¿Cuál? ¿Cómo y dónde hallarla? El Vaticano había sido pillado por sorpresa. Y ahora se reunían para salvaguardar su buen nombre. La integridad física de La Piedad importaba, por supuesto, pero bastante menos que el burlado prestigio de la Santa Sede. Ésa era la cruda realidad. Y para lograrlo, naturalmente, no escatimarían medios ni maquinaciones.

 

 

El secretario de Estado carraspeó incómodo. Nadie se dio por aludido.

 

 

Finalmente, haciéndose de nuevo con el timón, inició una rueda de consultas, todas condenadas al fracaso.

 

 

–¿Sería suficiente con la reparación del blindaje?

 

 

El arquitecto responsable de la Reverenda Fábrica de San Pedro sostuvo la mirada de Rodano. Y replicó con sensatez:

 

 

–Lo dudo, eminencia. A la vista de lo sucedido, el parcheo no garantizaría la seguridad de la escultura.

 

 

El comandante asintió, respaldando al hombre de la cicatriz en la mejilla derecha.

 

 

–¿Cuánto tiempo consumiría la restauración de ese vidrio?

 

 

–Como mínimo, una semana…

 

 

Rodano desestimó la posible solución. Demasiado tiempo…, para nada. Y planteó una segunda y casi obligada cuestión.

 

 

–¿Existe algún cristal que pueda resistir la acción de un láser…?

 

 

Buscó en vano las palabras. Camilo acudió en su ayuda:

 

 

–De alta energía.

 

 

La respuesta fue unánime.

 

 

–Lo dudamos, aunque deberían ser los especialistas quienes emitirán el oportuno dictamen.

 

 

–Imposible -reaccionó el prelado con desaliento-. Les recuerdo que no disponemos de margen. Podemos seguir ocultando el desastre con el lienzo, pero ¿por cuánto tiempo?

 

 

Nuevo y torrencial silencio.

 

 

–Señores, ¡por el amor de Dios!, ¿qué nos queda?

 

 

El tormentoso Bangio no dejó escapar la ocasión.

 

 

–Llegará el día en que esta pervertida humanidad tendrá que contentarse con admirar copias…

 

 

–Como ven -lamentó Rodano, sorteando la acertada premonición del camarlengo-, tenemos un problema.

 

 

Entendí que era mi oportunidad. Y, excusándome por la afonía que frenaba mi capacidad de expresión, aporté una idea que, a buen seguro, flotaba en el ambiente.

 

 

–A nadie escapa que el actual sistema de blindaje no ofrece garantías. Una segunda e hipotética acción, venga de donde venga, podría resultar irreparable. Como bien dice su eminencia -aboné el terreno-, conviene sumar prudencia a la sabiduría…

 

 

El secretario de Estado se bebió el cumplido.

 

 

–El mundo, a causa de nuestra negligencia o falta de coraje, perdería una obra maestra. En principio, por tanto, parece obvio que La Piedad sea retirada de su pedestal. Al menos, hasta que los técnicos estudien la fórmula de protección más adecuada.

 

 

Como suponía, la propuesta fue bien recibida. La única voz disonante -en este caso colmada de razón- corrió a cargo del polémico y quisquilloso Bangio.

 

 

–¿Y qué excusa ofrecerá su eminencia a la opinión pública?

 

 

Rodano abortó las risitas del camarlengo. Y de un tajo segó la hierba bajo sus pies.

 

 

–¿Recuerda su eminencia un solo episodio en el que la Santa Madre Iglesia se haya excusado?

 

 

–¿Qué insinúa?

 

 

No merecía la pena entrar en honduras. Y Angelo le obsequió con un benevolente silencio. Pero Bangio, desafiante, cargó el ambiente de pólvora:

 

 

–Se lo advierto: me negaré a tejer una mentira.

 

 

El prelado, socarrón, dejó que se vaciara. – No podemos retirar La Piedad sin ofrecer una explicación satisfactoria.

 

 

Redujo el tono. E, intentando ganar voluntades, invocó su verdad.

 

 

–El mundo debe saberlo. Esos perversos sionistas nos odian…

 

 

Chíniv, nervioso, alisó la cabellera con ambas manos. Los directores, inquietos, cambiaron de postura, esperando que Angelo cortara el fanatismo del camarlengo. Pero, acostumbrado a sus temperamentales diatribas, permitió que naufragara en su propia insensatez.

 

 

–¡La gloria del olivo! Está claro. Estamos ante esa sucia extrema derecha que gobierna y atemoriza a la tierra de dura cerviz.

 

 

Era suficiente. Rodano se ajustó las gafas color miel, descabalgándole.

 

 

–Eminencia… Nadie va a mentir. En el peor de los casos -como es norma en esta casa- nos deslizaremos por el filo de la verdad. Estoy convencido de que, entre todos, hallaremos una razón que justifique, honorablemente, se entiende, la retirada temporal de La Piedad. Si no acertamos con algo mejor, apuesto por la sugerencia del hermano Lomko.

 

 

Y en un último, loable y más que dudoso intento por repescar al maltrecho Bangio, invocó la célebre sentencia del poeta suizo Dumor.

 

 

–Y por favor, eminencia, no olvide que, en general, los hombres no piden ni necesitan la verdad. Les basta con que se les disfrace la mentira.

 

 

Ése es el arte de la diplomacia, querido cardenal. Si la verdad desnuda quema, ¿por qué no usar gafas de sol?

 

 

Fue mi primer triunfo.

 

 

Una hora después, por unanimidad, el consejo -estudiados los detalles y con el beneplácito del director de los Museos Vaticanos- acordaba el inmediato desmantelamiento del blindaje y el traslado provisional de La Piedad al laboratorio de restauración de mármoles y escayolas, en el propio recinto vaticano.

 

 

Hoffmann se sintió feliz. La Santa Sede había caído en la trampa. Y Gloria Olivae movilizó a sus hombres para la siguiente fase.

 

 

El Santo Padre recibió la noticia con alivio. La excusa para el cambio de emplazamiento -puesta a disposición de los medios informativos a través del habitual filtro: la Sala Stampa- satisfizo a todos los conjurados, incluido el camarlengo. En cierto modo -tal y como propugnaba el secretario de Estado-, respondía a la verdad. Una verdad, eso sí, fabricada en el laboratorio de los altos intereses vaticanos. Una verdad honrosa. Más aún: encomiable y que desatada generales elogios entre la sociedad.

 

 

A causa del prolongado contacto con el humo que se proopagó por la basílica, el exquisito pulido del grupo escultórico -materializado por Miguel Ángel gracias a la cera- había sufrido un ligero ensombrecimiento. Para restituir la tersa luminosidad original era preciso someter la obra a un minucioso y delicado lavado con agua destilada, evitando así una hipotética reacción química. Naturalmente, con el fin de no dañar la valiosa capilla y de ejecutar los trabajos con un máximo de seguridad y eficacia, La Piedad debía ser removida de su tradicional emplazamiento.

 

 

La operación -concluía la nota facilitada al portavoz de la Santa Sede- obligaba al desalojo temporal del recinto.

 

 

A la mañana siguiente, lunes, en presencia del secretario de Estado, los propietarios de la empresa de transportes excepcionales, que había asumido en 1965 el embarque de La Piedad con destino a la Feria Mundial de Nueva York, firmaban un documento confidencial por el que se comprometían a embalar y transportar la imagen en un plazo de cuarenta y ocho horas. A pesar de los escasos riesgos que entrañaba la manipulación y conducción de la estatua hasta el sector norte de la ciudadela vaticana, el seguro fue cifrado en diez millones de dólares. Cuatro más de los establecidos por la compañía Fireman's Fund en el mencionado y célebre viaje de La Piedad a Estados Unidos.

 

 

La agencia romana responsable del traslado fue obligada igualmente a prescindir de todo tipo de publicidad y a consumar el trasvase durante la noche.

 

 

Diez minutos después de la firma, Frank Hoffmann recibía cumplida información sobre el nombre de la empresa y las peculiaridades del acuerdo. Y los especialistas del tercer círculo intervinieron fulminantemente.

 

 

Ese lunes, a las seis de la tarde, tras el cierre al público, un equipo de expertos acometió el desguace de los doce vidrios que armaban el malogrado blindaje. Por expreso deseo de las autoridades vaticanas, el desmantelamiento se inició por el módulo que había sido atacado.

 

 

A las cuatro de la madrugada se procedía a la retirada de los tres últimos cristales, ubicados en la base del apantallamiento. Parte de la armadura metálica quedó provisionalmente anclada a las columnas laterales.

 

 

El resto de esa jornada del martas discurrió en una frágil calma. Los peregrinos y turistas, además de verse privados de la siempre reconfortante visión de la obra maestra del divino, tuvieron que soportar unas inusuales medidas de seguridad. Desde la columna de las pilas del agua bendita hasta las proximidades de la puerta de Crocetti fue dispuesto un cordón que impedía el acceso a la balaustrada de mármol. Chíniv, además, reforzó el número de vigilantes, procediéndose a un minucioso registro de cuantos bolsos y equipos fotográficos o de filmación ingresaron por las puertas de la basílica.

 

 

Y a las seis, clausurado el templo, Seguridad respiró aliviada. Pero, lejos de bajar la guardia, Camilo mantuvo la estrecha vigilancia, tanto en el interior como en los aledaños de San Pedro.

 

 

Todo se hallaba dispuesto para la laboriosa y siempre comprometida misión de levantar las casi dos toneladas de mármol de Carrara, desplazarlas hasta el exterior de la capilla, proceder a su embalaje y conducirlas al vehículo que debía depositarlas en los Museos Vaticanos.

 

 

Y Hoffmann, como digo, dio luz verde.

 

 

18 horas y 05 minutos.

 

 

Puntual, cumpliendo a rajatabla el programa diseñado por la empresa, un semirremolque (tipo góndola), con suspensión por aire y carrocería blindada, da marcha atrás en la plaza de San Pedro. Y, con esmerada lentitud, termina estacionando a veinte metros del arco de La Campana, en el flanco izquierdo de la ya desvaída fachada de la basílica.

 

 

La barandilla metálica que los sampietrini despliegan cada atardecer -cortando el paso por dicho sector- aparece excepcionalmente abierta.

 

 

Muy próxima a la garita derecha de la Guardia Suiza en dicho arco, aparcada frente a las escalinatas que conducen al templo, aguarda su turno una grúa hidráulica autopropulsada, modelo AT-422, de la casa Grove-Coles. Con doble tracción, cinco metros de longitud y dos y medio de anchura, se halla capacitada para levantar 5 600 kilos -a ocho metros de radio- y con un ochenta y cinco por ciento de margen de utilización.

 

 

El fornido chofer del camión góndola se apresura a descender de la cabina, poniéndose a las órdenes del ingeniero jefe, responsable de la operación.

 

 

Las puertas posteriores del semirremolque son abiertas y varios operarios, uniformados con impecables buzos blancos, saltan al interior, afanándose en la descarga de los equipos: grandes focos provistos de trípodes, rampas metálicas, perfiles de acero, tacos de madera, gatos de cremallera, cinchas, cables, escaleras y un complejo entramado de piezas para embalaje. Buena parte es trasladada al interior de San Pedro.

 

 

Y sin pérdida de tiempo, siguiendo las indicaciones del maquinista de la grúa, dos de los empleados acometen la fijación de las rampas sobre las tres tandas de siete escalones que conducen a la plataforma rectangular que se abre frente al atrio. Dichas rampas, con el perfil exacto de los peldaños de piedra, quedan atornilladas en veinte minutos.

 

 

Chíniv y los suyos, con los radioteléfonos en las manos, se aproximan a los vehículos. El comandante intercambia unas frases con el ingeniero y representante de la empresa. Acto seguido, ante las desconfiadas miradas del maquinista y del conductor de la góndola, inspeccionan grúa y semirremolque.

 

 

En la cabina del camión un hombre con cara de niño e igualmente uniformado de blanco conversa a través de un teléfono.

 

 

El agente rodea la góndola. Y al alcanzar la trasera, a requerimiento de Camilo, penetra en la caja, examinando piso, paredes y techo. Segundos después -vigilado discretamente por el chofer- se reúne con el jefe de Seguridad, informándole:

 

 

–Todo en orden.

 

 

Una parte de los focos es estratégicamente distribuida a lo largo de la plataforma y de los dos rellanos que separan los veintiún escalones ya mencionados.

 

 

Chíniv y sus hombres retornan al interior de la basílica. Y el operario con cara de niño concluye la conversación telefónica.

 

 

18 horas y 45 minutos.

 

 

El ingeniero comprueba las rampas. Verificada la estabilidad, alerta al maquinista de la grúa.

 

 

Y la rugiente máquina ataca el 20 por ciento de desnivel. A un centenar de metros, controlados por un cordón de policías uniformados, grupos de curiosos asisten intrigados al movimiento de hombres y material.

 

 

La potente AT-422 corona las escalinatas en cuatro minutos. Salvado el atrio, siempre bajo la dirección del ingeniero, enfila la última rampa metálica, acondicionada sobre los tres peldaños de acceso a la basílica. Y penetra en el templo con soltura, dejando una negra, apestosa e irreverente estela de gas-oil.

