de dormir, Yamina miró a Lord Castleford y él comprendió su muda interrogación.

—Te amo —le dijo—, pero también te respeto por tu pureza y porque te he erigido un altar en mi corazón.

Le besó las palmas de las manos y agregó:

—Te deseo, Dios sabe cuánto te deseo. Todo mi cuerpo clama por ti, pero no te haré mía hasta que tengas el anillo en tu dedo, hasta que seas mi esposa. Y entonces no habrá hombre, credo, sacerdote ni ley que nos pueda separar jamás.

Yamina le pasó los brazos por el cuello atrayendo la cabeza de él hacia la suya.

—Estoy preparada para… cualquier cosa… que desees… de mí.

—Y es por eso, amor mío, que debo protegerte de mí mismo, como te protegeré por el resto de nuestras vidas, de cualquier cosa que pueda dañarte. No sólo de los peligros, sino de la desdicha y, sobre todo, de la tristeza.

La besó hasta dejarla temblando con la pasión que lograba despertar en ella y después, apartándose con lentitud, le dio un beso en la frente.

—Vete a la cama, amada mía —le dijo, disponiéndose a salir del camarote—. Tenemos muchas cosas que hacer mañana.

La dejó sola y, mucho más tarde, Yamina lo sintió entrar. No habló con ella, aunque la vio despierta. Se limitó a acostarse en el lecho que Jenkins había arreglado en el suelo.

Insomnes los dos, no se dijeron una palabra. Parecían mantener un propósito que estaban dispuestos a cumplir mediante una disciplina de hierro.

Lord Castleford se levantó muy temprano y salió a cubierta. El barco entraba en aquel momento en Pireo, el puerto de Atenas.

Se acercaban al muelle cuando regresó al camarote. Yamina estaba ya lista para esconderse de nuevo en el baúl.

Sonrió al verla con su entari carmesí, el ancho cinturón bordado de piedras preciosas y el prendedor que sujetaba la gasa a la altura del cuello.

—Si te vieran caminando así por las calles de Atenas, causarías un tumulto. Cúbrete el velo, cariño, un hombre enamorado siempre es celoso con la mujer que ama.

Yamina rió y cuando acercó su rostro la abrazó tiernamente, besándola en los labios. De inmediato escucharon que los motores aminoraban la marcha. Yamina se apresuró entonces a esconderse en el baúl y Lord Castleford lo cerró, guardando la llave en el bolsillo.

En ese momento, entró Jenkins.

—¿Ya tienes listo el resto del equipaje? —preguntó Lord Castleford.

—Sí, milord.

—Entonces, en cuanto atraquemos, quiero que bajes a tierra. Tomarás un carruaje hasta la embajada británica, y en cuanto puedas llevar este baúl a mi habitación, dejarás salir a la señorita Yamina.

—Eso haré, milord.

—Me reuniré contigo en cuanto pueda. Sin duda habrá una recepción para darme la bienvenida, y además tendré que despedirme del capitán.

—Entiendo, milord. Ya hablé con algunos camareros para que me ayuden a bajar el equipaje.

—Deberán ser cuidadosos con el baúl.

—Descuide, milord.

Yamina lo escuchó salir del camarote y, pocos minutos después, se sintió levantada y transportada a través de la cubierta, y finalmente a tierra firme.

Lord Castleford tenía razón al suponer que habría una delegación esperándolo. Los empleados más antiguos de la embajada subieron a bordo para darle la bienvenida a Atenas.

Su reputación había viajado más rápido que él, y estaban orgullosos de que una persona de tanto renombre hubiera sido designada como ministro plenipotenciario en Grecia, que era un lugar conflictivo.

Todos querían hablar con él y después supo que el capitán lo esperaba en su camarote, con todo el personal. Les sirvieron vino y comida y pasó bastante tiempo antes que pudiera bajar a tierra.

Luego, tuvo que saludar a varios oficiales a cargo de los heridos, quienes le desearon buena suerte y no fue sino hasta después del mediodía que se vio en medio de las pintorescas calles de Atenas.

