Capítulo 2

Avergonzada de su falta de control, Yamina tomó una jarra que contenía jugo de lima fresco que había preparado en la mañana muy temprano y la puso en una bandeja junto a un vaso para llevárselo a su padre. La fiebre le daba mucha sed y era seguro que, cuando se despertara, querría beber algo frío.

Notando que Hamid la observaba dijo en voz baja:

—No te imaginas cuán agradecidos te estamos, Hamid. De no haber sido por ti, en este momento estaríamos muertos o en manos del enemigo.

El sirviente no dijo una palabra y ella prosiguió:

—Hemos pasado situaciones peores que ésta. En cuanto haya atendido al amo, decidiremos qué podemos hacer y… adónde podemos ir.

Había cierta desesperanza en su voz. El miedo le subía por todo el cuerpo, como si le devorara las entrañas. Estuvo siempre dormido dentro de ella, pero lo que presenció esa mañana y el recuerdo del moribundo bañado en sangre, sometido a toda clase de vejaciones, lo despertaron de nuevo.

Era absolutamente cierto que habían logrado salvarse hasta ahora gracias a Hamid. Si él no los hubiera sacado de la pequeña ciudad de Balaclava antes que la guarnición se rindiera, se hubieran visto sometidos sin duda a toda suerte de represalias.

A siete meses de todo aquello, Yamina se preguntaba por qué razón, una vez iniciada la guerra de Crimea, no habían regresado de inmediato con toda la servidumbre a San Petersburgo.

La casa que poseían en Crimea era de verano. Imaginaron que allí estarían seguros, a pesar de que ya corría el rumor de que las tropas estaban desembarcando en la bahía de Calamita, a unos sesenta y cinco kilómetros al norte de Sebastopol, pero su casa siempre les pareció un refugio, un lugar de seguridad y paz.

Resultaba difícil ser pesimistas al ver brillar el sol en todo su esplendor, los jardines más hermosos que nunca y a su padre mejor de salud que el invierno anterior.

La prosperidad de Crimea se había iniciado hacía veinticinco años, cuando el territorio al norte del Mar Negro pasó a ser territorio ruso. Todo se lo debían al Príncipe Michael Voronzov quien, al ser designado gobernador de la Nueva Rusia y de Besaravia, se instaló con gran pompa en Odesa.

El príncipe demostró sus notables dotes administrativas al crear un paraíso en lo que fuera una jungla. En Odesa, promovió el comercio, creó puertos, hospitales, colegios, un salón de ópera, construyó calles y se rodeó de un círculo aristocrático de hombres inteligentes destinados a administrar la provincia.

Poco a poco logró poblar las desoladas llanuras y cuando introdujo la navegación a vapor en el Mar Negro, lo que le permitió importar ganado inglés. Invitó también a cierto número de vinicultores franceses para supervisar los nuevos viñedos de Crimea.

El Príncipe Voronzov era tan popular y sus logros tan aclamados en las altas esferas, que muy pronto gran parte de la aristocracia rusa comenzó a adquirir terrenos y a edificar gigantescas mansiones a lo largo de la costa.

El padre de Yamina había escogido un predio cerca del atractivo puerto de Balaclava. Allí, con un clima semi-tropical, idearon un jardín inglés y una especie de jardín botánico donde florecían las especies más raras, al que agregaron, a imitación de los jardines de Voronzov, oscuros y misteriosos cipreses.

Estos árboles, que existían en toda la provincia, tenían una interesante historia: los dos primeros habían sido plantados por la Emperatriz Catalina y por Potemkin cuando viajaron a sus dominios del sur, y de sus retoños surgieron todos los restantes que eran ahora una característica del paisaje de Crimea.

El padre de Yamina se había gastado una fortuna en lo que iba a ser su casa permanente de veraneo, pero jamás logró igualar el lujo extravagante que desplegó el Príncipe Voronzov.

En Aloupkha, un pico a cincuenta metros sobre el nivel del Mar Negro, el príncipe había construido, con la ayuda de Edward Blore, un inglés, un palacio que según los críticos se parecía mucho al del Gran Mogol. Utilizó para ello una piedra verdosa especial, extraída de los Urales, y gastó cifras increíbles en transportarla.

El resto de los mortales debía contentarse con el mármol, pero Yamina amaba su hogar, y no lo hubiera hecho diferente. Recordaba que, cuando niña, lloraba cuando terminaba el verano y debían regresar al frío esplendor de San Petersburgo.

Allí contaba los días hasta que por fin las nieves comenzaban a derretirse pues sabía que en breve viajarían de nuevo hacia el sur, de regreso al paraíso que les pertenecía, a orillas del Mar Negro.

Debido a la enfermedad de su padre y a la dificultad en las comunicaciones, no se había percatado de lo peligroso de la situación, ni siquiera cuando el General Paskievich comenzó a sitiar la fortaleza turca de Silistra, a mediados de mayo.