 

 

Una decena de sampietrini, herida en lo más íntimo por la irrupción del intruso, forma una barrera, impidiendo el avance del dragón por el sagrado recinto. El maquinista, irritado, frena entre maldiciones.

 

 

Chíniv los persuade para que no entorpezcan.

 

 

19 horas.

 

 

Las ruedas de aire se inmovilizan a treinta centímetros de la balaustrada. El maquinista apaga el motor. Desciende. Mide la distancia y, con el visto bueno del ingeniero, retorna a la cabina. Expulsa los cuatro gatos de seguridad y la grúa queda afirmada, a la espera de la siguiente y decisiva maniobra.

 

 

El representante de la empresa solicita entonces la autorización para ingresar en la capilla. Camilo hace una señal y varios de los sampietrini se adelantan, repartiéndose alrededor del altar y del grupo escultórico. Sólo entonces, ceremonioso, autoriza la entrada de los operarios.

 

 

Ingeniero y hombres de blanco inspeccionan el pedestal. No tienen prisa. Discuten el problema del ara. La proximidad a la escultura constituye una dificultad añadida.

 

 

Los agentes de Seguridad advierten a Chíniv. El secretario de Estado, acompañado de los directores de los Museos y de la Reverenda Fábrica de San Pedro, se aproxima por la nave mayor. Camilo les sale al encuentro, poniéndolos al corriente. Rodano escucha, observa y aprueba. Y se mantiene en un discreto segundo plano.

 

 

Dos potentes focos son instalados a derecha e izquierda de La Piedad.

 

 

19 horas y 30 minutos.

 

 

Los afilados extremos de dos largas barras de hierro pujan con la piedra. Los obreros luchan. Hacen palanca. Al fin el metal se abre paso, permitiendo la entrada de las pestañas de los gatos de cremallera. Los sampietrini, hieráticos, empujan con el corazón.

 

 

La maniobra de separación del mármol del remate del pedestal se repite en el extremo opuesto.

 

 

20 horas.

 

 

Angelo Rodano abandona el templo. Comprobada la exacta ubicación de las pestañas, el ingeniero da la orden.

 

 

El silencio fragua. Y aplasta los ánimos. Sólo se escucha el rítmico y sincronizado palanqueo de los cuatro gatos de diez toneladas.

 

 

Ligera oscilación. Los sampietrini se estremecen. La hermosa Señora se ha movido. Sube. Y con ella, el Hijo muerto. Sudor. Los operarios, como profesores de una singular orquesta, atienden la batuta del incombustible ingeniero.

 

 

–Despacio…

 

 

El mármol flota.

 

 

–Un poco más…

 

 

El ingeniero detiene la operación. Ya se ve el, aire…

 

 

–Ahora…

 

 

Milímetro a milímetro, Madre e Hijo ascienden.

 

 

El ingeniero se multiplica. Salta de una esquina a otra. Vigila la posición de las pestañas.

 

 

Camilo tiene la boca seca. Los vellos se erizan. La Madona, con los ojos bajos, sólo mira al Hijo. Y se mueve…

 

 

–¡Alto!…

 

 

La regla de cálculo mide de nuevo.

 

 

–Doscientos.

 

 

Los hombres de blanco bloquean los gatos. Se limpian el sudor. Los sampietrini recobran el aliento.

 

 

La escultura se alza ahora a doscientos milímetros. Suficiente.

 

 

20 horas y 45 minutos.

 

 

Tacos de madera entre La Piedad y el pedestal.

 

 

El comandante felicita a los de blanco. Perfiles de acero en forma de 1. Sólo entonces respira el ingeniero. Los gatos son retirados.

 

 

Un sampietrini, sigiloso, abandona el templo…

 

 

20 horas y 55 minutos.

 

 

El sampietrini retorna a la basílica. El hombre con cara de niño descuelga el teléfono del camión góndola.

 

 

21 horas.

 

 

Cuatro operarios se enfundan sendos guantes de algodón. Escaleras.

 

 

Una gruesa campana de plástico transparente envuelve La Piedad. Las manos la ajustan a los nacarados perfiles. Los sampietrini sufren. Desde el atentado de 1972, nadie ha osado tocar a la Señora.

 

 

21 horas y 30 minutos.

 

 

El director de los Museos da una vuelta completa alrededor de la obra de Miguel Ángel. Examina la funda de plástico. Inspecciona los cierres. Asiente con la cabeza.

 

 

Autorizado el enganche.

 

 

Los operarlos introducen las cinchas por los cuatro orificios de los perfiles de acero. El ingeniero, meticuloso, tira de cada una de ellas, asegurándose. El esqueleto sintético es de primera clase. Cada cincha puede soportar una carga de trabajo de 2 500 kilos y una rotura de 15 000. Pero los sampietrini lo ignoran. Y temerosos se ponen en lo peor. Uno de ellos interroga al ingeniero. Y el técnico sonríe comprensivo.

 

 

Chíniv reprende al celoso vigilante.

 

 

22 horas.

 

 

Todo a punto. El maquinista, a los mandos de la grúa, espera un gesto de su jefe.

 

 

–Ahora.

 

 

Y la pluma telescópica se despliega amenazadora, en rumbo de colisión hacia la cabeza de la Señora. El ingeniero, al pie de la escultura, tiene el brazo alzado. Controla el avance del poderoso gancho que cuelga de la pluma.

 

 

De pronto baja la mano. La grúa se detiene. Siete metros y medio.

 

 

Cinco grados.

 

 

El garfio se eleva por encima de La Piedad.

 

 

–¡Perfecto!

 

 

El silencio se espesa de nuevo. Los sampietrini, instintivamente, forman una piña en tomo al pedestal. El ingeniero agradece el noble pero estéril ademán. Pide confianza y, sobre todo, espacio donde desenvolverse.

 

 

Cinchas aseguradas. Los cuatro tubulares de diez centímetros de espesor, con revestimiento de lona, se tensan al reunirse con el gancho. Tres poleas extras garantizan un guarnido o velocidad de descenso de dulce.

 

 

Doce guantes se crispan sobre la base de la campana de plástico.

 

 

Nueva gira de inspección alrededor del mármol. Los seis hombres de blanco asientan los pies sin contemplaciones.

 

 

El ingeniero, en el estrecho corredor existente entre el altar y La Piedad, levanta el brazo izquierdo. Mira a los ojos del maquinista. Y éste, tenso, acaricia las rojas palancas de arrastre y dirección. Asiente con la cabeza.

 

 

El director de orquesta cierra la mano izquierda. El maquinista traga saliva. Su mirada se ha clavado en el puño del ingeniero.

 

 

El dedo índice se despega. El motor ruge. Las cinchas, rígidas, forman una pirámide. El garfio trabaja a veinte centímetros por encima de la cabeza de la Señora. La grúa brama.

 

 

Elevación. Los operarios controlan las tímidas oscilaciones.

 

 

El puño vuelve a cerrarse. El maquinista congela la maniobra. Un metro y noventa centímetros sobre el piso.

 

 

Silencio.

 

 

Gancho en orden. Cinchas en orden. Poleas en orden…

 

 

22 horas y 20 minutos.

 

 

Los cinco dedos se abren. La pluma retrocede. Las bocas hidráulicas resoplan. Los gatos acolchados de seguridad acusan el peso. La máquina se revoluciona.

 

 

Camilo se ha olvidado de todo. Algunos sampietrini, pálidos, alzan los brazos a media altura y suplican cuidado.

 

 

E inexorable, firme y capaz, el mástil telescópico hace volar las dos toneladas.

 

 

Centímetro a centímetro cruza la capilla. En la vertical del altar el puño del ingeniero se cierra. La mole acusa el frenazo. Se balancea levemente. Cuatro guantes rodean el ara y se reúnen con sus compañeros en el frontis de La Piedad.

 

 

Nadie respira. Algunos rezan.

 

 

Dedos abiertos. La pluma reanuda el retroceso. Los de blanco no sueltan la presa. Señora e Hijo se mecen majestuosos. El plástico filtra la luz. Rugidos. Los de azul parecen contagiados por los sampietrini. Han olvidado qué son y por qué están allí. Sólo importa La Piedad.

 

 

Cinco metros. El ingeniero cierra la mano. El maquinista lo agradece. La pluma cimbrea.

 

 

Los operarios, con los brazos en alto y adormecidos, toman aliento y se turnan en el breve descanso. Siempre hay diez guantes que controlan. A poco más de un metro del suelo, ahora en el espacio que ocupaba el cristal antibalas, Madre e Hijo flotan irreales. La milimétrica oscilación da vida a Jesús. No parece muerto. Sólo dormido.

 

 

23 horas.

 

 

El ingeniero alerta a sus hombres. Dedos abiertos. La máquina, como si adivinara el tesoro que transporta, responde con docilidad.

 

 

El inexplicable rostro de la Niña -sereno, doliente y humillado a un tiempo- queda en sombra.

 

 

El ingeniero lo percibe. Cierra el puño. Los de blanco se miran.

 

 

–¡Focos!

 

 

Alguien rescata los trípodes y los traslada junto a la balaustrada.

 

 

La Piedad lo agradece. Y el perfil se dulcifica.

 

 

23 horas y 30 minutos.

 

 

El grupo escultórico gana los balaustres. La grúa se relaja. El director de orquesta comprueba los anclajes. Abandona a los seis esforzados que inmovilizan el mármol y comprueba la base del embalaje, depositada en el pavimento, a la izquierda de la AT-422. Cambia impresiones con el maquinista y retorna junto a los doce guantes blancos.

 

 

Dedos abiertos.

 

 

La pluma salva la balaustrada. Gira a la izquierda. Se dirige hacia el rectángulo de madera de haya que servirá de base al cajón.

 

 

El ingeniero acompaña el lento vuelo. Al llegar a la plataforma cierra los dedos.

 

 

Los sampietrini, desbordados por la tensión, permanecen al otro lado de la balaustrada, inmóviles.

 

 

Los operarios se arrodillan en tomo al oscilante mármol. Los guantes no dejan de controlar.

 

 

El brazo se alza. La mano se cierra. Maquinista e ingeniero vuelven a mirarse. El pulgar se dispara, señalando al suelo.

 

 

La Piedad desciende.

 

 

Cincuenta centímetros…

 

 

Guantes, ojos y corazones afinan.

 

 

Diez centímetros para la reunión…

 

 

El pulgar se recoge. Los de blanco remueven la base.

 

 

Pulgar extendido. La pluma deposita la imagen en la plataforma.

 

 

Aplausos. Sampietrini y hombres de azul felicitan y abrazan al ingeniero y a los sudorosos operarios.

 

 

24 horas.

 

 

El hombre del camión góndola descuelga el teléfono. La plaza de San Pedro, desierta, ignora las lejanas prisas de los romanos. La policía uniformada monta guardia. Y el cara de niño sonríe satisfecho…

 

 

El embalaje de la venerada imagen -comparado con lo que acaban de vivir- es cómodo. Todo ha sido medido minuciosamente. La caja sobrepasa en veinte centímetros las dimensiones de La Piedad. Una vez embalada, la AT-422 deberá enfrentarse a una masa de 1,92 metros de altura por 1,81 de longitud en la base y 1,20 de fondo.

 

 

Los empleados ensamblan el maderamen. Todo en haya. Y conforme encierran el mármol, un total de quince perfiles enguatados -también en madera- son ajustados entre la funda de plástico y las paredes del cajón. De esta forma, la escultura queda férreamente atornillada, sin posibilidad de deslizamientos.

 

 

01 horas.

 

 

El sólido armazón está a punto de ser cerrado. El ingeniero ruega al director de los Museos que proceda.

 

 

Y el profesor, feliz y diligente, trepa por la escalera. Se asoma. Examina la solidez de los perfiles y el ajuste del plástico protector. Después, a la vista de todos, extrae de la americana un rotulador rojo. Y estampa su firma en una de las paredes interiores del cajón.

 

 

Desciende. Estrecha la mano del ingeniero y ordena el cierre.

 

 

Los operarios clavetean la cubierta.

 

 

Todo listo.

 

 

Chíniv consulta el reloj. Dispone el relevo de sus hombres. Los de blanco abandonan el templo y se encaminan al semirremolque. Quince minutos de descanso.

 

 

01 horas y 30 minutos.

 

 

Los sampietrini conversan en el atrio con los obreros. Ríen y bromean. Los iniciales recelos han desaparecido.

 

 

El ingeniero reclama a la cuadrilla. Penúltima operación.

 

 

Las cinchas abrazan el cajón. La grúa se hace con él. La pluma gira 180 grados y, a una cuarta del enlosado, siempre bajo el atento control de seis hombres, lo traslada a cinco metros escasos de la puerta central.

 

 

Retiran el gancho. Los cuatro gatos de seguridad se retraen. El maquinista maniobra. Sale de la basílica y vuelve a estacionarse a dos metros del portón. La maniobra se repite. Alarga la pluma. Toma el cajón y, suave y lentamente, lo deposita en el atrio.

