Capítulo 7

Delia entró en el salón.

Mientras lo hacía, se dijo que la casa parecía muy tranquila.

Pensó que su hermana aún no debía haber vuelto de montar.

Tampoco había señales del capitán Ludlow.

Estaba quitando las flores marchitas del jarrón, cuando Lucille entró.

No llevaba puesto su traje de montar sino uno de sus vestidos veraniegos más bonitos.

—Siento haberme retrasado —se disculpó.

Delia la miró.

—Creía que habías ido a montar.

—No, estaba un poco cansada esta mañana. Marcus vendrá a por mí más tarde e iremos a dar un paseo en coche.

Habló de una manera muy natural sin el menor desafío en su voz.

Delia preguntó:

—¿Qué le habrá ocurrido al capitán Ludlow? Higgins dice que no ha bajado a desayunar y cuando lord Kenyon despertó, no estaba en su habitación.

Lucille miró a su hermana sorprendida.

—¿Ha dejado a lord Kenyon sin vigilancia? ¡No puedo creerlo!

—Debe haber salido, o tal vez le hayan… secuestrado.

—No digas eso —respondió Delia—, yo no podría soportar más complicaciones.

—Estoy esperando para decirle a Marcus lo bien que estuvo ayer —dijo Lucille—. Flo dice que todos en la aldea hablan favorablemente de él y comentan que nunca habían imaginado que fuera tan bien parecido y encantador.

Delia rió.

—¡Eso es muy diferente a lo que decían hace apenas una semana!

—¡Aquí está! —exclamó Lucille con entusiasmo.

Pero quien entró en la habitación no fue el marqués sino lord Kenyon.

Las dos mujeres le miraron con cara de asombro.

—¿Se siente usted bien? ¿Vestirse y bajar no le ha fatigado?

—¡Ya estoy bien! —dijo lord Kenyon con firmeza—, y de ahora en adelante me niego a responder a cualquier pregunta acerca de mi salud.

Lucille rió.

—Debe usted admitir que ayer se sentía muy preocupado por usted mismo.

El día anterior lord Kenyon había decidido levantarse, pero un repentino dolor de cabeza había frustrado sus deseos.

—Ya le había advertido lo que iba a pasar —le había reprochado Higgins—, pero jamás quiere hacerme caso. Así es su señoría. Siempre tiene que aprender las cosas de la manera más dolorosa.

Delia sonrió de nuevo.

Ella había estado muy preocupada por lord Kenyon.

Pensaba que quizá hacía sido culpa de todos por haberle hablado durante tanto tiempo la noche anterior.

Cuando la exposición floral había concluido, Delia se sintió aliviada al saber que el ruido del jardín no le había molestado.

En realidad, él había dormido pacíficamente todo el día.

Ella había ido a verle para desearle que pasara una buena noche.

Allí se encontraba el capitán Ludlow realizando su trabajo de vigilante.

Por lo tanto, había intercambiado sólo unas palabras con lord Kenyon y se había retirado a su habitación.

La verdad era que se sentía exhausta después de la exposición.

Ella había trabajado más que nadie, pero era muy satisfactorio saber que todo había salido bien.

Estaba a punto de comentarle a lord Kenyon que el marqués había pronunciado un magnífico discurso, cuando se oyeron pasos en el pasillo.

La puerta del salón se abrió de par en par y entró el marqués.

—¡Hemos triunfado, hemos triunfado! —exclamó—. ¡Anoche cogimos al tercer hombre y ahora los tres se encuentran entre rejas!

—¿De qué está usted hablando? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Delia.

Lucille había llegado junto al marqués.

Él la abrazó mientras hablaba.

—Casi no puedo creer que todo haya salido tal como el mayor Dawson había planeado.

—¿Por qué no explicas todo desde el principio? —preguntó lord Kenyon.

—Sabes que todos nos estamos muriendo de curiosidad —añadió Lucille.

Lord Kenyon se sentó en uno de los sillones. Delia tomó asiento en otro y el marqués, con los brazos aún alrededor de Lucille, empezó a decir:

—Desde que el mayor Dawson volvió conmigo de Londres, él y yo hemos dormido en la habitación que tú ocupaste en mi casa.

