Capítulo 6

Lucille estaba desayunando cuando Delia entró en el comedor.

—¿Cómo se encuentra nuestro paciente? —preguntó.

Delia la miró sonriente.

—Higgins dice que ha pasado la noche bastante tranquilo, aunque se ha puesto un poco inquieto hace un par de horas.

—Espero que pronto recobre el conocimiento —comentó Lucille—, entonces podrá decirnos si recuerda lo que sucedió.

Delia pensó que aquello era poco probable.

De todas formas, no pudo evitar sentir un intenso alivio al ver que Lucille hablaba de una manera tan natural de lord Kenyon.

No parecía haber tensión entre ellos, a pesar de la intención del viaje de él a Little Bunbury.

Ella se encontraba sirviendo el café cuando se oyó un ruido de ruedas en el exterior.

Su hermana se volvió para mirarla.

Por un momento, ninguna de las dos mujeres habló.

Luego, Lucille dijo:

—Tengo el presentimiento de que se trata del marqués.

—¡Tan temprano! —exclamó Delia.

Lucille tenía razón.

Un momento después Marcus entró en el comedor sin ser anunciado.

Lucille se incorporó de un salto.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Pasa algo malo?

—Buenos días…

Él miró a Lucille de una manera tan peculiar que era obvio que hubiera querido añadir algunas palabras cariñosas.

Se había detenido a tiempo.

Y se volvió hacia Delia.

—Buenos días, señorita Winterton. He pensado que debía hablar con usted antes de irme a Londres.

—¿Te vas a Londres? —preguntó Lucille—. ¿Por qué?

Había una nota de ansiedad en su voz, como si creyera que él la estaba abandonando.

—Te explicaré por qué —respondió él—. ¿Puedo sentarme?

Él se dirigió a Delia y ésta contestó rápidamente:

—¡Sí, por supuesto! Lo siento si parece que he olvidado mis buenos modales, pero aún estoy un poco turbada por lo que ocurrió anoche.

—¡Eso no es de extrañar!

El marqués se sentó a la mesa y Lucille preguntó:

—¿Ya has desayunado o te gustaría tomar un poco de café?

—Ya he desayunado —contestó el marqués—. Y lo único que deseo es hablar con vosotras dos.

Lucille se volvió a sentar.

El marqués comenzó:

—Ya he pensado lo que voy a decir a mis empleados, que mi tío y yo salimos a cabalgar anoche y de pronto él sufrió un ataque de malaria.

Sonrió antes de continuar:

—Todo el mundo sabe que esta ataca súbitamente a quienes la sufren.

Delia hizo un gesto con la cabeza para indicar que comprendía y él continuó:

—También les diré que estábamos demasiado lejos de mi casa como para llevarle hasta ella y que decidí traerle aquí, donde vosotras fuisteis muy amables y le disteis alojamiento.

—¡Me parece que es una explicación maravillosa! —exclamó Lucille.

—Concluiré diciendo que después yo fui a buscar a Higgins, y que esperamos que no sea un ataque muy fuerte.

—Él ha pasado una noche bastante tranquila —informó Delia en voz baja—, pero aún no ha recobrado el conocimiento.

—Es cuestión de tiempo —afirmó el marqués.

—Por lo menos está vivo —afirmó Lucille.

—Sí, y es lo único que importa —estuvo de acuerdo el marqués.

Luego, miró a Delia y dijo:

—La verdad es que todavía no sé cómo voy a agradecerle lo que ha hecho por mi tío.

—Por favor —suplicó ella—, conseguirá que me sienta abochornada y lo único que temo es que esos hombres lo intenten de nuevo.

—No lo creo muy probable —dijo el marqués—, pero voy a tomar precauciones. Mientras tanto le he ordenado a mi mayordomo que les envíe un lacayo para que ayude a subir las bandejas y a una ayudante de cocina.

Delia le miró asombrada.

La forma en que él hablaba, producía una sensación de que se había apoderado de la casa.

Ella ya no tenía autoridad. Marcus continuó:

—También he hecho arreglos para que la esposa de mi administrador duerma aquí todas las noches. No causará problemas y pienso que su presencia será necesaria.

Delia se puso tensa.

Estaba a punto de quejarse por lo que le parecía una verdadera intromisión, cuando el marqués añadió:

—Aunque mi tío esté enfermo, lo correcto es que Lucille y usted, por supuesto, señorita Winterton, tengan una dama de compañía.

Delia contuvo la respiración y las palabras que había estado a punto de pronunciar, murieron en sus labios.

El marqués le sonrió como si supiera lo que ella había pensado.

