Capítulo 3
¡Buenos días, Su Alteza!
Anastasia abrió los ojos y vio a Olivia, la doncella que le había sido enviada desde Maurona para atenderla, haciéndole una reverencia en la puerta del camarote.
La reverencia habría tenido más dignidad si ella no se hubiera visto obligado a asirse de la puerta, porque el barco se movía de forma violenta, como lo había estado haciendo desde que salieran del Canal de la Mancha para entrar en la Bahía de Vizcaya.
De hecho, la tormenta había empeorado día tras día de modo que, aunque a Anastasia le inspiraba cierta confianza viajar en un barco de guerra, por momentos se preguntaba si naufragarían a pesar de la aparente resistencia de la nave.
El resto del grupo sucumbió al mal tiempo.
Cuando fueron despedidos en Tilbury, por Lord John Russell y otros estadistas de gran importancia, Anastasia había hecho todo lo posible por mostrarse digna.
La Gran Duquesa, por su parte, había sido la personificación misma de la dignidad cuando, envuelta en pieles, descendió del carruaje real que las llevó de Hampton Court hasta la costa.
Había saludado al grupo que se encontraba allí para despedirlas, con gracia y al mismo tiempo con un ligero toque de condescendencia, lo que le reveló a Anastasia con exactitud cómo había actuado su madre cuando era la Gran Duquesa reinante de Holstein.
Ella misma había estado demasiado excitada ante la perspectiva del viaje que la esperaba, como para preocuparse por la impresión que iba a causar.
No dejaba de ser impresionante darse cuenta de lo distinguidos e importantes que eran los caballeros que habían llegado a desearles una buena travesía en la que, desde todos los puntos de vista, era el viaje más importante de su vida.
El barco de guerra H. M. S. Warrior era imponente. Le habían explicado a Anastasia que constituía la réplica británica de La Glorie, el primer acorazado de Francia, y era el navío más grande del mundo.
Cuando se disponía a abordarlo, el Primer Lord del Almirantazgo se había acercado a ella, para decirle:
—Éste será el primer viaje del Warrior y espero que resulte tan cómodo para Su Alteza, como se ha predicho que lo es.
—Tengo entendido que es un acorazado —había respondido Anastasia, ansiosa de que él se diera cuenta de que no ignoraba que el Warrior era un barco excepcional.
—Así es —contestó el Primer Lord— y sólo el peso de su coraza es de mil trescientas cincuenta toneladas. Su peso total es de ocho mil novecientas, casi tres veces el de los barcos de guerra de madera que ha desplazado.
—Me siento muy honrada por ser la primera viajera del Warrior.
Anastasia sonrió y notó un visible brillo de admiración en los ojos del Primer Lord.
No era sorprendente que la multitud que se había reunido en el muelle aplaudiera al ver a Anastasia abordar el barco.
Vestida de color de rosa, con la chaqueta adornada con piel y el sombrero decorado con plumas de avestruz del mismo tono que el vestido, parecía muy romántica y muy hermosa.
—¡Buena suerte!
—¡Felicidades!
La multitud la vitoreaba cuando ella subía por la rampa de abordaje. Le arrojaron pequeños ramilletes de romero blanco y una herradura hecha de cartón.
El grupo que iba a escoltarla a Maurona estaba formado por su madre y Sir Frederick Falkland, el Embajador Británico ante aquel país. Pero había sido aumentado con la presencia de la Baronesa Benasque, que sería dama de honor de Anastasia, y el Capitán Carlos Aznar, ayudante personal del rey.
Además de estos personajes que habían llegado por tierra desde Maurona a Inglaterra, estaba Olivia, la doncella que atendería a Anastasia durante el viaje.
Olivia le explicó con orgullo que había sido seleccionada porque provenía de una familia de marineros y jamás se mareaba en el mar.
Eso resultó una gran ventaja, porque la Gran Duquesa y Sir Frederick desaparecieron casi tan pronto como el barco abandonó la bahía. La baronesa, después de resistir pálida y ojerosa por dos días, finalmente se dio por vencida y también se retiró a su camarote.
—¿Sigue empeorando la tempestad? —preguntó Anastasia al ver que descorría la cortinilla de la claraboya.
—El mar continúa muy picado, Su Alteza —contestó Olivia— y el capitán ha enviado una sugerencia de que sería conveniente que se quedara usted en cama, para evitar el riesgo de que se rompa una pierna.
—No, ¡claro que voy a levantarme! —replicó Anastasia con firmeza—. Debo seguir con mis lecciones. Estoy decidida a que cuando lleguemos a tu país, podré hablarle con facilidad a mis súbditos.