 

 

El comandante, los hombres de azul y los sampietrini van escoltando el laborioso avance de La Piedad.

 

 

Los focos iluminan la plataforma y las escalinatas.

 

 

Ingeniero, maquinista y operarios trabajan como un solo hombre.

 

 

El descenso por las rampas metálicas se efectúa en tres etapas.

 

 

Primer rellano. Segundo rellano y adoquinado, al pie del semirremolque.

 

 

03 horas y 45 minutos.

 

 

Ante el alivio de Camilo Chíniv y su gente, la preciosa carga entra en el camión góndola.

 

 

El ingeniero rechaza los dientes elevadores adosados en el semirremolque. Elige la pluma. Y el maquinista, con el concurso de los de blanco, la deposita con mimo en el fondo de la caja, a escasos centímetros de la pared blindada. No ha sido precisa la utilización del suelo rodante.

 

 

El cajón es amarrado a los flancos.

 

 

Saltan del vehículo.

 

 

Camilo, aunque lo estima innecesario, sube a la caja. Y en compañía del ingeniero inspecciona los amarres y tantea el blindaje de las oscuras paredes.

 

 

En la cabina, el hombre del buzo blanco y cara de niño guarda silencio. Es consciente del riesgo de esta segunda y rutinaria inspección. Y se aferra con fuerza a un bastón forrado en cuero.

 

 

El jefe de la Seguridad da su aprobación.

 

 

Abandonan el semirremolque y el chofer procede al cierre de las compuertas de acero. Y entrega la llave al ingeniero.

 

 

Chíniv no pierde detalle.

 

 

04 horas y 15 minutos.

 

 

El maquinista de la AT-422 y el atlético conductor del camión concretan la maniobra. La grúa deberá hacerse a un lado. Al separarse, el primero hace un guiño al segundo.

 

 

La góndola arranca. Chofer y cara de niño se miran.

 

 

El semirremolque entra en la plaza de San Pedro. Gira despacio y regresa, inmovilizándose frente al arco de La Campana. La grúa se ha orillado a la izquierda, junto a la oficina de Correos. Seis operarios se han encaramado alrededor de la cabina.

 

 

Un Mercedes negro, matrícula del Estado Vaticano, se sitúa delante del camión.

 

 

Chíniv cuenta los escoltas.

 

 

Un segundo coche oficial, también de la Seguridad, ilumina la trasera del vehículo blindado.

 

 

Los directores se acomodan en este último Mercedes. E ingeniero y comandante -de común acuerdo- saltan a los costados del semirremolque, aferrándose a las ventanas de la cabina.

 

 

Camilo, en el lado del conductor, habla por el walkie. Alerta a los agentes distribuidos en la ruta. Por último, dirigiéndose al Mercedes que abre la comitiva, ordena que se ponga en movimiento.

 

 

04 horas y 25 minutos.

 

 

La Piedad cruza el arco de La Campana a veinte kilómetros por hora.

 

 

La empresa había sugerido la entrada en la Ciudad del Vaticano rodeando el brazo derecho de la columnata de Bernini y tomando el cómodo acceso del palacio del Santo Uffizio. Rodano no quiso arriesgarse. Aunque el blindaje resultaba casi inexpugnable y la guardia armada más que suficiente, decidió que la carga no saliera del recinto vaticano. La altura del transporte -2,50 metros-, aunque algo justa, permitía el paso por dicho arco.

 

 

El conductor, maniobrando con destreza, salva el oscuro túnel y entra en la plaza de los Protomártires Romanos.

 

 

El ingeniero mira hacia atrás, pendiente de la grúa. Chíniv recibe novedades por el radioteléfono.

 

 

Y el hombre del bastón, impertérrito, sin dejar de mirar al frente, desliza la mano izquierda por debajo del asiento, pulsando un botón.

 

 

Los potentes faros de la góndola deslumbran al Mercedes. Pero el agente que lo conduce mantiene la velocidad. Veinte kilómetros.

 

 

04 horas, 25 minutos y 30 segundos.

 

 

El convoy rodea el edificio de la Canónica y la Sacristía de San Pedro.

 

 

Hombres de azul saludan a Chíniv a las puertas del Hospicio de Santa Marta.

 

 

04 horas, 25 minutos y 45 segundos.

 

 

Largo de San Esteban. El semirremolque se despega de la basílica. El primer coche dobla a la izquierda, eligiendo la carretera superior. De esta forma, el camión evita el angosto arco del final de la vía de los Fundamentos.

 

 

04 horas y 26 minutos.

 

 

Palacio del Tribunal. Estación de ferrocarril. La Seguridad contempla atenta el lento circular de los vehículos. Sin novedad.

 

 

04 horas, 26 minutos y 30 segundos.

 

 

Governatorato. En los jardines se mueven algunas sombras. El comandante responde al saludo.

 

 

La góndola frena con suavidad. Y desciende por la vía del Govematorato.

 

 

04 horas y 27 minutos.

 

 

El chofer gira a la izquierda. Está a punto de pasar bajo el arco de Pablo V. Nadie habla. A la derecha, la Guardia Suiza se cuadra desde el portón del patio del Centinela.

 

 

El Mercedes reduce. Se dispone a devorar el último tramo: la recta de la Estradone al Giardini. La góndola, manteniendo la distancia, prácticamente se para.

 

 

Camilo observa de soslayo. Y se complace ante la habilidad y consideración del chofer. El levantisco adoquinado exige dulzura.

 

 

04 horas, 27 minutos y 15 segundos.

 

 

El arco queda atrás.

 

 

El hombre con cara de niño pulsa el escondido botón por segunda vez.

 

 

04 horas, 27 minutos y 45 segundos.

 

 

El convoy se orilla a la derecha del callejón de los jardines. Ingeniero y jefe de Seguridad descienden. Algunos hombres de azul le salen al encuentro. Conversan. Chíniv, acompañado de los directores, se dirige a la cancela de hierro que comunica con la Pinacoteca. La fuerte escolta rodea el semirremolque.

 

 

04 horas y 28 minutos.

 

 

La grúa se une a los vehículos. Las compuertas blindadas se abren y el gran cajón -de acuerdo al procedimiento- es liberado y transportado por la AT-422 hasta las entrañas de los Museos Vaticanos.

 

 

Camilo comprueba el doble cierre de las puertas. Dos agentes montarán guardia mientras La Piedad permanezca en el ala este de la referida Pinacoteca. El comprometido traslado se consuma. Y Chíniv telefonea al secretario de Estado.

 

 

06 horas.

 

 

Semirremolque, grúa y operarios se alejan de San Pedro. El ingeniero se siente satisfecho.

 

 

Y otro tanto ocurre con el hombre con cara de niño, el conductor del camión y el maquinista, aunque por una razón diferente…

 

 

17 de abril. Miércoles.

 

 

A partir de aquella mañana, tras el éxito obtenido en el transporte de La Píedad, Gloria Olivae quemó etapas a un ritmo endiablado. Pero el Destino terminaría arrebatándonos el control…

 

 

Trataré de desmenuzar estos últimos y críticos pasos.

 

 

A las ocho -de acuerdo con el riguroso hacer de Hoffmann-, un mensajero llamaba a la puerta de mi residencia, en la Universidad Urbaniana.

 

 

Quince minutos después, aparentando una desacostumbrada desazón, el cardenal Lomko telefoneaba a la Secretaría de Estado, solicitando una entrevista urgente con Rodano.

 

 

Nueve horas.

 

 

Ante la perplejidad de Angelo le hacía entrega de un sobre.

 

 

Lo examinó con curiosidad. Y al comprobar que iba dirigido a mi nombre solicitó una explicación. Le rogué que extrajera el contenido. Y así lo hizo, tomando un segundo sobre, cerrado y lacrado.

 

 

El nombre y cargo del prelado aparecían en la cara frontal.

 

 

Al leer el remitente palideció. Y comprendió el porqué de mis prisas.

 

 

–¿Cómo ha llegado a sus manos?

 

 

Le mostré el recibo de la mensajería.

 

 

Pareció dudar. Y sus dedos tamborilearon inquietos sobre la mesa. Su instinto de diplomático le advirtió. Y, entendiendo que quizá deseaba beber a solas aquel cáliz, hice ademán de retirarme. Pero, volviendo en sí, se excusó, invitándome a tomar asiento.

 

 

La imperturbable voz de campesino, templada en las diarias borrascas de la política vaticana, osciló al leer las dos palabras que configuraban el remitente.

 

 

Gloria Olivae.

 

 

Nos miramos. Unas inusuales ojeras hablaban de una noche en vela. Y, dejando en libertad un cansino suspiro, procedió a rasgar el misterio, procurando no dañar el lacre.

 

 

Desdobló una recia hoja. Se ajustó las cuadradas gafas y, amartillando la guardia, se enfrentó al apretado texto.

 

 

Naturalmente, yo lo conocía. Sin embargo contribuí a alimentar el suspense con un mutismo polar.

 

 

Frunció el ceño. Alzó la vista y exclamó, haciéndome partícipe de una recién nacida y prometedora irritación:

 

 

–Está en hebreo…

 

 

Sólo acerté a encogerme de hombros. Y sus ojos resbalaron impacientes por el papel. Al reparar en la segunda mitad -en inglés- la devoró en segundos.

 

 

La primera reacción, a lomos de la incredulidad no me sorprendió. Era natural en un adorador del sentido común.

 

 

Arrojó el documento sobre el tablero y rugió:

 

 

–Léalo, eminencia… Como broma no está mal.

 

 

Obedecí respetuoso. Dejé transcurrir unos instantes y, al localizar la traducción, bordé mi representación. El estupor saltó por encima de las bifocales. Rodano correspondió con un amago de sonrisa. Y la ronquera vino a orlar el momento con un cavernoso y oportuno dramatismo. Y leí por segunda vez, ahora en voz alta:

 

 

Eminencia, poco importa la autoría de los hechos que usted ya conoce y de los que vamos a revelarle. Nuestro objetivo no es la publicidad. Lea con atención. No será difícil comprobarlo. Su eminencia puede recabar el concurso de los expertos. La Piedad de Miguel Ángel se encuentra en nuestro poder…

 

 

Simulé consternación. Y Angelo, con la paciencia desbordándose por las yemas de los nerviosos dedos, me animó a proseguir. No es importante el cómo, sino el porqué.

 

 

Preste atención a las exigencias, indispensables para el rescate de tan valiosa y venerada obra, patrimonio de la Humanidad…

 

 

El secretario de Estado había empezado a arrojar fuego.

 

 

El Pontífice -y sólo él- deberá materializar los siguientes requisitos:

 

 

Primero: desvelar al mundo -de manera pública y oficial- el llamado tercer secreto de Fátima.

 

 

Conocemos el texto. No hace mucho, la Nunciatura Apostólica en Lisboa les informó de unos extraños sucesos acaecidos en el Carmelo de Coimbra…

 

 

Interrumpí de nuevo la lectura. Y solté unas gotas de estudiada ingenuidad.

 

 

–No comprendo, eminencia…

 

 

–Yo tampoco -mintió Rodano.

 

 

En otras palabras -continuaba el mensaje-, no traten de modificarlo o desvirtuarlo. En el momento oportuno se les hará llegar parte de dicho secreto, como prueba de la solidez de estos argumentos.

 

 

Segundo: el Vaticano deberá reconocer -también pública y oficialmente- la legitimidad del Estado de Israel…

 

 

Esta vez, ante la gravedad de la exigencia, me refugié en una sombría seriedad.

 

 

Somos conscientes de las dificultades que entrañan dichos requerimientos. En consecuencia, fijamos el plazo máximo e innegociable para la consumación de tales compromisos en el próximo 13 de mayo…

 

 

Interrogué al prelado.

 

 

–¿Cuánto tiempo?

 

 

Rodano pareció lamentar que tomara el asunto tan en serio. Y replicó de mala gana:

 

 

–Algo menos de un mes. Veintisiete días…

 

 

Procuré sortear la tormenta que se avecinaba. Y concluí el increíble ultimátum:

 

 

Como medida complementaria lamentamos comunicarle que Gloria Olivae ha escondido una treintena de potentes explosivos en otros tantos volúmenes del Archivo Secreto Vaticano. Concretamente, en la colección conocida como Registro de Súplicas. Como es obvio, no podemos facilitarle los títulos de los tomos en los que han sido dispuestas las cargas.

 

 

Al igual que en el caso de La Piedad, pueden verificar la realidad de estas manifestaciones, examinando el Liber Diumus Romanorum Pontificum (siglo IX), depositado en las estanterías de la colección Miscellanea (Armario XXXI y ss.). En el interior del preciado volumen descubrirán un explosivo -lógicamente desactivado-, de naturaleza similar a los existentes en el resto del Archivo Secreto.

 

 

Si la decisión del Pontífice resultara negativa, el mundo, sin duda, le pedirá cuentas.

 

 

Ambos textos, en hebreo clásico e inglés, aparecían firmados con la ya mencionada y familiar expresión: La gloria del olivo.

