Capítulo 1
1860
¡TE amo, Anastasia!
—Lo siento, Christopher.
—Quiero hablar contigo. ¿En dónde hay un lugar en el que podamos charlar?
—En ninguna parte del castillo, como bien sabes.
—Hay algo que debo decirte.
—Pues tendrá que esperar.
Su Alteza Real, la Princesa Anastasia, pronunció esas palabras mirando a su pareja con aire travieso; pero la expresión en el rostro del Vizconde Lyncombe era sombría, mientras giraban alrededor del salón rojo del Castillo de Windsor, al compás de un vals vienés.
La luz de centenares de velas se derramaba parpadeante sobre las parejas que bailaban y arrancaba destellos de las condecoraciones que lucían los caballeros.
Las damas, con sus crinolinas, semejaban graciosos cisnes que se deslizaban con tanta delicadeza que su exquisitez resultaba indescriptible.
Sin embargo, la Reina Victoria había fruncido el ceño cuando, poco antes, había visto a sus invitados bailando la mazurka, así como un baile alemán llamado el Gross Vater.
—Tengo que hablar contigo, Anastasia —insistió el Vizconde Lyncombe sin darse por vencido—. Es algo que se refiere a ti… y tienes que escucharme.
—Si vas a declararme tu amor una vez más, Christopher —contestó la Princesa Anastasia— no vale la pena que te escuche. Tú sabes muy bien que no podemos casarnos.
—¿Por qué no? Preguntó el vizconde malhumorado.
—Porque tengo sangre real… aunque debo confesar que no me sirve de mucho.
—¿Y eso qué importa? Después de todo, el título de mi padre es uno de los más antiguos de la Gran Bretaña. Ya éramos condes en los tiempos de Agincourt, en tanto que tú… —Se detuvo con brusquedad.
—¡Está bien, dilo!
—Bueno, en la actualidad tu país forma parte de Prusia.
—Mi padre era un Holstein, es verdad —reconoció la Princesa Anastasia— pero mi madre es prima de la Reina y tú sabes tan bien como yo que Su Majestad no permite que ninguna de nosotras se case con un hombre que no sea de sangre real.
—Podemos fugamos —sugirió el vizconde.
El tono de su voz denotaba tanta urgencia que la princesa lo miró sorprendida.
Conocía a Christopher Lyncombe desde que era niña, porque la Condesa de Coombe, madre del vizconde, y su propia madre eran íntimas amigas.
El tenía seis años más que ella y cuando eran pequeños la molestaba mucho, hasta hacerla llorar, siempre que la Princesa Beatrice, Gran Duquesa de Holstein, pasaba una temporada con el Conde y la Condesa de Coombe, en su finca de campo.
Tan sólo poco tiempo atrás, cuando Anastasia iba a cumplir dieciocho años, el vizconde, que llevaba una vida muy alegre y disipada en Londres, se había enamorado de ella.
El mismo se había mostrado un tanto sorprendido ante las tumultuosas emociones que ella despertaba en su interior. En cuanto a Anastasia, era algo que nunca había esperado que sucediera.
—¿Lo dices en serio? —preguntó ahora.
Observó a su alrededor para asegurarse de que nadie podía escuchar su conversación.
Por fortuna, aunque la reunión de Navidad en el Castillo de Windsor había sido muy grande, este baile que la reina había decidido ofrecer el último día era una ocasión mucho más íntima, a la que sólo asistían familiares y un pequeño grupo de invitados.
—¡Claro que lo digo en serio! —le aseguró el vizconde, casi enfadado—. Te amo, Anastasia, y no puedo vivir sin ti. Eres… demasiado preciosa para que me resigne a perderte.
—¿Por qué hablas de ese modo? —preguntó Anastasia.
El vizconde calló un momento, como si meditara bien sobre lo que iba a decir, antes de contestar:
—Mi padre estuvo en el concilio privado esta mañana. ¡Y allí decidieron tu futuro!
—¿Que decidieron mi futuro? —repitió Anastasia asombrada.
—Por eso es tan urgente que huyas conmigo. Iremos a cualquier lugar del mundo que tú quieras, donde nadie pueda impedir que nos casemos y donde podamos estar juntos.