—Su Alteza aprende rápido —contestó Olivia—. Debe tener una aptitud natural para los idiomas.
Anastasia sonrió con satisfacción.
Le había complacido descubrir que el mauronés no era tan difícil como había supuesto. De hecho, era una mezcla de francés y español, ambos derivados del latín, y como ella era eficiente en los tres idiomas, el mauronés le resultaba sencillo.
Por otra parte, se aplicó al aprendizaje con un entusiasmo y un interés muy grandes. Hablaba el idioma con Olivia y, lo que era más importante, lo hablaba con el Capitán Aznar, el único mauronés del grupo que seguía de pie. Anastasia insistía en que le diera lecciones que duraban casi todo el día.
—Voy a cansarla, Alteza —había protestado él más de una vez.
—No me importa cansarme —contestaba Anastasia – Estoy decidida a hablar bien su idioma cuando lleguemos a Maurona.
—No sabe la enorme satisfacción que me causa, Alteza, oírla hablar de ese modo —decía él y Anastasia había escuchado una nota no sólo de gratitud, sino también de otra emoción más profunda en su voz.
Después de cinco días en el mar, se daba bien cuenta de que el capitán se estaba enamorando de ella.
Percibía la misma inconfundible expresión en sus ojos y la misma nota en su voz que había observado en el vizconde y el que, cuando menos un mauronés, la consideraba atractiva y deseable, le proporcionaba cierta sensación de consuelo.
En circunstancias normales, habría sido inconcebible que pasara tantas horas sola con un joven atractivo que venía solo como acompañante. Debió ser la baronesa la que se sentara a instruirla, así como a contestar todas sus preguntas acerca de su nuevo país.
El Capitán Aznar, por supuesto, se mostraba encantado de sustituir a la baronesa.
—Cuénteme sobre su capital —sugirió Anastasia.
—Sergei está en el lado francés de los Pirineos. Se encuentra en las faldas mismas de éstos, con los montes elevándose por encima de la ciudad. También es nuestro puerto más importante.
—¿El palacio es atractivo?
—Originalmente era un castillo y parte de lo que queda del viejo palacio tiene centenares de años —contestó – Pero hace alrededor de cincuenta, el abuelo de Su Majestad construyó un palacio nuevo, en el viejo lugar. Es en extremo impresionante y está inspirado en el Palacio de Versalles.
—¡Otra vez la influencia francesa! —comentó Anastasia en un impulso.
Advirtió que el rostro del Capitán Aznar se oscurecía al responder:
—Hay otro palacio, en Huesca, del otro lado de las montañas, inspirado en la Alhambra española.
—¿Va Su Majestad con frecuencia allí? —preguntó Anastasia.
—No se ha usado en muchos años —contestó el Capitán Aznar con tristeza.
Ella ya sabía que el Capitán Aznar pertenecía a una familia de origen español y que defendía con pasión la parte del país situada al sur de los Pirineos.
«Debe haber sido deliberado», pensó Anastasia, «que la baronesa sea de ascendencia francesa y el Capitán Aznar de origen español».
Quienquiera que hubiese seleccionado a sus acompañantes, había tratado de ser imparcial.
Olivia, por su parte, aunque procedía de Sergei, también tenía sangre española en las venas.
—Quiero que me ayudes, Olivia —declaró Anastasia ahora, ya vestida, en tanto que la doncella le arreglaba el cabello, aunque le costaba trabajo mantener el equilibrio, de pie detrás de Anastasia.
Por fortuna todos los muebles del camarote habían sido atornillados a las paredes; pero aun el hecho de poner un cepillo sobre el tocador significaba arriesgarse a que fuera arrojado con violencia al suelo, mientras las olas se estrellaban con fuerza contra las claraboyas, como si trataran de romper los espesos cristales que la cubrían.
—Usted sabe que yo haría cualquier cosa que Su Alteza me pidiera —contestó Olivia con su cálida voz.
—Quiero que me digas, cuando estemos en Sergei, lo que la gente piensa y dice de mí —le pidió Anastasia. Al ver la sorpresa que se reflejaba en los ojos de la muchacha, explicó— es muy difícil para uno saber la verdad, cuando se está rodeado de cortesanos que dicen lo que ellos piensan que uno desea escuchar, o que simplemente pretenden ser agradables. Confiaré en ti, Olivia, para saber todo lo que debo saber. Es la única forma en que puedo ayudar a tu pueblo.
—¿Su Alteza desea realmente ayudarnos? —preguntó Olivia con voz baja.