 

 

Al devolver el inquietante y estrafalario comunicado, me enganché al sentir de Rodano. Según lo dispuesto por Hoffmann, mi trabajo como enlace debía verse permanentemente regado por la cautela.

 

 

–Ridículo… Una broma propia de dementes.

 

 

Angelo descolgó el teléfono. Y, al tiempo que expurgaba en el elenco vaticano, estalló:

 

 

–Pues se han equivocado de escenario…

 

 

Y reclamando al jefe de Seguridad masculló entre dientes:

 

 

–Sólo faltaría que Bangio tuviera razón…

 

 

Espolvoreé un poco de tranquilidad:

 

 

–Si dicen verdad, no tardaremos en saberlo…

 

 

El prelado se negó a navegar por ese rumbo:

 

 

–Seamos serios, eminencia. Camilo y los directores han sido testigos del traslado…

 

 

Chíniv atendió la llamada. Pero el secretario de Estado, encharcado en una súbita sensación de ridículo, no acertó a expresarse. Y, haciendo de tripas corazón, salió del atolladero, rogando al comandante que acudiera a su despacho de inmediato.

 

 

–Y otro favor, Camilo. Que le acompañe el director de los Museos,

 

 

9 horas y 45 minutos.

 

 

Las luciferinas cejas del jefe de Seguridad se abovedaron.

 

 

–¿Un robo? ¿De La Piedad?

 

 

El profesor Pietrángeli, con su proverbial discreción y buen humor, optó por sumarse a la madrugadora broma del secretario de Estado, dando por bueno que su presencia en la segunda planta del Palacio Apostólico obedecía a un lógico cambio de impresiones en torno a la delicada operación de la pasada madrugada.

 

 

–De película, eminencia. El robo ha sido de película…

 

 

Tuve que sujetar la risa.

 

 

Angelo comprendió y encajó la bien intencionada réplica del director. Y Lomko experimentó una cierta piedad hacia el aturdido cardenal.

 

 

Rodano -rico en recursos- esquivó el arcabuzazo del dolido Chíniv.

 

 

–Lo sé, Camilo… Yo también estuve presente. ¡Por el amor de Dios, no se ofenda! Nadie duda de su magnífica profesionalidad. Pero…

 

 

Le vi manosear el lacre. Supongo que estuvo tentado de revelarles la fuente informativa. Pero, calculador, apostó por si mismo:

 

 

–Sólo les pido una sencilla y rutinaria comprobación.

 

 

Y, guardando el comunicado, se puso en pie, dejando en tablas el forcejeo.

 

 

–Acompáñenme…

 

 

10 horas y 30 minutos.

 

 

En presencia del inquieto secretario de Estado, del confuso profesor, del irritado Chíniv y de un Jozef Lomko, siempre en segunda fila, los hombres que montaban guardia frente al reducido almacén de la Pinacoteca procedieron a desclavar la cubierta del embalaje que contenía La Piedad.

 

 

Rematada la operación, siguiendo las rígidas órdenes de Rodano, Camilo retiró a los agentes. Y el bueno de Pietrángeli, sin terminar de comprender el alcance de la ya pesada broma del monseñor, fue a encaramarse en un improvisado cajón. Y, refunfuñando, husmeó en el interior. La bellísima Madona, en efecto, se hallaba donde debía. El director sonrió. Y Rodano recuperó el temple. Pero Chíniv, sin saberlo, jugó a nuestro favor. Su pregunta resultaría mortal:

 

 

–¿Ha mirado la firma?

 

 

Pietrángeli, malhumorado por la desconfianza, terminó accediendo. Se asomó. Buscó en vano en las cuatro paredes. Y, como era de prever, su rostro se contagió de la blancura del mármol. Palpó sin pudor la protección de plástico, en un intento de reconocer los perfiles de la Señora. Y demudado se volvió hacia el expectante coro, balbuceando algo ininteligible.

 

 

Finalmente, abrasado a preguntas y cardiaco por lo que acababa de descubrir, perdió conciencia del menguado y frágil maderaje que le sostenía. Su caída fue inevitable.

 

 

Cuando, socorrido por los solícitos acompañantes, consiguió al fin armar las ideas, el perdido profesor, gimoteando, logró desencuadernar los ya vapuleados ánimos.

 

 

–¡La firma!… Eminencia…, ¡ha desaparecido!

 

 

El prelado comprendió a medias. El policía, nada en absoluto…

 

 

Media hora más tarde, desmantelado el embalaje, el director de los Museos Vaticanos, arrasado por la incredulidad, daba fe de lo que parecía imposible: La Piedad de Miguel Ángel había sido sustituida por una copia de excelente factura.

 

 

Angelo, a pesar del escopetazo, se vio en la necesidad de sostener y animar al derrumbado comandante. En cuanto a mí, hice lo que pude; es decir, muy poco.

 

 

Pietrángeli, dando ejemplo de entereza, solicitó permiso para una última comprobación. El prelado, sumido en pensamientos de mayor calado, movió la cabeza mecánicamente, dando su autorización. Y, desdoblándose, tuvo los reflejos suficientes para recordarle que aquel asunto exigía la máxima discreción.

 

 

Minutos después, dos técnicos del Departamento de Restauración ratificaban el examen inicial. Uno de ellos, el eminente profesor Gabrieli, que había tomado parte en la casi mágica rehabilitación de la imagen, tras el atentado de 1972, fue rotundo.

 

 

A pesar de la asombrosa perfección de La Piedad que teníamos a la vista, algunos detalles eran determinantes. Por ejemplo: la técnica utilizada por el falso Buonarroti en rostro, ropas y brazo izquierdo nada tenía que ver con la llamada fórmula interrogativa, practicada por los restauradores en la reparación de los desperfectos ocasionados en dicho atentado. Por otra parte, el artista -quizá involuntariamente- había olvidado las marcas ocasionadas en la nuca de la Virgen por los catorce martillazos propinados por el demente y que fueron conservadas como testimonio de tan triste suceso.

 

 

Ni Gabrieli ni el resto de los expertos vaticanos supieron jamás que esos supuestos errores fueron cometidos premeditadamente, con el fin de brindar una rápida identificación.

 

 

Y rizando el rizo de la prudencia, los especialistas rasparon una franja del mencionado brazo, recogiendo muestras del mármol. Esa misma mañana, consumados los análisis, el director de los Museos hacía llegar el veredicto al secretario de Estado. El material que daba forma a las prótesis no guardaba relación con el empleado en la verdadera estatua. En 1972 y 1973, tanto en la nariz, ojo izquierdo, mejilla, borde del manto y brazo, los restauradores resolvieron las reconstrucciones con resina de poliéster (soluble en acetona) y polvo de mármol de Carrara. En la copia, en cambio, sólo fue identificada resina acrílica.

 

 

No cabía duda. Alguien había secuestrado a La Madona.

 

 

Pero ¿cómo? ¿En qué momento?

 

 

Los responsables de su custodia no conocen aún el procedimiento. La operación, sin embargo, no fue excesivamente alambicada. El plan de Hoffmann resultó impecable.

 

 

Meses antes -adelantándose a los acontecimientos-, dos hombres de Gloria Olivae entraron al servicio de la empresa de transportes excepcionales que, presumiblemente, podía responsabilizarse del trabajo. Dicha agencia internacional, con su demostrada profesionalidad, unos inmejorables medios y el valioso precedente del viaje de La Piedad a Nueva York en 1965, aparecía como un candidato seguro, en el supuesto de un segundo traslado. Y acertamos.

 

 

La permanencia de nuestros especialistas en la referida empresa fue de importancia capital para la puesta a punto del material. Y en vísperas de la fecha prevista para la resolución del contrato con la Santa Sede, los falsos operarios fueron designados -in extremis- como chofer y maquinista del semirremolque y de la grúa autopropulsada, respectivamente. Una inoportuna intoxicación, derivada de una cena de hermandad, había postrado en cama a buena parte de la plantilla de conductores…

 

 

Cuando el auténtico camión blindado partió de los hangares, en las afueras de Roma, rumbo a la basílica de San Pedro Gloria Olivae lo interceptó fácilmente. El ayudante de Victor Greder -que conducía el vehículo- fue retenido, siendo reemplazado por Frank Hoffmann. Y una góndola, prácticamente gemela, ocupó su lugar.

 

 

La circunstancia de que el ingeniero y el resto de la cuadrilla se desplazaran en un vehículo auxiliar favoreció nuestros propósitos. En cuanto al coronel, aunque había sido provisto de la oportuna documentación, su presencia no despertó la menor sospecha. De acuerdo con las indagaciones efectuadas previamente, ni el ingeniero ni la docena de hombres que le acompañaba estaban en condiciones de reconocer a todos y cada uno de los quinientos empleados que formaban parte de la empresa.

 

 

Ante el considerable peso de la escultura y las enérgicas medidas de seguridad que la rodearon, sólo cabía un método para apoderarse de ella. Tenía que ser el propio Vaticano quien la removiera del emplazamiento y la depositara en el falso camión. Y de esta guisa se efectuó el cambio.

 

 

El cómo, repito, teniendo en cuenta los medios, fue igualmente simple.

 

 

El secreto se hallaba en las dimensiones internas de la caja del semirremolque. Una parte de los 7,80 m (longitud total), por los 2,40 (anchura), fue transformada y cerrada. En el cubículo resultante -de 1,40 X 2,40-, Gloria Olivae escondió un cajón de características idénticas al empleado en el embalaje de la verdadera Piedad, con la copia encargada meses antes.

 

 

Como ya mencioné, uno de los momentos de mayor peligro se produjo, justamente, cuando el comandante de la Seguridad y el ingeniero penetraron en la caja, a fin de revisar los amarres. La implacable tensión, soportada durante horas, hizo comprensible que no repararan en la sutil diferencia de volúmenes. La oscuridad, en parte, nos benefició.

 

 

Dado el corto trayecto a cubrir por el camión -novecientos metros-, siempre en territorio soberano, no era previsible que los escoltas fueran emplazados en el interior. Aun así, preventivamente, Hoffmann mandó sustituir el gas halon por un narcotizante. En caso de necesidad, los conductos de este sistema antiincendios habrían servido para neutralizar a los vigilantes. La dosis fue programada para un tiempo máximo de inconsciencia de tres minutos. Por fortuna, Chíniv no lo estimó necesario. Después de todo, La Piedad fue descargada y encerrada en su presencia y escoltada por dos vehículos oficiales…

 

 

Y nada más traspasar el arco de La Campana, el cara de niño pulsó el botón que debía alertar a los tres polizones ocultos en el compartimiento secreto.

 

 

De acuerdo con nuestros cálculos, el tiempo disponible, hasta la apertura de las compuertas blindadas, oscilaba alrededor de tres o cuatro minutos.

 

 

Merced a un elemental mecanismo hidráulico, el falso fondo de la caja fue elevado. Y los especialistas -con el apoyo de cuatro reducidos gatos neumáticos- levantaron La Piedad, dotándola de unas poderosas ruedas multidireccionales.

 

 

La maniobra fue redondeada en cuarenta y cinco segundos.

 

 

Y el tesoro quedó liberado de los amarres laterales.

 

 

Acto seguido, tras el cierre de la pared móvil, el cajón fue anclado a la misma con dos sólidas cinchas que lo abrazaron por los extremos. Y los polizones dispararon el sistema giratorio que motorizaba la plancha de acero. Y la hicieron rodar 180 grados.

 

 

Y La Piedad fue a parar al cubículo.

 

 

El posterior calce del cajón gemelo, la retirada de las ruedas y su definitivo asentamiento en el piso fueron consumados en cincuenta y cinco segundos.

 

 

Nuevo giro de la pared. En esta ocasión, cuarenta y cinco grados. Y nuestros hombres retornaron al escondite.

 

 

La plancha blindada fue impulsada por tercera vez, recuperando la posición correcta. Es decir, como pared de fondo.

 

 

Por último, a través de dos escotillas practicadas en los laterales de dicha pared, la copia fue debidamente amarrada a los flancos de la caja.

 

 

Total: dos minutos y treinta segundos.

 

 

Para cuando Frank pulsó el botón por segunda vez, advirtiendo del inminente final del viaje, todo se hallaba tal y como aparecía en el momento del cierre del semirremolque…

 

 

El resto fue sencillo.

 

 

12 horas.

 

 

Armado el embalaje de la falsa Piedad, saltando por encima de su derrotado ánimo, Rodano puso a prueba su sangre fría, celebrando un improvisado conciliábulo. Y los técnicos del Servicio de Restauración fueron aleccionados con rudeza.

 

 

Allí no había pasado nada…

 

 

Y el almacén fue clausurado de nuevo, manteniéndose la vigilancia y las apariencias.

 

 

12 horas y 30 minutos.

 

 

Secretaría de Estado. Despacho de Angelo Rodano.

 

 

Tras cancelar la mayor parte de los compromisos previstos en la agenda del día, el prelado mostró el ultimátum a Camilo Chíniv y al director de los Museos. Y una vez más les imploró el más hermético de los silencios.