Cuando fue a Constantinopla, Yamina supo que, de haber tenido sólo jefes otomanos, la guarnición se hubiera rendido sin remedio, pero dos jóvenes oficiales ingleses, Butler y Nasmyth, se habían integrado a la lucha e instigaron a los defensores con tal ahínco, que éstos lograron rechazar a los soldados del Zar.

Esto no sirvió precisamente para mejorar la imagen que tenía ella de los ingleses, y menos aún cuando junto a los franceses y los turcos, decidieron hacer un desembarco inesperado sobre Crimea.

«Debimos salir mucho antes de que ello ocurriera», se decía ahora Yamina.

Hubiera sido mucho más sencillo. Podrían haber conseguido carruajes que los llevaran hasta la estación ferroviaria más cercana y aunque el viaje fuera algo dificultosos debido a la enfermedad de su padre, él hubiera logrado sobrevivir, como lo hizo después, sufriendo mucho más. Pero en aquel momento consideraron que estaba demasiado enfermo como para moverlo.

El treinta de agosto de 1854, unas quinientas embarcaciones, tripuladas por hombres de los tres países partieron de la bahía de Varna rumbo a Sebastopol. Pero, a pesar de que unos sesenta y cuatro mil hombres descendieron en Crimea, la vida continuó como siempre. Los rusos observaban a los invasores, confiados en su propia inviolabilidad.

El veinte de septiembre la elegante sociedad de Sebastopol se sentó en hileras de asientos, en la «Colina del Telégrafo», como si se tratara de presenciar una carrera. Protegiéndose del sol con enormes sombrillas y con binoculares, se prepararon a presenciar el aniquilamiento de las fuerzas inglesas, de Lord Raglan quien, con los franceses y turcos a su derecha, trataba de atravesar el río Alma.

La batalla fue feroz y sangrienta, con terribles pérdidas de ambos lados, hasta que los rusos se replegaron a toda prisa.

Al día siguiente, la pequeña ciudad y la guarnición de Balaclava descubrieron que un gran número de tropas aliadas los estaban cercando por tierra y que los barcos de guerra los encerraban desde el mar. El ejército invasor desplegó su enorme campamento en las colinas cercanas a Balaclava y, a través de ese puerto, comenzaron a abastecerse las fuerzas británicas y turcas de más de cincuenta mil hombres.

A ambos lados del puerto anclaban los barcos con la popa hacia la costa dejando una banda de agua entre las hileras de embarcaciones, tan estrecha que, si bien era posible que una nave pasara por allí, le resultaba imposible hacer maniobra alguna.

Demasiado tarde, los comandantes descubrieron que el agua era tan profunda que tos barcos apenas encontraban tierra firme para sus anclas, aun estando cerca de la costa y que, cuando se levantaba el viento costero, corrían peligro de ser golpeados contra las rocas.

Pero ese día de septiembre el mar estaba sereno y Balaclava parecía un lugar apacible.

Nadie, y menos aún los habitantes de Crimea, adivinó que el sitio de Sebastopol se prolongaría hasta después de la llegada de las primeras nieves, a fines de octubre, y hasta los últimos meses del año siguiente.

Fue Hamid quien percibió el peligro cuando comenzaron a aparecer las tropas invasoras. Ayudado por otros dos fieles sirvientes, acostó al padre de Yamina en una camilla y lo sacó de la casa, poco antes de que fuera tomada por los militares para transformarla en cuartel general de un oficial británico.

Huyeron a través de los jardines, con Yamina caminando junto a su padre, y lograron esconderse en la cabaña de un pescador.

Hamid los había dejado allí y de inmediato se dispuso a averiguar si existía alguna posibilidad de que escaparan. Yamina temía que los descubrieran en cualquier momento y los hicieran prisioneros.

Le resultaba difícil recordar el orden de los acontecimientos que se sucedieron después. Todo fue muy rápido y no sólo para actuar.

Mediante alguna maniobra milagrosa, Hamid consiguió ponerlos a bordo de un barco que transportaba heridos de regreso a Constantinopla.

En la confusión y oscuridad de la noche, los encargados de la embarcación no se dieron cuenta de que, además de los heridos ingleses, franceses y turcos, llevaban a dos rusos.

Por fortuna, Yamina hablaba a la perfección tanto el inglés como el francés, y Hamid era turco.

Era uno de los tantos hombres de su raza que habían abandonado Constantinopla en pos de los lucrativos empleos que ofrecían los rusos adinerados en la margen opuesta del Mar Negro.

Yamina conoció a Hamid cuando era muy pequeña y… a medida que pasaban los arios, la familia entera llegó a confiar en él.

Cuando regresaban a San Petersburgo, Hamid se quedaba en Crimea cuidando la casa. Lo supervisaba todo y mantenía las cosas en orden hasta que decidían volver.

Y fue él quien los puso a salvo, pidiéndole al capitán que no los desembarcara en el hospital de Scutari con el resto de los heridos, sino que los llevara a Constantinopla.