—Lo deseo con todo mi corazón —contestó Anastasia con una nota de inconfundible sinceridad en la voz.
Vio que Olivia contenía el aliento antes de afirmar:
—Su Alteza es una dama maravillosa. Agradezco a Dios el privilegio de servirla.
Por el momento Anastasia no agregó más; pero estaba decidida a convencer a Olivia de que no debería tener miedo de hablar con franqueza, no sólo durante el viaje, sino cuando ya estuvieran en el palacio.
«Si no me entero de lo que va a ocurrir antes que suceda», pensó, «no tendré la menor oportunidad de hacer algo para evitar la invasión francesa».
Tenía sólo una idea muy vaga de lo que podría hacer, pero estaba decidida a evitar la probabilidad de tener que volver a Inglaterra para vivir en el exilio.
Sabía lo mucho que había sufrido la Gran Duquesa, ya viuda, lejos del país que su marido había gobernado y obligada a vivir de la caridad de sus propios familiares.
«Yo no permitiré que eso me suceda», se dijo Anastasia con firmeza, y con un leve estremecimiento de temor recordó que si alguna vez tenía que abandonar Maurona, el Rey iría con ella.
Era horrible pensar en volver a Inglaterra derrotada e indeseada, pero mucho peor aún era imaginar lo que significaría vivir con un marido frustrado y resentido.
«Lucharé para salvar a Maurona», se decía Anastasia todas las noches, antes de acostarse.
Pero a pesar de su decisión, no podía dejar de pensar en lo insignificante que era: sólo una muchacha ignorante que sabía poco de la vida y no había visto nada del mundo, fuera de Inglaterra.
«¿Por qué no aprendí más?», se preguntó cientos de veces, y resultó poco consuelo para ella comprender `que en realidad estaba mejor educada que la mayor parte de las muchachas de su edad.
—¡Cuénteme más! ¡Cuénteme todo lo que crea que debo saber sobre su país! —le pidió al Capitán Aznar cuando encontró que la estaba aguardando en el camarote del almirante.
Era un lugar más cómodo de lo que Anastasia esperaba. Cuando se instalaron en dos sillones de terciopelo, adosados al piso, Anastasia vio una profunda admiración en los ojos del Capitán Aznar.
—Pensé que después de la terrible noche que pasamos, Alteza —respondió él— usted no se levantaría esta mañana.
Anastasia pareció turbada.
—Casi me siento avergonzada de confesar que dormí profundamente.
—¡Jamás pensé que una mujer pudiera poseer tal fortaleza!
—La verdad es que para mí constituye un grato descubrimiento saber que soy buena marinera.
—¿Nunca había viajado por mar, Alteza?
—¡Nunca! Y no estoy dispuesta a perder un solo día de lecciones.
El abrió el libro que tenía enfrente y que Anastasia sabía que había sido traído a bordo por la baronesa.
Después de repasar algunos de los verbos, resultó más simple y agradable conversar en mauronés.
—Nunca pensé que nadie pudiera aprender con la rapidez con que usted lo ha hecho, Alteza —declaró el Capitán Aznar cuando llevaban más de una hora hablando.
—Creo que es un idioma muy bello —contestó Anastasia. Se quedó un momento callada antes de preguntar titubeante—. ¿Pu… puedo con… confiar en usted, capitán?
—Me sentiría desconsolado, Alteza —respondió el capitán abriendo los ojos con visible sorpresa— si pensara usted que no puede hacerlo.
—Claro que pienso que puedo confiar en usted, y deseo que me diga con toda franqueza, olvidando por el momento la posición que voy a ocupar, qué puedo hacer para ayudar a Maurona.
El capitán permaneció callado durante un momento y luego dijo:
—Habla usted, Alteza, como si ya se hubiera enterado de que tenemos dificultades.
—He sabido que hay inquietud entre los habitantes que viven al sur de las montañas —contestó Anastasia – Sienten que no están en iguales términos que… digamos… quienes tienen la influencia de sus vecinos franceses.
Al principio el Capitán Aznar pareció escoger sus palabras con gran cuidado; pero después comenzó a hablar con rapidez, con una elocuencia y una sensibilidad que revelaron a Anastasia lo profundo de sus sentimientos respecto al asunto.
Le explicó que los más importantes puestos de gobierno siempre le eran asignados a quienes simpatizaban con los franceses; que había más obras y más progreso en el norte del país que en el sur; que las concesiones comerciales se otorgaban siempre a personas de ascendencia francesa.
