04 horas 30 minutos
Y sor Juana, desde el umbral, fue a centrar su atención en lo
que realmente importaba.
Con la destreza de un malabarista, sin asomo de duda, los
rollizos y sonrosados brazos de sor Gabriela seguían danzando
incansables sobre las bandejas de madera que se alineaban en la
rojiza mesa de pino. Y mentalmente, salpicando la vajilla con
rápidos y nerviosos toques de sus dedos, fue pasando revista a los
elementos que daban cuerpo al desayuno del Santo Padre y de sus
imprevisibles acompañantes: zumo de uva negra, panecillos recién
horneados, leche, queso, mermelada y café en abundancia. Y como
extra, una pequeña sorpresa: jablka m cieslie z sokiem, un pastel
de manzana con salsa de frutas. Todo un detalle sugerido y
confeccionado por la diligente e imaginativa Gabi, la hermana
cocinera. Y fiel al ritual de cada madrugada, sor Gabriela alzó su
cara de luna, buscando el refrendo de la madre superiora. Y sor
Juana, desde la puerta, asintió con una grave y breve inclinación
de cabeza.
Acto seguido, en un gesto mecánico, la cocinera giró sobre
los talones, al tiempo que estregaba las manos entre los bajos del
azulón e interminable mandil. Y, abriendo una de las alacenas,
extrajo media docena de blancos paños de hilo. Y puesto que la
colación debería permanecer en la cocina hasta las ocho en punto,
las bandejas fueron delicadamente cubiertas.
Y también como parte obligada en tales prolegómenos, dejó
hacer a la vivaz e incorregible hermana Fe. Su próximo cincuenta
aniversario, lejos de moderar su genio, parecía arrastrarla a una
segunda y alocada infancia. Rara era la jornada que no se veía en
la necesidad de amonestarla. Pero sor Juana y el resto de las
religiosas de la reducida comunidad daban por buenas sus inocentes
extravagancias. Algunas, incluso, lo agradecían. En el fondo era
una forma sana y discreta de quebrar la rigidez y la tensión que
flotaban en las diecinueve estancias de los apartamentos
papales.
Y sor Fe, la más joven de las monjas polacas, rescató un
centro de flores de uno de los galvanizados fregaderos. Entornó los
ojos y, aproximándolo al pálido y afilado rostro, fue a perderse en
la fragancia de aquel puñado de rosas blancas y rojas, todavía
prietas y prometedoras. E inevitablemente, como cada madrugada, los
gruesos lentes resbalaron por la ganchuda nariz, atrapando un par
de cristalinas gotas de agua. Y, tras un profundo suspiro, rodeó la
mesa de pino, avanzando al encuentro de la casi imperceptible y
familiar sonrisa de la superiora.
Pero antes de franquear el paso a la responsable de las
flores, la vigilante mirada de sor Juana volvió a escrutar las
cuatro palabras escritas con tiza en el pizarrón que colgaba entre
dos de los espigados y avejentados aparadores. Y se sintió
satisfecha. Aquel menú, discutido y seleccionado con sor Gabriela
la noche anterior, haría las delicias del Santo Padre. De primer
plato, kapusniak Cuna sopa de col fermentada). De segundo, otra
especialidad polaca: zraz (un suculento filete en salsa de crema) y
grzyby (setas hervidas o quizá a la marinera). La cuarta y última
palabra hacía referencia al postre: mazurek (torta de frutas). El
problema, como casi siempre, lo constituía el número de raciones. Y
al igual que sucediera con los desayunos, tan incómoda situación
debería esperar. Tratar de conocer de antemano los cubiertos
previstos para el almuerzo de Su Santidad era un trabajo al que
había renunciado a las pocas semanas de su llegada a Roma. La
experiencia, sin embargo, le había ido enseñando que, dadas las
reducidas dimensiones del comedor, los comensales difícilmente
sumaban más de ocho. Aun así, sor Juana -y en especial la hermana
cocinera- no terminaban de acostumbrarse a los angustiosos
equilibrios gastronómicos de última hora.
Sor Fe cruzó el umbral. Pero, al tercer paso, extrañada, se
detuvo. Los negros hábitos de la superiora seguían recortándose en
mitad de la puerta. Y el único símbolo externo de su autoridad -el
cada vez más abultado racimo de llaves que colgaba del ceñidor- fue
golpeado por la implacable luz de los fluorescentes. La portadora
del centro de rosas dudó. La actitud de sor Juana, plantada frente
a la cocina y retrasando la obligada gira de inspección por los
todavía oscuros y dormidos aposentos, no tenía precedentes. Algo
fuera de lo común la retenía. Y sor Fe, sin poder evitarlo, recordó
la última reprimenda. La reverenda madre se lo había repetido un
sinfín de veces. La orden, además, procedía del omnipotente Siwiz:
Nada de marcas comerciales en los electrodomésticos. Debían ser
anuladas. Pero ella, presa en la agotadora dinámica de la limpieza,
del lavado y del planchado, lo había olvidado. Por otra parte, ¿a
qué tantas prisas? Desde que saliera del convento del Sagrado
Corazón en su amada Cracovia -y de esto hacía ya más de tres años-
ni un solo periodista había sido autorizado a penetrar en los
dominios de la comunidad. Así y todo, sor Fe reconoció que a la
superiora le asistía la razón. Y se hizo el firme propósito de
satisfacerla a lo largo de esa misma mañana.
De haber podido contemplar su rostro, sor Fe habría
comprendido que el motivo de tan inusual demora no se hallaba en
los rótulos del lavavajillas, del abrelatas o del horno, sino en la
espigada silueta de sor Eliza. A punto de abandonar la cocina, el
fino instinto de la superiora le había hecho reparar en un silencio
poco común. Atareada en el manejo del molinillo eléctrico, la
siempre cantarina monja permanecía muda y demacrada. A lo largo de
aquellos minutos no la había visto alzar los ojos. Pero lo más
desconcertante es que, por primera vez en meses, la vieja y querida
balada polaca -El montañés-, coreada siempre por las hermanas,
parecía desterrada de los labios de la ayudante de la cocinera.
Tentada estuvo de hacer una excepción, traspasar el umbral y
reunirse con la religiosa. El corazón de sor Eliza, sin duda, se
hallaba desbordado por alguna preocupación que, de momento, no
acertaba a recordar. Como responsable de tan especialísimo grupo de
monjas, estaba al tanto de sus más íntimos problemas. Ella las
había seleccionado y redactado los meticulosos informes exigidos
por la Secretaría de Estado. Y sabía también que cada uno de los
expedientes -secretamente verificados por un enviado especial de la
curia al convento de Cracovia- había ido a parar por último a las
manos del propio Santo Padre, quien, asesorado por su primer
secretario particular, terminó por aceptar la elección. Cada
hermana -de acuerdo con las estrictas normas vaticanas- había sido
elegida en función de cinco exigencias básicas: edad canónica (es
decir, exenta de la menor atracción fisica), probada
espiritualidad, salud de hierro, competencia profesional y, muy
especialmente, extremada discreción. De este abanico de requisitos,
el único que le obsesionaba era el de la salud. A pesar de su
excelente memoria no conseguía recordar un solo día en el que
hubieran dormido más de cinco horas. Pero se debían a su admirado
Pontífice y al juramento de fidelidad otorgado en presencia del
gélido y exigente Siwiz.