—¿Adónde podríamos ir? —preguntó Anastasia con curiosidad—. La Reina nos haría detener antes de llegar a ninguna parte. Además, no creo que me agradaría vivir en algún rincón oscuro del mundo, menospreciada por todos los míos.
—Bueno, el vivir en un rincón oscuro del mundo es exactamente lo que tienen planeado para ti —declaró el vizconde con firmeza.
Otra vez Anastasia levantó la vista hacia él, con los ojos azules muy abiertos por el asombro.
—¿Qué han… decidido que tengo que… hacer? —preguntó.
—¡Casarte con Maximiliano de Maurona!
—¿El Rey?
—Sí, el Rey. Serás Reina, Anastasia. Y te casarás con un hombre al que nunca has visto, un hombre que, de acuerdo con todo lo que he oído, no es el marido adecuado para ti.
—¿Cómo sabes tú… esto? —preguntó Anastasia.
—Mi padre comentó que la sugerencia había sido efectuada por la Reina y que el Embajador de Inglaterra ante Maurona había sido llamado para recibir instrucciones. La alianza ya ha sido propuesta ante el Rey.
—Tal vez se niegue a… casarse conmigo —replicó Anastasia, casi como si hablara consigo misma.
—No tendrá más posibilidades de elección que las que tienes tú —replicó el vizconde—. Maurona es un país demasiado pequeño para desafiar a la Gran Bretaña, y aunque al Rey no le importaría mucho que su país fuera anexado a Francia, el pueblo de Maurona rechazaría la idea.
—¿Por qué no le importaría al Rey? —preguntó Anastasia con curiosidad.
—Porque, si deseas saber la verdad —contestó el vizconde—. Su Majestad está enamorado de todo lo que es francés, en particular de las mujeres. Cuando no está en París, disfrutando con todas las bellezas del Segundo Imperio, se dedica a un escandaloso idilio con la esposa del Embajador de Francia.
El vizconde habló lleno de desprecio, pero en seguida se apresuró a añadir, visiblemente avergonzado:
—No debería estar diciéndote esto, pero deseo que comprendas que es imposible que te cases con un hombre de ese tipo.
—¿Lo conoces? —preguntó Anastasia.
Por un momento el vizconde permaneció en silencio, mientras la conducía con todo sigilo más allá de la Reina, que bailaba con uno de los primos de su marido, el Príncipe Alberto.
Cuando ya nadie podía escucharlos, el vizconde respondió:
—Sí, lo he visto dos veces. Es agradable, desde el punto de vista de un hombre, pero no es el marido ideal para ti, Anastasia. A ti ni siquiera te van a consultar. Te dirán que vas a casarte, y no tendrás tiempo de pensarlo siquiera. Como verás, es una cuestión bastante urgente.
—¿Por qué? ¡Explícamelo, por favor! —suplicó Anastasia.
—Porque, y ten en cuenta que estoy revelando secretos de estado —contestó el vizconde— hay rumores de que, ya logrado el armisticio con Austria, el Emperador, decidido a hacer nuevas conquistas, está pensando en anexarse Niza y Saboya.
—¡Eso es imposible! —exclamó ella.
—¿Por qué? Después de todo, si los franceses se jactan de que podrían invadir Inglaterra si así lo quisieran, el hecho de anexarse, un pequeño principado debe ser juego de niños para ellos.
Anastasia no necesitaba de la ayuda del vizconde, ni de nadie más, para comprender que la decisión de casar al Rey Maximiliano con una parienta de la Reina Victoria de Inglaterra era una maniobra política.
Maurona era un pequeño reino situado en el Golfo de Lyon, en el Mediterráneo, que limitaba con Francia y España.
Hacía ya muchos años que era un país independiente; pero, como Niza y Saboya, siempre había permanecido a la sombra de sus vecinos más grandes y más importantes.
—Como comprenderás, debemos actuar con rapidez —la urgió el Vizconde Lyncombe, interrumpiendo sus pensamientos—. Tienes que fugarte conmigo. Si aceptas la sugerencia, yo haré todos los preparativos necesarios. ¿Cuándo regresarás a tu casa?
—Mi madre y yo nos iremos mañana de aquí.
—Muy bien. Iré por ti el jueves.
—¡No… no, Christopher, no te apresures de ese modo! ¡No puedo decidir algo tan importante mientras estamos bailando! Además, ¿cómo puedo estar segura de que lo que dices es verdad?