—¡Eso era muy peligroso! —exclamó Lucille, horrorizada, antes de que nadie pudiera hablar.

—No cuando sepas lo que planeamos —respondió el marqués—. Hicimos un muñeco como tío Kenyon y lo colocamos en la cama como si estuviera dormido. Yo dormía detrás de un biombo y el mayor en el suelo, oculto por las cortinas.

Delia escuchaba con las manos unidas.

Era imposible creer que la tensión de los últimos días por fin había terminado.

—No os dijimos nada —continuó diciendo el marqués—, por no asustaros. Pero anoche, como esperaba el mayor Dawson, un hombre entró en la habitación…

Lucille lanzó una exclamación de horror.

—Yo acababa de acomodarme —continuó el marqués— cuando oí que la puerta se abría. El hombre llevaba una pequeña lámpara en la mano y ésta le proporcionaba suficiente luz para ver lo que él creyó que era tío Kenyon dormido en la cama.

—¿Y qué hizo?

—Le apuñaló tres veces con una daga muy afilada antes de que nosotros pudiéramos salir de nuestros escondites.

—¿Le apuñaló? —preguntó Delia horrorizada.

—No cabe duda —le dijo el marqués a su tío—, de que pretendía matarte.

—A los rusos no les gusta ser derrotados —observó lord Kenyon—. ¿Qué ocurrió después?

—Le amarramos, le metimos en un coche y vinimos aquí a buscar al capitán Ludlow.

—Ninguno de nosotros le sintió salir —comentó Delia.

—Tampoco yo —admitió lord Kenyon—, pero ellos están entrenados para deslizarse y hacerse invisibles si es necesario.

—¿Qué ocurrió entonces?

—El mayor Dawson y el capitán Ludloy le interrogaron mientras me llevaba de regreso a casa.

—¿Y habló? —preguntó lord Kenyon, sorprendido.

—Confesó porque sabía que estaba bajo un cargo de intento de asesinato y que no tenía ninguna posibilidad de escapar.

—¿Qué confesó?

—Dijo que te vio abordar un barco en Bombay y te reconoció por un incidente que había tenido lugar en la frontera.

Lord Kenyon asintió con la cabeza como si recordara el incidente en cuestión y el marqués continuó:

—Él y los otros dos hombres que Delia y Lucille hirieron, embarcaron sin decir a nadie adónde se dirigían, ni qué pretendían hacer y eso me parece muy importante.

Mientras escuchaba, Delia comprendió, por la expresión de los ojos de lord Kenyon, lo trascendental que era aquello.

—Viajaron en tercera clase y te siguieron primero a Londres y después hasta mi casa. El hombre a quien cogimos anoche y que es el cerebro del plan, sabía que ésa era su única oportunidad de ascender.

—¡Así que le secuestraron! —exclamó Lucille.

—Teníamos razón en lo que suponíamos —afirmó el marqués—. Ellos tenían intención de interrogar a tío Kenyon para averiguar todo cuanto pudieran acerca de nuestros regimientos y después matarle.

Delia lanzó un grito de horror.

Lord Kenyon la miró, pero no dijo nada y el marqués continuó:

—Ahora, sin embargo, ellos perderán sus propias vidas y como se trata de un asunto de seguridad nacional, el juicio se llevará a cabo a puerta cerrada.

Sonrió cuando terminó de hablar:

—Nadie sabrá nunca lo ocurrido aquí no la suerte que tiene mi tío de estar vivo.

—Te estoy muy agradecido, Marcus —señaló lord Kenyon—. Y estoy seguro de que el primer ministro y el secretario para la India, desearán expresarte su gratitud también.

Se volvió hacia Delia al decir:

—Por supuesto que también tengo que darle las gracias a mi anfitriona y quiero que sepa que soy consciente de que ha tenido que soportar un gran número de incomodidades.

Delia emitió un murmullo de protesta, pero él siguió hablando:

—Además de ser responsable personalmente de haber puesto fuera de combate a uno de mis atacantes.