—Debo pensar en la reputación de Lucille y en la suya —dijo él con tranquilidad.

—¿Te marchas a Londres? —preguntó Lucille como si aquella idea hubiera ocupado su mente por completo.

—Anoche, cuando volví a buscar a Higgins para que cuidara de mi tío —explicó el marqués—, me dijo que había traído algunas cartas para él desde Londres.

Lucille le escuchaba con los ojos muy abiertos.

—Como una era del primer ministro, la abrí. En ella el marqués de Salisbury comunicaba a mi tío que se había enterado de que acababa de volver de la India y deseaba verle inmediatamente.

—¡Eso es imposible!

—Estoy de acuerdo —respondió el marqués—. Y creo que lo mejor es que yo personalmente le informe al primer ministro de lo que sucedió anoche y de la razón por la que mi tío no podrá atender a su llamada.

Delia emitió una exclamación.

—¿Cree usted que eso será prudente?

—Puesto que sospechamos que los rusos están metidos en esto, es importante que el primer ministro esté al tanto de todo.

—Supongo que sí… es necesario —asintió Delia.

—Deseo irme cuanto antes y volver lo antes posible —dijo el marqués poniéndose de pie—. Estoy seguro de que no habrá ningún problema antes de mi regreso.

Se dirigió hacia la puerta y Lucille le siguió.

Delia no se movió de su asiento.

Se sentía apabullada por todo lo que había dicho el marqués.

Inesperadamente, el marqués volvió a entrar en el salón.

—Se me ha olvidado decirle algo que para mí es de mucha importancia.

—¿De qué se trata? —preguntó ella.

—Estaba pensando que dado que mi tío se encuentra aquí y para toda la aldea será obvio que nosotros mantenemos buenas relaciones, quizá fuera una buena idea que usted me invitara a inaugurar la exposición floral.

—¿Inaugurar la exposición? —repitió ella un poco desconcertada.

—Lucille me ha dicho que es muy importante que yo conozca a mi gente —dijo el marqués con una sonrisa—, y eso será más fácil si asisto a acontecimientos importantes para ellos.

Lucille, que ahora se encontraba detrás de él, gritó de alegría.

—¡Es una idea maravillosa! —afirmó ella—. Todos estarán encantados de conocerte y poder hablar contigo.

El marqués no habló.

Sus ojos estaban fijos en Delia. Después de un momento, esta repuso:

—Por supuesto que nos sentiremos muy honrados y hoy mismo se lo comunicaré al vicario.

—Es mucho más importante que se lo notifiquemos a la señora Geary —expresó Lucille sin podre evitarlo.

A pesar de su sorpresa, Delia rió.

—También se lo comunicaré a ella —prometió.

—Gracias —dijo el marqués—. Hablaremos al respecto cuando yo regrese.

Salió de la habitación por segunda vez.

Delia se sentía como si la cabeza le diera vueltas y todo el mundo se hubiera puesto al revés.

¿Podía ser cierto que lord Kenyon, después de haber sido atacado por los rusos, se encontrara durmiendo en su propia casa?

¿Podía ser cierto, además, que el marqués, a pesar de su mala fama, quisiera inaugurar la exposición, y que de verdad estuviera enamorado de Lucille?

Ella sabía que se avecinaban un gran número de dificultades.

Pero, por el momento, lo más apremiante era informar a los Hanson de que un lacayo y una ayudante de cocina estaban en camino para ayudarles.

Ellos se sentirían encantados.

Pero al mismo tiempo, quizá también tuvieran la sensación de que la casa estaba siendo invadida, como la había tenido ella.

Era imposible continuar desayunando y Delia fue a buscar a Lucille.

La encontró en la sala de armas, limpiando las pistolas que habían utilizado la noche anterior.

—¿Por qué estás haciendo eso? —preguntó.

—Marcus me ha dicho que debo darle una a Higgins y que alguna de nosotras debe permanecer siempre en la habitación de lord Kenyon.

Delia la miró un momento.

Entonces dijo:

—Tiene razón. Nos turnaremos. Higgins ha estado con él toda la noche y necesita descansar.

Hizo una pausa y antes de decir con una sonrisa:

—Supongo que deseas salir a montar.

—Lo he pensado —admitió Lucille—, pero resultará un poco aburrido hacerlo sin la compañía de Marcus.

Delia apretó los labios durante un momento, pero no habló.

—Ya no tiene sentido fingir que no me encontraba con él todas las mañanas —continuó Lucille—. Y tú ya no puedes seguir teniendo la misma opinión de él, pues debes reconocer lo maravillosamente que se portó anoche.