—Lo que es más —continuó el Capitán Aznar— la nobleza y las clases superiores hablan siempre en francés, de modo que nuestro lenguaje comienza a ser olvidado por ellas. El Primer Ministro es un hombre muy patriota, ama con pasión a Maurona; pero muchos de sus colegas piensan que el país estaría en mejores condiciones si estuviera más íntimamente ligado a Francia.
Se detuvo para añadir con decisión:
—Para mí, y para muchos hombres como yo, eso sería total y absolutamente desastroso.
—¿Cuál es la posición del ejército? —preguntó Anastasia.
—Allí las cosas están más o menos balanceadas —reconoció el Capitán Aznar— y eso se debe a que el ejército casi siempre está estacionado en el sur. La gran llanura de Leziga está justo al pie de las montañas, pero del lado sur. Allí se realizan las maniobras militares y se están construyendo nuevos cuarteles. Por lo tanto el ejército, podría uno decir, está más aclimatado e identificado con la región española.
—¿Y son leales a Su Majestad el Rey?
Hubo una pausa significativa antes que el Capitán Aznar contestara:
—Creo que sí, y le digo la verdad, Alteza, cuando le aseguro que lo creo. Sin embargo, se han notado ciertas inquietudes, de vez en cuando, cuando Su Majestad se encuentra en el extranjero.
No había necesidad de que el capitán explicara que el Rey pasaba demasiado tiempo fuera del país y, por supuesto, tampoco le había de decir adónde iba.
—Lord John Russell me habló de sus… dificultades —explicó Anastasia— y usted sabe muy bien lo difícil que sería para mí modificar las cosas tal como se encuentran en la actualidad. Me criticarían mucho si intentara hacerlo. Yo misma me he dicho con frecuencia que soy una extranjera y que, como tal, debo moverme con mucho mucho cuidado para no hacer nada inaceptable.
—No se imagina usted, Alteza, lo que significa para mí oírla hablar de ese modo —declaró el capitán Aznar. Cuando la vi por vez primera, pensé…
Se detuvo.
—¿Qué pensó usted? —preguntó Anastasia.
El Capitán Aznar volvió a titubear antes de responder:
—Pensé que era la mujer más hermosa que había visto en mi vida. Pero también pensé, y por favor, no piense que estoy siendo grosero, Alteza, que era demasiado joven e inexperta para pensar en nada que no fueran vestidos bonitos, bailes y fiestas.
—¿Y ahora qué piensa usted?
—Ahora pienso que usted conquistará el corazón de todos en Maurona —respondió él con voz baja y no hubo necesidad de que añadiera que ya había conquistado el suyo.
El mal tiempo continuó hasta que llegaron al Estrecho de Gibraltar.
Fue entonces que Anastasia se enteró de que el barco había sufrido daños superficiales durante la tormenta, las que debían repararse antes que pudieran terminar la última parte del viaje.
Eso no la perturbó. Se encontraba muy bien en el Warrior y no había prisa, por lo que a ella se refería, de llegar a Sergei.
La Baronesa Benasque logró subir a cubierta, pálida y desencajada, después de los varios días de mareo, y se mostró horrorizada ante la idea del retraso.
—Eso significará —declaró— que, a menos que pospongan la fecha de su matrimonio, Alteza, lo que considero improbable, pasará muy poco tiempo en Sergei antes de la boda.
—¿Importa eso mucho? —preguntó Anastasia con ligereza.
Se dijo que por largo que fuera el intervalo entre el momento de conocer al Rey Maximiliano y el de su matrimonio, eso no afectaría el resultado final.
Aun si se detestaban a primera vista, no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer al respecto.
Anastasia ya había decidido que no debía pensar demasiado en lo que le esperaba, si no quería dejarse invadir por el pánico.
«Debo ser sensata e inteligente acerca de esto y mantener la calma», se dijo.
Entre tanto, estaba decidida a disfrutar de Gibraltar.
Tan pronto como la guarnición inglesa estacionada allí se enteró de que el H. M. S. Warrior iba a permanecer dos o tres días en ese puerto mientras reparaban los daños causados por la tormenta, el comandante se presentó en el barco para pedirle a Anastasia que asistiera a un baile dado en su honor.
Después de la inactividad en el mar, ella no podía imaginar nada más emocionante que la oportunidad de bailar con varios jóvenes encantadores. Los oficiales del barco, que habían tenido un viaje agotador, también se mostraron encantados de aceptar la invitación y el comandante se retiró a toda prisa para efectuar los preparativos del caso.