Una vez allí, les buscó una casa donde vivir. Al principio Yamina se horrorizó al ver aquel pequeño y vetusto lugar. Parecía una caja blanca con un techo plano, como eran todas las viviendas turcas en el distrito, pero pronto descubrió que Hamid había tenido razón al elegir algo que no fuera pretencioso y que no llamara la atención.

Temían, sin embargo, la curiosidad de los vecinos y les aterrorizaba la caza de espías, que ya comenzaba a llevarse a cabo desde aquel primer invierno.

Yamina se adaptó muy pronto a una vida tan diferente a la que había llevado siempre, que en ocasiones se preguntaba si todo su pasado no sería tan sólo producto de su imaginación.

Su padre estaba sumamente enfermo, y el frío agregó a sus males una terrible bronquitis, que lo mantenía sentado en la cama toda la noche sin poder dormir.

Como en el piso superior había sólo dos cuartos muy pequeños divididos entre sí por un delgado tabique, el hecho de que su padre se pasara las noches tosiendo, le impedía a ella dormir.

Temía salir a la calle y enfrentarse a la gente y a que las autoridades le preguntaran quiénes eran y de dónde venían.

Hamid se había encargado de comprar la comida, y la ropa que necesitaban, pues habían escapado sólo con lo que llevaban puesto.

De cualquier manera, los hermosos vestidos que usaba en el verano en Balaclava no le hubieran servido para soportar el crudo invierno y habrían podido delatarla. Era mejor que pasara desapercibida.

Su padre empeoró, pero no se atrevieron a llamar a un médico, y Yamina lo atendía con la mejor disposición, lamentando no haber estudiado enfermería en vez de los temas literarios que tanto les interesaban a su padre y a ella.

«Estoy segura que el amo se pondrá mejor en cuanto mejore el tiempo», le había dicho una y mil veces al sirviente. Y en efecto, tuvo la sensación de que, cuando los primeros rayos del sol primaveral se filtraron por la ventana del cuarto de su padre, él experimentó una leve mejoría.

A pesar de estar enfermo, era aún un hombre bien parecido. Yamina siempre lo consideró el más elegante de la corte de San Petersburgo.

Ahora su cabello y su barba se habían tornado completamente blancos y sus ojos se hundían profundamente en las órbitas, bajo los salientes pómulos. A veces, cuando dormía, su rostro parecía esculpido en mármol.

«Casi como si yaciera en su tumba». La idea la asaltó de súbito y la hizo lanzar un gemido. Sólo ella sabía lo que significaría perderlo, pues él era todo lo que tenía en el mundo.

Subió rápidamente la escalera y abrió en silencio la puerta del cuarto.

Su padre estaba acostado en un diván que hacía las veces de cama, rodeado de almohadas que lo ayudaban a recuperar el aliento durante sus accesos de tos. Desde la ventana se veía la ciudad y a lo lejos el Bósforo y, más atrás, las verdes montañas.

Como creyó que dormía, depositó sigilosamente la jarra en la mesita junto a la cama.

«No lo despertaré», pensó, «Hamid tiene razón; el sueño es la mejor medicina, y tal vez se le baje la fiebre».

Se quedó parada junto a la cama observando su recta nariz, las pobladas cejas y la amplia frente desde donde partía el cabello blanco… y sus manos… tan blancas y quietas…

Yamina sintió que se le helaba la sangre.

Lentamente, como si se moviera en contra de su voluntad, extendió la mano para tocar la de su padre, y sus dedos sintieron la piel fría. Entonces supo que había sucedido lo que tanto temió.

Dando un pequeño grito, cayó de rodillas. Por un momento fue incapaz de llorar. No podía sentir nada, salvo que el tiempo se había detenido y todo había terminado para ella.

Después de un largo rato, cuando logró mirar de nuevo el rostro de su padre y se enfrentó a la idea de que su espíritu lo había abandonado y que ahora se encontraba sola, gimió:

—¡Papá! ¡Papá! ¿Cómo podré vivir sin ti? Querido padre, te extrañaré desesperadamente.

Escuchaba su propia voz como si estuviera en el vacío. Luego, como si alguien le hubiera dicho que no debía rezar por ella sino por su padre, comenzó a musitar las oraciones que se dedican a los muertos.

No había vuelto a escuchadas desde el funeral de su madre, pero las recordaba palabra por palabra.

Cuando el último «Amén» salió de sus labios, las lágrimas brotaron incontenibles.

* * *

Mucho más tarde, bajó a la cocina donde la esperaba Hamid.

—El amo ha muerto, Hamid —anunció ya sin lágrimas en los ojos.

—Que Alá lo proteja, amita.

—Está ya a salvo, y quizá eso sea lo único que importa. Tuve mucho miedo después de lo que vimos hoy.