Delia dudó un momento. Luego, asintió.

—Sí… es verdad.

Lucille lanzó una exclamación de alegría.

—Estaba segura de que te gustaría cuando le conocieras. Y siento mucho haberte engañado, pero no podía dejar de verle a pesar de que me lo prohibiste.

—Lo comprendo —dijo Delia—, pero sabes que no será fácil que puedas casarte con él.

La felicidad desapareció de los ojos de Lucille.

—Lo sé —admitió Lucille—, con todos esos parientes sofisticados que afirman que yo sólo le quiero por su dinero y posición.

—Quizá todo tenga un final feliz —observó Delia—, sin embargo, debes pensar en todo esto detenidamente.

—No pienso en otra cosa —respondió Lucille—. ¡Yo amo a Marcus y él me ama y eso es mucho más importante que la opinión de todas esas viudas o solteronas que me desprecian por no tener sangre azul en las venas!

Delia no contestó.

No podía evitar pensar que la familia Shaw, si se lo proponía podía hacer que Lucille fuera muy desdichada.

No importaba lo que luchara el marqués por protegerla.

También le molestaba mucho la idea de que alguien pudiera considerar que Lucille no era lo suficientemente digna de él.

Él era un hombre con una reputación nada envidiable.

Pero pensó que no merecía la pena preocupar a Lucille. Por lo tanto, cogió la pistola que había utilizado la noche anterior y dijo:

—Voy a llevarle esto a Higgins y a decirle que se vaya a la cama. Yo me quedaré con la otra.

—Me dejas a mí indefensa —protestó Lucille—. La pistola de papá es demasiado pesada.

La levantó, la volvió a colocar en su lugar y aseguró:

—No quiero que nadie me secuestre, así que me confiaré a mi suerte y a mi sentido común.

—Quizá uno de los hombres deba hacerte compañía —sugirió Delia.

Lucille rió.

—Sólo estaba bromeando. Los dos rusos deben estar completamente fuera de acción y no creo que haya otros escondidos entre los arbustos.

—¡Espero que no! —respondió Delia.

Lucille salió de la sala de armas. Delia pudo oírla correr hacia las caballerizas.

«¿Quién hubiera imaginado que todo esto iba a suceder en Little Bunbury?», se preguntó.

* * *

Lord Kenyon sintió que regresaba a la consciencia a través de un largo túnel al final del cual había un rayo de luz.

Intentó moverse.

Un fuerte dolor en la parte posterior de la cabeza le hizo quejarse.

Entonces se dio cuenta de que había alguien junto a él y percibió un leve aroma a violetas.

—Se encuentra usted bien y a salvo —musitó una voz muy suave.

Las palabras a salvo parecieron registrarse en su mente.

Se preguntó si habría sido herido y si se encontraba en un campamento inglés.

Entonces recordó un largo camino a través de un sendero difícil y montañoso.

El viento frío parecía traspasar su cuerpo.

Estaba muy cansado.

Quería tumbarse y descansar; sin embargo, sabía que aquello podía ser muy peligroso.

Sus perseguidores no podían estar muy lejos.

Lo único que importaba era llegar hasta los ingleses.

Recordó que la información que había obtenido era de vital importancia.

Si él moría antes de poder comunicar sus secretos, aquello podía significar la muerte de cientos o quizá miles de soldados.

«¡Tengo que seguir adelante!», se dijo.

Sin embargo, sus pies se negaban a llevarle más lejos.

Trató de moverse y se quejó una vez más.

Una mano fresca se posó en su frente y después algo húmedo.

—Duérmase. Está usted seguro y nadie le hará daño.

Era la misma voz armoniosa que había oído antes.

Y de alguna manera le resultaba muy tranquilizadora.

* * *

Cuando lord Kenyon despertó de nuevo tuvo la sensación de que había estado dormido durante mucho tiempo.

Abrió los ojos.

Advirtió que se encontraba en una habitación que no había visto nunca.

No se trataba de la colina rocosa de sus sueños y se preguntó dónde se encontraba y por qué.

Sintió a alguien junto a él.

Ahora una voz juvenil y agradable que él jamás había oído le preguntó:

—¿Está usted despierto? ¿Puede oír?

Lentamente, él se volvió hacia el lugar del que procedía la voz.

Se dijo que debía estar soñando o muerto.

Jamás hubiera imaginado que alguien podía parecerse tanto a un ángel.

Ella tenía el pelo del color del oro y dos enormes ojos azules que le miraban fijamente.

—¿Dónde estoy?

