18. EL MAR DELIMITADOR

Imagina lo que sería intentar vivir en un mundo dominado por el óxido de dihidrógeno,1 un compuesto que no tiene sabor ni olor y que es tan variable en sus propiedades que, en general, resulta benigno, pero que hay veces que mata con gran rapidez. Según el estado en que se halle, puede escaldarte o congelarte. En presencia de ciertas moléculas orgánicas, puede formar ácidos carbónicos tan desagradables que dejan los árboles sin hojas y corroen los rostros de las estatuas. En grandes cantidades, cuando se agita, puede golpear con una furia que ningún edificio humano podría soportan A menudo es una sustancia asesina incluso para quienes han aprendido a vivir en ella. Nosotros le llamamos agua.

El agua está en todas partes. Una patata es en un 80%, agua. Una vaca, en un 74%. Una bacteria, en un 75%. Un tomate, que es agua en un 95%, es poco más que agua. Hasta los humanos somos agua en un 65% lo que nos hace más líquidos que sólidos por un margen de casi dos a uno. El agua es una cosa rara. Es informe y transparente y, sin embargo, deseamos estar a su lado. No tiene sabor y no obstante nos encanta beberla. Somos capaces de recorrer grandes distancias y de pagar pequeñas fortunas por verla al salir el Sol. Y, aun sabiendo que es peligrosa y que ahoga a decenas de miles de personas al año, nos encanta retozar en ella.

Como el agua es tan ubicua, tendemos a no darnos cuenta de que es una sustancia extraordinaria. Casi no hay nada en ella que pueda emplearse para establecer predicciones fiables sobre las propiedades de otros líquidos3 y a la inversa. Si no supieses nada del agua y basases tus conjeturas en el comportamiento de los compuestos químicamente más afines a ella (selenuro de hidrógeno o sulfuro de hidrógeno, sobre todo) esperarías que entrase en ebullición a -93º C y que fuese un gas a temperatura ambiente.

Casi todos los líquidos se contraen aproximadamente un 10% al enfriarse. El agua también lo hace, pero sólo hasta cierto punto. En cuanto se encuentra a una distancia mínima de la congelación, empieza (de forma perversa, cautivadora, completamente inverosímil) a expandirse. En estado sólido, es casi un décimo más voluminosa que en estado líquido.4 El hielo, como se expande, flota en el agua («una propiedad sumamente extraña»,5 según John Gribbin). Si careciese de esta espléndida rebeldía, el hielo se hundiría y lagos y océanos se congelarían de abajo arriba. Sin hielo superficial que retuviese el calor más abajo, el calor del agua irradiaría, dejándola aún mas fría v creando aún más hielo. Los océanos no tardarían en congelarse y seguirían congelados mucho tiempo, probablemente siempre… condiciones que no podrían sostener la vida. Por suerte para nosotros, el agua parece ignorar las normas químicas y las leyes físicas.

Todo el mundo sabe que la fórmula química del agua es H20, lo que significa que consiste en un átomo grande de oxígeno y dos átomos más pequeños de hidrógeno unidos a él. Los átomos de hidrógeno se aferran ferozmente a su huésped oxigénico, pero establecen también enlaces casuales con otras moléculas de agua. La molécula de agua, debido a su naturaleza, se enreda en una especie de baile con otras moléculas de agua, formando breves enlaces y desplazándose luego, como participantes de un baile que fuesen cambiando de pareja,6 por emplear el bello símil de Robert Kunzig. Un vaso de agua tal vez no parezca muy animado, pero cada molécula que hay en él está cambiando de pareja a razón de miles de millones de veces por segundo. Por eso las moléculas de agua se mantienen unidas formando cuerpos como los charcos y los lagos, pero no tan unidas como para no poder separarse fácilmente cuando te lanzas, por ejemplo, de cabeza a una piscina llena de ellas. Sólo el 15% de ellas se tocan realmente en cualquier momento dado.7

El vínculo es en cierto modo muy fuerte… Ese es el motivo de que las moléculas de agua puedan fluir hacia arriba cuando se sacan con un sifón y el motivo de que las gotitas de agua del capó de un coche se muestren tan decididas a unirse a sus compañeras. Es también la razón de que el agua tenga tensión superficial. Las moléculas de la superficie experimentan una atracción más fuerte hacia las moléculas semejantes a ellas, que hay a los lados y debajo, que hacia las moléculas de aire que están sobre ellas. Esto crea una especie de membrana lo bastante fuerte como para sostener a los insectos y permitirnos lanzar piedras al ras de la superficie para hacer «sopas». Es también el motivo de que cuando nos tiramos mal al agua nos hagamos daño.

Ni qué decir tiene que estaríamos perdidos sin agua. El organismo humano se descompone rápidamente si se ve privado de ella. A los pocos días desaparecen los labios (como si los hubiesen amputado), «las encías se ennegrecen, la nariz se arruga y se reduce a la mitad de su tamaño» y la piel se contrae tanto en torno a los ojos que impide el parpadeo», según una versión. El agua es tan vital para nosotros que resulta fácil no darse cuenta de que salvo una pequeñísima fracción, la mayor parte de la que hay en la Tierra es venenosa para nosotros (muy venenosa) debido a las sales que contiene.

Necesitamos sal para vivir; pero sólo en cantidades mínimas, y el agua de mar contiene mucha más de la que podemos metabolizar sin problema (unas setenta veces más). Un litro típico de agua de mar contendrá sólo aproximadamente dos cucharaditas y medía de sal común9 (de la que empleamos en la comida), pero cuantías mucho mayores de otros elementos y compuestos de otros sólidos disueltos que se denominan colectivamente sales. Las proporciones de estas sales y minerales en nuestros tejidos son asombrosamente similares a las del agua del mar (sudamos y lloramos agua de mar;10 como han dicho Margulis y Sagan), pero, curiosamente, no podemos tolerarla como un aporte. Si introduces un montón de sal en el organismo el metabolismo entrará en crisis enseguida. Las moléculas de cada célula de agua se lanzarán como otros tantos bomberos voluntarios a intentar diluir y expulsar la súbita afluencia de sal. Eso deja las células peligrosamente escasas del agua que necesitan para sus funciones normales. Se quedan, en una palabra, deshidratadas. La deshidratación producirá en situaciones extremas colapsos, desmayos y lesión cerebral. Mientras tanto, las células de la sangre, sobrecargadas de trabajo, transportarán la sal hasta los riñones, que acabarán desbordados y dejarán de funcionan Al dejar de funcionar los riñones, te mueres. Por eso no bebemos agua salada.

Hay 1.300 millones de kilómetros cúbicos de agua en la Tierra yeso es todo lo que podemos tener.11 Es un sistema cerrado: Hablando en términos generales, no se puede añadir ni sustraer nada al sistema. El agua que bebes ha estado por ahí haciendo su trabajo desde que la Tierra era joven. Hace 3. 800 millones de años, los océanos habían alcanzado (aproximadamente, al menos) sus volúmenes actuales.12

El reino del agua se llama hidrosfera y es abrumadoramente Oceánico. El 97 % del agua del planeta está en los mares, la mayor parte en el Pacífico, que es mayor que todas las masas terrestres juntas. El Pacífico contiene en total más de la mitad de todo el agua oceánica13 (51,6 %), el Atlántico contiene el 23,6 % y, el océano Indico, el 21,2 %, lo que sólo deja un 3,6 % a todos los mares restantes. La profundidad oceánica media es de 3,86 kilómetros, con una media en el Pacífico de unos 300 metros más de profundidad que en el Atlántico y el Índico. El 60% de la superficie del planeta es océano de más de 1,6 kilómetros de profundidad. Como dice Philip Bali, deberíamos llamar a nuestro planeta Agua y no Tierra.14

Del 3 % de agua de la Tierra que es dulce,15 la mayor parte se encuentra concentrada en capas de hielo. Sólo una cuantía mínima (el 0,036 %) se encuentra en lagos, ríos y embalses, y una cantidad menor aún (sólo el 0,001 %) en las nubes en forma de vapor. Casi el 90 % del hielo del planeta está en la Antártida, y la mayor parte del resto en Groenlandia. Si vas al polo Sur, podrás poner los pies sobre 3,2 kilómetros de hielo; en el polo Norte sólo hay 4,5 metros.16 La Antártida sólo tiene 906.770.420 kilómetros cúbicos de hielo… lo suficiente para elevar el nivel de los océanos unos sesenta metros si se fundiese todo.17 Pero, si cayese toda el agua de la atmósfera en forma de lluvia por todas partes, en una distribución regular, el nivel de los océanos sólo aumentaría unos dos centímetros.

Por otra parte, lo del nivel del mar es un concepto casi completamente teórico: los mares no están a nivel. Las mareas, los vientos, las fuerzas de Coriolis y otros muchos fenómenos hacen que los niveles del agua sean distintos de un océano a otro e incluso dentro de cada uno de ellos. El Pacífico es 45 centímetros más alto a lo largo de su borde occidental debido a la fuerza centrífuga que crea la rotación de la Tierra. Igual que cuando te metes en una bañera llena de agua, el agua tiende a fluir hacia el otro extremo, como si no quisiese estar contigo, así la rotación terrestre hacia el este amontona el agua en los márgenes occidentales del océano.

Considerando la importancia inmemorial de los mares para nosotros, es sorprendente lo mucho que tardamos en interesarnos científicamente por ellos. Hasta bien entrado el siglo XIX, casi todo lo que se sabía sobre los océanos se basaba en lo que las olas y las mareas echaban a las playas, costas, así como lo que aparecía en las redes de los pescadores. Y casi todo lo que estaba escrito se basaba en anécdotas y conjeturas más que en pruebas materiales. En la década de 1830, el naturalista inglés Edward Forbes investigó los lechos marinos, en el Atlántico y el Mediterráneo, y proclamó que en los mares no había vida por debajo de los 600 metros. Parecía un supuesto razonable. A esa profundidad no había luz, por lo que no podía haber vida vegetal. Y se sabía que las presiones del agua a esas profundidades eran extremas. Así que fue toda una sorpresa que, cuando se reflotó en 1860 uno de los primeros cables telegráficos trasatlánticos para hacer reparaciones, izándolo de una profundidad de más de tres kilómetros, se comprobase que estaba cubierto de una densa costra de corales, almejas y demás detritos vivientes.

La primera investigación realmente organizada de los mares se llevó a cabo en 1872, cuando partió de Portsmouth, en un antiguo barco de guerra llamado Challenger, una expedición conjunta organizada por el Museo Británico, la Real Sociedad y el Gobierno. Los miembros de la expedición navegaron por el mundo tres años y medio recogiendo muestras, pescando y dragando sedimentos. Era un trabajo bastante monótono, desde luego. De un total de 240 entre científicos y tripulación, uno de cada cuatro abandonó el barco y ocho murieron o perdieron el juicio, «empujados a la demencia por la rutina paralizante de años de trabajo tedioso y de monotonía»,18 en palabras de la historiadora Samantha Weinberg. Pero recorrieron casi 70.000 millas náuticas,19 recogieron más de 4.700 especies nuevas de organismos marinos, recopilaron información suficiente para redactar un informe de 50 volúmenes -tardaron diecinueve años en terminarlo- y se dio al mundo el nombre de una nueva disciplina científica: oceanografía. Los expedicionarios descubrieron también, a través de las mediciones de profundidad, que parecía haber montañas sumergidas en medio del Atlántico, lo que impulsó a algunos emocionados observadores a especular sobre la posibilidad de que hubiesen encontrado el continente perdido de la Atlántida.

Como el mundo institucional hacía mayoritariamente caso omiso de los mares, quedó en manos de aficionados entusiastas (muy esporádicos› la tarea de explicarnos qué había allí abajo. La exploración moderna de las profundidades marinas se inicia con Charles William Beebe y Otis Barton en 1930. Eran socios igualitarios, pero Beebe, más pintoresco, ha recibido siempre mucha más atención escrita. Nacido en 1877 en una familia acomodada de la ciudad de Nueva York, Beebe estudió zoología en la Universidad de Columbia y trabajó de cuidador de aves en la Sociedad Zoológica de Nueva York. Cansado de ese trabajo, decidió entregarse a una vida aventurera y, durante el siguiente cuarto de siglo, viajó por Asia y Suramérica con una serie de atractivas ayudantes cuya tarea se describió de forma bastante imaginativa como de «historiadora y técnica» o de «asesora en problemas pesqueros».20 Subvencionó estas empresas con una serie de libros de divulgación con títulos como El borde de la selva y Días en la selva, aunque también escribió algunos libros respetables sobre flora, fauna y ornitología.

A mediados de los años veinte, en un viaje a las islas Galápagos, descubrió «las delicias de colgarse y oscilar», que era como él describía las inmersiones en alta mar Poco tiempo después pasó a formar equipo con Barton, que procedía de una familia aún más rica,21 había estudiado también en Columbia y ansiaba la aventura. Aunque casi siempre se atribuye el mérito a Beebe, en realidad fue Barton quien diseñó la primera batiesfera (del término griego que significa «profundo») y quien aportó los 12.000 dólares que costó su construcción. Se trataba de una cámara pequeña y necesariamente fuerte, de hierro colado de 3,75 centímetros de grosor y con dos portillas pequeñas de bloques de cuarzo de 4,5 centímetros de grosor. Tenía cabida para tres hombres, pero sólo si estaban dispuestos a llegar a conocerse muy bien. La tecnología era bastante tosca, incluso para los criterios de la época. La esfera carecía de maniobrabilidad (colgaba simplemente al extremo de un cable largo) y tenía un sistema de respiración muy primitivo,22 para neutralizar el propio bióxido de carbono, dejaban abiertas latas de cal sádica y para absorber la humedad abrían un tubo pequeño de cloruro cálcico, que abanicaban a veces con hojas de palma para acelerar las reacciones químicas.

Pero la pequeña batiesfera sin nombre hizo la tarea que estaba previsto que hiciese. En la primera inmersión, en junio de 1930, en las Bahamas, Barton y Beebe establecieron un récord mundial descendiendo hasta los 183 metros. En 1934 habían elevado ya la marca a más de 900 metros, punto en el que se mantendría hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Barton estaba convencido de que el aparato era seguro hasta una profundidad de 1.400 metros, mas o menos, aunque la presión sobre tornillos y remaches se hiciese claramente audible a cada braza que descendían. Se trataba de un trabajo peligroso, que exigía valor a cualquier profundidad. A 900 metros, la pequeña portilla estaba sometida a 19 toneladas de presión por 6,45 centímetros cuadrados. Si hubiesen sobrepasado los límites de tolerancia de la estructura, la muerte a esa profundidad habría sido instantánea, como nunca dejaba de comentar Beebe en sus muchos libros, artículos y emisiones de radio. Pero su principal preocupación era que el cabrestante de la cubierta del barco, que tenía que sostener una bola metálica y dos toneladas de cable de acero, se partiese y los precipitase a ambos al fondo del mar. En cuyo caso nada habría podido salvarlos.

Lo único que no produjeron sus inmersiones fue mucha ciencia digna de ese nombre. Aunque se encontraron con muchas criaturas que no se habían visto antes, debido a los límites de visibilidad y a que ninguno de los dos intrépidos acuonautas había estudiado oceanografía, no fueron capaces muchas veces de describir sus hallazgos con el tipo de detalle que deseaban los verdaderos científicos. La esfera no llevaba ninguna luz externa, sólo una bombilla de 250 vatios que podían acercar a la ventana, pero el agua por debajo de los 150 metros de profundidad era de todos modos prácticamente impenetrable, y estaban además observándola a través de 7,5 centímetros de cuarzo, por lo que cualquier cosa que tuviesen la esperanza de ver tendría que estar casi tan interesada en ellos como ellos en ella. Así que de lo único de lo que más o menos podían informar era de que había un montón de cosas raras allá abajo. En una inmersión que efectuaron en 1934, Beebe se sobresaltó al ver una serpiente gigante «de más de seis metros de longitud y muy ancha». Pasó demasiado rápido para que fuese sólo una sombra. Fuese lo que fuese, nadie ha visto después nada parecido.23 Los medios académicos desdeñaron en general los informes de ambos socios.

Beebe, después de su máximo récord de inmersión de 1934, perdió interés por el asunto y pasó a dedicarse a otras empresas aventureras, pero Barton perseveró. Beebe había dicho siempre a todo el mundo, cosa que le honra, que el verdadero cerebro de la investigación era Barton, pero éste pareció incapaz de salir de las sombras. También él escribió crónicas emocionantes de sus aventuras submarinas y hasta llegó a actuar en una película de Hollywood titulada Titans of the Deep [Titanes de las profundidades], en la que aparecía una batiesfera y se producían numerosos enfrentamientos emocionantes, bastante fantásticos, con agresivos calamares gigantes y cosas por el estilo. Llegó incluso a hacer anuncios de los cigarrillos Camel («Con ellos no me da el tembleque»). En 1948 elevó en un 50% el récord de profundidad, con una inmersión hasta los 1.370 metros, efectuada en el Pacífico, cerca de California, pero el mundo parecía decidido a no hacerle caso. Una crítica de prensa de Titans of the Deep consideraba en realidad que la estrella de la película era Beebe. Barton es afortunado si llega a conseguir una simple mención hoy día.

De todos modos, estaba a punto de quedar eclipsado por un equipo formado por un padre y un hijo, Auguste y Jacques Piccard, de Suiza, que estaban proyectando un nuevo tipo de sonda llamada batiscafo (que significa «navío de profundidad»). Bautizado con el nombre de Trieste, por la ciudad italiana en la que se construyó, el nuevo artefacto maniobraba independientemente, aunque hiciese poco más que subir y bajan En una de sus primeras inmersiones, a principios de 1954, descendió por debajo de los 4.000 metros, casi trece veces el récord de inmersión de Barton de seis años atrás. Pero las inmersiones a gran profundidad exigían muchísimo y costoso apoyo, y los Piccard fueron precipitándose gradualmente hacia la quiebra.

En 1958 llegaron a un acuerdo con la Marina de Estados Unidos,24 que otorgaba a ésta la propiedad pero les dejaba a ellos el control. Con esa inyección de fondos, los Piccard reconstruyeron la embarcación, dotándola de paredes de casi 13 centímetros de espesor y reduciendo las ventanas a sólo 54 centímetros de diámetro, es decir, poco más que mirillas. Pero era ya lo bastante fuerte para soportar presiones verdaderamente enormes y, en enero de 1960, Jacques Piccard y el teniente Don Walsh de la Marina estadounidense descendieron lentamente hasta el fondo del cañón más profundo del océano, la Fosa de las Marianas, a unos 400 kilómetros de la isla de Guam, en el Pacífico occidental (y descubierta, no por casualidad, por Harry Hess con su brazómetro). Llevó algo menos de cuatro horas descender 10.918 metros. Aunque la presión a esa profundidad era de casi 1.196 kilogramos por centímetro cuadrado, observaron sorprendidos que, al tocar fondo, sobresaltaban a un habitante de las profundidades, un pleuronéctido (grupo al que pertenecen peces planos como el rodaballo o el lenguado). No disponían de medios para hacer fotografías, así que no quedó ningún testimonio visual del suceso.

Tras sólo veinte minutos en el punto más hondo del mundo, volvieron a la superficie. Ha sido la única vez que los seres humanos han descendido a tanta profundidad.

Cuarenta años después, la pregunta que se plantea es, lógicamente, por qué no ha vuelto a hacerlo nadie desde entonces. En primer lugar, el vicealmirante Hyman G. Rickover, un hombre de carácter inquieto e ideas firmes, y sobre todo que controlaba el dinero del departamento correspondiente, se opuso de manera resuelta a que se efectuasen mas Inmersiones. En su opinión, la exploración submarina era un desperdicio de recursos y la Marina no era un instituto de investigación. Además, la nación estaba a punto de centrarse plenamente en los viajes espaciales v en el proyecto de enviar un hombre a la Luna, lo que hacía que las investigaciones de los fondos marinos pareciesen insignificantes y más bien anticuadas. Pero la consideración decisiva es que el descenso del Trieste no había aportado en realidad demasiada información. Como explicó un funcionario de la Marina años después: «No aprendimos demasiado de aquello. ¿Por qué repetirlo?».25 Era, en resumen, un esfuerzo demasiado grande para encontrar un lenguado, y demasiado caro. Se ha calculado que repetir el experimento costaría hoy un mínimo de 100 millones de dólares.

Cuando los investigadores del medio submarino comprendieron que la Marina no tenía la menor intención de continuar con el programa de investigación prometido, protestaron quejumbrosamente En parte para aplacar sus críticas, la Marina aportó fondos para la construcción de un sumergible más avanzado, que habría de manejar la Institución Oceanográfica de Massachussets. Este nuevo aparato, llamado Alvin para honrar de forma un poco compendiada al oceanógrafo Allyn C. Vine, seria un minisubmarino maniobrable por completo, aunque no descendería ni mucho menos a tanta profundidad como el Trieste. Sólo había un problema: los proyectistas no podían encontrar a nadie dispuesto a construirlo.16 Según dice William J. Broad en The Universe Below [El universo submarino]: «Ninguna gran empresa, como General Dynamics, que hacía submarinos para la Marina, quería hacerse cargo de un proyecto desdeñado tanto por la Oficina de Buques como por el almirante Rickover; las deidades del padrinazgo naval». Por fin, aunque parezca inverosímil, acabó construyendo el Alvin General MilIs, la empresa alimentaria, en una planta en la que producía las máquinas con que fabricaba cereales para el desayuno.

En cuanto a qué más había allá abajo, la gente tenía en realidad muy poca idea. Todavía bien entrada la década de los cincuenta, los mejores mapas de que disponían los oceanógrafos estaban casi exclusivamente basados en estudios dispersos y poco detallados, que se remontaban a 1919, insertados básicamente en un océano de conjeturas. La Marina estadounidense tenía cartas marinas excelentes para guiar a sus submarinos por los cañones y guyots o mesetas de los fondos marinos, pero no quería que esa información cayera en manos soviéticas, por lo que las mantenía en secreto. En consecuencia, los medios académicos debían conformarse con estudios esquemáticos y anticuados, o bien basarse en suposiciones razonables. Hoy incluso nuestro conocimiento de los lechos oceánicos sigue siendo de una resolución notoriamente baja. Si observas la Luna con un telescopio doméstico común y corriente, verás cráteres de gran tamaño (Fracastorio, Blancano, Zach, Planck y muchos otros con los que cualquier científico lunar está familiarizado) que serían desconocidos si estuviesen en nuestros lechos marinos. Tenemos mejores mapas de Marte que de ellos.

A nivel de superficie, las técnicas de investigación han ido improvisándose también sobre la marcha. En 1994 una tormenta barrió de la cubierta del barco de carga coreano 34.000 pares de guantes de hockey sobre hielo en el Pacífico.27 Los guantes arrastrados por la corriente, viajaron desde Vancouver hasta Vietnam, ayudando a los oceanógrafos a rastrear las corrientes con más exactitud de lo que nunca lo habían hecho.

Hoy Alvin tiene ya casi cuarenta años, pero sigue siendo el mejor navío de investigación del mundo. Aún no hay sumergibles que puedan aproximarse a la profundidad de la Fosa de las Marianas y sólo cinco, incluido el Alvin, que puedan llegar a las profundidades de la «llanura abisal» (el lecho oceánico profundo), que cubre más de la mitad de la superficie del planeta. Un sumergible típico supone un coste diario de funcionamiento de 25.000 dólares, así que no se les lanza al agua por un capricho, y todavía menos con la esperanza de que se topen por casualidad con algo interesante. Es más o menos como si nuestra experiencia directa del mundo de la superficie se basase en el trabajo de cinco individuos que explorasen con tractores agrícolas después del oscurecen Según Robert Kunzig, los seres humanos pueden haber investigado «tal vez una millonésima o una milmillonésima parte de los misterios del mar.28 Tal vez menos. mucho menos».

Pero los oceanógrafos son ante todo gente industriosa y han hecho con sus limitados recursos varios descubrimientos importantes, entre los que se cuenta uno de 1977 que figura entre los descubrimientos biológicos más importantes y sorprendentes del siglo xx. En ese año, el Alvin halló populosas colonias de organismos grandes que vivían en las chimeneas de las profundidades marinas y en torno a ellas, cerca de las islas Galápagos, serpúlidos, gusanos tubiformes, de más de tres metros de longitud; almejas de 30 centímetros de anchura, grandes cantidades de gambas y mejillones, culebreantes gusanos espagueti.19 Debían rodos ellos su existencia a vastas colonias de bacterias que obtenían su energía y sustento de sulfuros de hidrógeno (compuestos muy tóxicos para las criaturas de la superficie), que brotaban constantemente de las chimeneas. Era un mundo independiente de la luz solar; del oxígeno y de cualquier otra cosa en general asociada con la vida. Se trataba de un sistema vivo que no se basaba en la fotosíntesis sino en la quimiosíntesis, una posibilidad que los biólogos habrían desechado por absurda si alguien hubiese sido tan imaginativo como para proponerla.