—Lo sé. Y cuando regresé pensé que tal vez el amo ya nos había abandonado, aunque no estaba seguro.

—Debemos ser prácticos, Harnid. Si me descubren, tú no debes estar involucrado.

—No la dejaré sola, mi ama.

—Debo salir de Constantinopla. Pero ¿Adónde puedo ir?

—Hace mucho tiempo, que temía que ocurriera esto y… tengo una sugerencia que hacerle, aunque se enfade conmigo.

—Jamás podría enfadarme después de todo lo que has hecho por nosotros. Siempre estaré en deuda contigo.

—Yo creo que debería ir con Mihri hasta que se acabe la guerra.

—¿Mihri? —exclamó Yamina asustada—. ¡Mihri está en el harén del sultán!

—Lo sé, mi ama, pero ahora es una dama importante. Se ha convertido en una Ikbal.

Yamina lo miró sorprendida.

Sabía que una Ikbal era una favorita del sultán. Pero, al pensarlo, no le pareció tan extraño, ya que Mihri siempre había sido muy bella.

Era circasiana, y las circasianas eran las mujeres más codiciadas por los magnates orientales. Mihri había sido secuestrada de su tierra en Balaclava hacía ya dos años.

Cuando Yamina lo supo se enfureció; le indignaba pensar que una de sus fieles sirvientas pudiera haber sido víctima de semejante destino.

Sin embargo, el resto del personal, así como los demás habitantes de Crimea, consideraban que era un gran honor para la chica el haber sido secuestrada y llevada al serrallo. Pero, aunque no hubieran estado de acuerdo, no habría nada que pudiera hacerse al respecto.

La familia de Mihri comenzó a trabajar en la casa de Balaclava desde que fue construida. Habían acudido a solicitar trabajo y todos resultaron ser tan honestos y capaces sirvientes que Yamina les tomó verdadero cariño.

Las mujeres circasianas se distinguían por su belleza en todo el oriente, y la jerarquía del harén de Constantinopla se basaba en el principio de que no podía existir ningún parentesco entre el sultán y ninguno de sus súbditos.

Por ello se reclutaba a mujeres de otros lugares como Circasia, Georgia, Siria, Rumanía y, en ciertas ocasiones, de Europa.

Por ende, los soberanos que sucedían al sultán, eran siempre hijos de madres esclavas y por lo tanto turcos a medias.

Los agentes de «El Porte» como se llamaba al Gobierno Imperial Turco, rastreaban la Europa Oriental y el Levante en busca de mujeres hermosas, y las circasianas ocupaban el primer lugar.

Yamina se dijo que la fama de la belleza de Mihri, de la que se hacía lenguas todo el pueblo, habría llegado a oídos de los agentes de Constantinopla.

No obstante, aquellas redadas llegaron a hacerse habituales en la costa sur de Rusia y a pesar de las protestas de las autoridades o de sus familias, las jóvenes no solían oponer ninguna resistencia.

Las odaliscas recibían un buen trato y, una vez en el serrallo, tenían la posibilidad de deslumbrar al sultán.

Su máxima aspiración, si eran lo suficientemente hermosas y listas, era llegar a ser una de las cuatro Kadins, o esposas, autorizadas por el Profeta Mahoma.

Cada mujer soñaba con alcanzar poder, y llegar a influir en el ánimo del sultán, pues era bien sabido que los monarcas del Imperio Otomano se dejaban llevar por consejos de las mujeres que amaban.

Después de la desaparición de Mihri, Yamina pensó muchas veces en ella, preguntándose cómo sería su vida, además de extrañarla como una joven compañera con quien hablar.

—¿Y cómo podría yo ver a Mihri? —le preguntó a Hamid.

—Espero que no se enoje, pero Mihri sabe que usted está aquí.

—¿Y cómo es eso?

—¿Recuerda a Sahin?

—Claro que sí. A él también lo secuestraron los agentes del sultán. Recuerdo que mi padre estaba muy molesto por eso, pero yo era muy pequeña, tenía sólo diez años.

—Sahin se convirtió en un eunuco blanco.

—¿En eunuco? —preguntó Yamina horrorizada.

Su padre le había contado que la práctica de emplear eunucos había sido impuesta en el siglo quince, debido al despotismo y a la poligamia.

Más tarde supo que la necesidad de encontrar muchachos desafortunados para satisfacer las demandas de los turcos se había convertido en un comercio en sí mismo.

Eran pocos los que sobrevivían a la operación y, después de tenerlos largas horas enterrados hasta la cintura en arena hirviendo, los dejaban solos para que se recuperaran o murieran.

Los eunucos blancos, y las esclavas blancas de Circasia o de Grecia, se pagaban muy bien.

—Sahin también es poderoso —explicó Hamid—, pero no tanto como Mihri, los eunucos blancos no tienen ya tanto poder como los negros.

—¿Has visto a Sahín?

—Lo he visto, mi ama, y como puedo confiar en él, le he dicho dónde estamos, y él se lo dijo a Mihri.

