El Museo de Historia Natural contiene unos 70 millones de objetos de cada reino de la vida y cada rincón del planeta. con otros 100.000 o así que se añaden cada año a la colección, pero sólo entre bastidores llegas a hacerte una idea de los tesoros que encierra. En armarios y vitrinas y largas habitaciones llenas de estanterías atestadas se guardan decenas de miles de animales encurtidos en frascos, millones de insectos clavados en cuadrados de cartulina, cajones de brillantes moluscos, huesos de dinosaurios, cráneos de humanos primitivos, interminables carpetas de plantas cuidadosamente prensadas. Es algo así como pasearse por el cerebro de Darwin. Sólo la sala del alcohol contiene 24 kilómetros de estanterías1 con tarros y tarros de animales conservados en alcohol metilado.
Allí detrás hay especímenes recogidos por Joseph Banks en Australia, por Alexander von Humboldt en la Amazonia y por Darwin en el viaje del Beagle… y mucho más que es o muy raro o históricamente importante o ambas cosas. A muchas personas les encantaría poder ponerles las manos encima a esas cosas. Unas cuantas lo hacen realmente. En 1934 el museo adquirió una notable colección ornitológica procedente del patrimonio de un devoto coleccionista llamado Richard Meinertzhagen. autor de Birds of Arabia [Pájaros de Arabia], entre otras obras eruditas. Meinertzhagen había sido usuario asiduo del museo durante muchos años, acudía a éste casi a diario a tomar notas para sus libros y monografías. Cuando llegaron las cajas, los conservadores se apresuraron a abrirlas deseosos de ver lo que les había dejado y descubrieron sorprendidos, por decirlo suavemente, que un grandísimo número de especímenes llevaba la etiqueta del propio museo. El señor Meinertzhagen se había pasado años proveyéndose allí de ejemplares para sus colecciones. Eso explicaba su costumbre de llevar un abrigo largo hasta cuando hacia calor.
Unos años más tarde se sorprendió a un viejo y encantador habitual del departamento de moluscos («un caballero muy distinguido», me dijeron), introduciendo valiosas conchas marinas en las patas huecas de su andador
–No creo que haya nada aquí que no codicie alguien en algún sitio
–me explicó Richard Fortey con aire pensativo, mientras me guiaba por ese mundo seductor que es la parte oculta del museo.
Recorrimos muchos departamentos, donde había gente sentada a grandes mesas haciendo tareas de investigación que exigían intensa concentración con artrópodos, hojas de palma y cajas de huesos amarillentos. Había por todas partes un ambiente de meticulosidad pausada, de gente consagrada a una tarea gigante que nunca podía llegar a terminarse y en la que tampoco había que precipitarse. Yo había leído que el museo había publicado en 1967 su informe sobre la expedición de John Murray, una investigación que se había hecho en el océano Índico, cuarenta v cinco años después de que la expedición hubiese concluido. Se trata de un mundo en el que las cosas se mueven a su propio ritmo, incluido un pequeño ascensor que Fortey y yo compartimos con un anciano con aspecto de científico, con el que Fortey charló cordial y familiarmente mientras subíamos a una velocidad parecida a la de los sedimentos cuando se asientan.
Después de que el hombre se fue, Fortey me dijo:
–Es un tipo muy agradable que se llama Norman y que se ha pasado cuarenta y dos años estudiando una especie vegetal, el hipericón. Se jubiló en 1989, pero sigue viniendo todas las semanas.
–¿Cómo puedes pasarte cuarenta y dos años con una especie vegetal? – pregunté.
–Es tremendo, ¿verdad? – coincidió Fortey; se quedó un momento pensando y añadió-: Parece ser que es una persona muy concienzuda.
La puerta del ascensor se abrió revelando una salida tapiada con ladrillos. Fortey pareció sorprenderse:
–Qué raro -dijo-. Ahí detrás era donde estaba Botánica.
Pulsó el botón de otro piso y acabamos encontrando el camino que nos llevaría a Botánica, a través de unas escaleras que había al fondo y de un discreto recorrido por más departamentos donde había investigadores trabajando amorosamente con objetos que, en otros tiempos, habían estado vivos. Y así fue como fui presentado a Len Ellis y al silencioso mundo de los briofitos… musgos para el resto de nosotros.
Cuando Emerson comentó poéticamente que los musgos prefieren el lado norte de los árboles («El musgo sobre la corteza del bosque era la Estrella Polar en las noches oscuras») se refería en realidad a los líquenes, ya que en el siglo XIX no se distinguía entre unos y otros. A los auténticos musgos no les importa crecer en un sitio u otro, así que no sirven como brújulas naturales. En realidad, los musgos no sirven para nada. «Puede que no haya ningún gran grupo de plantas que tenga tan pocos usos, comerciales o económicos, como los musgos», escribió Henry 5. Conard, tal vez con una pizca de tristeza, en How to Mosses and Liverworts [Cómo reconocer los musgos buenos para el hígado], publicado en 1936 y que aún se puede encontrar en muchas estanterías de bibliotecas como casi la única tentativa de popularizar el tema.3
Son, sin embargo, prolíficos. Incluso prescindiendo de los líquenes, el reino de las briofitas es populoso, con más de 10.000 especies distribuidas en unos 700 géneros. El grueso e imponente Moss of Britain and Ireland [Musgos de Inglaterra e Irlanda] de A. J. E. Smith tiene 700 páginas, e Inglaterra e Irlanda no son países que sobresalgan por sus musgos, ni mucho menos.
–En los trópicos encuentras la variedad4 -me explicó Len Ellis. Es un hombre enjuto y calmoso, que lleva veintisiete años en el Museo de Historia Natural y que es conservador del departamento desde 1990.
–En un sitio como la selva tropical de Malasia, puedes salir y encontrar nuevas variedades con relativa facilidad. Yo mismo lo hice hace poco. Bajé la vista y había una especie que nunca había sido registrada.
–¿Así que no sabemos cuántas especies hay aún por descubrir?
–Oh, no. Ni idea.
Puede que te parezca increíble que haya tanta gente en el mundo dispuesta a dedicar toda una vida al estudio de algo tan inexorablemente discreto, pero lo cierto es que la gente del musgo se cuenta por centenares y se toma muy a pecho su tema.
–Oh, Sr. – me dijo Ellis-, las reuniones pueden llegar a ser muy movidas a veces.
Le pedí que me diese un ejemplo de discusión.
–Bueno, aquí hay una que nos ha planteado uno de nuestros compatriotas-dijo, con una leve sonrisa, v abrió una voluminosa obra de consulta que contenía ilustraciones de musgos cuya característica más notable para el ojo no ilustrado era la asombrosa similitud que había entre todos ellos.
–Este -dijo, señalando un musgo-, era antes un género, Drepanocldadus. Ahora se ha reorganizado en tres: Drepanocldadus, Warnstorfia y Hamatacoulis.
–¿Y eso hizo que hubiese bofetadas? – pregunté, tal vez con una leve esperanza de que así fuese.
–Bueno, tenía sentido. Tenía mucho sentido. Pero significaba tener que volver a ordenar un montón de colecciones y poner al día todos los libros, así que, bueno, en fin, hubo algunas protestas.
Los musgos plantean misterios también, me explicó. Un caso famoso (famoso para la gente del musgo, claro) es el relacionado con un esquivo tipo de espécimen, Hyophila stanfordensis, que se descubrió en el campus de la Universidad de Stanford, en California, y mas tarde se comprobó que crecía también al borde de un sendero de Cornualles, pero que nunca se ha encontrado en ningún punto intermedio. La pregunta que se hace todo el mundo es cómo pudo nacer en dos lugares tan desconectados.
–Ahora se le conoce como Hennendiella stanfordensis -dijo Ellis – Otra revisión.
Asentimos cavilosamente.
Cuando se descubre un nuevo musgo hay que compararlo con todos los demás para cerciorarse de que no esta ya registrado. Luego hay que redactar una descripción oficial, preparar ilustraciones y publicar el resultado en una revista respetable. El proceso completo raras veces lleva menos de seis meses. El siglo XX no fue un gran periodo para la taxonomía de los musgos. Gran parte del trabajo se dedicó en él a aclarar las confusiones y repeticiones que había dejado tras él el siglo XIX.
Ese siglo fue la época dorada de la recolección de musgos. (Has de saber que el padre de Charles Lyell era un gran especialista en musgos.) Un inglés llamado George Hunt se dedicó con tal asiduidad a buscar musgos que es probable que contribuyese a la extinción de varias especies. Pero gracias a sus esfuerzos la colección de Len Ellis es una de las más completas del mundo. Los 780.000 especímenes con que cuenta están prensados en grandes hojas dobladas de papel grueso, en algunos casos muy viejo, y cubierto con los trazos delgados e inseguros de la caligrafía decimonónica. Por lo que sabernos, algunos de ellos podrían haber estado en las manos de Robert Brown, el gran botánico del siglo xix, descubridor del movimiento browniano y del núcleo de las células, que fundó y dirigió el departamento de botánica del museo durante sus primeros treinta y un años de existencia, hasta 1858, en que murió. Todos los especímenes están guardados en viejos y lustrosos armarios de caoba, tan asombrosamente delicados que hice un comentario sobre ellos.
–Oh, ésos eran de sir Joseph Banks, de su casa de Soho Square -dijo Ellis despreocupadamente, como si identificase una compra reciente de Ikea-. Los mandó hacer para guardar sus especímenes del viaje del Endeavour.
Contempló los armarios cavilosamente, como silo hiciera por primera vez en mucho tiempo.
–No sé cómo acabamos nosotros con ellos, embriología -añadió.
Era una revelación sorprendente. Joseph Banks fue el botánico más grande de Inglaterra y el viaje del Endeavour (es decir, aquel en el que el capitán Cook cartografió el tránsito de Venus en 1769 y reclamó Australia para la corona británica, entre un montón de cosas más) fue la expedición botánica más grande de la historia. Banks pagó 10.000 libras, unos 400.000 euros en dinero de hoy, para poder participar, y llevar a un grupo de nueve personas (un naturalista, un secretario, tres dibujantes y cuatro criados) en una aventura de tres años viajando alrededor del mundo. Quién sabe lo que haría el campechano capitán Cook con semejante colección aterciopelada y consentida, pero parece que le cayó bastante bien Banks y que no pudo por menos de admirar su talento botánico, un sentimiento compartido por la posteridad.
Jamás ha logrado un equipo botánico mayores triunfos ni antes ni después. Se debió en parte a que el viaje incluía muchos lugares nuevos o poco conocidos (Tierra del Fuego, Tahití, Nueva Zelanda, Australia, Nueva Guinea), pero, sobre todo, a que Bañas era un investigador astuto y de gran inventiva. Aunque no pudo desembarcar en Río de Janeiro debido a una cuarentena, anduvo hurgando en una bala de pienso enviada desde tierra para el ganado del barco e hizo nuevos descubrimientos.5 Nada parecía escapar a su atención. Volvió con 30.000 especímenes de plantas en total, entre ellas 1.400 nunca vistas hasta entonces. Lo suficiente para aumentar en un 25 % aproximadamente el número de plantas conocidas en el mundo.
Pero el gran botín de Bañas era sólo una parte del total de lo que fue una época casi absurdamente codiciosa. La recolección de plantas se convirtió, en el siglo XVIII en una especie de manía internacional. La gloria y la riqueza aguardaban por igual a quienes eran capaces de encontrar nuevas especies, y botánicos y aventureros hacían los esfuerzos más increíbles para satisfacer el ansia de novedad horticultural del mundo. Thomas Nuttall, el hombre que puso nombre a la wisteria por Gaspar Wistar, llegó a Estados Unidos como un impresor sin estudios, pero descubrió que le apasionaban las plantas y se fue hasta la mirad del país y regresó recolectando centenares de ellas de las que no se había tenido noticia hasta entonces. John Fraser, cuyo nombre lleva el abeto Fraser; se pasó años recorriendo bosques y estepas para recolectar plantas por encargo de Catalina la Grande y, cuando regresó al fin, se enteró de que Rusia tenía un nuevo zar que le consideraba un loco y se negaba a cumplir el acuerdo al que Catalina había llegado con él. Así que se llevó todo a Chelsea, donde abrió un vivero y se ganó muy bien la vida vendiendo rododendros, azaleas, magnolias, parra virgen, ásters y otras plantas coloniales exóticas a una aristocracia inglesa encantada de adquirirlas.
Podían obtenerse sumas enormes con los hallazgos adecuados. John Lyon, un botánico aficionado, se pasó dos duros y peligrosos años recolectando especímenes, pero obtuvo casi 84.000 euros en dinero de hoy por sus esfuerzos. Hubo, sin embargo, muchos que lo hicieron sólo por amor a la botánica. Nuttall donó la mayor parte de lo que encontró a los Jardines Botánicos de Liverpool. Acabaría siendo director del Jardín Botánico de Harvard y autor de la enciclopedia Genera of North American Plants [Género de las plantas de Norteamérica] (que no sólo escribió sino que en gran parte también editó).
Y eso sólo por lo que se refiere a las plantas. Estaba también toda la fauna de los nuevos mundos: canguros, kiwis, mapaches, linces rojos, mosquitos y otras curiosas formas que desafiaban la imaginación. El volumen de vida de la Tierra era aparentemente infinito, como comentaba Jonathan Swift en unos versos famosos:
Así un a pulga, nos indican tos naturalistas,
tiene otras más pequeñas que hacen presa en ella
y éstas, a su vez, otras más pequeñas que tas picotean.
Y así sigue el proceso ad infinitum.
Esta nueva información tenía que archivarse, ordenarse y compararse con lo que ya se conocía. El mundo necesitaba desesperadamente un sistema viable de clasificación. Por suerte había un hombre en Suecia que estaba en condiciones de proporcionarlo.
Se llamaba Carl Linné (lo cambió más tarde, con permiso, por el más aristocrático Von Linné), pero hoy se le recuerda por la forma latinizada Carolus Linnaeus o Linneo. Nació en 1707 en la aldea de Rashult, en la Suecia meridional, hijo de un coadjutor luterano pobre pero ambicioso, y fue un estudiante tan torpe que su exasperado padre le colocó como aprendiz de zapatero (o, según algunas versiones, estuvo a punto de hacerlo). Horrorizado ante la perspectiva de desperdiciarla vida clavando tachuelas en el cuero, el joven Linné pidió otra oportunidad, que le fue concedida, y a partir de entonces no dejó nunca de obtener distinciones académicas. Estudió medicina en Suecia y en Holanda, aunque fue el mundo de la naturaleza lo que se convirtió en su pasión. A principios de la década de 1730, aún con veintitantos años, empezó a elaborar catálogos de las especies de vegetales y animales del mundo, utilizando un sistema ideado por él, y su fama fue aumentando gradualmente.
Pocas veces ha habido un hombre que se haya sentido más cómodo con su propia grandeza. Dedicó una gran parte de su tiempo de ocio a escribir largos y halagadores retratos de sí mismo, proclamando que nunca había habido «un botánico ni un zoólogo más grande» que él y que su sistema de clasificación era «el mayor logro en el reino de la ciencia». Propuso, modestamente, que su lápida llevase la inscripción Princeps Botanicorum (príncipe de los botánicos). Nunca fue prudente poner en tela de juicio sus generosas autovaloraciones. Los que lo hacían podían encontrarse con hierbas bautizadas con sus nombres.
Otro rasgo sorprendente de Linneo fue una preocupación pertinaz (a veces uno podría decir que febril) por la sexualidad. Le impresionó particularmente la similitud entre ciertos bivalvos y las partes pudendas femeninas. A las divisiones del cuerpo de una especie de almeja le dio los nombres6 de «vulva», «labios», «pubes», «ano» e «himen». Agrupó las plantas según la naturaleza de sus órganos reproductores y las dotó de un apasionamiento fascinantemente antropomórfico. Sus descripciones de las flores y de su conducta están llenas de alusiones a «relaciones promiscuas», «concubinas estériles» v «lecho nupcial». En primavera escribió en un pasaje muy citado:
El amor llega incluso a las plantas. Machos y hembras… celebran sus nupcias…7 mostrando, por sus órganos sexuales, cuáles son machos y cuáles son hembras. Las hojas de las flores sirven como un lecho nupcial, dispuesto gloriosamente por el Creador, adornado con excelso cortinajes y perfumado con suaves aromas para que el novio pueda celebrar allí sus nupcias con la novia con la máxima solemnidad. Una ve; dispuesto así el lecho, es el momento de que el novio abrace a su novio amada y se entregue a ella.
Llamo a un género de plantas Clitoria. Mucha gente lo considero extraño, lo que no es sorprendente. Antes de Linneo se daban a las plantas nombres que eran ampliamente descriptivos. El guindo común se denominaba Physalis amno ramosissime ramis angulosis glabris foliis dentoserratis. Linneo lo abrevió en Physalis angulata,8 que aún sigue usándose. El mundo vegetal estaba igualmente desordenado por incoherencias de denominación. Un botánico podía no estar seguro de si Rosa sylvestris alba cum rubore, folio glabro era la misma planta que otros llamaban Rosa sylvestris inodora seu canina. Linneo resolvió el problema llamándola simplemente Rosa canina. Efectuar estas extirpaciones útiles y agradables para todos exigía mucho más que ser simplemente decidido y resuelto. Hacía falta un instinto (un talento, en realidad) para localizar las características destacadas de una especie.
El sistema de Linneo está tan bien establecido que casi no podemos concebir una alternativa, pero antes de él, los sistemas de clasificación solían ser extremadamente caprichosos. Podían clasificarse los animales siguiendo el criterio de si eran salvajes o estaban domesticados, si eran terrestres o acuáticos, grandes o pequeños, incluso si se consideraban nobles y apuestos o vulgares e intrascendentes. Buffon ordenó los animales en función de su utilidad para el hombre. Apenas se tenían en cuenta las características anatómicas. Linneo convirtió en la tarea de su vida rectificar esa deficiencia, clasificando todo lo que estaba vivo de acuerdo con sus atributos físicos. La taxonomía (es decir; la ciencia de la clasificación) nunca ha mirado atrás.
Todo esto llevó tiempo, claro. La primera edición de su gran Systema naturae9 de 1735 sólo tenía 14 páginas. Pero creció y creció hasta que, en la doceava edición (la última que Linneo viviría para ver), abarcaba ya tres volúmenes y 2.300 páginas. Al final nombraba o reseñaba unas 13.000 especies de plantas y animales. Otras obras fueron más amplias aún (los tres volúmenes de la Historia Generalis Plantarum que publicó John Ray en Inglaterra,10 completada una generación antes, incluía nada menos que 18.625 especies sólo de plantas) pero en lo que nadie podía igualar a Linneo era en coherencia, orden, sencillez y sentido de la oportunidad. Aunque su obra date de la década de 1730, no llegó a conocerse de forma generalizada en Inglaterra hasta la década de 1760, justo a tiempo para convertir a Linneo en una especie de figura paterna para los naturalistas ingleses.11 En ningún lugar se adoptó su sistema con mayor entusiasmo (ése es, en parte, el motivo de que la Sociedad Linneana tenga su sede en Londres y no en Estocolmo).
Linneo no era infalible. Incluyó animales míticos y «humanos monstruosos», cuyas descripciones, hechas por los hombres de mar y por otros viajeros imaginativos,12 aceptó crédulamente. Entre ellos había un hombre salvaje, Homo ferus que caminaba a cuatro patas y aún no había dominado el arte de hablar, y Homo caudatus, «hombre con cola». Pero se trataba, no debemos olvidarlo, de una época mucho más crédula. Hasta el gran Joseph Banks se tomó un vivo v cándido interés por una serie de supuestos avistamientos de sirenas en la costa escocesa a finales del siglo XVIII. Sin embargo, los fallos de Linneo quedaron compensados en su mayor parte por una taxonomía sólida y a menudo brillante. Supo darse cuenta, entre otros aciertos, de que las ballenas pertenecían junto con las vacas, los ratones y otros animales terrestres comunes al orden de los cuadrúpedos (más tarde cambiado por mamíferos),13 clasificación que nadie había hecho antes.
Linneo intentó, al principio, asignar a cada planta un nombre de género y un número (Convolvutus 1, Convolvulus 2, etcétera.) Pero se dio cuenta enseguida de que eso no era satisfactorio y se inclinó por la forma binaria, que sigue siendo la base del sistema. Su primera intención fue utilizar el sistema binario para rocas, minerales, enfermedades, vientos… todo lo que existía en h naturaleza. No todo el mundo adoptó el sistema entusiásticamente. A muchos les molestó su tendencia a la procacidad, lo que resultaba un tanto irónico, ya que antes de Linneo los nombres vulgares de muchas plantas y animales habían sido bastante groseros. En inglés, el diente de león se conoció popularmente, durante mucho tiempo como «mea en la cama» por sus supuestas propiedades diuréticas, y otros nombres de uso cotidiano incluían pedo de yegua, damas desnudas, orina de perro y culo abierto.14 Uno o dos de estos apelativos vulgares deben de sobrevivir aún en inglés. El «cabello de doncella» del musgo que se llama en inglés así, por ejemplo, no se refiere al pelo de la cabeza de la mujer De todos modos, hacía mucho que se creía que las ciencias naturales se dignificarían apreciablemente con una dosis de denominación clásica, así que causó cierta decepción al descubrir que el autoproclamado príncipe de la botánica salpicase sus textos con designaciones como Clitoria, Fornicata y Vulva.
Con el paso de los años, muchos de estos nombres se desecharon discretamente (aunque no todos, la llamada en inglés «lapa zapatilla» aún recibe a veces la denominación oficial de Crepidula fornicata) y se introdujeron muchos otros perfeccionamientos a medida que las ciencias naturales se fueron especializando más. El sistema se reforzó sobre todo con la introducción gradual de jerarquías adicionales. Genus (plural genera) y species habían sido utilizados por los naturalistas más de cien años antes de Linneo, y orden, clase y familia, en sus acepciones biológicas, empezaron a usarse en las décadas de 1750 y 1760. Pero filum no se acuñó hasta 1876 (lo hizo el alemán Ernst Haeckel), y familia y orden se consideraron intercambiables hasta principios del siglo XX. Los zoólogos utilizaron durante un tiempo familia donde los botánicos situaban orden, para esporádicas confusiones de casi todos.*
* Diremos a modo de ejemplo que los humanos estamos en el dominio eucaria, en el reino de los animales, en el filum de los cordados, en el subfilum de los vertebrados, en la clase de los mamíferos, en el orden de los primates, en la familia de los homínidos, en el género Horno, en la especie sapíens. (Se me informa que en la forma convencional se escriben en cursiva los nombres de género y especie, pero no los de las divisiones superiores.) Algunos taxonomistas emplean más subdivisiones: tribu, suborden, infraorden, parvorden, etcétera. (N del A.)
Linneo había dividido el mundo animal en seis categorías: mamíferos, reptiles, aves, peces, insectos y «vermes» o gusanos, para todo lo que no encajaba en los cinco primeros. Resultó evidente desde el principio que situar las langostas y las gambas en la misma categoría que los gusanos era insatisfactorio, y se crearon varias categorías nuevas como los moluscos y los crustáceos. Desgraciadamente, estas nuevas clasificaciones no se aplicaron uniformemente en todos los países. En 1842 los ingleses, en un intento de restablecer el orden, propusieron una serie de normas llamadas Código Stricklandiano, pero los franceses lo consideraron arbitrario y la Sociedad Zoológica de Francia respondió con su propio código opuesto. Entre tanto, la Sociedad Ornitológica Americana estadounindese, por razones misteriosas, decidió utilizar la edición de 1758 del Systema naturae como base para todas sus denominaciones, en vez de la edición de 1766 utilizada en los otros países, lo que significó que muchas aves estadounidenses se pasaron el siglo XIX, clasificadas en géneros distintos de sus primas avícolas de Europa. Hasta 19022, no empezaron por fin los naturalistas, en una de las primeras reuniones del Congreso Internacional de Zoologia, a mostrar un espíritu de colaboración y a adoptar un código universal.