El rey Otto la había convertido en capital de Grecia, tomando en cuenta el interés de su padre, el rey Ludovico I de Bavaria, por los clásicos.

Bajo el dominio de los turcos, Atenas no era más que una simple villa de pescadores y, del día a la mañana, se había transformado en un conglomerado de pequeños negocios y enormes palacios.

Gran parte de la población vivía y dormía en las calles, y la falta de casas era un problema serio, pero Atenas poseía un encanto único, más oriental que occidental.

Las ruidosas calles estaban llenas de gente con vestimentas exóticas. Los acaudalados nobles moldavos cabalgaban sus lujosos caballos, contrastando con los austeros monjes que subían y bajaban las escaleras de las viejas iglesias.

Había también albanos, para quienes la capital era la cumbre de la diversión, que lucían sus vestimentas carmesí bordadas en oro, y cuyos caballos ostentaban adornos de oro y plata.

Era todo una mezcla de la Bavaria eslava, turca y levantina, introducida por el Rey, y de la Grecia clásica de tiempos pasados.

Constituía un desafío que Lord Castleford hubiera disfrutado, pero ya había decidido que Grecia no le interesaba, y que viviría allí por muy poco tiempo.

La residencia de la embajada británica era impresionante y completamente diferente de los otros ministerios y consulados, que, por falta de espacio, estaban situados en calles angostas y sucias, y a veces en hoteles o pensiones.

Era confortante ver el pabellón militar de Gran Bretaña flameando al viento, los jardines llenos de canteros con flores de todos colores, los sirvientes en sus uniformes impecables y sentir el convencional piso de mármol blanco y negro bajo sus pies.

Aún había formalidades que cumplir y, a pesar de que estaba muy impaciente por subir a su habitación, su entrenamiento de años lo obligó a mostrarse cortés y agradecido en todo momento.

Le pareció que hacía un siglo desde la última vez que vio a Yamina y, cuando al fin pudo hacerlo, subió casi corriendo la escalera que conducía a sus habitaciones del primer piso con vista al jardín.

Jenkins lo estaba esperando y de inmediato le abrió la puerta de la sala.

No había señales del baúl pintado. Jenkins, mirando hacia la puerta que comunicaba con su habitación, le dijo:

—La señorita Yamina se ha marchado, milord.

—¿Qué quieres decir con que se ha marchado?

—En cuanto llegamos a la residencia, hice subir el baúl como usted ordenó, pidiéndole a los sirvientes que tuvieran sumo cuidado.

—Sí, sí, pero ¿qué sucedió después?

—Ordené que subieran el resto del equipaje, y dejé salir a la señorita Yamina según me indicó usted.

—¿Se encontraba bien?

—Perfectamente, milord. Me agradeció haber tenido tanto cuidado al traerla desde el barco.

—¿Y qué sucedió entonces?

—Salí de la habitación y me dirigí al cuarto de vestir para sacar la ropa de las maletas, a fin de que no se arrugara demasiado.

—Entiendo, entiendo —dijo Lord Castleford impaciente.

Las largas explicaciones de Jenkins siempre lograban irritarlo.

—Después de un rato volví para ver si la señorita necesitaba algo, pero ya no estaba.

—¿Ya no estaba? —repitió Lord Castleford casi mecánicamente.

—Se había ido, milord.

—¿Cómo pudo haberlo hecho? Seguramente alguien la vio.

—Observé, milord, antes de abandonar el barco, que faltaba una de las sábanas de la cama de la señorita Yamina. Pensé que la había puesto en el baúl para estar más cómoda, pero ya no está aquí, por lo que supongo que se la debe haber puesto para salir de la residencia.

—¿Puesto?

Mientras lo decía sabía que ésa era la respuesta.

No había ninguna diferencia entre una sábana blanca y el ferejeh, que usaban todas las mujeres orientales.