—Lo sabrás tú misma antes de lo que te imaginas —respondió el vizconde con aire sombrío—. Sabes tan bien como yo, Anastasia, que mi padre jamás hablara la ligera, sin estar muy seguro de lo que dice.
Eso era verdad, pensó Anastasia. Como caballero personal de la Reina y persona grata en la corte, el Conde de Coombe nunca hablaba con precipitación. Por consiguiente, pocas veces decía algo que no valiera la pena de ser escuchado.
Si él había afirmado que el concilio privado había decidido enviarla a Maurona, para casarse con el Rey Maximiliano, Anastasia podía estar segura de que eso iba a suceder.
Y, sin embargo, era difícil creer que todo su futuro hubiera sido decidido con tanta facilidad.
Aunque muchas personas consideraban la Navidad en el Castillo de Windsor como un evento tedioso y aburrido, Anastasia siempre disfrutaba mucho de él. En contraste con la aburrida vida que llevaba con su madre en una casa de «gracias y favores», en el palacio de Hampton Court, la reunión en Windsor le parecía alegre y emocionante.
Desde luego el castillo, frío y algo sombrío, parecía mucho más cálido y bello cuando se le decoraba para las festividades, con árboles de Navidad llenos de velas y dulces. Había obsequios para todos los miembros de la casa y la familia, y en cada regalo había una tarjeta escrita por la propia Reina. Este año el lago se había congelado y todos los días habían bajado envueltos en mantas de piel, para patinar sobre hielo o para ser empujados en trineos.
Por la noche no faltaban las diversiones: una obra teatral interpretada por los niños de la familia, una ópera cantada por artistas profesionales en la Galería Waterloo, donde la acústica no era muy buena; pero para Anastasia, que casi nunca iba al teatro, todo eso había constituido una tremenda emoción.
En un baile como el que estaba teniendo lugar esa noche, lo que más le gustaba a Anastasia era participar en los bailes de cuadrillas y en las animadas danzas escocesas, que ella interpretaba con gracia y entusiasmo, aunque no ignoraba que su madre le llamaría la atención al día siguiente.
—Debes comportarte de forma más circunspecta —le decía la Princesa Beatriz continuamente.
Pero Anastasia no podía menos que sentir que cuando fuera vieja tendría tiempo más que suficiente para comportarse «de forma circunspecta», razón por la cual, por el momento, quería divertirse.
—Y bien, ¿has tomado alguna decisión? —preguntó el Vizconde Lyncombe.
—Sabes muy bien que no —respondió Anastasia – No puedo huir contigo sin pensarlo con mucho detenimiento.
—Si yo tuviera un mínimo de sentido común, te obligaría a venir conmigo declaró el vizconde – ¡Eres tan hermosa!
Una nota profunda en su voz y la expresión que se reflejaba en sus ojos provocaron que Anastasia sintiera una repentina timidez. Al mismo tiempo, era divertido pensar que era capaz de emocionar de ese modo al muchacho que siempre había bromeado y jugado con ella, hasta tal punto que en un período de su vida había llegado a odiarlo por las travesuras que le hacía.
El baile estaba llegando a su fin y como las parejas bailaban ahora una frente a la otra, el vizconde preguntó:
—¿A qué hora te irás mañana?
—Temprano por la mañana, supongo —contestó Anastasia – Para entonces la Reina ya estará harta de todos nosotros.
—Mañana por la noche iré a verte con cualquier pretexto.
—Averigua todo lo que puedas —le pidió Anastasia – Me gustaría saber si alguien ha hablado con mi madre acerca de este asunto.
Y casi tan pronto como salieron del castillo, a la mañana siguiente, se enteró de que la Gran Duquesa sabía muy bien lo que se había planeado.
—Quiero hablar contigo, Anastasia —dijo en el instante en que el carruaje real que las conducía al palacio de Hampton Court atravesó la entrada del castillo y descendió por la colina hacia el río.
—¿Sobre qué? —preguntó Anastasia, abriendo mucho los ojos con expresión de inocencia.
—Sobre tu matrimonio. La Reina había pensado hacerlo ella misma, pero luego decidió que sería mejor que yo hablara primero contigo y te explicara lo afortunada que eres.