La Gran Duquesa, que continuaba en cama, aún afectada por los estragos del viaje, en un principio se opuso a la idea; pero con una nueva firmeza que inclusive la sorprendió a ella misma, Anastasia insistió en que no podía defraudar a los oficiales ingleses y que asistiría al baile. La Gran Duquesa todavía se sentía demasiado enferma para discutir, así que se declaró vencida.
Cuando llegó la noche del baile, la Gran Duquesa se negó a asistir, porque aún no se sentía bien. La Baronesa Benasque, por lo tanto, tuvo a su cargo la tarea de acompañar a Anastasia que, desde luego, iba escoltada por el Capitán Aznar.
Anastasia se alegró de que la Gran Duquesa no hubiera asistido. La cena dada en su honor por el comandante se inició como una ocasión muy formal. Por lo tanto, ella hizo un esfuerzo por tranquilizar a todos, por mostrarse sencilla, natural y muy feliz. Su actitud fue contagiosa y la velada resultó un éxito.
Después del primer baile convencional con el comandante de la guarnición, todos los oficiales presentes manifestaron su deseo de bailar con Anastasia.
Ésta estaba hermosísima con uno de sus nuevos trajes de baile. Era de tul verde, con múltiples volantes adornados con ramitos de diminutas azucenas, y la favorecía más que ningún otro vestido que hubiera usado nunca.
No cabía duda de que la Reina Victoria se habría escandalizado ante la animación con la que todos bailaban allí las mazurkas. A Anastasia le pareció que aun los valses se ejecutaban más aprisa que en el Castillo de Windsor.
Todo fue muy alegre y, se dijo, muy bueno para su moral.
—¿Por qué tenía usted que ser princesa? —murmuró un oficial del ejército inglés en Gibraltar al oído de Anastasia, mientras se deslizaban por la pista de baile—. No debería decir esto, Alteza, y probablemente me haga usted fusilar al amanecer por ello; pero es la muchacha más bonita que he visto en mi vida, y me ha condenado a la soltería eterna. De aquí en adelante, la compararé con cuanta muchacha conozca, y no desearé casarme nunca.
Para Anastasia fue delicioso oír cumplidos que nunca había tenido oportunidad de escuchar.
—Espero que el Rey Maximiliano se dé cuenta de lo afortunado que es —declaró un comandante naval durante el último baile de la noche.
—Yo espero lo mismo —respondió Anastasia en tono ligero.
—Su Majestad sería ciego, sordo y tonto si no apreciara lo que le hemos traído de Inglaterra —agregó el oficial con una nota en la voz que le reveló a Anastasia que estaba dispuesto a defender sus convicciones de manera apasionada.
—Nadie me ha dicho aún si los ingleses son populares en Maurona o no —contestó ella.
—¡Sin importar qué hayan pensado en el pasado, puedo asegurarle, Alteza, que ahora van a recibir algo que en justicia debió haberse quedado en Inglaterra! ¡Si de mí dependiera, la guardaría bajo llave, junto con las joyas de la Corona! ¡Es usted demasiado hermosa para que la hayamos convertido en producto de exportación!
Nuevamente Anastasia se sintió segura de que el comandante no hubiera hablado con tanta familiaridad a bordo del Warrior. Pero Gibraltar parecía «tierra de nadie»: ya estaban muy lejos de Inglaterra y aún no habían arribado a Maurona.
Además, cuando uno andaba girando por un salón de baile al compás de la animada música de la banda del regimiento, era muy difícil recordar que había que ser convencional.
Cuando volvieron a abordar el barco, Anastasia se dirigió al camarote de su madre.
—¡Te perdiste una fiesta maravillosa, mamá! —exclamó con entusiasmo.
—Estás un poco desarreglada, Anastasia —respondió la Gran Duquesa con frialdad—. Espero que no hayas estado bailando de una forma que yo no aprobaría.
—Espero que no, mamá —murmuró Anastasia de forma evasiva.
Le dio a su madre un beso de buenas noches y se marchó.
Cuando estaba a punto de entrar en su camarote, recordó que había dejado en el camarote del almirante un libro en mauronés que había estado leyendo. Abrió la puerta y encontró al Capitán Aznar que se estaba sirviendo una copa.
Se puso en actitud de atención, golpeó los talones e hizo una inclinación de cabeza.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber, Alteza?
—Me gustaría un poco de limonada, si hay —respondió Anastasia.
El se la sirvió en un vaso, que le entregó con cortesía.
—¿Se divirtió esta noche, Alteza? —preguntó después, sin quitarle los ojos de encima.
—Sí, fue una fiesta deliciosa. La más divertida de las fiestas en las que he estado —sonrió antes de añadir— no porque hayan sido muchas.