La taxonomía se describe a veces como una ciencia y otras veces como un arte, pero es en realidad un campo de batalla. Hoy incluso hay más desorden en el sistema de lo que la mayoría de la gente sabe. Consideremos la categoría del filum, la división que describe los planos corporales básicos de los organismos. Hay unos cuantos filums que son bien conocidos, como el de los moluscos (donde están las almejas y los caracoles)9 el de los artrópodos (insectos y crustáceos) y el de los cordados (nosotros y rodos los demás animales con espina dorsal o protoespina dorsal); a partir de ahí, las cosas se adentran rápidamente en la región de la oscuridad. Entre lo oscuro podríamos enumerar los gnastostomúlidos (gusanos marinos), los cnidarios (pólipos, medusas, anémonas v corales) y los delicados priapúlidos (o pequeños «gusanos penes»). Familiares o no, son divisiones elementales. Pero, aunque parezca extraño hay poco acuerdo sobre cómo son o deberían ser muchos filums. La mayoría de los biólogos fija el total en unos 30, algunos optan por poco más de 20, mientras que Edward O. Wilson en La diversidad de la vida se inclina por un toral sorprendente por lo abultado de 89.15 Depende de dónde decidas establecer tus divisiones, si eres un «amontonador» o un «divididor», como dicen en el mundo biológico.
Al nivel más cotidiano de las especies, las posibilidades de discrepancia son aún mayores. El que una especie de hierba deba llamarse Aegilops incurva, Aegilops incurbata o Aegilops ovata puede no ser una cuestión que agite pasiones entre los botánicos, pero puede ser un motivo de enfrentamiento muy acalorado en los sectores correspondientes. El problema es que hay 5.000 especies de hierbas v muchas de ellas les parecen terriblemente iguales incluso a gente que sabe de hierbas. En consecuencia, algunas especies han sido halladas y nombradas lo menos veinte veces, Y parece ser que apenas hay una que no haya sido identificada independientemente dos veces como mínimo. El Manual of tbe Grasses of the United States [Manual de hierbas de Estados Unidos] en dos volúmenes dedica 200 páginas de apretada tipografía a aclarar todas las sinonimias, que es como el mundo de la biología denomina a sus involuntarias pero frecuentes repeticiones. Y se trata de las hierbas de un país.
Para abordar las discrepancias a escala mundial, hay un organismo llamado Asociación Internacional para la Taxonomía Vegetal que arbitra sobre cuestiones de prioridad y repetición. Emite periódicamente decretos, proclamando que Zauschneria californica (una planta frecuente en los jardines de rocas) debe pasar a llamarse Epilobium canun; o que Aglaothamnion tenuissimuln debe pasar a considerarse coespecífica de Aglaotbamnion byssoides, pero no de Aglaothamnion pseudobyssoides. Suele tratarse de cuestiones de poca monta que despiertan poco interés, pero, cuando afectan a las amadas plantas de jardín, como sucede a veces, se alzan inevitablemente gritos de indignación. A finales de la década de los ochenta se expulsó al crisantemo común (basándose al parecer en sólidos fundamentos científicos) del género del mismo nombre y se le relegó al mundo del género Dendranthema, insulso e indeseable en comparación.
Los criadores de crisantemos son un grupo numeroso y orgulloso y pro-testaron ante el (real aunque suene a inverosímil) Comité de Espermatofitos. (Hay también comités de pteridofitos, briofitos y hongos, entre otros, todos los cuates tienen que informar a un ejecutivo llamado el Rapporteur Général; una institución a tener muy en cuenta, sin duda.) Aunque se supone que las reglas de la nomenclatura se aplican rigurosamente, los botánicos no son indiferentes al sentimiento y, en 1995, se revocó la decisión. Fallos similares han salvado a las petunias, al evónimo y a una popular especie de amarilis de la degradación, pero no a muchas especies de geranios, que hace unos cuantos años se transfirieron, en medio de sonoras protestas, al género Pelargonium.16 El libro de Charles Elliott, The Potting-Shed Papers, incluye una entretenida descripción de esas disputas.
Pueden encontrarse disputas y reordenaciones similares en todos los demás reinos de los seres vivos, por lo que mantener una concordancia global no es algo tan sencillo como podría suponerse. En consecuencia, el hecho bastante sorprendente es que no tenemos la menor idea («ni siquiera el orden más próximo de magnitud», en palabras de Edward O. Wilson) del número de seres que viven en nuestro planeta. Las estimaciones oscilan entre los tres millones y los doscientos millones.17 y, más sorprendente aún, según un informe de The Economist, puede que todavía quede por descubrir nada menos que el 97 % de las especies de animales y vegetales del mundo.18
De los organismos de los que sí sabemos, más del 99% está sólo esquemáticamente descrito: «Un nombre científico, un puñado de especímenes en un museo y unas cuantas definiciones someras en publicaciones científicas» es como describe Wilson el estado de nuestro conocimiento. En La diversidad de la vida calculaba el número de especies conocidas de todos los tipos (plantas, insectos, microbios, algas…) en 1.400.000,19 pero añadía que era sólo una conjetura. Otras autoridades han situado el número de especies conocidas un poco más alto, en torno al 1.500.000 o al 1.800.000;20 pero aunque no hay ningún registro central de estas cosas y, por tanto, ningún lugar en el que cotejar cifras. En resumen, la curiosa posición en la que nos hallamos es que no sabemos, en realidad, lo que en realidad sabemos.
Deberíamos poder acudir a especialistas de cada sector de especialización, preguntar cuántas especies hay en sus campos y luego sumar los totales. Lo han hecho muchas personas, en realidad. El problema es que raras veces coinciden dos personas. Algunas fuentes sitúan el número de tipos conocidos de hongos en los 70.000, otros en los 100.000…, es decir, casi la mitad más. Podemos encontrar afirmaciones seguras de que el número de especies de lombrices de tierra descritas es de 4.000 y afirmaciones, igual de seguras, de que la cifra es 12.000. En el caso de los insectos, las cifras oscilan entre las 750.000 y las 950.000 especies. Se trata, supuestamente, claro, del número de especies conocidas. En el caso de los vegetales las cifras que en general se aceptan oscilan entre las 248.000 a las 265.000. Eso puede no parecer una discrepancia demasiado grande, pero es más de veinte veces el número de plantas que florecen en toda Norteamérica.
Poner las cosas en orden es una tarea que no tiene nada de fácil. A principios de la década de 1960 Colin Groves, de la Universidad Nacional Australiana, inició un estudio sistemático de las más de 250 especies conocidas de primates. Resultaba a menudo que la misma especie había sido descrita más de una vez (en ocasiones varias veces) sin que ninguno de los descubridores se diese cuenta de que se trataba de un animal que la ciencia ya conocía. Groves tardó cuatro décadas en aclararlo todo,21 y se trataba de un grupo relativamente pequeño de criaturas fáciles de distinguir y, en general, poco polémicas. Quién sabe cuáles serían los resultados si alguien intentase una tarea similar con los 10.000 tipos de líquenes que se supone que hay en el planeta, las 50.000 especies de moluscos o los más de 400.000 escarabajos.
De lo que no hay duda es de que hay mucha vida por ahí fuera, aunque las cantidades concretas sean inevitablemente cálculos basados en extrapolaciones, a veces extrapolaciones demasiado amplias. En la década de los ochenta, Terry Erwin, del Instituto Smithsoniano, en un experimento famoso, saturó un grupo de 19 árboles de una selva tropical de Panamá con una niebla insecticida, luego recogió todo lo que cayó en sus redes de las copas. Entre las piezas de su botín (en realidad botines, ya que repitió el experimento estacional mente para cerciorarse de que capturaba especies migratorias) había 1.200 tipos de escarabajos. Basándose en la distribución de los escarabajos en otras zonas, el número de otras especies arborícolas en el bosque, el número de bosques en el mundo, el número de otros tipos de insectos y así sucesivamente hasta recorrer una larga cadena de variables, calculé una cifra de 30 millones de especies de insectos para todo el planeta… cifra que diría más tarde él mismo que era demasiado conservadora. Otros, utilizando los mismos datos u otros similares, han obtenido cifras de 13 millones, 80 millones o 100 millones de tipos de insectos, resaltando la conclusión de que esas cifras, por muy meticulosamente que se llegase a ellas, tenían que ser sin duda, en el mismo grado como mínimo, tanto conjetura como ciencia.
Según el Wall Street Journal, el mundo cuenta con «unos 10.000 taxonomistas en activo»… no es un gran número si se considera cuánto hay que reseñar y registran Pero el Wall Street Journal añade que, debido al coste (unas 1.250 libras por especie) y al trabajo de papeleo, en total sólo se clasifican unas 15.000 nuevas especies al año.12
–¡No es una crisis de biodiversidad, es una crisis de taxonomistas!13
–gritó Koen Maes.
Maes, belga de origen, es jefe de invertebrados en el Museo Nacional de Kenia de Nairobi, y tuve una breve charla con él en una visita al país en el otoño de 2002. Me explicó que no había ningún taxonomista especializado en toda África.
–Había uno en Costa de Marfil, pero creo que ya se ha jubilado
–dijo.
Hacen falta de diez a doce años para formar a un taxonomista, pero no hay ninguno que vaya a África.
–Ellos son los auténticos fósiles -añadió Maes.
Él mismo tenía que irse a finales de año, me explicó. Después de siete años en Kenia, no le iban a renovar el contrato.
–No hay fondos -explicó.
El biólogo británico, G. H. Godfray, comentaba hace unos meses en un artículo publicado en Nature que hay una «carencia de fondos y de prestigio» crónica, en todas partes, para los taxonomistas. En consecuencia, «se están describiendo pobremente muchas especies en publicaciones aisladas,24 sin ningún intento de relacionar un nuevo taxón‹con clasificaciones y especies ya existentes». Además, una gran parte del tiempo de los taxonomistas lo absorbe no tanto la descripción de nuevas especies como la ordenación de las antiguas. Según Godfray, muchos «dedican la mayor parte de su carrera a intentar interpretar la obra de los sistematizadores del siglo XIX: a deconstruir sus descripciones publicadas, a menudo incorrectas, o a recorrer los museos del mundo en busca de un material tipo que suele estar en condiciones bastante deficientes». Godfray insiste, sobre todo, en la nula atención que se presta a las posibilidades de sistematización que brinda Internet. El hecho es que la taxonomía aún está, en general, curiosamente vinculada al papel.
En 2001, en un intento de situar las cosas en la edad moderna, Kevin Kelly, cofundador de la revista Wíred, puso en marcha un proyecto denominado la AlI Species Foundation25 con el objetivo de hallar y registrar, en una base de datos, todos los organismos vivos. Se ha calculado que el coste de ese proyecto oscila entre los 1.300 millones y los 30.000 millones de libras. En la primavera del año 2002, la fundación sólo tenía unos fondos de 750.000 libras y cuatro empleados a jornada completa.
* Es el término oficial para una categoría zoológica, como filum o género. (N. del A.)
Si, como indican los números, tal vez tengamos 100 millones de especies de insectos aún por descubrir, y si nuestras tasas de descubrimiento siguen al ritmo actual, podríamos tener un total definitivo para los insectos en poco más de 15.000 años. El resto del reino animal podría llevar un poco más de tiempo.
¿Por qué sabemos, pues, tan poco? Hay casi tantas razones como animales quedan por contar, pero he aquí algunas de las causas principales:
Casi todos los seres vivos son pequeños y pasan muy fácilmente desapercibidos. En términos prácticos, esto no siempre es malo. No podrías dormir tan tranquilo si tuvieses conciencia de que tu colchón es el hogar de casi dos millones de ácaros microscópicos,26 que salen a altas horas de la noche a cenar tus grasas sebáceas y a darse un banquete con todos esos encantadores y crujientes copos de piel que desprendes cuando te mueves en sueños. Sólo en tu almohada puede haber 40.000. (Para ellos, tu cabeza no es más que un enorme bombón aceitoso.) Y no creas que cambiar el forro de la almohada cambiará las cosas. Para alguien de la escala de esos ácaros, el tejido de la tela humana más tupida es como las jarcias de un barco. De hecho, si la almohada tiene seis años (que parece ser que es más o menos la edad media de una almohada), se ha calculado que una décima parte de su peso estará compuesta de «piel desprendida, ácaros vivos, ácaros muertos y excrementos de ácaros«, según la persona que efectuó el cálculo, el doctor John Maunder, del Centro Médico Entomológico Británico.17 (Pero, al menos, son tus ácaros. Piensa encima de qué te acurrucas cuando te metes en la cama de un hotel.) Estos ácaros llevan con nosotros desde tiempo inmemorial, 28 pero no se descubrieron hasta 1965.
Si criaturas tan íntimamente relacionadas con nosotros como los ácaros nos pasaron inadvertidas hasta la época de la televisión en color, no tiene nada de sorprendente que apenas tengamos conocimiento de la mayor parte del resto del mundo a pequeña escala. Sal al bosque (a cualquiera), agáchate y coge un puñado de tierra, y tendrás en la mano 10.000 millones de bacterias, casi todas desconocidas por la ciencia. Esa muestra contendrá también quizás un millón de rechonchas levaduras,19 unos 200.000 honguitos peludos, conocidos como mohos, tal vez 10.000 protozoos (de los que el más conocido es la ameba) y diversos rotíferos, platelmintos, nematelmintos y otras criaturas microscópicas, conocidas colectivamente como criptozoos. Una gran parte de ellos serán también desconocidos.
* En realidad estarnos empeorando en algunas cuestiones de higiene. El doctor Maunder cree que el mayor uso de detergentes de lavadora de baja temperatura ha estimulado la proliferación de bichos. Según dice él: «Si lavas la ropa con parásitos a bajas temperaturas, lo único que consigues son parásitos más limpios». (N. del A.)
El manual más completo de microorganismos, Bergey's Manual of Systematic Bacteriology {Manual Bergey de bacteriología sistemática], enumera unos 4.000 tipos de bacterias. Los científicos noruegos Jostein Gokseyr y Vigdis Torsvik recogieron, en la década de los ochenta, un gramo de tierra elegido al azar en un bosque de abedules, próximo a su laboratorio de Bergen, y analizaron meticulosamente su contenido bacteriano. Descubrieron que aquella pequeña muestra contenía entre 4.000 y 5.000 especies diferenciadas de bacterias, más que todas las incluidas en el Bergey’s Manual. Se trasladaron luego a una zona costera, situada a unos kilómetros de distancia, recogieron otro gramo de tierra y se encontraron con que contenía de 4.000 a 5.000 especies distintas. Como comenta Edward O. Wílson: «Si hay más de 9.000 tipos microbianos en dos pequeñas muestras de sustrato de dos localidades noruegas,30 ¿cuántas más aguardan el descubrimiento en otros hábitats radicalmente distintos?». Pues según una estimación, podrían ser hasta 400 millones.31
No miramos en los sitios adecuados. Wilson describe en La diversidad de la vida cómo un botánico se pasó unos cuantos días pateando diez hectáreas de selva en Borneo y descubrió un millar de nuevas especies de plantas floridas,31 más de las que hay en toda Norteamérica. Las plantas no eran difíciles de encontrar Se trataba simplemente de que nadie había mirado allí antes. Koen Maes, del Museo Nacional de Kenia, me contó que él fue a un bosque de nubes, que es como se llaman en Kenia los bosques de las cumbres de las montañas, y en media hora, «de una inspección no particularmente concienzuda», encontró cuatro nuevas especies de milpiés, tres de las cuales constituían géneros nuevos, y una nueva especie de árbol. «Un árbol grande», añadió, y colocó los brazos como si estuviese a punto de bailar con una pareja muy grande. Los bosques de nubes se encuentran en lo alto de mesetas y han permanecido aislados, en algunos casos, millones de años. «Proporcionan el clima ideal para la biología y apenas han sido estudiados», me dijo.
Las selvas tropicales ocupan sólo un 6 % de la superficie de la Tierra,33 pero albergan más de la mitad de su vida animal y aproximadamente dos tercios de sus plantas floridas… y la mayor parte de esa vida sigue siéndonos desconocida porque son demasiado pocos los investigadores que le dedican su tiempo. Y hay que tener en cuenta que gran parte de eso podría ser muy valioso. Un 99% de las plantas floridas, como mínimo, nunca ha sido investigado en relación con sus propiedades medicinales. Las plantas, como no pueden huir de los predadores, han tenido que recurrir a complejas defensas químicas y son, por ello, particularmente ricas en intrigantes compuestos. Incluso hoy, casi una cuarta parte de todas las medicinas recetadas procede de 40 plantas y un 16% de animales o microbios, así que con cada hectárea de bosque que se tala corremos un grave peligro de perder posibilidades médica mente vitales. Los químicos, utilizando un método llamado química combinatoria, pueden generar 40.000 compuestos a la vez en los laboratorios, pero esos productos se obtienen al azar y son a menudo inútiles, mientras que cualquier molécula natural habrá pasado ya por lo que The Economíst llama «el programa de revisión definitivo: unos 3.000 millones y medio de años de evolución».34
Pero buscar lo desconocido no es simplemente cuestión de viajar a lugares remotos o lejanos. Richard Fortey comenta en su libro La vida: una biografía no autorizada cómo se encontró una bacteria antigua en la pared de un bar de una taberna rural35 «donde los hombres llevaban generaciones orinando»… un descubrimiento que parecería incluir cantidades excepcionales de suerte, dedicación y, posiblemente, alguna que otra cualidad no especificada.
No hay suficientes especialistas. El número de seres que hay que buscar, examinar y registrar sobrepasa con mucho el número de científicos de que se dispone para hacerlo. Consideremos esos organismos tan resistentes y poco conocidos llamados rotíferos bdeloídes. Se trata de animales microscópicos que pueden sobrevivir casi a cualquier cosa. Cuando las condiciones son duras, se enroscan adoptando una forma compacta, desconectan su metabolismo y esperan tiempos mejores. En ese estado puedes echarlos en agua hirviendo o congelarlos casi hasta el cero absoluto (es decir; el nivel al que hasta los átomos se rinden) y, cuando ese tormento haya concluido y hayan regresado a un entorno más placentero, se desperezarán y seguirán con su vida como si no hubiese pasado nada. Se han identificado hasta ahora unas 500 especies (aunque otras fuentes hablan de 360),36 pero nadie tiene la más remota idea de cuántas puede haber en total. Casi todo lo que se supo de ellos durante muchos años se debió al trabajo de un fervoroso aficionado, un oficinista de Londres llamado David Bryce, que los estudió en su tiempo libre. Se pueden encontrar en todo el mundo, pero podrías invitar a cenar a todos los especialistas en rotíferos bdeloides del mundo sin tener que pedir platos prestados a los vecinos.
Hasta unas criaturas tan importantes y ubicuas como los hongos (y los hongos son ambas cosas) atraen relativamente poca atención. Hay hongos en todas partes y adoptan muchas formas (como setas, mohos, mildius, levaduras y bejines, por mencionar sólo unos cuantos) y los hay en cantidades que no sospechamos siquiera la mayoría de nosotros. Junta todos los hongos que hay en una hectárea típica de pradería37 y tendrás unos 2.800 kilos de ellos. No se trata de organismos marginales. Sin los hongos no habría pestes de la patata, enfermedad del olmo de Holanda, pie de atleta, pero tampoco habría yogures ni cervezas ni quesos. Han sido identificadas unas 70.000 especies de ellos, pero se cree que el número total podría llegar hasta el 1.800.000.38 Hay un montón de micólogos que trabajan para la industria, haciendo quesos, yogures y alimento parecido, así que es difícil saber cuántos están dedicados activamente a la investigación, pero podemos estar seguros de que hay más especies de hongos por descubrir que gente dedicada a descubrirlas.
El mundo es un sitio realmente grande. Lo fácil que resulta viajar en avión y otras formas de comunicación nos han inducido a creer que el mundo no es tan grande, pero a nivel de suelo, que es donde deben trabajar los investigadores, es en realidad enorme… lo suficientemente enorme como para estar lleno de sorpresas. Hoy sabemos que hay ejemplares de okapi, el pariente vivo más cercano de la jirafa, en número sustancial en las selvas de Zaire (la población toral se estima en unos 30.000), pero su existencia ni siquiera se sospechó hasta el siglo XX. La gran ave no voladora de Nueva Zelanda llamada takahe39 se había considerado extinta durante doscientos años hasta que se descubrió que vivía en una zona abrupta del campo de la isla del Sur En 1995, un equipo de científicos franceses y británicos, que estaban en el Tíbet, se perdieron en una tormenta de nieve en un valle remoto y se tropezaron con una raza de caballos, llamada riwoche, que hasta entonces sólo se conocía por dibujos de cuevas prehistóricas. Los habitantes del valle se quedaron atónitos al enterarse de que aquel caballo se consideraba una rareza en el mundo exterior40
Algunos creen que pueden aguardarnos sorpresas aún mayores. «Un destacado etnobiólogo británico -decía The Economist en 1995-cree que el megaterio, una especie de perezoso gigante que erguido puede llegar a ser tan alto como una jirafa…41 puede vivir oculto en las espesuras de la cuenca amazónica.» No se nombraba, tal vez significativamente, al etnobiólogo; tal vez aún más significativamente, no se ha querido decir nada más de él ni de su perezoso gigante. Pero nadie puede afirmar con seguridad que no haya tal cosa hasta que se hayan investigado todos los rincones de la selva, y estamos muy lejos de lograr eso.
De todos modos, aunque formásemos miles de trabajadores de campo y los enviásemos a los cuatro extremos del mundo, no sería un esfuerzo suficiente, ya que la vida existe en todos los lugares en que puede existir Es asombrosa su extraordinaria fecundidad, gratificante incluso, pero también problemática. Investigaría en su totalidad exigiría alzar cada piedra del suelo, hurgar en los lechos de hojas de todos los lechos de los bosques, cribar cantidades inconcebibles de arena y tierra, trepar a todas las copas de los árboles e idear medios mucho más eficaces de investigar los mares. E incluso haciendo eso podrían pasarnos desapercibidos ecosistemas enteros. En la década de los ochenta, exploradores de cuevas aficionados entraron en una cueva profunda de Rumania, que había estado aislada del mundo exterior durante un periodo largo pero desconocido, y encontraron 33 especies de insectos y otras pequeñas criaturas arañas, ciempiés, piojos…) todos ciegos, incoloros y nuevos para la ciencia. Se alimentaban de los microbios de la espuma superficial de los charcos, que se alimentaban a su vez del sulfuro de hidrógeno de fuentes termales.
Ante la imposibilidad de localizarlo todo es posible que tendamos a sentirnos frustrados y desanimados, y hasta que nos sintamos muy mal, pero también puede considerarse eso algo casi insoportablemente emocionante. Vivimos en un planeta que tiene una capacidad más o menos infinita para sorprendernos. ¿Qué persona razonable podría, en realidad, querer que fuese de otro modo?