Anastasia permaneció en silencio. Sabía, por larga experiencia, que era un error interrumpir a su madre cuando ella deseaba expresar alguna idea.
—Dado que tú has sido bien educada, Anastasia —continuó la Gran Duquesa— no es necesario que te explique las dificultades políticas que imperan en el país como consecuencia de la agresividad francesa y de la terrible amenaza de invasión de ese país que habíamos considerado amigo nuestro.
—Sí, lo entiendo muy bien, mamá —respondió Anastasia con humildad.
El balance del poder en Europa, por lo tanto, es de extrema importancia en estos momentos, y es imperativo evitar que los franceses adquieran más terreno del que han ganado hasta ahora.
—Estoy de acuerdo. Por supuesto, mamá.
—Por eso debemos alentar a Maurona a que continúe siendo independiente, con una Reina cuyas simpatías estén del lado de Inglaterra.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo, mamá? Preguntó Anastasia con suavidad después de un momento de silencio.
—Tú, Anastasia, has sido seleccionada por la Reina como futura esposa del Rey Maximiliano de Maurona —antes que Anastasia pudiera responder, la Gran Duquesa continuó con rapidez—. Sé que te va a asustar la idea de dejarme, de vivir fuera de Inglaterra. Pero esto representa todo lo que yo había soñado para ti. Y sé que, de estar vivo, tu querido padre se habría regocijado, como yo, ante el hecho de verte ocupar tu puesto entre las testas coronadas de Europa.
—¿Por qué la reina me eligió a mí, mamá? —preguntó Anastasia. Se produjo una leve pausa, como si la Gran Duquesa tratara de decidir si debía decirle la verdad a su hija. Por fin, con una inesperada sonrisa, contestó con franqueza:
—¡Porque eres la princesa disponible más bonita que hay! Anastasia se echó a reír.
—Después de haber visto a las demás, ése no es un gran halago.
—Se sabe que el Rey Maximiliano es muy exigente —continuó su madre ya con su acostumbrada expresión de severidad—. No era posible enviarle a alguien a quien él no pudiera admirar o que no resultara digna del trono de Maurona.
Recordaba, al decir eso, que la Reina Victoria había comentado:
—En realidad Anastasia es demasiado joven y, según he oído, demasiado frívola para ocupar un puesto tan importante; pero no hay nadie más. El Príncipe Consorte y yo hemos discutido el asunto con sumo cuidado y no encontramos ninguna princesa elegible para esa posición y con el tipo de atractivos físico que estoy segura de que Maximiliano espera en su esposa.
—Yo, desde luego, señora, me siento muy honrada por la elección —había respondido la Gran Duquesa con humildad.
No podía menos que sentirse complacida ante el hecho de que la reina hubiera escogido a Anastasia para una posición tan importante.
Desde que el Gran Duque se matara en un accidente, cuatro años después de su matrimonio, la Princesa Beatriz se había instalado en Inglaterra. Holstein, el país en el que reinara su esposo, había sido anexado de forma pacífica por Prusia, después de la muerte de él. Por lo tanto, ella había regresado a su propia patria, llevando consigo a su única hija, que entonces tenía dos años.
Con poco dinero y como Gran Duquesa sin marido y sin reino, no tenía posición oficial, excepto como persona de sangre real, prima de la Reina Victoria.
Le habían dado una casa de «gracias y favores» en el palacio de Hampton Court; pero ella siempre había notado que la trataban como a la «parienta pobre» y tanto ella como Anastasia dependían por completo de la benevolencia de la Reina.
La Reina Victoria había destinado mil habitaciones del hermoso palacio de los Tudor como apartamentos para las viudas o los hijos de servidores distinguidos de la Corona, o dependientes reales.
El palacio, construido por el Cardenal Wolsey, fue obsequiado por éste al Rey Enrique VIII, quien se casó allí con dos de sus esposas.
La Princesa Beatriz había amado profundamente a su marido y si había llevado largo luto por él, era porque no tenía alternativa. La mayoría de los demás ocupantes de las casas del palacio eran muy viejos, así que la princesa y su hija no tenían más vida social que las ocasionales invitaciones a Windsor o a las casas de unas cuantas amigas fieles de la juventud de la princesa.