—Eso no lo entiendo. Yo hubiera supuesto que todos en Inglaterra estarían ansiosos de que usted iluminara sus fiestas como una estrella.
—La gente que hace grandes fiestas no piensa en una princesa de poca importancia, que vive en una casa de «gracias y favores», en Hampton Court.
El Capitán Aznar sonrió.
—¡Y ahora Cenicienta, Alteza, no sólo va al baile, sino que se casa con el Príncipe Azul!
Anastasia cruzó el camarote para mirar a través de la claraboya las luces de la bahía.
—¿Usted cree que Su Majestad será eso para mí? —preguntó con voz baja.
—Eso espero —contestó el Capitán Aznar – ¡Yo deseo la felicidad de usted, Alteza, como no he deseado nada antes en mi vida!—. Anastasia no contestó y después de un momento el capitán añadió – ¡Para ayudarle a encontrarla, me pongo a su servicio, Alteza, desde hoy y para siempre!
Había una profunda emoción en su voz, que a Anastasia le pareció muy conmovedora.
Con lentitud se dio vuelta para mirarlo y la expresión que había en los ojos de él hizo que bajara los suyos.
—Un día tal vez le recuerde esa promesa, capitán —dijo ella con voz muy suave.
—Y cuando eso suceda, encontrará usted que soy un hombre orgulloso de servirla y agradecido por la oportunidad. ¡Estoy dispuesto no sólo a morir por usted, Alteza, sino también a vivir por usted!
Otra vez los ojos de Anastasia se encontraron con los suyos y por un momento no supo qué contestar.
Después extendió su mano.
—Gracias —respondió con mucha suavidad—. Creo que en el lugar a donde voy, necesitaré de un amigo.
El Capitán Aznar tomó su mano en la suya y se arrodilló de forma espontánea y la besó.
Ella sintió sus labios en la piel desnuda. Cuando él se puso de pie, Anastasia retiró la mano y dijo con una vocecita tímida y muy joven:
¡Gracias! ¡Muchísimas gracias!
* * *
Al atardecer del día siguiente el barco estuvo listo para salir de Gibraltar. La banda militar tocó en el muelle, donde se había reunido mucha gente que movía las manos en señal de despedida.
Anastasia, ataviada con uno de sus lindos vestidos, se encontraba de pie junto a la barandilla, con el capitán a su lado, moviendo los brazos.
El frío, la lluvia y las tormentas habían quedado atrás. Ahora el sol brillaba con intensidad y cuando comenzaron a costear el Mediterráneo este tenía un tono de azul semejante al del manto de la Virgen.
—¡Estamos retrasados! ¡Estamos muy retrasados! —gimió la Gran Duquesa y su grito encontró eco en las lamentaciones de la baronesa.
Anastasia siguió en la barandilla junto al capitán, en tanto que las dos mujeres se retiraban comentando, con desventura, la pérdida de tiempo.
—¿Importa tanto que nos hayamos retrasado? —le preguntó al capitán—. Mi madre y la baronesa parecen desoladas.
—Sólo significará que tendrá usted que casarse al día siguiente de nuestra llegada, en lugar de esperar una semana, como se había planeado —contestó él—. Sería imposible cancelar todos los preparativos que se han hecho, para posponer la boda.
—¿Por qué? —preguntó Anastasia.
—Por los miembros de la realeza de países vecinos que han sido invitados y por la gente que ya debe estar viajando rumbo a la capital para poder presenciar la procesión nupcial —el capitán sonrió antes de añadir— me imagino que todas las actividades se suspenderán en Maurona. La gente no ha tenido un espectáculo igual desde la coronación.
—¿A qué personajes de la realeza habrán invitado? —preguntó Anastasia.
—No estoy seguro —contestó el Capitán Aznar – Cuando yo salí, Su Majestad aún estaba revisando las listas de invitados, con la ayuda del Primer Ministro.
—¿Usted cree que el Emperador y la Emperatriz de Francia hayan sido invitados?
—Si lo fueron, no creo probable que acepten la invitación —respondió el Capitán Aznar.
Esto tranquilizó a Anastasia. Sin que supiera por qué, no deseaba conocer a Napoleón III. Estaba segura de que él tenía un alto grado de culpa con respecto a lo que estaba sucediendo en Maurona. Más aún, su conducta hacia Inglaterra hacía que ella se sintiera en contra de todo lo francés.
—Estoy seguro de que los rumores acerca de que los franceses van a invadir su país son falsos —le dijo el Capitán Aznar, como si hubiera adivinado lo que estaba pensando.
—Eso espero —murmuró Anastasia.
