Capítulo 7

Amaneció antes que el vehículo se detuviera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Narda.

—Supongo que están cambiando las postas —respondió Elsie—. Finja estar dormida o la drogarán.

Aunque el corazón le latía con frenesí, Narda hizo un esfuerzo y cerró los ojos. Se reclinó hacia atrás con la cabeza inclinada como si estuviera dormida. Se dio cuenta de que un hombre vino para supervisar a las demás pasajeras. Ella sabía que, tal como se lo había informado Elsie, en el carro estaban otras ocho mujeres. Había podido verlas con la luz que entraba por el costado del carro. Éste aparecía completamente cubierto con una lona burda.

Las pasajeras permanecían sentadas en cómodas sillas que habían sido colocadas en filas de cuatro en cuatro. Las chicas casi yacían sobre éstas y tan calladas que a Narda le pareció impresionante. Ahora un hombre quitó la lona de un lado del carro. Ella deseó mirarlo para ver qué clase de persona era, pero sabía que su única oportunidad de escapar estaba en hacer todo cuanto Elsie le había sugerido. El hombre permaneció junto a la abertura hasta que otro llegó a su lado.

—¿Están bien? —preguntó el recién llegado en francés.

—Eso parece —respondió el primero.

—¿Que hay de la última chica? ¿La drogaste?

—No fue necesario —respondió el primer hombre—. No ha hecho un solo ruido desde que la puse con las demás.

Narda contuvo la respiración. Sabía que ambos la estaban mirando. Tuvo que hacer un supremo esfuerzo para que sus manos parecieran relajadas.

—¡Se quitó la mordaza! —exclamó el segundo hombre.

—Si despierta dale algo de beber. No queremos problemas cuando lleguemos a Fez.

Mientras hablaba, una de las chicas de la primera fila se movió y despertó.

—¿En dónde estoy? —preguntó con voz lastimera—. ¿Adónde… vamos?

—¡Atiéndela! —ordenó el segundo raptor. El primer hombre se subió al carro de inmediato.

—Está bien —aseguró él para calmarla hablando en correcto inglés—. Pronto estará en Fez donde la espera la gente del teatro.

—¡Tengo miedo! ¡Quiero ir a mi casa! —gritó la chica.

—Eso es una tontería. Usted va a ser un gran éxito. Todos la van a ovacionar… Lo que necesita es beber algo. Beba esto y se sentirá mejor.

Sin mirar, Narda supo que el hombre le había dado un vaso con algún brebaje a la chica.

—Bébalo todo —señaló él—. Más tarde hará calor y sentirá sed.

La chica lo obedeció.

—Ahora duérmase y olvídese de todo excepto del éxito que va a tener cuando baile.

La chica murmuró algo antes de quedar inconsciente una vez más. Después de esperar unos momentos para ver si volvía a hablar, el hombre se bajó del carro y cerró la lona. Cuando los caballos frescos se pusieron en marcha, Elsie comentó:

—El manejó la situación con habilidad. ¿Comprende que si comemos o bebemos algo perderemos el sentido?

—Tengo sed —repuso Narda—, pero… tiene usted razón.

—Yo no me he atrevido a comer nada desde que salimos de Inglaterra —señaló Elsie—. Tan pronto como me di cuenta de lo que ellos estaban haciendo recordé lo que mi padre me había comentado acerca del tráfico de esclavas blancas y sé… cuán horrible es.

Su voz tembló mientras hablaba. Narda le tomó la mano una vez más y la apretó.

—Estoy segura de que mi… hermano nos salvará de alguna manera.

—Esperemos que así sea —respondió Elsie—. Pero ¿cómo va saber dónde estamos?

Narda no respondió. Sólo esperaba que el marqués conociera gente que estuviera adentrada en los secretos de Fez. Y que pudiera acudir a ellos en demanda de ayuda. Transcurrió un buen rato antes que Narda le preguntara a Elsie:

—¿Y si no… logran rescatarnos qué… vamos a hacer?

Hubo una pausa antes que Elsie contestara:

—Yo pienso matarme. No sé cómo, pero ya encontraré la manera.

—Yo debo hacer… lo mismo —murmuró Narda.

Sin embargo, ella sabía que no quería morir. Quería, encontrar al marqués una vez más, hablar con él y sobre todo, añoraba su presencia.

—Ayúdame Dios mío —rezó con fervor—. Yo quiero vivir y… si muero él nunca sabrá dónde estoy o qué me ha… ocurrido.

* * *

Cuando llegaron a Fez, la tarde ya había caído y estaba oscuro. Aunque no podían ver nada, Narda estaba segura de que habían llegado a la ciudad. Podía escuchar los sonidos de la calle y el golpeteo de los cascos de los caballos sobre el empedrado. Comprendía que Elsie estaba tensa pues quizá pensaba que aquél era el momento cuando deberían escapar. Los caballos se detuvieron. Un hombre subió al carro y exclamó:

—¡Despierten, muchachas! Ya hemos llegado y hay gente esperando para conocerlas.