 

 

Cuando el jefe de la Seguridad acertó a leer el capítulo de los explosivos, la quijada de bulldog se desplomó. Y persuadido de la autenticidad del funesto anuncio apremió a Rodano para llevar a cabo la inmediata comprobación sobre el volumen mencionado en el mensaje de Gloria Olivae.

 

 

Desfondado, Angelo telefoneó al prefecto del Archivo Secreto y responsable del gobierno ordinario de tan prestigiosa institución, ubicada en el patio de Belvedere.

 

 

Taimado, evitó las explicaciones, señalando al padre Metzler que se pusiera a las órdenes de Chíniv.

 

 

Y la espera -a qué ocultarlo- fue tan dramática como los minutos que precedieron a la confirmación del robo de La Piedad. En mi afán por relajar la enrarecida atmósfera, interrogué al prelado sobre sus intenciones. Y un Rodano desconocido -casi agresivo- me hizo retroceder con la mirada. Ni Pietrángeli ni el imprudente Lomko volvieron a incomodar sus atropelladas reflexiones.

 

 

13 horas y 15 minutos.

 

 

Camilo, escoltado por un aturdido prefecto, irrumpió en el luminoso gabinete, depositando sobre la mesa de Rodano una de las joyas de la colección Miscellanea: el referido Liber Diumus Romanorum Pontificum.

 

 

Y sudoroso, economizando formulismos, lo abrió por la mitad, mostrando un extraño artilugio cuadrado -extraplano-, de seis centímetros de lado, cuidadosamente adherido al pergamino, en el centro de la página derecha.

 

 

Angelo, sin despegar los temblorosos labios, comprendió. Y el semblante fue clareado por el miedo. Y en sus ojos -siempre vestidos de calma- se desnudó la angustia.

 

 

El germánico Metzler -a años-luz de la doble tragedia- exigió una aclaración. Y Camilo, muy a su pesar, se la dio.

 

 

–Se trata de un semtex -explicó, alisándose la plateada cabellera-. Un explosivo indetectable por los medios físicos habituales…

 

 

El prefecto perdió la respiración.

 

 

–Como pueden observar -marcó Chíniv con el dedo-, es de reducidas dimensiones y tan delgado como una tarjeta de crédito.

 

 

Su tono se derrumbó.

 

 

–Pues bien, no se fíen de la aparente fragilidad. Su poder destructivo es muy notable.

 

 

–¡Jesús bendito! – clamó Metzler-. ¿Quién y cómo han podido…?

 

 

El comandante pospuso la posible explicación. Y completó el cuadro.

 

 

–En el centro, como ven, hay una diminuta célula fotoeléctrica, sensible a la luz. Basta abrir el libro para que la carga estalle.

 

 

Rodano se estremeció.

 

 

–En este caso -añadió con repugnancia-, esos malnacidos lo han desactivado. Falta el detonador…

 

 

El quién y el cómo del prefecto planearon sobre el libro, reavivados esta vez por el desolado director de los Museos.

 

 

–No es tan complicado… -musitó Chíniv. Y fue a refugiarse en la privilegiada memoria de Metzler.

 

 

–Padre, ¿cuántas personas han visitado el Archivo durante el pasado año?

 

 

Un elocuente gesto nos previno:

 

 

–Si no recuerdo mal -aclaró el desconcertado sacerdote-, se extendieron más de mil quinientas tarjetas de inscripción ordinaria y otras tantas, a título provisional, a estudiosos de cincuenta países. Se han registrado algo más de trece mil presencias en las salas de estudio de índices, con casi veintinueve mil peticiones de material de archivo…

 

 

–Está bien…

 

 

Angelo alivió el suplicio.

 

 

Metzler, aturdido, había olvidado al grupo de expertos en informática de la Universidad de Michigan, encargado del proyecto de automatización del Archivo Secreto…

 

 

–Pero si hace explosión al contacto con la luz, ¿cómo han podido colocarlos?

 

 

Camilo despejó las dudas del prelado:

 

 

–Muy fácil, eminencia. El semtex va protegido con una larga tira de papel negro. Una vez adherido se cierra el volumen y el criminal sólo tiene que arrastrar la banda protectora, descubriendo así la célula fotoeléctrica.

 

 

Cuando alguien hojea el libro, la luz, como le decía, provoca una débil corriente eléctrica. Suficiente, sin embargo, para activar el detonador y provocar la tragedia…

 

 

–¡Por Dios! – se sublevó Rodano-. ¿Y de cuántos tomos consta el Registro de Súplicas?

 

 

El prefecto, ajeno al alcance de la pregunta, se resistió a dar una cifra inexacta.

 

 

–No lo sé, eminencia. Tendría que consultar…

 

 

–Aproximadamente -le urgió el prelado.

 

 

–En lo que se refiere a los años 1342 a 1899, alrededor de 7 400.

 

 

Un silencio, mortal de necesidad, fue a montarse en los corazones.

 

 

–¿Y cómo buscar y desactivar una treintena de explosivos entre más de siete mil volúmenes?

 

 

El lamento -más que interrogante- de Angelo Rodano puso al cabo de la calle al perdido prefecto del Archivo Secreto.

 

 

–¿Qué insinúa su eminencia?…

 

 

Ninguno tuvo la suficiente presencia de ánimo para repetir lo ya sabido. Y el prelado, a la desesperada, acosó a Camilo.

 

 

–¿Soluciones?

 

 

Mal remendador, Chíniv empuñó la verdad, seccionando sin titubeos.

 

 

–Pocas y comprometidas. Cabe radiografiar cada libro…

 

 

Angelo se atascó en los primeros cálculos.

 

 

–La operación, como usted comprenderá, eminencia, además de arriesgada, exige un faraónico número de horas de trabajo. La Seguridad Vaticana, qué le voy a contar, no dispone de especialistas ni de medios técnicos…

 

 

El prelado subrayó las certeras afirmaciones con un amargo rictus.

 

 

–La inspección in situ tendría que llevarla a cabo el Departamento de Desactivación de Explosivos de la Policía italiana.

 

 

El secretario de Estado dejó correr la insinuación del comandante. ¿Hacer públicos los enojosos incidentes? Nada más lejos, por el momento, de su voluntad. Tiempo habría de meditar y tomar decisiones al respecto.

 

 

Y descendiendo a la cruda inmediatez se interesó por dos cuestiones claves:

 

 

–Padre Metzler, ¿alguien puede estar manejando el Registro de Súplicas en estos instantes?

 

 

Unas gotas de sudor traicionaron la huidiza respuesta del prefecto.

 

 

–Tengo entendido que no…

 

 

Angelo le atornilló con la mirada.

 

 

–Bueno, eminencia… Tendría que verificarlo…

 

 

Y, girando hacia Chíniv, liberó la segunda duda y parte de su irritación.

 

 

–¿Qué ocurriría si una de esas malditas cargas estallase cerca del Registro?

 

 

El comandante -sincero- se encogió de hombros, replicando con un hilo de voz.

 

 

–Lo ignoro. Habría que consultar con los expertos. Si el semtex actúa por simpatía, parte del Archivo Secreto ardería en pompa…

 

 

Rodano se despojó de las gafas. Y ocultando el rostro bajo las curtidas manos se sumergió en un arduo debate consigo mismo. No era difícil imaginar el galope de sus pensamientos. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era todo aquello?… La Piedad robada. El Archivo Secreto minado… Un sibilino chantaje.

 

 

Y acorralado pareció asumir sus limitaciones. Después de todo, él sólo era un tornillo transmisor en el gran engranaje de la Iglesia.

 

 

E impartió las primeras órdenes:

 

 

–Está bien. Usted, padre Metzler, clausure esas estanterías. Y, ¡por Dios bendito!, que nadie toque el Registro de Súplicas.

 

 

–Usted, Camilo, ocúpese de la vigilancia en la zona.

 

 

Se puso en pie. Y recalcó imperativo:

 

 

–Este asunto es confidencial. Le hago personalmente responsable, padre…

 

 

El prefecto insinuó el nombre del cardenal archivero, máxima autoridad y delegado del Papa en el Archivo Secreto.

 

 

–¡Ni una palabra! – bramó-. De ése me encargo yo…

 

 

Y con una andanada descabezó las posibles dudas de Metzler.

 

 

–Invente la excusa que quiera. Pero nadie, fíjese bien, nadie debe sospechar la verdad. Y ahora, por favor, cumplan con celeridad. Cuando hayan concluido, regresen. Quiero una información directa. De primera Mano.

 

 

El prefecto, asustado, fue asintiendo mecánicamente. E hizo ademán de retirarse. Pero Chíniv permaneció inmóvil frente a la mesa. Y, alargando el brazo, le tendió un sobre lacrado. Y anunció con gravedad:

 

 

–Lo encontramos en el interior del libro, junto al explosivo.

 

 

Eran demasiadas emociones, incluso para un diplomático. Y ante la comprensible parálisis del prelado, Camilo optó por dejarlo sobre el tablero. La acobardada voluntad de Angelo -intuyendo un nuevo precipicio- se resistió a avanzar.

 

 

Por último, esclavizado por la rabia, despidió a los silenciosos colaboradores.

 

 

–Cardenal Lomko -susurró implorante-, usted no…

 

 

Tomé asiento de nuevo y fingí un mínimo de expectación. Rodano se desplomó sobre el terciopelo púrpura del sillón. Acarició la cruz pectoral y comentó, casi para sí:

 

 

–Dicen que Dios atempera el viento para el cordero trasquilado. ¿Y qué ocurre cuando sopla un tifón?

 

 

Me miró suplicante.

 

 

–Querido cardenal -improvisé-, a Dios le encanta la provisionalidad. Es un fanático de lo pasajero. Somos nosotros, los hombres, los que nos empeñamos en instalarnos.

 

 

Como buen diplomático, me dio la razón. Pero reforzó las amarras.

 

 

–Aguantaremos, Jozef…, aguantaremos.

 

 

Vencidos aquellos interminables segundos -relativamente recuperado-, tomó el sobre con las puntas de los dedos, inspeccionándolo a distancia.

 

 

Y sarcástico -aludiendo al destinatario- vomitó sin piedad:

 

 

–¡Santo Padre…! ¡Pobre infeliz! Esta vez has encontrado la horma de tu zapato…

 

 

Y la crueldad relampagueó en sus ojos.

 

 

–¿Quiere leer el tercer secreto de Fátima, eminencia?

 

 

Sonreí incómodo. Ambos sabíamos que este segundo sobre lacrado iba dirigido al Pontífice. Y por un momento creí que se disponía a abrirlo. Pero, conociendo como conocía las rudas y temperamentales reacciones del polaco, prefirió no avivar la hoguera. E hizo lo único que podía y debía: telefonear al primer secretario particular de Su Santidad.

 

 

La conversación con el gélido y desabrido Stanislaski Siwiz le hizo saltar en pedazos. Desorientado con el alud de la mañana, Angelo había olvidado el amurallado celo del caja de huesos.

 

 

–Sí, muy urgente.

 

 

Siwiz le interrogó sobre el motivo de tan precipitada entrevista. Y Rodano, severo, no hizo concesiones.

 

 

–Confidencial…

 

 

Imaginé los desconcertados ojos de lechuza de Siwiz.

 

 

–No me lea la apretada agenda de Su Santidad…

 

 

El secretario -obtuso- insistió. Y el prelado se desarmó:

 

 

–Mire usted, el cardenal Lomko y yo necesitamos ver al Santo Padre de inmediato. ¿Prefiere que derribemos la puerta?

 

 

Siwiz percibió el silbido de sables. Y moderó el tono:

 

 

–Bien, de acuerdo -accedió Rodan-. Esperaremos a que concluya el almuerzo…

 

 

Y, consultando el reloj, marcó la hora.

 

 

–A las tres en punto…

 

 

La chillona voz del incombustible interlocutor -insistiendo en la obtención de algún indicio con el que poder preparar a su amo y señor- exasperó al quemado secretario de Estado:

 

 

–Limítese a sus obligaciones, padre. ¿o debo llamarle santo padre?

 

 

Cuarenta y cinco minutos después, recibidas las oportunas y, hasta cierto punto, tranquilizadoras novedades por parte de Chíniv y del prefecto del Archivo Secreto, Angelo Rodano y Jozef Lomko franqueaban la puerta del gabinete privado de Su Santidad.

 

 

Con los ojos cargados de pedernal, un Siwiz distante y rencoroso anunció nuestra presencia.

 

 

El polaco alzó la vista. Y con un amable gesto nos invitó a acomodarnos. Y, absorto en un documento, necesitó algunos segundos para caer en la cuenta de que no me había visto desde el accidente. Y, rodeando la congestionada mesa, se apresuró a rectificar el lapsus. Tomó mis manos enguantadas y, feliz, me susurró en polaco:

 

 

–Querido Jozef…, me alegro de verte recuperado.