Una de ellas era la Condesa de Coombe. Los condes invitaban con frecuencia a la Gran Duquesa y a Anastasia a su casa de campo. Y la Gran Duquesa se había preguntado varias veces si no sería posible que Anastasia llegara a casarse con el rico y encantador hijo único de los Condes de Coombe.
Pero ella sabía muy bien que ése era un sueño insustancial porque Anastasia, como princesa de sangre real, no podía casarse sin el consentimiento de la Reina, quien siempre había afirmado de forma categórica que ningún miembro de su familia podría casarse con nadie que no tuviera también sangre real.
Pero ahora Anastasia se convertiría en una Reina y la Gran Duquesa sentía el corazón rebosante de gratitud por este inesperado beneficio que les había llegado cuando menos lo esperaban.
—Me pregunto qué pasaría si me negara a casarme —anunció Anastasia con voz muy clara, cuando el carruaje pasaba frente al colegio Eton.
—¿Qué estás diciendo, Anastasia? —exclamó su madre.
—Los matrimonios arreglados me parecen una costumbre bastante bárbara, mamá. Para ser franca, debo confesarte que para mí equivalen a ser vendida en el mostrador de una tienda.
Se echó a reír al mismo tiempo que continuaba:
—La Reina, en realidad, le está diciendo al Rey Maximiliano: «Quieres protección y ayuda de Inglaterra. Muy bien, en ese caso, te enviaremos a una de nuestras novias especiales, envuelta con todo cuidado en la bandera británica».
—¡Anastasia! ¡Vas a lograr que me dé un ataque al corazón! —exclamó la Gran Duquesa con voz débil—. ¡Si la reina te oyera hablar de ese modo, se pondría furiosa… absolutamente furiosa!
—No lo diría delante de ella, mamá —contestó Anastasia – Tú eres la única a quien le digo lo que pienso.
—Entonces no lo pienses, Anastasia. ¿No te das cuenta de lo extraordinaria que es esta oportunidad para ti?
Anastasia no contestó y la Gran Duquesa lanzó un leve suspiro.
—Sé muy bien, pequeña, lo aburridos que te han parecido estos últimos meses. Yo esperaba que después de haber sido presentada en la corte, en la primavera, la Reina haría un esfuerzo especial por invitarte a cenas y fiestas en el Palacio de Buckingham. Pero no hizo nada al respecto.
—Creo que Su Majestad no me aprueba, mamá —replicó Anastasia con ligereza—. Todos afirman que no le gusta que haya una mujer bonita cerca de ella.
—¡Anastasia! —volvió a exclamar la Gran Duquesa escandalizada.
—¡Es cierto! Sabes muy bien que después del escándalo que se desató alrededor de Lady Flora Hastings, cuando todos pensaron que la pobre mujer iba a tener un hijo, y en realidad lo que tenía era un cáncer que le costó la vida, la reina siempre ha temido tener damas de honor atractivas.
—¿Cómo puedes mencionar ese lamentable y desafortunado episodio? —preguntó la Gran Duquesa con incredulidad—. ¿Quién te habló de él?
—Como tú y todas las demás mujeres de Hampton Court comentaron el asunto por años, era imposible que yo no me enterara de él. Además, como tú bien sabes, la tía de Lady Flora vive a tres puertas de nosotras. Y, mamá, yo sólo trataba de explicarte por qué la Reina no simpatiza conmigo.
—No importa si la Reina simpatiza contigo o no, Anastasia —replicó la Gran Duquesa con brusquedad—. Lo importante es que Su Majestad ha pensado en ti. Lo que es más, se ha ofrecido a ayudarme comprando tu trousseau.
Anastasia lanzó un leve grito.
—¡No es posible! ¡Oh, mamá! ¿Te imaginas lo que será tener algunos vestidos realmente bonitos y costosos? Estoy harta de los que hemos hecho nosotras mismas y la pobre señora Hawkins ya es demasiado vieja para ser costurera. Sus dedos están tan deformados por la artritis que me siento perversa cuando le pido que deshaga una costura o cosa una pinza. Debe ser una agonía para ella usar una aguja.
—No hemos podido pagar nada mejor —respondió la Gran Duquesa, casi en tono de disculpa.
—Lo sé, mamá, y no me estoy quejando —se apresuró a explicar Anastasia – Pero será maravilloso poder ir a Londres y escoger algo exquisito. ¿Cuánto dijo la reina que podíamos gastar?