El efecto de las drogas debió de haber estado llegando a su fin. Sin embargo, algunas de las chicas que habían estado drogadas por mucho tiempo parecían no querer hablar. Miraban a su alrededor como atontadas, con las pupilas dilatadas. Había sido difícil ver cómo eran ellas, pero ahora Narda pudo comprobar que todas tenían los cabellos dorados. Sabía que a los árabes les gustaban las mujeres rubias. La idea la hizo estremecerse.

Ahora el hombre que daba las órdenes hizo que dos de las chicas dé la primera fila se pusieran de pie. Otro más le alcanzó unas batas largas y amarillas que eran usadas por la mayoría de la gente en Fez.

Éstas tenían capuchones de punta que cubrían la cabeza y gran parte de la cara. Esto hacía imposible definir el sexo de la persona. Una vez que el hombre terminaba de vestir a cada muchacha, la empujaba hacia la abertura del carro. De inmediato, era bajada al suelo. Afuera una antorcha dejaba ver lo que estaba ocurriendo… Narda pudo observar cómo un hombre se llevaba a la primera de las chicas mientras que otro sacaba a la segunda.

Como ella estaba hasta el fondo del carro, sólo faltaba una chica cuando Elsie y ella salieron. No fingió estar atontada como las demás. El hombre le puso un capuchón sobre la cabeza y le abotonó la bata al frente. La impulsó hacia la abertura donde fue levantada por otro sujeto que estaba afuera. Éste se alejó llevándola del brazo.

Entonces pudo darse cuenta de que se encontraban en una callejuela donde aún permanecían algunos comercios abiertos. El aire parecía lleno del ruido rítmico de los herreros. Ahora cuando la alejaron del carro pareció que había más gente en la calle.

Se escuchaban los gritos de los vendedores mientras que otros hombres que guiaban burros cargados gritaban: valek, valek, que quiere decir abran paso. Narda había estado en las calles de Constantinopla y de El Cairo, por lo que reconoció el aroma de las especias, del cedro recién cortado y el chisporrotear del aceite hirviendo. Siguieron su camino y Narda repudió las piedras grasientas sobre las que resbalaba con sus pies descalzos.

El hombre que caminaba junto a ella se detuvo de repente. Al instante, sintió que la empujaban por una puerta que de inmediato se cerró detrás de ellos. Estaba oscuro pero él siguió caminando, tirando de ella. De pronto llegaron a un patio donde había una fuente. Se percibía el aroma de las flores.

A la luz de varias lámparas, Narda pudo ver que era un lugar lujoso, con pisos de mosaico y mármol. Obviamente, pertenecía a algún hombre muy rico. El hombre que la escoltaba no habló. Ambos atravesaron el patio, pasaron por otra puerta y subieron por una escalera. Momentos después hizo a un lado una cortina.

Ahora se encontraban en una habitación grande, amueblada con divanes y grandes cojines colocados sobre una mullida alfombra. Las demás chicas ya se encontraban allí, sentadas como si estuvieran demasiado débiles para poder hablar. La mayoría de ellas miraban al infinito, como hipnotizadas. Narda trató de comportarse de la misma manera, pues pensó que era lo más prudente. Indolente, dejó que el hombre que la acompañaba le quitara el capuchón. Enseguida la sentó en un diván. Narda se mantuvo en una posición como si estuviera demasiado débil para moverse. De pronto, vio que Elsie también entraba en la habitación. Elsie se sentó junto a ella.

Unos minutos más tarde la última chica fue conducida en brazos, pues era la que en peores condiciones se encontraba. La colocaron en una esquina, con cojines en la espalda. Estaba demasiado drogada como para moverse.

El hombre que la trajo le indicó a otro que lo había seguido:

—Ésa es la última.

El hombre a quien le habló miró a su alrededor. Entonces ordenó en francés:

—Deles de comer y de beber. Yo le avisaré al amo que ya están aquí.

Salió de la habitación y varios sirvientes entraron llevando bandejas con alimentos. En ellas había pollos asados y montañas de cous-cous. También llevaron cordero con frijoles amarillos y semolina. Abundancia de aceitunas, nueces, yogurt, pastelitos y pan. Como tenía hambre y sed, Narda sintió que la boca se le hacía agua.

—Tenga cuidado —sugirió Elsie en voz baja.

—¿No debemos comer nada?

—Sólo las frutas —le advirtió Elsie.

Por un momento, Narda pensó que no había ninguna, pero en ese momento vio a un sirviente que traía una canasta con higos, granadas y otras frutas. Al entrar, el hombre dijo en voz alta y en inglés:

—Vamos, muchachas. Estoy seguro de que tienen hambre. Cuando terminen beberán té de menta que es delicioso.

Narda supuso que dejaban aquello para el final, pues sin duda contenía una gran dosis de droga. Ella deseaba probar algo de comida. Con gusto hubiera comido el pollo y el cordero, pero entendía que Elsie tenía razón. La única oportunidad de escapar sería cuando los hombres encargados de cuidarlas pensaran que estaban drogadas. Poco a poco las chicas se fueron acercando a la mesa. Narda y Elsie hicieron lo mismo. De haber sido árabes se habrían sentado en el piso con las piernas cruzadas, pero ellas se quedaron en cuclillas.