Lo que resulta casi siempre más fascinante, en cualquier recorrido que se haga por las dispersas disciplinas de la ciencia moderna, es ver cuánta gente se ha mostrado dispuesta a dedicar su vida a los camps de investigación más suntuosamente esotéricos. Stephen Jay Gould nos habla, en uno de sus ensayos, de un héroe llamado Henry Edward Crampton que se pasó cincuenta años, desde 1906 a 1956 en que murió, estudiando tranquilamente un género de caracol de tierra, llamado Pártula, en la Polinesia. Crampton midió una y otra vez, año tras año, hasta el mínimo grado (hasta ocho cifras decimales) las espiras y arcos y suaves curvas de innumerables Pártula, compilando los resultados en tablas meticulosamente detalladas. Una sola línea de texto de una tabla de Crampton42 podía representar semanas de cálculos y mediciones.
Sólo ligeramente menos ferviente, y desde luego más inesperado, fue Alfred C. Kinsey, que se hizo famoso por sus estudios sobre la sexualidad humana en las décadas de 1940 y 1950. Antes de que su mente se llenara de sexo, como si dijésemos, Kinsey era un entomólogo, y un entomólogo obstinado además. En una expedición que duró dos años recorrió 4.000 kilómetros para reunir una colección de 300.000 avispas.43 No está registrado, desgraciadamente, cuántos aguijones recogió de paso.
Algo que había estado desconcertándome era la cuestión de cómo asegurabas una cadena de sucesión en esos campos tan arcanos. Es evidente que no pueden ser muchas las instituciones del mundo que necesiten o estén dispuestas a mantener especialistas en percebes o en caracoles marinos del Pacífico. Cuando nos despedíamos en el Museo de Historia Natural de Londres, pregunté a Richard Fortey cómo garantiza la ciencia que, cuando una persona muere, haya alguien listo para ocupar su puesto.
Se rió entre dientes con ganas ante mi ingenuidad.
–Siento decirte que no es que tengamos sustitutos sentados en el banco en algún sitio, esperando a que los llamen para jugar. Cuando un especialista se jubila o, más lamentable aún, cuando se muere, eso puede significar que queden paralizadas cosas en ese campo, a veces durante muchísimo tiempo.
–Y supongo que es por eso por lo que valoras a alguien que es capaz de pasarse cuarenta y dos años estudiando una sola especie de planta, aunque no produzca nada que sea terriblemente nuevo.
–Exactamente -dijo él-. Exactamente.
Y parecía decirlo muy en serio.
* En realidad, se pierden muchísimas células en el proceso de desarrollo, así que el número con que nacen no es más que una conjetura. Según la fuente que consultes, puede variar en varios órdenes de magnitud. La cifra de 10.000 billones es de Microcosmos, de Margulis y Sagan. {N. del A.)
Y cada una de esas células sabe perfectamente qué es lo que tiene que hacer para preservarte y nutrirte desde el momento de la concepción hasta tu último aliento.
Tú no tienes secretos para tus células. Saben mucho más de ti que lo que sabes tú. Cada una de ellas lleva una copia del código genético completo (el manual de instrucciones de tu cuerpo), así que sabe cómo hacer no sólo su trabajo sino también todos los demás trabajos del cuerpo. Nunca en tu vida tendrás que recordarle a una célula que vigile sus niveles de adenosín trifosfato o que busque un sitio para el chorrito extra de ácido fólico que acaba de aparecer inesperadamente. Hará por ti eso y millones de cosas más.
Cada célula de la naturaleza es una especie de milagro. Hasta las más simples superan los límites del ingenio humano. Para construir, por ejemplo, la célula de la levadura más elemental tendrías que miniaturizar aproximadamente el mismo número de piezas que tiene un reactor de pasajeros Boeing 7771 y encajarías en una esfera de sólo cinco micras de anchura; luego tendrías que arreglártelas para convencer a la esfera de que debía reproducirse.
Pero las células de levadura no son nada comparadas con las células humanas, que no sólo son mas variadas y complejas, sino muchísimo más fascinantes debido a sus enrevesadas interacciones.
Tus células son un país de 10.000 billones de ciudadanos, dedicados cada uno de ellos, de forma intensiva y específica, a tu bienestar general. No hay nada que ellas no hagan por ti. Te dejan sentir placer y formar pensamientos. Te permiten estar de pie y estirarte, así como dar saltos y brincos. Cuando comes, extraen los nutrientes, distribuyen la energía y expulsan los desechos (todas aquellas cosas que aprendiste en las clases de biología), pero también se acuerdan de hacer que sientas hambre antes y de recompensarte con una sensación de bienestar después, para que no te olvides de comer otra vez. Por ellas crece el pelo, hay cerumen en los oídos, ronronea quedamente el cerebro. Filas se ocupan de todos los rincones de tu cuerpo. Saltarán en tu defensa en el instante en que estés amenazado. Morirán por ti sin vacilar; miles de millones de ellas lo hacen diariamente. Y ni una sola vez en toda tu vida le has dado las gracias a una sola de ellas. Así que dediquemos ahora un momento a considerarlas con la admiración y el aprecio que se merecen.
Sabemos un poco de cómo las células hacen las cosas que hacen (cómo se libran de la grasa o fabrican insulina o realizan muchos de los otros actos que son necesarios para mantener una entidad compleja como tú), pero sólo un poco. Tienes como mínimo 200.000 tipos diferentes de proteínas trabajando laboriosamente dentro de ti y, hasta ahora, sólo entendemos aproximadamente un 2% de lo que hacen.2 (otros sitúan la cifra más bien en el 50% parece ser que depende de lo que se quiera decir con «entender».)
Aparecen constantemente sorpresas al hablar de células. En la naturaleza, el óxido nítrico es una toxina temible v uno de los componentes más comunes de la contaminación atmosférica. Así que los científicos se sorprendieron un poco cuando descubrieron a mediados de la década de los años ochenta que lo producían con curioso fervor las células humanas. Su finalidad, era en principio, un misterio, pero luego los científicos empezaron a encontrarlo por todas partes:3 controla el flujo sanguíneo y los niveles de energía de las células, ataca cánceres y otros patógenos, regulan el sentido del olfato, ayudan incluso al pene en sus erecciones… También explicaba por qué la nitroglicerina, el famoso explosivo, alivia el dolor del corazón llamado angina. (Se convierte en óxido nítrico en el torrente sanguíneo, relaja las paredes musculares de los vasos y permite que la sangre fluya con más libertad.4) En el espacio de apenas una década, esta sustancia gaseosa pasó de ser una toxina externa a convertirse en un ubicuo elixir
Tú posees, según el bioquímico belga Christian de Duve, «unos cuantos centenares» de tipos diferentes de células.5 Estas varían enormemente en tamaño y forma, desde las células nerviosas, cuyos filamentos pueden extenderse más de un metro, a las células rojas de la sangre, pequeñas y en forma de disco, y a las fotocélulas en forma de varillas que ayudan a proporcionarnos la visión. Adoptan también una gama de tamaños de suntuosa amplitud, lo que es especialmente impresionante en el momento de la concepción, en que un solo y esforzado espermatozoo se enfrenta a un huevo 85.000 veces mayor que él (lo que relatíviza bastante la idea de la conquista masculina). Sin embargo, una célula humana tiene como media una anchura de 29 micras (es decir, unas dos centésimas de milímetro) lo que es demasiado pequeño para que pueda verse, pero lo bastante espacioso para albergar miles de complicadas estructuras como las mitocondrias y millones y millones de moléculas. Las células también varían, en el sentido más literal, en cuanto a su vivacidad. Las de la piel están todas muertas. Es una idea algo mortificante pensar que todos los centímetros de tu superficie están muertos. Si eres un adulto de talla media, andas arrastrando por ahí más de dos kilos de piel muerta,6 de los que se desprenden cada día varios miles de millones de pequeños fragmentos. Recorre con un dedo una estantería cubierta de polvo y estarás dibujando una línea formada principalmente por piel vieja.
La mayoría de las células vivas raras veces duran más de un mes o así, pero hay algunas notables excepciones. Las células del hígado pueden sobrevivir años,7 aunque los componentes que hay en ellas se puedan renovar cada pocos días. Las células cerebrales duran todo lo que dures tú. Estás provisto de unos 100.000 millones de ellas al nacer y eso es todo lo que tendrás. Se ha calculado que se pierden 5000 cada hora, así que, si tienes que pensar en algo serio no tienes realmente tiempo que perder La buena noticia es que los componentes individuales de tus células cerebrales se renuevan constantemente, como sucede con las células hepáticas, por lo que ninguna parte de ellas es en realidad probable que tenga más de un mes de vida. De hecho, se ha dicho que no hay ni un solo pedacito de cualquiera de nosotros (ni tan siquiera una molécula perdida)8 que formase parte de nosotros hace nueve años. Puede que no dé esa sensación, pero al nivel celular somos todos unos jovencitos.
La primera persona que describió una célula fue Robert Hooke, al que dejamos páginas atrás peleándose con Isaac Newton por la atribución de invento de la Ley del Cuadrado Inverso. Hooke consiguió hacer muchas cosas en sus sesenta y ocho años de vida (fue al mismo tiempo un teórico consumado y un manitas haciendo instrumentos ingeniosos y útiles), pero por nada de lo que hizo se le admiró tanto como por su popular libro Micrografía, o algunas descripciones fisiológicas de los cuerpos diminutos realizadas mediante cristales de aumento, publicado en 1665. Reveló a un público fascinado un universo de lo muy pequeño, que era mucho más diverso y estaba mucho más poblado y delicadamente estructurado que nada que se hubiese llegado a imaginar hasta entonces.
Entre las características de lo microscópico que primero identificó Hooke estaban las pequeñas cámaras de las plantas, que él llamó «células» porque le recordaron las celdas de los monjes. Hooke calculó que en una pulgada cuadrada de corcho había 1.259.712.000 de aquellas pequeñas cámaras9 (la primera aparición de un número tan largo en la ciencia). Los microscopios llevaban circulando por entonces una generación o así, pero lo que distinguió los de Hooke fue su superioridad técnica. Lograban ampliar los objetos treinta veces, lo que los convirtió en lo mejorcito de la tecnología óptica del siglo XVII.
Así que se produjo toda una conmoción cuando, sólo una década después, Hooke y el resto de los miembros de la Real Sociedad de Londres empezaron a recibir dibujos e informes, de un iletrado comerciante de paños de la ciudad holandesa de Delft, que conseguía ampliaciones de hasta 275 veces. El pañero se llamaba Antoni van Leeuwenhoek. Aunque tenía escasos estudios oficiales y carecía de bagaje científico, era un observador sensible y fervoroso, así como un genio técnico.
Aún no se sabe cómo consiguió unas ampliaciones tan magníficas con unos instrumentos manuales tan simples, que eran poco más que unas modestas espigas de madera, con una pequeña burbuja de cristal engastada en ellas, algo mucho más parecido a una lupa que a lo que la mayoría de nosotros consideramos un microscopio, pero tampoco demasiado parecido. Leeuwenhoek hacía un nuevo instrumento para cada experimento que realizaba y era extremadamente reservado sobre a sus técnicas, aunque brindó a veces sugerencias a los ingleses sobre cómo podrían mejorar la resolución de su instrumental. *
* Leeuwenhoek era íntimo amigo de otro notable de Delft, el pintor Jan Vermeer. A mediados de la década de 1.600, Vermeer, que antes había sido un pintor competente pero no sobresaliente, pasó de pronto a dominar las técnicas de la luz y de la perspectiva por lo que ha sido alabado desde entonces. Aunque nunca se ha demostrado, hace tiempo que se sospecha que utilizaba una cámara oscura, un instrumento para proyectar imágenes sobre una superficie plana a través de una lente. No se enumeró ningún instrumento de este tipo entre los efectos personales de Vermeer después de su muerte, pero da la casualidad de que el albacea de su testamento era ni más ni menos que Antoni van Leeuwenhoek, el fabricante de lentes más reservado de su tiempo. (N. del A.)
A lo largo de un periodo de cincuenta años (que se inició, bastante notablemente, cuando él pasaba ya de los cuarenta), Leeuwenhoek hizo casi 200 informes para la Real Sociedad, todos escritos en bajo holandés, la única lengua que él dominaba. No exponía ninguna interpretación, sólo los datos de lo que había encontrado acompañados de exquisitos dibujos. Envió informes sobre casi todo lo que podía resultar útil examinas el moho del pan, un aguijón de abeja, las células sanguíneas, los dientes, el cabello humano, su propia saliva, algo de excremento y semen (esto último con preocupadas disculpas por su carácter ineludiblemente sucio y desagradable). Ninguna de aquellas cosas se había visto microscópicamente hasta entonces.
Después de que informó de haber hallado «animálculos» en una muestra de infusión de pimienta negra en 1676 10 los miembros de la Real Sociedad pasaron un año buscando, con los mejores instrumentos que era capaz de producir la tecnología inglesa, los «animalitos» hasta que consiguieron, por fin, la ampliación correcta. Lo que Leeuwenhoek había encontrado eran los protozoos. Calculó que había 8.280.000 de aquellos pequeños seres en una sola gota de agua11 (más que el número de habitantes de Holanda). El mundo estaba repleto de vida en cantidades y formas que nadie había sospechado hasta entonces.
Inspirados por los fantásticos hallazgos de Leeuwenhoek, hubo otros que empezaron a atisbar por microscopios con tal ansia que a veces encontraban cosas que, en realidad, no estaban allí. Un respetado observador holandés, Nicolaus Hartsoecker; estaba convencido de haber visto «hombrecillos preformados» en células espermáticas. Llamó a aquellos pequeños seres «homúnculos»12 y, durante un tiempo, mucha gente creyó que todos los seres humanos (en realidad, todas las criaturas) eran sólo versiones infladas de seres precursores, chiquitines pero completos. También el propio Leeuwenhoek se dejaba extraviar de vez en cuando por sus entusiasmos. En uno de sus experimentos menos felices'3 intentó estudiar las propiedades explosivas de la pólvora observando una pequeña explosión a corta distancia; estuvo a punto de perder la vista.
En 1683, Leeuwenhoek descubrió las bacterias, pero eso fue prácticamente todo lo que pudo avanzar la ciencia en el siglo y medio siguiente, debido a las limitaciones de la tecnología microscópica. Hasta 1831 no vería nadie por primera vez el núcleo de una célula. Ese alguien fue el botánico escocés Robert Brown, ese visitante frecuente pero misterioso de la historia de la ciencia. Brown, que vivió de 1773 a 1858, le llamó núcleo, de la palabra latina nucula, que significa nuececita o almendra. Pero, hasta 1839, no hubo nadie que se diera cuenta de que toda la materia viva era celular.14 Fue a un alemán, Theodor Schwann, al que se le ocurrió esa idea, y no sólo apareció con relativo retraso, tratándose de una idea científica, sino que no se aceptó al principio de forma general.
Hasta la década de 1860, y la obra decisiva de Louis Pasteur en Francia, no quedó demostrado concluyentemente que la vida no puede surgir de forma espontánea, sino que debe llegar de células preexistentes. Esta creencia pasó a conocerse como «teoría celular» y es la base de toda la biología moderna.
La célula se ha comparado con muchas cosas, 15 desde «una compleja refinería química» (el físico James Trefil) a «una vasta y populosa metrópoli» (el bioquímico Guy Brown). Una célula es ambas cosas y ninguna de ellas. Es como una refinería porque está consagrada a la actividad química a gran escala y como una metrópolis porque está muy poblada y llena de actividad y de interacciones que parecen confusas y al azar; pero que es evidentemente se atienen a cierto sistematismo. Pero es mucho más un lugar de pesadilla que cualquier ciudad o fábrica que hayas podido ver alguna vez. Para empezar; no hay arriba y abajo dentro de la célula (la gravedad no tiene una importancia significativa a escala celular› y no hay ni un átomo de espacio desaprovechado. Hay actividad por todas partes y un repiqueteo constante de energía eléctrica. Puede que no te sientas terriblemente eléctrico, pero lo eres. La comida que comes y el oxígeno que respiras se transforman, en las células, en electricidad. La razón de que no nos propinemos unos a otros grandes descargas o de que no chamusquemos el sofá cuando nos sentamos en él es que está sucediendo todo a pequeña escala: se trata sólo de o, r voltios que recorren distancias medidas en nanómetros. Sin embargo, si aumentases la escala, se traduciría en una sacudida de 20 millones de voltios por metro,16 aproximadamente la misma carga que contiene el cuerpo principal de un rayo.
Casi todas nuestras células, sean cuales sean su tamaño y su forma, están construidas prácticamente sobre el mismo plano: tienen una cubierta exterior o membrana, un núcleo en el que se halla la información genética necesaria para mantenerte en marcha y un activo espacio entre ambas llamado citoplasma. La membrana no es, como imaginamos la mayoría de nosotros, una cubierta correosa y duradera, algo que necesitases un alfiler de buena punta para pincharlo. Está compuesta, en realidad, de un tipo de material graso conocido como lípido, que es de la consistencia aproximada «de un aceite de máquina de tipo ligero»,17 en palabras de Sherwin B. Nuland. Si eso parece sorprendentemente insustancial, ten en cuenta que, a escala microscópica, las cosas se comportan de forma diferente. A nivel molecular; el agua se convierte en una especie de gel muy resistente y un lípido es como hierro.
Si pudieses visitar una célula, no te gustaría. Hinchada hasta una escala en que los átomos fuesen del tamaño aproximado de guisantes, una célula sería una esfera de unos 800 metros de anchura, sostenida por un complejo entramado de vigas llamado citoesqueleto. Dentro de ella van de un lado a otro, como balas, millones de objetos, unos del tamaño de balones, otros del tamaño de coches. No habría un sitio en el que pudieras estar sin que te aporreasen y te despedazasen miles de veces por segundo en todas las direcciones. El interior de una célula es un lugar peligroso hasta para sus ocupantes habituales. Cada filamento de ADN es atacado o dañado una vez cada 8,4 segundos (10.000 veces al día) por sustancias químicas u otros agentes que lo aporrean o lo atraviesan despreocupadamente, y cada una de esas heridas debe suturarse a toda prisa para que la célula no perezca.
Son especialmente vivaces las proteínas que giran, palpitan y vuelan unas en otras hasta mil millones de veces por segundo. 18 Las enzimas, que son también un tipo de proteínas, corren por todas partes, realizan-do mil tareas por segundo. Construyen v reconstruyen diligentemente moléculas, como hormigas obreras muy aceleradas, sacando una pieza de ésta, añadiendo una pieza a aquélla. Algunas controlan a las proteínas que pasan y marcan con una sustancia química las que están irreparablemente dañadas o son defectuosas. Una vez seleccionadas, las proteínas condenadas se dirigen a una estructura denominada proteasoma, donde son despiezadas y sus componentes se utilizan para formar nuevas proteínas. Algunos tipos de proteínas tienen menos de media hora de existencia; otras sobreviven varias semanas. Pero todas llevan una vida increíblemente frenética. Como dice De Duve, «el mundo molecular debe permanecer necesariamente fuera del alcance de nuestra imaginación 19 debido a la increíble velocidad con que suceden allí las cosas».
Pero aminora la marcha, hasta una velocidad en la que las interacciones se puedan observar y las cosas no parezcan tan desquiciantes. Podrás darte cuenta entonces de que una célula es sólo millones de objetos (lisosomas, endosomas, ribosomas, ligandos, peroxisomas, proteínas de todas las formas y tamaños…) chocando con otros millones de objetos y realizando tareas rutinarias: extrayendo energía de nutrientes montando estructuras, deshaciéndose de desperdicios, rechazando a los intrusos, enviando y recibiendo mensajes, efectuando reparaciones, etcétera. Una célula suele contener unos 20.000 tipos diferentes de proteínas, y unos 2.000 tipos de ellas representarán cada una 50.000 moléculas como mínimo. «Esto significa -dice Nuland-, que, aunque sólo contásemos las moléculas presentes en cuantías de más de 50.000, el total es aún un mínimo de 100 millones de moléculas de proteínas en cada célula.20 Esa cifra tan asombrosa nos da cierta idea de la pululante inmensidad de actividades bioquímicas que hay dentro de nosotros.»
Se trata, en conjunto, de un proceso inmensamente exigente. Para mantener esas células bien oxigenadas el corazón ha de bombear 343 litros de sangre por hora, unos 8.000 litros al día, 3 millones de litros al año (lo suficiente para llenar cuatro piscinas olímpicas). (Y eso es en condiciones de descanso. Durante el ejercicio, la cuantía puede llegar a ser de hasta seis veces más.) El oxígeno lo absorben las mitocondrias. Son las centrales eléctricas de las células y suele haber unas 1.000 por célula, aunque el número varía considerablemente según lo que la célula haga y la cantidad de energía que necesite.
Puede que recuerdes de un capítulo anterior que las mitocondrias se cree que fueron en principio bacterias cautivas y que viven básicamente como inquilinos en nuestras células, conservando sus propias instrucciones genéticas, dividiéndose según su propio programa, hablando su propio idioma… Puede que recuerdes también que estamos a merced de su buena voluntad. He aquí por qué. Prácticamente todo el alimento y todo el oxígeno que entran en tu cuerpo se entregan, una vez procesados, a las mitocondrias, en las que se convierten en una molécula llamada adenosín trifosfato o ATP.
Es posible que no hayas oído nunca hablar del ATP, pero es lo que te mantiene en marcha. Las moléculas de ATP son básicamente paquetitos de baterías que se desplazan por la célula, proporcionando energía para todos los procesos celulares. Y gastas muchísimo de eso. Una célula típica de tu cuerpo tendrá en cualquier momento dado unos 1.000 millones de moléculas de ATP21 y en dos minutos habrán quedado todas vaciadas y ocuparán su lugar otros 1.000 millones. Produces y utilizas cada día un volumen de ATP equivalente aproximadamente a la mitad de tu peso corporal.12 Aprecia el calor de tu piel. Es tu ATP que está trabajando.
Las células, cuando ya no son necesarias, mueren con lo que sólo se puede calificar de gran dignidad. Desmantelan todos los puntales y contrafuertes que las sostienen y devoran tranquilamente los elementos que las componen. El proceso se denomina apoptosis o muerte celular programada. Miles de millones de células tuyas mueren cada día a tu servicio y otras miles de millones de ellas limpian los desechos. Las células pueden morir también violentamente (por ejemplo, cuando resultan infectadas›, pero mueren principalmente porque se les dice que lo hagan. De hecho, si no se les dice que vivan, si no les da algún tipo de instrucción activa alguna otra célula, se suicidan automáticamente. Las células necesitan muchísimo apoyo.
Cuando una célula, como a veces ocurre, no expira de la forma prescrita, sino que en lugar de eso empieza a dividirse ya proliferar descontroladamente, llamamos al resultado cáncer Las células cancerosas simplemente son células confundidas. Las células cometen ese error con bastante regularidad, pero el cuerpo ha elaborado mecanismos para lidiar con él. Sólo muy raras veces se descontrola el proceso. Los humanos padecen como media de un tumor maligno por cada 100.000 billones de divisiones celulares.13 El cáncer es mala suerte en todos los sentidos posibles del término.
Lo asombroso de las células es no que las cosas vayan mal a veces sino que consigan que todo vaya tan bien durante décadas seguidas. Consiguen que sea así enviando y controlando corrientes de mensajes (una cacofonía de mensajes) de todo el conjunto del cuerpo: instrucciones, preguntas, correcciones, peticiones de ayuda, puestas al día, avisos de dividirse o de expirar… La mayoría de esas señales llegan por medio de correos llamados hormonas, entidades químicas como la insulina, la adrenalina, el estrógeno y la testosterona que transmiten información desde puestos destacados remotos, como las glándulas tiroides v la endocrina. Hay otros mensajes más que llegan por telégrafo del cerebro o de centros regionales, en un proceso denominado señalización paracrina. Por último, las células se comunican directamente con sus vecinas para cerciorarse de que sus acciones están coordinadas.