Esas chimeneas expulsan inmensas cantidades de calor y de energía. Dos docenas juntas producen tanta energía como una central eléctrica grande, y las oscilaciones de las temperaturas que se dan en torno a ellas son enormes. En el punto de salida del agua se pueden alcanzar los 400º C, mientras que, a unos dos metros de distancia, el agua puede estar sólo a 2º C o 3º C por encima del punto de congelación. Un tipo de gusanos llamados alvinélidos vivían justo en los márgenes, con una temperatura del agua de 78º C más en la cabeza que en la cola. Anteriormente, se creía que ningún organismo complejo podría sobrevivir en el agua a temperaturas superiores a unos 54º C,30 y allí había uno que sobrevivía a temperaturas más cálidas y acompañadas además de frío extremo. El descubrimiento transformó nuestra idea de los requerimientos de la vida.

Aclaró también uno de los grandes enigmas de la oceanografía (algo que muchas personas no nos dábamos cuenta de que era un enigma), es decir, por qué los océanos no se hacen más salados con el tiempo. Arriesgándonos a decir una obviedad, diremos que en el mar hay mucha sal… suficiente para cubrir toda la tierra del planeta con una capa de 150 metros de espesor. 31 Hacía siglos que se sabia que los ríos arrastran minerales les al mar y que esos minerales se combinan con iones en el agua oceánica para formar sales. Hasta aquí, ningún problema. Pero lo que resultaba desconcertante era que los niveles de salinidad del mar se mantuvieran estables. En el mar se evaporan a diario millones de litros de agua dulce, que dejan atrás todas sus sales, por lo que lógicamente los mares deberían ir haciéndose cada vez más salados con el paso de los años; pero no es así. Algo extrae una cantidad de sal del agua equivalente a la cuantía que se incorpora a ella. Durante mucho tiempo, nadie pudo explicar la razón de esto.

El Alvin aportó la solución al descubrir las chimeneas del lecho marino. Los geofísicos se dieron cuenta de que las chimeneas actuaban a modo de filtros de pecera. Cuando la corteza terrestre absorbe el agua, se desprenden de ella sales y finalmente el agua limpia vuelve a salir por las chimeneas. El proceso no es rápido (puede llevar hasta diez millones de años limpiar un océano),32 pero, si no tienes prisa, es de una eficacia prodigiosa.

Tal vez no haya nada que exprese con mayor claridad nuestra lejanía psicológica de las profundidades oceánicas33 que el hecho de que el principal objetivo expuesto por los oceanógrafos durante el Año Geofísico Internacional de 1957-1958 fuese el estudio de «la utilización de los lechos marinos para el vertido de residuos radiactivos». No fue un encargo secreto, sabes, sino un alarde público orgulloso. De hecho, aunque no se le diese mucha publicidad, en 1957-1958, el vertido de residuos radiactivos se había iniciado ya hacía diez años, con una asombrosa y vigorosa resolución. Estados Unidos llevaba transportando bidones de 55 galones de desechos radiactivos a las islas Fallarone (a unos 50 kilómetros de la costa de California, cerca de San Francisco) y tirándolos allí por la borda sin más, desde 1946.

Era una operación sumamente burda. Casi todos los bidones eran del mismo tipo de esos que se ven oxidándose detrás de las gasolineras o amontonados al lado de las fábricas, sin ningún tipo de recubrimiento protector Cuando no se hundían, que era lo que solía pasar; los acribillaban a balazos tiradores de la Marina, para que se llenaran de agua34 y por supuesto, salían de ellos el plutonio, el uranio y el estroncio. Cuando se puso fin a esos vertidos en la década de los noventa, Estados Unidos había arrojado al mar cientos y cientos de miles de bidones en unos cincuenta emplazamientos marítimos, casi 50.000 en las Fallarone. Pero Estados Unidos no estaba solo en esto, ni mucho menos. Entre otros entusiastas de los vertidos se contaban Rusia, China, Japón, Nueva Zelanda y casi todas las naciones europeas.

(Y qué efectos podría haber producido todo esto en la vida de las profundidades marinas? Bueno, tenemos la esperanza de que pocos; pero la verdad es que lo desconocemos por completo. Ignoramos de un modo asombroso, suntuoso y radiante las características de la vida en las profundidades marinas. Sabemos a menudo notoriamente poco incluso de las criaturas oceánicas de mayor tamaño, incluida la más poderosa: la gran ballena azul, una criatura de proporciones tan leviatanescas que (citando a David Attenborough) su «lengua pesa tanto como un elefante, tiene el corazón del tamaño de un automóvil y algunos de sus vasos sanguíneos son tan anchos que podrías bajar nadando por ellos». Es la bestia más gargantuesca que ha creado la Tierra hasta ahora, mayor aún que los dinosaurios más voluminosos y pesados. Sin embargo, la existencia de las ballenas azules es en buena medida un misterio para nosotros. No tenemos la menor idea de lo que hacen durante mucho tiempo, adónde van a criar, por ejemplo, o qué ruta siguen para hacerlo. Lo poco que sabemos de ellas procede casi exclusivamente de escuchar sus cantos; pero hasta sus cantos son un misterio. A veces los interrumpen y luego los reanudan exactamente en el mismo punto seis meses más tarde.35- A veces, inician un canto nuevo, que ningún miembro del grupo puede haber oído antes pero que todos conocen ya. No entendemos en absoluto cómo lo hacen ni por qué. Y se trata de animales que tienen que salir periódicamente a la superficie para respirar.

En cuanto a los animales que no tienen necesidad de salir a la superficie, el misterio puede resultar aun más torturante. Consideremos lo que sabemos sobre el fabuloso calamar gigante.36 Aunque no alcanza ni mucho menos el tamaño de la ballena azul, es indiscutiblemente un animal de considerable tamaño; tiene los ojos como balones de fútbol y arrastra unos tentáculos que pueden llegar a medir 18 metros. Pesa casi una tonelada y es el invertebrado más grande de la Tierra. Si arrojases uno en una piscina pequeña, casi no quedaría espacio para nada más. Sin embargo, ningún científico (ninguna persona, que sepamos) ha visto nunca un calamar gigante vivo. Los zoólogos han dedicado carreras a intentar capturar, o simplemente ver, un calamar gigante vivo y no lo han conseguido jamás. Se los conoce sobre todo por los ejemplares muertos que arroja el mar a las playas, en especial, y por razones desconocidas, a las de la isla del sur de Nueva Zelanda. Debe de haber gran número de calamares gigantes porque constituyen un elemento básico de la dieta del cachalote, y los cachalotes comen mucho.

* Las partes indigeridles del calamar gigante, sobre todo el pico, se acumulan en el estómago de los cachalotes, formando una sustancia llamada ámbar gris, que se emplea como fijador en perfumería. La próxima vez que te pongas Chanel Nº 5 (suponiendo que lo hagas), puedes pensar, si quieres, que estas rociándote con un destilado de un monstruo marino nunca visto. (N. del A.)

Según una estimación, podría haber hasta 30 millones de especiesmarinas, la mayoría aún por descubrir.37 El primer indicio de hasta qué punto es abundante la vida en las profundidades marinas no se conoció hasta fechas tan recientes como la década de los sesenta, con la invención del trineo epibéntico, un instrumento de arrastre que captura no sólo organismos del lecho marino y cerca de él, sino también de los que están enterrados en los sedimentos. Un una sola pasada de una hora por la plataforma continental a una profundidad aproximada de kilómetro y medio, dos oceanógrafos de Woods Hole, Floward Sandle y Robert Kessler, capturaron más de 25.000 criaturas (gusanos, estrellas de mar, holoturias y otros animales parecidos) que representaban 365 especies. Incluso a una profundidad de casi cinco kilómetros encontraron unas 3.700 criaturas,38 que representaban casi 2.100 especies de organismos. Pero la draga sólo podía capturar las criaturas que eran lo suficientemente lentas o estúpidas como para dejarse atrapan A finales de la década de los sesenta, un biólogo marino llamado John Isaacs tuvo la idea de hacer descender una cámara con un cebo atado a ella y encontró aún más cosas, sobre todo densos enjambres de culebreantes ciclóstomos, que son unas criaturas primitivas parecidas a la anguila, y bancos de macruros igual de rápidas que las flechas como el pez granadero. Donde hay de pronto buen alimento disponible (por ejemplo, cuando muere una ballena y se hunde hasta el fondo) se han encontrado hasta 390 especies de criaturas marinas que acuden al banquete. Curiosamente se descubrió que muchas de esas criaturas llegaban de chimeneas situadas hasta a 1.600 kilómetros de distancia. Y había entre ellas algunas como las almejas y los mejillones, que no tienen en verdad fama de ser grandes viajeros. Ahora se cree que las larvas de ciertos organismos pueden andar a la deriva por el agua hasta que, por algún medio químico desconocido, detectan la proximidad de una fuente de alimentación y la aprovechan.

¿Por qué, entonces, si los mares son tan inmensos, los esquilmamos con tanta facilidad? Bien, para empezar, los mares del mundo no son ricos en formas de vida de un modo uniforme. Se considera naturalmente productiva menos de una décima parte del océano.39 Casi todas las especies acuáticas prefieren las aguas poco profundas, donde hay calor, luz y materia orgánica abundante para abastecer la cadena trófica. Los arrecifes coralinos, por ejemplo, constituyen bastante menos del 1% del espacio marino, pero albergan aproximadamente el 25% de la pesca.

Los mares no son tan ricos, ni mucho menos, en otras partes. Consideremos el caso de Australia. Con 36.735 kilómetros de costa y unos 23 millones de kilómetros cuadrados de aguas territoriales, tiene más mar lamiendo su litoral que cualquier otro país del mundo, pero, como indica Tim Ulannery, ni siquiera consigue situarse entre las 50 primeras naciones pesqueras del mundo.40 En realidad, es un gran importador neto de alimentos marinos. Eso se debe a que gran parte de las aguas australianas están, como buena parte de la propia Australia, básicamente desiertas. (Una excepción notable la confluye la Gran Barrera Coralina de Queensland, que es suntuosamente fecunda.) Como el suelo es pobre, no produce casi nutrientes en sus residuos líquidos.

Incluso donde prospera la vida, ésta suele ser sumamente sensible a la perturbación. En la década de los setenta, los pescadores australianos, y en menor medida los de Nueva Zelanda, descubrieron bancos de un pez poco conocido que vive a unos 800 metros de profundidad en sus plataformas continentales. Los llamaban percas anaranjadas, eran deliciosos y había una cantidad inmensa. En muy poco tiempo, las flotas pesqueras estaban capturando 40.000 toneladas de percas anaranjadas al año. Luego, los biólogos marinos hicieron unos descubrimientos alarmantes. La perca anaranjada es muy longeva y tarda mucho en maduran Algunos ejemplares pueden tener ciento cincuenta años; puedes haberte comido una que había nacido cuando reinaba en Inglaterra la reina Victoria. lis-tas criaturas han adoptado ese tipo de vida extraordinariamente pausado porque las aguas en que viven son muy pobres en recursos. En esas aguas hay algunos peces que desovan sólo una vez en la vida. Es evidente que se trata de poblaciones que no pueden soportar muchas perturbaciones. Por desgracia, cuando sé supo todo esto, las reservas habían quedado ya considerablemente mermadas. Habrán de pasar décadas, incluso con un buen control, para que se recupere la población, si es que alguna vez llega a hacerlo.

En otras partes, sin embargo, el mal uso de los océanos ha sido más consciente que inadvertido. Muchos pescadores cortan las aletas a los tiburones 41 y vuelven a echarlos al mar para que mueran. En 1998, las aletas de tiburón se vendían en Extremo Oriente a más de 110 dólares el kilo, y un cuenco de sopa de aleta de tiburón costaba 100 dólares en Tokio. Según los cálculos del Fondo Mundial para la Naturaleza, en 1994, se mataban entre 40 y 70 millones de ejemplares de tiburón al año.

En 1995, unos 37.000 buques pesqueros de tamaño industrial, más un millón de embarcaciones más pequeñas, capturaban el doble que veinticinco años antes. Los arrastreros son hoy en algunos casos tan grandes como cruceros y arrastran redes de tal tamaño que podría caber en una de ellas una docena de reactores Jumbo.42 Algunos emplean incluso aviones localizadores para detectar desde el aire los bancos de peces. Se calcula que, aproximadamente, una cuarta parte de cada red que se iza contiene peces que no pueden llevarse a tierra por ser demasiado pequeños, por no ser del tipo adecuado o porque se han capturado fuera de temporada. Como explicaba un observador en The Economist: «Aún estamos en la era de las tinieblas. Nos limitamos a arrojar una red y esperar a ver qué sale».43 De esas capturas no deseadas tal vez vuelvan a echarse al mar, cada año, unos 12 millones de toneladas, sobre todo en forma de cadáveres.44 Por cada kilo de camarones que se captura, se destruyen cuatro de peces y otras criaturas marinas.

Grandes zonas del lecho del mar del Norte se dejan limpias mediante redes de manga hasta siete veces al año,45 un grado de perturbación que ningún otro sistema puede soportan Se está sobreexplotando dos tercios de las especies del mar del Norte como mínimo, según numerosas estimaciones. Las cosas no están mejor al otro lado del Atlántico. El hipogloso era en otros tiempos tan abundante en las costa de Nueva Inglaterra que un barco podía pescar hasta 8.000 kilos al día. Ahora, el hipogloso casi se ha extinguido en la costa noreste de Estados Unidos.

Pero no hay nada comparable al destino del bacalao. A finales del siglo XV, el explorador John Cabot encontró bacalao en cantidades increíbles en los bancos orientales de Norteamérica, zonas de aguas poco profundas muy atractivas para los peces que se alimentan en el lecho del mar, como el bacalao. Había tantos bacalaos, según el asombrado Cabor, que los marineros los recogían en cestos.46 Algunos bancos eran inmensos. Georges Banks, en la costa de Massachussets, es mayor que el estado con que linda. El de Grand Bank, de la costa de Terranova, es todavía mayor y estuvo durante siglos siempre lleno de bacalao. Se creía que eran bancos inagotables. Sin embargo, se trataba, por supuesto, de cualquier otra cosa menos eso.

En 1960 se calculaba que el número de ejemplares de bacalao que desovaban en el Atlántico Norte había disminuido en 1,6 millones de toneladas. En 1990, la disminución había alcanzado la cantidad de 22.000 toneladas.47 El bacalao se había extinguido a escala comercial. «Los pescadores -escribió Mark Kurlansky en su fascinante historia El Bacalao- habían capturado a todos.»48 El bacalao puede haber perdido el Atlántico Occidental para siempre. En 1992 se paralizó por completo su pesca en Grand Bank, pero en el otoño del año 2002, según un informe de Nature, aún no se habían recuperado las reservas.49 Kurlansky explica que el pescado de los filetes de pescado o de los palitos de pescado era en principio de bacalao, pero luego se sustituyó por el abadejo, más tarde por el salmón y últimamente por el polaquio del Pacífico. En la actualidad, comenta escuetamente: «Pescado es cualquier cosa que quede».50

Se puede decir en gran medida lo mismo de muchas otras especies marinas que se emplean en la alimentación. En los caladeros de Nueva

Inglaterra, de la costa de Rhode Island, solían pescarse en otros tiempos langostas que pesaban nueve kilos. A veces llegaban a pesar más de trece. Las langostas pueden vivir decenios si las dejan en paz (se cree que hasta setenta años) y nunca dejan de crecen Ahora se capturan pocas langostas que pesen más de un kilo. «Los biólogos según el New York Times – calculan que el 90% de las langostas se pesca un año después de que alcance el tamaño mínimo legal, a los seis años aproximadamente.»51 Pese a la disminución de las capturas, los pescadores de Nueva Inglaterra siguen obteniendo incentivos fiscales federales y estatales que los impulsan (en algunos casos casi los fuerzan) a adquirir embarcaciones mayores y a explotar el mar de forma más intensiva. Hoy día, los pescadores de Massachussets sólo pueden pescar el repugnante ciclóstomo, para el que todavía existe un pequeño mercado en Extremo Oriente, pero ya empieza a escasean

Tenemos un desconocimiento notorio de la dinámica que rige la vida en el mar Mientras la vida marina es más pobre de lo que debería en zonas que han sido esquilmadas por la pesca abusiva, en algunas aguas pobres por naturaleza hay mucha más vida de la que debería haben Los océanos australes, que rodean la Antártida, sólo producen aproximadamente el 3% del fitoplancton del mundo, demasiado poco, da la impresión, para alimentar un ecosistema complejo; y, sin embargo, lo alimentan. Las focas cangrejeras no son una especie animal de la que hayamos oído hablar muchos de nosotros, pero pueden ser en realidad la especie de animales grandes que ocupa el segundo puesto por su número en la Tierra después de los seres humanos. En el hielo a la deriva que rodea el continente antártico puede que vivan hasta 15 millones de ellas.52 Tal vez haya otros dos millones de focas de Weddell, al menos medio millón de pingüinos emperador y puede que hasta cuatro millones de pinguinos adelia. Así que la cadena alimentaria es de una inestabilidad desesperante, pero, de algún modo, funciona. Lo más notable del asunto es que no sabemos como.

Todo esto es un medio muy tortuoso de explicar que sabemos muy poco del mayor sistema terrestre. Pero, bueno, como veremos en las páginas que nos quedan, en cuanto se empieza a hablar de la vida, hay muchísimo que no sabemos… entre otras cosas, cómo se puso en marcha por primera vez.

19. LA APARICIÓN DE LA VIDA

En 1953, un estudiante graduado de la Universidad de Chicago, Stanley Miller; cogió dos matraces (uno que contenía un poco de agua para representar el océano primigenio; el otro con una mezcla de metano, amoniaco y sulfuro de hidrógeno en estado gaseoso, que representaba la primitiva atmósfera de la Tierra›, los conectó con tubos de goma e introdujo unas chispas eléctricas como sustituto de los rayos. A los pocos días, el agua de los matraces se había puesto verde y amarilla y se había convertido en un sustancioso caldo de aminoácidos,' ácidos grasos, azucares v otros compuestos orgánicos. «Si Dios no lo hizo de este modo-comentó encantado el supervisor de Miller, el premio Nobel Harold Urey-, desperdició una buena opción.»

La prensa de la época hizo que pareciese que lo único que hacía falta era que alguien diese un buen meneo a los matraces para que saliese arrastrándose de ellos la vida. El tiempo ha demostrado que el asunto no era tan simple. A pesar de medio siglo de estudios posteriores, no estamos más cerca hoy de sintetizar la vida que en 1953Y estamos mucho más lejos de pensar que podemos hacerlo. Hoy los científicos están bastante seguros de que la atmósfera primitiva no se hallaba tan preparada para el desarrollo como el estofado gaseoso de Miller y Urey, que era una mezcla bastante menos reactiva de nitrógeno y dióxido de carbono. La repetición de los experimentos de Miller con estos aportes mucho más completos no ha producido hasta ahora más que un aminoácido bastante primitivo.2 De todos modos, crear aminoácidos no es en realidad el problema. El problema son las proteínas.

Las proteínas son lo que obtienes cuando logras unir aminoácidos, y necesitamos muchísimas. Nadie lo sabe en realidad, pero puede haber hasta un millón de tipos de proteínas en el cuerpo humano 3 y cada una de ellas es un pequeño milagro. Según todas las leyes de la probabilidad, las proteínas no deberían existir. Para hacer una necesitas agrupar los aminoácidos (a los que estoy obligado por larga tradición a calificar aquí como «los ladrillos de la vida») en un orden determinado, de una forma muy parecida a como se agrupan las letras en un orden determinado para escribir una palabra. El problema es que las palabras del alfabeto de los aminoácidos suelen ser extraordinariamente largas. Para escribir colágeno, el nombre de un tipo frecuente de proteína, necesitas Colocar en el orden correcto ocho letras. Para hacer colágeno, hay que Colocar 1.055 aminoácidos exactamente en la secuencia correcta. Pero -y es una cuestión obvia pero crucial – no lo haces tú. Se hace solo, espontáneamente, sin dirección; y ahí es donde intervienen las improbabilidades.

Las posibilidades de que una molécula con una secuencia de 1.055 aminoácidos como el colágeno se autoorganice de una forma espontánea son claramente nulas. Sencillamente no sucederá. Para entender hasta qué punto es improbable su existencia, visualiza una maquina tragaperras normal de Las Vegas, pero muy ampliada (hasta los 27 metros, para ser exactos), de manera que quepan en ella 1.055 ruedecillas giratorias en vez de las tres o cuatro habituales, y con 20 símbolos en cada rueda (uno por cada aminoácido común).» ¿Cuánto tiempo tendrías que pasarte dándole a la manivela para que llegaran a aparecer en el orden correcto los 1.055 símbolos? Efectivamente, infinito. Aunque redujeses el número de ruedas giratorias a 200, que es en realidad un número más característico de aminoácidos para una proteína, las posibilidades en contra de que apareciesen las 200 en una secuencia prescrita son de 1 entre 10260 (es decir un 1 seguido de 260 ceros).4 Esta cifra es por sí sola mayor que el número de todos los átomos del universo.

Las proteínas son, en suma, entidades complejas. La hemoglobina sólo tiene 146 aminoácidos, una nadería para criterios proteínicos,5 pero incluso ella presenta 10190 combinaciones posibles de aminoácidos, que son el motivo de que el químico de la Universidad de Cambridge, Max Perutz, tardase veintitrés años (más o menos una carrera profesional) en desentrañarlas. Que ciertos acontecimientos aleatorios produjesen incluso una sola proteína resultaría algo de asombrosa improbabilidad, comparable al hecho de que un torbellino que pasase por un depósito de chatarra dejase atrás un reactor jumbo completamente montado, según el pintoresco símil del astrónomo Fred Hoyle.

* Existen, en realidad, 22 aminoácidos naturales conocidos en la Tierra. Y puede haber más esperando que los descubramos. Pero sólo son necesarios 20 para producirnos y para producir la mayoría de los demás seres vivos. El que hace el número 22, llamado pirrolisina, fue descubierto el año 2002 por los investigadores de la Universidad Estatal de Ohio. Sólo se encuentra en un tipo de arquea (forma de vida básica que analizaremos un poco más adelante) denominada Methanosarcina barkeri. (N. del A.)

Sin embargo, estamos hablando de cientos de miles de proteínas, tal vez un millón, únicas cada una de ellas y vitales, por lo que sabemos, cada una para el mantenimiento de un tú sólido y feliz. Y ahí empieza el asunto. Para que una proteína sea útil no sólo debe agrupar aminoácidos en el orden correcto, debe entregarse a una especie de papiroflexia química y plegarse de una forma muy específica. Incluso después de haber alcanzado esa complejidad estructural, una proteína no te servirá de nada si no puede reproducirse, y las proteínas no pueden hacerlo. Por eso necesitas ADN. El ADN es un hacha en lo de la reproducción (puede hacer una copia de sí mismo en cuestión de segundos), 6 pero no es capaz de hacer prácticamente nada más. Así que nos encontramos ante una situación paradójica. Las proteínas no pueden existir sin el ADN y el ADN no vale nada sin las proteínas. ¿Hemos de suponer, pues, que surgieron simultáneamente con el propósito de apoyarse entre sí? Si fue así: ¡puf!

Y hay más aún. El ADN, las proteínas y los demás elementos de la vida no podrían prosperar sin algún tipo de membrana que los contenga. Ningún átomo ni molécula ha alcanzado nunca vida independientemente. Desprende cualquier átomo de tu cuerpo y no estará más vivo que un grano de arena. Esos materiales diversos sólo pueden tomar parte en el asombroso baile que llamamos vida cuando se unen en el refugio alimentador de una célula. Sin la célula, no son más que sustancias químicas interesantes. Pero, sin las sustancias químicas, la célula carece también de propósito. Como dice Davies: «Si cada cosa necesita a todas las demás, ¿cómo pudo surgir en principio la comunidad de moléculas?». Es como silos ingredientes de tu cocina se uniesen misteriosamente y se convirtiesen solos en una tarta… pero una tarta que además pudiera dividirse cuando hiciera falta para producir más tartas. No es raro que le llamemos milagro de la vida. Tampoco lo es que apenas hayamos empezado a comprenderlo.