Bien. Lo tendría en cuenta. Y se ocuparía de sor Eliza en el
momento oportuno. Ahora mandaba su segundo amo: el reloj. Y, dando
media vuelta, fue a reunirse con la inquieta hermana Fe. Mientras
permaneciera como gobernanta de aquella tercera planta, los
sentimientos personales debían ocupar un remoto puesto en el
escalafón de prioridades. Ella no era sor Vincenza ni aquél, su
apuesto Papa polaco, un Albino Lucíani que admitiera la menor
debilidad en sus ayudantes y subordinados…
Sor Fe, calculadora, optó por no atizar el fuego. Si entre
los pensamientos de la superiora anidaba ya una nueva e inminente
amonestación, lo más sensato era esperar y
resignarse.
Sor Juana palpó el manojo de llaves. La escasa iluminación
del corredor, pésimamente servida por los ambarinos pilotos
alojados en los rodapiés, no restó eficacia a sus rutinarios
movimientos. La cerradura giró y la negra y pesada hoja de roble
fue empujada con suavidad. Y la mano de la superiora tanteó a su
izquierda, rozando con las yemas el fino dorado que empapelaba la
estancia. Una vez iluminada, y de acuerdo con su costumbre,
permaneció bajo el dintel, absorbiendo en un golpe de vista la
totalidad de la cámara. Vigiló los pasos de su compañera y la
delicada colocación de la canastilla de rosas en el centro de la
gran mesa que justificaba la sala. A continuación, acechante, fue
explorando la ubicación de la docena de cuadros, de las nueve
sillas, del aparador, del equipo de música, de las cinco pequeñas
estatuas de madera, de la alfombra afgana y de sus hipotéticas
arrugas. Por último, con singular celo, fue a enfrascarse en el
repaso visual de cada centímetro cuadrado del sillón del
Papa.
A qué negarlo. Aquélla era una de las muchas y admirables
cualidades de la madre superiora. Ni sor Fe ni el resto de las
hermanas habían logrado averiguar jamás cómo se las ingeniaba para
detectar la más venial de las anomalías… y sin moverse de las
dichosas puertas.
El caso es que el seco chasquido de los dedos de sor Juana
significaba la localización de un fallo. Y sor Fe, como un
autómata, siguió la dirección marcada por los ojos de la superiora.
Rodeó el nevado mantel de lino y, como un radar, los lentes
apuntaron hacia el terciopelo "burdeos" del asiento papal. Allí
estaba el pecado. Al inclinarse para depositar las flores, uno de
los pétalos se había desgajado, cayendo sobre la augusta
silla.
Encendida como una amapola, guardó la blanca hoja y,
mecánicamente, evitando el gris-acero de la mirada de sor Juana,
tanteó algunos de los levantiscos capullos. Y satisfecha maldibujó
una sonrisa exculpatoria. Pero la siguiente orden estaba ya trazada
en el impenetrable rostro de la superiora. Y alzando la poderosa
mandíbula señaló la ventana.
Segundos después, por la entreabierta doble cristalera,
penetró la fresca brisa nocturna de una Roma en reposo. Y sor Fe,
de puntillas sobre las negras zapatillas de fieltro, se dejó
acariciar por el silencio. Como cada madrugada, la Ciudad Leonina y
la vía de Porta Angélica aparecían desiertas. Y estirando el cuello
trató de descubrir el pequeño furgón azul que la policía
estacionaba regularmente frente a la Puerta de Santa Ana. Pero el
peso de los inquisidores ojos de sor Juana sobre su nuca le obligó
a desistir.
Era matemático. A la misma hora y en el mismo lugar, al
doblar la esquina y avanzar por el corredor que se abre paso entre
las habitaciones del sector sur, sor Fe se veía asaltada por estos,
quizá, poco caritativos pensamientos. Y también era cierto que tan
incómodas reflexiones no florecían más allá de veinte o treinta
segundos. Es decir, durante el tiempo consumido en el breve
trayecto entre el refectorio y la capilla.
Y sor Juana, obsesiva, consultó de nuevo la fosforescencia de
su reloj de pulsera. Estaban en el límite. Sí actuaban con
diligencia, y contando, obviamente, con la benevolencia divina, una
vez consumadas las postreras incursiones a los salones y al
gabinete privado, quizá pudieran arañar unos minutos. Lo suficiente
para plegar los delantales, cepillar los hábitos, vigilar las tocas
y reponer una gota de esencia de espliego tras las orejas. Aunque
el servicio del desayuno obligaba a la reverenda madre a retirarse
poco antes de la bendición final, por nada de este mundo hubiera
renunciado a la diaria y secreta vanagloria de rezar, cantar y
comulgar junto al Santo Padre. La misa de siete, al menos para
ella, era mucho más que un sagrado acto de comunicación con Dios.
Allí, entre la treintena de invitados que difícilmente se repetía,
a cinco metros del sillón y reclinatorio papales, sor Juana se
transfiguraba. Aquellos cuarenta copiosos minutos, en los que sus
ojos y corazón se llenaban con la gallarda y segura figura de Su
Santidad, compensaban con creces el claroscuro de su permanente
servidumbre. Y desde su discreto pero excelente puesto de guardia
-siempre en el umbral-, desplegaba, además, la red de su
insobornable mirada, reteniendo y procesando hasta el más mínimo
detalle. Nada burlaba su singular y temida habilidad. El pulcro
planchado de la blanca sotana de seda del Pontífice, la plateada
blancura del solideo, la milimétrica exactitud en el tamaño de las
velas o el azul cristalino de las vidrieras, entre la constelación
de formas, luces, silencios y ademanes que sólo ella percibía, eran
chequeados sin interrupción, al tiempo que su audaz voz se
emparejaba en los cánticos con la del celebrante. Pero todo esto
formaba parte de la última e inexpugnable ciudadela de su
alma.
Y sor Fe, fiel a las ordenanzas, aguardó a que la superiora
hiciera girar la cerradura que liberaba la doble puerta. Y como
cada madrugada, aguzó el oído, esperando reconocer los lejanos,
intermitentes e inconfundibles ronquidos del padre Siwiz. Aquel
estratégico dormitorio -al fondo del pasillo- constituía un
irritante enigma para su indomable curiosidad. En especial, desde
aquella mañana en que, en compañía de sor Eliza, mientras
trasteaban en el aseo y ventilación de la modesta cámara, fue a
descubrir entre las sábanas unos aparatosos goterones de sangre.