Lo más notable puede que sea el que se trate sólo de acción frenética al azar, una serie de encuentros interminables gobernados únicamente por las reglas elementales de atracción y repulsión. Es evidente que 110 hay ninguna presencia pensante detrás de ninguna de las acciones de las células. Sucede todo de una forma fluida y reiterada y tan fiable que raras veces llegamos siquiera a darnos cuenta de ello; sin embargo, de alguna manera, todo esto produce no sólo orden dentro de la célula sino una armonía perfecta en todo el organismo. De modo que apenas si hemos empezado a entender, billones y billones de reacciones químicas reflexivas dan como resultado total un tú que se mueve, piensa y toma decisiones… o, ya puestos, un escarabajo pelotero bastante menos reflexivo pero aun así increíblemente organizado. Cada ser vivo, nunca lo olvides, es un milagro de ingeniería atómica.
De hecho, algunos organismos que nos parecen primitivos gozan de un grado de organización celular que hace parecer el tuyo despreocupadamente pedestre. Disgrega las células de una esponja (haciéndolas pasar por un cedazo, por ejemplo), échalas luego en una solución y ellas solas encontrarán el medio de volver a unirse y organizarse en una esponja. Puedes hacerles eso una y otra vez y se reconstruirán obstinadamente porque, como tú, como yo y como todos los demás seres vivos, tienen un impulso imperativo: seguir siendo.
Y eso se debe a una molécula curiosa, decidida y apenas entendida, que no está por su parte viva y que no hace en general absolutamente nada. Le llamamos ADN y para empezar a entender la suma importancia que tiene para la ciencia y para nosotros necesitamos retroceder unos 160 años, hasta la Inglaterra decimonónica, hasta el momento en que el naturalista Charles Darwin tuvo lo que se ha denominado «la mejor idea que haya tenido nadie nunca»… 24 y luego, por razones un poco claras de explicar, la metió en un cajón y la dejó allí los quince años siguientes.
DARWIN
El sabio consejo de Elwin fue ignorado On the origen of Species by Means of Natural Selecion, o the Presertation of Favoured Races in the Struggle for Life [El origen de las especies por selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida] se publicó a finales de noviembre de 1859, al precio de 15 chelines. La primera edición de 1.250 ejemplares se vendió el primer día. Nunca ha estado agotado, y casi siempre ha provocado controversias en el tiempo transcurrido desde entonces, lo que no está mal tratándose de un hombre cuyo otro interés principal eran las lombrices de tierra y que, si no hubiese sido por la decisión impetuosa de navegar alrededor del mundo, probablemente se habría pasado la vida como un párroco rural famoso por…, bueno, por su interés por las lombrices de tierra.
Charles Robert Darwin nació el 12 de febrero de 1809* en Shrewsbury, una población tranquila con mercado situada en la zona oeste de las Midlands. Su padre era un médico rico v bien considerado. Su madre, que murió cuando Charles contaba sólo ocho años de edad, era hija de Josiah Wedgwood, un famoso alfarero.
* Una fecha auspiciosa de la historia: ese mismo día nacía en Kentucky Abraham Lincoln. (N. del A.)
Darwin disfrutó de todas las ventajas de la educación, pero atribuló continuamente a su padre viudo con su rendimiento académico poco brillante. «De lo único que te preocupas es de andar dando gritos, de los perros y de cazar ratas,2 y serás una desgracia para ti y para toda tu familia», escribía el viejo Darwin, es una cita que casi siempre aparece a esta altura en toda descripción de la primera parte de la vida de Charles Darwin. Aunque él se sentía inclinado hacia la historia natural, intentó estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo por satisfacer a su padre, pero no fue capaz de soportar la sangre y el sufrimiento. La experiencia de presenciar una operación practicada a un niño comprensiblemente aterrado3 (era en los tiempos en que no se utilizaban aún anestésicos, claro› le dejó traumatizado de por vida. Intentó estudiar derecho en vez de medicina, pero le pareció insoportablemente aburrido. Consiguió al final graduarse en teología en Cambridge, un poco como último recurso.
Parecía aguardarle una vida de vicario rural cuando surgió inesperadamente una oferta más tentadora. Darwin fue invitado a participar en una travesía del buque de investigación naval Beagle, básicamente como compañero en la mesa del comedor del capitán, Robert FitzRoy, cuyo rango le impedía socializar con alguien que no fuese un caballero. FitzRoy, que era muy raro, eligió a Darwin en parte porque le gustaba la forma de su nariz. (Creía que indicaba profundidad de carácter.) No fue su primera elección, sino que le eligió después de que el acompañante preferido abandonase. Desde la perspectiva del siglo XXI, el rasgo más sorprendente que los dos hombres compartían era su extremada juventud. Cuando zarparon en su viaje, FitzRoy tenía sólo veintitrés años y, Darwin, veintidós.
La misión oficial que tenía Fitzkoy era cartografiar aguas costeras, pero su afición (pasión, en realidad) era buscar pruebas para una interpretación bíblica literal de la creación. El que Darwin tuviese una formación eclesiástica fue básico en la decisión de FitzRoy de tenerle a bordo. El que Darwin resultase luego no ser del todo un ferviente devoto de los principios cristianos fundamentales daría motivo a roces constantes entre los dos.
El periodo que Darwin pasó a bordo del Beagle, de 1831 a 1836, fue obviamente la experiencia formativa de su vida, pero también una de las más duras. Compartía con su capitán un camarote pequeño, lo que no debió resultar fácil pues FitzRoy padecía arrebatos de furia seguidos de periodos de resentimiento latente. Darwin y él estaban constantemente enzarzados en disputas, algunas de las cuales «bordeaban la locura»,4 según recordaría más tarde Darwin. Las travesías oceánicas tendían a convertirse en experiencias melancólicas en el mejor de los casos (el anterior capitán del Beagle se había atravesado el cerebro de un balazo en un momento de pesimismo solitario), y FitzRoy procedía de una familia famosa por sus tendencias depresivas. Su tío, el vizconde de Castlereagh, se había cortado el cuello en la década anterior cuando era canciller del tesoro. (El propio FitzRoy se suicidaría por el mismo procedimiento en 1865.) El capitán resultaba extraño e incomprensible hasta en sus periodos más tranquilos. Darwin se quedó estupefacto al enterarse, al final del viaje, de que FitzRoy se iba a casar casi inmediatamente con una joven con la que estaba prometido. En los cinco años que había pasado con él, no había insinuado que tuviese esa relación sentimental5 ni había llegado a mencionar siquiera el nombre de su prometida.
Pero en todos los demás aspectos, la travesía del Beagle fue un éxito. Darwin pasó por aventuras suficientes como para toda una vida v acumuló una colección de especímenes que le bastaron para hacerse famoso y para mantenerle ocupado muchos años: encontró espléndidos fósiles gigantes antiguos, entre ellos el mejor Megatherium hallado hasta la fecha; sobrevivió a un mortífero terremoto en Chile; descubrió una nueva especie de delfín (a la que llamó servicialmente Delphinus fitzroyi); realizó diligentes y provechosas investigaciones geológicas en los Andes; y elaboró una teoría nueva y muy admirada sobre la formación de atolones coralinos, que sugería, significativamente, que los atolones necesitaban como mínimo un millón de años6 para formarse, primer atisbo de su adhesión perdurable a la extrema antigüedad de los procesos terrestres. En 1836, a los veintisiete años, regresó a casa después de una ausencia de cinco años y dos días. Nunca volvió a salir de Inglaterra.
Una cosa que no hizo Darwin en el viaje fue proponer la teoría (o incluso una teoría) de la evolución. Para empezar, evolución como concepto tenía ya varias décadas de antigüedad en la de 1830. El propio abuelo de Darwin, Erasmus, había rendido tributo a los principios evolucionistas en un poema de inspirada mediocridad titulado «El templo de Natura» años antes de que Charles hubiese nacido siquiera. Hasta que el joven Charles no regresó a Inglaterra y leyó el Ensayo sobre el principio de la población de Thomas Malthus7 (que postulaba que el aumento del suministro de alimentos nunca podría ser equiparable, por razones matemáticas, al crecimiento demográfico) no empezó a filtrarse en su mente la idea de que la vida es una lucha perenne y que la selección natural era el medio por el que algunas especies prosperaban mientras otras fracasaban. Lo que Darwin percibió concretamente fue que los organismos competían por los recursos y que los que tenían alguna ventaja innata prosperaban y transmitían esa ventaja a sus vástagos. Ése era el medio por el que mejoraban continuamente las especies.
Parece una idea terriblemente simple, (y lo es) pero explicaba muchísimo y Darwin estaba dispuesto a consagrar su vida a ella. «¡Qué estúpido fui por no haberlo pensado!»8 – exclamó T. H. Huxley cuando leía Sobre El origen de las especies. Es una idea que ha ido refiriéndose desde entonces.
Conviene señalar que Darwin no utilizó la frase «supervivencia del más apto» en ninguna de sus obras aunque expresase su admiración por ella». La expresión la acuñó, en 1864, cinco años después de la publicación de Sobre el origen de las especies, Herbert Spencer en su Principios de biología. Tampoco utilizó la palabra «evolución» en letra impresa hasta la sexta edición de Sobre el origen (época en la que su uso estaba ya demasiado generalizado para no utilizarla), prefiriendo en su lugar «ascendencia con modificación». Y, sobre todo, lo que inspiró sus conclusiones no fue el hecho de que apreciase, en el tiempo que estuvo en las islas Galápagos, una interesante diversidad en los picos de los pinzones. La versión convencional de la historia (O al menos la que solemos recordar muchos) es que Darwin, cuando iba de isla en isla, se dio cuenta de que, en cada una de ellas los picos de los pinzones estaban maravillosamente adaptados para el aprovechamiento de los recursos locales (en una isla, los picos eran fuertes, cortos y buenos para partir frutos con cáscara dura, mientras que, en la siguiente, eran, por ejemplo, largos, finos y muy bien adaptados para sacar alimento de hendiduras y rendijas) y eso le hizo pensar que tal vez aquellas aves no habían sido hechas así, si no que en cierto modo se habían hecho así ellas mismas.
Ciertamente, las aves se habían hecho a sí mismas, pero no fue Darwin quien se dio cuenta de ello. En la época del viaje del Beagle Darwin acababa de salir de la universidad v aún no era un naturalista consumado, por eso no fue capaz de darse cuenta de que las aves de las islas de los Galápagos eran todas del mismo tipo. Fue su amigo el ornitólogo John Gould9 quien se dio cuenta deque lo que Darwin había encontrado había sido muchos pinzones con distintas habilidades. Por desgracia, Darwin no había reseñado, por su inexperiencia, qué aves correspondían a cada isla. (Había cometido un error similar con las tortugas.) Tardó años en aclarar todas estas cosas.
Debido a estos diversos descuidos, y a la necesidad de examinar cajas y cajas de otros especímenes del Beagle, Darwin no empezó hasta 1842, cinco años después de su regreso a Inglaterra, a bosquejar los rudimentos de su nueva teoría. Los desarrolló dos años después en un «esbozo» de 230 páginas.10 Y luego hizo una cosa extraordinaria: dejó a un lado sus notas y, durante la década y media siguiente, se ocupó de otros asuntos. Engendró diez hijos, dedicó casi ocho años a escribir una obra exhaustiva sobre los percebes («Odio el percebe como ningún hombre lo ha odiado jamás», ‘‘ afirmó, y es comprensible, al concluir su obra) y cayó presa de extraños trastornos que le dejaron crónicamente apático, débil y «aturullado», como decía él. Los síntomas casi siempre incluían unas terribles náuseas, acompañadas en general de palpitaciones, migrañas, agotamiento, temblores, manchas delante de los ojos, insuficiencia respiratoria, vértigo y, Como es natural, depresión.
No ha llegado a determinarse la causa de la enfermedad. La más romántica, y tal vez la mas probable de las posibilidades propuestas, es que padeciese el mal de Chagas, una enfermedad persistente que podría haber contraído en Suramérica por la picadura de un insecto. Una explicación más prosaica es que su trastorno era psicosomático. De todos modos el sufrimiento no lo era. Era frecuente que no pudiese trabajar más de veinte minutos seguidos, y a veces ni siquiera eso.
Gran parte del resto del tiempo lo dedicaba a una serie de tratamientos cada vez más terribles: se daba gélidos baños de inmersión, se rociaba con vinagre, se ponía «cadenas eléctricas«que le sometían a pequeñas descargas de corriente… Se convirtió en una especie de eremita que raras veces abandonaba su casa de Kent, Down House. Una de las primeras cosas que hizo al instalarse en aquella casa fue colocar un espejo, por la parte de fuera de la ventana de su estudio, para poder identificar v, en caso necesario, evitar a los visitantes.
Darwin mantuvo en secreto su teoría porque sabía muy bien la tormenta que podía desencadenarse. En r 844, el año en que guardó sus no-tas, un libro titulado Vestiges of the Natural History of Creation [Vestigios de la historia natural de la Creación enfureció a gran parte del inundo intelectual al sugerir que los seres humanos podrían haber evolucionado a partir de primates inferiores, sin la ayuda de un creador divino. El autor, previendo el escándalo, había tomado medidas cuidadosas para ocultar su identidad, manteniendo el secreto incluso con sus más íntimos amigos durante los cuarenta años siguientes. Había quien se preguntaba si el autor no podría ser el propio Darwin.12 Otros sospechaban del príncipe Albert. En realidad, el autor era un escocés, un editor de prestigio y hombre en general modesto, se llamaba Robert Chambers y su resistencia a hacer pública la autoría del libro tenía una dimensión práctica además de la personal: su empresa era una importante editorial de biblias.
* Darwin fue uno de los pocos que hicieron una conjetura acertada. Dio la casualidad de que estaba visitando a Chambers un día en que se entregaba un ejemplar de avance de la sexta edición de Vestiges. La atención con que Chamhers cotejaba las revisiones fue una especie de indicio delator, aunque parece que no hablaron del asunto (N. del A.)
El libro de Chambers fue fogosamente atacado desde los púlpitos por toda Inglaterra y muchos otros países, pero provocó también una buena cuantía de cólera más académica. La Edimburg Review dedicó casi un número completo (85 páginas) a hacerlo pedazos. Hasta T. H. Huxley, que creía en la evolución, atacó el libro bastante venenosamente sin saber que el autor era un amigo suyo.
En cuanto al manuscrito de Darwin podría haber seguido guardado hasta su muerte si no hubiese sido por un aviso alarmante que llegó de Extremo Oriente, a principios del verano de 1858, en forma de paquete, que contenía una amable carta de un joven naturalista, llamado Alfred Russel Wallace y el borrador de un artículo, Sobre la tendencia de las variedades a separarse indefinidamente del tipo original», en que se esbozaba una teoría de la selección natural que era asombrosamente parecida a las notas secretas de Darwin. Había incluso frases que le recordaban las suyas. «No he visto nunca una coincidencia tan asombrosa -reflexionaba consternado Darwin-. Si Wallace tuviese el esbozo de mi manuscrito redactado en 1842, no podría haber hecho mejor un breve extracto.» 13
Wallace no apareció en la vida de Darwin de una forma tan inesperada como se dice a veces. Hacía tiempo que mantenían correspondencia y le había enviado generosamente más de una vez a Darwin especímenes que le parecía que podrían ser interesantes. En estos intercambios, Darwin había advertido discretamente a Wallace que consideraba el tema de la creación de las especies un territorio exclusivamente suyo. «Este verano hará veinte años (!) que abrí mi primer cuaderno de notas14 sobre la cuestión de cómo y cuánto difieren entre sí las especies y las variedades -le había escrito tiempo atrás a Wallace-. Estoy preparando mi obra para la publicación», añadía, aunque en realidad no estaba haciéndolo.
Wallace no se dio cuenta de qué era lo que Darwin estaba intentan do decirle… y, de todos modos, claro, no podría haber tenido la menor idea de que su propia teoría fuese casi idéntica a la que Darwin había estado, digamos, haciendo evolucionar desde hacía veinte años.
Darwin se hallaba ante un dilema torturante. Si corría a la imprenta para preservar su prioridad, estaría aprovechándose de un chivatazo inocente de un admirador lejano. Pero, si se hacía a un lado, como una conducta caballerosa se podía alegar que exigía, perdería el reconocimiento debido por una teoría que él había postulado independientemente. La teoría de Wallace era, según su propio autor confesaba, fruto de un ramalazo de intuición; la de Darwin era producto de años de pensamiento meticuloso, pausado y metódico. Era todo de una injusticia aplastante.
Para aumentar las desgracias, el hijo más pequeño de Darwin, que se llamaba también Charles, había contraído la escarlatina y estaba en un estado crítico. Murió en el punto algido de la crisis, el 28 de junio. A pesar del desconsuelo que le causaba la enfermedad de su hijo, Darwin encontró tiempo para escribir cartas a sus amigos (Charles Lyell y Joseph Hooker ofreciendo hacerse a un lado pero indicando que hacerlo significaba que toda su obra, «tenga el valor que pueda tener, quedara hecha trizas».'5 Lyell y Hooker propusieron la solución de compromiso de presentar un resumen conjunto de las ideas de Darwin y de Wallace. Acordaron que se efectuaría en una de las reuniones de la Sociedad Linneana, que estaba por entonces luchando por recuperar la condición de entidad científica prestigiosa. El 1 de julio de 1838, se reveló al mundo la teoría de Darwin y Wallace. Darwin no estuvo presente. Ese mismo día, su esposa y él estaban enterrando a su hijo.
La presentación de la teoría de Darwin y Wallace fue una de las siete disertaciones de esa velada (una de las otras fue sobre la flora de Angola) y, si las treinta personas, mas o menos del público se dieron cuenta de que estaban siendo testigos del acontecimiento científico del siglo, no mostraron el menor indicio de ello. No hubo al final ningún debate. Tampoco atrajo el asunto mucha atención en otros círculos. Darwin comentó muy contento, más tarde, que sólo una persona, un tal profesor Haughton de Dublín, mencionó los dos artículos en letra impresa y su conclusión fue que «todo lo que era nuevo en ellos era falso y, todo lo que era verdad, era viejo».
Wallace, aún en Extremo Oriente se entero de estos acontecimientos mucho después de que se produjesen, pero fue notablemente ecuánime, y pareció complacerle el hecho de se le hubiese llegado a incluir Hasta se refirió siempre a la teoría como «darwinismo».
Quien no se mostró tan bien dispuesto a aceptar la reivindicación de prioridad de Darwin fue un jardinero escocés llamado Patrick Matthew 17 que, había planteado los principios de la selección natural más de veinte años antes, en realidad el mismo año en que Darwin se había hecho a la mar en el Beagle. Por desgracia, Mate había expuesto esas ideas en un libro titulado Naval Timber and Arboriculture [Madera Naval y Arboricultura], y no sólo le había pasado desapercibido a Darwin sino a todo el mundo. Matthew armó un gran escándalo, a través de tina carta a Gardener’s Chronícle, al ver que se honraba a Darwin en todas partes por una idea que en realidad era suya. Darwin se disculpó inmediatamente, aunque puntualizaba: «Creo que nadie se sorprenderá de que ni yo, ni al parecer ningún otro naturalista, se haya enterado de las ideas del señor Matthew, considerando la brevedad con que se expusieron y que aparecieron en el Apéndice a una obra sobre madera naval y arboricultura».
Wallace continuó otros cincuenta años en activo como naturalista v pensador, a veces muy bueno, pero fue perdiendo progresivamente prestigio en los medios científicos al interesarse por temas dudosos, como el espiritismo y la posibilidad de la existencia de vida en otras partes del universo. Así que la teoría pasó a ser, por defecto básicamente, sólo de Darwin.
A Darwin le atormentaron siempre sus propias ideas. Se calificaba a sí mismo de «capellán del diablo» 18 y decía que, al revelar la teoría, sintió «como si confesase un asesinato»19. Aparte de cualquier otra consideración, sabía que apenaba profundamente a su amada y devota esposa. Aun así, se lanzó a trabajar inmediatamente ampliando su manuscrito en una obra con extensión de libro. La tituló provisionalmente Un extracto de un ensayo sobre el origen de las especies y las variedades a través de la selección natural… título tan tibio y vacilante que su editor, John Murray, decidió hacer una tirada de sólo 500 ejemplares. Pero después de recibir el manuscrito, y un título algo más atractivo, Murray reconsideró el asunto y aumentó el número de ejemplares de la tirada inicial hasta los 1.250.
Aunque El origen de las especies tuvo un éxito comercial inmediato, tuvo bastante menos éxito de crítica. La teoría de Darwin planteaba dos problemas insolubles. Necesitaba mucho más tiempo del que lord Kevin estaba dispuesto a otorgarle y contaba con escaso apoyo en el testimonio fósil. ¿Dónde estaba, se preguntaban los críticos más sesudos, las formas transicionales que su teoría tan claramente exigía? Si la evolución estaba creando continuamente nuevas especies, tenía que haber, sin duda, muchísimas formas intermedias esparcidas por el registro fósil; y no las había. *
*Dio la casualidad deque, en 1861, cuando el debate estaba en su punto algido, apareció precisamente un testimonio. Unos obreros de Baviera encontraron los huesos de un antiguo arqueopterix, una criatura a medio camino entre un ave y un dinosaurio. (Tenía plumas, pero también tenía dientes.) Pero aunque era un hallazgo impresionante y providencial y su significado fue muy discutido, un solo descubrimiento difícilmente podía considerarse concluyente. (N del A).
En realidad, los testimonios fósiles con que se contaba entonces (y se contaría durante mucho tiempo después) no indicaban que hubiese habido vida antes de la famosa explosión cámbrica.
Pero ahora allí estaba Darwin, sin ninguna prueba, insistiendo en que los mares primitivos anteriores debían haber contado con vida abundante y que no se había encontrado aún porque no se había preservado, por alguna razón. Tenía que haber sido así sin duda, según Darwin. «De momento, la teoría ha de seguir sin poder explicarse;20 y eso debe alegarse, ciertamente, como argumento válido contra las ideas que aquí se sostienen», admitía con la mayor sinceridad. pero se negaba a aceptar una posibilidad alternativa. A modo de explicación especulaba21 (con inventiva, pero incorrectamente) que, tal vez, los mares precámbricos hubiesen estado demasiado limpios para dejar sedimentos y. por eso, no se hubiesen conservado fósiles.
Hasta los amigos más íntimos de Darwin se sentían atribulados por la poca seriedad que recelaban a su juicio algunas de sus afirmaciones. Adan Sedgwick, que había sido profesor suyo en Cambridge y le había llevado en una gira geológica por Gales en 1831 dijo que el libro le causaba «más dolor que placer». Louis Agassíz, el célebre paleontólogo suizo, lo desdeñó como una pobre conjetura. Hasta Lyell dijo lúgubremente «Darwin va demasiado lejos»
A T. H. Huxley no le agradaba la insistencia de Darwin en cantidades inmensas de tiempo geológico porque él era un saltacionista,2 lo que significa que creía en la idea de que los cambios evolutivos se producen no gradualmente sino de forma súbita. Los saltacicinistas (la palabra viene del latín saltatio que significa «salto») no podían aceptar que pudiesen surgir órganos complicados en etapas lentas. ¿De qué vale, en real dad, un décimo de ala o la mitad de un ojo? Esos órganos, pensaban, sólo tienen sentido si aparecen completos.