—Está usted a salvo y nadie le hará daño. ¿Desea usted beber algo?

Lucille no esperó su respuesta.

Cogió un vaso de agua fresca mezclada con zumo de limón.

Delia lo había dejado junto a la cama.

Higgins les había prohibido levantar la cabeza de lord Kenyon así que ella le pasó un brazo por detrás de los hombros.

Él pudo incorporarse lo suficiente para beber, pero el dolor le hizo gemir.

—Pronto se sentirá mejor —dijo Lucille—. Ahora vuelva a dormir.

Lord Kenyon quiso decir que no quería hacerlo.

Deseaba saber dónde se encontraba.

Sin embargo, eso suponía un esfuerzo demasiado grande.

El dolor en la parte posterior de la cabeza era demasiado intenso como para poder pensar en otra cosa.

Cerró los ojos…

* * *

Cuando lord Kenyon despertó de nuevo pudo oír a Higgins.

Se dijo que reconocería su voz en cualquier parte.

—Ha pasado buena noche, señorita —decía el ayuda de cámara—. Creo que muy pronto estará recuperado totalmente.

—Eso espero, porque lleva mucho tiempo inconsciente.

—No se asuste, señorita. Y ahora, con un guardia en la casa, todos podemos sentirnos seguros.

—Sí, pero usted, Higgins, debe descansar. Parece agotado.

—No me importa aceptar que cerrar los ojos un rato no me vendría mal —admitió Higgins.

Lord Kenyon sintió que cerraban la puerta.

Alguien se acercó a la cama.

Le llegó el aroma de violetas y reconoció haber oído antes aquella voz.

Ella permaneció en silencio junto a él. Lord Kenyon abrió los ojos, y la joven lanzó una pequeña exclamación de alegría.

—¿Puede oírme? —le preguntó inclinándose un poco hacia él.

Después de un momento, él murmuró:

—S… sí.

La joven lanzó otra pequeña exclamación de alegría.

—¿Recuerda quién es usted?

—Sí, soy… Kenyon… Shaw.

—Entonces el peligro ya ha pasado. ¡Me alegro mucho!

Ella parecía tan complacida que Kenyon intentó sonreír.

Después de un momento, preguntó:

—¿Dónde… estoy?

—Se encuentra en mi casa. Quizá recuerde que vino aquí cuando llegó de Londres.

—¿Es usted la señorita Winterton?

—Sí.

Él pareció meditar acerca de aquello durante un buen rato antes de decir:

—No… no entiendo.

—Ya le contaré todo cuando esté mejor, ahora no hay prisa.

Lord Kenyon miró a las profundidades de dos inmensos ojos grises que estaban muy cerca de los suyos.

—¡Usted estaba enfadada conmigo! —dijo él.

—Sí, lo sé, pero ya no lo estoy y me alegro mucho de su recuperación.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué estoy aquí?

—Pronto le contaré todo y créame que es muy emocionante, pero ahora debe intentar dormir.

—Estoy… cansado de dormir.

Su voz sonó más fuerte y segura.

Delia rió levemente.

—¡No me sorprende! Ha dormido sin parar tres días.

Los labios de lord Kenyon esbozaron una sonrisa.

—Supongo que usted tendrá una explicación para lo que a mí me parece un… comportamiento muy extraño.

—Si se duerme ahora, le prometo que le explicaré todo cuando despierte.

—¡No me voy a dormir! —afirmó lord Kenyon.

Cerró los ojos por un momento.

De pronto, sintió una mano que se movía con suavidad por su frente.

Aquello resultaba tranquilizador y muy agradable.

Y mientras pensaba en ello, cayó en un sueño profundo y reparador.

* * *

El marqués aún no había vuelto de Londres.

Lucille y Delia esperaban impacientes el momento de hablar con él.

—Seguramente estará aquí antes de la cena —comentó Lucille una docena de veces.

Por fin, habían subido a cambiarse.

Sin embargo, el marqués no llegó hasta después de la cena, cuando todos se encontraban ya en el salón.

Lucille no esperó a que Hanson o el nuevo lacayo abrieran la puerta.

Corrió al vestíbulo para abrirla ella misma.

—¡Has vuelto! —exclamó con júbilo.

Marcus se bajó de su coche.

—Sí, y lamento mucho haber llegado tan tarde —respondió él—, pero tenía muchas cosas que hacer.

Él se llevó la mano de ella a sus labios.

Por un segundo, ambos intercambiaron amorosas miradas.

Lucille sabía que lo que más deseaba en aquel momento era que él la besara.

Súbitamente, advirtió que el marqués no estaba solo.