En las calles, en el mercado turco de la capital, había innumerables mujeres con ferejehs que las cubrían por completo, y nadie podía siquiera distinguir los rasgos de su cara, a excepción de los ojos.

Sin duda, debido a la excitación que reinaba en la residencia desde su llegada, Yamina pudo salir por una puerta posterior sin ser vista.

No podía creer que lo hubiera abandonado después de todo lo que se habían dicho uno al otro, después de todo lo que planearon. Pero era evidente que había desaparecido de su vida tan misteriosamente como entró.

Demasiado tarde, pensó que tal vez ella estuviera tan decidida a hacer las cosas a su manera, como lo estaba él. No quería aceptar que él sacrificara su carrera, aunque, quizá, no la había perdido por completo si ella había puesto en marcha su plan.

Se mantendría alejada de él hasta que terminara la guerra, después de lo cual dejarían de pertenecer a bandos enemigos.

«No es posible que piense hacer eso», se dijo Lord Castleford, aunque lo temía.

Ahora se arrepentía de no haber obligado a Yamina a decirle más acerca de ella. Resultaba absurdo, pero aún no sabía su apellido. Como ella misma dijo, era algo sin importancia, y todos los apellidos rusos se parecían.

«Cariño, preciosa mía», gritaba su corazón. «¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo puedes hacerme sufrir de un modo tan intolerable?».

Sólo el rígido control de sí mismo, ejercitado durante toda su vida, le impidió gemir en voz alta y dar rienda a su angustia.

Sabía que Jenkins lo miraba, sintiéndose culpable por lo ocurrido.

—No ha sido culpa tuya, Jenkins —le dijo—. Quiero que indagues, muy discretamente si alguien la vio salir de la residencia y conoce su paradero.

—Lo haré, milord —repuso el sirviente con expresión de alivio.

Lord Castleford se acercó a la ventana y sus ojos se posaron, sin verlas, en las montañas que encerraban a Atenas.

Brillaban hermosas al sol, pero él sólo veía dos ojos oscuros fijos en los suyos, y sentía una suave boca que respondía a sus besos.

«La encontraré, aunque me lleve la vida entera lograrlo», se dijo.

Abstraído en sus pensamientos, escuchó la voz de Jenkins que parecía venir desde muy lejos:

—Lo siento, milord, pero ya es hora de que se vista para su visita al palacio del Rey.

Lord Castleford suspiró, tratando de sacar fuerzas de su arraigado concepto del deber y, por el momento, su amargura cedió el paso a la disciplina de tantos años.

Casi sin tener conciencia de lo que hacía, permitió que Jenkins le pusiera el uniforme diplomático que debía usar al presentar sus credenciales al Rey de los Helenos.

Las medias de seda, los pantalones negros, y el saco, copiosamente bordado con hilos de oro, eran las prendas que en el pasado lo llenaron de orgullo.

Ahora parecía un muñeco en manos de su criado y, cuando por fin estuvo listo, ni siquiera se miró al espejo.

Bajó la escalera y recogió en el vestíbulo los guantes blancos y el sombrero triangular.

Afuera lo esperaba un carruaje cerrado tirado por dos caballos, que en poco tiempo se adentró por las calles atestadas de gente.

Lord Castleford se inclinó hacia adelante con la esperanza de ver a Yamina. Pero sabía que sería imposible reconocerla. Había infinidad de mujeres que usaban ferejehs, blancos, otros negros, y gris las musulmanas, lo que les confería un aspecto de sombras fantasmales.

Llegaron al palacio. Los soldados se veían espléndidos con la fustanella, falda blanca plisada, que completaba un bolero con pesadas incrustaciones de oro; el sombrero con borlas, inclinado a un lado de la cabeza y, a un costado del cuerpo, la filosa daga.

El enorme edificio había sido comenzado por el Rey Otto al principio de su reinado, pero fue su padre, el Rey Ludovico, quien lo terminó.

En los gigantescos salones, resplandecían candelabros de cristal. Tanto las tallas como el moblaje y los adornos de porcelana eran de estilo bávaro tradicional.