—No puso límites —contestó la Gran Duquesa – Sólo dijo que te daría seis trajes de noche, doce conjuntos para el día y doce juegos de ropa interior, además de tu traje de novia.
—¡Ah, eso sí que es emocionante! —exclamó Anastasia—. ¡Mucho más emocionante que el que me digan que tengo que casarme con un Rey, al que le gustan las francesas y que con seguridad detesta a las inglesas!
—¡Anastasia! —exclamó la Gran Duquesa una vez más—. ¿Cómo puedes hablar de ese modo? ¿Quién te ha dicho esas cosas del Rey Maximiliano?
—Vamos, sé sincera conmigo, mamá. ¿No has oído comentar que el Rey tiene debilidad por todo lo francés y que por eso la Reina teme que Maurona sea incorporada al Imperio Francés?
—Yo… he oído que el Rey viaja con frecuencia a París —declaró la Gran Duquesa, titubeante.
—Las mujeres francesas son morenas, mamá. ¡Morenas, atractivas y muy alegres!… ¿Crees que el Rey vaya a admirarme?
La Gran Duquesa miró a su hija y le resultó difícil contestar.
Aunque Anastasia tenía un nombre ruso porque el Zar había sido uno de sus padrinos y su padre procedía de Europa Oriental, ninguna muchacha podría parecer más inglesa que ella.
Sus ojos, muy azules dentro de un rostro pequeño en forma de corazón, estaban sombreados por pestañas muy largas y oscuras, en tanto que su cabello tenía el tono dorado del sol en primavera parecía despedir luces, aun en los días más nublados.
Sus huesos eran pequeños y sus movimientos muy gráciles, lo que ella atribuía a los ancestros de su padre, que habían sido austriacos.
Pero su madre era inglesa y la madre de su padre también lo había sido, de modo que con su piel de tintes rosa pálido y blanco, que a veces parecía tan transparente como una perla, Anastasia era la viva imagen de lo que la gente consideraba, erróneamente, una típica belleza inglesa.
Además, en lugar de conformarse con la idea común de que un rostro bonito significa una cabeza vacía, Anastasia era en extremo inteligente, sensitiva y, pensó su madre con cierto temor, muy vulnerable.
«¿Cómo podrá Anastasia», se preguntó la Gran Duquesa por vez primera, «que no sabe nada del mundo, que es tan joven, tan inocente y tan ignorante de los problemas y dificultades de la diplomacia, convivir con un hombre como el Rey Maximiliano?».
Entonces se dijo con decisión que ella había sido muy feliz en su propio matrimonio, aunque se había arreglado en circunstancias similares, y que ella también había tenido que alejarse de Inglaterra para casarse con un hombre que había visto una sola vez en su vida. Sin embargo, se había enamorado de él muy poco tiempo después de la boda.
Por otra parte, su educación había sido muy diferente a la de Anastasia. Ella pertenecía a una familia numerosa; tenía hermanos y un padre a quien amaba de forma profunda y con quien siempre se había entendido muy bien. Además, ya había cumplido veintidós años cuando se casó.
Escogiendo sus palabras con gran cuidado, la Princesa Beatriz afirmó:
—Creo, Anastasia que, aunque un hombre, cuando sólo piensa en divertirse selecciona a determinado tipo de mujer, desea que su esposa sea diferente no sólo en apariencia, sino también en carácter.
—Ése es un pensamiento consolador, mamá —contestó Anastasia – Lady Walters me ha dicho que los hombres casi siempre se enamoran del mismo tipo de mujer, así como a algunos les gustan los perros pastor y a otros les parecen mejor los dálmatas.
—¡Lady Walters! —Gruñó la Gran Duquesa – Ya te he dicho muchas veces, Anastasia, que no pases mucho tiempo hablando con esa mujer. Nunca he entendido cómo logró obtener hospedaje en Hampton Court. Me imagino que la razón es que la Reina no la conoció nunca.
—¡Oh, sí la conoció, mamá! Lady Walters me ha contado muchas veces lo arrogante que fue Su Majestad con ella. Trató de mirarla hacia abajo, pero le fue imposible porque Lady Walters es mucho más alta que la Reina.
—No deseo hablar de esa mujer. Y te suplico, Anastasia, que no le hagas comentarios sobre tu próximo matrimonio.