¿Es que el primer secretario dormía con cilicio? La verdad es que
de aquel hombre de cuarenta y siete años, permanentemente
despeinado, siempre esquivo y cuyas manos le recordaban el
pedernal, podía esperar cualquier cosa. Sinceramente, no le
gustaba. Y no era la única en experimentar aquel rechazo casi
natural. Sus casi treinta años de servicio, confidencias y lealtad
al que hoy portaba el sello del Pescador, le habían convertido en
un desagradable y, a veces, odiado filtro que no respetaba cargos,
sentimientos ni prioridades. Su voz atiplada no admitía reparos ni
segundas consideraciones. Su dudosa humanidad iba siempre por
delante, tallada en hielo en unos ojos grotescamente redondos y
desproporcionados que muy pocos habían visto pestañear. Nadie sabe
si por iniciativa propia o por encargo, su raída sotana, sus
chirriantes zapatones y la caja de huesos que Dios le había dado
por soporte físico eran frecuentemente sorprendidos en los rincones
más insospechados y a las horas más intempestivas. En plena noche
se le veía deambular y esconderse entre la columnata de Bernini,
quién sabe si espiando a las patrullas de vigilancia. Y otro tanto
ocurría en los muy nobles despachos de la Secretaría de Estado y en
la planta superior, en los dominios de sor Juana. Al filo de las
cuatro, recién levantadas, las religiosas habían reparado más de
una vez en una siniestra y escurridiza sombra que escapaba de la
cocina o que se deslizaba por los corredores, desapareciendo hábil
y veloz por cualquiera de las treinta y ocho puertas de los
apartamentos papales, antes de que pudieran llegar a ella. En
varias oportunidades, la pareja de seguridad que monta guardia en
el segundo piso, cubriendo las escaleras y el ascensor privado del
Papa, había tenido que padecer los improperios y amenazas de Siwiz,
al ser descubierta por el sibilino polaco en uno de los esporádicos
sueñecitos que, hasta cierto punto, eran normales en las apacibles
y aburridas noches del Palacio Apostólico. Los veinticinco
italianos que velan por la integridad física del Pontífice y que se
turnan las veinticuatro horas en la custodia de dicha segunda
planta, de los accesos a la tercera y, en fin, de la totalidad de
los movimientos del Santo Padre -a excepción de los mencionados
aposentos privados, en los que no pueden irrumpir salvo casos muy
graves y específicos-, no acertaban a comprender la hiriente
desconfianza del caja de huesos. A petición del propio Papa, el
general Chiesa, jefe de la lucha antiterrorista en Italia, los
había reclutado de entre los mejores, formando un cuerpo de elite:
el S.S.S.S. o Servicio Secreto de Su Santidad. Hablaban varios
idiomas. Muchos de ellos eran licenciados por las más prestigiosas
universidades europeas y norteamericanas. Como tiradores selectos,
podían alcanzar un blanco con los ojos vendados y guiándose por el
crujido de los zapatos. A pesar de sus impecables modales y de la
esmerada apariencia de sus ternos azules, hubieran inmovilizado a
un sospechoso en cinco segundos o detectado un arma bajo la ropa
por el simple estudio de las arrugas.
Definitivamente, sor Fe no comprendía por qué muchas de las
decisiones del Vicario de Cristo en la Tierra se veían tamizadas
por un individuo que rehuía el diálogo, que jamás sostenía la
mirada de su interlocutor y a quien, para colmo, le sudaban las
manos. Pero el Santo Padre le llamaba hijo…
Y sor Juana, disfrutando del cotidiano ritual, empujó la
doble puerta con las puntas de sus diez dedos. Y ante la resignada
quietud de sor Fe dejó que los solemnes labrados en bronce de
Manfrini se abrieran de par en par.
Así, de pronto, creyó intuir la razón de tan desacostumbrado
desasosiego. Saltaba a la vista. Aquel inesperado amarillo sobre el
altar era algo inconcebible en el espartano orden de tan santa
casa. Y confusa, buscó en la memoria.
Pero la modesta luz no encajaba en sus recuerdos. No hacía ni
cinco horas que ella misma había sofocado los seis cirios que
escoltan el aagrario. Vencida la medianoche, concluida la última y
rutinaria inspección, la madre superiora -haciendo honor a su
merecida condición de gobernanta- había dado dos vueltas de llave,
clausurando la capilla.
Pero, entonces…
Sor Fe no tuvo tiempo de formularse la inevitable cuestión.
Fue sor Juana -imperativa y sin desviar la mirada del diezmado
cirio- quien demandó una pronta explicación. La religiosa,
perpleja, carraspeó, buscando un imposible auxilio en el reiterado
ajuste de los bailarines lentes.
¿Y de qué hubiera servido excusarse? Todo cantaba en su
contra. A no ser que…
Rechazó la idea. Aquél no era el estilo de Siwiz. Además, si
la capilla había permanecido cerrada, ¿por dónde…?
En su borrascoso cerebro amaneció una segunda y no menos
endeble teoría. Pero fue desterrada a idéntica velocidad. Aquello
era ridículo. Sólo una imaginación tan desbordada y mundana como la
suya podía concebir tamaño despropósito.
Para que el primer y aborrecido secretario hubiera tenido
acceso al interior -prendiendo así la solitaria vela- habría sido
preciso violar el descanso del Pontífice. Y por dos veces. Sólo a
través del regio dormitorio existía una discreta y camuflada
comunicación con el flanco derecho del ábside. Pero, como es
natural, sólo era utilizada por el Santo Padre.
Semejante desafuero -todos lo sabían- no se hallaba al
alcance ni tan siquiera del poderoso Siwiz.
Y más que verla, la adivinó caminando sobre las verdiblancas
losas de mármol, rumbo al altar. Creyó distinguir su cañaveral
figura esquivando por la izquierda el macizo y curvado sillón de
bronce que complementa el reclinatorio papal. Y al fin, merced al
tenue destello de la misteriosa vela, la negra lámina de la
superiora se hizo medianamente perceptible.
Salvó el escalón de veinte centímetros que divide
prácticamente la capilla y, con la misma decisión con la que había
arrancado de la puerta, fue derecha al encuentro del cirio. Y, por
espacio de escasos segundos, la enjuta monja y su altiva toca se
recortaron hieráticas contra el halo blancoamarillento. La
proximidad de sor Juana fue acusada por la lengua de fuego,
contoneándose. Y el pálpito de sor Fe arreció
inexplicablemente.
De pronto giró la cabeza, reclamada por algo existente a su
derecha. Y el breve perfil de la superiora quedó provisionalmente
dibujado sobre la luz. Y así permaneció durante uno o dos segundos.
Y sor Fe -acertadamente- imaginó que sus privilegiados ojos grises
acababan de detectar una segunda y desgraciada
anomalía.
A partir de esos instantes, todo se encadenó en un confuso
desorden.
Sor Juana rompió la inmovilidad y avanzó un par de pasos.
Pero, al rebasar el centro del tabernáculo, se detuvo. Inclinó el
tronco, como si tratara de cerciorarse, y, acto seguido, ante la
perplejidad de la vigilante hermana Fe, saltó hacia atrás
golpeándose los riñones con el ara. Parecía como si alguien la
hubiera empujado violentamente. Por supuesto, tan enigmática
secuencia -impropia de la imperturbable religiosa- terminó de
desarmar los ya debilitados ánimos de sor Fe. Y el miedo a empeorar
las cosas la mantuvo en su sitio.
¿Un gemido? Sí, pudiera ser. Sor Juana abrió los brazos,
buscando apoyo en el filo del altar. Y sin dejar de emitir aquel
entrecortado y cavernoso sonido, fue deslizándose insegura hacia el
extremo en el que parpadeaba la nerviosa vela. Pero antes de llegar
a su altura rechazó el contacto con el mármol. Y cubriendo el
rostro con las manos se tambaleó. Al momento sor Fe volvió a
perderla en la oscuridad. Juraría que se había desplomado. Y un
sudor frío comenzó a destilar bajo la toca. Fue la señal. Y
obedeciendo al instinto se precipitó en auxilio de la
superiora.
Pero, cuando apenas había recorrido tres de los cinco metros
que la separaban del sillón curvado, un alarido la clavó al piso. Y
el pálpito se hizo fuego, abrasándole las
entrañas.
Aterrorizada, forcejeó con la negrura. Jamás había escuchado
un grito tan desgarrador. ¿Qué estaba pasando? ¿ Qué había sido de
sor Juana? Echó atrás las incorregibles gafas y, conteniendo la
respiración, ensayó a empinarse, sin saber muy bien hacia dónde
mirar. Pero el temblor de las piernas la obligó a
renunciar.