Elsie tomó dos higos y dos granadas de la cesta y las colocó delante de Narda y de ella. Las frutas ciertamente ayudaron a calmar la sed. También había algunos plátanos pequeños. Narda estaba segura de que éstos no estaban drogados. El hombre que las vigilaba estaba aburrido y bostezó varias veces. Cuando las chicas comieron lo suficiente, él indicó:

—Ahora voy a ordenar el té. Después que tengan buenas noches. Algo en la voz de él hizo comprender a Narda que el día siguiente era muy importante.

En aquel momento se escucharon algunas voces que hablaban afuera. Como si alguien lo hubiera llamado, el hombre que estaba en la habitación salió por la cortina.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó Narda.

—Mañana será cuando lleguen los compradores —explicó Elsie—, a menos que alguien se haya anticipado.

En aquel momento el hombre que había estado con ellas regresó deprisa a la habitación acompañado por los sirvientes. Por órdenes suyas, ellos recogieron todo cuanto restaba de la comida. Algunas de las chicas protestaron cuando les retiraron los platos antes que hubieran terminado de comer. La mesa fue cubierta con un paño bordado. Cuando los sirvientes se retiraron, el hombre ordenó:

—Ahora arréglense porque hay alguien que desea conocerlas.

Las chicas que habían despertado con la comida, lo miraron sorprendidas. Entonces una de ellas espetó:

—Estoy cansada. Deseo irme a dormir.

—Podrán dormir más tarde —repuso el hombre—. Arréglense el cabello y pónganse presentables.

La chica pareció no comprender y regresó al cojín donde había estado recostada antes que trajeran la comida. Elsie llevó a Narda hacia el diván. Éste estaba al final de la habitación, por lo que se encontraban varias chicas entre ellas y la entrada. El ruido de las voces del exterior se hizo más fuerte. En ese instante el hombre que hablaba francés entró en la habitación.

Detrás de él venía un árabe de elevada estatura. Llevaba puesto un kaftán blanco que lo cubría por completo y en la cintura tenía una daga grande enfundada dentro de una vaina de oro con la empuñadura decorada con joyas.

Llevaba turbante y tenía una barba canosa. En los pies calzaba babuchas. Elsie se había puesto tensa ya que sabía por qué estaba él allí. Narda cerró los ojos llena de miedo. Pudo escuchar al hombre que hablaba francés decir en árabe:

—Es un gran honor recibirlo, Abd Al Hasan.

Ella no comprendió el idioma que el hombre habló, pero por el tono de su voz se dio cuenta de que era alguien importante. El árabe respondió:

—Mi amo está muy interesado en su mercancía.

Cuando el hombre habló en árabe con una voz más suave que todas las que ella había oído antes, Narda pensó que debía estar soñando. Conocía esa voz y sabía que cada célula de su cuerpo respondía al escucharla.

«¡Debo estarme volviendo loca o los higos estaban drogados!», pensó llena de turbación pero cuando el hombre al que llamaban Abd Al Hasan volvió a hablar, ella estuvo segura de que no estaba equivocada.

Cómo podía estarlo si podía leer sus pensamientos y tenía la certeza de que era el marqués. Ahora podía entender lo que él estaba diciendo, aun cuando no conociera el idioma Preguntaba si las chicas que acababan de llegar de Inglaterra eran vírgenes y no habían sido tocadas durante el viaje. El hombre que las había traído le aseguró que así era.

—Mi amo es muy meticuloso al respecto —advirtió Abd Al Hasan—. ¡Si lo engañan, nunca más volverá a hacer negocio con ustedes!

—Le aseguro, Excelencia, que le digo la verdad —respondió el árabe—. ¿No es así, Idris?

Y se volvió al otro hombre que había estado a cargo del carro.

—Sí, sí, Yusuf, es verdad.

Yusuf comenzó a ponderar, los atractivos de las chicas. Sujetó a la más próxima y la hizo subir a la mesa. Narda comprendió que él decía que si Abd Al Hasan lo deseaba, podían desvestirla. Le contestó que no era necesario y otra chica tomó su lugar. El árabe con luengas barbas las examinó una tras otra. Les miró las manos, el rostro.

Narda comenzó a temblar. Ella era la siguiente. Como la habían sacado de su tienda en medio de la noche aún llevaba puesto el camisón de dormir. Pero no tuvo frío ya que dentro del carro hacía mucho calor. Yusuf extendió la mano para llevarla hasta la mesa. Abd Al Hasan levantó la mano para evitarlo.

—Puedo observar que es muy joven y bonita —expresó él.

Mientras hablaba los ojos del marqués se encontraron con los de Narda y al fin estuvo segura de que no se había equivocado. Era el marqués, ella hizo un gran esfuerzo para no arrojarse en sus brazos y suplicarle que la salvara.

Pero lo que hizo fue apretarse las manos hasta que las uñas se le incrustaron en la piel, de pronto volvió la cara como si sintiera vergüenza. Entonces sintió la mano del marqués sobre su mejilla.

—Piel muy blanca y suave —dijo él en árabe. Cuando él la tocó ella sintió que un rayo le cruzaba los senos, tan maravilloso que en aquel momento descubrió que lo amaba.