Un mayordomo, elegantemente ataviado, guió a Lord Castleford hasta dos enormes puertas, magníficamente pintadas. Allí lo saludó un edecán, quien lo condujo hacia otra puerta flanqueada por guardias. Cuando ésta se abrió, Lord Castleford vio al Rey Otto y a la Reina Amelie esperándolo en el otro extremo del salón.

Avanzó, y mientras hacía una reverencia, el edecán anunció:

—Su excelencia, Lord Castleford, Ministro Plenipotenciario de Gran Bretaña, su majestad.

El Rey Otto había aumentado de peso desde su llegada al trono, pero conservaba el atractivo que arrastró a tantas mujeres a sus brazos.

—Bienvenido a Grecia —dijo en inglés.

—Es usted muy bondadoso, señor —repuso Lord Castleford haciendo una reverencia.

La reina extendió la mano. Había envejecido más que su esposo, pero aún seguía siendo una mujer atractiva.

—Hemos estado esperando su llegada, milord, —dijo—. Hace mucho tiempo que no lo veíamos.

—Es cierto, señora.

—Tenemos una huésped con nosotros —anunció la reina—, que está ansiosa de verlo.

Mientras hablaba miró hacia una puerta detrás de ellos. Aquélla pareció ser una señal, pues una mujer entró enseguida al salón.

Lord Castleford levantó la vista indiferente, pero al instante se quedó estupefacto.

Yamina avanzaba hacia él; una Yamina muy diferente a la que viera por última vez cuando se metió dentro del cofre en la cabina del «Himalaya».

Vestía una amplia crinolina cubierta con gasa rosada, cuyos hermosos pliegues se sujetaban con pequeños ramilletes de nenúfares. El corpiño, que revelaba las exquisitas curvas de su figura, estaba abotonado hasta el cuello, llevaba el cabello peinado en bucles, enmarcando bellamente su rostro.

Se veía maravillosa, aunque sus ojos, al encontrarse con los de Lord Castleford, tenían cierta expresión aprensiva, como si temiera que él estuviera enfadado con ella.

—Deseo presentarle, milord, a su alteza, la Princesa Yamina Yurievski. Creo que usted, cuando estuvo en Rusia, conoció a su padre, el Gran Duque Iván —explicó la reina.

Lord Castleford se quedó paralizado del asombro. Sólo tenía ojos para Yamina y, como si ella adivinara sus pensamientos, volvió su rostro ansioso hacia el Rey.

El soberano sonrió al decirle:

—Yamina, a quien conozco desde niña, me ha traído un problema difícil, milord. Dice que desea casarse con usted de inmediato y que usted, debido a las circunstancias, considera que debe renunciar a su posición como ministro británico.

—Ésa es mi intención, señor.

—Pienso que eso significaría una pérdida muy grande para Grecia, ya que atravesamos un momento difícil de nuestra historia.

—Es usted muy amable, señor, pero como estamos en guerra con Rusia, sería imposible que el ministro británico tuviera una esposa rusa.

—Ése es el problema que me ha presentado Yamina, pero me considero lo suficientemente listo para ofrecerles una solución.

Lord Castleford no dijo una palabra, pero Yamina comprendió, por la expresión de su rostro, que no tenía la menor esperanza de que la solución que les pudiera ofrecer el monarca satisfaciera al Ministro de Relaciones Exteriores, en Londres.

—No sé si usted sabe —prosiguió el Rey—, que el Gran Duque Iván se casó con la Princesa Athene, de Peloponeso.

Lord Castleford se mostró sorprendido.

—Fue un casamiento que el Zar reprobó en aquel momento, y la Princesa Athene, antes de abandonar Grecia, legó sus tierras a su sobrino, el único sobreviviente de esa antigua familia griega.

Yamina observó el rostro de Lord Castleford, quien escuchaba atentamente al Rey.

—El príncipe murió hace dos años en una revolución, y como luchaba en contra de la Corona, sus tierras fueron confiscadas.