Esa creencia resultaba un poco sorprendente en un espíritu tan radical como Huxley porque recordaba mucho una idea religiosa, muy conservadora, que había expuesto por primera vez el teólogo inglés Willian Paley en 1802, conocida como el argumento del diseño. Paley sostenía que, si te encuentras un reloj de bolsillo en el suelo, aunque fuese el primero que vieses en tu vida, te darías cuenta inmediatamente de que lo había hecho un ser inteligente. Lo mismo sucedía, según él, con la naturaleza: su complejidad era prueba de que estaba diseñada. La idea tuvo mucha aceptación en el siglo XIX y también le causó problemas a Darwin «El ojo me da hasta hoy escalofríos»,24 reconocía en una carta a un amigo. En El origen de las especies acepta que «admito libremente que parece absurdo en el más alto grado posible» que la selección natural pudiese producir un instrumento así en etapas graduales.25
Aun así, y para infinita exasperación de sus partidarios, Darwin no sólo insistió en que todo cambio era gradual, sino que casi cada nueva' edición de El origen de las especies aumentaba la cantidad de tiempo que consideraba necesario para que la evolución pudiese progresar, lo que hacía que su propuesta fuese perdiendo cada vez más apoyo. «Al final según el científico y historiador Jeffrey Schwartz-, Darwin perdió casi todo el apoyo que aún conservaba26 entre las filas de sus colegas geólogos y naturalistas.»
Irónicamente, si consideramos que Darwin tituló su libro El origen de las especies, la única cosa que no podía explicar era cómo se originaban las especies. Su teoría postulaba un mecanismo que explicaba cómo una especie podía hacerse más fuerte, mejor o más rápida (en una palabra, más apta) pero no daba indicio alguno de cómo podía producirse una especie nueva. Fleeming Jenfrin, un ingeniero escocés, consideró el problema y apreció un fallo importante en el argumento de Darwin. Darwin creía que cualquier rasgo beneficioso que surgiese en una generación se transmitiría a las generaciones siguientes, fortaleciéndose así la especie. Jenkin señaló que un rasgo favorable en un progenitor se haría dominante en las generaciones siguientes, pero se diluiría en realidad a través de la mezcla. Si echas whisky en un vaso de agua, no reforzarás el whisky, lo harás más débil. Y si echas esa solución diluida en otro vaso de agua, se vuelve más débil aún. Así también, cualquier rasgo favorable introducido por un progenitor iría aguándose sucesivamente por los posteriores apareamientos hasta desaparecer del todo. Por tanto, la teoría de Darwin era una receta no para el cambio, sino para la permanencia. Podían producirse de vez en cuando casualidades afortunadas, pero no tardarían en esfumarse ante el impulso general a favor de que todo volviese a una situación de mediocridad estable. Para que la selección natural operase hacía falta un mecanismo alternativo no identificado.
Aunque ni Darwin ni nadie más lo supiera, a 1.200 kilómetros de distancia, en un tranquilo rincón de Europa central, un monje recoleto llamado Gregor Mendel estaba dando con la solución.
Mendel había nacido en 1822, en una humilde familia campesina de una zona remota y atrasada del Imperio austriaco situada en lo que es hoy la República Checa. Los libros de texto le retrataban en tiempos como un monje provinciano sencillo, pero perspicaz, cuyos descubrimientos fueron en gran medida fruto de la casualidad, resultado de fijarse en algunos rasgos interesantes de la herencia mientras cultivaba guisantes en el huerto del monasterio. En realidad, Mendel poseía formación científica (había estudiado física y matemáticas en el Instituto Filosófico de Olmütz y en la Universidad de Viena) y aplicó los criterios de la ciencia en todo lo que hizo. Además, el monasterio de Brno en el que vivió a partir de 1834 era reconocido como institución ilustrada. Tenía una biblioteca de 20.000 volúmenes y una tradición de investigación científica meticulosa.17
Mendel, antes de iniciar sus experimentos, pasó dos años preparando sus especímenes de control, siete variedades de guisantes, para asegurarse de que los cruces eran correctos. Luego, con la ayuda de dos ayudantes que trabajaban a jornada completa, cruzó y recruzó híbridos de 30.000 plantas de guisantes. Era una tarea delicada, que obligaba a los tres a esforzarse todo lo posible para evitar una fertilización cruzada accidental y para que no les pasase desapercibida cualquier leve variación en el desarrollo y la apariencia de semillas, vainas, hojas, rallos y flores. Mendel sabía bien lo que estaba haciendo.
Él no utilizó nunca la palabra «gen» (no se acuñó hasta 1913, en un diccionario médico inglés) aunque sí inventó los términos «dominante» y «recesivo». Lo que él demostró fue que cada semilla contenía dos «factores» o elemente, como los llamaba él uno dominante y otro recesivo) y que esos factores, cuando se combinaban, producían pautas de herencia predecibles.
Mendel convirtió los resultados en formulas matemáticas precisas. Dedicó ocho años en total a sus experimentos, luego confirmó los resultados obtenidos mediante otros experimentos similares con flores, trigo y otras plantas. En realidad, si hubiera que reprocharle algo, sería haber sido demasiado científico en su enfoque, pues, cuando presentó sus descubrimientos en 1865, en las reuniones de febrero y marzo de la Sociedad de Historia Natural de Brno, el público, compuesto por unas cuarenta personas, escuchó cortésmente pero no se conmovió lo mas mínimo, a pesar de que el cultivo de plantas era un tema que tenía un gran interés práctico para muchos de los miembros de la asociación.
Cuando se publicó el informe, Mendel envió enseguida un ejemplar de él al gran botánico suizo Karl-Wilheím von Nägeli, cuyo apoyo era casi vital para las perspectivas de la teoría. Desgraciadamente, Nägeli no fue capaz de darse cuenta de la importancia de lo que Mendel había descubierto. Le sugirió que intentase cruces con la vellosilla. Mendel obedeció servicialmente, pero no tardó en darse cuenta de que la vellosilla no tenía ninguno de los rasgos precisos para estudiar la herencia. Era evidente que Nägeli no había leído el artículo con atención o tal vez no lo había leído siquiera. Mendel, decepcionado, dejó de investigar la herencia y dedicó el resto de su vida a cultivar unas hortalizas excepcionales y a estudiar las abejas, los ratones y las manchas solares, entre otras muchas cosas. Acabaron nombrándole abad.
Los descubrimientos de Mendel no pasaron tan desapercibidos como se dice a veces. Su estudio mereció una elogiosa entrada en la Encyclopaedia Britannica (que era entonces un registro científico más sobresaliente de lo que es ahora) y apareció citado varias veces en un importante artículo del alemán Wilhelm Olbers Focke. De hecho, que las ideas de Mendel nunca llegasen a hundirse bajo la línea de flotación del pensamiento científico fue lo que permitió que se recuperasen tan rápido cuando el mundo estuvo preparado para ellas.
Darwin y Medel establecieron los dos juntos sin saberlo los cimientos de todas las ciencias de la vida del siglo XX. Darwin percibió que rodos los seres vivos están emparentados, que en última instancia «su ascendencia se remonta a un origen único común», la obra de Mendel aportó el mecanismo que permitía explicar cómo podía suceder eso. Es muy posible que Darwin y Mendel se ayudasen mutuamente, Mendel tenía una edición alemana del El origen de las especies, que se sabe que había leído, así que debió de darse cuenta de que sus trabajos se complementaban con los de Darwin, pero parece que no hizo ningún intento de ponerse en contacto con él. Y Darwin, por su parte, se sabe que estudió el influyente artículo de Focke28 con sus repetidas alusiones a la obra de Mendel, pero no las relacionó con sus propios estudios.
Curiosamente, hay algo que todo el mundo piensa que se expone en la teoría de Darwin (que los humanos descendemos de los monos), pero esta idea no aparece en su obra más que como una alusión sobre la marcha. Aun así, no hacía falta forzar mucho la imaginación para darse cuenta de lo que implicaban las teorías de Darwin en relación con el desarrollo humano, y el asunto se convirtió enseguida en tema de conversación.
El enfrentamiento se produjo el sábado 30 de junio de 1860 en una reunión de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia en Oxford. Robert Chambers,29 autor de Vestige of The Natural History of Creation, había instado a asistir a Huxley; que desconocía la relación de Chambers con ese libro polémico. Darwin no asistió, como siempre. La reunión se celebró en el Museo Zoológico de Oxford. Se apretujaron en el recinto más de mil personas; hubo que negar el acceso a centenares de personas más. La gente sabía que iba a suceder algo importante, aunque tuvieran que esperar antes a que un soporífero orador llamado John William Draper, de la Universidad de Nueva York, dedicase valerosamente dos horas a exponer con escasa habilidad unos comentarios introductorias30 sobre «El desarrollo intelectual de Europa, considerado en relación con las ideas del señor Darwin».
Finalmente, pidió la palabra el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce. Había sido informado (o así suele suponerse) por el ardiente antidarwiniano Richard Owen, que había estado en su casa la noche anterior; Como casi siempre ocurre con acontecimientos que acaban en un alboroto, las versiones de qué fue exactamente lo que sucedió varían en extremo. Según la versión más popular, Wilberforce, cuando estaba en plena disertación, se volvió a Huxley con una tensa sonrisa y le preguntó si se consideraba vinculado a los monos a través de su abuelo o de su abuela. El comentario pretendía ser, sin duda, una ocurrencia graciosa, pero se interpretó como un gélido reto. Huxley según su propia versión, se volvió a la persona que estaba a su lado v murmuró: «El Señor le ha puesto en mis manos», luego se levantó con visible alegría.
Otros, sin embargo, recordaban a Huxley temblando de cólera e indignación. Lo cierto es que proclamó que prefería declararse pariente de un mono antes que de alguien que utilizaba su posición eminente para decir insensateces, que revelaban una profunda falta de información en lo que se suponía que era un foro científico serio. Semejante respuesta era una impertinencia escandalosa, así como una falta de respeto al cargo que ostentaba Wilberforce, y el acto se convirtió inmediatamente en un tumulto. Una tal lady Brewster se desmayó. Robert FitzRoy, el compañero de Darwin en el Beagle de veinticinco años atrás, vagaba por el salón sosteniendo en alto una biblia y gritando: «¡El libro, el Libro!». (Estaba allí para presentar un artículo sobre las tormentas en su calidad de director de un Departamento Meteorológico recién creado, Curiosamente, cada uno de los dos bandos proclamaría después que había derrotado al otro.
Darwin haría por fin explícita su creencia en nuestro parentesco con los simios en La descendencia humana y la selección sexual en 1871. Se trataba de una conclusión audaz, porque no había nada en el registro fósil que apoyara semejante idea. Los únicos restos humanos antiguo conocidos por entonces eran los famosos huesos de Neardental, de Alemania, y unos cuantos fragmentos dudosos de mandíbulas, y muchas autoridades en la materia se negaban incluso a creer en su antigüedad. La descendencia humana y la selección sexual era un libro mucho mas polémico que El origen de las especies, pero en la época de su aparición el mundo se había hecho menos excitable y los argumentos que en él se exponían causaron mucho menos revuelo.
Darwin pasó, sin embargo, sus últimos años dedicado mayoritariamente a otros proyectos, casi ninguno de los cuales se relacionaba, salvo de forma tangencial, con el tema de la selección natural. Pasó periodos asombrosamente largos recogiendo excrementos de aves, examinando sus contenidos con el propósito de determinar cómo se difundían las semillas entre continentes, y dedicó varios años más a investigar la conducta de los gusanos. Uno de sus experimentos consistió en tocarles el piano,31 no para entretenerlos sino para estudiar qué efectos tenían en ellos el sonido y la vibración. Fue el primero en darse cuenta de la importancia vital que tienen los gusanos para la fertilidad del suelo. «Se puede considerar dudoso que haya habido muchos otros animales que hayan tenido un papel tan importante en la historia del mundo», escribió en su obra maestra sobre el tema, The Formation of vegentables Mound Through the Action of Worms [Formación de la capa vegetal por la acción de los gusanos] (1881), que fue en realidad más popular de lo que lo había llegado a ser E/origen de Lis especies. Otros libros suyos son Fecundación de las orquídeas por los insectos (publicada en inglés en 1862), Expresión de las emociones en e/hombre y' en/os anima/es (en inglés, 1872), del que se vendieron casi 5.300 ejemplares el primer día de su publicación, Los efectos de la fecundación cruzada y de la autofecundación en el reino vegetal (en inglés, 1876) (un tema increíblemente próximo a los trabajos de Mendel, pero en el que no llegó a proponer en modo alguno ideas similares) y The Power of Movement in Plants [El poder del movimiento de las plantas]. Finalmente, aunque no sea por ello menos importante, dedicó mucho esfuerzo a estudiar las consecuencias de la endogamia, un tema por el que tenía un interés personal. Se había casado con una prima suya,31 así que sospechaba sombríamente que cierros defectos físicos y mentales de sus hijos se debían a una falta de diversidad en su árbol genealógico.
A Darwin se le honró a menudo en vida, pero nunca por El origen de las especies33 o La descendencia humana y la selección sexual. Cuando la Real Sociedad le otorgó la prestigiosa Copley Medal fue por sus trabajos en geología, zoología y botánica, no por sus teorías evolucionistas, y la Sociedad Linneana tuvo a bien, por su parte, honrar a Darwin sin abrazar por ello sus ideas revolucionarias. Nunca se le nombró caballero, aunque se le enterró en la abadía de Westminster, al lado de Newton. Murió en Down en abril de 1882. Mendel murió dos años después.
La teoría de Darwin no alcanzó, en realidad, una amplia aceptación hasta las décadas de los treinta y los cuarenta,34 con el desarrollo de una teoría perfeccionada denominada, con cierta altivez, la Síntesis Moderna, que complementaba las ideas de Darwin con las de Mendel y otros. También en el caso de Mendel fue póstumo el reconocimiento, aunque llegó un poco antes. En 1900, tres científicos que trabajaban independientemente en Europa redescubrieron la obra de Mendel más o menos a la vez. Como uno de ellos, un holandés llamado Hugo de Vries, parecía dispuesto a atribuirse las ideas de Mendel,35 surgió un rival que dejó ruidosamente claro que el honor correspondía al monje olvidado.
El mundo estaba (aunque no del todo) preparado para empezar a entender cómo llegamos aquí; cómo nos hicimos unos a otros. Resulta bastante asombroso pensar que, a principios del siglo XX y durante algunos años más, las mentes científicas más preclaras del mundo no podían decirte, de una forma verdaderamente significativa, de dónde vienen los niños.
Y hay que tener en cuenta que se trataba de hombres que creían que la ciencia había llegado casi al final.
Retrocede en el tiempo y esas deudas ancestrales empezaran a sumar-se. Con que retrocedas sólo unas ocho generaciones, hasta la época en que nacieron Charles Darwin v Abraham Lincoln, encontraras a unas 250 personas de cuyas uniones en el momento oportuno depende tu existencia. Si sigues más atrás, hasta la época de Shakespeare y de los peregrinos del Mayfiower; y tendrás como mínimo 16.384 ancestros intercambiando afanosamente material genético de una forma cuyo resultado final y milagroso eres tú.
Veinte generaciones atrás, el número de personas que procrearon en beneficio tuyo se ha elevado a 1.048.576. Cinco generaciones antes cíe eso, habrá como mínimo 33.554.431 hombres y mujeres de cuyos ardorosos acoplamientos depende tu existencia. Treinta generaciones atrás, tu número total de antepasados -recuerda que no se trata de primos, tíos y otros parientes intrascendentes, sino sólo de padres y padres de padres en una línea que lleva indefectiblemente a ti es de más de [.000 millones (1.073.741.824, para ser exactos 1. Si retrocedieses 64 generaciones, hasta la época de los romanos, el número de personas de cuyos esfuerzos cooperativos depende tu eventual existencia se ha elevado hasta la cifra aproximada de un trillón, que es varios miles de veces el número total de personas que han vivido.
Es evidente que hay algo que está mal en las cuentas que hemos hecho. Tal vez te interese saber que el problema se debe a que tu línea no es pura. No podrías estar aquí sin un poco de incesto (en realidad, sin mucho), aunque se guardase una distancia genéticamente prudencial. Con tantos millones de antepasados en tu estirpe, habrá habido muchas ocasiones en las que un pariente de la familia de tu madre procrease con algún primo lejano de la familia de tu padre. En realidad, si tienes como pareja a alguien de tu propia raza y de tu país, hay grandes posibilidades de que estéis emparentados en cierta medida. De hecho, si miras a tu alrededor en el autobús, en un parque, en un café o en cualquier lugar concurrido, la mayoría de las personas que veas será probablemente pariente tuvo. Cuando alguien presuma delante de ti de que es descendiente de Shakespeare o de Guillermo el Conquistador, deberías responder inmediatamente: «¡N›o también!». Todos somos familia en el sentido más fundamental y más literal.
Somos también asombrosamente parecidos. Compara tus genes con los de cualquier otro ser humano y serán iguales en un ~9,9 ~0 como media. Eso es lo que nos convierte en una especie. Esas pequeñas diferencias del 0,1 restante («una base de nucleótido de cada mil, aproximadamente»,' por citar al genetista inglés y reciente premio Nobel John Sulston) son las que nos dotan de nuestra individualidad. Es mucho lo que se ha hecho en años recientes para determinar la estructura del genoma humano. En realidad, no existe «el» genoma humano, los genomas humanos son todos diferentes. Si no fuese así seríamos todos idénticos. Son las interminables recombinaciones de nuestros genomas (cada uno de ellos casi idéntico a los demás, pero no del todo› las que nos hacen lo que somos, como individuos v también como especie.
¿Pero qué es exactamente eso que llamamos genoma? Y, puestos va a preguntar, ¿qué son los genes? Bueno, empecemos de nuevo con una célula. Dentro de la célula hay un núcleo y dentro de cada núcleo están los cromosomas, 46 hacecillos de complejidad, de los que 23 proceden de tu madre y 23 de tu padre. Con muy pocas excepciones, todas las células de tu cuerpo (99,999% de ellas, digamos) llevan la misma dotación de cromosomas. (Las excepciones son las células rojas de la sangre, algunas del sistema inmune y las células del óvulo y del esperma que, por diversas razones organizativas, no portan el bagaje genético completo.) Los cromosomas constituyen el manual completo de instrucciones necesario para hacerte v mantenerte v están formadas por largas hebras de esa pequeña maravilla química llamada ácido desoxirribonucleico o ADN, al que se ha calificado de «la molécula más extraordinaria de la Tierra».
El ADN sólo existe por una razón: crear más ADN. Y tienes un montón dentro de ti: casi dos metros de él apretujado dentro de cada célula. Cada fragmento de ADN incluye unos 3.200 mil Iones de letras de código, suficiente para proporcionar 10 3.480.000.000 combinaciones posibles, con la «garantía de que serán únicas Frente a todas las posibilidades concebibles»,3 en palabras de Christian de Duve. Son muchísimas posibilidades, un uno seguido de más de 3.000 millones de ceros. «Harían falta más de 5.000 libros de extensión media sólo para imprimir esa cifra» comenta De Duve. Mírate al espejo y reflexiona sobre el hecho de que estás contemplando 10.000 billones de células y que casi todas ellas contienen dos metros de ADN densamente compactado. Empieza a apreciar la cantidad de ese material que llevas contigo por ahí. Si se juntara todo tu ADN en una sola fina hebra, habría suficiente para estirarlo desde la Tierra hasta la Luna y volver NO una o dos veces, sino una v otra v otra vez.4 En toral podrías tener empaquetados dentro de ti, según un cálculo, hasta 20 millones de kilómetros de ADN.5
En resumen, a tu cuerpo le encanta hacer ADN, y sin él no podrías vivir. Sin embargo, el ADN no está vivo. Ninguna molécula lo está, pero el ADN está, como si dijésemos, especialmente «no vivo «. Figura «entre las moléculas químicamente inertes menos reactivas del mundo viviente ‹›9 e en palabras del genetista Richard Lewontin. Por eso es por lo que se puede recuperar de fragmentos de semen o sangre que llevan mucho tiempo secos en las investigaciones policiales y se extrae de los huesos de los antiguos neandertales. También explica eso por que tardaron tanto los científicos en entender cómo una sustancia desconcertantemente discreta tan sin vida, en un palabra) podía encontrarse en el meollo mismo de la propia vida.
El ADN es una entidad conocida hace más tiempo del que podrías pesar Lo descubrió, en 1869 nada menos) Johann Friedrich Miescher un científico suizo que trabajaba en la Universidad de Tubinga, en Alemania. Cuando examinaba pus de vendajes quirúrgicos, al microscopio, encontró una sustancia que no identificó y a la que llamó nucleína (porque residía en los núcleos de las células). Miescher hizo poco más por entonces que reseñar su existencia, pero es evidente que la nucleína permaneció grabada en su mente porque veintitrés años después, en una carta a un tío suyo, planteó la posibilidad de que aquellas moléculas pudieran ser los agentes básicos de la herencia. Era una intuición extraordinaria, pero se adelantaba tanto a las necesidades científicas de la época que no atrajo la menor atención.
Durante la mayor parte del medio siglo siguiente, el criterio general era que aquel material (llamado ácido desoxirribonucleico o ADN› tenía como máximo un papel subsidiario en cuestiones de herencia. Era demasiado simple. No tenía más que cuatro componentes básicos, llamados nucleótidos, lo que era como tener un alfabeto de sólo cuatro letras. ¿Cómo se iba a poder escribir la historia de la vida con un alfabeto tan rudimentario? (La respuesta es que lo haces de un modo muy parecido al que utilizas para crear mensajes complejos con los simples puntos v rayas del código Morse: combinándolos. El ADN no hacía nada en absoluto, que se supiera.8 Estaba simplemente instalado allí en el núcleo, tal vez ligando el cromosoma de algún modo, añadiendo una pizca de acidez cuando se lo mandaban o realizando alguna otra tarea trivial que aún no se le había ocurrido a nadie. Se creía que la necesaria complejidad tenía que estar en las proteínas del núcleo.9
El hecho de desdeñar el ADN planteaba, sin embargo, dos problemas. Primero, había tanto (casi dos metros en cada núcleo) que era evidente que las células lo estimaban mucho y que tenía que ser importante para ellas. Además, seguía apareciendo, como el sospechoso de un crimen no aclarado, en los experimentos. En dos estudios en particular, uno sobre la bacteria Pneumococcus y otro sobre bacteriófagos (virus que infectan bacterias), el ADN demostró tener una importancia que sólo se podía explicar si su papel era más trascendental de lo que los criterios imperantes admitían. Las pruebas parecían indicar que el ADN participaba de algún modo en la formación de proteínas, un proceso decisivo para la vida, pero estaba también claro que las proteínas se hacían fuera del núcleo, bien lejos del ADN que dirigía supuestamente su ensamblaje.
Nadie podía entender cómo era posible que el ADN enviase mensajes a las proteínas. Hoy sabemos que la respuesta es el ARN, o ácido ribonucleico, que actúa como intérprete entre los dos. Es una notable rareza de la biología que el ADN y las proteínas no hablen el mismo idioma. Durante casi 4.000 millones de años han protagonizado la gran actuación en pareja del mundo viviente y, sin embargo, responden a códigos mutuamente incompatibles, como si uno hablase español y el otro hindi. Para comunicarse necesitan un mediador en la forma de ARN. El ARN, trabajando con una especie de empleado químico llamado ribosoma, les traduce a las proteínas la información de una célula de ADN a un lenguaje comprensible para ellos para que puedan utilizarla.
Pero, a principios de 1900, que es cuando reanudamos nuestra historia, estábamos aún muy lejos de entender eso o, en realidad, cualquier cosa que tuviese que ver con el confuso asunto de la herencia.