—¡Todos han estado magníficos! —declaró el marqués.

—Incluyéndote a ti —añadió lord Kenyon—. Y me ha dicho que tu discurso fue tan bueno que ahora toda la aldea está encantada contigo.

—Disfruté mucho oyendo el sonido de mi propia voz —admitió el marqués—. Es más, voy a seguir el consejo de Lucille y a ocupar mi lugar en el Parlamento.

Miró a Lucille y luego continuó:

—Lucille y yo tenemos una cita. Os hablaremos de ella cuando volvamos. Mientras tanto, estoy seguro de que Delia se alegrará de que ya puedas volver a mi casa sin temor a los intrusos.

Lucille y él se dirigieron hacia la puerta y antes de que Delia pudiera preguntarles que dónde iban, salieron.

Se encontró entonces a solas con lord Kenyon y sintió un poco de vergüenza.

Como si él adivinara lo que ella estaba pensando, comentó:

—Su hermana está ejerciendo una influencia muy positiva en mi sobrino y siento mucho que no se hayan conocido antes.

Delia no respondió.

Se dijo que aquél no era el momento más adecuado para hablar acerca de Lucille y el futuro.

Después de un momento, expresó:

—Yo me alegro… mucho… de que ya esté a salvo de sus perseguidores.

Lord Kenyon no contestó y ella continuó:

—¿Cree usted que su sobrino está en lo cierto al decir que el cabecilla no confió a nadie sus planes antes de salir de la India?

—Sin lugar a dudas —respondió lord Kenyon—. Todos los rusos empleados en ese tipo de labores de espionaje son muy ambiciosos y cada uno desea asestar un golpe inesperado para poder mejorar su posición.

Él observó que Delia le escuchaba atentamente y continuó:

—Por lo que Marcus ha comentado, yo estoy convencido de que ellos se subieron al barco sin decir a nadie adónde se dirigían no lo que pensaban hacer.

Él la miró durante un momento antes de continuar:

—Si los tres desaparecen, nadie hará más preguntas y pronto serán olvidados por su propia gente.

—Resulta casi cruel —opinó Delia.

—Las reglas del juego son tan secretas que cada hombre tiene que actuar bajo su propia iniciativa y es responsable sólo ante sí mismo.

—La verdad es que mi padre me habló alguna vez de eso.

Advirtió que lord Kenyon la miraba sorprendido y le explicó:

—Mi padre perteneció a los Lanceros de Bengala y me confió de manera muy confidencial, aunque supongo que no importa que se lo diga a usted, que en una ocasión participó en el Gran Juego.

—Me quedé muy impresionado al ver las medallas de su padre —confesó lord Kenyon.

—Mi padre estaba muy orgulloso de ellas —aseguró Delia—, y como él me habló mucho acerca de la India, a la cual amaba entrañablemente, yo deseaba tener la oportunidad de hablar con usted de ella.

Lord Kenyon sonrió.

—Estoy dispuesto a responder a cualquier pregunta que usted me haga. Pero ¿por qué le interesa tanto la India?

—Mi padre y yo solíamos hablar mucho acerca de ese país, de sus costumbres y sus religiones —respondió Delia—, y todo me parecía fascinante. He leído algunos libros sobre budismo y todo cuanto he podido encontrar en la biblioteca acerca de los palacios y los templos.

La voz de ella reflejó un fuerte deseo cuando añadió:

—Pero sé que eso no es lo mismo que verlo en persona.

Lord Kenyon volvió a preguntar:

—¿Por qué está usted tan interesada?

Delia pensó un momento, antes de contestar:

—Considero que quizá en la India hay una espiritualidad que no puede encontrarse en otros países. Y sé, por supuesto, que sus escrituras en sánscrito se remontan al pasado más remoto y que gran parte de las civilizaciones provienen de la India.

Su voz se apagó y, después de un momento, lord Kenyon exclamó:

—¡Usted me sorprende! Sin embargo, debía esperarlo.

Ella le miró un poco confundida y él explicó:

—Cuando la miré a los ojos, me di cuenta de que usted no era solamente una mujer hermosa. Dentro de usted existe una belleza que proviene de algo más profundo e importante.