El siguió adelante. Narda sabía que tenía que salvar a Elsie, así que extendió su mano y entrelazó su brazo con el de ella. Era un gesto que podía haber hecho cualquier chica. Sin embargo, Narda quería que el marqués entendiera que Elsie era especial y que, si era posible, debería comprarla a ella también. Ya no había más chicas que ver y ahora el marqués preguntó:

—¿Son todas?

—Sí, por el momento, honorable señor —respondió Yusuf—, pero tendremos otro grupo muy pronto.

El marqués hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Informaré a mi amo, pero por el momento me interesan éstas. ¿En dónde podemos sentarnos?

Yusuf lo llevó al otro extremo de la habitación donde estaban dos cojines grandes y una mesita junto a ellos. Narda se sentó sobre el diván una vez más y contempló cómo se llevaba a cabo la negociación. Narda sabía que solamente el marqués podía haber sido tan astuto. Actuó con gran naturalidad al negociar sobre cada chica. Se quejó de que Yusuf pedía demasiado por una ya que su cuello era muy grueso, otra porque sus manos eran ásperas y así sucesivamente.

Narda sintió que podía entender todo cuanto él decía. Se daba cuenta de que el marqués no la estaba destacando de las demás a propósito para no levantar sospechas. Por fin, después de lo que pareció un tiempo interminable, el marqués sacó de debajo del kaftán una bolsa de dinero.

Ella pudo ver que ésta contenía una gran cantidad de monedas de oro. Deslizó una buena cantidad de estas sobre la mesa delante de Yusuf. Narda estaba segura de que los ojos del árabe brillaban con codicia. La mano de éste se extendió como una garra para tomar las monedas. La bolsa estaba ya casi vacía cuando el marqués se puso de pie. Miró en dirección a Narda y dijo algo que ella no pudo entender. Idris, quien había estado escuchando mientras Yusuf realizaba las negociaciones, se acercó a ella. Fue cuando la joven comprendió.

—Ustedes dos vayan con su excelencia —dijo en inglés—. Pórtense bien y hagan cuanto les diga o si no, él las castigará.

Habló con energía, pero el corazón de Narda estaba encantado. En cuanto el marqués se retiró, fingiendo no poner el menor interés en ella, Idris empujó a las dos chicas tras él. Todos bajaron a la planta inferior.

En lugar de salir por donde habían entrado, Yusuf escoltó al marqués a lo largo de varios pasillos. Cruzaron otro patio que estaba lleno de ropa lavada.

El piso de mosaicos estaba muy averiado. La casa al otro lado obviamente estaba habitada por gente muy pobre. Los hombres siguieron su camino con ellas detrás. Poco después, se abrió una puerta y Narda sintió que el aire de la noche le acariciaba el rostro. Afuera, aguardaba un carruaje. Éste era muy elegante y estaba tirado por dos caballos. El marqués se subió al vehículo y Yusuf le hizo una reverencia, agradeciéndole con ademanes zalameros, su compra. Las dos chicas subieron tras de él y se sentaron en el asiento más pequeño, de espaldas a los caballos. La puerta se cerró.

El carruaje se puso en marcha mientras que los dos árabes hacían reverencias. El camino por el cual avanzaban apenas si tenía algunas luces ocasionales en la puerta de algún comercio cerrado.

El marqués no habló, así que Narda permaneció en silencio. Después de varios minutos, Elsie preguntó con voz temblorosa:

—¿A dónde… nos… llevará?

—Todo está bien —intervino el marqués en inglés—. No tengan miedo, pero todavía no salimos del bosque, por lo que es mejor hablar lo menos posible.

Elsie contuvo un grito.

—¿Usted es inglés?

—Sí, soy inglés —respondió el marqués—, y las acabo de salvar a las dos. ¿Cuál es su nombre?

—Elsie Watson.

—Escúcheme, Elsie —dijo él—, cuando el carruaje se detenga, la estará esperando un hombre que la llevará al Consulado Inglés. Allí estará a salvo y ellos la regresarán a Inglaterra. No obstante, hasta que no salga del país debe comprender que su vida, la de Narda y la mía están en peligro.

—¿Salvará también a… las demás chicas? —preguntó Narda.

—Ellas serán liberadas mañana —respondió el marqués—. Después vendrá la tormenta y nosotros debemos alejarnos lo más posible de Fez antes que eso suceda.

En aquel momento el carruaje se detuvo. Alguien abrió la puerta y el marqués se bajó. Narda observó que afuera estaban dos caballos y dos hombres que los atendían. Pero el marqués la tomó de la mano y la guío hacia una cabaña de madera. A la luz de las estrellas y de la luna, Narda pudo ver que se encontraban en un terreno árido, en las afueras de Fez. Cuando el marqués y Narda entraron en la cabaña el carruaje se alejó. A Narda le pareció que regresaba por donde ellos habían venido. Elsie los siguió y dentro de la cabaña había una pequeña habitación iluminada. Las ventanas permanecían cerradas.

—Hay comida y café negro —dijo el marqués—. Estaba rezando porque no estuviera drogada.

—¡Elsie me… salvó de eso! —exclamó Narda.