—El emperador mismo ha declarado que no tiene intenciones de hacer tal cosa —comentó el capitán.
—La cuestión es si uno puede creerle —respondió ella.
El Capitán Amar no contestó y después de un momento de silencio, Anastasia añadió:
—No hablemos de guerra o sobre la posible amenaza de guerra. Cuénteme más historias sobre Maurona. Eso es lo que deseo oír.
Un día después, el Warrior entraba con suavidad en la Bahía de Sergei. Como era un barco demasiado grande para llegar hasta el embarcadero, debió anclar en el centro de la bahía.
De pie en la cubierta, Anastasia vio por vez primera el país que sería su hogar.
Esperaba que fuera bello, pero no tanto como lo era en realidad.
Las casas de la ciudad estaban pintadas de blanco, contra un fondo oscuro de verdes pinos, cipreses y olivos de color gris plateado.
Por encima de la ciudad se elevaban los majestuosos Pirineos, no muy altos en la parte cercana a la costa, pero sí en la distancia, donde se distinguían picos muy blancos, aún cubiertos con las nieves del invierno.
La Bahía de Sergei era muy bella, con una playa de arenas doradas en la orilla del agua. Cuando el Warrior apareció a la vista, grandes multitudes descendieron hacia la orilla del mar, llenando el muelle y las avenidas cercanas a la playa. Había gente hasta en los techos de las casas y hoteles que daban a la bahía.
Se escuchaba el tañer de las campanas de la iglesia, así como las sirenas de los barcos que daban la bienvenida al acorazado, cuando éste dejaba caer el ancla.
Banderas y estandartes de brillantes colores se desplegaban por todas partes. El Capitán Aznar había advertido a Anastasia que debía esperar una gran profusión de flores.
—No sólo será la semana de su boda, Alteza. También es el Festival de las Flores. Habrá procesiones por las calles y una Batalla de las Flores.
—¡Qué emocionante! ¿Cree usted que podré verlo?
Supongo, Alteza, que verá usted la procesión desde el balcón de la cancillería, que da a la calle principal.
—¿Y la batalla?
El Capitán Aznar se echó a reír.
—¡Me temo que no permitirán que Su Alteza tome parte en eso!
—¡Qué desilusión! ¿De dónde provienen las flores? —preguntó Anastasia.
—Nuestro país cultiva una gran cantidad de flores. La mayor parte de ellas se utiliza en la preparación de perfumes.
—¡Yo ignoraba eso! ¡Qué interesante! —exclamó Anastasia.
—La gente experta en esa materia me ha dicho que nuestros nardos, por ejemplo, son los mejores que se cultivan en la zona del Mediterráneo. Y a las mujeres de París les encantan los perfumes a base de nardos.
El capitán no agregó, porque no consideraba adecuado para los oídos de Anastasia, que los nardos eran las flores del amor sensual y las cortesanas de París preferían su aroma a cualquier otro.
—Debo ver cómo hacen los perfumes.
—Es muy interesante —contestó el Capitán Aznar – Dicen que se necesitan mil quinientas flores para lograr una sola gota de esencia. Podrá usted ver cómo efectúan la destilación. Alteza, tanto en Sergei como en Arcala, una población situada al sur de las montañas.
—Iré allí también —prometió Anastasia y él la miró lleno de gratitud.
* * *
Casi tan pronto como ancló el Warrior una elegante lancha blanca, con la bandera de Maurona flotando en la proa, avanzó velozmente hacia el barco.
Visiblemente nerviosa, Anastasia se volvió al capitán.
—¿Vendrá Su Majestad a bordo? —preguntó.
El hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Se han realizado preparativos para que el Rey reciba a Su Alteza en la escalinata del palacio. Usted será conducida en procesión a través de la ciudad, escoltada por el Primer Ministro y miembros de su gabinete.
Vio que la lancha se acercaba al Warrior y añadió:
—Creo, Alteza, que debería usted bajar y estar con la Gran Duquesa y la baronesa, cuando lleguen.
—Sí, por supuesto —reconoció Anastasia.
Se dirigió al camarote del almirante y advirtió que su madre ya la esperaba impaciente.
—¿Por qué tardaste tanto en bajar? —preguntó con voz aguda—. Recuerda, Anastasia, que debes actuar en todo momento de forma muy circunspecta. Es muy importante que produzcas una buena impresión. Las primeras impresiones son las que perduran.
—Haré todo lo que esté a mi alcance, mamá —respondió Anastasia con humildad.