¿Qué es, pues, lo que explica toda esta maravillosa complejidad? Bueno, una posibilidad es que quizá no sea del todo (no del todo) tan maravillosa como parece en principio. Consideremos esas proteínas tan asombrosamente inverosímiles. El prodigio que vemos en su agrupación se debe a que suponemos que aparecieron en escena plenamente formadas. Pero ¿y si las cadenas de proteínas no se agruparon de golpe? ¿Y si en la gran máquina tragaperras de la «creación» pudiesen pararse algunas ruedas, lo mismo que podría conservar un jugador un número de cerezas prometedoras? ¿Y si, dicho de otro modo, las proteínas no hubiesen brotado súbitamente a la existencia, sino que hubiesen evolucionado?

Imagínate que cogieses todos los elementos que componen a un ser humano (carbono, hidrógeno, oxígeno, etcétera) y los pusieses en un recipiente con un poco de agua, lo agitaras con fuerza y saliese una persona. Sería asombroso. Pues bien, eso es lo que vienen a decir Hoyle y otros (incluidos muchos ardorosos creacionistas) cuando afirman que las proteínas se formaron de pronto de forma espontánea. No es posible talcosa… no pudo ser así. Como explica Richard Dawkins en El relojero ciego, tiene que haber habido algún tipo de proceso de selección acumulativo que permitió agruparse a los aminoácidos.8 Tal vez se unieron dos o tres aminoácidos con algún objetivo simple y luego, al cabo de un tiempo, se tropezaron con otro pequeño grupo similar y, al hacerlo, «descubrieron» alguna mejora adicional.

Las reacciones químicas del tipo de las que se asocian con la vida son en realidad algo común y corriente. Tal vez no podamos prepararlas en un laboratorio como Stanley Miller y Harold Urey, pero el universo lo hace con bastante frecuencia. Muchas moléculas de la naturaleza se unen para formar largas cadenas denominadas polímeros.9 Los azúcares se agrupan constantemente para formar almidones. Los cristales pueden hacer muchas cosas parecidas a la vida: reproducirse, reaccionar a los estímulos ambientales, adoptar una complejidad pautada… Nunca han alcanzado la vida misma, por supuesto, pero demuestran de forma insistente que la complejidad es un hecho natural, espontáneo y absolutamente fiable. Puede haber o no mucha vida en el universo en su conjunto, pero lo que falta es automontaje ordenado, en todas las cosas, desde la pasmosa simetría de los copos de nieve hasta los hermosos anillos de Saturno.

Tan poderosa es esta tendencia natural a la agrupación que muchos científicos creen que la vida puede ser más inevitable de lo que pensamos… que es, en palabras del bioquímico y premio Nobel belga Christian de Duve, «una manifestación obligatoria de la materia,10 obligada a surgir siempre que se dan las condiciones apropiadas». De Duve consideraba probable que se diesen esas condiciones un millón de veces en cada galaxia.

Desde luego no hay nada demasiado exótico en las sustancias químicas que nos animan. Si quisieras crear otra criatura viva, ya sea una perca dorada, un cogollo de lechuga o un ser humano, sólo necesitarías cuatro elementos principales:11 carbono, hidrógeno, oxigeno y nitrógeno, más pequeñas cantidades de algunos más, principalmente azufre, fósforo, calcio y hierro. Dispón esos elementos unidos en tres docenas de combinaciones o así para formar más azúcares, ácidos y otros compuestos básicos y podrás construir cualquier ser vivo. Como dice Dawkins: «Las sustancias de las que están hechas las cosas vivas no tienen nada de especial.12 Las cosas vivas son colecciones de moléculas, como todo lo demás».

El balance final es que la vida es asombrosa y gratificante, tal vez hasta milagrosa, pero de ningún modo imposible… como atestiguamos una y otra vez con nuestra humilde existencia. Muchos de los pequeños detalles de los comienzos de la vida siguen siendo, claro, bastante imponderables. Todos los escenarios sobre los que hayas podido leer relacionados con las condiciones necesarias para la vida incluyen agua (desde el «cálido charquito» donde suponía Darwin que se inició la vida, a las burbujeantes chimeneas submarinas que son ahora las candidatas más probables para el inicio de la vida), pero aquí se pasa por alto el hecho de que, para convertir monómeros en polímeros (es decir; para empezar a crear proteínas), hace falta un tipo de reacción que se denomina en biología «enlaces de deshidratación». Como dice un destacado texto de esa disciplina, tal vez con sólo una leve sombra de desasosiego:13 «Los investigadores coinciden en que esas reacciones no habrían sido energéticamente favorables en el mar primitivo, o en realidad en ningún medio acuoso, debido a la ley de acción de masas». Es algo muy parecido a echar azúcar en un vaso de agua y que se convierta en un cubo. No debería suceder, pero el hecho es que sucede en la naturaleza. Los procesos químicos concretos de todo esto son un poco crípticos para lo que nos proponemos aquí, pero basta con saber que, si humedeces monómeros, no se convierten en polímeros… salvo cuando crearon la vida en la Tierra. Cómo y por qué sucedió eso entonces y no sucedió otra cosa es uno de los grandes interrogantes de la biología.

Una de las mayores sorpresas de las ciencias de la Tierra en las décadas recientes fue precisamente el descubrimiento de cuándo surgió la vida en la historia de la Tierra. Todavía bien entrados los años cincuenta se creía que la vida tenía menos de 600 millones de años de antigüedad.14 En la década de los setenta, unas cuantas almas intrépidas creían ya que tal vez se remontase a 2.500 millones de años. Pero la cifra actual de 3.850 millones de años sitúa el origen de la vida en un pasado declamo-rosa antigüedad. La superficie de la Tierra no empezó a solidificarse hasta hace unos 3.900 millones de años.

«Sólo podemos deducir de esa rapidez que para las bacterias no es "difícil" evolucionar 15 en planetas que reúnan las condiciones adecuadas», opinaba Stephen Jay Gould en el New York Times en 1966, como él mismo decía en otro lugar; es difícil eludir la conclusión de que «la vida, al surgir tan pronto como podía hacerlo, estaba químicamente destinada a ser».16

La vida afloró tan deprisa, en realidad, que algunas autoridades en la materia piensan que tuvo que haber contado con alguna ayuda… tal vez bastante ayuda. La idea de que la vida terrestre pudiese haber llegado del espacio tiene una historia sorprendentemente larga e incluso distinguida en ocasiones. El gran lord Kelvin planteó la posibilidad, en 1871, en un congreso de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia, cuando dijo que «los gérmenes de la vida pudo haberlos traído a la Tierra algún meteorito». Pero esto quedó como poco más que una idea marginal hasta que, un domingo de septiembre de 1969, una serie de explosiones sónicas y la visión de una bola de fuego cruzando el cielo de este a Oeste sobresaltó a decenas de miles de australianos.17 La bola de luego hizo un extraño sonido chisporroteante al pasar y dejó tras ella un olor que a algunos les pareció como a alcohol metilado y otros se limitaron a calificar de espantoso.

La bola de fuego estalló encima de Murchison, una población de seiscientos habitantes situada en Goulburn Valley, al norte de Melbourne, y cayó en una lluvia de fragmentos, algunos de los cuales pesaban más de cinco kilos. Afortunadamente no hicieron daño a nadie. El meteorito era de un tipo raro, conocido como condrita carbonosa, y la gente del pueblo recogió y guardó diligentemente unos 90 kilos de él. El momento no podría haber sido más oportuno. Menos de dos meses antes, habían regresado a la Tierra astronautas del Apolo 11 con un saco lleno de rocas lunares, así que los laboratorios del mundo se estaban preparando para recibir rocas de origen extraterrestre estaban clamando, en realidad, por ellas,

Se descubrió que el meteorito de Murchison tenía 4.500 millones de años de antigüedad y estaba salpicado de aminoácidos, 74 tipos en total,18 ocho de ellos involucrados en la formación de las proteínas terrestres. (A finales de 2001, más de treinta años después de que cayese, el equipo del Centro de Investigación Ames de California comunicó que la roca de Murchison contenía también cadenas complejas de azúcares llamados poliolos, que no se habían encontrado antes fuera de la Tierra.

Desde 1960 se han cruzado en el camino de la Tierra unas cuantas condritas carbonosas más19 (una que cayó cerca del lago Tagish en el Yukón canadiense en enero de 2000 resultó visible en grandes sectores de Norteamérica) y han confirmado asimismo que el universo es en realidad rico en compuestos orgánicos. Hoy se cree que un 25% de las moléculas del cometa Halley son moléculas orgánicas. Si un número suficiente de ellas aterriza en un lugar apropiado (la Tierra, por ejemplo), tendrás los elementos básicos necesarios para la vida.

Hay dos problemas relacionados con las ideas de la panespermia, que es como se conocen las teorías del origen extraterrestre de la vida. El primero es que no aclara ninguno de los interrogantes relacionados con cómo surgió la vida; se limita a desplazar la responsabilidad del asunto a otro lugar El otro es que la panespermia tiende a veces a provocar incluso en sus partidarios más respetables grados de especulación que pueden, sin duda alguna, calificarse de imprudentes. Francis Crick, codescubridor de la estructura del ADN, y su colega Leslie Orgel han postulado que la Tierra fue «deliberadamente sembrada con vida por alienígenas inteligentes», una idea que para Gribbin «se halla en el límite mismo de la respetabilidad científica»…20 o, dicho de otro modo, una idea que se consideraría descabellada y lunática si no lo expusiese alguien galardonado con el premio Nobel. Fred Hoyle y su colega Chandra Wickramasinghe minaron aún más el entusiasmo por la panespermia sugiriendo, como se indicó en el capítulo 3, que el espacio exterior nos trajo no sólo vida sino también muchas enfermedades como la gripe y la peste bubónica, ideas que fueron fácilmente refutadas por los bioquímicos.

Fuese lo que fuese lo que impulsó a la vida a iniciar su andadura, sucedió sólo una vez. Este es el hecho más extraordinario de la biología, tal vez el hecho más extraordinario que conocemos. Todo lo que ha vivido, planta o animal, tuvo su inicio a partir del mismo tirón primordial. En determinado punto de un pasado inconcebiblemente lejano, cierta bolsita de sustancias químicas se abrió paso hacia la vida. Absorbió algunos nutrientes, palpitó suavemente, tuvo una breve existencia. Todo eso pudo haber sucedido antes, tal vez muchas veces. Pero este paquete ancestral hizo algo adicional y extraordinario: se dividió y produjo un heredero. Una pequeña masa de material genético pasó de una entidad viva a otra, y nunca ha dejado de moverse desde entonces. Fue el momento de la creación para todos nosotros. Los biólogos le llaman a veces el Gran Nacimiento.

«Adonde quiera que vayas en el mundo, cualquier animal, planta, bicho o gota que veas21 utilizará el mismo diccionario y conocerá el mismo código. Toda la vida es una», dice Matt Ridley. Somos todos el resultado de un solo truco genético transmitido de generación en generación a lo largo de casi 4.000 millones de años, hasta el punto de que puedes coger un fragmento de instrucción genética humana v añadirlo a una célula de levadura defectuosa, y la célula de levadura lo pondrá a trabajar como si fuera suyo. En un sentido muy real, es suyo.

El alba de la vida (0 algo muy parecido) se halla en una estantería de la oficina de una geoquímica isotópica llamada Victoria Bennett, del edificio de Ciencias de la Tierra de la Universidad Nacional Australiana de Camberra. La señora Bennett, que es estadounidense, llegó de California a esa universidad con un contrato de dos años en 1989 y lleva allí desde entonces. Cuando la visité, a finales de 2001, me paso un trozo de roca no demasiado grande, compuesto de finas vetas alternadas de cuarzo blanco y un material verde grisáceo llamado clinopiroxeno. La roca procedía de la isla de Akilia, en Groenlandia, donde se encontraron rocas excepcionalmente antiguas en 1997. Las rocas tienen 3.850 millones de años y son los sedimentos marinos más antiguos que se han encontrado hasta el momento.

–No podemos estar seguros de que lo que tienes en la mano haya contenido alguna vez organismos vivos- porque, para saberlo, habría que pulverizarlo -me explicó Bennett-. Pero procede del mismo yacimiento donde se excavó el testimonio de vida más antiguo que se conoce, así que lo más probable es que hubiese vida en él.

Tampoco encontrarías microbios fosilizados, por mucho que buscases. Desgraciadamente, cualquier organismo simple hubiera desaparecido calcinado en los procesos que convirtieron el cieno del océano en piedra. Lo que veríamos, en lugar de eso, si machacásemos la piedra y examinásemos sus restos al microscopio, serían residuos químicos que pudiesen haber dejado atrás los organismos: isótopos de carbono y un tipo de fosfato llamado apatito, que proporcionan juntos un testimonio firme de que la roca contuvo en tiempos colonias de seres vivos.

–Sólo podríamos hacer conjeturas sobre el aspecto que pudo haber tenido el organismo -(dijo Bennett -. Probablemente fuese todo lo elemental que puede serlo la vida… pero aun así era vida. Vivía. Se propagaba.

Y acabó conduciendo hasta nosotros.

Si te dedicas a rocas muy antiguas, y es indudable que la señora Bennett está dedicada a eso, hace mucho que la Universidad Nacional Australiana es un lugar excelente para trabajan Eso se debe principalmente al ingenio de un hombre llamado Bill Compston, que ya está jubilado pero que, en la década de los setenta, construyó la primera microsonda iónica sensible de alta resolución, o SHRTMP (es decir; CAMARÓN), que es como se la conoce más afectuosamente por sus iniciales en inglés – Sensitive High Resolution Ion Micro Probe – de microsonido electrónico de alta resolución sensible al ión. Se trata de una máquina que mide la tasa de desintegración del uranio en unos pequeños minerales llamados zircones. Los zircones aparecen en la mayoría de las rocas, aunque no en los basaltos, y son extremadamente duraderos, ya que sobreviven a todos los procesos naturales salvo la subducción. La mayor parte de la corteza de la Tierra ha vuelto a deslizarse en el interior en algún momento, pero los geólogos, sólo esporádicamente (en Australia Occidental y en Groenlandia, por ejemplo) han encontrado afloramientos de rocas que hayan permanecido siempre en la superficie. La máquina de Compston permitió que se fecharan esas rocas con una precisión sin paralelo. El prototipo del SHRIMP se construyó y torneó en los propios talleres del Departamento de Ciencias de la Tierra, y parecía una cosa hecha con piezas sobrantes, pero funcionaba magníficamente. En su primera prueba oficial, en 1982, fechó la cosa más vieja que se había encontrado hasta entonces, una roca de Australia Occidental de 4.300 millones de años de antigüedad.

–Causó mucho revuelo en la época -me contó Bennett- encontrar tan deprisa algo tan importante con una nueva tecnología.

Me guió pasillo abajo para que viese el modelo actual, el SHRIMP II. Era un aparato de acero inoxidable grande y sólido, de unos 3,5 metros de largo por 1,5 metros de altura, y tan sólidamente construido como una sonda abisal. En una consola que había frente a él, y pendiente de las hileras de cifras en constante cambio de una pantalla, había un hombre llamado Bob, de la Universidad de Canterbury, Nueva Zelanda. Llevaba allí desde las cuatro de la mañana, me explicó. Eran ya las nueve y disponía de la máquina hasta el mediodía. SHRlMP IT funciona las veinticuatro horas del día; son muchas las rocas que hay que fechan Si preguntas a un par de geoquímicos cómo funciona un aparato así, empezará a hablarte de abundancias isotópicas y de niveles de ionización con un entusiasmo que resulta simpático pero insondable. El resumen de todo ello era, sin embargo, que la máquina es capaz, bombardeando una muestra de roca con corrientes de átomos cargados, de detectar diferencias sutiles en las cantidades de plomo y uranio de las muestras de zircón, pudiendo deducirse a través de ellas con exactitud la edad de las rocas. Bob me explicó que se tarda diecisiete minutos en analizar un zircón y que hay que analizar docenas en cada roca para conseguir una datación fiable. El proceso parece exigir en la práctica el mismo nivel de actividad dispersa, y aproximadamente el mismo estímulo, que un viaje a la lavandería. Pero Bob parecía muy feliz; claro que en Nueva Zelanda la gente suele parecerlo.

El Departamento de Ciencias de la Tierra era una extraña combinación, en parte oficina, en parte laboratorio, en parte depósito de maquinaria.

–Antes fabricábamos todo aquí -dijo-. Teníamos incluso un soplador de vidrio, pero se jubiló. De todos modos, aún tenemos dos machacadores de piedras a jornada completa.

Percibió mi expresión de leve sorpresa.

–Tenemos que analizar muchísimas piedras. Y hay que prepararlas con mucho cuidado. Tienes que asegurarte de que no hay ninguna contaminación de muestras anteriores… que no queda polvo ni nada. Es un proceso muy meticuloso.

Me enseñó las máquinas de triturar rocas, que eran realmente impolutas, aunque los trituradores parecían haberse ido a tomar un café. Al lado de las máquinas había grandes cajas que contenían piedras de todos los tamaños y las formas. Era verdad, sin duda, que analizaban muchísimas piedras en la Universidad Nacional Australiana.

Cuando volvimos al despacho de Bennett, después de nuestro recorrido me fijé en que había colgado en la pared un cartel que mostraba una interpretación pintorescamente imaginativa de la Tierra tal como podría haber sido hace 3.500 millones de años, justo cuando empezaba a Iniciarse la vida, en el antiguo periodo conocido por la ciencia de la Tierra como Arcaico. En el cartel se veía un paisaje alienígena de volcanes inmensos y muy activos, así como un mar brumoso de color cobrizo bajo un cielo de un rojo chillón. En primer plano se veían los bajíos llenos de estromatolitos, una especie de roca bacteriana. No parecía un lugar muy prometedor para crear y sustentar vida. Le pregunté si la representación era veraz.

–Bueno, hay una escuela de pensamiento que sostiene que en realidad hacía frío entonces porque el Sol era mucho más débil. (Más tarde me enteré de que los biólogos, cuando se ponen jocosos, se refieren a esto como «el problema del restaurante chino»… porque teníamos un dim Sun.*)

* Dim Sun es la transcripción aproximada de un aperitivo cantonés, que en chino significa «toca el corazón», pero que en inglés significa «Sol tenue». (N. del T)

Sin atmósfera, los rayos ultravioleta del Sol, incluso de un Sol débil, habrían tendido a descomponer cualquier enlace incipiente que estableciesen las moléculas. Y ahí tienes, sin embargo -digo señalando los estromatolitos-, organismos casi en la superficie. Es un rompecabezas.

–Así que no sabemos cómo era el mundo entonces…

–Mmmm -asintió cavilosamente.

–De todos modos, no parece muy propicio para la vida.

–Pero tuvo que haber -dijo con un cabeceo amistoso- algo que fuese propicio para la vida. Si no, no estaríamos aquí.

Para nosotros no habría sido un medio propicio, desde luego. Si tuvieses que salir de una máquina del tiempo en aquel antiguo mundo del periodo Arcaico, volverías a meterte corriendo en la máquina, porque no había más oxígeno para respirar en la Tierra del que hay hoy en Marte. Todo estaba lleno además de vapores nocivos de ácido clorhídrico y de ácido sulfúrico lo suficientemente potentes para corroer la ropa y quemar la piel.23 No se habrían podido contemplar además las vistas limpias y luminosas que aparecían en el cartel del despacho de Victoria Bennett. El caldo químico que era la atmósfera entonces habría impedído que llegase mucha luz del Sol a la superficie de la Tierra. Lo poco que pudieses ver estaría brevemente iluminado por relumbrantes y frecuentes fogonazos de relámpagos. En resumen, era la Tierra, pero una Tierra que no identificaríamos como nuestra.

En el mundo del periodo Arcaico había pocos aniversarios v estaban muy espaciados. Durante 2.000 millones de años, las únicas formas de vida eran organismos bacterianos. Vivían, se reproducían, pululaban, pero no mostraban ninguna inclinación especial a pasar a otro nivel de existencia más interesante. En un momento determinado de los primeros 1.000 millones de años, las cianobacterias, o algas verdeazuladas, aprendieron a aprovechar un recurso al que había libre acceso: el hidrógeno que existe en el agua en abundancia espectacular Absorbían moléculas de agua, se zampaban el hidrógeno y liberaban el oxígeno como desecho, inventando así la fotosíntesis. Como dicen Margulis y Sagan, la fotosíntesis es «indudablemente la innovación metabólica más importante de la historia de la vida en el planeta»…24 y no la inventaron las plantas, sino las bacterias.

Al proliferar las cianobacterias, el mundo empezó a llenarse de O2, para consternación de aquellos organismos para los que era venenoso… Que en aquellos tiempos eran todos. En un mundo anaeróbico (o que no utiliza oxígeno), el oxígeno es extremadamente venenoso. Nuestros glóbulos blancos usan, en realidad, el oxígeno para matar las bacterias invasoras.25 Que el oxígeno sea fundamentalmente tóxico suele constituir una sorpresa para los que lo encontramos tan grato para nuestro bienestar, pero eso se debe únicamente a que hemos evolucionado para poder aprovecharlo. Para otros seres es aterrador. Es lo que vuelve rancia la manteca y cubre de herrumbre el hierro. Nosotros, incluso, podemos tolerarlo sólo hasta cierto punto. El nivel de oxígeno de nuestras células es sólo aproximadamente un décimo del que existe en la atmósfera.

Los nuevos organismos que utilizaban oxígeno tenían dos ventajas. El oxígeno era una forma más eficiente de producir energía y acababa además con organismos competidores. Algunos se retiraron al cenagoso mundo anaeróbico de pantanos y lechos de lagos. Otros hicieron lo mismo, pero más tarde (mucho más tarde) migraron a los tractos digestivos de seres como tú y como yo. Un buen número de estas entidades primigenias está vivo dentro de tu cuerpo en este momento, ayudando a la digestión de lo que comes, pero rechazando hasta el más leve soplo de O2. Un número incontable más de ellas no consiguió adaptarse y pereció.

Las cianobacterias fueron un éxito fugitivo. Al principio, el oxígeno extra que produjeron no se acumuló en la atmósfera, sino que se combinó con hierro para formar óxidos férricos, que se hundieron hasta el fondo de los mares primitivos. Durante millones de años, el mundo literal-mente se oxidó, un fenómeno del que son vívido testimonio los depósitos ribeteados de hierro que proporcionan hoy una parte tan importante del mineral de hierro. Durante muchas decenas de millones de años no sucedió mucho más que esto. Si retrocedieses ahora hasta aquel primitivo mundo del Proterozoico, no hallarías muchos signos prometedores en la Tierra para la vida futura. Tal vez encontrases de cuando en cuando una película de suciedad viva o una capa de marrones v verdes brillantes en rocas de la costa, pero por lo demás la vida se mantendría invisible.

Sin embargo, hace unos 3.500 millones de años se hizo patente algo más notorio.16 Donde el mar era poco profundo empezaron a aparecer estructuras visibles. Cuando las cianobacterías pasaban por sus rutinas químicas se hacían un poquito pegajosas, y esa pegajosidad atrapaba micropartículas de polvo y arena que se unían para formar estructuras un poco extrañas pero sólidas (los estromatolitos representados en las aguas poco profundas del mar del cartel del despacho de Victoria Bennett). Los estromatolitos tenían diversas formas v tamaños. Parecían unas veces enormes coliflores, a veces colchones esponjosos (estromatolitos viene de la palabra griega que significa colchón); otras veces tenían forma de columnas, se elevaban decenas de metros por encima de la superficie del agua (llegaban a veces a los 100 metros). Eran en todas sus manifestaciones una especie de roca viviente y constituye ron la primera empresa cooperativa del mundo, viviendo algunas variedades justo en la superficie, y otras justo por debajo de ella, y aprovechando cada una las condiciones creadas por la otra. El mundo tuvo así su primer ecosistema.