Yamina se sentó sin apartar la vista del rostro de Hamid.

—Mihri dice que vaya con ella. La cuidará hasta que acabe la guerra y llegue la paz.

Hamid se detuvo al observar los asombrados ojos de Yamina, quien no podía creer lo que escuchaba, y al fin agregó con un gesto de impotencia:

—No hay nadie más, ni ningún otro sitio adonde pueda acudir mi ama, y ya queda muy poco dinero.

Yamina suspiró.

Cuando escaparon de Balaclava, le había parecido que el dinero que Hamid llevaba consigo les alcanzaría para vivir varios años. Pero la guerra hizo que la comida subiera de precio y, además, se había visto obligada a gastar en algunos lujos para complacer a su padre.

El había tomado siempre los mejores vinos y, a veces, cuando no tenía dificultades para respirar, solicitaba un buen puro.

Aquellas cosas parecían carecer de importancia cuando Yamina recordaba cuánto solían gastar en la mansión de Balaclava, donde tenían más de cien sirvientes a su servicio y otros tantos encargados de los jardines.

Pero todo el dinero que lograron traer consigo estaba en moneda rusa, y había sido muy difícil cambiarlo.

Hamid había conseguido hacerlo, pretendiendo haberlo robado en el campo de batalla, o diciendo que lo tenía desde hacia mucho tiempo, cuando comerciaba con gente ajena al enemigo.

Lo cambió desventajosamente, como era de esperarse y Yamina se había preguntado muchas veces cuánto tiempo les quedaba antes que apareciera el verdadero enemigo, el hambre.

Ahora, debía enfrentarse a los hechos.

Era absolutamente imposible que ella y Hamid pudieran llegar a otro país sin dinero, o pensar en regresar a Rusia.

Algunas veces pensó que, si su padre llegaba a morir, ella encontraría la forma de regresar a su patria y quedarse en San Petersburgo. Pero ahora se daba cuenta de que, al carecer de una fuerte suma de dinero con que sobornar a un lanchero para que la llevara al otro lado del Mar Negro, aquél era un sueño irrealizable.

¡Pero entrar al harén!

Todas las fibras de su cuerpo rechazaban la idea.

—Estará segura, mi ama —dijo Hamid como si supiera por dónde navegaban sus pensamientos—. Y Sahin dice que, más adelante, la sacarán de alguna forma. Ya no es tan difícil como cuando el sultán vivía en el serrallo. Ahora vive en el Palacio de Dolmabahce, en la costa del Bósforo. Tal vez alguna noche podría conseguirse un barquito… Mihri es inteligente y tiene mucho poder.

—Pero el… harén… murmuró Yamina.

—Sahin dice que Mihri la presentará como su hermana. Yamina se puso de pie y caminó hasta la ventana de la cocina.

Afuera, el sol brillaba aún sobre los techos de las blancas casas, pero era evidente que la tarde llegaba a su fin. Pronto caería la suave noche del Levante, y las estrellas brillarían en el cielo aterciopelado.

El Bósforo se vería iluminado por las luces de los barcos de vapor que se dirigían al Mar Negro, y que transportaban tropas de refuerzo para luchar contra las fuerzas rusas, que aún resistían en Sebastopol.

Aquellos soldados, tarde o temprano, traspasarían las defensas y conseguirían hacer rendirse a la ciudad y humillar a los rusos.

Después vendría la paz, pero hasta entonces ella estaría en peligro de muerte.

Apenas comenzara la búsqueda, casa por casa, la descubrirían. No tenía papeles, ni documento alguno que probara su identidad, y estaba segura de que si la confrontaban con un francés, el subterfugio utilizado con Lord Castleford sería poco efectivo.

Era posible despistar a un inglés pero no ocurriría lo mismo con un auténtico ciudadano de Francia.

Sin embargo, todo lo que había oído decir acerca del harén del sultán: el secreto, el misterio, los crímenes que allí ocurrían, parecían envolverla en una nefasta pesadilla.

«Desde mi llegada a Constantinopla», pensó, «he tenido noticias del serrallo, vacío ahora desde hace dos años, irguiéndose siniestro contra el cielo».

A pesar de que durante mucho tiempo albergó a miles de personas y casi constituía una ciudad, en la que pululaban sastres, cortadores, músicos, astrólogos, enanos y bufones y hasta un cuidador de jaulas de pericos, ahora sólo lo habitaban fantasmas y era un lugar aterrador.

¿Cómo podía una mujer ignorar los rumores que circulaban en torno al serrallo de los bostanjis, los lancheros que hacían las veces de jardineros y que ponían a las mujeres que osaran contrariar al sultán, dentro de una bolsa con piedras y las tiraban al mar? Morían en presencia de los eunucos negros, quienes las supervisaban en la muerte como lo hicieran en vida.

En el mundo cristiano, se consideraba a los sultanes de Constantinopla como monstruos de libertinaje y pecado.