Había un caballero junto a él.

El marqués la cogió del brazo y la condujo hacia el vestíbulo.

—Permíteme presentarte al capitán Ludlow. Explicaré todo cuando estemos en el salón.

La forma en que él habló le hizo comprender a Lucille que se trataba de algo muy confidencial.

El marqués se dirigió al salón, llevando a la muchacha de la mano.

El capitán Ludlow los siguió.

Delia los estaba esperando y el marqués dijo:

—Buenas noches, señorita Winterton. Siento haber llegado tarde. Permítame presentarle al capitán Ludlow.

Se volvió para asegurarse de que no había ningún criado en la puerta y añadió:

—El capitán ha venido por deseo del primer ministro para cuidar a mi tío y sólo espero que no estemos abusando demasiado de su hospitalidad.

Sus ojos brillaban mientras hablaba.

Todo aquello era tan inesperado, que Delia se echó a reír.

—Nada podrá ya sorprenderme —dijo—. ¿Han cenado ya el capitán y usted?

—Como sabíamos que íbamos a llegar tarde, nos detuvimos en el camino —respondió el marqués—. Además, otra persona venía con nosotros.

—¿Otra persona? —preguntó Lucille.

—Sí —respondió el marqués—. El primer ministro ha insistido en que dos hombres de toda confianza, el capitán Ludlow y el mayor Dawson, permanezcan de guardia hasta que el ruso que planeó el ataque a mi tío sea capturado.

—¿Quiere decir usted que el peligro no ha pasado todavía?

El marqués asintió.

—El primer ministro está seguro de que es así. El vizconde Cross, quien, como ustedes seguramente saben, es el secretario de estado para la India, está convencido de que el responsable del ataque de mi tío está libre y sano y salvo.

Delia emitió una exclamación de horror.

El marqués afirmó rápidamente.

—No debéis tener miedo. Una vez que los tres hombres se encuentren entre rejas espero que olvidéis que todas estas cosas tan desagradables han ocurrido.

—El marqués tiene razón, señorita Winterton —intervino el capitán Ludlow—, lo único que hay que hacer es esperar a que sea cogido un tercer hombre, que, sin lugar a dudas, fue quien dio las órdenes.

—¿Y piensan ustedes que vendrá aquí?

—Aquí no —respondió el capitán Ludlow—, sino a la casa grande.

—Porque pensará que lord Kenyon ha sido trasladado allí —observó Delia.

—¡Así es! —Estuvo de acuerdo el capitán Ludlow—. Pero no podemos dejarlas a ustedes ni a lord Kenyon desprotegidos.

—¿Cómo se encuentra él? —preguntó el marqués.

—Creo que está un poco mejor —dijo Delia— y si usted y el capitán quieren subir a verle, pediré que les sirvan algo de beber. ¿Están seguros de que no desean nada de comer?

—No, gracias, pero me gustaría enseñar al capitán la habitación de mi tío.

—¿Puedo acompañaros? —preguntó Lucille.

Como respuesta, el marqués le extendió la mano.

Ella enlazó sus dedos con los de él.

Cuando salieron de la habitación, Delia volvió a sentir que el mundo se había puesto de cabeza.

No sabía cómo enfrentarse a todo aquello.

Sin embargo, tenía la impresión de que no había nada que ella pudiera hacer.

Podía dejar que el marqués diera todas las órdenes.

Cuando los demás volvieron al salón, un criado había llevado una botella del excelente clarete de su padre, pues Delia pensó que era lo más apropiado para ellos después de un largo viaje.

También había una botella de champán en un cubo con hielo.

Para sorpresa suya, el capitán Ludlow dijo que no podía tomar alcohol pues se encontraba de servicio.

El marqués se sirvió una pequeña porción del clarete.

Delia pensó que los dos hombres deseaban mantener la mente despejada por lo que pudiera ocurrir.

Después de un breve rato de charla, el marqués volvió a la casa grande, donde le esperaba el mayor Dawson.

Un poco más tarde Lucille y Delia se retiraron a sus habitaciones.

—Esto es cada vez más emocionante —comentó Lucille.

—Sí, pero espero que salgamos sanas y salvas —respondió Delia.

—Yo estoy segura de que estos oficiales y por supuesto, Marcus, atraparán al ruso que intentó secuestrar a lord Kenyon. Entonces todo volverá a la normalidad.

Delia recordó que aunque los problemas personales de lord Kenyon se resolvieran, aún quedarían los de Lucille.

No había olvidado la razón por la cual él había ido a Little Bunbury: para deshacerse de aquella mujer intrigante que pretendía cazar a su sobrino.