Anastasia no respondió porque tenía el firme propósito de averiguar a través de Lady Walters todo lo que pudiera sobre el Rey Maximiliano.
Lady Walters, viuda de un distinguido diplomático, era un fondo inagotable de chismes e información acerca de todos los países del mundo y sobre todos los personajes de importancia.
Ya era muy anciana, pero insistía en usar una peluca de color rojo brillante, así como cosméticos en la cara, lo que hacía que la Gran Duquesa y las demás ocupantes de las casas de, «gracias y favores» la miraran horrorizadas.
Lady Walters era muy divertida. Hacía reír mucho a Anastasia contándole todos los escándalos que habían tenido lugar en las numerosas cortes donde su esposo había sido embajador.
Su resentimiento con la Reina Victoria de Inglaterra era comprensible, porque una vez que su marido se retiró del servicio diplomático, tanto él como ella fueron olvidados o menospreciados por los miembros de la corte inglesa.
Recordó entonces todo lo que Christopher le había contado sobre el Rey. Lady Walters podría confirmarle si era tan aficionado a las mujeres francesas como él decía o si su acusación había sido motivado por los celos.
Conforme continuaban avanzando en dirección a Hampton Court, Anastasia pensó en lo que había oído sobre París, así como sobre la alegría y la extravagancia del Segundo Imperio.
Fue entonces que recordó que dos años antes, el Emperador Napoleón III y la Emperatriz Eugenia habían viajado a Inglaterra, para hospedarse en Osborne, con la Reina Victoria.
La Gran Duquesa había sido invitada para conocerlos; pero, desde luego, Anastasia aún era demasiado joven para ser incluida en la invitación. Sin embargo, se había mostrado muy interesada en la visita y le había pedido a su madre que le contara hasta el último detalle de lo ocurrido.
Los vestidos que luciera la Emperatriz Eugenia habían sido fantásticos y Anastasia examinó con gran atención los dibujos que las revistas ilustradas habían publicado de ellos.
Al año siguiente la Reina Victoria había visitado Cherburgo, en Francia, pero desafortunadamente la Gran Duquesa no había sido incluida en el grupo que cruzó el Canal de la Mancha.
Sin embargo, Lady Walters se había enterado de todos los detalles de la visita, gracias a una amiga suya que había acompañado a la Reina. Le contó a Anastasia cómo Su Majestad se había negado a sonreír siquiera a la esposa del Ministro de Asuntos Extranjeros de Francia.
—¿Por qué? —había preguntado Anastasia.
—Su relación con el emperador ya es demasiado conocida —respondió Lady Walters.
—¿Quiere usted decir que el emperador…?
—Querida mía, él es francés —explicó Lady Walters con una sonrisa—. No hay una sola mujer hermosa en París a la que el emperador no vea con interés. ¿Y quién puede rechazar a un hombre que goza de tal posición?
Al reflexionar sobre esas palabras, Anastasia comprendió que se trataba de algo con lo que nunca había soñado siquiera, en su vida aislada y tranquila.
Su madre le había hecho creer que una vez que la gente se casaba vivía feliz por el resto de su vida. Y he aquí que el emperador de los franceses era infiel a su bella y elegante esposa.
A Anastasia no le resultó difícil lograr que Lady Walters le hablara sobre los numerosos idilios del emperador.
«Aunque el Rey Maximiliano no es francés», se dijo, «sí admira a las francesas y el modo francés de vivir, por lo cual supongo que es natural que siga el ejemplo del emperador en cuestiones del corazón».
Por primera vez pensó que tal vez el vizconde tuviera razón en considerar que el Rey no era un marido adecuado para ella.
—¡Piensa en lo espléndido que será, Anastasia, que te conviertas en Reina! —Estaba diciendo la Gran Duquesa – Tengo entendido que Maurona es un hermoso país. El clima es delicioso y si te casas dentro de un mes, llegarás a tiempo para ver las flores de la primavera, las naranjas y los limones que cuelgan de los árboles y las mosas en flor.
—¿Casarme en un mes, mamá? Preguntó Anastasia.
—Tal vez no te lo dije —respondió la Gran Duquesa evasiva— pero la Reina se mostró muy insistente en que no deberíamos perder tiempo. Después de todo, si el ejército francés decide invadir Maurona, no hay nada que el Rey pueda hacer para evitarlo.