Aunque Yamina tenía la suficiente cultura para saber que el actual sultán, bajo la influencia del embajador británico, era un hombre inteligente que había llevado a cabo diversas reformas, no ignoraba que su vida privada era aún un misterio.

Su padre le había explicado con frecuencia que la pasión turca por mantener secretas todas las cosas, llegaba al fetichismo. Un halo de misterio rodeaba a sus hogares, sus mujeres y su monarca no sólo ante los extranjeros sino ante ellos mismos.

«Es usual» le había dicho, «que cuando el sultán se pasea por la ciudad, lo haga rodeado de guardias que llevan estandartes y sombrillas con flecos de perlas, y hasta usan cascos con plumas de avestruz a fin de cubrir a su amo de miradas curiosas».

«¿Y por qué son así los turcos?» había preguntado Yamina con interés.

«Es parte de su carácter. De ahí las leyendas acerca de la crueldad y de los crímenes del serrallo. Algunas pueden ser ciertas, pero estoy convencido de que la mayor parte son inventadas».

«¿Sabremos alguna vez la verdad?».

«Es muy difícil» —había respondido su padre—. «Según tengo entendido, el embajador británico ha logrado persuadir al sultán de que modifiquen gran parte de su protocolo. En el pasado, cada visitante que recibía era sometido a un baño ritual».

«¿Un baño?».

«Como bien sabes, los musulmanes son fanáticos de la limpieza. Por ello, después de haber sido bañados, se envolvía a los visitantes en lujosas batas y se les llevaba en andas, sostenidos de ambos lados por funcionarios de la corte, hasta llegar a presencia del sultán».

«Pero ¿por qué?».

Su padre había reído.

«Supongo que el inaudito honor los dejaba paralizados».

«¿Y qué sucedía después?».

«Según me han contado algunas personas que han visitado al sultán, se les concedía la gracia de ser saludados por un dedo enjoyado que asomaba por un pequeño agujero a través de las cortinas que protegían el trono».

«¿Cortinas?».

«Sí; luego te mostraré una fotografía. El trono semeja una gigantesca cama de cuatro postes que sostienen el dosel de plata, incrustado con esmeraldas y rubíes del tamaño de un huevo de gallina, y con colgaduras de brocado bordado en perlas y oro».

Las historias que le contaba su padre habían despertado en Yamina un gran interés en el serrallo y en las mujeres que allí vivían.

Supuso que eran más de trescientas, pero nunca pudo saber la cifra exacta. Nadie sabía con precisión cuántas mujeres vivían encarceladas entre los gigantescos muros.

Y ahora, aunque pareciera increíble, Hamid le estaba sugiriendo que se refugiara en el lugar del cual una vez alguien dijo: «En ese sitio, la religión es el placer y el sultán es Dios».

—No puedo hacerlo… no puedo hacerlo —murmuró para sí.

Pero ¿qué alternativa le quedaba? ¿Esperar a que las autoridades turcas o, peor aún, la chusma, la arrancará de su escondite?, ¿o huir a campo traviesa y dejarse morir de hambre? ¿Podría solicitar la ayuda de los británicos?

Sabía, aunque le costara admitirlo, que sería tratada con deferencia, pero el embajador no tendría otra opción que entregarla a las autoridades turcas, quienes la encarcelarían y tal vez la ejecutarían, considerándola una espía.

«Realmente no tengo mucho dónde elegir», concluyó.

Pero no podía dejar de temblar ante la perspectiva de acudir a Mihri, de ser encerrada en la prisión más terrorífica, notoria y conocida del mundo: el harén de «la sombra de Alá en la tierra, el sucesor del Profeta, el amo entre los amos».

Se dio cuenta de que Hamid esperaba su respuesta, y sintió renovarse su gratitud por aquel hombre que había arriesgado tanto, manteniéndose fiel a sus amos, aunque la tierra de ella y su padre estuviera en guerra con la suya.

—¿Por qué has hecho todo esto por nosotros, Hamid? —le preguntó.

—Ustedes me recibieron en su casa como si fuera la mía —respondió él con mucha seriedad—. Ustedes son mi familia.

Lo dijo con tanta sencillez y sinceridad, que Yamina sintió asomar las lágrimas a sus ojos.

—¿Y qué podemos hacer con el amo? Debernos enterrarlo. ¿Cómo encontraremos un sacerdote sin correr el riesgo de que se conozca nuestra identidad?

—Yo creo, amita… que cuando usted parta debemos quemar la casa.

Yamina lanzó una exclamación de horror pero, después de que pasó la primera impresión, comprendió que era lo más razonable.

Aparte del natural deseo de dar sepultura a su padre, debía tener en cuenta a Hamid. Si llegaba a saberse que él había servido y ocultado a dos rusos, le costaría la vida.

La sangre oriental que Yamina llevaba en las venas la hizo reaccionar favorablemente ante la idea de una pira funeraria.