—Le estoy muy agradecido —repuso él—. Le prometo que me ocuparé de usted, pero ahora deseo que parta de inmediato. Es muy importante que nadie sepa dónde estamos, ni qué está ocurriendo, en tanto las demás chicas no hayan sido liberadas. ¿Me comprende?

—Si… por supuesto —estuvo de acuerdo Elsie—. Y gracias, muchas gracias.

Elsie estaba llorando por primera vez desde que se habían conocido. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Narda sabía que eran lágrimas de alivio y de felicidad porque había sido rescatada y ya no tendría que quitarse la vida.

—Narda y yo nos pondremos en contacto con usted tan pronto lleguemos a Inglaterra —prometió el marqués—. Pero ahora debe marcharse, pues cada minuto que permanecemos aquí estarnos en peligro.

Narda abrazó a Elsie y la besó.

—¡Gracias, gracias! —exclamó Elsie una vez más.

Le resultaba difícil hablar en medio del llanto. Un hombre entró en la cabaña.

Sobre el brazo llevaba un bournouse oscuro como el que llevan todas las mujeres musulmanas. El marqués lo tomó y lo puso sobre la cabeza de Elsie.

—Camine arrastrando los pies junto a él como si fuera una mujer musulmana —indicó—, y no diga una palabra hasta que esté dentro del consulado.

Elsie hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pues le era imposible hablar. Envolviéndose en el bournouse, salió por la puerta y el marqués la cerró.

—Ahora apresúrese —le dijo él a Narda—. Puede comer mientras se viste…

—Estando… con su señoría ya puedo afrontar cualquier cosa —respondió Narda.

La joven se acercó a la mesa y comió algo. Entonces vio que sobre una silla había alguna ropa. Enseguida se quitó el camisón y mientras lo hacía se percató de que el marqués se había alejado hasta una esquina, volviéndose de espaldas.

Ella se vistió con premura. Él le había traído ropa interior y una falda de montar con una chaqueta que cubría una blusa blanca. También encontró unas botas de montar. La ropa no era de Narda, pero le quedaba bastante bien, excepto por las botas que le estaban un poco grandes. Cuando se volvió para comer algo más, observó que el marqués se había quitado la barba y el resto del disfraz. Llevaba puesta la ropa de montar con la cual había bajado del yate.

—Beba un poco de café —sugirió él.

—Preferiría beber algo que me quitara la sed —respondió Narda—. He tenido mucha, pero Elsie me advirtió que no comiera ni bebiera nada porque podía estar drogado.

—Eso me lo esperaba —razonó el marqués— mas lo que no había anticipado era que encontrara a alguien tan sensata como Elsie, que le aconsejara lo que debería hacer.

—Ella fue demasiado bondadosa —dijo Narda—, y yo tenía miedo de que… usted no la rescatara conmigo.

—A menos de que algo salga mal, todas serán rescatadas mañana —explicó el marqués—. Pero ahora debemos apresurarnos.

Como no había nada más que beber, Narda apuró el café que, tal como lo indicara el marqués, estaba muy fuerte. Entonces lo siguió hasta la puerta. Afuera esperaban dos caballos. Ella se sintió agradecida cuando vio que el marqués le había procurado una silla de mujer y un corcel joven. El solo se detuvo para poner un buen número de monedas en las manos del hombre que los estaba sujetando. Éste hizo una reverencia y ellos se pusieron en marcha.

Era obvio que el marqués conocía el camino. Al principio avanzaron por entre cabañas iguales a la que recién acababan de dejar, más pronto de lo que parecía posible, las murallas de Fez quedaron atrás. Avanzaban a campo traviesa. El marqués cabalgaba muy rápido y los caballos respondían sin necesidad de utilizar el látigo. Narda casi no podía creer que todo aquello fuera verdad.

Le parecía imposible que alguien hubiera podido ser tan hábil. El marqués las había rescatado de lo que hubiera sido un infierno indescriptible. Mientras cabalgaban, la joven no tenía miedo de que los persiguieran o que evitaran que llegaran al yate. Sabía que sus oraciones habían tenido respuesta. Dios envió al marqués para rescatarla, tal como ella lo había pedido…

Cuando comenzaba a salir el sol llegaron a un oasis solitario y muy similar al que habían usado para acampar la primera noche. Cuando él avanzó entre los árboles, Narda vio que allí había dos caballos frescos y dos hombres que los cuidaban.

También descubrió alimentos y bebidas en el suelo. Narda se alegró de poder bajar de la silla. Comió lo que había y bebió el inevitable té de menta. Mientras lo hacía, el marqués sugirió:

—Aún nos falta mucho camino por recorrer, deseo que coma de esta planta que traje conmigo de China. Por miles de años le ha dado a los chinos fuerza para soportar los viajes más largos y pesados sin quedar exhaustos.

Mientras hablaba, le entregó a Narda algo que parecían dos zanahorias secas, unidas.

—¿Qué es? —preguntó ella.

—Se llama ginseng —respondió el marqués—, y aunque le resulte desagradable al paladar, más que la y le ayudará.

—Haré… cualquier cosa que… usted me diga —respondió ella.

—Tenemos que ponernos en camino —repuso de pronto el marqués.