La capilla recuperó una aparente normalidad. Pero aquel
silencio… Y sor Fe, bañada en sudor, inspeccionó los difusos
perfiles. Su corazón, bombeando angustia y desconcierto, había
cambiado de emplazamiento. Ahora tronaba en la
garganta.
Exploró las blancas horizontalidades del altar, deteniéndose
en la amarilla verticalidad de la llama. Y en esa fugaz y tensa
espera volvió a percibir los ahogados gemidos. Partían del
tabernáculo o de algún lugar muy próximo. Pero la oscuridad y el
respaldo del sillón curvado habían amurallado la zona. Sólo tenía
una opción: desatornillar el miedo de sus pies y caminar, rodeando
el reclinatorio. Era menester salir de dudas y, sobre todo,
auxiliar a la desaparecida sor Juana.
Y las zapatillas, al fin, comenzaron a arrastrarse sobre las
losas. Pero un nuevo y sonoro lamento arruinó los últimos gramos de
valor. Y, paralizada, creyó distinguir una sombra. Había emergido
por detrás del reclinatorio. Y luchó por articular el nombre de la
superiora. Inútil. Los labios y la lengua -como estopa- no
respondieron. Y un escalofrío erizó sus cabellos.
Buscó retroceder. Pedir ayuda. Gritar. Imposible. El terror
la había desmembrado.
Y antes de que acertara a desmayarse, aquel bulto ganó altura
y, entre roncos gemidos, se abalanzó hacia ella.
Extendió las manos en un instintivo gesto de protección. Pero
el choque fue inevitable. Y la religiosa, materialmente arrollada
por un amasijo de hábitos y animalescos sonidos guturales, cayó de
espaldas, perdiendo en el lance la toca y las inestables gafas. Y
vientre, pecho y rostro se hundieron bajo unos pies descalzos que,
inmisericordes, frenéticos y poderosos, se alejaron a la
carrera.
Y el silencio -espeso como su mente- cayó de nuevo sobre la
capilla.
Un segundo después era apartada violentamente. Y la exhausta
religiosa se habría derrumbado, de no haber sido por la rápida y
feliz intervención de sor Juana y las restantes hermanas. La
superiora, sosteniéndola por la cintura, la arrastró hasta
acomodarla en una de las cuarenta y seis sillas que llenaban el
primer tercio de la capilla. Gabi rescató sus lentes y sor Eliza
acomodó como pudo el largo y negro velo de la toca. Pero la
normalización de la visión, lejos de serenar su espíritu, sólo vino
a sumar confusión a la confusión. La cocinera y la hermana ayudante
se precipitaron hacia el altar y la superiora, con el rostro pálido
y afilado como la proa de un navío, fue a hincarse de rodillas,
sepultando la cabeza en el regazo de la atónita sor Fe. Y durante
breves segundos la sintió estremecerse. Y el castigado corazón de
la religiosa sufrió un nuevo latigazo. Las manos de sor Juana,
agarrotadas entre su hábito, presentaban unas extrañas manchas
rojas. Y, abriendo los dedos sin contemplaciones, vino a confirmar
su primera impresión: sangre…
Y la aturdida sor Fe la vio distanciarse, uniéndose al grupo
que clamaba y gesticulaba junto al altar. Y aquel inicial pálpito
volvió a instalarse en las profundidades de su menuda humanidad,
obligándola a reunirse con sus trastornadas hermanas. Y lentamente,
midiendo cada paso, deseando no llegar, fue aproximándose a las
encorvadas espaldas de las tres religiosas.
Su primera ojeada por entre las convulsivas cabezas no sirvió
de mucho. Y lo que medio vio fue instantáneamente rechazado por su
cerebro. Era imposible. Se negaba a aceptarlo. Y víctima de su
innata ingenuidad, lo atribuyó a los malditos lentes. E inmóvil,
sin atreverse a bajar la vista, intentó rezar. Pero,
incomprensiblemente, no pudo despegar los labios. En su mente
seguía viva aquella imagen imposible: la parte inferior de una
sotana -no sabía si blanca o roja- y unas mangas negras
emborronando la escena. De lo que sí estaba segura es de que los
brazos pertenecían a Siwiz y a la superiora. Y apretando los
dientes y suplicando clemencia al Todopoderoso, se arrojó sobre los
hombros de la arrodillada Gabi, empujándola sin
miramientos.
¡Santísimo Padre!
La suplicante voz de sor Juana llegó trabajosamente hasta la
petrificada sor Fe. Y una segunda y tercera arcadas la
estremecieron como un muñeco. Pero la religiosa siguió recorriendo
aquel cuerpo derramado sobre el mármol. Reconoció la siempre
luminosa esclavina, ahora empapada en un rojo cereza. La sangre,
increíblemente, lo llenaba todo: cabeza, espalda, faja, sotana,
alfombra, losas y hasta el verdoso altorrelieve grabado en el
frontis del reclinatorio. El anciano Pontífice yacía boca abajo,
con la mejilla derecha en contacto con el pie semicircular del
reclinatorio de bronce.
Siwiz retiró los dedos índice y medio del cuello del Papa. Y
fijando sus ojos en los de la superiora, negó con la cabeza. La
carótida no respondió y las arcadas, incontenibles, doblaron la
frágil silueta de sor Fe. Y los vómitos se precipitaron sobre los
charolados zapatos del inerte Papa.
Juana de los Ángeles, arrodillada frente al ensangrentado
rostro de su amado Pontífice, luchaba por comprender. Ella lo había
encontrado en la penumbra del altar. Poco faltó para que tropezara
con él. En su desesperación llegó a tomar la cabeza, agitándola e
imaginando otro de aquellos periódicos y preocupantes
desvanecimientos. Pero, al contacto con la sangre, creyó
enloquecer. Y ciega y desbordada buscó la ayuda de Siwiz,
arrancándolo de la cama. Todo había sido tan rápido y absurdo… Y
ahora, impotente, se hallaba junto a los ojos vidriosos y
extrañamente espantados de un hombre al que consideraba poco menos
que inmortal.
–Sor Juana…
La voz del primer secretario -apenas un hilo- le devolvió a
la realidad. La habitual dureza de sus labios en herradura,
fugazmente amortiguada por la sorpresa, volvió a esculpirse en el
rostro de Siwiz. Y sin apartar la mirada del montañoso coágulo que
cruzaba la frente de su padre y señor ordenó con
frialdad:
–Avise a Seguridad.
Y ambos se alzaron. Siwiz sin esfuerzo. La superiora,
tambaleante, como si le arrancaran las entrañas.
Y tras un instante de duda, con el mentón clavado sobre el
abierto e imberbe pecho, la mano del primer secretario apuntó hacia
la doble puerta, cursando una segunda e inapelable
orden:
–Salgan todas.
Las religiosas, en pie, se miraron sin comprender. Y sor
Gabriela, buscando los ojos de la superiora, avanzó un corto paso,
haciendo ademán de intervenir. Pero sor Juana, llevando su dedo
índice a los labios, dio por buena la disposición.
En mitad del oscuro corredor, con la veintena de tintineantes
llaves entre sus dedos, el primer secretario volvió a dudar. Pero
terminó por decidirse por el despacho más cercano: el gabinete
privado de Su Santidad.
Y, esquivando las tres sillas de cuero negro que rodeaban aún
la abarrotada mesa, tomó asiento frente a los teléfonos. El elenco
editado por el Governatorato seguía al pie del pequeño cuadro de la
Virgen Guadalupana. Hojeó nerviosamente las páginas enmarcadas en
azul y buscó la extensión del secretario de
Estado.