Los científicos conocían los estromatolitos por formaciones fósiles, pero en 1961 se llevaron una auténtica sorpresa al descubrirse una comunidad de estromatolitos vivos en la bahía Shark, en la remota costa del noroeste de Australia. Fue un descubrimiento de lo más inesperado… tan inesperado, en realidad, que los científicos tardaron varios años en darse cuenta cabal de lo que habían encontrado. Hoy, sin embargo, la bahía Shark es una atracción turística… o ¼ es al menos en la medida en que puede llegar a ser una atracción turística un lugar que queda a cien-tos de kilómetros del resto del mundo y a docenas de kilómetros de algún sitio en el que se pueda están Se han construido paseos marítimos entarimados en la bahía para que los visitantes puedan caminar sobre el agua y contemplar a gusto los estromatolitos, que están allí respirando muy tranquilos bajo la superficie. Son grises y sin brillo y parecen, como he dicho ya en un libro anterior; boñigas muy grandes. Pero resulta curioso y turbador considerar que estás contemplando restos vivos de la Tierra tal como era hace 3.500 millones de años. Como ha dicho Richard Fortey: «Esto es viajar de verdad en el tiempo27 y, si el mundo estuviese conectado con sus auténticas maravillas, este espectáculo sería tan bien conocido como las pirámides de Gizeh». Aunque tú nunca lo dirías, esas rocas mates están llenas de vida: en cada metro cuadrado de roca se calcula que hay (es un cálculo estimativo, claro) 3.000 millones de organismos individuales. A veces, cuando miras detenidamente, llegas a ver pequeños anillos de burbujas que ascienden a la superficie que es el oxígeno del que se están deshaciendo. Estos minúsculos procesos elevaron el nivel de oxígeno en la atmósfera de la Tierra al 20%, preparando el camino para el capítulo siguiente, y más complejo, de la historia de la vida.

Se ha llegado a decir que las cianobacterias de la bahía Shark tal vez sean los organismos de más lenta evolución de la Tierra,28 y es indudable que se cuentan hoy entre los mas raros. Después de preparar el camino para formas de vida más complejas, los devoraron borrándolos de la existencia precisamente esos organismos cuya existencia habían hecho ellos mismos posible. (Perviven en bahía Shark porque las aguas son demasiado saladas para las criaturas que se los comerían.)

Una razón de que la vida tardase tanto en hacerse compleja fue que el mundo tuvo que esperar a que los organismos más simples hubiesen oxigenado lo suficiente la atmósfera. «Los animales no podían reunir la energía suficiente para trabajar» 29 como ha dicho Fortev. Hicieron falta unos dos mil millones de años, aproximadamente el 40% de la historia de la Tierra, para que los niveles de oxígeno alcanzasen mas o menos los niveles modernos de concentración en la atmósfera. Pero una vez dispuesto el escenario, y al parecer de forma completamente súbita, surgió un tipo de célula del todo nuevo… una célula que contenía un núcleo y otros cuerpos pequeños denominados colectivamente organelos (que significa en griego «instrumentitos»). Se cree que se inició el proceso cuando alguna bacteria equivocada o aventurera invadió otra o fue capturada por ella y resultó que eso les pareció bien a ambas. La bacteria cautiva se cree que se convirtió en una mitocondria. Esta invasión mitocóndrica (o acontecimiento endosimbiótico, como les gusta denominarlo a los biólogos) hizo posible la vida compleja. (Una invasión similar produjo en las plantas los cloroplastos, que las permiten fotosintetizan)

Las mitocondrias manipulan el oxígeno de un modo que libera energía de los alimentos. Sin este ingenioso truco auxiliador, la vida en la Tierra no seria hoy más que un fango de simples microbios.30 Las mitocondrias son muy pequeñas (podrías meter mil millones de ellas en el espacio que ocupa un grano de arena),31 pero también muy voraces. Casi todos los nutrientes que absorbes son para alimentarías.

No podríamos vivir dos minutos sin ellas, pero incluso después de mil millones de años las mitocondrias se comportan como si las cosas pudiesen no llegar a ir bien entre nosotros. Conservan su propio ADN, su ARN y sus ribosomas. Se reproducen a un ritmo diferente que sus células anfitrionas. Parecen bacterias, se dividen como bacterias v reaccionan a veces a los antibióticos como lo hacen las bacterias. Ni siquiera hablan el mismo lenguaje genético que la célula en la que viven. En suma, no han deshecho las maletas. Es como tener un extraño en tu casa, pero uno que llevase allí mil millones de años.

El nuevo tipo de células se conoce como eucariota (que significa «verdaderamente nucleadas»), a diferencia del viejo tipo, que se conocen como procariotas («prenucleadas»), y parecen haber llegado súbitamente al registro fósil. Las eucariotas más viejas que se conocen, llamadas Grypania, se descubrieron en sedimentos de hierro de Michigan en 1992. Esos fósiles sólo se han encontrado una vez y luego no se vuelve a tener noticia de ellos en 500 millones de años.32

La Tierra había dado su primer paso para convertirse en un planeta verdaderamente interesante. Las viejas células procariotas, comparadas con las nuevas eucariotas, eran poco más que bolsas de sustancias químicas»,33 por utilizar la expresión del geólogo inglés Stephen Drury. Las eucariotas eran mayores (llegarían a ser hasta 10.000 veces más grandes) que sus primas más sencillas, y podían contener hasta mil veces más ADN. De forma gradual, gracias a estos avances, la vida fue haciéndose más compleja y creó dos tipos de organismos: los que expelen oxígeno (como las plantas) y los que lo absorben (como los animales).

A los organismos eucariotas unicelulares se los llamó en tiempos protozoos («preanimales»), pero ese término se desechó progresivamente. Hoy el término común para designarlos es el de protistas. Comparadas con las bacterias, esas nuevas protistas eran unas maravillas de diseño y de refinamiento. La simple ameba, sólo una célula grande y sin mas ambiciones que existir, contiene 400 millones de bites de información genética en su ADN… lo suficiente, según Carl Sagan para llenar 80 libros de quinientas páginas.34

Al final, las células eucariotas aprendieron un truco aun más singular. Costó mucho tiempo (unos mil millones de años), pero estuvo muy bien cuando consiguieron dominarlo. Aprendieron a agruparse en seres pluricelulares complejos. Gracias a esta innovación fueron posibles entidades grandes, visibles y complejas como nosotros. El planeta tierra estaba listo para pasar a su siguiente y ambiciosa fase.

Pero antes de que nos emocionemos demasiado con eso, es conveniente recordar que el mundo, como estamos a punto de ver; pertenece aún a «lo muy pequeño».

20. UN MUNDO PEQUEÑO

Puede que no sea una buena idea que uno se tome un interés demasiado personal por sus microbios. El gran químico y bacteriólogo francés Louis Pasteur llegó a interesarse tanto por los suyos que se dedicaba a examinar críticamente cada plato que le ponían delante con un cristal de aumento, una costumbre que es de suponer que no le proporcionó muchas invitaciones repetidas a cenan

No tiene ningún sentido, en realidad, que intentes esconderte de tus bacterias, ya que están siempre dentro de ti y a tu alrededor, en cantidades que te resultarían inconcebibles. Si gozas de buena salud y eres medianamente diligente respecto a la higiene, tendrás un rebaño de unos 1.000 billones de bacterias pastando en las llanuras de tu carne,2 unas 100.000 por cada centímetro cuadrado de tu piel. Están ahí para zamparse los 10.000 millones o así de escamas de piel de las que te desprendes cada día, más todos los sabrosos aceites y los minerales fortalecedores que afloran de poros y fisuras. Eres para ellos el mejor bufé, con la ventaja añadida de calor y movilidad constante. Y ellas te dan para agradecértelo el «olor corporal».

Y ésas son sólo las bacterias que viven en la piel. Hay miles de billones más alojadas en el intestino y en los conductos nasales, aferradas a tu cabello y a tus pestañas, nadando por la superficie de tus ojos, taladrando el esmalte de dientes y muelas. El sistema digestivo alberga él solo más de 100.000 billones de microbios, de 400 tipos como mínimo.3 Unas bacterias se dedican a 105 azúcares, otras a los almidones, las hay que atacan a otras bacterias… Un número sorprendente de ellas, como las ubicuas espiroquetas intestinales, no tienen absolutamente ninguna función apreciable.4 Parece que les gusta simplemente estar contigo. El cuerpo humano consta de unos 10.000 trillones de células, pero alberga unos 100.000 trillones de células bacterianas.5 Son, en suma, una gran parte de nosotros. Desde el punto de vista de las bacterias, claro, nosotros somos una parte bastante pequeña de ellas.

Como los humanos somos lo suficientemente grandes y listos para fabricar y utilizar antibióticos y desinfectantes, es fácil que nos creamos de que hemos arrinconado va a las bacterias en los márgenes de la existencia. No lo creas. Puede que las bacterias no sean capaces de construir ciudades y que no rengan una vida social interesante, pero estarán aquí cuando estalle el Sol. Este es su planeta, y nosotros estamos en él sólo porque ellas nos permiten estar

Las bacterias, nunca lo olvides, se pasaron miles de millones de años sin nosotros. Sin ellas no podríamos sobrevivir un solo día.6 Procesan nuestros desechos y hacen que vuelvan a ser utilizables; sin su diligente mordisqueo nada se pudriría. Purifican nuestra agua y mantienen productivos nuestros suelos. Sintetizan vitaminas en nuestros intestinos, convierten las cosas que comemos en azúcares y polisacáridos útiles y hacen la guerra a los microbios foráneos que se nos cuelan por la garganta.

Dependemos totalmente de las bacterias para obtener nitrógeno del aire y convertirlo en nucleótidos y aminoácidos útiles para nosotros. Es una hazaña prodigiosa y gratificante. Como dicen Margulis y Sagan, para hacer lo mismo industrialmente (como cuando se fabrican fertilizantes) hay que calentar las materias primas hasta los 500º C centígrados y someterlas a presiones trescientas veces superiores a las normales. Las bacterias hacen lo mismo continuamente sin ningún problema, y menos mal que lo hacen, porque ningún organismo mayor podría sobrevivir sin el nitrógeno que le pasan. Y sobre todo los microbios siguen proporcionándonos el aire que respiramos y manteniendo estable la atmósfera. Los microbios, incluidas las versiones modernas de cianobacterias, suministran la mayor parte del oxígeno respirable del planeta. Las algas y otros pequeños organismos que burbujean en el mar aportan unos 150.000 millones de kilos al año.7

Y son asombrosamente prolíficas. Las más frenéticas de ellas pueden producir una nueva generación en menos de diez minutos; Clostridium perfringens, el pequeño y desagradable organismo que causa la gangrena, puede reproducirse en nueve minutos8 y luego empieza inmediatamente a reproducirse otra vez. A ese ritmo, una sola bacteria podría producir en teoría más vástagos en dos días que protones hay en el universo.9 «Si se da un suministro adecuado de nutrientes, una sola célula bacteriana puede generar 280 billones de individuos en un solo día»10 según el bioquímico y premio Nobel belga Christian de Duve. En el mismo periodo, una célula humana no conseguiría efectuar más que una división.

Aproximadamente una vez por cada millón de divisiones, producen un mutante. Eso significa mala suerte para el mutante -el cambio siempre es arriesgado para un organismo-, pero de cuando en cuando la nueva bacteria está dotada de alguna ventaja accidental, como, por ejemplo, la habilidad para eludir o rechazar el ataque de un antibiótico. Esta capacidad de evolucionar rápidamente va acompañada de otra ventaja aún más temible. Las bacterias comparten información. Cada una de ellas puede tomar piezas del código genético de cualquier otra. En el fondo, como han dicho Margulis y Sagan, todas las bacterias nadan en una sola charca genética.1' Cualquier cambio adaptativo que se produzca en un sector del universo bacteriano puede transmitirse a cualquier otro. Es como si un ser humano pudiese acudir a un insecto para obtener el material genético necesario para generar alas o poder andar por el techo. Significa que, desde un punto de vista genético, las bacterias se han convertido en un solo supraorganismo… pequeño, disperso, pero invencible.

Vivirán y prosperarán con casi cualquier cosa que derrames, babees o te sacudas de encima. Basta que les proporciones un poco de humedad (como cuando pasas un paño húmedo por un mostrador) y brotarán como surgidas de la nada. Comerán madera, la cola del empapelado, los metales de la pintura endurecida… Científicos de Australia encontraron microbios conocidos como Thiobacillus concretivorans12 que vivían -en realidad no podían vivir sin- en concentraciones de ácido sulfúrico lo suficientemente fuertes para disolver metal. Se descubrió que una especie llamada Micrococcus radiophilus vivía muy feliz en los tanques de residuos de los reactores nucleares, atracándose de plutonio y cualquier otra cosa que hubiese allí. Algunas bacterias descomponen materiales químicos de los que no obtienen beneficio alguno, que sepamos.13

Se las ha encontrado viviendo en géiseres de lodo hirviente y en lagos de sosa cáustica, en el interior profundo de rocas, en el fondo del mal; en charcos ocultos de agua helada de los McMurdo Dry Valleys de la Antártida y a J i kilómetros de profundidad en el océano Pacífico, donde las presiones son más de mil veces mayores que en la superficie, o el equivalente a soportar el peso de so reactores Jumbo. Algunas de ellas parecen ser prácticamente indestructibles. Según The Economist, la Deinococcus radiodurans es «casi inmune a la radiactividad». Destruye con radiación su ADN y las piezas volverán a recomponerse inmediatamente «como los miembros desgarbados de un muerto viviente de una película de terror».14

La supervivencia más extraordinaria, de la cual por el momento tenemos constancia, tal vez sea la de una bacteria, Streptococcus, que se recuperó de las lentes aisladas de una cámara que había permanecido dos años en la Luna.15 Hay, en suma, pocos entornos en los que las bacterias no estén dispuestas a vivir. «Están descubriendo ahora que cuando introducen sondas en chimeneas oceánicas tan calientes que las sondas empiezan realmente a fundirse, hay bacterias incluso allí», me contó Victoria Bennett.

En la década de 1920 dos científicos de la Universidad de Chicago comunicaron que habían aislado cepas de bacterias de los pozos de petróleo, que habían estado viviendo a 600 metros de profundidad. Se rechazó la idea como básicamente ridícula (no había nada que pudiese seguir vivo a 600 metros de profundidad) y, durante sesenta años, se consideró que las muestras habían sido contaminadas con microbios de la superficie. Hoy sabemos que hay un montón de microbios que viven en las profundidades de la Tierra, muchos de los cuales no tienen absolutamente nada que ver con el mundo orgánico convencional. Comen rocas, o más bien el material que hay en las rocas (hierro, azufre, manganeso, etcétera). Y respiran también cosas extrañas (hierro, cromo, cobalto, incluso uranio). Esos procesos puede que cooperen en la concentración de oro, cobre y otros metales preciosos, y puede que en la formación de yacimientos de petróleo y de gas natural. Se ha hablado incluso de que sus incansables mordisqueas hayan podido crear la corteza terrestre.16

Algunos científicos piensan ahora que podría haber hasta 100.000 billones de toneladas de bacterias viviendo bajo nuestros pies, en lo que se conoce como ecosistemas microbianos litoantótrofos subterráneos. Thomas Gold, de la Universidad de Cornell, ha calculado que si cogieses todas las bacterias del interior de la Tierra y las vertieses en la superficie, cubrirían el planeta hasta una altura de 15 metros,17 la altura de un edificio de cuatro plantas. Si los cálculos son correctos, podría haber más vida bajo la tierra que encima de ella.

En zonas profundas, los microbios disminuyen de tamaño y se vuelven extremadamente lentos e inactivos. El más dinámico de ellos puede dividirse no más de una vez por siglo,18 algunos puede que sólo de una vez en quinientos años. Como ha dicho The Economist: «La clave para una larga vida es, al parecer, no hacer demasiado».19 Cuando las cosas se ponen realmente feas, las bacterias están dispuestas a cerrar todos los sistemas y esperar que lleguen tiempos mejores. En 1997, los científicos consiguieron activar unas esporas de ántrax que habían permanecido aletargadas ochenta años en la vitrina de un museo de Trondheim, Noruega. Otros microorganismos han vuelto a la vida después de ser liberados de una lata de carne de 118 años de antigüedad o de una botella de cerveza de 166 años.20 En 1996, científicos de la Academia Rusa de la Ciencia afirmaron haber revivido bacterias que habían permanecido congeladas en el permafrost siberiano tres millones de años.11 Pero el récord lo ostenta, por el momento. La bacteria que Russell Vreeland y unos colegas suyos de la Universidad de West Chesten Pensilvania,– comunicaron que habían resucitado. Una bacteria de 250 millones de años de antigüedad, Bacillus permians, que había quedado atrapada en unos yacimientos de sal a 600 metros de profundidad en Carlsbad. Nuevo México. Si es así, ese microbio es más viejo que los continentes

La noticia se acogió con un comprensible escepticismo. Muchos bioquímicos consideraron que, en ese lapso de tiempo los componentes del microbio se habrían degradado hasta el punto de resultar va inservibles a menos que la bacteria se desperezase de cuando en cuando. Pero, si la bacteria se despertaba de cuando en cuando, no había ninguna fuente interna plausible de energía que pudiese haber durado tanto tiempo. Los científicos más escépticos sugirieron que la muestra podía haberse contaminado,23 sino durante la extracción sí mientras estaba aún enterrada. En 2001 un equipo de la Universidad de Tel Aviv aseguró que Bacillus permians era casi idéntico a una cepa de bacterias modernas, Bacillus marismortui, halladas en el mar Muerto. Sólo diferían dos de sus secuencias genéticas, y sólo ligeramente.

«¿Debemos creer -escribieron los investigadores israelíes- que, en 250 millones de años, Bacillus permians ha acumulado la misma cantidad de diferencias genéticas que podrían conseguirse en sólo un plazo de tres a siete días en el laboratorio?» Vreeland sugirió como respuesta que «las bacterias evolucionan más deprisa en el laboratorio que en libertad

Puede ser

Un hecho notable es que bien entrada la era espacial, la mayoría de los libros de texto aún dividía el mundo de lo vivo en sólo dos categorías: planta y animal. Los microorganismos apenas aparecían. Las amebas y otros organismos unicelulares similares se trataban como protoanimales y, las algas, protoplantas. Las bacterias solían agruparse también con las plantas,14 aunque todo el mundo supiese que ése no era su sitio. El naturalista alemán Ernst Haeckel había sugerido a finales del siglo XIX que las bacterias merecían figurar en un reino aparte, que él denominó mónera, pero la idea no empezó a cuajar entre los biólogos hasta losa años sesenta e incluso entonces sólo entre algunos de ellos. (He de añadir que mi leal diccionario de mesa American Heritage de 1969 no incluye el término.)

Muchos organismos del mundo visible tampoco acababan de ajustarse bien a la división tradicional. Los hongos (el grupo que incluye setas, mohos, mildius, levaduras y bejines) se trataban casi siempre como objetos botánicos, aunque en realidad casi nada de ellos (cómo se reproducen y respiran, cómo se forman…) se corresponda con el mundo de las plantas. Estructuralmente tienen más en común con los animales porque construyen sus células con quitina, un material que les proporciona su textura característica. Esa sustancia es la misma que se utiliza para hacer los caparazones de 105 insectos y las garras de los mamíferos, aunque no resulte tan gustosa ni en un escarabajo ciervo como en un hongo de Portobello. Sobre todo, a diferencia de todas Tas plantas, los bongos no fotosintetizan, por lo que no tienen clorofila y no son verdes, En vez de eso, crecen directamente sobre su fuente de alimentación, que puede ser casi cualquier cosa. Los hongos son capaces de comer el azufre de una pared de hormigón o la materia en descomposición que hay entre los dedos de tus pies… dos cosas que ninguna planta hará. Casi la única característica que comparten con las plantas es que tienen raiz.

Aún era más difícil de categorizar ese grupo peculiar de organismos oficialmente llamados mixomicetos, pero conocidos más comúnmente como mohos del limo. El nombre tiene mucho que ver sin duda con su oscuridad. Una denominación que resultase un poco más dinámica («protoplasma ambulante autoactivado)›, por ejemplo) y menos parecida al material que encuentras cuando penetras hondo en un desagüe atascado, habría otorgado casi seguro a estas entidades extraordinarias una cuota más inmediata de la atención que se merecen, porque los mohos del limo son, no nos confundamos, uno de tos organismos más interesantes de la naturaleza. En los buenos tiempos, existen como individuos unicelulares, de forma muy parecida a las amebas. Pero cuando se ponen mal las cosas, se arrastran hasta un punto central de reunión y se convierten, casi milagrosamente, en una babosa. La babosa no es una cosa bella y no llega demasiado lejos (en general desde el fondo de un lecho de hojas a la parte superior, donde se encuentra en una posición un poco más expuesta), pero durante millones de años ése puede muy bien haber sido el truco más ingenioso del universo.

Y no para ahí la cosa. Después de haberse aupado a un emplazamiento más favorable, el moho del limo se transforma una vez más, adoptando la forma de una planta. Por algún curioso proceso regulado, las células se reconfiguran, como los miembros de una pequeña banda de música en marcha, para hacer un tallo encima del cual se forma un bulbo conocido como cuerpo frugíforo. Dentro del cuerpo frugífero hay millones de esporas que, en el momento adecuado, se desprenden para que el viento se las lleve y se conviertan en organismos unicelulares que puedan volver a iniciar el proceso.

Los mohos del limo fueron considerados durante años protozoos por los zoólogos y hongos por los micólogos, aunque la mayoría de la gente se daba cuenta de que no pertenecían en realidad a ningún lugar; Cuando llegaron los análisis genéticos, la gente de los laboratorios descubrió sorprendida que los mohos del limo eran tan distintivos y peculiares que no estaban directamente relacionados con ninguna otra cosa de la naturaleza y, a veces, ni siquiera entre ellos. En un intento de poner un poco de orden en las crecientes impropiedades de clasificación," un ecologista de Cornell llamado R. H. Whittaker expuso en la revista Science una propuesta para dividir la vida en cinco ramas principales (se llaman reinos) denominadas animales, plantas, hongos, protistas v móneras. Protistas era una modificación de un término anterior, protoctista, que había propuesto John Hogg, y pretendía describir los organismos que no eran ni planta ni animal.

Aunque el nuevo esquema de Whittaker era una gran mejora, las protistas permanecieron mal definidas. Algunos taxonomistas reserva-ron el término para organismos unicelulares grandes (los cucariotas pero otros lo consideraron una especie de cajón de sastre de la biología, incluyendo en él todo lo que no encajaba en ningún otro sitio. Incluía -de-pendiendo del texto que consultases- mohos del limo, amebas e incluso algas, entre otras muchas cosas. Según una estimación incluía un total de hasta 200.000 especies diferentes de organismos.26 Un cajón de sastre verdaderamente grande.

Irónicamente, justo cuando esta clasificación de cinco reinos de Whittaker estaba empezando a abrirse camino en los libros de texto, un despreocupado profesor de la Universidad de Illinois estaba abriéndose-lo a su vez a un descubrimiento que lo cambiaría todo. Se llamaba Carl Woese y, desde mediados de los años sesenta (o más o menos todo lo pronto que era posible hacerlo), había estado estudiando tranquilamente secuencias genéticas de bacterias. En aquel primer periodo se trataba de un proceso extraordinariamente laborioso. Trabajar con una sola bacteria podía muy bien significar un año. Por entonces, según Woese, sólo se conocían unas 500 especies de bacterias,17 que es menos que el número de especies que tienes en la boca. Hoy el número es unas diez veces más, aunque no se aproxime ni mucho menos a las 26.900 especies de algas, las 70.000 de hongos y las 30.800 de amebas y organismos relacionados cuyas biografías llenan los anales de la biología.

No es simple indiferencia lo que mantiene el total balo. Las bacterias suelen ser exasperantemente difíciles de aislar y de estudiar. Sólo alrededor de un 1% crecerá en cultivo.18 Considerando que son adaptables hasta la desmesura en la naturaleza, es un hecho extraño que el único lugar donde parecen no querer vivir sea en una placa de cultivo. Échalas en un lecho de agar, mímalas cuanto quieras y la mayoría de ellas se limitará a quedarse tumbada allí, rechazando cualquier incentivo para crecen La bacteria que prospere en un laboratorio es por definición excepcional y, sin embargo, eran bacterias, casi exclusivamente, los organismos que estudiaban los microbiólogos. Era, decía Woese, como aprender sobre los animales visitando zoos». 29

Pero los genes permitieron a Woese aproximarse a los microorganismos desde otro ángulo. Y se dio cuenta, mientras trabajaba, de que había más divisiones fundamentales en el mundo microbiano de las que nadie sospechaba. Muchos de los organismos que parecían bacterias y se comportaban como bacterias eran, en realidad, algo completamente distinto… algo que se había ramificado de las bacterias hacía muchísimo tiempo. Woese llamó a esos organismos arqueobacterias, término que se abrevió más tarde en arqueas.

Hay que decir que los atributos que diferencian a las arqueas de las bacterias no son del género de los que aceleran el pulso de alguien que no sea un biólogo. Son principalmente diferencias en sus lípidos y la ausencia de una cosa llamada peptidoglicano. Pero, en la práctica, la diferencia es enorme. Hay mas diferencia entre las arqueas ~ las bacterias que la que hay entre tú y yo y un can ~ él solo una división insospechada de la vida, tan fundamental que se alzaba por encima del nivel de reino en la cúspide del Árbol Universal de la Vida, como se le conoce un tanto reverencialmente.