La tranquilizaba saber que su vestido azul pálido la favorecía mucho, y que su sombrero, adornado con botones color de rosa, al igual que su pequeña sombrilla, podía rivalizar con cualquiera que se hubiera comprado en París.
Al mismo tiempo, era imposible no sentirse nerviosa cuando los principales dignatarios de Maurona fueron conducidos a bordo y escoltados por el capitán del barco hacia el camarote del almirante.
El Primer Ministro era un hombre de aspecto distinguido, que comenzaba a ponerse calvo, de ojos astutos y, pensó Anastasia, un poco calculadores.
La saludó en francés, pero ella le contestó en mauronés y fue evidente la grata sorpresa que ello le causó.
—¿Su Alteza Real habla nuestro idioma? —preguntó sonriente.
—He tenido un maestro muy eficiente —contestó Anastasia – Y espero no avergonzarlo cometiendo errores gramaticales.
—¡Estoy seguro de que Su Alteza jamás podría hacer eso! —contestó el Primer Ministro.
Hubo un largo intercambio de saludos antes que el grupo inglés desembarcara para dirigirse en la lancha blanca hacia donde los esperaban los carruajes abiertos de la procesión.
Para deleite de Anastasia, no sólo los caballos estaban decorados con flores, sino también los carruajes.
Se apoyó contra un toldo cubierto de claveles y descubrió que viajaría con el Primer Ministro sentado a su lado, con Sir Frederick Falkland, resplandeciente en su uniforme de gala con el sombrero de embajador adornado con plumas blancas y el Capitán Aznar frente a. Ella.
Al llegar a Gibraltar, Sir Frederick se había disculpado una y otra vez por haber sucumbido al mareo. A ella le pareció un hombre aburrido y un poco tonto. Se preguntó por qué, si Maurona tenía tanta importancia estratégica, no habían enviado a un embajador más competente que él para representar a Inglaterra.
Mas por el momento, Anastasia sólo estaba deseosa de causar buena impresión en el Primer Ministro.
Sin embargo, era difícil hablar por encima del ruido que hacían las multitudes al paso de la procesión, que se dirigía al palacio. Éste se encontraba en lo alto de la población, rodeado por frondosos bosques que hacían que brillara como una joya sobre un fondo de terciopelo verde.
Las calles se hallaban transformadas con estandartes, banderas, arcos de flores y guirnaldas de todas las formas y tamaños imaginables. Desde los balcones atestados de gente arrojaban claveles, rosas, lirios y orquídeas silvestres, que no tardaron en cubrir el piso del carruaje y la manta que Anastasia llevaba sobre las piernas.
Todo era muy alegre y la gente sonreía, movía las manos y lanzaba vítores, en tanto que Anastasia respondía con creciente excitación y deleite.
—La gente parece alegre y feliz —le comentó al Primer Ministro.
—En general somos muy alegres —contestó él—. Y si me permite decirlo, Alteza, usted es exactamente como esperábamos que fuera.
—¿Qué quiere decir?
—Como una princesa de cuento de hadas —contestó él, y añadió con una sonrisa— perdóneme, Alteza, pero nuestra impresión usual acerca de los ingleses es de damas muy altas y estiradas, y de caballeros de dientes prominentes que usan faldas escocesas cuando están en el extranjero.
Anastasia empezó a reír con espontaneidad.
—Entiendo muy bien lo que me quiere, decir y algunos ingleses son como usted los describe. Yo espero ser diferente.
—¡Claro que es usted muy diferente, Alteza! —declaró el Primer Ministro y cuando ella se volvió a sonreírle, se sintió casi segura de que había logrado una nueva conquista.
Después de avanzar por calles que a Anastasia le parecían interminables, los caballos comenzaron a ascender y el palacio, enorme y blanco, apareció ante ellos. Poco después. Se detenían ante él.
Una gran alfombra roja cubría la escalinata, al pie de la cual aguardaba una resplandeciente guardia de honor y, a ambos lados, un nutrido grupo de personas elegantemente vestidas. Los caballeros, en su mayor parte de uniforme, con el pecho cubierto de condecoraciones, y las damas con enormes crinolinas y diminutas sombrillas adornadas de encaje, para protegerse del sol.
Anastasia bajó del carruaje y levantó los ojos para ver una alta figura de uniforme blanco que salía por la puerta del palacio y comenzaba a descender la escalinata en dirección a ella.
Sintió que el corazón le daba un vuelco y comprendió que estaba más asustada de lo que lo había estado nunca en su vida. ¡El Rey se acercaba… era el hombre de ojos oscuros y mirada severa del retrato!
¡Era el Rey Maximiliano III de Maurona… su futuro esposo!