Al tercer toque, una voz distorsionada, bruscamente
arrebatada del sueño, le obligó a excusarse. Y añadió sin
rodeos:
–Eminencia. Suba inmediatamente…
Monseñor Angelo Rodano consultó su reloj. Entre las brumas de
su adormilada mente creyó reconocer el agudo timbre de Siwiz. Y
molesto, sospechando una imperdonable confusión, exigió que se
identificara.
–Eminencia, por el amor de Dios. – El polaco obvió el
requerimiento. Y endureciendo el tono, entre tartamudeos, obligó al
monseñor a despegar el teléfono de la oreja-. El Santo Padre… ¡Oh
Dios!, eminencia, ha sido encontrado en la
capilla…
Rodano tiró de su pesada humanidad. Se sentó en la cama,
prendió las luces y buscó las gafas. La excitación de Siwiz terminó
de despertarle. Y su certero olfato de hijo de campesinos abrevió
la secuencia.
–¿Otro desmayo?
–No, eminencia. Hay sangre por todas partes.
–Pero… Siwiz enmudeció.
–¿Muerto?
Aquel segundo silencio del fiel hombre de confianza resultó
elocuente. Y atropellado por sus propias ideas, Siwiz
balbuceó:
–No puedo asegurarlo… Entiendo que sí… No comprendo… Por
favor, suba…
Tentado estuvo de colgar y precipitarse escaleras arriba. Su
dormitorio, en la segunda planta, se hallaba a un par de minutos de
los aposentos papales. Pero, tratando de controlar al imprevisible
primer secretario, eligió sujetarlo al teléfono.
–¿Quién más está al corriente?
–Las monjas… Ellas lo descubrieron. Y ahora, supongo, la
Seguridad.
Angelo masculló su desagrado, reforzando el acento piamontés.
Pero, recuperando el timón, fue breve y rotundo:
–Llame a los médicos. Primero a Itenozzu. Yo me encargo del
camarlengo… Y por favor, que nadie toque nada. ¿Lo ha
entendido?
Pero sus enfermizos pensamientos y el destartalado caminar se
vieron bruscamente interrumpidos. Y, observando la escena con
desconfianza, trató de adivinar el motivo de aquella agitación
entre las religiosas y los dos italianos que, en teoría, velaban
por la seguridad del Pontífice. Uno de los agentes, haciendo caso
omiso de las protestas de las monjas, trataba de desbloquear la
doble puerta de la capilla, lanzando sucesivos e impetuosos embates
con el hombro.
Al reconocerlo en el fondo del pasillo, sor Juana corrió a su
encuentro.
–¡Padre, quieren derribarla!
Siwiz no respondió. Esquivó a la superiora y, babeando, se
precipitó con los puños en alto hacia la torre humana que pujaba
por entrar. En su enloquecida carrera topó con sor Gabriela y,
desequilibrado, fue a rodar hasta los pies del segundo hombre de
azul. Una décima de segundo después, al revolverse, el primer
secretario experimentó la redonda frialdad de un cañón entre sus
pobladas cejas.
Y el agente que empuñaba la Beretta 92-SB-F escrutó los
voluminosos y encendidos ojos de Siwiz. Pero la voz de su
compañero, que había renunciado a la demolición de la puerta, le
hizo enfundar el arma.
–¡Quieto!… Y usted, padre Siwiz,
tranquilícese.
Sor Juana acudió en ayuda del sacerdote. Pero fue
rechazada.
–Y ahora, por favor…, abra la puerta.
El primer secretario comprendió que no tenía
elección.
Y el primer secretario alcanzó a los agentes cuando uno de
ellos, inclinado sobre el cuerpo, palpaba por detrás de la oreja
izquierda, tratando de confirmar lo que parecía evidente. La
exploración fue breve. Tomó aire. Se enderezó y cruzó una
significativa mirada con su compañero. Extrajo un pañuelo del
bolsillo derecho del pantalón y, enjugando el sudor, resopló como
un búfalo acorralado. Movió la cabeza negativamente y con un mal
disimulado desaliento pidió al que había encañonado a Siwiz que
telefoneara al comandante.
El de la pistola obedeció en silencio. Aunque su faz
presentaba una llamativa palidez, aquel horror no parecía haberle
afectado. Sencillamente, ante unos hechos consumados, se había
limitado a poner en marcha la maquinaria de su profesionalidad.
Estudió el cadáver y su entorno, partiendo de lo general para,
seguidamente, entrar en lo particular. Y en segundos, las
evidencias fueron conformando una primera y provisional hipótesis.
La posición del cuerpo, de la cabeza y de los brazos era elocuente.
Quizá el anciano y castigado Pontífice había resbalado o sufrido
otro desmayo cuando se dirigía al reclinatorio, estrellándose
contra la sólida y artística pieza de bronce. La caída tenía que
haberse registrado a un metro -quizá menos- del peldaño que daba
altura al altar. El vientre y las piernas se hallaban en dicha
zona. En cuanto a la profunda herida en la frente y la propia
disposición de la cabeza, sobre el pie semicircular del
reclinatorio, encajaban con su teoría del lamentable accidente. La
escandalosa mancha de sangre en la emplumada pata derecha del
águila que adornaba el curvado frontis del citado reclinatorio
hablaba por sí sola. Aquél, a primera vista, parecía el punto de
impacto. Un choque tan brutal que había proyectado la sangre en
forma de estrella, alcanzando la casi totalidad del sinuoso relieve
metálico. Las grandes alas desplegadas, el largo y curvado cuello,
la cabeza y el pico, el pecho y las patas de la simbólica ave se
hallaban teñidos por aquel espectacular goteo. Incluso los dos
polluelos labrados al pie de la protectora y solícita madre
acusaban el chorreo sanguinolento.
La muerte -pensó- debió de ser instantánea. Pero, por el
momento, estas apreciaciones quedaron en su fuero interno.
Conociendo como conocía el intrincado y pantanoso proceder de la
cúpula vaticana, lo más probable es que el óbito y sus
circunstancias fueran drásticas y velozmente explicados, evitando a
toda costa una investigación en regla. ¿Qué otra cosa podía
esperarse ante el enojoso precedente que rodeó la muerte de su
antecesor, el Papa Luciani?
Y, asqueado, giró sobre los talones, apresurándose a
comunicar la noticia. No hacía falta mucha imaginación para intuir
el despertar de Camilo Chíniv, su comandante y jefe de los
Servicios de Seguridad del Vaticano. Y una vez más maldijo su
aciaga estrella…
–Padre, ¿qué pretende? ¿Es que ha olvidado mis
órdenes?
Los minúsculos labios del sacerdote acentuaron su curvatura.
Nadie supo si contraídos por el dolor o por la frustración. Y antes
de elevarse hacia las cuadradas y deportivas gafas que aguardaban
una respuesta, sus cenicientas papilas se detuvieron en la dorada
cruz cardenalicia de doce centímetros que destellaba sobre la negra
sotana. Y, en su ralentizada ascensión hacia el final de aquella
jadeante mole de 1,85 metros, reparó igualmente en los tres botones
rojos y en el pulcro alzacuellos que ceñía el inconfundible
morrillo de toro del secretario de Estado.