En 1976, Woese sobresaltó al mundo -o al menos al trocito de él que estaba prestando atención- reelaborando el Árbol universal de la Vida para incorporar no cinco divisiones principales sino 23. Las agrupó en tres nuevas categorías principales (bacterias, arqueas y eucarias), que él llamó dominios. La nueva ordenación era la siguiente:

Bacterias: cianobacterias, bacterias púrpuras, bacterias grampositivas, bacterias verdes no sulfurosas, flavobacterias y termotogales.

Arqueas: arqueanos halofílicos, metanosarcinas, metanobacterio, metanococo, termocéler, termoproteo y pirodictio.

Eucarias: diplomadas, microsporidias, tricomónadas, flagelados, entamebas, mohos del limo, ciliados, plantas, hongos y animales.

Las nuevas divisiones de Woese no conquistaron inmediatamente el mundo biológico. Algunos desdeñaron su sistema considerando que daba una importancia excesiva a lo microbiano. Muchos se limitaron a ignorarlo. Woese, según Frances Ashcroft, «se sintió amargamente decepcionado».30 Pero, poco a poco, empezó a asentarse entre los microbiólogos su nuevo esquema. Los botánicos y los zoólogos tardaron mucho más en apreciar sus virtudes. No es difícil ver por qué. En el modelo de Woese, los mundos de la botánica y de la zoología quedan relegados a unas pocas ramitas del extremo exterior de la rama eucariana. Todo lo demás corresponde a los seres unicelulares.

«A esa gente la educaron para clasificar de acuerdo con grandes diferencias y similitudes morfológicas -explicó Woese a un entrevistador en 1996-. La idea de hacerlo de acuerdo con la secuencia molecular es algo que les resulta un poco difícil de asimilar a muchos de ellos.»

En suma, si no podían ver una diferencia con sus propios ojos, no les gustaba. De modo que siguieron fieles a la división mas convencional en cinco reinos… una ordenación que Woese calificó de «no muy útil» en sus momentos de mayor moderación y «claramente engañosa» la mayor parte del resto del tiempo. «La biología, como la física antes que ella -escribió-, ha pasado a un nivel en que los objetos de interés v sus interacciones no pueden a menudo apreciarse por observación directa.»3

En 1998, el veterano y gran zoólogo de Harvard, Ernst Mayr (que tenía por entonces noventa y cuatro años y que, en el momento en que escribo esto, se acerca a los cien y aun sigue estando fuerte), agitó todavía más el caldero declarando que no debía haber más que dos divisiones principales de la vida, alas que llamó «imperios». En un artículo publicado en Proceedings of the Nationa1 Academy of Sciences, Mayr decía que los descubrimientos de Woese eran interesantes pero engañosos en último término, comentando que «Woese no tiene formación como biólogo y no está familiarizado, Como es natural, con los principios de la clasificación»34 que es quizá lo más que un científico distinguido se puede aproximar a decir de otro que no sabe de lo que está hablando.

Los detalles de las críticas de Mayr son sumamente técnicos (se refieren a temas de sexualidad meiótica, clasificación hennigiana e interpretaciones discrepantes del genoma de Metbanobacterium thermoautrophicum, entre muchísimas cosas más), pero lo que alega es básicamente que la clasificación de Woese desequilibra el Árbol Universal de la Vida. El reino bacteriano, dice Mayr, consta de sólo unos cuantos miles de especies mientras que el arqueano no tiene más que 175 especímenes denominados, con tal vez unos cuantos miles más por descubrir… pero «difícilmente más que eso». Sin embargo, el reino eucariota (es decir; los organismos complejos con células nucleadas, como nosotros) cuenta ya con millones de especies. Mayr, en pro de «el principio de equilibrio», se muestra partidario de agrupar los sencillos organismos bacterianos en una sola categoría, procariotas, situando los organismos más complejos y «altamente evolucionados» restantes en el imperio eucariota, que se situaría a su lado como un igual. Dicho de otro modo, es partidario de mantener las cosas en gran medida como estaban antes. En esta división entre células simples y células complejas «es donde reside la gran diferenciación en el mundo de lo vivo».

Si la nueva clasificación de Woese nos enseña algo es que la vida es realmente diversa y que la mayor parte de su variedad es pequeña, unicelular y extraña. Constituye un impulso humano natural concebir la evolución como una larga cadena de mejoras, un avance interminable hacia el mayor tamaño y la complejidad… en una palabra, hacia nosotros. Nos halagamos a nosotros mismos. La mayor parte de la auténtica diversidad en la evolución ha sido de pequeña escala. Nosotros, las cosas grandes, sólo somos casualidades… una rama lateral interesante. De las 23 divisiones principales de la vida, sólo tres (plantas, animales y hongos) son lo suficientemente grandes para que puedan verlas ojos humanos33 y hasta ellas incluyen especies que son microscópicas. De hecho, según Woese, si sumases toda la biomasa del planeta (todos los seres vivos, plantas incluidas), los microbios constituirían como mínimo el 80 % de todo lo que hay,34 puede que más. El mundo pertenece a lo muy pequeño… y ha sido así durante muchísimo tiempo.

¿Por qué, entonces, tienes que preguntarte en algún momento de tu vida, quieren tan a menudo hacernos daño los microbios? ¿Qué posible satisfacción podría haber para un microbio en hacernos tener fiebre o escalofríos, desfigurarnos con llagas o sobre todo en matarnos? Después de todo, un anfitrión muerto difícilmente va a poder seguir brindando mucha hospitalidad.

En primer lugar, conviene recordar que casi todos los microorganismos son neutrales o incluso beneficiosos para el bienestar humano. El organismo más devastadoramente infeccioso de la Tierra, una bacteria llamada Wolbachia, 35 no hace absolutamente ningún daño a los humanos ‹ni, en realidad, a ningún otro vertebrado›, pero, si fueses una gamba, un gusano o una mosca de la fruta, podría hacerte desear no haber nacido. En total, sólo aproximadamente un microbio de cada mil es patógeno para los humanos,36 según National Geographic… aunque, sabiendo lo que algunos de ellos pueden hacer, se nos podría perdonar que pensásemos que eso ya es bastante. Y aunque la mayoría de ellos sean benignos, los microbios son aún el asesino número tres del mundo occidental…37 e incluso algunos que no nos matan nos hacen lamentar profundamente su existencia.

Hacer que un anfitrión se sienta mal tiene ciertos beneficios para el microbio. Los síntomas de una enfermedad suelen ayudar a propagarla. El vómito, el estornudo y la diarrea son métodos excelentes para salir de un anfitrión y disponerse a entrar en otro. La estrategia más eficaz de todas es solicitar la ayuda de un tercero móvil. A los organismos infecciosos les encantan los mosquitos porque su picadura los introduce directamente en un torrente sanguíneo en el que pueden ponerse inmediatamente a trabajar; antes de que los mecanismos de defensa de la víctima puedan darse cuenta de qué les ha atacado. Esa es la razón de que tantas enfermedades de grado A (malaria, fiebre amarilla, dengue, encefalitis y un centenar o así de enfermedades menos celebres, pero con frecuencia muy voraces) empiecen con una picadura de mosquito. Es una casualidad afortunada para nosotros que el VlH (virus de la inmuno deficiencia humana), el agente del sida, no figure entre ellos… o aún no, por lo menos. Cualquier VIH que pueda absorber el mosquito en sus viajes lo disuelve su propio metabolismo. Si llega el día en que el virus supere esto mediante una mutación, puede que tengamos problemas muy graves.

Pero es un error considerar el asunto demasiado meticulosamente desde una posición lógica, porque es evidente que los microorganismos no son entidades calculadoras. A ellos no les preocupa lo que te hacen más de lo que te puede preocupar a ti liquidarlos a millones cuando te enjabonas y te duchas o cuando te aplicas un desodorante. La única ocasión en que tu bienestar continuado es importante para un patógeno es cuando te mata demasiado bien. Si te eliminan antes de que puedan mudarse, es muy posible que mueran contigo. La historia, explica Jared Diamond, está llena de enfermedades que causaron en tiempos terribles epidemias y luego desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado».38 Cita, por ejemplo, la enfermedad de los sudores inglesa, potente pero por suerte pasajera, que asoló el país de 1485 a 1552, matando a decenas de miles a su paso y despareciendo luego completamente, 1a eficacia excesiva no es una buena cualidad para los organismos infecciosos.

Muchas enfermedades surgen no por lo que el organismo infeccioso te ha hecho a ti sino por lo que tu cuerpo está intentando hacerle a él. El sistema inmune, en su intento de librar el cuerpo de patógenos, destruye en ocasiones células o daña tejidos críticos, de manera que muchas veces que te encuentras mal se debe a las reacciones de tu propio sistema inmune y no a los patógenos. En realidad, ponerse enfermo es una reacción razonable a la infección. Los que están enfermos se recluyen en la cama y pasan a ser así una amenaza menor para el resto de la comunidad.

Como hay tantas cosas ahí fuera con capacidad para hacerte daño, tu cuerpo tiene un montón de variedades diferentes de leucocitos defensivos, unos diez millones de tipos en total, diseñado cada uno de ellos para identificar y destruir un tipo determinado de invasor; Sería de una ineficacia inadmisible mantener diez millones de ejércitos permanentes distintos, así que cada variedad de leucocito sólo mantiene unos cuantos exploradores en el servicio activo. Cuando invade un agente infeccioso (lo que se conoce como un antígeno), los vigías correspondientes identifican al atacante y piden refuerzos del tipo adecuado. Mientras tu organismo está fabricando esas fuerzas, es probable que te sientas maltrecho. La recuperación se inicia cuando las tropas entran por fin en acción.

Los leucocitos son implacables y atrapan y matan a todos los patógenos que puedan encontrar Los atacantes, para evitar la extinción, han ideado dos estrategias elementales. Bien atacan rápidamente y se trasladan a un nuevo anfitrión, como ocurre con enfermedades infecciosas comunes como la gripe, o bien se disfrazan para que los leucocitos no las localicen, como en el caso del VIH, el virus responsable del sida, que puede mantenerse en los núcleos de las células durante años sin causar daño ni hacerse notar antes de entrar en acción.

Uno de los aspectos más extraños de la infección es que microbios, que normalmente no hacen ningún daño, se introducen a veces en partes impropias del cuerpo y «se vuelven como locos», en palabras del doctor Bryan Marsh, un especialista en enfermedades infecciosas del Centro Médico Dartmouth-Hitchcock de Lebanon, New Hampshire. «Pasa continuamente con los accidentes de trafico, cuando la gente sufre lesiones internas. Microbios que en general son benignos en el intestino entran en otras partes del cuerpo (el torrente sanguíneo, por ejemplo› y Organizan un desastre terrible.»

El trastorno bacteriano más temible y más incontrolable del momento es una enfermedad llamada fascitis necrotizante, en la que las bacterias se comen básicamente a la víctima de dentro a fuera,39 devorando tejido interno y dejando atrás como residuo una pulpa tóxica. Los pacientes suelen ingresar con males relativamente leves (sarpullido y fiebre, son característicos› pero experimentan luego un deterioro espectacular Cuando se les abre suele descubrirse que lo que les pasa es sencillamente que están siendo consumidos. El único tratamiento es lo que se llama «cirugía extirpatoria radical», es decir, extraer en su totalidad la zona infectada. Fallecen el 70 % de las víctimas; muchos de los que se salvan quedan terriblemente desfigurados. El origen de la infección es una familia corriente de bacterias llamada estreptococo del grupo A, que lo único que hace normalmente es provocar una inflamación de garganta. Muy de cuando en cuando, por razones desconocidas, algunas de esas bacterias atraviesan las paredes de la garganta y entran en el cuerpo propiamente dicho, donde organizan un caos devastador. Son completamente inmunes a los antibióticos. Se producen unos mil casos al año en Estados Unidos, y nadie puede estar seguro de que el problema no se agrave.

Pasa exactamente lo mismo con la meningitis. El 10 % al menos de los adultos jóvenes, y tal vez el 30 % de los adolescentes, porta la mortífera bacteria meningocócica, pero vive en la garganta y es completamente inofensiva Sólo de vez en cuando (en una persona joven de cada 100.000 aproximadamente) entra en el torrente sanguíneo y causa una enfermedad muy grave. En los peores casos puede llegar la muerte en doce horas. Es terriblemente rápida. «Te puedes encontrar con que una persona esté perfectamente sana a la hora del desayuno v muerta al anochecer», dice Marsh.

Tendríamos mucho más éxito con las bacterias si no fuésemos tan manirrotos con nuestra mejor arma contra ellas: los antibióticos. Según una estimación, un 70 % de los antibióticos que se utilizan en el mundo desarrollado se administran a los animales de granja, a menudo de forma rutinaria con el alimento normal, sólo para estimular el crecimiento o como una precaución frente a posibles infecciones. Esas aplicaciones dan a las bacterias todas las posibilidades de crear una resistencia a ellos. Es una oportunidad que han aprovechado con entusiasmo.

En 1952, la penicilina era plenamente eficaz contra todas las cepas de bacterias de estafilococos, hasta el punto de que, a principios de los años sesenta, la Dirección General de Salud Pública estadounidense, que dirigía William Stewart, se sentía lo suficientemente confiada que declaró: «Ha llegado la hora de cerrar el libro de las enfermedades infecciosas.40 Hemos eliminado prácticamente la infección en Estados Unidos». Pero, incluso cuando él estaba diciendo esto, alrededor de un 90% de las cepas estaban involucradas en un proceso que les permitiría hacerse inmunes a la penicilina.41 Pronto empezó a aparecer en los hospitales una de esas nuevas variedades, llamada estafilococo áureo, resistente a la meticilina. Sólo seguía siendo eficaz contra ella un tipo de antibiótico, la vancomicina, pero en 1997 un hospital de Tokio informó de la aparición de una variedad capaz de resistir incluso a eso.42 En cuestión de unos meses se había propagado a otros seis hospitales japoneses. Los microbios están empezando a ganar la batalla otra vez en todas partes: sólo en los hospitales estadounidenses mueren de infecciones que contraen en ellos catorce mil personas al año. Como comentaba James Surowiecki43 en un artículo de New Yorker, si se da a elegir a los laboratorios farmacéuticos entre producir antibióticos que la gente tomará a diario durante dos semanas y antidepresivos que la gente tomará a diario siempre, no debe sorprendernos que opten por esto último. Aunque se han reforzado un poco unos cuantos antibióticos, la industria farmacéutica no nos ha dado un antibiótico completamente nuevo desde los años setenta.

Nuestra despreocupación resulta mucho más alarmante desde que se descubrió que pueden tener un origen bacteriano muchas otras enfermedades. El proceso de descubrimiento se inició en 1983, cuando Harry Marshall, un médico de Perth, Australia Occidental, demostró que muchos cánceres de estómago y la mayoría de las úlceras de estómago los causaba una bacteria llamada Helícobacter pylori. Aunque sus descubrimientos eran fáciles de comprobar, la idea era tan revolucionaria que no llegaría a aceptarse de forma generalizada hasta después de más de una década. Los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, por ejemplo, no la respaldaron oficialmente hasta 1994 44 «Cientos de personas, miles incluso, han debido de morir de úlceras que no deberían haber tenido»,45 explicaba Marshall a un periodista de Forbes en 1999.

Posteriores investigaciones han demostrado que hay, o puede haber, un componente bacteriano en muchos otros trastornos de todo tipo:46 enfermedad cardiaca, asma, artritis, esclerosis múltiple, varios tipos de trastornos mentales, muchos cánceres, incluso se ha sugerido (en Science nada menos), la obesidad. Tal vez no esté muy lejano el día en que necesitemos desesperadamente un antibiótico y no tengamos ninguno al que podamos recurrir

Tal vez sea un pequeño alivio saber que también las bacterias son capaces de ponerse malas. Se quedan a veces infectadas con bacteriófagos (o simplemente fagos), un tipo de virus. Un virus es una entidad extraña y nada bonita, «un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias»,47 según la memorable frase del premio Nobel Peter Medawar Más pequeños y más simples que las bacterias, los virus no están vivos. Cuando están aislados son inertes e inofensivos. Pero introdúcelos en un anfitrión adecuado y empiezan inmediatamente a actuar; cobran vida. Hay unos 5.000 tipos de virus conocidos,48 y nos afligen con muchos cientos de enfermedades, que van desde la gripe y el catarro común a las más contrarias al bienestar humano: viruela, rabia, fiebre amarilla, ébola, polio y sida.

Los virus prosperan apropiándose de material genético de una célula viva y utilizándolo para producir más virus. Se reproducen de una forma fanática y luego salen en busca de más células que invadir Al no ser ellos mismos organismos vivos, pueden permitirse ser muy simples. Muchos, incluido el VIH, tienen lo genes o menos, mientras que, hasta la bacteria más simple, necesita varios miles. Son también muy pequeños, demasiado para que puedan verse con un microscopio convencional. La ciencia no pudo ponerles la vista encima hasta 1943, cuando se inventó el microscopio electrónico. Pero pueden hacer un daño inmenso. Se calcula que la viruela mató sólo en el siglo XX a 300 millones de personas.49

Tienen, además, una capacidad inquietante para irrumpir en el mundo de una forma nueva y sorprendente y esfumarse luego otra vez con la misma rapidez con que aparecieron. En 1916, en uno de estos casos, la gente empezó a contraer en Europa y en América una extraña enfermedad que acabaría conociéndose como encefalitis letárgica. Las víctimas se iban a dormir y no despertaban. Se las podía inducir sin demasiado problema a ingerir alimentos o a ir al retrete y contestaban razonablemente a las preguntas (sabían quiénes eran y dónde estaban), aunque su actitud fuese siempre apática. Pero, en cuanto se les permitía descansar, volvían inmediatamente a hundirse en un adormilamiento pro-fundo y se quedaban en ese estado todo el tiempo que los dejaran. Algunos continuaron así varios meses antes de morir Un puñado de ellos sobrevivió y recuperó la conciencia, pero no su antigua vivacidad. Existían en un estado de profunda apatía, «como volcanes extintos» en palabras de un médico. La enfermedad mató en diez años a unos cinco millones de personas y luego, rápidamente, desapareció.50 No logró atraer mucha atención perdurable porque, en el ínterin, barrió el mundo una epidemia aún peor, de hecho la peor de la historia.

Se le llama unas veces la epidemia de la gran gripe porcina y otras la epidemia de la gran gripe española, pero, en cualquier caso, fue feroz. La Primera Guerra Mundial mató 21 millones de personas en cuatro años; la gripe porcina hizo lo mismo en sus primeros cuatro meses. 51 Casi el 80% de las bajas estadounidenses en la Primera Guerra Mundial no fue por fuego enemigo sino por la gripe. En algunas unidades la tasa de mortalidad llegó a ser del 80%.

La gripe porcina surgió como una gripe normal, no mortal, en la primavera de 1918, pero lo cierto es que, en los meses siguientes nadie sabe cómo ni dónde-, mutó convirtiéndose en una cosa mas seria. Una quinta parte de las víctimas sólo padeció síntomas leves, pero el reto cayó gravemente enfermo»muchos murieron. Algunos sucumbieron en cuestión de horas; otros aguantaron unos cuantos días.

En Estados Unidos, las primeras muertes se registraron entre marineros de Boston a finales de agosto de 1918, pero la epidemia se propago rápidamente por todo el país. Se cerraron escuelas, se cancelaron las diversiones públicas, la gente llevaba mascarillas en todas partes. No sirvió de mucho. Entre el otoño de 1918 y la primavera del año siguiente murieron de gripe en el país 584.425 personas. En Inglaterra el balance fue de 220.000, con cantidades similares en Francia y Alemania. Nadie conoce el total mundial, ya que los registros eran a menudo bastante pobres en el Tercer Mundo, pero no debió de ser de menos de veinte millones y, probablemente, se aproximase más a los cincuenta. Algunas estimaciones han elevado el total mundial a los cien millones.

Las autoridades sanitarias realizaron experimentos con voluntarios en la prisión militar de la isla Deer, en el puerto de Boston,52 para intentar obtener una vacuna. Se prometió a los presos el perdón si sobrevivían a una serie de pruebas. Estas pruebas eran, por decir poco, rigurosas. Primero se inyectaba a los sujetos tejido pulmonar infestado de Ios fallecidos y, luego, se les rociaba en los ojos, la nariz y la boca con aerosoles infecciosos. Si no sucumbían con eso, les aplicaban en la garganta secreciones tomadas directamente de los enfermos y de los moribundos. Si fallaba también todo esto, se les ordenaba que se sentaran y abrieran la boca mientras una víctima muy enferma se sentaba frente a ellos, y un poco más alto, y se le pedía que les tosiese en la cara.

De los trescientos hombres (una cifra bastante asombrosa) que se ofrecieron voluntarios, los médicos eligieron para las pruebas a sesenta y dos. Ninguno contrajo la gripe… absolutamente ninguno. El único que enfermó fue el médico del pabellón, que murió enseguida. La probable explicación de esto es que la epidemia había pasado por la prisión unas semanas antes y los voluntarios, que habían sobrevivido todos ellos a su visita, poseían una inmunidad natural.

Hay muchas cosas de la gripe de 1918 que no entendemos bien oque no entendemos en absoluto. Uno de los misterios es como surgió súbitamente, en todas partes, en lugares separados por océanos9 cordilleras v otros obstáculos terrestres. Un virus no puede sobrevivir más de unas cuantas horas fuera de un cuerpo anfitrión9 así que ¿cómo pudo aparecer en Madrid, Bombay y Filadelfia en la misma semana?

La respuesta probable es que lo incubó y lo propagó gente que sólo tenía leves síntomas o ninguno en absoluto. Incluso en brotes normales, aproximadamente un 10% de las personas de cualquier población dada tiene la gripe pero no se da cuenta de ello porque no experimentan ningún efecto negativo. Y como siguen circulando tienden a ser los grandes propagadores de la enfermedad.

Eso explicaría la amplía difusión del brote de 1918, pero no explica aún cómo consiguió mantenerse varios meses antes de brotar tan explosivamente más o menos a la vez en todas partes. Aún es más misterioso el que fuese más devastadora con quienes estaban en la flor de la vida. La gripe suele atacar con más fuerza a los niños pequeños y a los ancianos, pero en el brote de 1918 las muertes se produjeron predominantemente entre gente de veintitantos y treinta y tantos años. Es posible que la gente de más edad se beneficiase de una resistencia adquirida en una exposición anterior a la misma variedad, pero no sabemos por qué se libraban también los niños pequeños. El mayor misterio de todos es por qué la gripe de 1918 fue tan ferozmente mortífera cuando la mayoría de las gripes no lo es. Aún no tenemos ni idea.

Ciertos tipos de virus regresan de cuando en cuando. Un desagradable virus ruso llamado HiNí produjo varios brotes en 1933, de nuevo en los años cincuenta y, una vez más, en la de los setenta. Adónde se fue, durante ese tiempo, no lo sabemos con seguridad. Una explicación es que los virus permanezcan ocultos en poblaciones de animales salvajes antes de probar suerte con una nueva generación de seres humanos. Nadie puede desechar la posibilidad de que la epidemia de la gran gripe porcina pueda volver a levantar cabeza.

Y si no lo hace ella, podrían hacerlo otras. Surgen constantemente virus nuevos y aterradores. Ébola, la fiebre de Lassa y de Malburg han tendido todos a brotar de pronto y apagarse de nuevo, pero nadie puede saber si están o no mutando en alguna parte, o simplemente esperando la oportunidad adecuada para irrumpir de una manera catastrófica. Está claro que el sida lleva entre nosotros mucho más tiempo del que nadie sospechaba en principio. Investigadores de la Roval lnfirmary de Manchester descubrieron que un marinero que había muerto por causas misteriosas e incurables en 1959 tenía en realidad sida.53 Sin embargo, por la razón que fuese, la enfermedad se mantuvo en general inactiva durante otros veinte años.

El milagro es que otras enfermedades no se hayan propagado con la misma intensidad. La fiebre de Lassa, que no se detectó por primera vez hasta 1969, en África occidental, es extremadamente virulenta y se sabe poco de ella. En 1969, un médico de un laboratorio de la Universidad de Yale, New Haven, Connecticut, que estaba estudiando la fiebre, la contrajo.54 Sobrevivió, pero sucedió algo aún más alarmante: un técnico de un laboratorio cercano, que no había estado expuesto directamente, contrajo también la enfermedad y falleció.