Estas palabras fueron suficientes para que Anastasia comprendiera que la información secreta del vizconde había sido correcta.
No era sólo el destino de Niza y de Saboga lo que perturbaba al consejo privado de la Reina, sino también el destino de Maurona. Por eso debía casarse cuanto antes.
Ése era el modo en que Inglaterra podía aclarar con firmeza, de una manera que pudieran entender sin lugar a dudas, que estaba interesada en que Maurona continuara siendo un país independiente. ¿Y cómo dudarlo cuando sentada en el trono, como Reina había una mujer inglesa?
«Soy sólo un peón en el juego de ajedrez de la diplomacia internacional», se dijo Anastasia. «No soy una persona, ni tengo importancia como individuo. Sólo soy parte del juego diplomático. Si Francia da un paso adelante, Inglaterra hace otro tanto».
Pensó en lo vehemente que eran algunos políticos cuando se referían a las intenciones que tenía Francia de invadir Inglaterra.
A ella eso nunca le había parecido una amenaza real y pensaba que toda la alharaca que periódicos y políticos hacían al respecto no la afectaba de modo alguno.
Sin embargo, ahora toda su vida cambiaría por completo sólo porque al frente de Francia había un monarca ambicioso, con insaciables deseos de conquista.
Iba a ser una Reina. Pero ¿sería una Reina como la que acababan de dejar en el Castillo de Windsor?
¡No cabía la menor duda de que la Reina Victoria adoraba a su marido! A Anastasia le había bastado con observar la forma en que miraba al Príncipe Consorte y la manera en que cedía a todo lo que él deseaba, para comprender que lo amaba entrañablemente.
Sin embargo, la Reina no sólo había invitado al príncipe a visitar Inglaterra antes de permitirle que le propusiera matrimonio, sino que además, había tenido la posibilidad de elegir entre varios príncipes.
«Yo tengo sólo dos opciones», se dijo Anastasia ahora. «O me fugo con Christopher, lo cual causaría un terrible escándalo; o me caso con el Rey Maximiliano, que no está interesado en mí, ni en mi país, sino en nuestros enemigos los franceses».
Lanzó un profundo suspiro y decidió que era preferible no compartir con su madre sus pensamientos e inquietudes.
«Christopher me ama, pero yo no lo amo a él» pensó. «Al Rey puedo desagradarle mucho pero ¿cómo puedo saber qué puedo sentir por él hasta que lo conozca? ¡Y para entonces ya será demasiado tarde!».
Le pareció que se encontraba en una posición muy difícil. Sin embargo, no existía nadie que pudiera ayudarla, ni aconsejarla siquiera.
La Gran Duquesa continuó hablando hasta que llegaron a Hampton Court, pero Anastasia no la escuchaba. Estaba examinando el primer gran problema que surgía en su hasta entonces tranquila vida.
Entonces, cuando apareció ante ellas el hermoso palacio de ladrillos rojos y cruzaron la puerta llamada de Ana Bolena, pensó emocionada que, sin importar qué decisión tomara, sería excitante.
La vida aburrida había llegado a su fin. Frente a ella se extendía una gran aventura y se sentía como si estuviera en lo alto de una montaña de la que debiera saltar. Sin importar qué dirección tomara, la caída podría resultar desastrosa.•
«Sin embargo, cualquier cosa», se dijo Anastasia, «cualquier cosa y cualquier hombre es mejor que seguir aquí, encerrada en estas pequeñas habitaciones, recibiendo lecciones interminables, sin tener a nadie con quien hablar como no sean ancianos y señoras mayores que sólo están esperando la muerte».
—¡En casa al fin! —exclamó la Gran Duquesa – Y ahora, Anastasia, tenemos mucho que hacer. Debemos preparar una lista inmediata de lo que necesitas y arreglar nuestra visita a Londres mañana. ¿No es emocionante, querida?— concluyó, con un suspiro de alivio.
—¡Muy emocionante, mamá! —respondió Anastasia con sinceridad.
Pero al entrar en su apartamento se preguntó, con un leve atisbo de temor, sí el palacio en el que viviría en Maurona, casada con un hombre que no la amaba, no resultaría aún más una prisión que lo que siempre había considerado la pequeña casa de «gracias y favores» en la que vivía.