Delia sonrió.

—¡Lo que usted me está diciendo es el halago más maravilloso que se puede recibir! ¡Ojalá fuera verdad!

—Lo es —dijo lord Kenyon—, y por eso deseo repetirle que será un placer responder a sus preguntas.

Delia iba a decir algo cuando la puerta se abrió y el lacayo de la casa grande anunció:

—El vizconde Cross desea ver a su señoría.

Tanto lord Kenyon como Delia le miraron sorprendidos.

Un hombre de aspecto distinguido entró en la habitación.

Delia se incorporó y le extendió la mano.

—Debe perdonarme por haber venido a estas horas de la mañana, señorita Winterton —dijo él—, pero traigo un mensaje del primer ministro para lord Kenyon y me siento muy complacido al ver que ya está restablecido.

—Me alegra saludarle —respondió lord Kenyon extendiéndole la mano.

Con discreción, Delia se dirigió hacia la puerta y preguntó:

—¿Desea, su señoría, tomar algo?

—A estas horas de la mañana me vendría bien un café, si no es mucha molestia —respondió el vizconde.

Delia sonrió y cerró la puerta.

Trasmitió la orden al lacayo para que sirvieran café al vizconde lo antes posible.

Luego, se dirigió a la salita de su madre.

Mientras lo hacía, pensó en lo diferente que era la vida en la casa con tanta actividad.

Era consciente de lo sola que iba a sentirse una vez que lord Kenyon se marchara.

Con él se irían también los criados de la casa grande que habían ido para ayudarlos.

Lucille se pasaría la mayor parte del tiempo con el marqués, le diera ella permiso o no.

Trató de convencerse a sí misma de que tendría muchas cosas que hacer.

Pero sabía que si era sincera, aquello no era del todo cierto.

Y lo más doloroso era que cuando lord Kenyon volviera a Londres, quizá ya no le volviera a ver nunca más.

Fue entonces cuando comprendió por vez primera, que le gustaba estar con él.

Deseaba su compañía más que cualquier otra cosa en su vida.

Ella quería charlar con él o quizá, simplemente, contemplarle mientras dormía.

Él era muy diferente a cualquier otro hombre que podía haber conocido o imaginado.

Sin darse cuenta, las lágrimas asomaron a sus ojos.

—¡Le amo! —confesó en voz alta—. Pero no hay nada que pueda hacer al respecto.

Con desesperación, pensó que su amor no tenía esperanza.

Lord Kenyon había ido a regañar al marqués por salir con Lucille.

Y ciertamente solo pensaría en ella como una persona de inferior categoría a la suya.

Él era amable y educado. Pero estaba segura de que una vez que se marchara ya no volvería a pensar en ella.

Sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas.

El futuro se le presentaba como una oscuridad en la cual no había ni la más pequeña luz que le pudiera ofrecer una ilusión.

* * *

Horas más tarde se encontraba de pie frente la ventana mirando hacia el jardín.

De repente, sintió la voz del vizconde despidiéndose de lord Kenyon.

Pensó que debía salir para despedirle. Sin embargo, supuso que tenía los ojos enrojecidos.

En sus mejillas había rastros de lágrimas.

Minutos después oyó emprender la marcha a su carruaje.

Entonces se dio cuenta de que podría ver a lord Kenyon a solas una vez más y charlar con él.

Aquélla podía ser su última oportunidad. Por lo tanto, no debía desaprovecharla.

Se secó los ojos.

Se miró en un pequeño espejo de marco dorado que estaba colgado en la pared. Su palidez la asustó.

Era preciso que él no descubriera lo que le sucedía.

Abrió la puerta, cruzó el vestíbulo y entró en el salón.

Lord Kenyon se encontraba junto a la ventana mirando hacia el jardín.

Era lo mismo que ella había estado haciendo momentos antes.

Tuvo el presentimiento de que él tampoco estaba viendo la luz del sol ni las mariposas que volaban sobre las flores.

Delia dedujo que los pensamientos de él estaban en la India.