Afortunadamente, el brote' se detuvo ahí, pero no podemos contar con que vayamos a ser siempre tan afortunados. Nuestra forma de vida propicia las epidemias. Los viajes aéreos hacen posible que se propaguen agentes infecciosos por todo el planeta con asombrosa facilidad. Un virus ébola podría iniciar el día, por ejemplo, en Benin y terminarlo en Nueva York, en Hamburgo, en Nairobi o en los tres sitios. Esto significa también que las autoridades sanitarias necesitan cada vez más estar familiarizadas con prácticamente todas las enfermedades que existen en todas partes, pero, por supuesto, no lo están. En 1990, un nigeriano que vivía en Chicago se vio expuesto a la fiebre de Lassa durante una visita que efectuó a su país natal,55 pero no manifestó los síntomas hasta después de su regreso a Estados Unidos. Murió en un hospital de Chicago sin diagnóstico y sin que nadie tomase ninguna precaución especial al tratarle, ya que no sabían que tenía una de las enfermedades más mortíferas e infecciosas del planeta. Milagrosamente, no resultó infectado nadie más. Puede que la próxima vez no tengamos tanta suerte.

Y tras esa nota aleccionadora, es hora de que volvamos al mundo de lo visiblemente vivo.

21. LA VIDA SIGUE

No es fácil convertirse en un fósil. El destino de casi todos los organismos vivientes' (alrededor del 9~,9?Ñ de ellos› es descomponerse en la nada. Cuando se te apague la chispa, todas las moléculas que posees se desprenderán de ti, o se dispersarán, y pasarán a utilizarse en algún otro sistema. Así son las cosas. Aunque consigas figurar en el pequeño grupo de organismos, ese menos del 0,1%, que no resulta devorado, las posibilidades de que acabes convertido en un fósil son muy pequeñas.

Para convertirse en un fósil tienen que suceder varias cosas. Primero, tienes que morir en el lugar adecuado. Sólo el 15% de las rocas aproximadamente puede preservar fósiles,2 así que de nada sirve desplomarse sobre un futuro emplazamiento de granito. En términos prácticos, el difunto debe acabar enterrado en un sedimento en el que pueda dejar una impresión, como la de una hoja en el barro, o descomponerse sin exposición al oxígeno, permitiendo que las moléculas de sus huesos y partes duras (y muy de cuando en cuando partes más blandas› sean sustituidas por minerales disueltos, creándose una copia petrificada del original. Luego, cuando los sedimentos en los que yace el fósil sean despreocupadamente prensados, plegados y zarandeados de un lado a otro por los procesos de la Tierra, el fósil debe mantener de algún modo una forma identificable. Finalmente, pero sobre todo, después de decenas de millones o tal vez centenares de millones de años ocultos, debe encontrarlo alguien e identificarlo como algo digno de conservarse.

Sólo un hueso de cada mil millones aproximadamente se cree que llega a fosilizarse alguna vez. Si es así, significa que el legado fósil completo de todos los estadounidenses que viven hoy (es decir; 270 millones de individuos con 206 huesos cada uno) sólo serán unos 50 huesos, la cuarta parte de un esqueleto completo. Eso no quiere decir, claro, que vaya a encontrarse realmente alguna vez alguno de esos huesos. Teniendo en cuenta que se pueden enterrar en cualquier parte dentro de un área de algo más de 9,3 millones de kilómetros cuadrados, poco de la cual va a ser excavado alguna vez, mucho menos examinado, sería una especie de milagro que se encontrasen. Los fósiles son en todos los sentidos evanescentemente raros. La mayor parte de lo que ha vivido en la Tierra no ha dejado atrás el menor recuerdo. Se ha calculado que sólo ha conseguido acceder al registro fósil menos de una especie de cada diez mil.3 Eso es va por sí solo una porción clamorosamente infinitesimal. Sin embargo, si aceptas la estimación común de que la Tierra ha producido 30.000 millones de especies de criaturas a lo largo de su periodo de existencia, y la afirmación de Richard Leakey y Roger Lewin (en la sexta extinción) de que hay 150.000 especies de criaturas en el registro fósil,4 eso reduce la proporción a sólo una de cada 120.000. En suma, lo que poseemos es una muestra mínima de toda la vida que ha engendrado la Tierra.

Además, el registro que tenemos es totalmente sesgado. La mayoría de los animales terrestres no muere en sedimentos, claro. Caen en campo abierto y son devorados o se pudren y se descomponen sin dejar rastro. Así que el registro fósil está casi absurdamente sesgado en favor de las criaturas marinas. Aproximadamente, el 95% de todos los fósiles que poseemos son de animales que vivieron en tiempos bajo el agua,5 casi todos ellos en mares poco profundos.

Menciono todo esto con la finalidad de explicar por qué un día gris de febrero acudí al Museo de Historia Natural de Londres a ver a un paleontólogo alegre, levemente arrugado y muy agradable, llamado Richard Fortey.

Fortey sabe muchísimo de muchísimas cosas. Es el autor de un libro irónico y espléndido titulado La vida: una biografía no autorizada, que cubre todo el panorama de la creación animada. Pero su primer amor es un tipo de criatura marina, los llamados trilobites, que llenaban en tiempos los mares ordovícicos pero que no han existido durante mucho tiempo más que como forma fosilizada. Todos los trilobites comparten un plano corporal básico de tres partes, o lóbulos (cabeza, cola, tórax), al que deben su nombre. Fortey encontró el primero cuando aún era un niño que andaba trepando por las rocas de la bahía de St. David, en Gales. Quedó enganchado de por vida.

Me llevó a una galería de altos armarios metálicos. Estaban todos ellos llenos de cajones de poco fondo, y cada cajón estaba lleno a su vez de trilobites pétreos… había 20.000 especímenes en total.

–Parece un número muy grande -aceptó-,6 pero tienes que recordar que millones y millones de trilobites vivieron durante millones y millones de años en los mares antiguos, así que veinte mil no es un número tan inmenso. Y la mayoría de ellos son sólo especímenes parciales. El hallazgo de un fósil de trilobite completo aún es un gran acontecimiento para un paleontólogo.

Los trilobites aparecieron por primera vez (totalmente formados, al parecer de la nada) hace unos 540 millones de años, en fechas próximas al inicio de la gran explosión de vida compleja vulgarmente conocida como la explosión cámbrica, y luego se desvanecieron, junto con muchas cosas más, en la gran, y aún misteriosa, extinción pérmica unos 300.000 años después. Como sucede con rodas las criaturas extintas, se siente uno, como es natural, tentado a considerarlos un experimento fallido, pero en realidad figuraron entre los animales de mayor éxito que hayan existido. Reinaron a lo largo de 300 millones de años, el doble que los dinosaurios, que figuran también entre los grandes supervivientes de la historia. Los humanos, señala Forrey, han sobrevivido hasta ahora la mitad del 1% de ese periodo

Con tanto tiempo a su disposición, los trilobites proliferaron prodigiosamente. La mayoría se mantuvieron de pequeño tamaño, más o menos de la talla de los escarabajos modernos, pero algunos llegaron a ser tan grandes como bandejas. Formaron en total un mínimo de 5.000 géneros y 60.000 especies… aunque aparecen continuamente más. Fortey había estado hacía poco en una conferencia en Suramérica donde le había abordado una profesora de una pequeña universidad argentina de provincias.

–Tenía una caja que estaba llena de cosas interesantes… Trilobites que no se habían visto hasta entonces en Suramérica, ni en ninguna otra parte en realidad, y muchísimas cosas más. No disponía de servicios de investigación para estudiarlas ni de fondos para buscar más. Hay zonas extensas del mundo que están aún inexploradas.

–¿Por lo que se refiere a los trilobites?

–No, por lo que se refiere a todas las cosas.

Los trilobites fueron casi las únicas formas conocidas de vida compleja primitiva a lo largo del siglo xix, y fueron coleccionados y estudiados por esa razón. El gran misterio que planteaban era su aparición súbita. Hoy incluso, como dice Fortey, puede resultar asombroso acercarse a una formación apropiada de rocas y abrirte paso hacia arriba a través de los eones, sin encontrar absolutamente ninguna vida visible y, luego, de pronto, «saltará a tus manos expectantes un Profallotaspis entero o un Elenellus, grande como un cangrejo» 8 Eran criaturas con extremidades, agallas, sistema nervioso, antenas sondeadoras, «una especie de cerebro», en palabras de Fortey y los ojos mas extraños que se hayan visto jamás. Hechos de varillas de calcio, el mismo material que forma la piedra caliza, constituyen el sistema visual más antiguo que se conoce. Aparte de esto, los trilobites más antiguos no formaban una sola especie audaz, sino docenas, y no aparecieron en uno o dos sitios sino todas partes. Mucha gente reflexiva del siglo XIX consideró esto prueba de la intervención de Dios y una refutación de los ideales evolucionistas de Darwin. Si la evolución procedió con lentitud, preguntaban, cómo explicaba Darwin esa aparición súbita de criaturas complejas plenamente formadas. La verdad es que no podía.

Y así parecían destinadas a seguir las cosas para siempre hasta que, un día de 1909, tres meses antes del quincuagésimo aniversario de la publicación de El origen de las especies de Darwin, un paleontólogo llamado Charles Doolittle Walcott hizo un descubrimiento extraordinario en las Rocosas canadienses.

Walcott había nacido en 1850 y se había criado cerca de Utica, Nueva York, en una familia de medios modestos, que se hicieron mas modestos aún con la muerte súbita de su padre cuando Charles era muy pequeño. Descubrió de niño que tenía una habilidad especial para encontrar fósiles, sobre todo trilobites, y reunió una colección lo suficientemente importante como para que la comprara Louis Agassiz9 para su museo de Harvard por una pequeña fortuna, unos 65.000 euros en dinero de hoy. Aunque apenas poseía una formación de bachiller v era en ciencias un autodidacta, Walcott se convirtió en una destacada autoridad en trilobites y fue la primera persona que demostró que eran artrópodos, el grupo en el que se incluyen 105 insectos v crustáceos modernos.

En 1879, Walcott consiguió un trabajo como investigador de campo 10 en el recién creado Servicio Geológico de Estados Unidos. Desempeñó el puesto con tal distinción que, al cabo de quince años, se había convertido en su director En 1907 fue nombrado secretario del Instituto Smithsoniano, cargo que conservó hasta 1927, en que murió. A pesar de sus obligaciones administrativas siguió haciendo trabajo de campo y escribiendo prolíficamente. «Sus libros ocupan todo el estante de una biblioteca»,11 según Fortey. Fue también, y no por casualidad, director fundador del Comité Nacional Asesor para la Aeronáutica, que acabaría convirtiéndose en la NASA, y bien se le puede considerar por ello el abuelo de la era espacial.

Pero, por lo que se le recuerda hoy, es por un astuto pero afortunado descubrimiento que hizo en la Columbia Británica, a finales del verano de 1909, en el pueblecito de Field, encima de él más bien, muy arriba. La versión tradicional de la historia es que Walcott y su esposa iban a caballo por un camino de montaña, y el caballo de su esposa resbaló en unas piedras que se habían desprendido de la ladera. Walcott desmontó para ayudarla y descubrió que el caballo había dado la vuelta a una losa de pizarra que contenía crustáceos fósiles; de un tipo especialmente antiguo e insólito. Estaba nevando -el invierno llega pronto a las Rocosas canadienses-, así que no se entretuvieron. Pero al año siguiente Walcott regresó allí en la primera ocasión tuvo. Siguiendo la presunta ruta hacia el sitio del que se habían desprendido las piedras, escaló unos 22 metros, hasta cerca de la cumbre de la montaña. Allí a 2.400 metros por encima del nivel del mar, encontró un afloramiento de pizarra, de la longitud aproximada de una manzana de edificios, que contenía una colección inigualable de fósiles de poco después de que irrumpiera la vida compleja en deslumbrante profusión… la famosa explosión cámbrica. Lo que Walcott había encontrado era, en realidad, el grial de la paleontología; El afloramiento paso a conocerse como Burgess Shale (la «losa» o pizarra de burgess), por el nombre de la montaña que se encontró, y aportaría durante mucho tiempo «nuestro único testimonio del comienzo de la vida moderna 12 en toda su plenitud» como indicaba el difunto Stephen Jay Gould en su popular libro La vida maravillosa.

Gould siempre escrupuloso, descubrió,13 leyendo los diarios de Walcott, que la historia del descubrimiento de Burgess Shale parecía estar un poco adornada (Walcott no hace mención alguna de que resbalase un caballo o estuviese nevando), pero no hay duda cíe que fue un descubrimiento extraordinario.

Es casi imposible para nosotros, cuyo tiempo de permanencia en la Tierra será de sólo unas cuantas décadas fugaces, apreciar lo alejada en el tiempo de nosotros que está la explosión cámbrica. Si pudieses volar hacia atrás por el pasado a la velocidad de un año por segundo, tardarías una media hora en llegar a la época de Cristo y algo más de tres semanas en llegar a los inicios de la vida humana. Pero te llevaría veinte años llegar al principio del periodo Cámbrico. Fue, en otras palabras, hace muchísimo tiempo, y el mundo era entonces un sitio muy distinto.

Por una parte, cuando se formó Burgess Shale, hace más de 500 millones de años, no estaba en la cima de una montaña sino al pie de una. Estaba concretamente en una cuenca oceánica poco profunda, al fondo de un abrupto acantilado. En los mares de aquella época pululaba la vida, pero los animales no dejaban normalmente ningún resto porque eran de cuerpo blando y se descomponían después de morir. Pero en Burgess el acantilado se desplomó y las criaturas que había abajo, sepultadas en un alud de lodo, quedaron aplastadas como flores de un libro, con sus rasgos conservados con maravilloso detalle.

Walcott, en viajes anuales de verano, entre 1910 y 1925 (en que tenía ya setenta y cinco años), extrajo decenas de miles de especímenes (Gould habla de 80.000; los comprobadores de datos de National Geographic, que suelen ser fidedignos, hablan de 60.000) que se llevó a Washington para su posterior estudio. Era una colección sin parangón, tanto por el número de especímenes como por su diversidad. Algunos de los fósiles de Burgess tenían concha; muchos otros no. Algunas de las criaturas veían, otras eran ciegas. La variedad era enorme, 140 especies según un recuento.14 «Burgess Shale indicaba una gama de disparidad en el diseño anatómico que nunca se ha igualado'5 y a la que no igualan hoy todas las criaturas de los mares del mundo», escribió Gould.

Desgraciadamente, según Gould, Walcott no fue capaz de apreciar la importancia de lo que había encontrado. «Walcott, arrebatándole la derrota de las fauces a la victoria -escribió Gould en otra obra suya, Ocho cerditos-, pasó luego a interpretar aquellos magníficos fósiles del modo más erróneo posible.» Los emplazó en grupos modernos, convirtiéndolos en ancestros de gusanos, medusas y otras criaturas de hoy, incapaz de apreciar su carácter distinto. «De acuerdo con aquella interpretación, 16 -se lamenta Gould-, la vida empezaba en la sencillez primordial y avanzaba inexorable y predeciblemente hacia más y mejor»

Walcott murió en 1917 y los fósiles de Burgess quedaron en gran medida olvidados. Durante casi medio siglo permanecieron encerrados en cajones del Museo Americano de Historia Natural de Washington, donde raras veces se consultaban y nunca se pusieron en entredicho. Luego, en 1973, un estudiante graduado de la Universidad de Cambridge17 llamado Simon Conway Morris hizo una visita a la colección. Se quedó asombrado con lo que encontró. Los fósiles eran mucho más espléndidos y variados de lo que Walcott había explicado en sus escritos. En taxonomía, la categoría que describe los planos corporales básicos de los organismos es el filum, y allí había, en opinión de Conway Morris, cajones y cajones de esas singularidades anatómicas… y, asombrosa e inexplicablemente, el hombre que las había encontrado no había sabido verlo.

Conway Morris, con su supervisor Harry Whittington y un compañero también estudiante graduado, Derek Briggs, se pasaron varios años revisando sistemáticamente toda la colección y elaborando una interesante monografía tras otra mientras iban haciendo descubrimiento tras descubrimiento. Muchas de las criaturas utilizaban planos corporales que no eran sólo distintos de cualquier cosa vista antes o después, sino que eran extravagantemente distintos. Una de ellas, Opabinia, tenía cinco ojos y un hocico como un pitorro con garras al final. Otra, un ser con forma de disco llamado Peytoia, resultaba casi cómico porque parecía una rodaja circular de piña. Una tercera era evidente que había caminado tambaleante sobre hileras de patas tipo zancos y era tan extraña que la llamaron Hallucigenia. Había tanta novedad no identificada18 en la colección que, en determinado momento, se dice que se oyó murmurar a Conway Morris al abrir un cajón: «Joder, no, otro filum».

Las revisiones del equipo inglés mostraban que el Cámbrico había sido un periodo de innovación y experimentación sin paralelo en el diseño corporal. Durante casi 4.000 millones de años, la vida había avanzado parsimoniosamente sin ninguna ambición apreciable en la dirección de la complejidad, y luego, de pronto, en el transcurso de sólo cinco o diez millones de años, había creado todos los diseños corporales básicos aún hoy vigentes. Nombra una criatura, desde el gusano nematodo a Cameron Diaz, y todos utilizan una arquitectura que se creó en la fiesta cámbrica.19

Pero lo más sorprendente era que hubiese tantos diseños corporales que no habían conseguido dar en el clavo, digamos, y dejar descendientes. Según Gould, 15 al menos y tal vez hasta 20 20 de los animales de Burgess no pertenecían a ningún filum identificado. (El número pronto aumentó en algunos recuentos populares hasta los 100… bastante mas de lo que pretendieron nunca en realidad los científicos de Cambridge.) «La historia de la vida-escribió Gould- es una historia de eliminación masiva seguida de diferenciación dentro de unos cuantos linajes supervivientes, no el cuento convencional de una excelencia, una complejidad y una diversidad continuadas y crecientes.» Daba la impresión de que el éxito evolutivo era una lotería.

Una criatura que sí consiguió seguir adelante, un pequeño ser gusaniforme llamado Pikaia gracilens, se descubrió que tenía una espina dorsal primitiva, que lo convertía en el antepasado más antiguo conocido de todos lo vertebrados posteriores, nosotros incluidos. Pikaía no abundaban ni mucho menos entre los fósiles de Burgess, así que cualquiera sabe lo cerca que pueden haber estado de la extinción. Gould, en una cita famosa, deja muy claro que considera el éxito de nuestro linaje una chiripa afortunada: «Rebobina la cinta de la vida21 hasta los primeros tiempos de Burgess Shale, ponía en marcha de nuevo desde un punto de partida idéntico y la posibilidad de que algo, como la inteligencia humana, tuviese la suerte de reaparecer resulta evanescentemente pequeña».

Gould publicó La vida maravillosa en 1989 con aplauso general de la crítica y fue un gran éxito comercial. En general no se sabía que muchos científicos no estaban en absoluto de acuerdo con sus conclusiones y que no iban a tardar mucho en ponerse muy feas las cosas. En el contexto del Cámbrico, lo de «explosión» pronto tendría más que ver con furias modernas que con datos fisiológicos antiguos.

Hoy sabemos, en realidad, que existieron organismos complejos cien millones de años antes del Cámbrico como mínimo. Deberíamos haber sabido antes mucho más. Casi cuarenta años después de que Walcott hiciese su descubrimiento en Canadá, al otro lado del planeta, en Australia, un joven geólogo llamado Reginald Sprigg encontró algo aún más antiguo e igual de notable a su manera.

En 1946 enviaron a Sprigg, joven ayudante de geólogo de la administración del estado de Australia del sur,22 a inspeccionar minas abandonadas de las montañas de Ediacaran, en la cordillera de Flinders, una extensión de páramo calcinado por el Sol situado unos 500 kilómetros al norte de Adelaida. El propósito de la inspección era comprobar si había alguna de aquellas viejas minas que pudiese ser rentable reexplotar utilizando técnicas más modernas, por lo que Sprigg no estaba estudiando ni mucho menos rocas superficiales v aún menos fósiles. Pero un día, cuando estaba almorzando, levantó despreocupadamente un pedrusco de arenisca y comprobó sorprendido (por decirlo con suavidad) que la superficie de la roca estaba cubierta de delicados fósiles, bastante parecidos a las impresiones que dejan las hojas en el barro. Aquellas rocas databan de la explosión cámbrica. Estaba contemplando la aurora de la vida visible.

Sprigg envió un artículo a Nature, pero se lo rechazaron. Así que lo leyó en la siguiente asamblea anual de la Asociación para el Progreso de la Ciencia de Australia y Nueva Zelanda, pero no consiguió la aprobación del presidente de esa entidad,23 que dijo que las huellas de Ediacaran no eran más que «marcas inorgánicas fortuitas»…, dibujos hechos por el viento, la lluvia o las mareas, pero no seres vivos. Sprigg, que aún no daba por perdidas sus esperanzas, se fue a Londres y presentó sus hallazgos en el Congreso Geológico Internacional de 1948, donde tampoco consiguió despertar interés ni que se le creyera. Finalmente, a falta de una salida mejor, publicó sus descubrimientos en Transactions of the Royal Society of South Australia. Después dejó su trabajo de funcionario del estado y se dedicó a la prospección petrolera.

Nueve años después, en 1957,14 un escolar llamado John Mason, iba andando por Charnwood Forest, en las Midlands inglesas, y encontró una piedra que tenía un extraño fósil, parecido a un pólipo del género Pennatula, que se llama en inglés pluma de mar, y que era exactamente igual que algunos de aquellos especímenes que Sprigg había encontrado y que llevaba desde entonces intentando contárselo al mundo. El escolar le llevó la piedra a un paleontólogo de la Universidad de Leicester, que la identificó inmediatamente como precámbrica.1957 El pequeño Mason salió retratado en los periódicos y se le trató como a un héroe precoz; aún figura en muchos libros. Al espécimen se le llamó en honor suyo Charnia masoní.

En la actualidad, algunos de los especímenes ediacarianos originales de Sprigg, junto con muchos de los otros 1.500 que se han encontrado por la cordillera de Flinders desde entonces, se pueden ver en Adelaida, en una vitrina de una habitación de la planta superior del sólido y encantador Museo de Australia del Sur; pero no atraen demasiada atención. Los dibujos delicadamente esbozados son bastante desvaídos y no demasiado fascinantes para ojos inexpertos. Suelen ser pequeños, con forma de disco y parecen arrastrar a veces vagas cintas. Fortey los ha descrito como «rarezas de cuerpo blando».

Aún hay muy poco acuerdo sobre lo que eran esas cosas y cómo vivían. No tenían, por lo que podemos saber, ni boca ni ano por los que introducir y expulsar materiales digestivos, ni órganos internos con los que procesarlos a lo largo del camino.

–Lo más probable es que la mayoría de ellos -dice Fortey-, cuando estaban vivos, se limitasen a permanecer echados sobre la superficie del sedimento arenoso, como lenguados o rodaballos blandos, sin estructura e inanimados.

Los más dinámicos no eran más complejos que una medusa. Las criaturas ediacaranas eran diploblásticas, que quiere decir que estaban compuestas por dos capas de tejido. Los animales de hoy son todos, salvo las medusas, triploblásticos.

Algunos especialistas creen que ni siquiera eran animales, que se parecían más a las plantas o a los hongos. Las diferenciaciones entre vegetales y animales no siempre son claras, ni siquiera hoy La esponja moderna se pasa la vida fijada a un solo punto y no tiene ojos ni cerebro ni corazón que lata y, sin embargo, es un animal.

–Cuando retrocedemos hasta el Precámbrico es probable que fuesen aún menos claras las diferencias entre las plantas y los animales -dice Fortey-. No hay ninguna regla que diga que tengas que ser demostrablemente una cosa o la otra.

No hay acuerdo en que los Organismos ediacaranos sean en algún sentido ancestros de algún ser vivo actual (salvo posiblemente alguna medusa). Muchas autoridades en la materia las consideran una especie de experimento fallido, un intento de complejidad que no cuajó, tal vez debido a que los lentos organismos ediacaranos fueron devorados por los animales más ágiles y más refinados del periodo Cámbrico o no pudieron competir con ellos.

«No hay hoy nada vivo que muestre una estrecha similitud con ellos25

–ha escrito Fortey-. Resultan difíciles de interpretar26 como ancestros de cualquier tipo de lo que habría de seguir»

La impresión era que no habían sido en realidad demasiado importantes para el desarrollo de la vida en la Tierra. \luchas autoridades creen que hubo un exterminio masivo en el paso del Precámbrico al Cámbrico y que ninguna de las criaturas ediacaranas (salvo la insegura medusa) consiguió pasar a la fase siguiente. El verdadero desarrollo de la vida compleja se inició, en otras palabras, con la explosión cámbrica. En cualquier caso, era así como Gould lo veía.