Era, seguramente, lo que su padre hubiera querido. Con frecuencia había comentado que la muerte era tenebrosa y los funerales mórbidos. Una vez, hacía ya muchos años, le había oído decir:

«Odio la idea de ser puesto en un agujero en la tierra, y cuando vi el féretro de mi padre depositado en la bóveda familiar, me dije que eso era igualmente desagradable. Pero ¿cuál es la alternativa?».

Se trató de un comentario casual pero ahora, el recuerdo de aquellas palabras le hizo comprender que tenía la respuesta.

Ella y Hamid prenderían fuego a la casa y las llamas subirían hacia el cielo. Del cuerpo de su padre sólo quedarían cenizas y no tendría un agujero en la tierra como última morada ni una bóveda tenebrosa.

—Tienes razón Hamid —dijo en voz alta—, eso haremos.

—Si mi ama lo permite, iré a hacer los arreglos necesarios con Sahin.

—No le abra la puerta a nadie hasta que regrese.

—Ve, y que Alá te acompañe —lo despidió Yamina a la usanza oriental y, por un instante, el rostro severo de Hamid se iluminó con una sonrisa.

—Un día, mi ama, volveremos a casa.

—Estoy segura que sí. Pero no importa qué ocurra conmigo, Hamid, debes regresar y tratar de ver a mi tío o a mis primos y explicarles lo sucedido y cuánto has hecho por nosotros.

Hamid se inclinó, haciendo con soltura la reverencia tan grata a los orientales cuando se sienten conmovidos. Después, sin añadir una palabra más, salió de la casa cerrando la puerta tras sí.

Después de que se marchó, Yamina se llevó las manos al rostro. Le costaba trabajo creer lo que estaba sucediendo.

¿Estaba absolutamente decidida a refugiarse en el harén del sultán? Sin embargo, sabía que, si en alguna parte estaría segura, era con Mihri.

La bella circasiana era un año mayor que Yamina, y estaba en la plenitud de sus encantos cuando fue raptada por los agentes del sultán. Habían removido cielo y tierra en su busca durante tres días antes de conocer la verdad acerca de su paradero.

Yamina había llorado amargamente su pérdida, pero el resto de las mujeres de la casa sonreía. Cuando hablaban de Mihri, lo hacían con la convicción de que se encontraba en el único lugar donde su belleza sería apreciada.

Había sido su padre el que la había hecho comprender que para Mihri, como para tantas otras chicas, aquélla era una oportunidad única en la vida.

«¿Cómo puede soportar ser una entre trescientas mujeres que buscan atraer al sultán?» preguntó Yamina. «Y, aun suponiendo que él se fijara en ella, las demás estarían celosas y la odiarían por ser la preferida».

«Tengo la sensación de que las mujeres son iguales en todas partes del mundo» había respondido su padre con una sonrisa. «Todas quieren atraer la atención de los hombres, y siempre esperan hacer un buen matrimonio. Estoy convencido de que, para Mihri, convertirse en una Ikbal será la máxima ambición de su vida».

«Mihri es inteligente; yo le enseñé a leer y a escribir. Sabe hablar inglés, y su francés es bueno, y supongo que a estas alturas, ya debe saber turco» había protestado indignada Yamina.

«Le sería muy difícil comunicarse con gran parte de las mujeres del harén de no ser así. Pero el sultán habla tanto inglés como francés por lo que, en lo que a él se refiere, Mihri estará en ventaja con respecto a sus rivales».

«Dudo que ninguna sea tan bonita como ella» repuso Yamina acalorada.

Ahora sabía que había tenido razón.

Si Mihri era una Ikbal, es decir, una favorita estable, tenía la posibilidad de convertirse en Kadin, o sea, en esposa del sultán. ¿Y qué mujer oriental podía pedir más?

Como Ikbal, Mihri debía tener cierto poder y ello significaba que podría mantenerla oculta y que la protegería, no sólo en el harén, sino ante el mismo sultán.

No habría ningún otro hombre que pudiera traerle problemas, y estaba segura de que su físico jamás llamaría la atención de ningún turco, si se le comparaba con una circasiana.

El cabello rubio de Mihri y su piel blanca, resultaban irresistibles para un potentado oriental.

«Estaré segura en muchos sentidos», pensó, tratando de infundirse confianza.

Después, como si ya no soportara pensar más en eso, subió al cuarto de su padre muerto y oró junto a su lecho.

Hamid no regresó hasta muy tarde. Yamina lo esperaba en la cocina. Había cocinado una cena sencilla para ambos a fin de calmar la impaciencia de la espera.

Cuando lo vio entrar, se levantó de un salto mirándolo ansiosa, tratando de adivinar lo que tenía que decirle.

El, después de hacer la acostumbrada reverencia, le dijo:

—Todo está bien, mi ama.

—¿Mihri sabe ya que el amo ha… muerto?