Los peligros que allí había encontrado quizá aún le amenazaran.

Llegó a su lado antes de que él advirtiese su presencia.

—Espero que su visitante no le haya traído malas noticias —dijo.

—No, por fortuna, no lo eran —respondió lord Kenyon—. Él ha reconocido que Marcus y el mayor Dawson han sido muy astutos al capturar a un hombre que suponía una amenaza constante en la India.

—¿Entonces era alguien de importancia?

—Todavía queda mucho por averiguar acerca de él —respondió lord Kenyon—, pero se cree que fue el instigador de un plan que ocasionó la pérdida de muchos de nuestros hombres.

—Y eso es algo que, por supuesto, ya no… podrá repetir —dijo Delia.

Mientras hablaba, pensaba en lo cerca que había estado lord Kenyon de perder la vida.

Sin proponérselo, sus ojos se encontraron.

En la mirada de él había una expresión que Delia no comprendió.

Ambos permanecieron mirándose sin hablar.

De pronto, la puerta se abrió y Lucille y el marqués entraron.

Delia los miró y observó que su hermana llevaba puesto su sombrero más bonito. Se lo había comprado para asistir a una fiesta al aire libre en casa del lord Teniente.

Le pareció extraño que se lo hubiera puesto sólo para salir a pasear con el marqués.

Ambos avanzaron de la mano a través de la habitación.

Delia se dio cuenta de que tenían algo importante que decir.

Se produjo un breve silencio antes de que el marqués anunciara:

—¡Supongo que tú, tío Kenyon y Delia debéis ser los primeros en saber que Lucille y yo no hemos casado!

Delia emitió una exclamación de asombro. Él continuó.

—Yo no tenía la menor intención de esperar a que ella se quitara el luto o a que mis parientes dieran el visto bueno a nuestra relación.

—¿Os habéis casado? —preguntó Delia.

—Nos acaba de casar el vicario en la capilla de mi casa.

—El mismo que me bautizó a mí —intervino Lucille—. Ha sido una ceremonia muy bonita, Delia, y ojalá tú hubieras estado presente.

—Yo le pedí a Lucille que no le dijera nada por si intentaba impedir la boda —confesó el marqués.

Se detuvo un momento y como Delia no habló, siguió diciendo:

—Y ahora, antes de que empecéis a decir que Lucille y yo hemos hecho algo indebido, nos vamos de luna de miel.

—Por lo visto, tenéis todo planeado —exclamó lord Kenyon.

El marqués asintió.

—Vamos a París, a comprar un ajuar a Lucille, luego a Venecia y después tengo la intención de alquilar un yate para recorrer primero el Mediterráneo y después, quizá, el Mar Rojo.

Miró a su tío con expresión desafiante.

Lord Kenyon contestó con voz tranquila:

—Si llegáis hasta la India, espero que me hagáis una visita.

—¿Vas a volver a la India? —preguntó el marqués.

—Dentro de algunas semanas.

—¿Y cómo te encontraremos si llegáramos tan lejos?

—Estaré en Calcuta la mayor parte del tiempo.

Lucille puso su mano sobre el brazo de lord Kenyon.

—¿No está enfadado? —preguntó ella—. Tengo la impresión de que usted piensa que hemos hecho lo correcto.

—Creo que Marcus es un hombre muy afortunado —respondió lord Kenyon—. Él no sólo ha encontrado a una esposa muy hermosa sino también muy inteligente.

Lucille emitió una exclamación de júbilo. Luego, se puso de puntillas y dio un beso a lord Kenyon en la mejilla.

—Yo sabía que usted comprendería —declaró Lucille—, pero Marcus temía que se opusiera a nuestra boda. Le prometo que seré una buena esposa para él y también será el mejor marqués de Shawford que jamás haya existido.

—Estoy seguro de ello —afirmó lord Kenyon—. Además, he oído comentar que tiene grandes dotes de orador.

Lucille se rió y el marqués exclamó:

—Estoy dispuesto a alcanzar todas las metas que Lucille me marque.

El marqués clavó los ojos en su tío.