Recordaba que él hasta había ofrecido pagarle.

Se preguntaba qué haría cuando se recuperara y pudiera pensar con claridad.

* * *

Dos días más tarde, Delia se encontraba sentada junto al enfermo. Él no se movía.

De pronto, ella se dio cuenta de que ya no le era posible odiarle como lo había hecho al principio.

Ahora en lo único que podía pensar era en los riesgos que él había tenido que correr.

Se había enterado de muchas de las aventuras que había vivido en la India por medio del capitán Ludlow y del marqués.

El primero había comentado que a todos los altos cargos inquietaba el hecho de que los rusos le hubieran podido seguir con tanta rapidez.

—¿Le hubieran torturado? —había preguntado Delia en voz baja.

—¡No sólo eso, también le habrían asesinado! —contestó el marqués.

Delia lanzó un grito de horror.

—¿Es posible que estas cosas realmente ocurran en Inglaterra?

—Han ocurrido porque tío Kenyon ha sido muy valiente en la India —contestó el marqués—. El primer ministro me comentó que sus servicios prestados al gobierno son de gran valor; sin embargo, no podrán divulgarse hasta que todos los involucrados estén muertos.

—Supongo que eso quiere decir —intervino Delia—, que jamás conoceremos la mayor parte de los hechos.

—Sí —estuvo de acuerdo el marqués—, y estoy seguro de que tío Kenyon jamás nos contará nada.

—Los pocos que conocen la tarea que realiza —dijo el capitán Ludlow—, están sorprendidos de que haya podido hacer tanto y tan bien sin haber muerto por lo menos una docena de veces.

—¿Está usted seguro de que él se halla completamente a salvo aquí? —preguntó Delia con un ligero temblor en la voz.

—El mayor y yo haremos todo lo posible para asegurarnos de que así sea —respondió el capitán Ludlow.

Delia se había dado cuenta de que ahora era el capitán Ludlow quien velaba en la habitación de lord Kenyon. Él se reunía con ellos sólo cuando Higgins se encontraba arriba.

Ambos oficiales estaban bien armados.

Delia se preguntaba si alguien de fuera de la casa se habría dado cuenta de la tensión que estaban viviendo.

Y nada resultaba más difícil que la incertidumbre de la espera.

Ahora ella dejó de acariciar la frente de lord Kenyon y se incorporó.

Le miró y le pareció muy joven y vulnerable.

De pronto, tuvo miedo de que él hubiera sufrido algún daño en el cerebro como consecuencia del golpe.

—Por favor, Dios mío —suplicó ella—, haz que se restablezca pronto.

Aquélla era una plegaria que brotaba de lo más profundo de su corazón.

Volvió a tomar asiento junto a la ventana.

Fuera, pudo ver la enorme marquesina que había sido construida en la pista.

Recordó que el siguiente día era el asignado para la exposición floral.

La noticia de que el marqués iba a inaugurar el acto había recorrido la aldea con la rapidez de un rayo.

Aquello había hecho desaparecer cualquier otro tema de conversación.

Delia sintió deseos de reír cuando se dio cuenta de que todas las mujeres estaban dispuestas a lucir sus mejores galas para él.

Hasta Flo le había dicho la tarde anterior:

—Señorita, ¿no le sobran algunas flores que pueda regalarme para adornar el sombrero que pienso llevar a la exhibición?

—¿Flores?

—Sí, señorita, esas de seda que utiliza usted para adornar sus vestidos. Quiero estar muy guapa ante su señoría.

—Estoy segura de que él lo apreciará —contestó Delia.

Encontró algunas rosas que había guardado hasta que terminara el luto.

«Ya sólo falta un mes», recordó ella.

Entonces Lucille podría vestirse con el azul que hacía juego con sus ojos.

Delia no lo sabía, pero los vestidos de color lila que usaba como medio luto, le favorecían mucho.

Sus ojos grises tenían algunos reflejos violeta.

No imaginaba que estaba tan hermosa como las flores cuyo perfume destilaba en la primavera.

«El marqués será todo un éxito en la exposición», pensó, «y pronto se olvidará su escandaloso comportamiento anterior».

A ella ya le costaba trabajo imaginar que él era la misma persona que había llegado a la aldea.

Cuando el marqués se había decidido a asumir el mando, lo había hecho de forma impresionante.

No sólo le había proporcionado una ayudante de cocina y un lacayo, sino también una doncella para la casa y un criado extra para trabajos generales.

Jacob iba diariamente y llevaba el carbón para la cocina.

Además, subía y bajaba el agua para los baños.