Estaba claro que hacían falta experimentos ingeniosos e inspirados. Afortunadamente, la época produjo a un joven con la diligencia y la aptitud precisas para hacerlos. Ese joven se llamaba Thomas Hunt Morgan y, en 1904, justo cuatro años después del oportuno redescubrimiento de los experimentos de Mendel con plantas de guisantes y todavía casi una década antes de que gen se convirtiera siquiera en una palabra, empezó a hacer cosas notablemente nuevas con los cromosomas.
Los cromosomas se habían descubierto por casualidad en 1888 y se llamaron así porque absorbían enseguida la tintura, eran fáciles de ver al microscopio. En el cambio de siglo existía va la firme sospecha de que participaban en la transmisión de rasgos, pero nadie sabía cómo hacían eso, o incluso si realmente lo hacían.
Morgan eligió como tema de estudio una mosca pequeña y delicada, llamada oficialmente Drosophilia melanogaster, conocida como la mosca de la fruta (del vinagre, el plátano o la basura). Casi todos nosotros estamos familiarizados con Drosophila, que es ese insecto frágil e incoloro que parece tener un ansia compulsiva de ahogarse en nuestras bebidas. Las moscas de la fruta tenían ciertas ventajas muy atractivas como especímenes de laboratorio; no costaba casi nada alojarías y alimentarlas, se podían criar a millones en botellas de leche, pasaban del huevo a la paternidad en diez días o menos y sólo tenían cuatro cromosomas, lo que mantenía las cosas convenientemente simples.
Morgan y su equipo trabajaban en un pequeño laboratorio (que pasó a conocerse, inevitablemente, como el Cuarto de las Moscas)10 de Schermerhorn, en la Universidad de Columbia, Nueva York. Se embarcaron allí en un programa de r«producción v cruce con millones de moscas ‹un biógrafo habla de miles de millones, pero probablemente sea una exageración›, cada una de las cuales tenía que ser capturada con pinzas v examinada con una lupa de joyero para localizar pequeñas variaciones en la herencia. Intentaron, durante seis años, producir mutaciones por todos los medios que se les ocurrieron (liquidando las moscas con radiación v rayos X, criándolas en un medio de luz brillante y de oscuridad, asándolas muy despacio en hornos, haciéndolas girar demencialmente en centrifugadores), pero nada resultó. Cuando Morgan estaba ya a punto de renunciar se produjo una mutación súbita y repetible: una mosca tenía los ojos de color blanco en vez del rojo habitual. Después de este éxito, Morgan y sus ayudantes consiguieron generar provechosas deformidades que les permitieron rastrear un rasgo a lo largo de sucesivas generaciones. Pudieron determinar así las correlaciones entre características particulares y cromosomas individuales, llegando a demostrar, por fin, para satisfacción de casi todo el mundo, que los cromosomas eran una de las claves de la herencia.
Pero seguía en pie el problema en el nivel siguiente de la herencia: los enigmáticos genes y el ADN del que se componían. Estos eran mucho más difíciles de aislar y de entender. Todavía en 1 933, cuando se concedió a Morgan el premio Nobel por sus trabajos, había muchos investigadores que no estaban convencidos de que los genes existiesen siquiera. Como comentó Morgan en la época, no había coincidencia alguna «sobre lo que son los genes… si son reales o puramente imaginarios»11 Puede parecer sorprendente que los científicos fuesen capaces de resistirse a aceptar la realidad física de algo tan fundamental para la actividad celular; pero, como señalan Wallace, King y Sanders en Biología molecular y herencia: la ciencia de la vida (esa cosa rarísima: un libro de texto legible), hoy nos hallamos en una situación parecida respecto a procesos mentales como el pensamiento o la memoria.' Sabemos que los tenemos, claro, pero no sabemos qué forma física adoptan, si es que adoptan alguna. Lo mismo sucedió durante mucho tiempo con los genes. La idea de que podías sacar uno de tu cuerpo y llevártelo para estudiarlo era tan absurda para muchos de los colegas de Morgan como la idea de que los científicos pudiesen hoy capturar un pensamiento descarriado y examinarlo al microscopio.
De lo que no cabía la menor duda era de que algo relacionado con los cromosomas estaba dirigiendo la reproducción celular Por último, en 1944, después de quince años de trabajos, un equipo del Instituto Rockefeller de Manhattan, dirigido por un canadiense inteligente pero tímido, Oswald Avery, consiguió demostrar, con un experimento de una delicadeza extraordinaria, en el que se convirtió en permanentemente infecciosa una cepa inocua de bacterias, cruzándola con ADN distinto, que el ADN era mucho más que una molécula pasiva y que se trataba, casi con seguridad, del agente activo de la herencia. Más tarde un bioquímico de origen austriaco, Erwin Chargaff, afirmó con toda seriedad que el descubrimiento de Avery merecía dos premios Nobel.13
Desgraciadamente se opuso a Avery uno de sus propios colegas del instituto, un entusiasta de las proteínas, terco y desagradable, llamado Alfred Mirsky, que hizo cuanto pudo por desacreditar su obra, llegando incluso a presionar a las autoridades del Instituto Karolinska de Estocolmo para que no dieran a Avery el premio Nobel.14 Avery tenía por entonces sesenta y seis años y estaba cansado. Incapaz de afrontar la tensión y la polémica, dimitió de su cargo y nunca más volvió a pisar un laboratorio. Pero otros experimentos efectuados en otras partes respaldaron abrumadoramente sus conclusiones y no tardó en iniciarse la carrera para hallar la estructura del ADN.
Si hubieses sido una persona aficionada a las apuestas a principios de la década de los años cincuenta, casi habrías apostado tu dinero a Linus Pauling, del Instituto Tecnológico de California, el químico más sobresaliente del país, como descubridor de la estructura del ADN. Pauling no tenía rival en la tarea de determinar la arquitectura de las moléculas v había sido un adelantado en el campo de la cristalografía de rayos X, una técnica que resultaría crucial para atisbar el corazón del ADN. Obtendría, en una trayectoria profesional extraordinariamente distinguida, dos premios Nobel ‹de Química en 1954 y de la Paz en 1962), pero con el ADN acabó convenciéndose de que la estructura era una hélice triple, no una doble, y nunca consiguió llegar a dar del todo con el procedimiento adecuado. La victoria no le correspondería a él, sino a un cuarteto inverosímil de científicos de Inglaterra que no trabajaban como equipo, se enfadaban a menudo, no se hablaban y eran mayoritariamente novatos en ese campo.
El que más se aproximaba a la condición de cerebrito convencional era Mauríce Wilkins, que había pasado gran parte de la Segunda Guerra Mundial ayudando a proyectar la bomba atómica. Dos de los otros, Rosalind Franklin y Francis Crick, habían pasado los años de la guerra trabajando para el Gobierno británico en minas… Crick en las que explotaban, Franklin en las que producían carbón.
El menos convencional de los cuatro era lames Watson, un niño prodigio estadounidense que ya se había distinguido de muchacho como participante en un programa de radio muy popular llamado The Quiz Kids 15 (y podría así afirmar haber inspirado, al menos en parte, algunos de los miembros de la familia Glass de Frannie and Zooey y otras obras de J. D. Salinger) y que había ingresado en la Universidad de Chicago cuando sólo tenía quince años. Había conseguido doctorarse a los veintidós y ahora estaba trabajando en el famoso Laboratorio Cavendish de Cambridge. En 1951 era un joven desgarbado de veintitrés años, con un cabello tan asombrosamente vivaz que parece en las fotos estar esforzándose por pegarse a algún potente imán que queda justo fuera de la imagen.
Crick, doce años más viejo y aún sin un doctorado, era menos memorablemente hirsuto y un poco más campestre. En la versión de Watson se le presenta como tempestuoso, impertinente, amigo de discutir; impaciente con el que no se apresurase a compartir una idea y constantemente en peligro de que le pidiesen que se fuese a otro sitio. No tenía además una formación oficial en bioquímica.
La cuestión es que supusieron (correctamente, como se demostraría› que, si se podía determinar la forma de la molécula de ADN, se podría ver cómo hacía lo que hacía. Parece ser que tenían la esperanza de conseguir esto haciendo el menor trabajo posible aparte de pensar, y eso no más de lo estrictamente necesario. Como Watson comentaría alegremente (aun-que con una pizca de falsedad) en su libro autobiográfico La doble hélice, «yo albergaba la esperanza de poder resolver lo del gen sin tener que aprender química» 6 En realidad, no tenían asignada la tarea de trabajar en el ADN y, en determinado momento, les dieron orden de dejar de hacerlo.
En teoría, Watson estaba estudiando el arte de la cristalografía y, Crick, terminando una tesis sobre la difracción de rayos X en las grandes moléculas.
Aunque a Crick y a Watson se les atribuyó en las versiones populares casi todo el mérito de haber aclarado el misterio del ADN, su descubrimiento tuvo como base crucial el trabajo experimental de sus rivales› que obtuvieron sus resultados «fortuitamente»,17 según las diplomáticas palabras de la historiadora Lisa Jardine. Muy por delante de ellos, al menos al principio, se encontraban dos académicos del Colegio King de Londres, Wilkins y Franklin.
Wilkins, oriundo de Nueva Zelanda, era un personaje retraído, casi hasta el punto de la invisibilidad. Un documental del Public Broadcasting Service estadounidense de 1998, sobre el descubrimiento de la estructura del ADN (una hazaña por la que compartió el premio Nobel con Crick y Watson), conseguía pasarle por alto del todo.
Franklin era el personaje más enigmático de todos ellos. Watson, en La doble hélice, hace un retrato nada halagador18 de ella en el que dice que era una mujer muy poco razonable, reservada, que siempre se negaba a cooperar y (esto parecía ser lo que más le irritaba) casi deliberadamente antierótica. Él admitía que «no era fea y podría haber sido bastante sensacional si se hubiese tomado un mínimo de interés por la ropa», pero en esto frustraba todas las expectativas. Nunca usaba ni siquiera barra de labios, comentaba asombrado, mientras que su sentido del atuendo «mostraba toda la imaginación de las adolescentes inglesas que se las dan de intelectuales».
Sin embargo, tenía las mejores imágenes que existían de la posible estructura del ADN, conseguidas por medio de la cristalografía de rayos X, la técnica perfeccionada por Linus Pauling. La cristalografía se había utilizado con éxito para cartografiar átomos en cristales (de ahí «cristalografía»), pero las moléculas de ADN eran un asunto mucho más peliagudo. Sólo Franklin estaba consiguiendo buenos resultados de1 proceso pero, para constante irritación de Wilkins, se negaba a compartir sus descubrimientos.
* En 1968 Harvard Universiry Press canceló la publicación de La doble hélice después de que Crick y Wilkins se quejasen de la caracterización que se hacía de ellos, que Lisa Jardine ha calificado de «gratuitamente ofensiva».19 Las descripciones que hemos mencionado se corresponden con las que hizo Watson después de suavizar sus comentarios. (N. del A.)
No se le puede echar a Franklin toda la culpa por no compartir cordialmente sus descubrimientos. A las mujeres se las trataba en el Colegio King en la década de los años cincuenta con un desdén formalizado que asombra a la sensibilidad moderna len realidad, a cualquier sensibilidad. Por muy vete ranas que fuesen o mucho prestigio que tuviesen no se les daba acceso al comedor del profesorado y tenían que comer en una habitación más funcional, que hasta Watson admitía que era deprimentemente carcelaria». Además la presionaban sin parar a veces, la acosaban activamente) para que compartiera sus resultados con un trío de hombres cuya ansía desesperada de echarles un vistazo raras veces iba acompañada de cualidades más atractivas, como el respeto. «Por desgracia, creo que siempre adoptábamos digamos que una actitud paternalista con ella», recordaría más tarde Crick. Dos de aquellos hombres eran de una institución rival v el tercero se alineaba más o menos abiertamente con ellos. No debería haber sorprendido a nadie que ella guardase bien cerrados sus resultados.
Que Wílkins v Franklin no congeniasen fue un hecho que Watson y Crick parece ser que explotaron en beneficio propio. Aunque estaban adentrándose con bastante desvergüenza en territorio de Wilkins, era con ellos con los éste se alineaba cada vez más… 1(5 que no tiene nada de sorprendente sí consideramos que la propia Franklin estaba empezando a actuar de una forma decididamente extraña. Aunque los resumidos que había obtenido dejaban muy claro que el ADN tenía forma helicoidal, ella les decía a todos insistentemente que no la tenía. En el verano de 1952, hemos de suponer que para vergüenza y desánimo de Wilkins. Franklin colocó una nota burlona2 en el departamento de física del Colegio King que decía: «Tenemos que comunicarles, con gran pesar, la muerte, el viernes 18 de julio de 1951, de la hélice del ADN… Se espera que el doctor M. H. F. Wilkíns diga unas palabras en memoria de la hélice difunta».
El resultado de todo esto fue que, en enero de 1953 Wílkins mostró a Watson las imágenes de Franklin. «Al parecer, sin que ella lo supiese ni lo consintiese.»21 Sería muy poco considerar esto una ayuda significativa. Años después, Watson admitiría que «fue el acontecimiento clave… 1105 movilizó».22 Watson y Crick, armados con el conocimiento de la forma básica de la molécula de ADN y algunos elementos importantes de sus dimensiones, redoblaron sus esfuerzos. Ahora todo parecía ir a su favor Pauling se disponía a viajar a Inglaterra para asistir a una conferencia, en la que se habría encontrado con toda probabilidad con Wilkins y se habría informado lo suficiente para corregir los errores conceptuales que le habían inducido a seguir una vía errónea de investigación, pero todo esto sucedía en la era McCarthy, así que Pauling fue detenido en el aeropuerto de Idlewild, en Nueva York, y le confiscaron el pasaporte, basándose en que tenía un carácter demasiado liberal para que se le pudiera permitir viajar al extranjero. Crick y Watson tuvieron, además, la oportuna buena suerte de que el hijo de Pauling estuviese trabajando en el Laboratorio Cavendish y de que les mantuviese inocentemente bien informados de cualquier noticia o acontecimiento.
Watson y Crick, que aún se enfrentaban a la posibilidad de que se les adelantasen en cualquier momento, se concentraron febrilmente en el problema. Se sabía qué el ADN tenía cuatro componentes químicos (llamados adenina, guanina, citosina y tiamina) y que esos componentes se emparejaban de formas determinadas. Así que, jugando con piezas de cartón cortadas según la forma de las moléculas, Watson y Crick consiguieron determinar cómo encajaban las piezas. A partir de ahí construyeron un modelo tipo Mecano (tal vez el más famoso de la ciencia moderna›, que consistía en placas metálicas atornilladas en una espiral, e invitaron a Wilkins, a Franklin y al resto del mundo a echarle un vistazo. Cualquier persona informada podía darse cuenta inmediatamente de que habían resuelto el problema. Era sin duda un brillante ejemplo de trabajo detectivesco, con o sin la ayuda de la imagen de Franklin.
La edición del 25 de abril de Nature incluía un artículo de 900 palabras de Watson y Crick, titulado («Una estructura para el ácido desoxirribonucleico».23 Iba acompañado de artículos independientes de Wilkins y Franklin. Era un momento en el que estaban sucediendo acontecimientos de gran importancia en el mundo (Edmund Hillary estaba a punto de llegar a la cima del Everest, e Isabel II a punto de ser coronada reina de Inglaterra), así que el descubrimiento del secreto de la vida pasó casi desapercibido. Se hizo una pequeña mención en el New Chronicle y fue, por lo demás, ignorado.24
Rosalind Franklin no compartió el premio Nobel. Murió de cáncer de ovarios con sólo treinta y siete años, en i 958, cuatro años antes de que se otorgara el galardón. Los premios Nobel no se conceden a título póstumo. Es casi seguro que el cáncer se debió a una exposición crónica excesiva a los rayos X en su trabajo, que podría haberse evitado. En la reciente biografía, muy alabada, que de ella ha hecho Brenda Maddox, se dice que Franklin raras veces se ponía el delantal de plomo y era frecuente que se pusiese despreocupadamente delante de un haz de rayos.25 Oswald Avery tampoco llegó a conseguir un Nobel y la posteridad apenas se acordó de él, aunque tuviese por lo menos la satisfacción de vivir justo lo suficiente para ver confirmados sus hallazgos. Murió en 1955.
El descubrimiento de Watson y Crick no se confirmó, en realidad, hasta la década los años ochenta. Como dijo Crick en uno de sus libros: «Hicieron falta veinticinco años para que nuestro modelo de ADN pasase de ser sólo bastante plausible a ser muy plausible…26 y de ahí, a ser casi con seguridad correcto».
Aun así, una vez aclarada la estructura del ADN, los avances en genética fueron rápidos y, en 1968, la revista Science pudo publicar un articulo titulado «Así es como era la biología»,– donde se aseguraba (parece casi imposible, pero es cierto) que la tarea de la genética estaba casi tocando a su fin.
En realidad casi no se había hecho más que empezar, claro. Hoy día incluso hay muchas peculiaridades del ADN que apenas entendemos, entre ellas por qué hay gran porcentaje que no parece hacer nada en realidad. El 97% de tu ADN consiste en largas extensiones de materia extraña sin sentido… «basura» o «ADN sin código» como prefieren decir los bioquímicos. Sólo aquí y allá, a lo largo de cada filamento, encuentras secciones que controlan y organizan funciones vitales. Se trata de los curiosos genes, tan esquivos y escurridizos durante mucho tiempo.
Los genes no son nada más (ni menos) que instrucciones para hacer proteínas. Esto lo hacen con una fidelidad monótona y segura. En este sentido, son más bien como las teclas de un piano, que cada una de ellas da sólo una nota y nada más28 lo que es evidentemente un poco monótono. Pero, si combinas los genes, igual que haces con las notas del piano, puedes crear acordes y melodías de infinita variedad. Pon juntos todos esos genes y tendrás (continuando la metáfora) la gran sinfonía de la existencia, conocida como el genoma humano.
Un medio alternativo y más común de enfocar el genoma es como un manual de instrucciones para el cuerpo. Visto de ese modo, podemos imaginar los cromosomas como los capítulos de un libro y los genes como instrucciones individuales para hacer proteínas. Las palabras con las que están escritas las instrucciones se llaman codones y las letras se llaman bases. Las bases (las letras del alfabeto genético) consisten en los cuatro nucleótidos mencionados anteriormente: adenina, tiamina, guanina y citosina. A pesar de la importancia de lo que hacen, estas sustancias no están compuestas de nada exótico. la guanina, por ejemplo, es el mismo material que abunda en el guano,29 que le da su nombre.
La forma de una molécula de ADN es, como todo el mundo sabe, bastante parecida a una escalera de caracol o una escala de cuerda retorcida: la famosa doble hélice. Los soportes verticales de esa estructura están hechos de un tipo de azúcar llamado «desoxirribosa» y toda la hélice es un ácido nucleico, de ahí el nombre de «ácido desoxirribonucleico». Los travesaños (o escalones) están formados por dos bases que se unen en el espacio intermedio, y sólo pueden combinarse de dos modos: la guanina está siempre emparejada con la citosina y la tiamina siempre con la adenina. El orden en el que aparecen esas letras, cuando te desplazas hacia arriba o hacia abato por la escalera, constituye el código del ADN; descubrirlo ha sido la tarea del Provecto Genoma Humano.
Pues bien, la espléndida particularidad del ADN reside en su forma de reproducirse. Cuando llega la hora de producir una nueva molécula de ADN, los dos filamentos se abren por la mitad, como la cremallera de una prenda de vestir, y cada mitad pasa a formar una nueva asociación. Como cada nucleótido que hay a lo largo de un filamento se empareja con otro nucleótido específico, cada filamento sirve como una plantilla para la formación de un nuevo filamento parejo. Aunque sólo poseyeses un filamento de tu ADN, podrías reconstruir con bastante facilidad la parte pareja determinando los emparejamientos necesarios: si el travesaño más alto de un filamento estuviese compuesto de guanina, sabrías que el travesaño más alto del filamento parejo debería ser citosina. Si siguieses bajando la escalera por todos los emparejamientos de nucleótidos acabarías teniendo al final el código de una nueva molécula. Eso es lo que pasa exactamente en la naturaleza, salvo que la naturaleza lo hace rapidísimo… en sólo cuestión de segundos, lo que es toda una hazaña.
Nuestro ADN se reduplica en general con diligente exactitud, pero sólo de vez en cuando (aproximadamente una vez en un millón) hay una letra que se coloca en el sitio equivocado. Esto se conoce como un polimorfismo nucleótido único, o SNP lo que los bioquímicos llaman familiarmente un «snip». Estos «snips» están generalmente enterrados en extensiones de ADN no codificante y no tienen ninguna consecuencia desagradable para el cuerpo. Pero, de vez en cuando, pueden tener consecuencias, Podrían dejarte predispuesto para alguna enfermedad, pero también podrían otorgarte alguna pequeña ventaja, como por ejemplo, más pigmentación protectora o una mayor producción de células rojas en sangre para alguien que vive a mucha altitud. Con el tiempo, esas leves modificaciones se acumulan, tanto en los individuos como en las poblaciones, contribuyendo al carácter distintivo de ambos.
El equilibrio entre exactitud y errores en la reproducción es delicado. Si hay demasiados errores, el organismo no puede funcionar pero, si hay demasiado pocos, lo que se sacrifica es la capacidad de adaptación. En un organismo debe existir un equilibrio similar entre estabilidad e innovación. Un aumento del número de células rojas en la sangre puede ayudar, a una persona o a un grupo que viva a gran altitud, a moverse y respirar más fácilmente porque hay más células rojas que pueden transportar más oxígeno. Pero las células rojas adicionales espesan también la sangre. Si se añaden demasiadas «es como bombear petróleo», según Charles Weitz, antropólogo de Universidad Temple. Eso le pone las cosas más difíciles al corazón. Así que los diseñados para vivir a gran altitud alcanzan una mayor eficiencia en la respiración, pero pagan por ello con corazones de mayor riesgo. La selección natural darwiniana cuida de nosotros por esos medios. Así también puede explicarse por qué somos todos tan singulares. Y es que la evolución no te dejará hacerte muy distinto… salvo que te conviertas en una nueva especie, claro.
La diferencia del 0,1% entre tus genes y los míos se atribuye a nuestros snips. Ahora bien, si comparases tu ADN con el de una tercera persona, habría también una correspondencia del 99,9%, pero los snips estarían, en su mayor parte, en sitios distintos. Si añades más gente a la comparación, tendrás aún más snips en más lugares aún. Por cada una de tus 3.200 millones de bases, habrá en algún lugar del planeta una persona, o un grupo de personas, con una codificación distinta en esa posición. Así que no sólo es incorrecto hablar de «el» genoma humano, sino que en cierto modo ni siquiera tenemos «un» genoma humano. Tenemos 6.000 millones de ellos. Somos todos iguales en un 99,9 tu, pero, al mismo tiempo, en palabras del bioquímico David Cox, «podrías decir que no hay nada que compartan todos los humanos y también eso sería correcto» .30
Pero aún tenemos que explicar por qué tan poco de ese ADN tiene una finalidad discernible. Aunque empiece a resultar un poco desconcertante, la verdad es que parece que el propósito de la vida es perpetuar el ADN. El 97% de nuestro ADN que suele denominarse basura está compuesto principalmente de grupos de letras que, como dice Matt Ridley, «existen por la pura y simple razón de que son buenos en lo de conseguir duplicarse».*31 En otras palabras, la mayor parte de tu ADN está dedicada no a ti sino a sí misma. Tú eres una máquina a su servicio, en vez de serlo ella al tuyo. La vida, como recordarás, sólo quiere ser, y el ADN es lo que la hace así.