Lucille, por su parte, miró a Delia y le dijo en voz muy baja:

—Yo sé que tú entenderás que no podía perderlo.

—Descuida, lo entiendo —repuso ella.

Lucille besó a su hermana.

Por un momento, permanecieron abrazadas como solían hacer cuando eran niñas.

Después, Delia preguntó:

—¿De verdad os marcháis ahora mismo?

—Sí —afirmó el marqués—. Me gustaría cruzar el canal mañana por la tarde.

Lucille rió.

—Marcus lo tiene ya todo planeado y cuando volvamos de nuestra luna de miel estoy segura de que actuaré como una esposa oriental, andaré siempre detrás de él y obedeceré todas sus órdenes.

—Lo dudo —terció lord Kenyon—. Y si vais a Oriente, comprobaréis que las mujeres allí, dentro de sus hogares son muy enérgicas y sentiréis más pena por sus maridos que por ellas.

—¡No metas esas ideas en su cabeza! —dijo el marqués—. Yo la amo tal y como es, pero tengo la intención de ser quien mande en mi casa.

—De acuerdo —intervino Lucille—, siempre y cuando esté segura de que soy la única mujer de tu vida.

—Creo que sería imposible encontrar a alguien tan encantadora, sin embargo uno nunca sabe —bromeó el marqués.

Todos se echaron a reír.

—Vámonos. Los caballos se estarán poniendo inquietos —pidió el muchacho.

Lucille abrazó a su hermana.

—Hasta pronto —dijo.

—Cuídate mucho —respondió Delia.

—Estaré demasiado ocupada cuidando a Marcus y evitando que las francesas se le acerquen como para poder cuidarme a mí misma —comentó Lucille riendo.

Ella miró a lord Kenyon y sugirió:

—Dígale a su familia que no soy tan mala como suponen, y también espero que sepa que me alegro mucho de que esté vivo.

—Gracias —respondió lord Kenyon, besando a Lucille en la mejilla.

Todos se dirigieron hacia la puerta principal.

Fuera esperaba un carruaje con cuatro corceles.

Lord Kenyon estrechó la mano del marqués.

—Adiós, Marcus —dijo—. Yo te apoyaré en todo lo que pueda y trata de visitarme en la India.

—Lo intentaré —respondió el marqués.

Cogió a Lucille de la mano para ayudarla a subir al carruaje.

Delia los siguió con la mirada hasta que desaparecieron por el camino.

Luego, volvió al salón con los ojos llenos de lágrimas y sin hablar.

Casi no podía creer que todo aquello hubiera sucedido de verdad.

Lucille estaba casada y ya era la marquesa de Shawford.

Ella oyó a lord Kenyon entrar en la habitación y cerrar la puerta.

Como no quería que él viera sus lágrimas, no se dio la vuelta.

Sintió que él se acercaba.

Cuando estuvo junto a ella, musitó en voz baja:

—Usted los ayudará, ¿verdad? Yo sé que a Lucille no le resultará fácil ser aceptada por su familia.

—He prometido ayudarles —respondió lord Kenyon—, y ya he pensado en algo que convencerá a nuestros parientes de que Lucille es la esposa ideal.

—¿El qué? —preguntó Delia.

No pudo controlar un ligero temblor en la voz.

Lucille estaba tan radiante y feliz y la pareja parecía tan segura acerca del futuro.

Delia pensó que no podría soportar ver toda aquella felicidad enturbiada por la hermana de lord Kenyon, o por cualquier otro miembro de la familia.

Él no respondió y, después de un momento, ella continuó:

—Usted acaba de asegurar que tiene algo que los hará aceptar a Lucille. ¿De qué se trata?

—De que la hermana de Lucille sea la virreina de la India.

Lo que él acababa de decir no parecía tener sentido.

Delia se volvió hacia él y exclamó:

—Yo no comprendo lo que quiere decir.

—Es muy sencillo —dijo él—. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.

Delia creyó estar soñando.

Entonces vio la expresión de los ojos de lord Kenyon y sintió cómo sus brazos la envolvían.

El corazón le dio un vuelco dentro del pecho.

Éste comenzó a latir de una forma que le hacía difícil respirar.