«Si el marqués fuera un hombre normal y corriente, estoy segura de que Lucille sería muy feliz con él», se dijo Delia.

Sabía demasiado bien cómo las mujeres podían hacer insoportable la vida de una joven a quien no aprobaban.

Constantemente encontrarían faltas y murmurarían en su contra.

—Oh, mamá, ¿qué podemos hacer? —preguntó mirando el retrato de su madre que se encontraba sobre la chimenea.

Ese mismo retrato fue observado por lord Kenyon aquel mismo día.

El sol comenzaba a ponerse, cuando abrió los ojos.

Por primera vez se dio cuenta de que su cerebro estaba despejado.

Ya no se sentía como si su cabeza se encontrara llena de algodón.

Ahora pudo mirar en torno suyo.

Observó que sobre la chimenea se encontraba el retrato de alguien a quien él había visto antes.

Se trataba de una mujer muy bella.

Era tan hermosa que lo más probable era que el pintor hubiera exagerado la perfección de su modelo. No tardó en recordar que ya había visto una vez aquellos dos ojos grises mirándole con enojo.

Debajo del retrato había una vitrina en la cual estaban unas cuantas medallas.

Se preguntó a quién pertenecían. De pronto, alguien entró en la habitación.

Se trataba de una mujer y ésta habló en voz baja a un caballero cuya presencia no había advertido:

—La cena estará lista dentro de veinte minutos, capitán Ludlow. Yo me quedaré con nuestro paciente mientras usted se cambia.

Delia cruzó la habitación mientras hablaba.

Lord Kenyon comprobó que aquella joven era aún más bella que la del retrato.

Esperó hasta que sintió que la puerta se cerraba. Luego, exclamó:

—¡Señorita Winterton!

La joven se acercó a él, sorprendida.

—Espero no haberle despertado.

—No se preocupe, ya estaba despierto y me siento muy bien —respondió lord Kenyon.

—¡Me alegro mucho! —afirmó ella—. Hemos estado muy preocupados por usted, pero Higgins estaba seguro de que gracias a su constitución pronto se recuperaría.

—Higgins nunca se equivoca —dijo lord Kenyon—, y quiero saber qué es lo que ha ocurrido y por qué estoy aquí.

—¿Se siente con fuerzas suficientes?

—Las suficientes como para ponerme muy furioso si no me dice toda la verdad.

Delia se echó a reír.

—Muy bien —aceptó—, y si se aburre, siempre puede volver a su estado anterior de inconsciencia.

Lord Kenyon extendió la mano.

Accidentalmente se encontró con la de ella y sus dedos se cerraron.

—Te escucho —dijo él.

Delia, que se había sentado en el borde de la gran cama, comenzó su narración.

Le contó exactamente todo cuanto había ocurrido. Excepto que ellos no tenían la menor idea de si los hombres habían hablado con él o si se habían introducido en su habitación mientras él dormía.

Su voz era muy suave y agradable.

También le contó cómo habían detenido el carruaje y le habían encontrado a él dentro, atado y amordazado sobre el asiento posterior.

Y que temiendo que otros rusos fueran a buscarle a la casa grande, le habían llevado allí.

Y allí era donde había estado desde entonces.

Lord Kenyon escuchó a Delia atentamente sin dejar de mirarla.

Cuando terminó, él dijo:

—Siento mucho que hayáis tenido que pasar por… todo esto.

—¡Yo sólo me alegro de que pudiéramos llegar a tiempo para evitar que le secuestraran!

—¿Y usted y su hermana hirieron a los hombres que pretendían secuestrarme?

—Mi padre nos enseñó a disparar cuando éramos chicas y tuvimos cuidado de no matarlos, lo cual quizá haya sido un error.

—No, hicisteis lo correcto —dijo lord Kenyon—, y también mi sobrino al dejarlos en el camino para que trataran de explicar sus heridas al primero que los encontrara.

—El primer ministro no ha enviado a dos guardias —informó Delia—, es el capitán Ludlow, que estaba aquí hace unos momentos, y el otro, el mayor Dawson, que está en la casa grande.

—¿Hasta ahora no ha ocurrido nada?

—¡Nada! —repuso Delia—. Y no me gusta nada la espera.

Lord Kenyon sonrió.

—Estoy de acuerdo con que estar activo es mucho más fácil que ser paciente.

—¿Es eso lo que tenemos que ser?

—Me temo que sí. Pero usted sabe lo agradecido que le estoy.

Delia se dio cuenta de que él aún le tenía cogida la mano.