—Vi a Sahin, y él habló con ella mientras yo esperaba. Enviará a buscarla mañana y Sahin se asegurará de que pueda entrar al palacio sin que tenga que hablar con nadie hasta que haya visto a Mihri.

Se hizo un silencio y, después de un momento, Yamina preguntó:

—Es lo único, que… puedo hacer, ¿verdad Hamid?

—Es lo único, amita, y creo que es lo mejor. Siguen las revueltas en la ciudad y las ejecuciones de los espías.

El tono de voz de Hamid expresaba a las claras el horror que aquello le causaba.

—Tienes razón. Pero ¿estás seguro de que cuando termine la guerra podré salir?

—Mihri lo arreglará todo, y Sahin me ha prometido que, de alguna forma, lograrán hacerla salir del harén.

«Si no lo hacen, moriré», pensó Yamina. «No es lo peor que me puede ocurrir y antes que vivir prisionera por. El resto de mi vida, me uniré a papá dondequiera que esté».

Las largas horas que pasó junto al lecho de su padre, le habían traído una extraña paz.

Al principio sólo pensó en llorar su pérdida, pero después sintió como si él estuviera junto a ella y la consolara, explicándole que lo que ocurría con el cuerpo no tenía importancia alguna, que era el espíritu lo que importaba rescatar.

Había estado muy unida a él durante los años que siguieron a la muerte de su madre. El era un hombre inteligente, con grandes intereses culturales sobre todo en historia. Le complacía hablarle a su hija de las civilizaciones antiguas y la instruía acerca de sus costumbres y su modo de vida.

Una vez, cuando hablaban del gran Genghis Khan y de Alejandro Magno, Yamina comentó con un suspiro:

«Me parece un esfuerzo tan vano. Todo lo que lograron, los ideales por los que lucharon, se han perdido y olvidado, murieron con ellos. Entonces, ¿para qué tanto esfuerzo?».

«Nada se pierde, hija mía» había respondido él. «Cada onza de esfuerzo humano vuelve a la gran energía de donde provino. Es la vida lo que nos activa a todos».

«¿A hacer mayores esfuerzos para la consecución de más objetivos?».

«Exactamente».

«¡Entonces nosotros dos también estamos perdidos!».

«Perdidos no, reactivados, porque eso es justamente la evolución. Surgen grandes figuras, que a su vez dan lugar a otras».

Había hecho una pausa antes de agregar:

«Estoy convencido de que cada cosa que hacemos y cada uno de nuestros pensamientos contribuye en alguna forma al total, de manera que nada se pierde».

Yamina había tratado de entender, pero era demasiado joven en aquel tiempo.

Después había meditado en cómo llegaban y se iban las estaciones y cómo las semillas y las hojas de los árboles volvían a la tierra para dar lugar a otros árboles y otras hojas.

«Tal vez ocurra lo mismo con nosotros», se había dicho entonces, «en cuyo caso no existe la muerte sino el renacimiento».

Ése era el mensaje que seguramente su padre trataba de darle.

No obstante, resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera la decisión que debía tomar, pues ello podía significar el fin de su vida ya que, si no lograba salir nunca del harén, sólo le restaría morir.

—¿Qué debo hacer, Hamid? —preguntó con repentino terror.

—Usted siempre ha sido valiente, mi ama, igual que el amo. El, como usted, era una persona de mucho coraje.

Hamid tenía razón, se dijo Yamina. Necesitaba ser valiente para llevar adelante esta extraña aventura de la que ignoraba el final. Sin embargo, tenía la sensación de no estar absolutamente sola.

Aunque no tenía a su padre para protegerla, estaba a cargo de la persona que impidió que cayeran en manos del enemigo en Balaclava y que los condujo sanos y salvos a Constantinopla.

Gracias a Hamid, ella y su padre habían podido vivir juntos y contentos durante seis meses, aunque se vieran privados de los lujos a los que estaban acostumbrados.

«No he estado triste en estos seis meses», pensó, y sabía que era cierto.

El espíritu de compañerismo que unió a su padre, a Hamid, y a ella misma les trajo una desconocida felicidad, se sintieron mutuamente protegidos y guiados por una fuerza superior desconocida e inexplicable, pero siempre presente.

Ellos no habían hecho nada malo, ni causado daño a ser humano alguno y odiaban la guerra. Deseaban la paz, y la habían encontrado en aquella modesta casita turca, oculta en la capital enemiga.

No tenían amigos, ni a nadie a quien recurrir aparte de ellos mismos y, a pesar de los contratiempos, habían logrado sobrevivir.

«Ahora tendré que enfrentarme sola al futuro» se dijo, y comprendió que ello lo hacía más difícil.

Cuando ingresara al harén, ya no tendría el apoyo de su padre ni de Hamid, en los que tanto confió.

Era como iniciar un viaje peligroso, sin conocer su destino final, y saber que estaría sola… completamente sola.