 

 

Procuré disculparme por la ingrata afonía. Pero Rodano, consumido por la impaciencia, abrevió el preámbulo. Abrió el Liber Diurnus por la página que contenía el explosivo. Lo dejó caer sin miramientos sobre el rojo tapete del escritorio y, sosteniendo los sobres en la mano izquierda, resumió los acontecimientos en riguroso orden cronológico y sin concesiones.

 

 

Conforme el prelado desgranaba calamidades, fui ganando en serenidad. Aquel encuentro directo con el Romano Pontífice encerraba una enorme trascendencia para Gloria Olivae. Y no porque las hipotéticas decisiones que pudieran salir del despacho preocuparan a la organización. Ese extremo, en esos instantes, era irrelevante. Lo que Hoffmann y yo mismo no teníamos tan claro era la reacción del polaco, a la vista del falso Lomko.

 

 

Y, como digo, fui estabilizándome. La cirugía plástica y el prolongado y exhaustivo entrenamiento obraron el milagro.

 

 

La sorpresa -como un ladrón en la noche- le robó el habla. Le vi encorvarse. Cambiar el tinte de la piel. Rodano, implacable, se lo ofreció crudo.

 

 

Y el Papa, sabedor de la rectitud y de la parca imaginación de su secretario de Estado, no dudó. No existía posibilidad de error. Eso nos ahorró tiempo.

 

 

Concluida la exposición, nos dio la espalda. Y con pasos cortos, inseguros, rozando con la mano derecha los libros y carpetas que almenaban la mesa, se dejó caer en el mullido terciopelo gris de la silla. Cruzó los brazos sobre el tablero y bajó la cabeza.

 

 

El prelado, respetuoso, le permitió maniobrar mentalmente. Y, sigiloso, fue a depositar los sobres a un palmo de la blanca sotana.

 

 

Al levantar el rostro, el azul de los ojos se humedeció. Los surcos de la frente se arquearon y los labios, prietos, anunciaron el seísmo.

 

 

Pero, para desconcierto de los cardenales, se limitó a entonar el nombre de la Virgen:

 

 

–¡Santa Madona!

 

 

Y, arrollado por una serena tristeza, bajó los párpados. Y una solitaria lágrima rodó por el impecable afeitado.

 

 

–Santidad…

 

 

Rodano, conmovido, trató de ordenar las emociones. Pero el Papa, sin mirarle, despegó la mano izquierda, solicitando silencio.

 

 

La agitada caja de Pandora de sus sentimientos no tardaría en sorprendernos de nuevo.

 

 

Y con movimientos lentos, teatrales, fue a tomar el primero de los sobres, leyendo el contenido.

 

 

Un par de ácidas sonrisas modificaron el escenario. Rodano se preparó.

 

 

Al finalizar aplastó el papel.

 

 

Y el acero volvió a la mirada.

 

 

–¿Qué hay de los explosivos?

 

 

La voz, como un lejano retumbar de tambores, nos previno:

 

 

–Hemos llegado a tiempo, Santidad… El Registro de Súplicas, según las últimas noticias, se halla intacto. Aislado y vigilado.

 

 

–¡Inútiles!…

 

 

Angelo, buen fajador, esperó la siguiente embestida:

 

 

–¿Cómo es posible?…

 

 

A pesar de la cólera que empezaba a afilar las facciones, el prelado se arriesgó:

 

 

–No podemos culpar a la Seguridad… Esa gente parece poderosa…

 

 

Pero, montado en sus pensamientos, le interrumpió, ignorando las justificaciones del secretario de Estado.

 

 

–¿Y mi seguridad, eminencia? De momento se han contentado con una estatua. Pero ¿y mañana?

 

 

Rodano se tragó el reproche. Y removió el caldero de la realidad.

 

 

–Vayamos a los hechos, Santidad. Conviene tornar una decisión. ¿Ponemos el asunto en conocimiento de las autoridades policiales?

 

 

El sarcasmo dejó al descubierto una cuidada dentadura.

 

 

–¿Y qué ganaremos?

 

 

–Es posible que la policía…

 

 

El polaco, tronando, ahogó a Rodano:

 

 

–Si han sido capaces de atentar contra el blindaje, robar La Piedad y sembrar el archivo de explosivos, ¿cree su eminencia que se dejarán atrapar?

 

 

El despreciativo tono le hirió. Y el prelado, enseñando los espolones, le abandonó a su suerte.

 

 

–Muy bien, Santidad. Suya es la responsabilidad. ¿Qué hacemos?

 

 

El Pontífice volvió a cruzar los brazos. Meditó la respuesta. Y astuto, reservando la artillería, decidió no empeorar las cosas. Y, sacando la máscara del paternalismo, replicó conciliador:

 

 

–Querido Angelo…

 

 

El diplomático se acorazó. – Perdone a este viejo siervo del Señor. Actuemos con calma. Hay tiempo. Por el momento, esta desgracia debe quedar en casa.

 

 

Rodano asintió.

 

 

–La Piedad, oficialmente, ha sido trasladada a los Museos. No atormentemos al mundo con nuestros pecados.

 

 

Ganada la escaramuza, tomó el segundo sobre, dejando el asunto en el aire. Y lo rasgó sin perder aquella enigmática y artificial sonrisa. Angelo y yo intercambiamos una silenciosa mirada. Y nos dispusimos para el inmediato asalto.

 

 

Rodano lo intuyó. Lomko lo sabía. El breve texto de aquella hoja -con algunas menciones al tercer secreto de Fátima- haría impacto en el casco del insobornable admirador de las apariciones marianas.

 

 

Fue cuestión de segundos. Conforme avanzó en el mensaje, el andamiaje de su rostro se desmoronó. El papel osciló, acusando unas progresivas e inequívocas oleadas de ira. Nuestros agentes en Coimbra habían acertado. La confesión arrebatada a sor Lucía coincidía con el secreto original.

 

 

Y torpemente, con los dedos aguadañados, plegó el mensaje, guardándolo en el sobre.

 

 

Y ciego, empuñando el ingobernable látigo de la violencia, se adentró en el pantano de la desconfianza. Aquello le perdió.

 

 

–¡Traidores!… ¿Quién ha robado la profecía?… ¡Los fulminaré!

 

 

El secretario de Estado, estupefacto, exigió una aclaración. Pero el irritado Pontífice, alzándose bruscamente, siguió catapultando toda suerte de injustas acusaciones.

 

 

Angelo renunció. Y, dando media vuelta, abandonó la estancia. El confundido Lomko, naturalmente, le siguió.

 

 

Media hora más tarde, amainado el temporal, el Papa telefoneaba al dolido Rodano, excusándose. Y el prelado, desconfiado, le dejó hablar, replicando desde el filo de la obediencia debida.

 

 

–Lo comprendo, Santidad… No tiene importancia… Por supuesto, Santo Padre… Puede estar tranquilo. Nadie, salvo Su Santidad, ha tenido acceso a ese segundo sobre…

 

 

Me miró resignado.

 

 

–¿Quiénes?… Sólo Chíniv, el cardenal Lomko y yo mismo… No, Santidad, el resto sólo conoce una parte del asunto… Claro… Ya había pensado en ello… Como ordene Su Santidad… Descuide… Cómo no, Santo Padre…

 

 

Al colgar, resumió paisaje y paisanaje.

 

 

–Voz acaramelada. Amabilísimo. Algo trama. Sugiere una reunión urgente y secreta. Bangio, Camilo, usted y yo. El resto no cuenta. Pide ideas. Y las quiere ya. Después del cónclave -sonrió mordaz- debo informarle.

 

 

Y cruel, permitiendo que su viejo escepticismo tomara venganza, añadió sin disimulo:

 

 

–¡Ah, y recomienda que solicitemos ayuda a la Virgen de Czestocowa!…

 

 

A las cinco de la tarde, ante un Sebastiano Bangio pletórico por su acierto al señalar a la extrema derecha judía como la responsable del atentado y del robo, tenía lugar la cumbre solicitada por el Papa. Una reunión -como era previsible- de la que no salió gran cosa. El Vaticano, sencillamente, se hallaba atrapado.

 

 

Tal y como pronosticara el segundo círculo, la cuestión de fondo -la que verdaderamente inquietaba a la cúpula vaticana- no era la integridad física y el rescate de La Piedad de Miguel Ángel. Entre el secretario de Estado y el camarlengo llegaron a materializar hasta seis posibles soluciones para disimular la pérdida ante la opinión pública. Lo que no estaban dispuestos a consentir era el desgaste político y de imagen que -según ellos- se derivaría del conocimiento de estos hechos.

 

 

Esta farisaica actitud, por supuesto, nos traía sin cuidado. Gloria Olivae -lo dije- tenía otras miras. El chantaje sólo era una cortina de humo. Un medio para despistarlos nuevamente. Una diabólica fórmula para conducir el agua a nuestro molino…

 

 

El quid del espinoso dilema fue destapado desde el primer momento y con la mayor desvergüenza.

 

 

El mundo no debía saber…

 

 

Había que hallar un medio -no importaba cuál- para salvaguardar el buen nombre de la Santa Sede.

 

 

¿Satisfacer las pretensiones de los terroristas?

 

 

Bangio se levantó en armas.

 

 

Hacer pública esa estupidez de Fátima -sentenció- nos arrastraría al más grotesco de los ridículos.

 

 

Aun sin conocer el texto del mensaje acertó de plano.

 

 

En cuanto al reconocimiento oficial del Estado de Israel -se encrespó como una ola-, ni soñarlo…

 

 

Políticamente sería un suicidio. Nos enfrentaría sin remisión al mundo árabe. Y enviaríamos al patíbulo a las comunidades católicas, tradicionalmente arraigadas en esas regiones.

 

 

Y cañoneó a los titubeantes:

 

 

No caigamos en la trampa de atrapar la mosca y dejar suelta a la avispa.

 

 

Segunda alternativa.

 

 

¿Rescatar La Piedad y aplastar a los anónimos autores del secuestro?

 

 

Pero ¿cómo? ¿Con qué medios?

 

 

El margen de tiempo era menguado. Por otra parte, al poner el asunto en conocimiento de las autoridades policiales, se corría el gravísimo riesgo de que terminara filtrándose. Demasiado peligroso.

 

 

Bangio -cómo no- solicitó autorización para contratar manos expertas. A saber: la mafia o el Mossad israelí.

 

 

Rodano prometió consultarlo. Y ahí se agotó el caudal. Y el secretario de Estado, con las manos prácticamente vacías, se dispuso a dar cuenta al sucesor de Pedro.

 

 

Y el coronel Frank Hoffmann hizo girar la última rueda. Mejor dicho, la penúltima…

 

 

El capitán de Homicidios volvió a rememorar el tira y afloja entre Chíniv y el jefe de la policía de Roma.

 

 

–¿Terroristas? – había preguntado el prefetto-. ¿Podría guardar relación con esa organización que trata de chantajear al Vaticano?

 

 

Rossi empezaba a comprender el alcance de lo que tenía entre manos. Era vital que sostuviera una larga y sincera conversación con el político. Saltaba a la vista que, a pesar del celo vaticano, parte de la alucinante historia se había derramado por la ciudad.

 

 

¿Alucinante historia?

 

 

Constante se sobresaltó. ¿A qué negarlo? La trama le tenía cautivo. Poco importaba que fuera un magistral infundio. Era preciso alcanzar el final. ¿Qué nueva aberración le deparaban aquellas postreras páginas?

 

 

Le bastó con recorrer los primeros renglones azules para forjarse una idea.

 

 

Esa rueda -explicaba el manuscrito- constaba de dos palabras. Dos enigmáticos conceptos:

 

 

Corrector extrapiramidal.

 

 

Hoffmann no es hombre que sucumba a los cantos de sirena del azar. La meticulosidad lo sostiene más que su bastón. No es de extrañar, por tanto, que el siguiente paso de Gloria Olivae fuera cuidado con un mimo casi enfermizo.

 

 

Esa misma mañana del miércoles, procedente de Polonia, aterrizaba en Fiumichino un sacerdote de la diócesis de Cracovia. Era portador de un cuidado y valioso paquete.

 

 

A primera hora de la tarde, el polaco, viejo conocido de sor Juana de los Ángeles, hacía entrega del obsequio a la gobernanta de la casa pontificia. Un detalle de sus hermanas, las religiosas de la mencionada ciudad de Cracovia.

 

 

Los achinados ojos de la superiora se iluminaron al comprobar el contenido. Y se alegró por Gabi, la cocinera. Esa noche no tendría que preocuparse del postre de Su Santidad.

 

 

La caja contenía un esmerado surtido de pierogi Cuna especie de empanadillas rellenas de patatas, queso o carne) y una suculenta, redonda y discreta torta de sernik (requesón). En la nota de las monjitas se hacía especial mención al dulce, uno de los favoritos del Pontífice. La priora se disculpaba. La falta de tiempo les había impedido la elaboración de una ración más generosa. (El sernik apenas alcanzaba los cuatrocientos gramos.) Pero prometía una nueva y pronta remesa.

 

 

Así y todo, sor Juana se sintió feliz. Administrándolo con esmero, su admirado Santo Padre podía disfrutar, al menos, de un par de deliciosas raciones. E imaginó la cara de sorpresa del Pontífice a la hora de la cena.