Ayudó a Narda a subir al caballo al tiempo que ordenaba a los hombres que le dieran de beber a los animales en los que habían llegado. Instantes después, se pusieron en marcha.

El ginseng ciertamente parecía ayudar, pensó Narda. El sol ya aparecía muy alto en medio del cielo cuando se detuvieron una vez más. Otros dos caballos frescos los estaban esperando. Cuando reanudaron la cabalgata, el marqués le informó:

—Todavía nos faltan muchos kilómetros por recorrer, mas huelga decirle que se está usted comportando con un valor encomiable.

—Después de lo ocurrido… tengo demasiado terror como para… decaer —agregó Narda—. Por favor, deme otro poco de su ginseng.

El marqués le ofreció otra porción y ella lo masticó mientras cabalgaban y cabalgaban. Finalmente, Narda ya no pudo negar que se sentía como si se fuera a caer de la silla, el marqués debió darse cuenta de lo que estaba sucediendo sin que ella se lo dijera, le extendió el brazo y sujetó las riendas de la montura de ella, acercando a los dos animales, Narda podía asirse de la parte delantera de su silla para no caer.

«No puedo fallarle ahora», pensó ella. Continuaron cabalgando más y más. Sin embargo, cuando Narda sintió que iba a tener que pedirle que se detuvieran aunque fuera sólo por unos minutos, el marqués anunció:

—El mar está justo adelante y El Delfín nos estará esperando allí. Ya era de tarde y las sombras de los pocos árboles presentes parecían alargarse enormemente.

Narda advirtió que una vez más se hallaban en las tierras secas que había visto cuando salieron de Keniteh. Buscó con la mirada el puerto, pero no lo vio. Adelante podía contemplar el mar y cómo la tierra bajaba hacia una playa arenosa. Cuando se acercaron dos hombres se hicieron presentes. El marqués se dirigió hacia ellos y Narda comprendió que aunque pareciera imposible, lo habían logrado. Habían escapado de Fez y allí frente a ellos estaba anclado El Delfín.

El marqués detuvo su caballo. Entonces, al darse cuenta de que ella estaba a punto de caer, se bajó de un salto y la tomó en sus brazos. Narda murmuró algo y apoyando su cabeza en el hombro de él se quedó dormida. El marqués la miró con una sonrisa muy tierna. Después de darles las gracias a los dos hombres que habían tomado los caballos, se encaminó hacia la playa.

El bote de El Delfín los aguardaba con dos remeros a bordo. El marqués subió a éste y se sentó en la popa todavía llevando a Narda en sus brazos. Ella se quedó dormida mientras remaban hacia el yate. El admitió que ninguna otra mujer hubiera podido ser tan valiente y padecer tanto sin quejarse ni protestar. Fue una cabalgata ardua aun para un hombre, pero Narda ya estaba a salvo y eso era lo que importaba. Llegaron al yate y el la llevó, aún dormida, hasta su camarote. Mientras lo hacía, se dijo que ahora que la había salvado jamás la volvería a perder.

* * *

La muchacha se movió. Al hacerlo, fue consciente de que las máquinas giraban de bajo de ella y que alguien había abierto la puerta del camarote.

—¿Está despierta, señorita? —preguntó Yates.

Narda abrió los ojos.

—¡Estoy… aquí! —murmuró jubilosa—. ¡Estoy a salvo!

—Así es, señorita —dijo Yates entrando en el camarote—, pero yo empezaba a sospechar que no se iba usted a despertar en otros cien años.

—¿Cuánto tiempo he estado dormida?

—Toda una noche y un día —le informó Yates—, y si tiene apetito, a su señoría le gustaría que cenara con él.

Todo le parecía tan familiar que Narda sonrió.

—Exprese mi agradecimiento a su señoría —repuso ella—, y dígale que estaré encantada de aceptar su invitación.

—Supongo que antes desea un baño —sugirió Yates—. Trajo usted suficiente polvo como para llenar dos cubetas.

Mientras hablaba, se dirigió para recoger las toallas de Narda.

—Le voy a preparar el baño —ofreció él—. ¿Lo prefiere caliente o frío?

—Cualquiera me caerá bien —respondió Narda.

Un poco más tarde, cuando descansaba en el baño, ella pensó en lo emocionante que era estar otra vez a bordo. Pero aquello no era del todo cierto.

Lo que ella en realidad deseaba, era ver al marqués para decirle lo maravilloso que había sido al salvarle la vida. «Lo amo», pensó, «y aunque él nunca me amará, la aventura que hemos vivido juntos es algo que recordaré toda la vida y que le contaré a mis hijos si alguna vez tengo alguno». Narda regresó a su camarote y se encontró con que Yates le había traído una copa de champaña.

—Su señoría sugirió que esto le estimularía el apetito —explicó él—, y el chef está preparando comida como para un banquete del Alcalde Mayor.

—Espero que no —respondió Narda—, porque se va a sentir frustrado si yo no como mucho.

Narda quería estar bonita para el marqués, así que se puso el vestido más atractivo que había llevado. Se tomó mucho tiempo en arreglarse el cabello. Cuando estuvo lista no era aún la hora de la cena. Yates se presentó para comunicarle que el marqués se encontraba en su estudio.