· El ADN basura 34 tiene una utilidad. Es la parte que se utiliza en la detección policial. Su utilidad para ese fin la descubrió accidentalmente Alec Jeffreys, un científico de la Universidad de Leicester. Cuando estaba estudiando, en 1986, secuencias de ADN, para marcadores genéricos relacionados con enfermedades hereditarias, la policía recurrió a él para pedirle que la ayudase a relacionar a un sospecboso con dos asesinatos. Jcffreys se dio cuenta de que su técnica podía servir perfectamente para resolver casos policiales… y resultó que era así. Un joven panadero, con el nombre inverosímil de Colin Pirchfork (horca), fue condenado a dos cadenas perpetuas por los asesinatos. (N. del A.›
Ni siquiera cuando el ADN incluye instrucciones para hacer genes (cuando codifica para ellos, como dicen los científicos) lo hace necesariamente pensando en un mejor funcionamiento del organismo. Uno de los genes más comunes que tenemos es para una proteína llamada transcriptasa inversa, que no tiene absolutamente ninguna función conocida beneficiosa para los seres humanos. Lo único que hace es permitir que retrovirus, como el VIH, penetren de forma inadvertida en el organismo.
Dicho de otro modo, nuestro cuerpo dedica considerable energía a producir una proteína que no hace nada que sea beneficioso y que a veces nos perjudica. Nuestro organismo no tiene más remedio que hacerlo por-que lo ordenan los genes. Somos juguetes de sus caprichos. En conjunto, casi la mitad de los genes humanos (la mayor proporción conocida en un organismo) no hace absolutamente nada más, por lo que podemos saber,32 que reproducirse.
Todos los organismos son, en cierto modo, esclavos de sus genes. Por eso es por lo que el salmón y las arañas y otros tipos de criaturas más o menos innumerables están dispuestas a morir en el proceso de apareamiento. El deseo de engendrar; de propagar los propios genes, es el impulso más potente de la naturaleza. Tal como ha dicho Sherwin B. Nuland: «Caen los imperios, explotan los ids, se escriben grandes sinfonías y, detrás de todo eso, hay un solo instinto que exige satisfacción».33 Desde un punto de vista evolutivo, la sexualidad no es en realidad más que un mecanismo de gratificación para impulsarnos a transmitir nuestro material genético.
Los científicos casi no habían asimilado aun la sorprendente noticia de que la mayor parte de nuestro ADN no hace nada, cuando empezaron a efectuarse descubrimientos todavía más inesperados. Los investigadores realizaron, primero en Alemania y después en Suiza, algunos experimentos bastante extraños que produjeron resultados curiosamente normales.34 En uno de ellos cogieron el gen que controlaba el desarrollo del ojo de un ratón y lo insertaron en la larva de una mosca de la fruta. La idea era que podría producir algo interesantemente grotesco. En realidad, el gen de ojo de ratón no sólo hizo un ojo viable en la mosca de la fruta, hizo un ojo de mosca. Se trataba de dos criaturas que llevaban quinientos millones de años35 sin compartir un ancestro común, sin embargo podían intercambiar material genético como si fueran hermanas.
La historia era la misma donde quiera que miraran los investigadores. Descubrieron que podían insertar ADN humano en ciertas células de moscas y que las moscas lo aceptaban como si fuese suyo. Resulta que más del 60 % de los genes humanos son básicamente los mismos que se encuentran en las moscas de la fruta. El 90 %, como mínimo, se corresponde en cierto modo con los que se encuentran en los ratones.36 (Tenemos incluso los mismos genes para hacer una cola, bastaría activarlos.)37 Los investigadores descubrieron en un campo tras otro que, fuese el que fuese el organismo con el que trabajasen, solían estar estudiando esencialmente los mismos genes. Parecía que la vida se construyese a partir de un solo juego de planos.
Investigaciones posteriores revelaron la existencia de un grupo de genes encargados del control, cada uno de los cuales dirigía el desarrollo de un sector del cuerpo, a los que se denominó homeóticos (de una palabra griega que significa «similar» o genes hox.38 Los genes hox aclaraban un interrogante que llevaba mucho tiempo desconcertando a los investigadores: cómo miles de millones de células embrionarias, surgidas todas de un solo huevo fertilizado, que llevaban un ADN idéntico, sabían adónde tenían que ir y qué tenían que hacer, es decir, una tenía que convertirse en una célula hepática, otra en una neurona elástica, una tercera en una burbuja de sangre, otra en parte del brillo de un ala que bate… Los genes hox son los que les dan las instrucciones y lo hacen, en gran medida, del mismo modo para todos los organismos.
Curiosamente, la cuantía de material genético y como está organizado no reflejan siempre, ni siquiera en general, el nivel de complejidad de la criatura correspondiente. Nosotros tenemos 46 cromosomas, pero algunos helechos tienen más de 600.39 El pez pulmonado, uno de los animales complejos menos evolucionados, tiene 40 veces más ADN que nosotros.40 Hasta el tritón común es genéticamente más esplendoroso que nosotros, cinco veces mas.
Está claro que lo importante no es el número de genes que tienes, sino lo que haces con ellos. Conviene saberlo, porque el número de genes de los humanos se ha visto muy reducido últimamente. hasta hace poco se creía que los seres humanos tenían como mínimo 100.000 genes, tal vez bastantes más, pero el número se redujo drásticamente con los primeros resultados del Proyecto Genoma Humano, que indicó una cifra más cercana a los 35.000 040.000 genes, más o menos el mismo número de los que se encuentran en la hierba. Esto fue una sorpresa y una decepción al mismo tiempo.
No habrá escapado a tu atención que se ha sólido implicar a los genes en todo género de flaquezas humanas. Algunos científicos han proclamado entusiasmados, en varias ocasiones, que han hallado los genes responsables de la obesidad, la esquizofrenia, la homosexualidad, la delincuencia, la violencia, el alcoholismo, incluso el simple hurto y la condición de los sintecho. El punto culminante (o nadir) de esta fe en el biodeterminismo puede que haya sido un estudio, que publicó en 1980 la revista Science,41 en que se sostenía que las mujeres son genéticamente inferiores en matemáticas. En realidad, sabemos que no hay casi nada nuestro que sea tan acomodaticiamente simple.
Esto es, claro, una lástima en un sentido importante porque, si tuvieses genes individuales que determinasen la estatura o la propensión a la diabetes o a la calvicie o a cualquier otro rasgo distintivo, sería fácil (relativamente, por supuesto) aislarlos y manipularlos. Por desgracia, 35.000 genes funcionando independientemente no son ni mucho menos suficientes para producir el tipo de complejidad física que hace un ser humano satisfactorio. Es evidente, pues, que los genes tienen que cooperan Hay unos cuantos trastornos (la hemofilia, la enfermedad de Parkinson, la enfermedad de Huntington y la fibrosis quística, por ejemplo) que se deben a genes disfuncionales solitarios, pero la norma es que la selección natural elimina los genes perjudiciales mucho antes de que puedan llegar a ser un problema permanente para una especie o una población. Nuestro destino y nuestro bienestar (y hasta el color de nuestros ojos) no los determinan, en general, genes individuales, sino conjuntos de genes que trabajan coaligados. Por eso es tan difícil saber cómo encaja todo y por qué no empezaremos todavía a producir bebés de diseño.
En realidad, cuanto más hemos ido aprendiendo en años recientes, más han tendido a complicarse las cosas. Resulta que hasta el pensamiento influye en el modo de trabajar de los genes. La rapidez con la que crece la barba de un hombre depende en parte de cuánto piense en las relaciones sexuales42 (porque ese pensamiento produce una oleada de testosterona). A principios de la década de los noventa, los científicos hicieron un descubrimiento aún más trascendental cuando se encontraron con que, al destruir genes supuestamente vitales de ratones embrionarios y aun así comprobar que los ratones no sólo solían nacer sanos, a veces eran más aptos en realidad que sus hermanos y hermanas que no habían sido manipulados. Resultaba que cuando quedaban destruidos ciertos genes importantes acudían otros a llenar el hueco. Se trataba de excelentes noticias para nosotros como organismos, pero no tan buenas para nuestro conocimiento del modo de funcionar de las células, ya que introducían una capa extra de complejidad en algo que apenas habíamos empezado a comprender en realidad.
Es principalmente por estos factores que complican las cosas por lo que el desciframiento del genoma humano vino a considerarse casi inmediatamente sólo un principio. El genoma, como ha dicho Eric Lander del MIT, es como una lista de piezas del cuerpo humano: nos dice de qué estamos hechos, pero no dice nada de cómo funcionamos. Lo que hace falta ahora es el manual de funcionamiento, las instrucciones para saber cómo hacerlo funcionar. Aún estamos lejos de eso.
Así que ahora lo que se intenta es descifrar el proteoma humano -un concepto tan novedoso que el término proteoma ni siquiera existía hace una década-. El proteoma esta biblioteca de la información que crea las proteínas. «Por desgracia -comentaba Scientific American en la primavera de 2002, el proteoma es mucho más complicado que el genoma.» 43
Y decir eso es decir poco. Como recordarás, las proteínas son las bestias de carga de todos los organismos vivos, en cada célula puede haber, en cada momento, hasta 100 millones de ellas trabajando. Es muchísima actividad para intentar desentrañarla. Lo que es aún peor, la conducta y las funciones de las proteínas no se basan simplemente en su composición química, como sucede con los genes, sino que depende también de sus formas. Una proteína debe tener, para funcionar; no sólo los componentes químicos necesarios, adecuadamente ensamblados, sino que debe estar a demás, plegada de una forma extremadamente específica. «Plegado» es el término que se usa, pero es un término engañoso, ya que sugiere una nitidez geométrica que no se corresponde con la realidad. Las proteínas serpentean y se enroscan y se arrugan adoptando formas que son extravagantes y complejas al mismo tiempo. Parecen más perchas ferozmente destrozadas que toallas dobladas.
Además, las proteínas son las desinhibidas del mundo biológico. Según del humor que estén y según la circunstancia metabólica, se permitirán que las fosforilicen, glicosilicen, acetilicen, ubicuitinicen,44 farneisilicen, sulfaten y enlacen con anclas de glicofosfatidilinositol, entre otras muchísimas cosas. Parece ser que no suele costar mucho ponerlas en marcha. Como dice Scientific American, bebe un vaso de vino y alterarás materialmente el número y los tipos de proteínas de todo el organismo.45 Esto es agradable para los bebedores, pero no ayuda gran cosa a los genetistas que intentan entender qué es lo que pasa.
Puede empezar a parecer todo de una complejidad insuperable y en algunos sentidos, lo es. Pero hay también una simplicidad subyacente en todo esto, debida a una unidad subyacente igual de elemental en la forma de actuar de la vida. Todos los habilidosos y diminutos procesos químicos que animan las células (los esfuerzos cooperativos de los nucleótidos, la trascripción del ADN en ARN) evolucionaron sólo una vez y se han mantenido bastante bien fijados desde entonces en toda la naturaleza. Tal como dijo, sólo medio en broma, el ya difunto genetista francés Jacques Monod, «cualquier cosa que sea cierta de E. Colí debe ser cierta de los elefantes, salvo que en mayor cuantía» 46
Todo ser vivo es una ampliación hecha a partir de un único plan original. Somos, como humanos, meros incrementos: un mohoso archivo cada uno de nosotros de ajustes, adaptaciones, modificaciones y retoques providenciales que se remontan hasta 3.800 millones de años atrás. Estamos incluso muy íntimamente emparentados con las frutas y las verduras. La mitad más o menos de las funciones químicas que se presentan en un plátano son fundamentalmente las mismas que las que se producen en nosotros.
No hay que cesar de repetirlo: la vida es toda una. Esa es, y sospecho que será siempre, la más profunda y veraz de las afirmaciones.
Comentario atribuido a la esposa del obispo de Worcester después de que le explicaron la teoría de la evolución de Darwin.
El luminoso sol se había extinguido y las estrellas
vagaban sin rumbo…
LORD BYRON, Darkness
En 1815, en la isla Indonesia de Sumbawa, una bella montana, inactiva durante mucho tiempo, llamada Tambora, estalló espectacularmente. matando a 100.000 personas en la explosión y en los tsunamis relacionados. Nadie que esté hoy vivo ha presenciado jamás una furia tal. Lo de Tambora fue algo mucho mayor que todo lo que haya podido experimentar cualquier ser humano vivo. Fue la mayor explosión volcánica de los últimos 10.000 años, 150 veces mayor que la del monte St. Helen, equivalente a 60.000 bombas atómicas del tamaño de la de Hiroshima.
Las noticias no viajaban demasiado rápido en aquellos tiempos. The Times de Londres publicó un pequeño reportaje (en realidad una carta de un comerciante) siete meses después del acontecimiento. Pero, por entonces, se estaban sintiendo ya los efectos de Tambora. Se habían esparcido por la atmósfera 240 kilómetros cúbicos de ceniza humeante, polvo y arenilla, que Oscurecían los rayos del Sol y hacían que se enfriase la Tierra. Las puestas de Sol eran de un colorido insólito pero empañado, algo que captó memorablemente el artista J. M. W. Turner Aunque él no podría haberse sentido más feliz, el mundo se hallaba cubierto en su mayoría por un sudario oscuro y opresivo. Fue esa penumbra sepulcral lo que indujo a Lord Byron a escribir esos versos que hemos citado.
Ni llegó la primavera ni calentó el verano:2 1815 pasaría a conocerse como el año sin verano. No crecieron los cultivos en ninguna parte. En Irlanda, una hambruna y una epidemia de tifus relacionada mataron a 65.000 personas. En Nueva Inglaterra, el año pasó a llamarse popularmente Mil Ochocientos Hielo y Muerte. Las heladas matutinas duraron hasta junio y casi ninguna semilla plantada creció. La escasez de forraje hizo que muriese mucho ganado o que hubiese que sacrificarlo prematuramente. Fue en todos los aspectos un año horrible casi con seguridad el peor de los tiempos modernos para los campesinos. Sin embargo, a escala mundial la temperatura descendió menos de t Y. Como los científicos aprenderían, el temostato de la Tierra es un instrumento extremadamente delicado.
El siglo xix era un periodo trío. Europa y Norteamérica llevaban va doscientos años experimentando lo que ha llegado a llamarse Pequeña Edad del Hielo, que permitió todo tipo de actividades invernales que hoy son imposibles (ferias sobre el hielo en el Támesis, carreras de patines en el hielo por los canales holandeses›. En otras palabras, fue un periodo en que la gente tenía el frío mucho más presente. Así que tal vez podamos excusar a los geólogos del siglo xix por tardar en darse cuenta de que el mundo en el que vivían era, en realidad, templado y agradable comparado con pocas anteriores y que gran parte de la tierra que les rodeaba la habían moldeado unos glaciares trituradores y un frío que podría dar al traste hasta con una feria sobre el hielo.
Sabían que había algo extraño en el pasado. El paisaje europeo estaba plagado de anomalías inexplicables (huesos de reno ártico en el cálido sur de Francia, rocas inmensas plantadas en sitios inverosímiles…) y los científicos solían proponer soluciones imaginativas pero no demasiado plausibles. Un naturalista francés llamado De Luc3 sugirió, para explicar la presencia de rocas de granito en lo alto de las laderas de caliza de las montañas del Jura, que tal vez las había lanzado allí el aire comprimido en las cavernas, lo mismo que los corchos de las pistolas de juguete. A la roca desplazada se la denomina roca errática, pero en el siglo xix el adjetivo parecía muchas veces más aplicable a las teorías que las rocas.
El gran geólogo inglés Arthur Hallam ha comentado que si James Hutton, el padre de la geología del siglo XVIII, hubiese visitado Suiza, se habría dado cuenta inmediatamente de lo que significaban los valles esculpidos, las pulidas estriaciones, las reveladoras líneas de la orilla donde habían sido depositadas las rocas y el resto de abundantes claves que indicaban el paso de capas de hielo.4 Desgraciadamente, Hutton no era un viajero. Pero incluso sin nada mejor a su disposición que lo que otros le contaban, rechazó de plano la idea de que las inundaciones pudiesen explicar la presencia de rocas inmensas en las laderas de las montañas a 1.000 metros de altitud («ni siquiera toda el agua del mundo hará flotar una roca», comentó) y se convirtió en uno de los primeros que postularon una glaciación generalizada. Por desgracia, sus ideas pasaron desapercibidas y, durante otro medio siglo. la mayoría de los naturalistas siguió insistiendo en que los boquetes de las rocas podían atribuirse al paso de carros o incluso al roce de las botas de clavos.
Pero los campesinos de la zona, que no estaban contaminados por la ortodoxia científica, sabían más. El naturalista Jean Charpentier contaba5 que un día iba caminando, en 1834, por un sendero rural con un leñador suizo y se pusieron atablar de las rocas que había a los lados. El leñador le explicó, con toda naturalidad, que las rocas procedían del Crimsel, una zona de granito que quedaba a cierta distancia. «Cuando le pregunté cómo creía él que habían llegado aquellas rocas a su emplazamiento, contestó sin vacilación: “El glaciar del Crimsel las transportó a ambos lados del valle, porque en el pasado el glaciar llegaba hasta la ciudad de Berna".»
Charpentier se quedó encantado porque también había llegado por su cuenta a la misma conclusión, pero, cuando la expuso en reuniones científicas, la rechazaron. Uno de los amigos más íntimos de Charpentier era otro naturalista suizo, Louis Agassiz, que tras cierto escepticismo inicial, acabó abrazando la teoría y más tarde casi apropiándosela.
Agassiz había estudiado con Couvier en París y era profesor de historia natural en la Universidad de Neuchátel, Suiza. Otro amigo de Agassiz, un botánico llamado Karl Schimper, fue en realidad el primero que acuñó el término Edad del Hielo (en alemán, Eiszeit), en 1837, y que afirmó que había sólidas pruebas que demostraban que el hielo había cubierto en otros tiempos no sólo los Alpes suizos sino gran parte de Europa, Asia y Norteamérica. Era una idea revolucionaria. Schimper prestó sus notas a Agassiz,6 acción que habría de lamentar mucho luego, cuando empezó a atribuirse a este último el mérito por lo que él creía, con cierta legitimidad, que era una teoría suya. También Charpentier acabó convirtiéndose en un acerbo enemigo de su viejo amigo. Otro amigo, Alexander von Humboldt, tal vez pensase, en parte al menos, en Agassiz cuando dijo que había tres etapas en un descubrimiento científico:7 primero, la gente rechaza lo que es verdad; luego, niega que sea importante, y; finalmente, atribuye el mérito a quien no corresponde.
Lo cierto es que Agassiz se apoderó del campo. En su esfuerzo por entender la dinámica de la glaciación8 fue a todas partes, penetró en profundas y peligrosas grietas y ascendió a las cumbres de los picos alpinos más escarpados, sin parecer darse cuenta, muchas veces, de que su equipo y él eran los primeros que los escalaban. Se enfrentó en casi todas partes con una resistencia inflexible a aceptar sus teorías. Humboldt le instó a volver al tema del que era especialista, los peces fósiles, y a abandonar aquella loca obsesión por el hielo, pero Agassíz estaba poseído por Su teoría halló aún menos respaldo en Inglaterra. donde la mayoría de los naturalistas no había visto en su vida un glaciar v no solía hacerse cargo, por ello, de las fuerzas aplastantes y trituradoras que ejerce el hielo en masa. «¿Podrían las raspaduras y pulimentos ser debidos al hielo?», preguntaba Roderick Murchison en un tono jocoso en una reunión científica, imaginando, evidentemente, las rocas cubiertas por una especie de leve escarcha vítrea. Mostraría, hasta el día de su muerte, la más franca incredulidad ante aquellos geólogos «locos del hielo». que creían que los glaciares podían explicar tanto. William Hopkins. profesor de Cambridge y miembro destacado de la Sociedad Geológica,9 apoyó esa posición, argumentando que la idea de que el hielo pudiese transportar rocas entraña «sinsentidos mecánicos tan evidentes» que la hacia indigna de que la institución le prestase atención.
Agassiz, sin dejarse intimidar por esto, viajó incansablemente para defender y difundir su teoría. En 1840 levo un articulo en una reunión de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia de Glasgow› en la que el gran Charles Lyell le criticó abierta mente. Al año siguiente, la Sociedad Geológica de Edimburgo aprobó una resolución en la que se admitía que la teoría podía tener cierta validez general, pero que desde luego no podía aplicarse a Escocia.
Lyell acabaría aceptando la idea. Su momento de epifanía llegó cuando se dio cuenta de que una morrena, o hilera de rocas, que había cerca de la finca que su familia tenía en Escocia, por la que había pasado cien-tos de veces, sólo se podía entender si se aceptaba que aquellas piedras las había depositado allí un glaciar Pero, pese a esa conversión, perdió luego el valor y retiró su apoyo público a la idea de la Edad del Hielo. Fue un periodo de contrariedades para Agassiz. Su matrimonio hacía aguas, Schimper le acusaba fogosamente de haberle robado sus ideas, Charpentier no quería hablar con él y el geólogo más prestigioso del momento sólo le ofrecía un apoyo sumamente tibio v vacilante.
En 1846, Agassiz hizo un viaje a Estados Unidos para dar una serie de conferencias y encontró allí por fin la estimación que ansiaba. Harvard le brindó una cátedra y le construyó un museo de primera categoría, el Museo de Zoología Comparativa. Ayudó sin duda el hecho de que se había establecido en Nueva Inglaterra, donde los largos inviernos fomentaban una mejor aceptación de la idea de periodos interminables de frío. También ayudó que, seis años después de su llegada, la primera expedición científica a Groenlandia informase que casi la totalidad de aquel continente estaba cubierta de una capa de hielo que era igual que la que se postulaba en la teoría de Agassiz. Por fin, sus ideas empezaron a encontrar seguidores. El único defecto básico de la teoría de Agassiz era que sus edades del hielo no tenían ninguna causa. Pero estaba a punto de llegar ayuda de un lugar bastante inverosímil.
En la década de 1860, las revistas y otras publicaciones doctas de Inglaterra empezaron a recibir artículos sobre hidrostática, electricidad y otros temas científicos de un tal james Croll, de la Universidad de Anderson de Glasgow. Uno de los artículos, que trataba de cómo las variaciones en la órbita de la Tierra podrían haber provocado eras glaciales, se publicó en Philosophical Magazine en 1864 y se consideró inmediatamente un trabajo del más alto nivel. Hubo, por tanto, cierta sorpresa y, tal vez, cierto embarazo cuando resultó que Crolí no era en la universidad profesor; sino conserje.
Crolí, nacido en 1821, era de familia humilde v sus estudios oficiales sólo duraron hasta los trece años. Trabajó en una gran variedad de tareas (como carpintero, vendedor de seguros. encargado de un hotel de templanza, es decir, donde no se permitían las bebidas alcohólicas) antes de ocupar el puesto de ordenanza en la Universidad de Anderson (actualmente la Universidad de Strathclyde en Glasgow). Tras conseguir convencer a su hermano para que hiciera gran parte de su trabajo, consiguió pasar muchas veladas silenciosas en la biblioteca de la universidad aprendiendo física, mecánica, astronomía, hidrostática v las otras ciencias en boga en la época, y empezó poco a poco a escribir una serie de artículos, en los que se centraba sobre todo en los movimientos de la Tierra v sus repercusiones en el clima.