 

 

Y las previsiones del coronel se cumplieron. Las amarguras de aquella jornada fueron levemente paliadas por la inesperada aparición del sabroso pastel. Y el Papa, olvidando temporalmente la ingratitud de las pasadas horas, lo devoró con fruición, elogiando y bendiciendo a sus incondicionales religiosas.

 

 

La suerte estaba echada.

 

 

Cuarenta y cinco minutos más tarde -tras concluir sus acostumbrados rezos en la capilla privada-, el Pontífice experimentó los primeros síntomas: súbitos e inexplicables vértigos. Sequedad en la boca. Un desacostumbrado cansancio. Trastornos en la acomodación visual. Aumento de la frecuencia cardiaca e insomnio.

 

 

Pero no se alarmó, atribuyendo el malestar a la aplastante presión ejercida por el asunto de La Piedad.

 

 

A la mañana siguiente, su lámina presentaba un preocupante desaliño. Ojeras. Palidez. Ojos vidriosos…

 

 

Y ante la lógica preocupación de las religiosas y de sus dos secretarios particulares, apenas si abrió la boca. Desayunó frugalmente. Algo de café y la última ración de sernik. Y sin mediar palabra, ante la perplejidad de Siwiz, se retiró a su gabinete.

 

 

Según lo convenido, Angelo Rodano y yo nos personamos en la tercera planta del Palacio Apostólico a las diez en punto. El caja de huesos, congelando las diferencias del día anterior, recomendó un máximo de brevedad.

 

 

–Ha pasado una mala noche…

 

 

Nos hicimos cargo.

 

 

Pero, al verle, el secretario de Estado se inquietó. Ni siquiera llegamos a sentarnos. Más aún: creo que el debilitado Pontífice apenas si fue consciente de nuestra presencia. Permaneció acurrucado en la silla, con la atención esparcida por la sala. Tan pronto saltaba del espigado crucifijo de bronce que presidía la mesa a los blancos cortinajes de hilo de las ventanas como consultaba el reloj, interrogándose una y otra vez -obsesivamente- sobre la hora.

 

 

Desconcertado, sin saberlo, Rodano estaba asistiendo al principio del fin.

 

 

Cuando el Santo Padre, con la voz pastosa y la mirada opaca, preguntó si era de día o de noche, Angelo rodeó el escritorio y, sin protocolos, le tomó el pulso.

 

 

–¡Dios mío!

 

 

Y, con un chasquido de los dedos, me indicó que le siguiera. Abandonamos el gabinete, saliendo al encuentro de Siwiz.

 

 

Angelo, descompuesto, le ordenó que llamara al médico personal.

 

 

–Pero, eminencia…

 

 

–No discuta -lo fulminó Rodano-. Que venga Mielawcki. Suspenda las audiencias. Y trate de que se acueste…

 

 

Y antes de que los chirriantes zapatones del secretario se alejaran, le recordó la ajada pero útil fórmula, muy indicada para sortear suspicacias:

 

 

–Un repentino y nada preocupante proceso gripal. Ampárese en eso. ¿Ha comprendido?

 

 

Las cenicientas pupilas de Siwiz buscaron algún rastro de la verdad en el acelerado parpadeo del cardenal. Inútil empeño. Sólo nuestros agentes, infiltrados en el Vaticano, y el falso Lomko se hallaban al tanto de la realidad.

 

 

¿Y cuál era esa amarga verdad?

 

 

Debo confesarlo. A nivel personal, tanto Frank como yo, sentimos repugnancia. Pero, al parecer, no había alternativa. Nos debíamos al plan y cumplimos. Aun así, ante lo desagradable de aquella secuencia, he decidido eliminar muchos de los detalles, ajustándome a lo esencial.

 

 

Nuestro objetivo -como ya relaté oportunamente- consistía en materializar la renuncia del Papa. Ése era el compromiso.

 

 

Pues bien, esa penúltima fase de Gloria Olivae entró en funcionamiento con la tarta procedente de Cracovia. Su manipulación fue un juego de niños. De acuerdo con lo establecido, el sernik contenía tres dosis -de 5 mg cada una- de lactato de biperideno (DCI), un corrector extrapiramidal destinado a provocar la demencia del Papa.

 

 

Este fármaco -utilizado habitualmente en los psicóticos para aliviar y corregir los efectos parkinsonianos de naturaleza secundaria- se halla contraindicado en el caso de individuos sanos. Es suficiente la administración de una a tres dosis -sea en forma de ampollas (5 mg), tabletas (2 mg) o grageas (4 mg)- para que la víctima caiga en un grave, a veces irreversible, trastorno mental orgánico. Al poco de su ingestión, el sujeto presenta unos típicos rasgos de patología cerebral. Entre otros: alteración de una o más funciones cognoscitivas, incluidos memoria, pensamiento, percepción y atención. El delirio y la demencia pueden constituir el trágico final del proceso.

 

 

Por supuesto Los Tres Círculos podía haberle suministrado dicho corrector, sin necesidad de desplegar una trama tan compleja y arriesgada como la expuesta en este informe. El hecho de que el biperiden no deje residuos en sangre u orina lo convierte en un medio casi perfecto. Pero la simplificación -aunque tentadora- era un sable de doble filo. Entrañaba riesgos que no pasaron inadvertidos.

 

 

Aunque posible, una locura repentina no habría sido normal. No en el caso que nos ocupa. Sin unas condiciones específicas o una enfermedad previa, degenerativa del sistema nervioso central, las sospechas se hubieran erizado como lanzas.

 

 

A pesar de su ancianidad y del acusado tren de trabajo, el Pontífice es un hombre de probada fortaleza física y mental, sin asomo de problemas que pudieran conducir a la patogenia descrita en los numerosos ejemplos de trastornos mentales orgánicos.

 

 

Jamás se le detectó un tumor cerebral, que justificara un delirio, una demencia, el síndrome amnésico o la alucinosis.

 

 

Tampoco es un devorador de fármacos. Una intoxicación por error no tenía demasiada base.

 

 

No es adicto al alcohol ni a las drogas, ni cabía la posibilidad de recurrir a hipotéticas infecciones sistémicas o intracraneales, encefalopatías metabólicas, epilepsias, afección por agentes físicos, etc.

 

 

Un delirio o demencia súbitos, insisto, en un personaje de estas características, podían alertar a sus médicos y consejeros, malogrando ésta y futuras operaciones.

 

 

Para alcanzar ese mismo fin era menester entrar en una dinámica distinta. Serpenteante. Paciente y maquiavélica. Es decir, que arrastrara al protagonista a la demencia con la misma naturalidad que la noche se apodera del día…

 

 

Y para ello se concibió un plan demoledor. Se le empujó a una crisis de extrema gravedad -desgastadora y de muy comprometida solución- que, por descontado, no rozara los sagrados e intocables pilares de la doctrina o de la fe. Por ese camino -con un Papa como el polaco- el fracaso estaba garantizado.

 

 

Acorralándolo, en cambio, con un problema de naturaleza política, que amenazara el prestigio de la Santa Sede, el resultado podía ser diferente. Una vez tejida la tela de araña, la violenta presión derivada de tan inimaginables acontecimientos actuaría -aparentemente- por sí misma. El desequilibrio mental aparecería como una lógica secuela. Al menos para los que se hallaban en el secreto del chantaje.

 

 

Y ese delirio o demencia, indefectiblemente, obligaría al Colegio Cardenalicio a plantear la renuncia involuntaria del Santo Padre, claramente incapacitado para gobernar.

 

 

El plan -no ensayado jamás en la historia del Papado- era teóricamente perfecto. Pero Gloria Olivae subestimó al Destino.

 

 

El hábil Mielawcki no tardó en percatarse del cuadro confusional que aquejaba al ilustre enfermo. Sin embargo, embarcada en la prudencia, ante la ausencia de precedentes, se limitó a recomendar reposo y un periodo de observación, atribuyendo el trastorno al inhumano ritmo de trabajo.

 

 

Esa misma tarde retornaría junto al lecho de su compatriota y amigo.

 

 

Pero el corrector extrapiramidal -implacable- siguió su curso.

 

 

Y cuando la superiora y sor Fe acudieron solícitas a las estancias privadas, con el fin de proporcionarle una reconfortante colación, le sorprendieron en una desconcertante actitud. El Papa, en pijama, merodeaba entre los muebles del dormitorio, husmeando ropas y maderas. Su rostro, bañado en sudor, era presa de unas discretas pero anormales convulsiones. Aquellos bruscos movimientos coreáticos -centrados en el territorio de la cara- se extendían también a los hombros y brazo derecho.

 

 

Sor Juana, asustada, le rogó que regresara a la cama. Pero el Pontífice -víctima de los síntomas prodrómicos-, soltando una estrepitosa carcajada, le exigió que se identificase.

 

 

–¡Santo Padre -sollozó sor Fe-, somos nosotras!…

 

 

Los inexpresivos ojos del anciano se dirigieron de nuevo al pequeño reclinatorio situado a los pies del lecho. Y alucinando, incapaz de dominar las deformantes contracciones de los labios, interrogó a un inexistente personaje acerca del caballo que acababa de orinarse en el lugar.

 

 

Siwiz no tardó en acudir en socorro de las atemorizadas religiosas, convirtiéndose en la siguiente víctima del delirante Pontífice. Su firme insistencia para que obedeciera y se acostase sólo contribuyó a desencadenar la cólera del perturbado. Y de las risotadas saltó a los gritos, cebándose en su fiel servidor. Y ante la consternación general abofeteó al caja de huesos, derribándole.

 

 

La alteración de su conciencia, respecto al entorno y a cuantos le rodeaban, era un primer aviso.

 

 

Y antes de que los desconsolados testigos tuvieran tiempo de reaccionar, su conducta osciló bruscamente Y de los improperios pasó a las lágrimas. Y un llanto incontenible terminó por quebrantar los desmoronados ánimos de cuantos le asistían. Y dócilmente, como un niño, suplicando que le permitieran regresar junto a su madre, dejó que le arroparan.

 

 

El estrechamiento de conciencia, la perturbación cognoscitiva y la salida de la realidad eran imparables.

 

 

Cuando el anciano médico polaco acudió presuroso, el paciente se hallaba en plena crisis: agitado, temeroso de todo y de todos, con notables dificultades para pensar coherentemente y presa de la ansiedad y de una aguda hipersensibilidad a la luz y al sonido.

 

 

No reconoció a Mielawcki. Y éste, alarmado, indicó al primer secretario la urgente necesidad de recurrir a los especialistas. Siwiz se negó, alegando que la presencia de los psiquiatras debía ser autorizada por las altas jerarquías. Los sensatos argumentos, las amenazas y hasta los insultos del galeno no hicieron mella en el frío y calculador sacerdote.

 

 

–Sólo puedo telefonear a los cardenales… -concedió Siwiz.

 

 

Finalmente -después de no pocos inconvenientes-, el médico fue autorizado a sedar al Pontífice, inyectándole, por vía intramuscular, 100 mg de cloracepato dipotásico. Pero el fármaco, aunque apaciguó al enfermó, no sirvió para neutralizar el problema de fondo.

 

 

Esa misma tarde, el secretario de Estado, el camarlengo y el prefecto de la Casa Pontificia acudían a la tercera planta, celebrando una explosiva y confidencial reunión con Siwiz y el médico personal.

 

 

Sólo Rodano y Bangio creyeron entender el porqué de aquella inesperada crisis emocional. Pero guardaron silencio. Y ante la apremiante solicitud de Mielawcki para que permitieran el acceso de algunos prestigiosos doctores en psiquiatría, los prelados -como un solo hombre- se opusieron, tachando al polaco de alarmista.

 

 

El médico -fuera de sí- abandonó la escena, calificándolos de miserables, cobardes y políticos putrefactos. Una triple y sarcástica sonrisa acompañó el portazo de Mielawck.

 

 

Y, tras aleccionar al aturdido caja de huesos sobre la necesidad de guardar el más riguroso de los secretos en torno a la situación del Santo Padre, le pidieron que se retirara y que transmitiera la consigna al resto del personal de la tercera planta.

 

 

El rudo e incondicional servidor del Papa demostró su disconformidad con un segundo y violento portazo.

 

 

Y los cardenales se conjuraron para no precipitarse. Convenía actuar con prudencia y exquisito sigilo. Quizá aquella anormal conducta sólo fuera un irrelevante y pasajero trastorno, hijo natural del estrés.