En realidad, monseñor Rodano no esperaba ni necesitaba una
explicación. Hacía años que conocía y padecía el rebelde látigo que
se agitaba en aquellos ojos. E, intuyendo alguna secreta e
irreparable maquinación del primer secretario, se había lanzado de
la cama y, a medio vestir, sin afeitar pero cuidando de portar el
solideo escarlata de seda jaspeada y la cruz con las seis
incrustaciones de aguamarina, salvó de dos en dos los veinte
escalones que le separaban de la tercera y noble
planta.
–Retírese…, por favor.
A sus sesenta y siete años, a pesar de la cuadrada fortaleza
-más propia de un ring que de un diplomático al servicio del
Espíritu-, aquella febril carrera hasta la capilla y el momentáneo
uso de la coacción física mermaron notablemente las siempre
generosas reservas de paciencia de Angelo Rodano. Y su voz,
habitualmente reposada, profunda y varonil, necesitó tiempo,
esfuerzo y concentración para recuperar el latido
propio.
Y dirigiéndose a las descompuestas monjas les hizo ver que
también ellas debían seguir los pasos de Siwiz. Pero, rectificando
sobre la marcha, suplicó a la superiora que se quedase. Sor Juana
cuchicheó brevemente al oído de Gabi. Acto seguido, mientras las
cabizbajas religiosas cargaban de nuevo los enseres, retirándose,
cruzó las manos sobre el vientre, dispuesta a obedecer. Pero el
piamontés pareció olvidarse de sus últimas palabras, de la madre
superiora y de cuanto le rodeaba. Y situándose en el filo de la
enrojecida alfombra persa sobre la que yacían los brazos y el
tronco del Santo Padre, cuidando de no pisar la inmóvil marca de
sangre, permaneció estático, con la cabeza humillada, las manos
desmayadas a lo largo de la campanuda sotana y sus atractivos ojos
velados por una infinita piedad. Y, por primera vez en aquella
infausta madrugada, alguien se acordó del alma de aquel infeliz. Y,
dejándose caer lenta y reverencialmente, fue doblando las rodillas
hasta ocupar el lugar en el que había sorprendido a Siwiz. juntó
sus manos de leñador, las elevó hasta presionar la punta de la
nariz y, cerrando los ojos, se aisló en una prolongada e intensa
oración.
Sor Juana, contagiada, imitó al monseñor. Y sus rasgados ojos
grises no tardaron en cargarse de lágrimas. Sólo el hombre del
traje azul permaneció de pie, inquieto y sin atreverse a deshojar
con sus impacientes pasos aquellos momentos de respetuoso
silencio.
Y, reparando en los entrelazados dedos de la superiora, optó
por ajustarse a lo concebido poco antes, cuando rogó a sor Juana
que permaneciera junto a él. Nada más lejos de su jesuítica mente
que abrir una investigación en tan delicados momentos. Pero sí
necesitaba información. Y, aproximándose a la religiosa, la invitó
a alzarse. Y tomándola del brazo, alejándose discretamente hacia la
doble puerta, la invitó a que reconstruyera el cuándo, el dónde y
el cómo del macabro hallazgo. Y sor Juana, sofocadamente, con la
voz rota, dio comienzo al relato, simplificando las primeras
inspecciones en la cocina y en el refectorio.
–¿Y dice usted que abrió la capilla a las cuatro y cuarenta y
cinco?
La militar sumisión de aquella polaca hacia el reloj era un
secreto a voces en todo el Palacio Apostólico. Así que no dudó de
su precisión.
–¿En qué momento fue cerrada?
La superiora frunció el ceño. La pregunta estaba de más.
Rodano era testigo de excepción de su puntillosa y severísima
puntualidad. Y replicó molesta:
–A las doce de la noche. Su eminencia lo sabe
bien…
Y, rebozando las palabras en una justificada actitud,
remachó:
–Yo misma, como siempre, di las dos vueltas de
llave.
–Sí, comprendo… Disculpe.
El secretario de Estado encajó el desplante al viejo estilo
curial -sin trasparentar emoción alguna- y prosiguió con lo que en
verdad le interesaba: el minucioso análisis de las aclaraciones de
la testigo.
Conforme la escuchaba, un súbito detalle -en el que no había
reparado hasta esos instantes- fue polarizando sus pensamientos. No
terminaba de entender por qué, pero la imagen del cuerpo del Papa,
con la habitual ropa de calle, había hecho saltar sus alarmas
interiores. Algo no encajaba. Él, al menos, como buen conocedor de
las costumbres domésticas del Pontífice, no termina de explicarse
tan inusual indumentaria para una supuesta visita nocturna a la
capilla. Tenía puntual conocimiento de dichas y asiduas visitas. En
este, como en otros aspectos, su especial servicio de información
le mantenía al corriente de la más mínima alteración detectada en
la teóricamente inviolable tercera planta. En el Vaticano, como en
cualquier otro centro de poder, casi todas las lealtades, como el
mercurio, eran sensibles al calor del dinero.
Y sabía igualmente que en aquellas críticas semanas las
audiencias del Santo Padre con Dios se habían multiplicado. Rara
era la noche que no abandonaba su grueso colchón de lana para
refugiarse en el reclinatorio o gemir lastimeramente al pie del
altar, casi siempre postrado, tembloroso y
gesticulante.
No importaba que la doble puerta estuviera cerrada. Su
eminencia estaba al tanto de la existencia del secreto acceso
practicado en el ábside. Él mismo lo había inspeccionado en
repetidas oportunidades, durante las largas ausencias del viajero
Papa. Y su informador -tajante- aseguraba que tales ingresos
nocturnos a la capilla difícilmente se producían con sotana de
lino, incómoda faja de seda y zapatos de batalla. Lo normal es que
cubriera el pijama con uno de sus apreciados batines y calzara las
sencillas zapatillas a juego. Era así, justarnente, como se sentía
más cómodo.
Pero, admitiendo que podía estar equivocado, eclipsó
temporalmente sus lucubraciones. Y repasando en voz alta la
atropellada y postrera descripción de sor Juana,
matizó:
–Entonces usted encontró el cuerpo a las cuatro y
cincuenta.
La monja, tensa y a la expectativa, se limitó a
asentir.
–¿Está segura de que la posición del Santo Padre era la
misma?
Confusa, dudó:
–Seguramente…
El rostro del secretario, cristalizado, exigió
precisión.
–Sí -remachó la gobernanta-, así fue como lo descubrí, con
medio cuerpo sobre el piso del altar, la cintura en el filo del
escalón y la cabeza en el pie del reclinatorio.
–Pero usted dice que lo tomó por los hombros y trató de
reanimarlo…
–Sí… y no.
A pesar de su fluido italiano no captó la refinada sutileza
del monseñor.
–No pude moverlo. Pesaba demasiado. Entonces me limité a
tantear la cara. La sentí húmeda y, cómo le diría…
El gris de sus ojos se apagó. Inspiró y, reagrupando las
fuerzas, concluyó:
–Sucia quizá. Un sucio anormal. Grumoso. Y muy asustada
zarandeé su cabeza.
–¿Por qué?
–Lo interpreté como otro de sus desmayos. Usted sabe… Quise
despabilarle.
Y Rodano, incombustible, repitió la carga:
–Es decir, no lo movió…
Sor Juana, aunque tarde, comprendió la retorcida naturaleza
de su insistencia. Y por toda respuesta sostuvo la mirada,
desafiante. Pero su interlocutor había descendido a las
profundidades de sí mismo. Seguía allí y la observaba. Su mente,
sin embargo, corría por el laberinto de la memoria, a la caza de
los recuerdos de la noche anterior. Tenía que estar en alguna
parte. Tenía que hallar el fragmento que justificase por qué el
Santo Padre no había cambiado sus ropas.