—Hablaremos de eso cuando todo haya terminado —sugirió—, pero ahora voy a buscarle algo de cena. No ha comido nada durante mucho tiempo y espero que tenga hambre.

—Ahora que lo pienso, así es —respondió lord Kenyon—. ¡Y permítame añadir que me considero muy afortunado por haber tenido a una anfitriona tan encantadora!

Ella le miró como si pensara que él se estaba burlando de ella.

Después de hacer sonar la campana, volvió junto a la cama y él le preguntó:

—¿Ya me ha perdonado?

Ella era consciente de que él esperaba una respuesta.

Después de un momento, dijo:

—Durante estos últimos días me ha sido muy difícil pensar en otra cosa que no fuera cuidarle a usted:

—Cuando Marcus me dijo quién era usted en realidad, comprendí que había cometido un grave error y ahora lo único que puedo decirle es que lo siento mucho.

Delia no sabía qué decir. Era imposible explicarle que no sólo deseaba que viviera, sino también poder conversar con él.

De pronto, la puerta se abrió y apareció Lucille.

—¿Estás aquí, Delia? —preguntó en un susurro.

No tardó en darse cuenta de que su hermana se encontraba de pie, cerca de la cama.

Lord Kenyon tenía los ojos abiertos.

—¡Está despierto! —exclamó Lucille.

Él la miró y la conversación que habían mantenido le vino a la mente.

—¡No estoy en el cielo, después de todo! —exclamó él.

—¿Así que usted me oyó?

—Sí la oí —contestó él—. También la vi y pensé que estaba muerto y que usted era uno de los ángeles que yo siempre he esperado encontrar en el otro mundo.

—¿De verdad imaginó eso? —preguntó Lucille—. Debo decírselo a Marcus.

—¿Decirme qué? —preguntó éste desde la puerta—. Os he oído hablar y casi no podía creer que lo estuvierais haciendo con tío Kenyon.

—Pues así es —respondió lord Kenyon—, y la señorita Winterton me ha contado todo lo sucedido.

—Nosotros hemos dicho a la gente del pueblo que usted tiene malaria —comentó Lucille—, así que va a tener que dar alguna que otra explicación de los síntomas de dicha enfermedad.

—¡En tal caso, será mejor que permanezca inconsciente! —exclamó lord Kenyon.

Todos se echaron a reír. Luego, Delia dijo:

—No es conveniente que estemos todo aquí hablándole y haciéndole gastar sus escasas energías. ¡Higgins se podrá furioso con nosotros!

—No deseo ser mimado durante más tiempo —dijo lord Kenyon—. Es más, tengo la intención de levantarme mañana.

—¡Es demasiado pronto! —protestó Delia.

—Oh, dejadle que se levante —intervino el marqués—. Así podrá venir a oír el discurso que voy a pronunciar cuando inaugure la exposición floral.

Lord Kenyon le miró sorprendido.

—Veo que te tomas ya muy en serio tus deberes como terrateniente.

—Espero complacerte con ello —dijo el marqués—. Lucille me dijo que todos debían conocerme.

El marqués miró a Lucille y esto hizo que Delis pensara que había un motivo escondido, detrás de lo que parecía ser una idea sensata.

En ese momento entró Higgins. Como suponían, protestó porque había demasiada gente en la habitación de su amo y luego les comunicó que la cena estaba servida.

—Su señoría quiere hacer demasiado antes de tiempo, y si no me hace caso, tendrá una recaída.

Todos se apartaron y al llegar a la puerta, Delia exclamó:

—Inmediatamente le enviaré la cena a milord. ¿Le estará permitido tomar una copa de champán?

—¡Por lo menos dos! —intervino lord Kenyon con firmeza—. Y si alguien trata de impedírmelo, bajaré yo mismo a buscarlas.

—Eso no será necesario.

Delia siguió a los demás, que ya habían empezado a bajar las escaleras.

—¡Ya ve milord! Cuando es una mujer la que da órdenes, o lo miman a uno demasiado o lo regañan.

—¡La verdad es que éste me parece un lugar muy agradable para convalecer! —comentó lord Kenyon.

—Eso es cierto, milord —estuvo de acuerdo Higgins—. ¡Nunca había conocido a nadie más encantadora! No hay una persona en la aldea que no se exprese bien de la señorita Delia.

No dijo nada más; sin embargo, lord Kenyon tuvo la impresión de que, aunque pareciera imposible, Higgins sabía que Delia Winterton y él habían discutido en una ocasión.

Él la había insultado de una manera grotesca nada más conocerla.

Parecía imposible que Higgins lo supiera.

No obstante, los criados siempre se enteraban de todo.