En cuanto a las revisiones de los fósiles de Burgess Shale, la gente empezó casi inmediatamente a poner en duda las interpretaciones y, en particular, la interpretación que Gould hacía de las interpretaciones. «Había por primera vez un cierto número de científicos que dudaba de la versión que había expuesto Stephen Gould, por mucho que admirasen su forma de exponerla», escribió Fortey en Life. Esto es una forma suave de decirlo).

«¡Ojalá Stephen Gould pudiese pensar con la misma claridad que escribe! 27 aullaba el académico de Oxford Richard Dawkins en la primera línea de una recensión (en el Sunday Telegraph) de La vida maravillosa. Dawkins reconocía que el libro era «indejable» y una «hazaña literaria», pero acusaba a Gould de entregarse a una distorsión de los hechos «grandilocuente y que bordea la falsedad», y comentaba que las revisiones de Burgess Shale habían dejado atónita a la comunidad paleontológica. «El punto de vista que está atacando (que la evolución avanza inexorablemente hacia un pináculo corno el hombre) es algo en lo que hace ya cincuenta años que no se cree», bufaba Dawkins.

Se trataba de una sutileza que se le pasó por alto a la mayoría de los críticos del libro. Uno de ellos, que escribía para la New York Times Book Review,28 comentaba alegremente que, como consecuencia del libro de Gould, los científicos «están prescindiendo de algunas ideas preconcebidas que llevaban generaciones sin examinar. Están aceptando, a regañadientes o con entusiasmo, la idea de que los seres humanos son tanto un accidente de la naturaleza como un producto del desarrollo ordenado».

Pero los auténticos ataques a Gould se debieron a la creencia de que muchas de sus conclusiones eran sencillamente erróneas o estaban imprudentemente exageradas. Dawkins, que escribía para la revista Evolution, atacó las afirmaciones de Gould29 de que «la evolución en el Cámbrico fue un tipo de proceso diferente del actual» y manifestó su exasperación por las repetidas sugerencias de que «el Cámbrico fue un periodo de "experimentación" evolucionista, de "tanteo" evolucionista, de "falsos inicios" evolucionistas… Fue el fértil periodo en que se inventaron todos los grandes "planos corporales básicos. Actualmente la evolución se limita a retocar viejos planos corporales. Allá en el Cámbrico, surgieron nuevos filums y nuevas clases. ¡Hoy sólo tenemos nuevas especies!».

Comentando lo a menudo que se menciona esa idea (la de que no hay nuevos planos corporales), Dawkins dice: «Es como si un jardinero mirase un roble y comentase, sorprendido: "¿No es raro que haga tantos años que no aparecen nuevas ramas grandes en este árbol? Últimamente todo el nuevo crecimiento parece producirse a nivel de ramitas"».

–Fue un periodo extraño -dice ahora Fortey-, sobre todo si te paras a pensar que era todo por algo que pasó hace quinientos millones de años, pero la verdad es que los sentimientos eran muy fuertes. Yo decía bromeando en uno de mis libros que tenía la sensación de que debía de ponerme un casco de seguridad antes de escribir sobre el periodo Cámbrico, pero lo cierto es que tenía un poco esa sensación, la verdad.

Lo más extraño de todo fue la reacción de uno de los héroes de La vida maravillosa, Simon Conway Morris, que sorprendió a muchos miembros de la comunidad paleontológica al atacar inesperadamente a Gould en un libro suyo, The Crucible of Creation [El crisol de la creación].30 «Nunca he visto tanta cólera en un libro de un profesional31 – escribió Fortey más tarde-. El lector casual de The Crucible of Creation, que ignora la historia, nunca llegaría a saber que los puntos de vista del autor habían estado antes próximos a los de Gould (si es que en realidad no eran coincidentes).»

Cuando le pregunté a Fortey sobre este asunto, dijo:

–Bueno, fue algo muy raro, algo absolutamente horrible, porque el retrato que había hecho Gould de él era muy halagador La única explicación que se me ocurrió fue que Simon se sentía avergonzado. Bueno, la ciencia cambia, pero los libros son permanentes y supongo que lamentaba estar tan irremediablemente asociado a puntos de vista que ya no sostenía. Estaba todo aquel asunto de «Joder, no, otro filum», y yo supongo que lamentaba ser famoso por eso. Nunca dirías leyendo el libro de Simon que sus ideas habían sido antes casi idénticas a las de Gould.

Lo que pasó fue que los primeros fósiles cámbricos empezaron a pasar por un periodo de revaloración crítica. Fortey y Derek Briggs (uno de los otros protagonistas del libro de Gould) utilizaron un método conocido como cladística para comparar los diversos fósiles de Burgess. La cladística consiste, dicho con palabras sencillas, en clasificar los organismos basándose en los rasgos que comparten. Fortey da como ejemplo la idea de comparar una musaraña y un elefante.32 Si considerases el gran tamaño del elefante y su sorprendente trompa, podrías extraer la conclusión de que no podría tener gran cosa en común con una diminuta y gimoteante musaraña. Pero silos comparases a los dos con un lagarto, verías que el elefante y la musaraña están construidos en realidad en el mismo plano. Lo que quiere decir Fortey es, básicamente, que Gould veía elefantes y musarañas donde Briggs y él veían mamíferos. Las criaturas de Burgess, creían ellos, no eran tan extrañas v diversas como a primera vista parecían.

–No eran con frecuencia más extrañas que los trilobites -dice ahora Fortey-. Lo único que pasa es que hemos tenido un siglo o así para acostumbrarnos a los trilobites. La familiaridad, comprendes, genera familiaridad.

Esto no se debía, conviene tenerlo en cuenta, a dejadez o falta de atención. Interpretar las formas y las relaciones de animales antiguos, basándose en testimonios a menudo deformados y fragmentarios, es, sin lugar a dudas, un asunto peliagudo. Edward O. Wilson ha dicho que, si cogieses especies seleccionadas de insectos modernos y los presentases como fósiles estilo Burgess, nadie adivinaría jamás que eran todos del mismo filum, por lo diferentes que son sus planos corporales. Ayudaron también en las revisiones los hallazgos de otros dos yacimientos del Cámbrico temprano, uno en Groenlandia y el otro en China, amén de otros hallazgos dispersos, que aportaron entre todos muchos especímenes más y a menudo mejores.

El resultado final es que se descubrió que los fósiles de Burgess no eran tan diferentes ni mucho menos. Resultó que Hallucigenia había sido reconstruido al revés. Las patas como zancos eran en realidad unas púas que tenía a lo largo de la espalda. Peytoia, la extraña criatura que parecía una rodaja de piña, se descubrió que no era una criatura diferenciada, sino sólo parte de un animal mayor llamado Anomalocaris. Muchos de los especímenes de Burgess han sido asignados ya a filums vivientes… precisamente donde los había puesto Walcott en un principio. Hallucigenia y algunos más se cree que están emparentados con Onychophora, un grupo de animales tipo oruga. Otros han sido reclasificados como precursores de los anélidos modernos. En realidad, dice Fortey:

–Hay relativamente pocos diseños cámbricos que sean totalmente originales. Lo más frecuente es que resulten ser sólo elaboraciones interesantes de diseños bien establecidos.

Como él mismo escribió en bife: «Ninguno era tan extraño como el percebe actual,33 ni tan grotesco como una termita reina».

Así que, después de todo, los especímenes de Burgess Shale no eran tan espectaculares. No es que eso los hiciera, como ha escrito Fortey,» menos interesantes, o extraños, sólo más explicables».34 Sus exóticos planos corporales eran sólo una especie de exuberancia juvenil… el equivalente evolutivo, digamos, del cabello punk en punta o los aretes en la lengua. Finalmente, las formas se asentaron en una edad madura sería y estable.

Pero eso aún deja en pie la cuestión de que no sabemos de dónde habían salido todos aquellos animales, cómo surgieron súbitamente de la nada.

Por desgracia resulta que la explosión cámbrica puede que no haya sido tan explosiva ni mucho menos. Hoy se cree que los animales cámbricos probablemente estuviesen allí todo e] tiempo, sólo que fuesen demasiado pequeños para que se pudiesen ver. Fueron una vez más los trilobites quienes aportaron la clave… en concreto, esa aparición desconcertante de diferentes tipos de ellos en emplazamientos muy dispersos por el globo, todos más o menos al mismo tiempo.

A primera vista, la súbita aparición de montones de criaturas plenamente formadas pero diversas parecería respaldar el carácter milagroso del brote cámbrico, pero en realidad hizo lo contrario. Una cosa es tener una criatura bien formada como un trilobite que brote de forma aislada 35 (lo que realmente es un milagro), y otra tener muchas, todas distintas pero claramente relacionadas, que aparecen simultáneamente en el registro fósil en lugares tan alejados como China v Nueva York, hecho que indica con toda claridad que estamos pasando por alto una gran parte de su historia. No podría haber una prueba más firme de que tuvieron por necesidad que tener un ancestro… alguna especie abuela que inició la línea en un pasado muy anterior

Y la razón de que no hayamos encontrado esas especies anteriores es, según se cree ahora, que eran demasiado pequeñas para que pudieran conservarse. Fortey dice:

–No es necesario ser grande para ser un organismo complejo con un funcionamiento perfecto. Los mares están llenos hoy de pequeños artrópodos que no han dejado ningún residuo fósil.

–Cita el pequeño copépodo, del que hay billones en los mares modernos y que se agrupa en bancos lo suficientemente grandes como para volver negras vastas zonas del océano y, sin embargo, el único ancestro de él de que disponemos es un solo espécimen que se encontró en el cuerpo de un antiguo pez fosilizado.

–La explosión cámbrica, si es ésa la expresión adecuada, probablemente fuese más un aumento de tamaño que una aparición súbita de nuevos tipos corporales -dice Fortey-. Y podría haber sucedido muy deprisa, así que en ese sentido supongo que sí, que fue una explosión.

La idea es que, lo mismo que los mamíferos tuvieron que esperar un centenar de millones de años a que desaparecieran los dinosaurios para que les llegara su momento v entonces irrumpieron, profusamente según parece por todo el planeta así también quizá los artrópodos v otros triploblastos esperaron en semimicroscópico anonimato a que a los organismos ediacaranos dominantes les llegase su hora.

–Sabemos -dice Fortey- que los mamíferos aumentaron de tamaño muy bruscamente después de que desaparecieron los dinosaurios… aunque cuando digo muy bruscamente lo digo, claro, en un sentido geológico. Estamos hablando de millones de años.

Por otra parte, Reginald Sprigg acabó recibiendo una parte del reconocimiento que merecía. Uno de los principales géneros primitivos, Spriggina, fue bautizado así en su honor lo mismo que varias especies más, y el total pasó a conocerse como fauna ediacarana por las montañas por las que él había investigado. Pero, por entonces, los tiempos de Sprigg como cazador de fósiles hacía mucho que habían quedado atrás. Después de dejar la geología fundó una empresa petrolera con la que tuvo mucho éxito y acabó retirándose a una finca en su amada cordillera de Flinders, donde creó una reserva natural de flora v fauna. Murió, convertido en un hombre rico, en 1994.

22. ADIÓS A TODO ESO

Cuando lo consideras desde una perspectiva humana, y es e vidente que nos resultaría difícil hacerlo de otro modo, la vida es una cosa extraña. Estaba deseando ponerse en marcha, pero luego, después de ponerse en marcha, pareció tener muy poca prisa por seguir

Consideremos el liquen. Los líquenes son uno de los organismos visibles más resistentes de la Tierra, pero uno de los menos ambiciosos. Son capaces de crecer muy contentos en un soleado cementerio prosperan sobre todo en medios donde no lo haría ningún otro organismo, en cumbres batidas por el viento y en las soledades árticas1 donde hay poco más que rocas, lluvia y frío, y casi ninguna competencia. En zonas de la Antártida donde apenas crece otra cosa,1 puedes encontrar vastas extensiones de líquenes (400 tipos de ellos) devotamente adheridos a todas las rocas azotadas por el viento.

La gente no pudo entender durante mucho tiempo cómo lo hacían. Dado que los líquenes crecen sobre roca pelada sin disponer de alimento visible ni producir semillas, mucha gente (gente ilustrada) creía que eran piedras que se hallaban en proceso de convertirse en plantas vivas. «¡La piedra inorgánica, espontáneamente, se convierte en planta viva!» 2 se regocijaba un observador, un tal doctor Hornschuch, en 1819.

Una inspección más detenida demostró que los líquenes eran más interesantes que mágicos. Son en realidad una asociación de hongos y algas. Los hongos excretan ácidos que disuelven la superficie de la roca, liberando minerales que las algas convierten en alimento suficiente para el mantenimiento de ambos. No es un arreglo muy emocionante, pero no cabe duda de que ha tenido mucho éxito. Hay en el mundo más de 20.000 especies de líquenes.3

Los líquenes, como la mayoría de las cosas que prosperan en medios difíciles, son de crecimiento lento. A un liquen puede llevarle más de medio siglo alcanzar las dimensiones de un botón de camisa. Los que tienen el tamaño de platos, escribe David Attenborough, es «probable que tengan cientos e incluso miles de años de antigüedad».4 Sería difícil imaginar una existencia menos plena. «Simplemente existen, – añade Attenborough-, testimoniando el hecho conmovedor de que la vida existe, incluso a su nivel más simple, por lo que parece porque sí, por existir»

Es fácil no reparar en esta idea de que la vida simplemente es. Como humanos nos inclinamos a creer que tiene que tener un objeto. Tenemos planes, aspiraciones y deseos. Queremos sacar provecho constante de toda la existencia embriagadora de la que se nos ha dotado. Pero ¿qué es vida para un liquen? Sin embargo, su impulso de existir, de ser, es igual de fuerte que el nuestro… puede decirse que hasta más fuerte. Si se me dijese que tendría que pasar décadas siendo una costra peluda en una roca del bosque, creo que perdería el deseo de seguir Los líquenes, en cambio, no. Ellos, como casi todos los seres vivos, soportarán cualquier penalidad aguantarán cualquier ofensa, por un instante más de existencia. La vida, en suma, sólo quiere sen Pero -y aquí tenemos un punto interesante – no quiere, en general, ser mucho.

Esto tal vez resulte un poco extraño, ya que la vida ha tenido tiempo de sobra para concebir ambiciones. Si imaginásemos los 4.500 millones de años de historia de la Tierra reducidos a un día terrestre normal,5 la vida empieza muy temprano, hacia las cuatro de la madrugada, con la aparición de los primeros simples organismos unicelulares, pero luego no hay ningún avance más en las dieciséis horas siguientes. Hasta casi las ocho y media de la noche, cuando han transcurrido ya cinco sextas partes del día, no empieza la Tierra a tener otra cosa que enseñar al universo que una inquieta capa de microbios. Luego, por fin, aparecen las primeras plantas marinas, a las que siguen veinte minutos más tarde la primera medusa y la enigmática fauna ediacarana, localizada por primera vez por Reginald Sprigg en Australia. A las 21:04 salen nadando a escena los primeros trilobites, seguidos, de forma más o menos inmediata, por las criaturas bien proporcionadas de Burgess Shale. Poco antes de las 10:00 empiezan a brotar las plantas en la tierra. Poco después, cuando quedan menos de dos horas del día, las siguen las primeras criaturas terrestres.

Gracias a unos diez minutos de meteorología balsámica, a las 22:14, la Tierra se cubre de los grandes bosques carboníferos cuyos residuos nos proporcionan todo nuestro carbón. Aparecen los primeros insectos alados. Poco antes de las 23:00 irrumpen en escena los dinosaurios e imperan durante unos tres cuartos de hora. Veintiún minutos antes de la media noche se esfuman y se inicia la era de los mamíferos. Los humanos surgen un minuto y diecisiete segundos antes de la media noche. El total de nuestra historia registrada, a esta escala, sería de sólo unos cuantos segundos, y la duración de una sola vida humana de apenas un instante. A lo largo de este día notoriamente acelerado, los continentes se desplazan y chocan a una velocidad que parece claramente insensata. Surgen y desaparecen montañas, aparecen v se esfuman cuencas oceánicas, avanzan y retroceden mantos de hielo. Y a través de todo esto, unas tres veces por minuto, en algún punto del planeta hay un pum de bombilla de flash y un fogonazo indica el impacto de un meteorito del tamaño del de Manson o mayor Es asombroso que haya podido llegar a sobrevivir algo en un medio tan aporreado y desestabilizado. En realidad, no son muchas las cosas que consiguen hacerlo bastante tiempo.

Tal vez un medio más eficaz, de hacerse cargo de nuestro carácter extremadamente reciente como parte de este cuadro de 4.500 millones de años de antigüedad, es que extiendas los brazos el máximo posible e imagines que la extensión que abarcan es toda la historia de la Tierra.6 A esa escala, según dice John McPhee en Basin and Range, la distancia entre las puntas de los dedos de una mano y la muñeca de la otra es el Precámbrico. El total de la vida compleja está en una mano, «y con una sola pasada de una lima de granulado mediano podrías eliminar la historia humana».

Por suerte ese momento aún no ha llegado, pero hay bastantes posibilidades de que llegue. No quiero introducir una nota sombría precisamente en este punto, pero eL hecho es que hay otra característica de la vida en la Tierra estrechamente relacionada: que se extingue. Con absoluta regularidad. Las especies, por mucho que se esfuercen en organizar-se y pervivir, se desintegran y mueren con notable regularidad. Y cuanto mayor es su complejidad más deprisa parecen extinguirse. Quizás ésta sea una de las razones de que una parte tan grande de la vida no sea demasiado ambiciosa.

Así que cualquier periodo en que la vida hace algo audaz es todo un acontecimiento, y pocas ocasiones fueron más cruciales que cuando la vida pasó a la etapa siguiente de nuestra narración y salió del mar

La tierra firme era un medio terrible: caliente, seco, bañado por una radiación ultravioleta intensa, sin la flotabilidad que hace relativamente fácil el movimiento en el agua. Las criaturas tuvieron que pasar por revisiones completas de su anatomía para vivir en tierra firme. Si coges un pez por sus dos extremos se comba por el medio, su espina dorsal es demasiado débil para sostenerle. Los animales marinos, para sobrevivir fuera del agua, necesitaban proveerse de una nueva arquitectura interna que soportase peso… un tipo de ajuste que no se consigue de la noche a la mañana. Sobre todo, y es lo más evidente una criatura terrestre tenía que desarrollar un medio de tomar su oxígeno directamente del aire en vez de filtrarlo del agua. No eran retos fáciles de afrontan Por otra parte, había un poderoso incentivo para abandonar el agua: estaba empezando a resultar peligroso quedarse allá abajo. La lenta fusión de los continentes en una sola masa de tierra, Pangea, significaba que había mucha menos costa que antes y, por tanto, menos hábitat costero. La competencia era, en consecuencia, feroz. Había además un nuevo tipo de predador omnívoro e inquietante, tan perfectamente diseñado para el ataque que apenas si ha cambiado a lo largo de los eones transcurridos desde que apareció: el tiburón. Nunca habría un periodo más propicio para buscar un medio alternativo al agua.

Las plantas iniciaron el proceso de colonización de la tierra hace unos 450 millones de años, acompañadas por necesidad de pequeños ácaros y otros organismos que necesitaban para descomponer y reciclar materia orgánica muerta en su beneficio. Los animales de mayor tamaño tardaron un poco más, pero hace unos 400 millones de años ya estaban aventurándose también a salir del agua. Las ilustraciones populares nos han impulsado a imaginar a los primeros audaces moradores de tierra firme como una especie de pez ambicioso (algo así como el moderno pez saltador, que puede desplazarse a saltos de charco en charco durante las sequías) o incluso como un anfibio plenamente formado. En realidad, lo más probable es que los primeros residentes móviles visibles en tierra firme se pareciesen mucho más a la cochinilla moderna. Se trata de esos bichos pequeños (crustáceos, en realidad› que suelen correr desconcertados cuando alzas la piedra o el trozo de madera bajo el que están.

Para quienes aprendieron a respirar oxígeno del aire, fueron buenos tiempos. Los niveles de oxigeno durante los periodos Devónico y Carbonífero, en que floreció por primera vez la vida terrestre, llegaban hasta el 37%7 (frente a menos de un 20% en la actualidad). Esto permitió a los animales hacerse notablemente grandes en un periodo de tiempo muy breve.

¿Y cómo, tal vez te preguntes razonablemente, pueden los científicos saber cuáles eran los niveles de oxígeno hace centenares de millones de años? La respuesta se encuentra en un campo un tanto abstruso pero ingenioso llamado geoquímica isotópica. Los antiguos mares del Carbonífero y el Devónico estaban plagados de pequeño plancton que se encerraba dentro de diminutas conchas protectoras. Entonces, como ahora, el plancton construía sus conchas extrayendo oxígeno de la atmósfera y combinándolo con otros elementos (especialmente carbono) para formar compuestos duraderos como el carbonato cálcico. Es el mismo truco químico que se produce en el ciclo a largo plazo del carbono -y que se analiza en otra parte en relación con él- un proceso que no constituye una narración demasiado interesante pero que es vital para crear un planeta habitable.

Por último, en este proceso, todos los pequeños organismos mueren y descienden hasta el fondo del mar, donde son prensados lentamente hasta formar piedra caliza. Entre las diminutas estructuras atómicas que el plancton se lleva consigo a la tumba hay dos isótopos muy estables: el oxígeno -16 y el oxígeno -18. (Si se te ha olvidado lo que es un isótopo, no importa, aunque te diré, de todos modos, para que no lo olvides, que es un átomo con un número anormal de protones.) Ahí es donde intervienen los geoquímicos, pues los isótopos se acumulan a ritmos diferentes según la cantidad de oxígeno o de dióxido de carbono que haya en la atmósfera 8 en el momento de su formación. Comparando las tasas antiguas de deposición de los dos isótopos, los geoquímicos pueden calcular las condiciones que existían en el mundo antiguo: niveles de oxígeno, temperatura del aire y del mar la duración y el momento de los períodos glaciales y muchas cosas más. Comparando sus hallazgos de isótopos con otros residuos fósiles, que indican otras condiciones como los niveles de polen, etcétera, los científicos pueden reconstruir, con bastante seguridad, paisajes completos que los ojos humanos nunca vieron.

La principal razón de que pudiesen aumentar tanto los niveles de (oxígeno a lo largo del periodo de "ida terrestre primitiva fue que gran parte del paisaje del mundo estaba dominado por helechos arborescentes gigantes y enormes ciénagas, que por su carácter pantanoso perturbaban el proceso normal de reciclaje del carbono. Las frondas que caían v otra materia vegetativa muerta, en vez de pudrirse por completo, se acumuló en ricos sedimentos húmedos, que acabaron prensados en los grandes yacimientos de carbón que aún sostienen hoy gran parte de la actividad económica.

Los niveles embriagadores de oxígeno estimularon sin duda el crecimiento. El indicio más antiguo de un animal de superficie encontrado hasta ahora es un rastro que dejó hace 350 millones de años una criatura tipo milpiés en una roca de Escocia. Esa criatura medía más de un metro de longitud. Antes de que concluyese el periodo, algunos milpiés llegarían a medir más del doble.

Con tales criaturas merodeando por ahí, tal vez no tenga nada de sorprendente que los insectos desarrollasen en ese periodo un truco que pudiese ponerles fácilmente fuera de su alcance: aprendieron a volar Algunos llegaron a dominar ese nuevo medio de locomoción con una pericia tan asombrosa que no han tenido necesidad de modificar sus técnicas desde entonces. La libélula podía entonces como ahora, volar a 50 kilómetros por hora, parar instantáneamente, mantenerse inmóvil en el aire, volar hacia atrás y elevarse mucho más, en proporción que cualquiera de las máquinas voladoras construidas por los seres humanos. La Fuerza Aérea estadounidense -ha escrito un comentarista- las ha puesto en túneles de viento, para ver como se las arreglaban, y se desesperaron. 9 También ellas se atracaron de aquel aire tan rico. Y llegaron a hacerse grandes como cuervos en los bosques del Carbonífero.10 Los Árboles y el resto de la vegetación alcanzaron también proporciones exageradas. Los equisetos y los helechos arborescentes crecieron hasta alcanzar alturas de 15 metros, los licopodios de hasta 40 metros.