Y, retrocediendo, reconstruyó el perfil de su última
entrevista con el Pontífice. Poco antes de la cena, Siwiz,
cumpliendo el mandato de su jefe, le convocó al gabinete privado.
Allí, a las 21 horas, fue a reunirse con Sebastiano Bangio, el
camarlengo. La reunión, que se alargaría hasta las 22.30, le crispó
los nervios. E, impotente, tuvo que asistir al agrio y lamentable
forcejeo dialéctico entre un Papa obstinado y un Bangio colérico y
amenazador. Y, como era de esperar, el impulsivo camarlengo puso
fin a sus diatribas y exigencias con el estilo que le
caracterizaba: dando un portazo.
Ahí se diluía la información de Angelo Rodano. A las 22.45,
fiel a su costumbre, el Papa se encerró en la capilla, finalizando
la jornada de trabajo. Al despedirse en el corredor, sus ojos
azules llameaban. Era el presagio de la inminente ejecución de unos
deseos a los que Bangio y él mismo se oponían. Unas órdenes -más
que deseos- de imprevisibles derivaciones para el mundo occidental…
En cierto modo comulgaba con el desairado camarlengo, aunque
detestaba sus primitivas formas.
A las 23 horas, el testarudo polaco conversó brevemente con
el primer secretario, recluyéndose en su alcoba. Si sus noticias
eran fidedignas, a partir de ese momento nadie volvió a verle. Los
hechos, por tanto, los que fueran, habían sido escritos entre las
12 y las 04.50.
Por mera deducción, Rodano se inclinó a creer que el Papa no
llegó a desnudarse. Víctima, sin duda, de la tensión acumulada en
la mencionada y secreta reunión, cabía la posibilidad de que
hubiera buscado serenar su apaleado espíritu en los espartanos
muros del dormitorio. Al no lograrlo, en una reacción muy a tono
con su visceral devoción mariana, pudo penetrar de nuevo en el
oscuro templo, con el propósito de encomendarse a su inseparable
Czestocowa.
¿Fue entonces cuando perdió la conciencia, precipitándose
contra el bronce? ¿0 debía inclinarse por un desafortunado resbalón
o tropiezo, con similares consecuencias? Naturalmente, esta
hipótesis admitía otra variante: que el Pontífice sí hubiera
cambiado sus ropas. Incluso que llegara a meterse en la cama. Pero,
en dicho supuesto, ¿cómo explicar la indumentaria con la que había
sido encontrado? La única respuesta coherente le forzaba a admitir
que -quizá por causa del insomnio- terminó por huir del lecho y,
avanzada la madrugada, optó por vestirse, adelantando su primera y
tradicional "audiencia" con el Santísimo, prevista para las 6. ¿o
debía pensar mejor en la repetición de una de sus crisis
emocionales?
Pero, inesperadamente, en el recuerdo del monseñor
campanillearon dos palabras. Desbordado por los acontecimientos
casi las había perdido en la tormenta de arena que azotaba su
cerebro.
¿Oscura capilla?
Al parecer estaba equivocado. Sor Juana -aunque de pasada-
acababa de referir un pequeño y, aparentemente, insustancial suceso
que le forzó a reflexionar: el hallazgo de un cirio
encendido.
Y, contrariado por su torpeza, fue a despegarse del mutismo
en el que había larvado pensamientos y conjeturas, interrogando a
la superiora acerca de la misteriosa e intrigante
llama.
–Poco puedo añadir, eminencia…
Y punto por punto repitió lo que sabía. Pero el dilema, lejos
de amansarse, cobró alas, ensombreciendo el ya cargado ánimo de
Rodano.
Si las cuidadosas monjas habían apagado los seis cirios del
altar y el secretario no desconfió de la palabra de la religiosa,
¿quién era el responsable del encendido? ¿El propio
Papa?
La monja, resuelta, rechazó la lógica
sugerencia:
–Jamás lo hacía. A Su Santidad le gustaba orar a
oscuras.
–Pero entonces…
Y respetuosos, sabedores de que aquel prelado que les cerraba
el paso era, ante todo, el vicepontífice, sujetaron en corto la
ansiedad. Camilo, previsor, se desabrochó la americana. El doctor,
menos entrenado, cambió nerviosamente de mano el pequeño estuche de
urgencias.
Al fin, la recompuesta voz de Rodano -navegando de uno a otro
con una suavidad que los tonificó- anunció:
–Señores, ahora somos nosotros los que necesitamos de la paz
y de la cordura…
Y, haciéndose a un lado, les franqueó la
entrada.
Chíniv, seguido del agente que le había puesto al corriente,
fue derecho al encuentro del policía que vigilaba desde el extremo
izquierdo del altar.
Itenozzu titubeó. Se detuvo entre las filas de sillas y
asentó las gafas. Y al descubrir en el suelo la manga izquierda del
Pontífice modificó el rumbo, encaminándose hacia el flanco derecho
del sillón curvado.
Los otros dos hombres de azul echaron las manos a la espalda.
Abrieron las piernas y tomaron posiciones frente a los dinteles,
cubriendo la doble puerta. La consigna era terminante: prohibido el
acceso hasta nueva orden.
Y el secretario de Estado, asegurándose de no ser oído por
los acechantes agentes, se inclinó hacia la toca de la superiora,
musitando unas palabras. Sor Juana entendió. Y, aceptando la
complicidad del monseñor, desapareció por el corredor, en dirección
al dormitorio papal.
Angelo consultó su reloj. Las cinco y media. Y, bramando para
sus adentros ante la tardanza del cardenal camarlengo, fue a
reunirse con Chíniv y los demás. Minutos después agradecería a la
Providencia el retraso de Bangio.
La cremallera del avejentado estuche color azabache
interrumpió el siseo del comandante con sus hombres. Y todos,
incluyendo a Rodano, desviaron las miradas hacia el arrodillado y
trémulo médico. Chínív le compadeció. Pablo VI, Juan Pablo I y
ahora el polaco… También era mala suerte. A todos se había visto
obligado a auscultar…, después de muertos.
El de la Beretta y el que había bregado con la puerta
coincidieron en un mismo pensamiento: en lo inútil de la operación
que estaban a punto de presenciar. En su opinión, la certificación
del óbito sobraba. Eran las circunstancias que lo rodeaban las que
clamaban atención. Pero ellos sólo eran funcionarios al servicio de
la maquinaria vaticana. Unos engranajes que raras veces giraban de
acuerdo con el sentir del común de los mortales a quienes decían
apacentar.
En cuanto al piamontés, inmóvil a los pies del cadáver, se
contentó con esperar. Sus largos años en las trincheras de la
diplomacia de la Santa Sede le habían enseñado a pronunciarse
siempre en último lugar. Observaría. Escucharía las impresiones de
Chíniv y de Itenozzu y acto seguido -quién sabe- haría o dejaría
hacer. Y en lo más íntimo deseó que todos se mostraran unánimes. Y
que aquel amargo cáliz pasara cuanto antes. Sería suficiente con el
veredicto de muerte accidental.
Le vio hundir los dedos en la muñeca izquierda. No había
pulso. Y el comandante dejó que Renato se ajustara el estetoscopio.