 

 

La sola idea de que la suprema cabeza de la Iglesia pudiera ser víctima de la demencia fue rechazada como incompatible con el sagrado ministerio encomendado por Jesucristo. A decir verdad, a pesar de la pomposa manifestación de fe, los tres prelados, en el fondo de sus viejos y atrincherados corazones, no hubieran puesto la mano en el fuego por una tesis tan discutible…

 

 

Pero, en parte, acertaron. El delirio, como suele ser habitual, remitió temporalmente. Por definición, como trastorno transitorio, el síndrome nunca es crónico, aunque tampoco es normal que el paciente vuelva al estado premórbido de funcionamiento mental. De acuerdo con nuestros estudios, considerando las dosis de corrector extrapiramidal ingeridas por el sujeto, el delirio debería presentarse de forma intermitente y a lo largo de tres o cuatro semanas, como máximo. Un periodo lo suficientemente dilatado como para dejar constancia -pública y notoria- de la dolencia que le asolaba. Un mal que podía decantarse -o no- hacia la demencia. Un riesgo, en suma, que la cúpula vaticana no estaría dispuesta a admitir.

 

 

Según los especialistas de Los Tres Círculos, el desenlace debería ser la plena recuperación del funcionamiento premórbido. En otras palabras: el Papa retornaría a la normalidad. Pero, obviamente, los responsables del Vaticano no conocían esta circunstancia.

 

 

Y en las cuarenta y ocho horas siguientes, el estado del Pontífice mejoró, reintegrándose, incluso, con las lógicas limitaciones, a algunas de sus actividades. Los actos públicos, audiencias y entrevistas siguieron cancelados. Fue suspendida la cotidiana misa, en la que participaba una treintena de invitados, y sus frecuentes incursiones a la capilla privada -quién sabe si buscando consuelo para su deprimido espíritu- se vieron discretamente vigiladas por las religiosas y los secretarios.

 

 

Cuando, tímida y prudentemente, fue consultado por el médico y sus más cercanos colaboradores sobre los recientes y singulares sucesos, atónito, no supo qué responder. Sus recuerdos eran remotos, difusos y lagunares.

 

 

El robo de La Piedad llenó prácticamente esos momentos de lucidez, aunque el paciente Rodano se vio en la necesidad de refrescarle, casi constantemente, los pormenores y detalles que rodeaban el asunto. Su memoria aparecía alterada, con un bajo nivel de recuerdo de las experiencias anteriores al estallido del delirio.

 

 

Pero, al tercer día del primer ataque, el enfermo volvió a despertarse de madrugada, sumido en una profunda confusión e impotente para distinguir la frontera de la realidad de la de los sueños y alucinaciones que le devoraban. Y el delirio se apoderó de él violentamente.

 

 

Y amparado en la oscuridad, cuando sus servidores le creían dormido y relajado, se precipitó escaleras abajo, sorprendiendo a la Seguridad que montaba guardia en la segunda planta. Y en bata, con la calavera del miedo en el rostro se perdió a la carrera hacia el portón de Bronce.

 

 

Los de azul, perplejos, sólo acertaron a telefonear a su jefe.

 

 

Cinco minutos más tarde, el desconcertado comandante, los escoltas y varios centinelas de la Guardia Helvética se dispersaban en las tinieblas de la desierta plaza de San Pedro, a la desesperada búsqueda del fugado.

 

 

Chíniv, incapaz de comprender lo que sucedía, recordó aquel otro insólito incidente, protagonizado por el antecesor del polaco cuando, sin previo aviso, se plantó en plena calle, frente a la Puerta de Santa Ana. Es decir, en territorio italiano. La escapada del infantil Juan Pablo I estuvo a punto de originar una tormenta diplomática.

 

 

Dos minutos después, con un Camilo al borde del infarto, uno de los suizos reclamaba a gritos al resto de los policías. Lo que vieron era de locos. Y nunca mejor dicho.

 

 

En la fuente de tres tazas de Carlo Maderno, con el agua por las rodillas, chapoteaba un anciano. Canturreaba una melodía polaca. En el blanco batín que le cubría podía distinguirse el escudo papal, bordado en oro.

 

 

Cuando la Seguridad, no sin esfuerzo, consiguió reducirle, trasladándole a sus aposentos, Chíniv despertó a Rodano, exigiéndole una explicación. Y Angelo, desmoronado ante la nueva crisis, le confesó lo poco que sabía, achacando el trastorno -una vez más- a la hábil agresión de los terroristas.

 

 

A partir de esta recaída, los acontecimientos se despeñaron, beneficiándonos. Pero también debo reconocer que -a pesar de los esfuerzos de Gloria Olivae- han escapado a todo control. Trataré de ordenarlos y sintetizarlos de la mejor de las maneras.

 

 

Los rumores sobre la inestabilidad mental del Pontífice se destaparon. El portavoz de la Sala Stampa, naturalmente, los cercenó sin contemplaciones. El proceso gripal era benigno. No hubo más comentarios.

 

 

Y los prelados tuvieron que claudicar, autorizando la visita a la tercera planta de tres destacados psiquiatras. Todos, como es fácil imaginar, vinculados a la casa, a través de la Academia Pontificia de las Ciencias.

 

 

El examen, en un paciente sedado, fue papel mojado. Y, como era de esperar, se negaron a emitir un veredicto. Y la bruma se espesó. Para establecer un diagnóstico mínimamente objetivo y sensato -aseguraron- es preciso llevar a cabo toda una batería de pruebas, incluyendo radiografías, encefalogramas, etc.

 

 

Los cardenales prometieron estudiar el asunto. Y en el Palacio Apostólico comenzó a sonar el tictac de una amenazadora duda: el Santo Padre estaba perdiendo el juicio.

 

 

Y a pesar de la inicial oposición del secretario de Estado, un escogido grupo de prelados -con el camarlengo y el prefecto de la Casa Pontificia a la cabeza- empezó a contemplar un doloroso pero cauterizante remedio: la renuncia del Vicario.

 

 

Y nuestros agentes, infiltrados en la Secretaria de Estado y en los sectores más reaccionarios de la Curia, fueron detectando toda una cadena de secretos encuentros y contactos. El asalto al Papado iba tomando cuerpo.

 

 

Y aunque el Pontífice mejoró sensiblemente, la segunda y exhaustiva inspección de la psiquiatría vendría a crucificarle. El informe -altamente confidencial- apuntaba hacia una paranoia senil. Pero, curados de espantos, los doctores evitaban pronunciarse sobre las posibles causas, ciñéndose a un tratamiento que no los comprometiera. A saber: mantenimiento de una nutrición, equilibrio electrolítico y líquido adecuados. Vitaminas y un entorno sensorial, social y asistencial óptimos.

 

 

Angelo se encolerizó. Y Bangio y los suyos -bendecidos por la clase médica- redoblaron sus intrigas y maquinaciones, redactando, incluso, los borradores de la renuncia papal. Cuando Rodano me mostró los documentos comprendí que estábamos a un paso del triunfo. Reptando como víboras africanas, los cabecillas de la conjura habían dispuesto dos fórmulas. Según la primera, el Santo Padre renunciaba voluntariamente al trono de San Pedro, por causa de su avanzada edad.

 

 

En el supuesto -más que probable- de que el terco polaco no se prestara a firmar, echarían a rodar el segundo y bien lubricado engranaje: la renuncia involuntaria, que no requería rúbrica ni buenos modales. Parte del Colegio Cardenalicio ya había sido despabilado -entre bastidores, claro está- respecto a las precarias luces de Su Santidad. En cuanto a las obligadas explicaciones al orbe católico, bastaría con aludir a imperiosas razones de salud. La verdad, domesticada por la Política, debería resignarse.

 

 

Y Rodano tuvo que ceder. El dictamen psiquiátrico y el permanente estado de apatía, depresión y debilidad del Pontífice -que malvivía recluido en sus habitaciones o en la capilla- le hicieron caer en la red colectiva.

 

 

Y fue en el transcurso de aquella segunda semana cuando -siguiendo el plan de Hoffmann- el falso Lomko vino a zancadillear la devaluada credibilidad del Papa.

 

 

En una de mis caritativas visitas al enfermo, aprovechando un flash de lucidez, fui a revelarle una singular historia: el auténtico cardenal Jozef Lomko se hallaba secuestrado por los mismos terroristas que habían robado La Piedad. Yo, en realidad, sólo era un doble.

 

 

Y el frágil pensamiento del polaco saltó en añicos, desorganizándose.

 

 

Minutos después, Camilo Chíniv era solicitado a gritos por el desquiciado anciano.

 

 

Y el comandante, paciente y respetuoso, soportó con dignidad la incoherente denuncia, convencido de que asistía a una nueva recaída.

 

 

Cuando Rodano y Bangio fueron informados de la última extravagancia, se comprometieron a sajar por lo sano. El acta de la renuncia le sería presentada esa misma semana.

 

 

Pero Chíniv, viejo hurón, reaccionó como esperábamos. A las pocas horas emprendía algunas solapadas pesquisas. Primero entre los altos dignatarios de Propaganda Fide. Después, cerca de la policía de Roma. En el dicasterio, los malabarismos del jefe de la Seguridad fueron infructuosos.

 

 

Entre los medios policiales, en cambio, sí se tenía conocimiento de un extraño y poco afortunado incidente, protagonizado, no hacía mucho, por un periodista y escritor extranjero. En los interrogatorios practicados a raíz de su detención, este español se había referido insistentemente a una historia muy similar, base y armazón de una novela.

 

 

Chíniv, obviamente, no reveló sus fuentes. Pero, al igual que las autoridades italianas, terminó desestimando tan loca idea, convencido de que se hallaba ante una coincidencia de poca monta.

 

 

Esta perversa maniobra -amén de acelerar el objetivo final- nos permitiría navegar en las turbulentas aguas vaticanas con notable impunidad. Si alguien volvía a sospechar, Chíniv o la policía de Roma podían deshacer el equívoco…

 

 

Pero era el turno de un inesperado convidado: el Destino. Y las cosas se torcieron.

 

 

Dado que el Pontífice -en franca y definitiva recuperación- se negó a seguir recibiéndome, mis informaciones nacen ahora de Rodano y de los ya mencionados especialistas de Gloria Olivae que han actuado -y continúan trabajando- como topos en el fangal vaticano.

 

 

A diez días de la culminación del plazo establecido por los terroristas, el secretario de Estado, el cardenal camarlengo y el comandante Chíniv fueron repentinamente convocados por el Santo Padre. Su estabilidad emocional parecía felizmente asentada.

 

 

Y con toda calma les comunicó su meditada decisión respecto al problema de La Piedad. Acepto las condiciones. El mismo trece de mayo -día de la aparición de la Santísima Virgen- haremos público el secreto de Fátima y el reconocimiento oficial del muy querido Estado de Israel.

 

 

No hubo margen para la discusión. Los ojos del Papa llameaban.

 

 

Y Angelo, conmocionado, recibió el encargo de preparar los inmediatos contactos con el embajador israelí cerca de la Santa Sede.

 

 

Bangio, en el ascensor, se descolgó con uno de sus acostumbrados y sonoros aldabonazos:

 

 

–Loco. Definitivamente loco.

 

 

Y presionando el brazo de Rodano, tratando de conquistarle, le anegó en su mezquindad:

 

 

–Por el bien de todos debemos neutralizarle.

 

 

Aquí se agota nuestra información. Gloria Olivae, a pesar del implacable seguimiento, no ha llegado a concretar la naturaleza de las oscuras reuniones, celebradas dentro y fuera de la Ciudad del Vaticano y en las que han participado cardenales, señalados representantes de las facciones radicales de la Curia y varios miembros de la Seguridad Vaticana. Sabemos, eso sí, que estos comités no han negociado el asunto de la renuncia. Al parecer, han ido mucho más allá. Y ese más allá guarda una estrecha relación con la palabra accidente…

 

 

El capitán de Homicidios entendió al fin por qué el manuscrito se hallaba en poder del Santo Padre. El último párrafo -en tinta roja- era revelador:

 

 

…Imposible extenderme, Santidad.

 

 

Repito lo ya anunciado en los arranques de esta confesión: su vida corre gravísimo peligro, No podemos prevenirle sobre el cuándo. Tampoco ha sido posible aclarar el cómo ni el quién. Pero los hechos cantan. Aléjese del Vaticano. Reflexione y adopte las medidas oportunas. El peligro no procede ahora del exterior, sino del interior.

 

 

La operación, como ve, ha escapado a nuestro control.

 

 

Y una última observación.

 

 

No se inquiete por La Piedad. Será devuelta…, y sin condiciones. En cuanto a los explosivos, sólo fue una medida disuasoria. Jamás existieron.

 

 

Gloria Olivae -cumpliendo instrucciones superiores- se halla temporalmente paralizada.

 

 

Nuestra segunda y secreta meta -paradojas del Destino- depende ahora de sus deseos de seguir viviendo…

 

 

Fin del manuscrito.

 

 

Rossi acarició las rojas cubiertas. Tenía gracia. A pesar de sus treinta años en la Policía estaba claro que no lo había visto todo.

 

 

–Hemos terminado…

 

 

Descabalgado del presente, necesitó tiempo para reparar en sus intranquilos hombres.

 

 

El teniente insistió:

 

 

–Constante…

 

 

Y como un lázaro que vuelve, alzó su remota atención, reincorporándose a la capilla.

 

 

–¿Qué hay de la autopsia?

 

 

Ugo sonrió. Y peinando el pelirrojo mostacho trató de ponerle al corriente.

 

 

–Siguen con ella…