Crolí fue el primero que indicó que los cambios cíclicos en la forma de la órbita de la Tierra, de elíptica (es decir, ligeramente oval) a casi circular y a elíptica de nuevo, podrían explicar la aparición y el repliegue de las eras glaciales. A nadie se le había ocurrido plantear antes una explicación astronómica de las variaciones en el clima de la Tierra. Gracias casi exclusivamente a la persuasiva teoría de Crolí, empezó a aceptarse más en Inglaterra la idea de que, en algún periodo antiguo, partes de la Tierra habían estado cubiertas de hielo. Cuando el ingenio y la capacidad de Crolí recibieron reconocimiento, se le dio un empleo en el Servicio Geológico de Escocia y se le honró cumplidamente: fue nombrado miembro de la Real Sociedad de Londres y de la Academia de Ciencias de Nueva York, y se le concedió un título honorífico de la Universidad de St. Andrews, entre otras muchas cosas.
Desgraciadamente, justo cuando la teoría de Agassiz estaba empezando al fin a encontrar defensores en Europa, él se dedicaba a penetrar en un territorio cada vez más exótico en América. Empezó a encontrar huellas de glaciares prácticamente en todos los lugares en los que miraba,10 incluso cerca del ecuador. Finalmente se convenció de que el hielo había cubierto durante un tiempo toda la Tierra,11 extinguiendo del todo la vida, que luego Dios había tenido que crear otra vez. Ninguna de las pruebas que había encontrado apoyaba semejante idea. Sin embargo, en su país de adopción su prestigio creció v creció hasta que llegó a considerársele sólo ligeramente inferior a una deidad. Cuando murió, en 1873, Harvard consideró necesario nombrar tres profesores para que ocuparan su lugar.12
Pero, como sucede a veces, sus teorías pasaron enseguida de moda. Menos de una década después de su muerte,13 su sucesor en la cátedra de geología de Harvard escribía que «la presunta época glacial, tan popular unos años atrás entre los geólogos glaciales, puede ya rechazarse sin vacilación».
Parte del problema era que los cálculos de Crolí indicaban que la Edad del Hielo más reciente se había producido 80.000 años atrás, mientras que las pruebas geológicas indicaban cada vez más que la Tierra había sufrido algún tipo de perturbación espectacular en fechas mucho más recientes. Sin una explicación plausible de qué podría haber provocado la Edad del Hielo, acabó perdiéndose interés por toda la teoría. Volvería a conseguir despertar el interés por ella un profesor serbio llamado Milutin Milankovitch, que no tenía antecedentes como especialista en movimientos celestes (había estudiado ingeniería mecánica) pero que, a principios de la década de 1900, empezó inesperadamente a interesarse por el tema. Milankovitch se dio cuenta de que el problema de la teoría de Crolí no era que fuese falsa, sino que era demasiado simple.
Como la Tierra se mueve a través del espacio está sometida no sólo a variaciones en la longitud y la forma de su órbita, sino también a cambios rítmicos en su ángulo de orientación respecto al Sol (su inclinación y posición y oscilación), todo lo cual afecta a la duración e intensidad de la luz solar que cae sobre cualquier parte de ella. Experimenta en particular, durante largos periodos de tiempo, tres cambios de posición, conocidos oficialmente como oblicuidad, presesión y excentricidad. Milankoyitch se preguntó si no podría haber una relación entre estos complejos ciclos y la aparición y desaparición de eras glaciales. El problema era que los ciclos tenían duraciones muy diferentes (de unos 20.000, 40.000 y 100.000 años, respectivamente, pero que variaban en cada caso hasta en unos cuantos miles de años), lo que significaba que determinar sus puntos de intersección a lo largo de grandes periodos de tiempo exigía una cuantía casi infinita de cálculos excesivamente trabajosos. Milankovitch tenía que obtener el ángulo y la duración de la radiación solar que llegaba a todas las latitudes de la Tierra, en todas las estaciones, durante un millón de años, según tres variables en constante cambio.
Por suerte era ése en concreto el tipo de tarea repetitiva que se ajustaba al carácter de Milankovitch. Durante los veinte años siguientes, incluso mientras estaba de vacaciones.14 trabajó incesantemente con el lápiz y la regla de cálculo elaborando las tablas de sus ciclos (un trabajo que podría terminarse hoy en un día o dos con un ordenador). Todos los cálculos tenía que hacerlos en su tiempo libre, pero en 1914 Milankovitch dispuso de muchísimo tiempo libre porque estalló la Primera Guerra Mundial y le detuvieron por su condición de reservista del ejército serbio. Pasó la mayor parte de los cuatro años siguientes en Budapest, sometida a un arresto domiciliario flexible que no le obligaba más que a presentar-se a la policía una vez por semana. El resto del tiempo lo pasaba trabajando en la biblioteca de la Academia de Ciencias Húngara. Es posible que fuese el prisionero de guerra más feliz de la historia.
El resultado final de sus diligentes cálculos y anotaciones fue un libro publicado en 1930, La climatología matemática y la Teoría astronómica de los cambios climáticos. Milankovich tenía razón en lo de que existía una relación entre las eras glaciales y el giro excéntrico del planeta. aunque supuso como la mayoría de la gente que se trataba de un aumento gradual de inviernos duros que conducían a largos periodos de frío. Fue un meteorólogo ruso-alemán, Vladimir Kóppen (suegro de nuestro tectónico amigo Alfred Wegener) el que se dio cuenta de que el proceso era más sutil que eso y bastante más desconcertante.
La causa de las eras glaciales, decidió Koppen, hay que buscarla en veranos frescos, no en inviernos brutales.' 5 Si los ver anos son demasiado frescos para que pueda fundirse toda la nieve que cae en una zona determinada, hay una mayor proporción de luz solar devuelta por la superficie reflectante, lo que exacerba el efecto refrescante y contribuye a que nieve aún más. La situación tendería así a autoperpetuarse. Cuando se acumulase la nieve sobre una capa de hielo, la región se haría más fría, v eso fomentaría que se acumulase más hielo. Como ha dicho el glaciólogo Gwen Schultz: «No es necesariamente la cantidad de nieve la causa de las planchas de hielo sino el hecho de que la nieve, aunque sea poca, se mantenga'›.'6 Se cree que podría iniciarse una Edad del Hielo a partir de un solo verano impropio. La nieve que queda refleja el calor y exacerba el frío. «El proceso se autoamplía,17 es imparable, y el hielo una vez que empieza realmente a crecer se mueve», dice McPhee. Tienes ya glaciares avanzando y una Edad del Hielo.
En los años cincuenta, debido a una tecnología imperfecta de la datación, los científicos no fueron capaces de correlacionar los ciclos cuidadosamente calculados de Milankovitch con las supuestas fechas de las eras glaciales tal como entonces se aceptaban, de manera que Milankovitch y sus cálculos fueron dejándose de lado gradualmente. El murió en 1958 sin haber podido demostrar que sus ciclos eran correctos. Por entonces, en palabras de un historiador del periodo, «te habría costado trabajo encontrar un geólogo o un meteorólogo que considerase el modelo algo más que una curiosidad histórica»18 Hasta los años setenta, y el perfeccionamiento del método de potasio-argón para la datación de antiguos sedimentos marinos, no se reivindicaron finalmente sus teorías.
Los ciclos de Milankovitch no bastan por sí solos para explicar ciclos de eras glaciales. Intervienen muchos otros factores (uno importante es la disposición de los continentes, sobre todo la presencia de masas de tierra sobre los polos), pero aún no conocemos del todo los detalles concretos de ellos. Se ha dicho, sin embargo, que si se arrastrasen sólo 500 kilómetros hacia Norteamérica, Eurasia y Groenlandia tendríamos eras glaciales permanentes e inevitables. Parece que somos muy afortunados por disfrutar de un poco de buen tiempo. Aún sabemos menos de los ciclos de temperaturas relativamente templadas dentro de eras glaciales conocidos como interglaciales. Resulta un poco desconcertante pensar que toda la historia humana significativa (la aparición de la agricultura y la ganadería, la creación de ciudades, el surgimiento de las matemáticas, la escritura y la ciencia y todo lo demás) haya tenido lugar dentro de un pequeño periodo atípico de buen tiempo. Los periodos interglaciales anteriores sólo han durado 8.000 años. El nuestro ha cumplido ya su diezmilésimo aniversario.
El hecho es que aún nos hallamos en muy gran medida en una era glacial;19 lo único que pasa es que se trata de una un poco reducida, aunque menos de lo que mucha gente se cree. En el punto álgido del último periodo de glaciación, hace unos 20.000 años, estaba bao el hielo aproximadamente el 30 % de la superficie de la Tierra. El 10% aún lo está. (Y un 14 % más se halla en un estado de permafrost.) Tres cuartas partes de toda el agua dulce del mundo está solidificada en forma de hielo todavía hoy y tenemos casquetes de hielo en ambos polos, una situación que puede que sea única en la historia de la Tierra.20 El hecho de que haya inviernos con nieve en una gran parte del mundo y glaciares permanentes incluso en zonas templadas como Nueva Zelanda puede parecer muy natural, pero es en realidad una situación sumamente insólita para el planeta.
La norma general de la Tierra ha sido, durante la mayor parte de su historia, el calor. Sin ningún hielo permanente en ningún sitio. La Edad del Hielo actual (época del hielo, en realidad› se inició hace unos cuarenta millones de años y ha oscilado entre un tiempo criminalmente malo y un tiempo que no tenía absolutamente nada de malo. Hoy vivimos en uno de los pocos periodos de esto último. Las eras glaciales tienden a eliminar los testimonios de las eras glaciales anteriores, de manera que, cuanto más retrocedes en el tiempo más esquemático se va haciendo el cuadro, pero parece que hemos tenido un mínimo de i 7 episodios glaciales graves en los últimos 2,5 millones de años,-'~ aproximadamente el periodo que coincide con la aparición de Uí›iii‹) erectits en África, al que siguieron los humanos modernos. Dos culpables de la época actual a los que suele citarse son el surgimiento del Himalava v la formación del istmo de Panamá, el primero por perturbar la circulación de las corrientes de aire y, el segundo, por interrumpir las corrientes oceanicas. India, en tiempos una isla, se ha incrustado 2.000 kilómetros en la masa continental asiática en los últimos cuarenta v cinco millones de años, haciendo surgir no sólo el Himalava sino también la vasta altiplanicie tibetana que hay detrás. La hipótesis es que el terreno más elevado que se creo no solo era más frío, sino que además desviaba los vientos de manera que los hacía fluir hacia el norte y hacia Norteamérica, que pasó a ser por ello más propensa a fríos prolongados. Luego en un proceso que se inició hace unos cinco millones de años, afloró del mar Panamá, cerrando el vacío entre Norteamérica v Suramérica, interrumpiendo el paso de corrientes cálidas entre el Pacífico v el Atlántico v modificando las pautas de las precipitaciones en la mitad del mundo como mínimo. Una consecuencia fue un desecamiento de África que obligó a los monos a bajarse de los árboles va buscar una nueva forma de vida en las sabanas en formación.
De todos modos, con los océanos v los continentes dispuestos como lo están hoy, parece ser que el hielo seguirá formando parte de nuestro futuro durante mucho tiempo. Según John McPbee, se pueden esperar unos 50 episodios glaciales más,22 con una duración cada uno de ellos de unos 100.000 años, antes de que podamos acariciar la esperanza de un deshielo realmente largo.
Hasta hace cincuenta millones de años, la Tierra no tuvo eras glaciales regulares,23 pero cuando empezamos a tenerlas tendieron a ser colosales. Hace unos 2.200 millones de años se produjo un congelamiento masivo, al que siguieron unos mil millones de años de calor. Luego hubo otra era glacial aún mayo r que la primera; tan grande que algunos científicos denominan al periodo en el que se produjo el Criogénico, o era hiperglacial.24 Pero la denominación más popular es la de Tierra Bola de Nieve.
Pero Bola de Nieve no indica bien lo terrible de las condiciones que imperaban. La teoría es que, debido a una disminución de la radiación solar del 6% aproximadamente y a una reducción de la producción (o retención) de gases de efecto invernadero, la Tierra perdió casi toda su capacidad de conservar el calor. Se convirtió toda ella en una especie de Antártida. Las temperaturas llegaron a descender unos 45›C. Es posible que se congelase toda la superficie del planeta,25 alcanzando el hielo en los océanos los 800 metros de espesor en las latitudes más altas y hasta decenas de metros en los trópicos.
Hay un problema grave en todo esto porque los testimonios geológicos indican hielo en todas partes, incluso alrededor del ecuador, mientras que los testimonios biológicos indican exactamente con la misma firmeza que tenía que haber aguas abiertas en alguna parte. En primer lugar; las cianobacterias sobrevivieron a la experiencia y fotosintetizan. Necesitan, por tanto, luz solar y el hielo, como sabrás si has intentado alguna vez ver a través de él, se vuelve enseguida opaco v al cabo de sólo unos pocos metros no deja pasar absolutamente nada de luz. Se han propuesto dos posibilidades. Una es que una pequeña cantidad de agua oceánica permaneció expuesta (es posible que debido a algún tipo de calentamiento localizado en un punto cálido› y la otra es que tal vez el hielo se formase de manera que se mantuviese translúcido, algo que sucede a veces en la naturaleza.
Si la Tierra se congeló, se plantea la difícil cuestión de cómo llegó a calentarse de nuevo. Un planeta helado reflejaría tanto calor que se mantendría congelado para siempre. Parece ser que la salvación pudo llegar de nuestro interior fundido. Tal vez debamos dar las gracias, una vez mas, a la tectónica por permitirnos estar aquí. La idea es que nos salva ron los volcanes, que brotaron a través de la superficie enterrada, bombeando gran cantidad de calor y de gases que fundieron las nieves y reformaron la atmósfera. Curiosamente, al final de este periodo hiperfrígido se produjo la expansión cámbrica, el acontecimiento primaveral de la historia de la vida. Puede que no fuese en realidad un periodo tan tranquilo. Lo más probable es que la Tierra fuese pasando mientras se calentaba por el peor tiempo que haya experimentado,26 con huracanes tan poderosos como para alzar olas de la altura de los rascacielos y desencadenar lluvias de una intensidad indescriptible.
A lo largo de todo este tiempo, los gusanos tubiformes y las almejas y otras formas de vida que se adherían a las chimeneas de ventilación de las profundidades oceánicas siguieron viviendo como si no pasase nada, pero el resto de la vida de la Tierra probablemente estaba más próxima a la desaparición completa de lo que lo haya llegado a estar nunca. Todo eso sucedió hace mucho tiempo y por ahora simplemente no sabemos nada más.
Las eras glaciales más recientes parecen fenómenos de una escala bastante pequeña comparadas con una irrupción criogénica, pero fueron sin lugar a dudas inmensamente grandes para las pautas de cualquier cosa que exista hoy en la Tierra. La capa de hielo wisconsiana, que cubrió gran parte de Europa y de Norteamérica, tenía más de tres kilómetros de espesor en algunos lugares v avanzaba a un ritmo de 120 metros al año. Debía de ser todo un espectáculo. Las capas de hielo podrían tener un grosor de casi 800 metros incluso en su extremo frontal. Imagina que estás situado en la base de una pared de hielo de esa altura. Detrás de ese borde, por toda un área que mediría millones de kilómetros cuadrados, sólo habría más hielo v no asomarían por encima de él más que unas cuantas cumbres de las montañas más altas aquí y allá. Continentes enteros estaban aplastados bajo el peso de tanto hielo y aun siguen elevándose para volver a su posición ahora 12.000 años después de que se retiraran los glaciares. Las capas de hielo no sólo descargaban rocas y largas hileras de pedregosas morrenas, sino que depositaban en su lento avance masas de tierra completas (Long Island, cabo Cod y Nantucket, entre otras). No tiene nada de extraño que a geólogos anteriores a Agassiz les costase trabajo hacerse cargo de su monumental capacidad para modificar paisajes.
Si volviesen a avanzar las capas de hielo, no contamos en nuestro arsenal con nada que pudiese desviarías. En 1964, en el estrecho del Príncipe Guillermo, en Alaska, resultó afectado por el terremoto de mayor potencia de que hay noticia en el continente uno de los mayores campos de glaciares de Norteamérica. El terremoto alcanzó un grado de 9,2 en la es-caía Richten La tierra llegó a elevarse hasta seis metros a lo largo de la línea de falla. El movimiento sísmico alcanzó tal violencia que llegó incluso a hacer agitarse el agua en las charcas en Texas. Y qué efectos tuvo esta perturbación sin paralelo en los glaciares del estrecho del Príncipe Guillermo? Absolutamente ninguno. Simplemente lo amortiguaron y siguieron su curso.
Durante mucho tiempo se creyó que entrábamos en las eras glaciales y salíamos de ellas de forma gradual, a lo largo de centenares de miles de años, pero ahora sabemos que no ha sido así. Gracias a los testigos de hielo de Groenlandia, disponemos de un registro detallado del clima durante unos 100.000 años y, lo que nos revelan, no resulta tranquilizador Nos indica que la Tierra, durante la mayor parte de su historia reciente, no ha sido nada parecido al lugar tranquilo y estable que ha conocido la civilización, sino que ha oscilado más bien, violentamente, entre periodos de calor y de frío brutal.
Hacia el final de la última gran glaciación, hace 12.000 años, la Tierra empezó a calentarse, y con gran rapidez, pero luego volvió a precipitarse bruscamente en el frío inclemente, durante un millar de años o así, en un acontecimiento que la ciencia denomina Dryas Más Joven.1 ‹El nombre procede de una planta ártica, el dryas. que es una de las primeras que recolonizan la Tierra después de que se retira una capa de hielo. Hubo también un periodo de Dryas Más Vieja, pero no fue tan intenso.) Al final de esta arremetida del hielo de un millar de años las temperaturas medias saltaron de nuevo, hasta 4º C en veinte años, lo que no parece a primera vista muy espectacular pero que equivale a cambiar el clima de Escandinavia por el del Mediterráneo en sólo 20 años. Los cambios fueron aún más espectaculares localmente. Los testigos de hielo de Groenlandia muestran que las temperaturas cambiaron allí hasta 8 1›C en diez años, lo que modificó drásticamente el régimen de lluvias y el crecimiento de las plantas. Debió de ser muy perturbador en un planeta escasamente poblado. Las consecuencias serían hoy bastante inimaginables.
Lo más alarmante de todo es que no tenemos la menor idea de qué fenómeno natural pudo haber perturbado con tanta rapidez el termómetro de la Tierra. Como comentó en New Yorker Elizabeth Kolbert: «Ninguna fuerza externa conocida, ni siquiera alguna que se haya propuesto como hipótesis, parece capaz de hacer oscilar tan violentamente, y tan a menudo, la temperatura como han demostrado esos testigos de hielo que sucedió». Parece haberse tratado, añade, de «un enorme y terrible circuito de realimentación», en el que probablemente participaban los océanos y perturbaciones de las pautas normales de circulación oceánica, pero aún queda un largo camino para poder aclarar todo esto.
Una teoría es que el enorme aflujo de agua fundida a los mares en el inicio de la Dryas Más joven redujo la salinidad (y, por tanto, la densidad) de los océanos septentrionales, haciendo desviarse la corriente del Golfo hacia el sur; como un conductor que intentase evitar un choque. Las latitudes septentrionales, privadas del calor de la corriente del Golfo, volvieron a condiciones de frío. Pero esto no empieza a explicar siquiera por qué un millar de años después, cuando la Tierra volvió a calentarse, la Corriente del Golfo no se desvió como antes. Se nos otorgó, en vez de eso, el periodo de tranquilidad insólita conocido como el Holoceno, en el que vivimos ahora.
No hay ninguna razón para suponer que este periodo de estabilidad climática haya de durar mucho más. En realidad, algunas autoridades en la materia creen que nos aguardan cosas aún peores. Es natural suponer que el calentamiento global actuase como un contrapeso útil de la tendencia de la Tierra a precipitarse hacia condiciones glaciales. Sin embargo, como ha señalado Kolbert, cuando te enfrentas a un clima fluctuante e impredecible, «lo último que desearías hacer sería realizar con él un vasto experimento no supervisado»28 Se ha dicho incluso, y resulta más plausible de lo que podría parecer en principio, que una elevación de las temperaturas podría provocar una era glacial. La idea es que un ligero calentamiento aumentaría los índices de evaporación29 e incrementaría la cubierta de nubes, lo que provocaría en las latitudes más altas una acumulación de nieve más persistente. En realidad, el calentamiento global podría, plausible y paradójicamente, conducir a un enfriamiento intensamente localizado en América y Europa.
El clima es el producto de tantas variables (aumento y disminución de los niveles de dióxido de carbono, los cambios de los continentes, la actividad solar; las tremendas oscilaciones de los ciclos de Milankovitch) que resulta tan difícil entender los acontecimientos del pasado como predecir los del futuro. Muchas cosas están fuera de nuestro alcance. Pensemos en la Antártida. Durante un mínimo de veinte millones de años después de que se asentó en el polo Sur; estuvo cubierta de plantas y libre de hielo. Eso simplemente no debería haber sido posible.
Resultan igual de intrigantes los hábitats conocidos de algunos de los últimos dinosaurios.30 El geólogo inglés Stephen Drury comenta que bosques situados a 10º de latitud del polo Norte albergaban a estos grandes animales, incluido el Tyrannosaurus rex. Esto es extraño -escribe-, porque en una latitud tan alta hay una oscuridad continua durante tres meses al año.» Además, ya hay pruebas de que en esas altas latitudes los inviernos eran rigurosos. Estudios con isótopos de oxígeno indican que el clima en torno a Fairbanks, Alaska, era mas o menos el mismo que ahora a finales del Cretácico. ¿Qué estaba haciendo entonces allí el tiranosaurio? O emigró estacionalmente recorriendo enormes distancias o pasaba gran parte del año en bancos de nieve en la oscuridad. En Australia ‹que era por entonces más polar en su orientación›, no era posible una retirada a climas más cálidos.31 Sólo podemos hacer conjeturas sobre cómo se las arreglaban los dinosaurios para sobrevivir en tales condiciones.
Una cosa que hay que tener en cuenta es que, si las capas de hielo empezasen a formarse de nuevo por la razón que fuese, dispondrían ahora de muchísima más agua para hacerlo.32 Los Grandes lagos, la bahía de Hudson, los innumerables lagos de (Canadá, no estaban allí para alimentar el último periodo glacial. Los creó precisamente él.
Por otra parte, en la siguiente fase de nuestra historia podríamos tener que fundir muchísimo hielo en vez de hacerlo. Si se fundiesen todas las capas de hielo, los niveles del mar se elevarían (o metros (la altura de un edificio de 20 pisos› y se inundarían todas las ciudades costeras del mundo. Lo más probable, al menos a corto plazo, es el desmoronamiento de la capa de hielo del Oeste de la Antártida. En los últimos cincuenta anos, tas aguas que hay en torno a ella se han calentado 2,50 C y los desmoronamientos han aumentado espectacularmente. Si sucediese eso, los niveles del mar se elevarían a escala mundial ‹v con bastante rapidez) entre 4,5 y 6 metros como media.
El hecho extraordinario es que no sabemos qué es más probable: un futuro que nos ofrezca eones de frigidez mortal u otro que nos de periodos similares de calor bochornoso. Sólo una cosa es segura: vivimos en el filo de una navaja.
Por otra parte, los períodos glaciales no son en modo alguno una mala noticia sin más para el planeta a largo plazo. Trituran rocas dejando atrás suelos nuevos de espléndida fertilidad y forman lagos de agua dulce que proporcionan abundantes posibilidades nutritivas para cientos de especies de seres. Actúan como un acicate para la migración y mantienen dinámico el planeta. Como ha dicho Tim Flannery: «Sólo hay un acosa que tienes que preguntarte de un continente para determinar el futuro de sus habitantes: "¿Tuvisteis una buena edad del hielo?"‹›.34 Y teniendo en cuenta eso, es hora ya de que nos ocupemos de una especie de mono que verdaderamente tuvo una buena edad de hielo.