El yate navegaba por un mar muy tranquilo, por lo que Narda no tuvo ninguna dificultad para llegar al lugar donde se hallaba el marqués. Narda abrió la puerta y observó que él se dedicaba a colocar unos libros en las estanterías.

Se volvió y la vio parada justo frente a él, lo único que pudieron hacer ambos fue mirarse, sin decir nada, el marqués extendió los brazos. Narda lanzó una exclamación y se encontró en sus brazos.

El marqués la abrazó con fuerza y sus labios encontraron los de ella. La besó…

El rayo que le había recorrido el cuerpo cuando él le rozó su mejilla, se manifestó de nuevo. Mas ahora resultó más hermoso que cualquier otra cosa que Narda hubiera sentido en su vida. El marqués la besó hasta que ella sintió que la estaban elevando hasta las estrellas ya no estaban sobre la tierra en el cielo. Cuando por fin el marqués levantó la cabeza, Narda declaró de manera incoherente:

—¡Te amo! ¿Cómo pudiste ser tan maravilloso y salvarme cuando yo pensaba que… tendría que morir?

—¿Supones que hubiera podido perderte? —preguntó el marqués y comenzó a besarla una vez más, hasta que ella sintió que nadie sería capaz de experimentar tanta dicha.

* * *

Pareció haber transcurrido un buen rato cuando Narda se encontró sentada sobre el sofá, entre los brazos del marqués y con la cabeza apoyada en su hombro.

—¿Cómo fue que adivinaste tan pronto lo que me había ocurrido? —preguntó ella—. Yo pensé que recién por la mañana te darías cuenta de que no estaba en mi tienda.

—Así hubiera sido —estuvo de acuerdo el marqués—, a no ser por un pastor. Éste vio lo que estaba pasando y como quería dinero, acudió a mí para ponerme al tanto de lo que había pasado.

—¿Y tú inferiste que se trataba de los traficantes de blancas? —pregunto Narda.

—Lo supuse por lo que él comentó —respondió el marqués—. Además, porque ésa es la ruta que ellos seguían cuando se dirigían a Fez con las infelices muchachas que habían capturado en Inglaterra y en otras partes de Europa.

—¿Y podrán detenerlos?

—Con la información que le he proporcionado a las autoridades y la que, sin duda, les proporcionará también tu amiga Elsie, estoy seguro de que esta banda pasará la mayor parte de sus vidas en prisión.

—¡Yo sentí… un pánico terrible! —confesó Narda.

—Tienes que olvidar esta amarga experiencia —dijo él—. Eso es algo que nunca más te volverá a ocurrir.

—No puedo evitar pensar en lo insensata que fui al suponer que podía haber ido a Fez yo sola.

—Por eso te traje conmigo.

—¿Te alegras de haberlo hecho? —preguntó ella.

—La única manera como puedo responder a esa pregunta es diciéndote cuánto te amo y que fue el destino lo que te hizo acudir a mí en busca de ayuda; el destino que hizo posible que yo castigara al hombre que te robó el collar.

Narda lanzó una exclamación de sorpresa.

—¿Te refieres al… jeque?

—Cuando llegué a Fez, desesperado porque te había perdido, descubrí que el hombre detrás de ese horrible comercio era el propio jeque Rachid Shriff.

—¿Lo arrestarán? —preguntó Narda.

—¡Por supuesto que sí! —respondió el marqués—. Además, dejé una descripción de tu collar en el Consulado Inglés y ellos harán todo esfuerzo para recuperarlo.

Narda apoyó la mejilla en el hombro de él.

—Ahora Ian ya no estará tan molesto conmigo —razonó Narda.

—Nadie volverá a estar molesto contigo —aseguró el marqués—, pues si lo están tendrán que vérselas con tu esposo que seré yo.

Y la miró con una sonrisa en los labios.

—Después de haberme confesado que me amas, no creo que te niegues a casarte conmigo. Ya decidí que nos casaremos en Gibraltar.

—¿En Gibraltar? —preguntó Narda.

—No me atrevo a separarme de ti —replicó él—. No sea que alguna otra aventura tremenda te involucre otra vez. Pensé que ya que estamos aquí, te gustaría hacer un crucero por el Mediterráneo para disfrutar de tu luna de miel y quizá visitar Grecia y algunos de los otros lugares sobre los que tanto has leído.

—No puedo imaginar algo más maravilloso —afirmó Narda—, que estar casada contigo.

—Yo haré que eso sea inolvidable —dijo el marqués antes de besarla emocionado.

Aunque ella protestó, él la hizo retirarse a dormir justo después de la cena, diciéndole que deseaba verla muy bonita el día de su boda. Cuando él la acompañó hasta su camarote, Narda preguntó:

—¿De veras nos vamos a casar mañana, o estoy soñando?

—Estarás segura cuando el anillo nupcial luzca en tu dedo —respondió el marqués—. Y nadie, nadie te apartará de mí nunca más.

La manera como le habló le indicó a ella el impacto que representó para él descubrir que la habían secuestrado. El marqués le contó algo acerca de las dificultades con las que se había enfrentado al llegar a Fez y la muchacha comprendió que su éxito no se debía exclusivamente a que él conocía ala gente adecuada, se debía, sobre todo, a su determinación y a su ingenio.