El Rey volvió la cabeza para sonreír a Yamina.

—Creo que es justo, ahora que Yamina ha acudido a mí en busca de protección y ayuda, que yo le devuelva las tierras que fueron de su abuelo en el Peloponeso. Pero ello exige una condición.

—¿Una condición, señor? —dijo Lord Castleford, pues se dio cuenta de que el Rey esperaba que dijera algo.

—En efecto, y es que Yamina deberá adoptar la nacionalidad griega, con lo cual pasará a ser la Princesa Yamina del Peloponeso.

Yamina advirtió el cambio que se produjo en el rostro de Lord Castleford: sonrió y sus ojos se iluminaron.

—No creo —dijo—, que Lord Palmerston, o cualquier otro miembro del Ministerio de Relaciones Exteriores en Londres, objete que su ministro asegure la neutralidad de Grecia tomando por esposa a una mujer griega.

Yamina lanzó una exclamación de felicidad y, sin poderse contener más, tomó a Lord Castleford de la mano.

Los dedos de él se cerraron fuertemente sobre los suyos, hasta hacerle daño. Después, con voz saturada de emoción exclamó:

—¿Cómo le podré agradecer a su majestad?

—Quedándose a cenar y contándome de sus aventuras en Persia y Constantinopla. Siento que debo ponerme al tanto de los acontecimientos fuera del país.

—Estaré encantado de aceptar su invitación, Señor. Hizo una reverencia y Yamina corrió hacia el Rey levantando su rostro hacia él.

—Gracias, gracias, no puedo expresarle lo feliz que nos ha hecho.

El Rey Otto le rozó la mejilla con la mano y repuso:

—Eres casi tan hermosa como tu madre, querida mía.

Yamina hizo una profunda reverencia y, a continuación, el Rey y la Reina desaparecieron por la puerta por la que entró Yamina, seguidos por el edecán.

Lord Castleford esperó hasta que la puerta se cerró para abrazar a Yamina.

—Mi encanto, tesoro mío, ¿cómo lograste todo esto? ¿Y cómo no me dijiste nada?

—Yo no estaba segura de que el Rey me recibiría. Hacía veinte años que mamá había huido de Grecia para casarse con papá. Supuse que tal vez el Rey Otto estuviera aún enfadado porque jamás regresó.

—Ha sido muy amable —repuso en forma automática Lord Castleford, pero sus ojos estaban fijos en el rostro de Yamina.

—Creo que siempre tuvo cierta debilidad por mi madre. Era muy hermosa.

—Y tú también lo eres, mi adorada, más hermosa de lo que mis palabras puedan expresar. ¿Cuándo nos casaremos?

—En cuanto yo sea una ciudadana griega, lo que será mañana mismo.

—No puedo esperar. ¿Lo sabes, verdad?

—Te ayudaré en todo lo que tengas que hacer aquí. Es decir, si me lo permites.

—Todo lo que quiero es que estés conmigo y que nunca me dejes. Ahora no estoy seguro de que me complazca seguir con mi carrera. Estaría absoluta y completamente feliz si no tuviera más ocupación que hacerte el amor.

Al observar la felicidad que reflejaba el rostro de Yamina agregó:

—Parece que la esclava no era otra cosa que una princesa disfrazada. Es el final perfecto para un cuento de hadas.

—No, ella siempre será… una esclava, tu esclava, ahora y para siempre.

—Ambos somos esclavos del amor. De un amor que ha existido desde los comienzos del tiempo, y que existirá hasta que el cielo y la tierra desaparezcan.

Buscó sus labios, y Yamina, al contacto de aquella boca, sintió crecer de nuevo dentro de sí la llama que la abrasaba.

Sabía que a Lord Castleford lo consumía el mismo fuego y el brillo intenso de sus ojos le hizo comprender cuánto la deseaba.

Era amor; violento, tempestuoso, invencible, como el calor ardiente del sol, y no había escapatoria.

Ambos eran esclavos de su majestad, El Amor, ahora y para siempre.

FIN