Los primeros vertebrados terrestres (es decir, los primeros animales de tierra firme de los que procederíamos nosotros› son una especie de misterio. Eso se debe en parte a una escasez de fósiles relacionados, pero se debe también a un sueco muy especial llamado Erik Jarvik, cuyas extrañas interpretaciones y cuya actitud reservada retrasaron casi medio siglo los progresos en este campo. Jarvik formaba parte de un equipo de científicos escandinavos que fueron a Groenlandia en las décadas de los treinta y cuarenta a buscar peces fósiles. Buscaban sobre todo peces de aletas lobuladas del tipo que presumiblemente fueron antepasados nuestros y de todas las demás criaturas que andan, conocidas como tetrápodos.

La mayoría de los animales son tetrápodos, y todos los tetrápodos vivientes tienen una cosa en común: cuatro extremidades, cada una de las cuales termina en un máximo de cinco dedos. Los dinosaurios, las ballenas, las aves, los humanos, hasta los peces… todos ellos son tetrápodos, lo que indica claramente que proceden de un ancestro único común. Se suponía que la clave para dar con ese ancestro se hallaría en el Devónico, de hace unos cuatrocientos millones de años. Antes de ese periodo no había nada que caminase sobre la tierra. Después de esa época lo hicieron muchísimas cosas. Por suerte, el equipo encontró justamente una de esas criaturas,11 un animal de un metro de longitud llamado Ichtyostega. El análisis del fósil le correspondió a Jarvik, que inició la tarea en 1948 y continuó con ella los cuarenta y ocho años siguientes. Desgraciadamente, Jarvik se negó a permitir que ningún otro estudiase su tetrápodo. Los paleontólogos del mundo tuvieron que contentarse con dos esquemáticos artículos provisionales, en los que Jarvik indicaba que la criatura tenía cinco dedos en cada una de sus cuatro extremidades, lo que confirmaba su importancia como ancestro.

Jarvik murió en 1998. Después de su muerte otros paleontólogos examinaron ávidamente el espécimen y descubrieron que Jarvik había cometido un grave error al contar los dedos (había, en realidad, ocho en cada extremidad) y no se había dado cuenta de que el pez no había podido caminar Dada la estructura de la aleta, el animal se habría caído por su propio peso. No hace falta decir que esto no contribuyó gran cosa al progreso de nuestros conocimientos sobre los primeros animales terrestres. Actualmente se conocen tres tetrápodos primitivos y ninguno tiene cinco dedos. En suma, no sabemos del todo de dónde venimos.

Pero venir vinimos, aunque alcanzar nuestra actual condición de eminencia no siempre haya sido fácil, claro. La vida, desde que se inició en la tierra, ha consistido en cuatro megadinastías, como se los llama a veces. La primera formada por anfibios y reptiles primitivos, lentos y torpes en general pero a veces bastante corpulentos. El animal más conocido de ese periodo era el dimetrodonte, una criatura con una especie de vela en el lomo que suele confundirse con los dinosaurios (he de decir que esto ocurre incluso en un pie de ilustración de Comet, el libro de Carl Sagan). El dimetrodonte era en realidad un sinápsido. También nosotros lo fuimos en otros tiempos. Los sinápsidos eran una de las cuatro divisiones principales de la vida reptil primitiva, siendo las otras los anápsidos, los euriápsidos y los diápsidos. Los nombres aluden simplemente al número y el emplazamiento de pequeños agujeros que se encuentran a los lados de cráneo.12 Los sinápsidos tienen un agujero a cada lado en la parte inferior de la sien, los diápsidos tienen dos y los eurápsidos tienen un solo agujero más arriba.

Con el tiempo, cada una de estas agrupaciones principales se escindió en más subdivisiones, de las que algunas prosperaron y otras fracasaron. Los anápsidos dieron origen a las tortugas, pese a que resulta difícil de creer, parecieron dispuestas a predominar como la especie más avanzada y mortífera del planeta, antes de que un bandazo evolutivo las llevase a contentarse con la perdurabilidad en vez de la dominación. Los sinápsidos se dividieron en cuatro corrientes, sólo una de las cuales sobrevivió después del Pérmico. Afortunadamente, ésa fue la corriente a la que pertenecemos y evolucionó hacia una familia de protomamiferos conocida como terápsidos. Éstos formaron la Megadinastía 2.

Por desgracia para los terápsidos, sus primos los diápsidos estaban evolucionando también con éxito, en su caso hacia los dinosaurios (entre otros seres), lo que fue resultando gradualmente demasiado para los terápsidos. Incapaces de competir cara a cara con aquellas nuevas y agresivas criaturas, los terápsidos desaparecieron casi en su totalidad. Sólo unos pocos evolucionaron convirtiéndose en seres pequeños y peludos, que vivían en madrigueras y que se pasaron mucho tiempo como pequeños mamíferos. El mayor de ellos no era mayor que un gato doméstico, y la mayoría no era mayor que los ratones. Con el tiempo, ésa resultaría ser su salvación, pero tendrían que esperar casi 150 millones de años a que la Megadinastía 3, la Era de los Dinosaurios, tocase bruscamente a su fin y diese paso a la Megadinastía 4 y a nuestra Era de los Mamíferos.

Todas estas grandes transformaciones, así como otras muchas más pequeñas que se produjeron entre ellas y después, se basaban en ese motor paradójicamente importante de la extinción. Es un hecho curioso que en las especies de la Tierra la muerte sea, en el sentido más literal, una forma de vida. Nadie sabe cuántas especies de organismos han existido desde que la vida se inició. Una cifra que suele mencionarse es la de 30.000 millones, pero se ha llegado a hablar de hasta cuatro billones.13 Sea cual sea el total verdadero, el 99,90% de todas las especies que han vivido alguna vez ya no está con nosotros. «En una primera aproximación como le gusta decir a David Raup, de la Universidad de Chicago, todas las especies están extintas.»14 Para los organismos complejos, la duración media de la vida de una especie es de sólo unos cuatro millones de años…'5 Aproximadamente donde nosotros estamos ahora.

La extinción significa siempre malas noticias para las víctimas, claro está, pero parece ser buena para un planeta dinámico. «La alternativa a la extinción es el estancamiento16 -dice lan Tattersall, del Museo Americano de Historia Natural- y el estancamiento rara vez es beneficioso en cualquier reino.» (Quizá debiese decir que de lo que hablamos aquí es de extinción como un proceso natural a largo plazo. La extinción provocada por imprudencia humana es otro asunto completamente distinto.)

Las crisis de la historia de la Tierra van invariablemente acompañadas de saltos espectaculares posteriores.17 A la caída de la fauna ediacarana siguió la explosión creadora del periodo Cámbrico. La extinción ordovícica de hace 440 millones de años limpió los océanos de un montón de animales inmóviles, que se alimentaban por filtración y creó condiciones que favorecieron a los peces rápidos y a los reptiles acuáticos gigantes. Éstos a su vez estaban en una posición ideal para enviar colonos a tierra firme, cuando otra crisis que se produjo a fines del periodo Devónico le dio otro buen meneo a la vida. Y así han ido las cosas a intervalos dispersos a lo largo de la historia. Si la mayoría de esos acontecimientos no hubiesen sucedido justamente cuando lo hizo, casi seguro que no estaríamos aquí nosotros ahora.

La Tierra ha pasado a lo largo de su historia por cinco grandes episodios de extinción (el Ordovícico, el Devónico, el Pérmico, el Triásico y el Cretácico, en ese orden) y muchos otros más pequeños. El Ordovícico (hace 440 millones de años) y el Devónico (hace 365 millones de años) liquidaron cada uno de ellos del 80 al 85% de las especies. Los episodios de extinción del Triásico (hace 210 millones de años) y del Cretácico (hace 65 millones de años) del 70 al 75% de las especies cada uno de ellos. Pero la más tremenda de todas las extinciones fue la del Pérmico (hace unos 245 millones de años), que alzó el telón para la larga ira de los Dinosaurios. En el Pérmico, un 95% como mínimo de los animales conocidos por el registro fósil se fueron para no volver. 18 También lo hicieron aproximadamente un tercio de las especies de insectos -la única ocasión en que desaparecieron en masa-.19 Es lo más cerca que hemos estado nunca de la devastación total.

«Fue, verdaderamente, una extinción masiva,20 una carnicería de una magnitud como no había azotado hasta entonces la Tierra», dice Richard Fortey. La extinción pérmica fue especialmente devastadora para las criaturas marinas. Los trilobites desaparecieron del todo. Las almejas y los erizos de mar casi se extinguieron también. El fenómeno afecto a casi todos los organismos marinos. Se calcula que el planeta perdió en total, en tierra firme y en el agua, el 52% de sus familias (es el nivel situado por encima del género y' por debajo del orden en la gran escala de la vida, tema del capítulo siguiente) y tal vez hasta el 96% de todas sus especies. El total de especies tardaría en recuperarse mucho tiempo (hasta 80 millones de años según un cálculo).

Hay que tener en cuenta dos cuestiones. Primero, se trata sólo de conjeturas informadas. Las estimaciones del número de especies animales vivas al final del Pérmico oscilan entre un mínimo de 45.000 y un máximo de 240.00021 Si no sabes cuántas especies esta han vivas, difícilmente puedes especificar con seguridad la proporción que pereció. Además, estamos hablando de la muerte de especies, no de individuos. En el caso de los individuos, el balance de muertos podría ser mucho mayor… en muchos casos casi total.22 Las especies que sobrevivieron hasta la fase siguiente de la lotería de la vida debieron su existencia, casi con seguridad, a unos cuantos supervivientes maltrechos y renqueantes.

En los periodos comprendidos entre esas grandes matanzas hubo otros muchos periodos de extinción más pequeños y peor conocidos (el Hemfiliano, el Frasniano, el Famenniano, el Rancholabreano y una docena o así más), que no fueron tan devastadores para el número total de especies, pero que afectaron decisivamente a ciertas poblaciones. Los animales herbívoros, incluidos los caballos, quedaron casi barridos en el episodio del Hemfiliano,23 hace unos cinco millones de años. Los caballos quedaron reducidos a una sola especie, que aparece de forma esporádica en el registro fósil como para hacernos pensar que estuvo durante un tiempo al borde de la extinción. Imagina una historia humana sin caballos, sin herbívoros.

En casi todos los casos, tanto en las grandes extinciones como en las más modestas, tenemos una escasez de información desconcertante sobre cuál fue la causa. Incluso después de desechar las ideas más estrambóticas, hay aún más teorías sobre lo que provocó el episodio de extinción que sobre el número de episodios que ha habido. Se han identificado dos docenas, al menos, de posibles culpables como causas o responsables principales,24 incluidos el calentamiento global, el enfriamiento global, los cambios de nivel marino, la disminución del oxígeno de los mares (una condición conocida como anoxia), epidemias, fugas gigantescas de gas metano del lecho del mar, impactos de meteoritos y cometas, huracanes descomunales del tipo conocido como hipercanes, inmensos afloramientos volcánicos y catastróficas erupciones solares.

Esta última es una posibilidad especialmente intrigante. Nadie sabe lo grandes que pueden llegar a ser las erupciones solares porque sólo las hemos observado desde el principio de la era espacial, pero el Sol es un potente motor y sus tormentas son de una magnitud correspondiente. Una erupción solar típica (algo que ni siquiera percibíamos desde la Tierra) libera la energía equivalente a mil millones de bombas de hidrógeno y lanza al espacio 100.000 millones de toneladas, o así, de partículas asesinas de alta energía. La magnetosfera y la atmósfera las eliminan, devolviéndolas al espacio, o las desvían sin problema hacia los polos (donde producen las bonitas auroras de la Tierra), pero se cree que una explosión insólitamente grande, por ejemplo, cien veces mayor que la erupción típica, podría superar nuestras etéreas defensas. El espectáculo luminoso seria espléndido, pero mataría casi con seguridad a una proporción muy elevada de quienes lo contemplasen arrobados. Además, y resulta bastante estremecedor) según Bruce Tsurutani del Laboratorio de Propulsión Jet de la NASA, «no dejaría ningún rastro en la historia».

Todo esto nos deja, como ha dicho un investigador, «toneladas de conjeturas y muy pocas pruebas» 25 El enfriamiento parece estar relacionado como mínimo con tres de los episodios de extinción (el Ordovícico, el Devónico y el Pérmico), pero aparte de eso hay poco que se acepte de forma general, incluido si un episodio determinado sucedió rápida o lentamente. Los científicos no son capaces de ponerse de acuerdo, por ejemplo, en si la extinción del Devónico tardío (el acontecimiento al que siguió el paso de los vertebrados a tierra firme) se produjo a lo largo de millones de años, de miles de años o en un día de mucho ajetreo.

Una de las razones de que sea tan difícil elaborar explicaciones convincentes de las extinciones es lo difícil que resulta exterminar la vida a gran escala. Como hemos visto con el impacto de Manson, se puede recibir un golpe terrible y conseguir de todos modos una recuperación plena, aunque presumiblemente insegura. Así que, ¿por qué, de todos los miles de impactos que ha soportado la Tierra, fue el acontecimiento KT de hace 65 millones de años, que acabó con los dinosaurios, tan singularmente devastador? Bueno, primero, fue sin duda alguna enorme. Golpeó con la fuerza de loo millones de megatones. No es fácil imaginar una explosión así,26 pero, como ha señalado James Lawrence Powell, si hicieses estallar una bomba del tamaño de la de Hiroshima por cada persona viva en la Tierra, hoy aún te faltarían unos mil millones de bombas para igualar el impacto KT. Pero puede que ni siquiera eso sólo haya sido suficiente para acabar con un 70 % de la vida de la Tierra, dinosaurios incluidos.

El meteorito KT tuvo la ventaja adicional (es decir, ventaja si eres un mamífero)27 de que cayó en un mar poco profundo, a unos 10 metros de profundidad, con el ángulo justo, en un periodo en el que los niveles de oxígeno eran superiores en un lo a los actuales, por lo que el mundo era más combustible. Sobre todo, el lecho del mar en el que cayó estaba compuesto de roca rica en azufre. El resultado fue un impacto que convirtió una zona del lecho marino del tamaño de Bélgica en aerosoles de ácido sulfúrico. La Tierra estuvo sometida luego durante varios meses a lluvias lo suficientemente ácidas como para quemar la piel.

En cierto modo, una cuestión aún más importante que «¿qué fue lo que acabó con el 70% de las especies que existían en la época?» es «¿cómo sobrevivió el 30% restante?». ¿Por qué fue el acontecimiento tan irremediablemente devastador para todos los dinosaurios que existían mientras que otros reptiles, como las serpientes y los cocodrilos, lo superaron sin problema? Ninguna especie de sapo, tritón, salamandra u otro anfibio se extinguió, que sepamos, en Norteamérica. «¿Cómo pudieron haber salido ilesas esas delicadas criaturas de un desastre sin parangón como aquél?»,28 pregunta Tim Flannery en su fascinante prehistoria de Norteamérica, The Eternal Frontier [La frontera eterna].

En los mares sucedió más o menos lo mismo.29 Desaparecieron todos los amonites, pero sus primos, los nautiloides, que vivían un tipo de vida similar, siguieron nadando. Entre el plancton, algunas especies quedaron prácticamente barridas (el 92% de los foraminíferos, por ejemplo) mientras que otros organismos como los diatomos, diseñados según un plano similar y que vivían al lado de ellos, salieron relativamente ilesos.

Son contradicciones difíciles de explican Como comenta Richard Fortey: «La verdad es que no parece satisfactorio limitarse a calificarlos de "afortunados" y zanjar el asunto con eso».30 Si, como parece muy probable, al acontecimiento siguieron meses de oscuridad y humo asfixiante, resulta difícil explicar la supervivencia de muchos de los insectos. «Algunos insectos, como los escarabajos comenta Fortey-, podían vivir de la madera y de otras cosas que encontrasen por allí. ¿Pero qué decir de otros como las abejas que navegan con la luz del sol v necesitan polen? Su supervivencia no es tan fácil de explicar»

Sobre todo, están los corales. Los corales necesitan algas para sobrevivir y las algas precisan luz solar En los últimos años se ha dado mucha publicidad a corales que mueren por cambios en la temperatura del mar de aproximadamente un grado. Si son tan vulnerables a pequeños cambios, ¿cómo sobrevivieron al largo invierno del impacto?

Hay también muchas variaciones regionales que son difíciles de explicar. Las extinciones parecen haber sido mucho menos graves en el hemisferio sur que en el hemisferio norte. Nueva Zelanda en particular parece haber salido mayoritariamente ilesa y, sin embargo, apenas tenía criaturas que viviesen en madrigueras. Hasta su vegetación se libró mayoritariamente de la extinción y, sin embargo, la escala de la conflagración en otros lugares indica que la devastación fue global. En suma, hay muchas cosas que no sabemos.

Algunos animales prosperaron de forma notoria… incluidas una vez más, un poco sorprendentemente, las tortugas. Como comenta Flannery, el periodo que siguió a la extinción de los dinosaurios podría muy bien considerarse la Era de las Tortugas.31 En Norteamérica sobrevivieron 16 especies y afloraron poco después a la existencia tres más.

No hay duda de que ayudó el hecho de vivir en el agua. El impacto KT liquidó casi el 90% de las especies basadas en tierra pero sólo el 10% de las que vivían en agua dulce. Es evidente que el agua protegió del calor y de las llamas, pero es de suponer que proporcionó también más sustento en el periodo de escaseces que siguió. Todos los animales terrestres que sobrevivieron tenían la costumbre de retirarse a un medio seguro en los periodos de peligro, al agua o bajo tierra, refugios ambos que les habrían proporcionado una protección considerable contra los estragos del exterior. Los animales que se alimentaban de carroña también habrían disfrutado de una ventaja. Los lagartos eran, y son, inmunes en gran medida a las bacterias de los restos de animales en descomposición. De hecho, suelen atraerles y es evidente que tuvo que haber carroña en abundancia durante mucho tiempo.

Se suele afirmar erróneamente que sólo sobrevivieron al acontecimiento KT los animales pequeños. En realidad, entre los supervivientes figuraron los cocodrilos, que no sólo eran grandes sino tres veces mayores de lo que son hoy. Pero es verdad, en general, que casi todos los supervivientes eran animales pequeños y furtivos. De hecho, con un mundo a oscuras y hostil, fue un periodo perfecto para ser pequeño, de sangre caliente, nocturno, flexible en la dieta y cauto por naturaleza, precisamente las características de nuestros antepasados mamíferos. Si hubiésemos avanzado más en la evolución, probablemente habríamos perecido. Pero, en vez de eso, los mamíferos se encontraron en con mundo para el que estaban mejor adaptados que ningún otro ser vivo,

Sin embargo, lo que sucedió no fue que los mamíferos se multiplicaban explosivamente para llenar todos los huecos. «La evolución puede aborrecer el vacío -escribió el paleobiólogo Steven M. Stanley-, pero a veces tarda mucho en llenarlo.»32 Durante hasta diez millones de años tal vez los mamíferos se mantuvieron cautamente pequeños.33 A principios del Terciario, si eras del tamaño de un lince podías ser rey.

Pero en cuanto se pusieron en marcha, los mamíferos se expandieron prodigiosamente… a veces hasta un grado casi grotesco. Hubo durante un tiempo conejillos de Indias del tamaño de rinocerontes v rinocerontes del tamaño de una casa de dos pisos.34 Donde quiera que hubiese un vacío en la cadena predadora, los mamíferos se apresuraban (a veces literalmente) a llenarlo. Miembros primitivos de la familia del mapache emigraron a Suramérica, descubrieron un vacío v evolucionaron convirtiéndose en criaturas del tamaño v de la ferocidad del oso. También las aves prosperaron de una forma desproporcionada. Posiblemente, durante millones de años, una gigantesca ave carnívora no voladora, llamada Titanis, fue la criatura más feroz de Norteamérica.35 Fue, sin duda alguna, el ave más sobrecogedora que haya existido, medía tres metros de altura, pesaba unos 350 kilos y tenía un pico que podía arrancarle la cabeza a cualquier cosa que le molestase. Su familia sobrevivió sin problema durante cincuenta millones de años, pero, hasta que no se descubrió un esqueleto en Florida en 1963, no teníamos ni idea de que hubiese existido alguna vez.

Lo que nos lleva a otra razón de nuestra inseguridad respecto a las extinciones: la escasez del registro fósil. Hemos hablado de lo difícil que es que un conjunto de huesos llegue a quedar fosilizado, pero el registro es en realidad peor de lo que te puedas imaginan Considera los dinosaurios. Los museos dan la impresión de que tenemos una abundancia global de fósiles de dinosaurios. Pero lo que se exhibe en los museos es abrumadoramente artificial. El diplodocus gigante que domina el vestíbulo de entrada del Museo de Historia Natural de Londres, y que ha deleitado e informado a generaciones de visitantes, está hecho de yeso, se construyó en 1903 en Pittsburgh y se lo regaló al Museo Andrew Carnegie.36 El vestíbulo de entrada del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York está dominado por un cuadro vivo aun mayor: el esqueleto de un gran barosaurio defendiendo a su cría del ataque de un ágil y dentudo allosaurio. Es un despliegue maravilloso e impresionante (el barosaurio) tal vez se eleva nueve metros hacia el alto techo), pero también completamente falso. Todos v cada uno de los varios centenares de huesos que se exhiben son de yeso. Visita casi cualquier museo grande de historia natural del mundo (en París, Viena, Fráncfort, Buenos Aires, México…) y re recibirán modelos de anticuario, no huesos antiguos.

La verdad es que no sabemos mucho de los dinosaurios. De toda la era que les corresponde, se han identificado menos de 1.000 especies (casi la mitad de ellas conocidas por un solo espécimen), que es aproximadamente un cuarto del número de especies de mamíferos que viven hoy. No olvides que los dinosaurios dominaron la Tierra durante unas tres veces más tiempo de lo que lo han hecho los mamíferos, así que, o bien eran notablemente poco productivos de especies, o bien no hemos hecho más que arañar la superficie -por echar mano de un tópico irresistiblemente apropiado.

Hay periodos de millones de años de la Era de los Dinosaurios de los que aún no se ha encontrado un solo fósil. Hasta el periodo del Cretácico superior (el periodo prehistórico más estudiado, gracias a nuestro prolongado interés por los dinosaurios y su extinción), puede que aún queden por descubrir tres cuartas partes de las especies que existían. Puede que hayan vagado por la Tierra miles de animales mucho más voluminosos que el diplodocus o más sobrecogedores que el tiranosaurio), puede que no lleguemos nunca a saberlo. Hasta fechas muy recientes, todo lo que se sabía de los dinosaurios de este periodo procedía de unos trescientos especímenes- que representaban a unas 16 especies. La escasez de restos llevó a la creencia generalizada de que los dinosaurios estaban próximos a la extinción cuando se produjo el impacto KT.

A finales de la década los ochenta un paleontólogo del Museo Público de Milwaukee, Peter Sheehan, decidió realizar un experimento. Valiéndose de 200 voluntarios elaboré un censo minucioso de una zona bien definida, pero también bien explorada de la famosa Formación de Hell Creek, Montana. Los voluntarios, cribando meticulosamente, recogieron hasta el último diente y la última vértebra y fragmento de hueso… todo lo que los buscadores anteriores habían pasado por alto. La tarea duró tres años. Cuando terminaron se encontraron con que habían más que triplicado (para todo el planeta) el número de fósiles de dinosaurio del Cretácico superior El estudio demostró que los dinosaurios habían seguido siendo numerosos hasta el momento del impacto KT. «No hay ningún motivo para creer que los dinosaurios se estuviesen extinguiendo gradualmente38 durante los últimos tres millones de años del Cretácico», informo Sheehan.

Estamos tan acostumbrados a la idea de nuestra propia inevitabilidad como especie dominante de la vida que es difícil comprender que estamos aquí sólo debido a oportunos impactos extraterrestres y otras casualidades aleatorias. Lo único que tenemos en común con el resto de los seres vivos es que, durante casi 4.000 millones de años, nuestros antepasados consiguieron colarse a través de una serie de puertas que se cerraban cada vez que necesitábamos que lo hiciesen. Stephen Jay Gould lo expresó sucintamente con palabras bien conocidas: «Los seres humanos estamos hoy aquí porque nuestra línea concreta nunca se rompió…39 ni una sola vez en ninguno de los miles de millones de sucesos que podrían habernos borrado de la historia».

Empezamos este capítulo con tres cuestiones: la vida quiere ser; la vida no siempre quiere ser mucho; y la vida de cuando en cuando se extingue. A estas tres cuestiones debemos añadir una cuarta: la vida sigue. Y a menudo lo hace, como veremos, de formas que son decididamente sorprendentes.

23. LA RIQUEZA DEL SER