Inmediatamente, los labios de lord Kenyon se apoderaron de los de ella.

Al sentir la presión de esos labios sobre la suavidad de los suyos, Delia se vio transportada a un paraíso mágico y maravilloso que ella jamás pensó que podía existir.

La desesperación que había sentido al pensar que su amor por lord Kenyon no era correspondido, desapareció.

Él la besó hasta que todo pareció girar a su alrededor.

Aquél era el amor que Delia había deseado siempre y que pensaba que nunca podría encontrar.

El amor que pocos minutos antes ella había considerado un imposible.

«Te amo… te amor», quería gritar.

En realidad, no hacían falta las palabras.

Una serie de maravillosas sensaciones fueron experimentadas por los dos al unísono.

—¡Mi vida, mi amor! ¿Cómo puedes hacer que yo me sienta así?

Delia le miró y él dijo:

—Te amo como jamás había imaginado que se podía amar a una mujer.

—¿Tú deseabas encontrar el amor?

—¡Yo deseaba encontrar a alguien como tú! —exclamó él—. Cuando estaba inconsciente yo sabía que te encontrabas a mi lado. Percibía el olor a violetas de tu perfume y cuando vi tus grandes ojos grises que miraban directamente a los míos, supe que no podría vivir sin ti.

Delia murmuró:

—¡Estuviste a punto de morir!

—Gracias a ti y sólo a ti estoy con vida y ahora tendrás que seguir cuidándome siempre.

—Eso es lo que más deseo hacer, pero nunca pensé que eso podía ser posible.

—¿Tú me amas? ¡Dime que me amas!

—Te amo tanto que me da miedo.

—¿De mí?

—No… de despertar de este maravilloso sueño.

—Cuando te vi por primera vez pensé que eras increíblemente bella y que no podía dejarte escapar.

—Oh, mi amor… ¿es eso cierto?

—Tendré que convencerte y para eso lo primero que debemos hacer es casarnos.

—Como Lucille y Marcus.

—¡Exactamente! —respondió lord Kenyon—. Ellos nos han dado un ejemplo que nosotros debemos seguir.

—¿Y tu familia no… se opondrá?

—Si lo hacen, nosotros no estaremos aquí para escucharlos.

Delia le miró y como si lo leyera en sus ojos, preguntó:

—¿Vas a llevarme contigo a la India?

—Tenemos que marcharnos dentro de tres semanas, justo después de nuestra luna de miel.

—Será muy emocionante vivir en la India… contigo —murmuró Delia—, pero también estaré muy preocupada por si te sucede algo.

Ella habló atropelladamente.

Pero no había necesidad de explicar lo que estaba sintiendo.

—Todo eso se ha terminado —dijo lord Kenyon pausadamente—. Mis días en la frontera han terminado. Como te acabo de comunicar, mi amor, voy a ser el próximo virrey y necesito que tú me ayudes en lo que será una tarea difícil, pero muy grata.

Delia contuvo la respiración.

—Yo… yo no soy importante.

—¡Como mi esposa lo serás! —le aseguró lord Kenyon—. Y mi familia respetará mi decisión. Por tanto, creo que tus temores respecto a Lucille son infundados.

Sus ojos brillaban cuando dijo:

—Esta mañana he visto en la habitación de tu padre una historia de la familia Winterton. Como es un volumen muy extenso y tiene un gran árbol genealógico al final, estoy seguro de que podremos encontrar algún nexo entre tu familia y la mía.

Delia le miraba embelesada.

Él continuó:

—Y si hay alguna duda acerca de tu sangre azul, haré que copien tu árbol genealógico y se lo enviaré para que puedan digerirlo tranquilamente.

Delia rió divertida.

—Haces que todo resulte muy divertido, pero yo todavía temo que ellos no acepten a Lucille.

—En ese caso, su esposo la defenderá y como la familia seguramente querrá ser invitada a la casa de Marcus puesto que es el primer marqués y un hombre muy rico, creo que tus temores carecen de fundamento.

Delia volvió a reír y dijo:

—Y por supuesto tu nombramiento les impresionará mucho.