El no sólo la había salvado a ella, sino también a las otras chicas que habían sido sacadas de Inglaterra por los traficantes.

—Ya no deseo que pienses en eso —dijo el marqués—. Y te prometo que haré todo cuanto pueda por ayudar a acabar con ese comercio tan criminal.

—Cuando regresemos a Inglaterra tenemos que darle las gracias a Elsie —sugirió Narda—. Fue ella quien me salvó de ser drogada.

—Le buscaremos un empleo adecuado —prometió el marqués—, y quizá pueda ofrecerle a su padre una de las parroquias de mi propiedad donde los ministros reciben una paga generosa.

—Todo lo que tú haces es maravilloso —afirmó Narda—. El marqués la besó y salió del camarote cerrando la puerta. Cuando fue al suyo supo que había encontrado a la mujer que siempre había deseado tener. Narda lo mantendría enamorado de ella por el resto de su vida.

—Ella es única —se dijo él cuando se fue a la cama.

* * *

Al día siguiente se casaron después de la comida en una pequeña iglesia Anglicana en Gibraltar. El marqués le compró a Narda un anillo de bodas durante el trayecto. Cuando las hermosas palabras del sermón matrimonial los unieron para toda la vida ella supo que había escuchado cantar a los ángeles y también supo que sus padres estaban junto a ella.

«¿Cómo pude dudar de que mis oraciones fueran escuchadas?», se preguntó arrepentida… Al volver al yate fueron recibidos con la sirena. El capitán los felicitó mientras que la tripulación los vitoreaba. El cocinero les había preparado un pastel de bodas. Cuando Narda entró en el camarote principal, que ahora era suyo, lo encontró lleno de flores que Yates había comprado en el pueblo. Tan pronto como la nave zarpó, el marqués llevó a Narda a su estudio.

—Por fin no tenemos nada de que preocuparnos a no ser de nosotros mismos —dijo él—. Ahora puedo decirte cuánto te amo, mi amor, y eso va a llevar mucho tiempo.

—Tanto como yo te amo a ti —respondió Narda—. ¡Cómo imaginar cuando fui a aquella fiesta que la presencia del jeque provocaría todos estos eventos extraordinarios!

—¡Ahora me estás asustando tanto como cuando entré en Fez! Se quejó el marqués. —Yo sabía que era sólo una cuestión de tiempo el que te vendieran a un árabe.

Suspiró y continuó diciendo:

—Por fortuna yo tenía buenos contactos y creo que nadie me hubiera reconocido con mi disfraz, excepto tú.

—Ya sabes que puedo leer tus pensamientos —indicó Narda—. Cuando entraste en la habitación y comenzaste a hablar, supe quien eras.

—Estaba pensando en ti y tenía miedo de que no pudiera rescatarte.

—¡Pero… lo hiciste! —murmuró Narda.

—¡Y ahora eres mía! —exclamó el marqués—. Considero, mi amor, que después de esta pesadilla, debemos descansar, pero no aquí sino en el camarote que Yates decoró para nosotros.

Narda se ruborizó.

—Me… me gustaría —declaró ella—. Pero ¿y si te sientes defraudado? Después de todo, tú no me querías a bordo de El Delfín y el Mayor Ashley insistió en que no debería ser… un estorbo para ti.

—Te mantuviste fuera de mi vista —repuso el marqués—, pero no fuera de mis pensamientos. Me di cuenta de que llenabas mis pensamientos desde el primer momento en que te vi. Por eso, mi preciosa, quiero decirte lo muy cerca que estamos en todo.

—No sólo porque estamos casados y tú eres mía. Pensamos igual, sentimos igual y deseamos las mismas cosas… y yo te quiero a ti.

Mientras hablaba, la levantó en brazos y la condujo hasta el camarote principal. Éste se veía tan bonito que a Narda le pareció un vergel más que un dormitorio. Cuando el marqués la abrazó ella dijo:

—Tengo mucho miedo de… cometer equivocaciones y que tú te enfades conmigo.

El marqués rió con ternura. En toda su larga experiencia amorosa nunca le había tenido que mostrar cómo es el amor a una jovencita inocente. Él iba a enseñarle, para hacerla consciente de la gloria y la belleza de este sentimiento y también despertar en ella las vibraciones del deseo. Sería una de las cosas más emocionantes que hubiera hecho en toda su vida.

—Tendré mucho cuidado contigo, mi amor —prometió él—, pero te deseo, ¡no sólo con el corazón sino también con el cuerpo!

—¡Te amo. Te amo! —declaró Narda—. Por favor, enséñame acerca del amor y cómo… amarte como tú lo deseas.

El marqués hizo suya a Narda mientras que el sol entraba por las claraboyas y El Delfín se deslizaba lentamente sobre las aguas azules del Mediterráneo. El amor los remontó hasta el infinito y allí encontraron el Paraíso que es la perfección del amor que Dios concede a los hombres. Es lo que todos anhelan, pero que tienen que insistir, luchar y tener fe para alcanzarlo.

FIN