—¡Eso espero! —dijo lord Kenyon—. Para ser franco, mi vida, yo también estoy impresionado conmigo mismo.

—Supongo que el cargo te ha sido ofrecido no sólo porque eres la persona más idónea, sino también porque es… difícil recompensarte de otra manera por todo lo que has hecho.

—Eres muy inteligente.

La estrechó contra él y añadió:

—Tú no debes preocuparte por esas cosas, sino exclusivamente por mí. ¡Quiero tu amor y lo quiero íntegro!

La besó en los labios antes de continuar:

—Adoro todo en ti y deseo que cada pensamiento que tengas sea dedicado a mí.

Sus labios estaban muy cerca, pero él no la besó.

La joven sabía que esperaba una respuesta.

—¡Eso describe exactamente lo que yo pienso en este momento —murmuró Delia—, y quiero que sepas que no tenía la menor idea de que el amor era tan avasallador!

Lord Kenyon sabía la razón por la que ella había dicho las últimas palabras.

—Eso es lo que Marcus ha descubierto, que el amor es invencible y estoy seguro de que se hubiera casado con Lucille sin importar cuál fuera su origen.

Hizo una pausa antes de continuar:

—¡Él y yo somos extremadamente afortunados por haber encontrado a las dos mujeres más bellas del mundo! ¡Su padre estuvo al mando del regimiento que yo más admiro y su madre fue tan bella como sus hijas!

Delia emitió una pequeña exclamación de felicidad y apoyó su cabeza en el hombro de él. Kenyon la besó en el pelo y dijo:

—Tenemos muy poco tiempo para estar solos en nuestra luna de miel y como estoy decidido a no desperdiciar ni un segundo, mi amor, deseo que mandes a alguien en busca del vicario ahora mismo.

Su voz sonó grave y apasionada cuando afirmó:

—Arreglaremos todo para casarnos a primera hora de la mañana.

—¿Te sientes lo suficientemente restablecido? —preguntó Delia.

—Claro que sí y te lo demostraré nada más casarnos.

Un brillo de fuego apareció en los ojos de él y Delia contuvo el aliento.

—Por lo tanto, nos quedaremos dos o tres noches en la suite nupcial de la casa grande.

Hizo una pausa y luego continuó:

—Como mi hermano y tu padre estaban disgustados, quizá tú no la hayas visitado nunca.

—No, lo la he visitado nunca.

—Será algo inolvidable, mi cielo —prometió lord Kenyon.

Él la acercó un poco más.

—Después, iremos a mi casa de Somerset.

Al ver la dicha reflejada en los ojos de Delia, comentó:

—Perteneció a mi madrina y ella me la dejó en su testamento. Era una apasionada de la jardinería y yo quiero verte entre sus flores.

—Tú sabes cuánto las amo.

—Tú eres una flor. En la India hay muchas cosas bellas, pero el deber y la pompa harán que a menudo nos sea difícil estar solos.

—No debo ser egoísta.

—No lo seremos, pero yo buscaré tiempo siempre que me sea posible para verte y decirte lo bella que eres —aseguró lord Kenyon—, y también para besarte, acariciarte y asegurarme de que eres mía.

—¡Soy tuya, completa y absolutamente!

—¿Qué le ha ocurrido a la señorita que deseaba no volver a verme jamás?

—Ella ha sido hecho prisionera… por el amor.

Cuando sus labios rozaron los de ella, él aseguró:

—Yo te dije que el amor era invencible y que no tenía sentido luchar contra él.

Comenzó a besarla de nuevo, sin embargo, esta vez no lo hizo de manera tierna, sino apasionada, casi con fiereza.

Él era el conquistador, el vencedor, el hombre que había logrado todo cuanto deseaba.

Delia no tenía miedo.

Sabía que aquello era el amor que ella siempre había deseado.

El amor que era fuerte y, como él había dicho, invencible.

Ella se rindió por completo a la fuerza de los labios de él y a su intensa pasión.

Aquello solo podía ser la gloria y el esplendor del amor que proviene de Dios, y que los uniría para toda la eternidad.

FIN