Y sus oscuros ojos se movieron felinamente, saltando de la primera
auscultación, en el cuello, a la segunda, por debajo del omóplato
izquierdo. Después, mecánicamente, su interés se trasladó al
absorto rostro del médico. Itenozzu no alzó la vista. Tampoco era
necesario. Chíniv sabía que, de haber detectado algún signo de
vida, el estetoscopio habría saltado de los oídos del galeno. Y
consumido el primer y embarazoso minuto, el jefe de Seguridad alisó
con ambas manos su plateada cabellera. Era su turno. Y, fieles a
las instrucciones recibidas, sus dos hombres se movilizaron con
exquisita lentitud. El de la pistola se ocupó de la inspección
ocular del área del altar. El segundo, del fondo de la capilla.
Camilo, por su parte, sintiendo el peso de la discreta pero certera
mirada del prelado, dio unos tímidos pasos. Descendió el escalón y,
como distraído, comenzó a rodear la alfombra de 2 por 1,80, sobre
la que se asentaban reclinatorio y sillón.
¿Qué debían hallar? Como buenos profesionales, ni siquiera se
habían formulado la pregunta. Posiblemente nada. A Chíniv, con dos
ojeadas, le bastó para intuir que -esta vez- la causa de la muerte
no le produciría los quebraderos de cabeza del caso Luciani. Aun
así, al igual que sus hombres, se entregó.
Y se detuvo a cincuenta centímetros. Aunque su envidiada
memoria fotográfica acababa de procesarlo, quiso examinarlo de
cerca. Dobló la rodilla izquierda y se centró en la informe y
coagulada plasta que mancillaba el muslo y tarso derechos del
águila. Y, partiendo de esta mancha principal -metódico e
inexorable-, fue explorando la totalidad del artístico
altorrelieve. Sumó quince regueros largos, decenas de trayectorias
menores y un goteo perfectamente satelizado. La imagen global en el
frontis del reclinatorio no dejaba lugar a dudas. Sobre la
mencionada pata, a unos treinta y seis centímetros de la alfombra,
se había producido un único y violento impacto. Y, encadenando los
pensamientos, dejó que sus nervudas manos fueran a reposar sobre la
rodilla flexionada. E inmerso en la hipótesis de la caída hizo
resbalar su inteligencia por el bloque de bronce. Continuó por
encima del yaciente Papa y, al concluir en los zapatos, su
deformación profesional le dibujó la estampa del Pontífice, de pie,
de cara y perdiendo el equilibrio. La siguiente secuencia -tan
simple como la anterior- vino a fortalecer sus sospechas. Y vio el
momento del golpe y al Santo Padre, muerto en el acto,
desplomándose. La postura que presentaba el cuerpo -en decúbito
ventral-, con los brazos rodeando el pie semicircular del
reclinatorio, era elocuente. Tal y como le habían adelantado por
teléfono, las piezas parecían encajar por sí solas. Considerando el
peso, una mínima velocidad de desplazamiento, la distancia desde el
punto en que tuvo lugar la desafortunada pérdida de equilibrio y la
naturaleza metálica del objeto con el que fue a estrellarse, el
hundimiento de la zona frontal media y sus fatales consecuencias se
presentaron ante Chíniv como lógicamente
inevitables.
Y el comandante -abandonando la invisible arquitectura de las
hipótesis- fue mágicamente atraído por el tenso y expectante
Rodano. Y aunque la muda comunicación fue excelente, ni uno ni otro
cayó en la tentación de manifestarse. El secretario de Estado
continuó montado en el carro de la espera, intentando descifrar los
jeroglíficos dibujados por los tubos de goma en cada premiosa
auscultación. Chíniv, nuevamente de pie, fue reclamado en silencio
por el agente que merodeaba por el altar, medio oculto por las
espaldas del prelado. Y las agresivas y luciferinas cejas del jefe
de Seguridad cobraron vida. Pero, al instante, ceño y pulsaciones
volvieron a su ser. Devoró en la distancia la negra zapatilla que
aparecía suspendida entre los dedos del policía y, en dos zancadas,
abordó al subordinado, desmoronando la artificial compostura del
monseñor.
El examen, vertiginoso, prendió la imaginación de los tres
confusos testigos. Chíniv hizo girar el calzado con maestría. Y
buscó, sin saber qué encontrar. El material, de fieltro, no
presentaba particularidad alguna. Ni desgarros, ni rastros de
sangre…
Instintivamente, el hombre de azul y su jefe repasaron los
pies del Pontífice. Tal y como habían detectado en los primeros
reconocimientos, se hallaba correctamente calzado.
–Parece de mujer…
Chíniv renunció comentar la susurrante y verosímil sugerencia
del agente. Pero no porque discrepara. Mentalmente, incluso, había
estimado la talla en un treinta y siete o treinta y ocho. La razón
de su silencio fue otra. Aquella inesperada pieza -como un gato
neumático- acababa de hacer caña en su cerebro, desestabilizando la
cómoda teoría de una muerte por precipitación.
Los pensamientos de Rodano, en cambio, corrían en otra
dirección. Sin entender por qué, la zapatilla le conectó con aquel
otro enigma del que aún no había hecho mención a Seguridad: la
solitaria llama del altar, ahora degradada por la claridad de la
capilla. Y poco faltó para que abriera su inquietud. Pero Chíniv,
tomando la iniciativa, frustró los vacilantes deseos del prelado.
Devolvió el inoportuno zapato al agente y con una leve indicación
le ordenó que lo restituyera al lugar donde lo había encontrado. Y
sin más rodeos ni añadidos dio media vuelta, retornando su
interrumpido trabajo allí donde lo dejara.
También Angelo pareció desligarse del insólito hallazgo, en
beneficio del médico. Concluida la sexta o séptima auscultación, se
deshizo sin prisas del estetoscopio. Lo plegó y, una vez sometido
en el estuche, se decidió a hablar:
–Eminencia, no hay duda posible…
Chíniv, enfrascado en el examen del terciopelo verde manzana
que amortiguaba la dureza del asiento curvado, se desdobló. Y, sin
apartar los ojos de la velluda y tupida seda, fue procesando cada
sílaba, cada pausa y cada inflexión del breve discurso de
Itenozzu.
–No se detecta latido cardiaco…
Arrodillado, con el timbre de voz por debajo de su nivel
habitual, con la derrota humillando su altanera cabeza y la vista
perdida en el ensangrentado rostro, rehuyendo la confrontación
directa con Rodano, un Renato perdido e irreconocible fue
enumerando el fruto de sus primeras observaciones.
–Los centros circulatorios y respiratorio carecen de
actividad. La única herida visible, con hundimiento del hueso
frontal, parece apuntar la causa de la muerte…
Itenozzu guardó silencio. Y, extendiendo los dedos hasta
tocar la mano izquierda del Pontífice, se aisló en una dramática
simbiosis con la muerte. Retiró las yemas y repitió la operación,
palpando una y otra vez la única mejilla accesible -la izquierda-,
así como los labios, barbilla, mandíbula y músculos del
cuello.
Y al fin, tras un sonoro suspiro que dejó en suspenso al
envarado monseñor, reanudó su veredicto.
–Todavía está caliente. Sin embargo, sin una adecuada lectura
de la temperatura rectal es imposible precisar el grado de
enfriamiento…
El secretario de Estado, consumido por la impaciencia y
temiendo que la exposición desembocara en la críptica terminología
médica, le salió al paso sin contemplaciones.
–Por favor, doctor… Explíquese.
Renato Itenozzu aprovechó la interrupción para alejarse del
cadáver. Y lo hizo con alivio. Observó al comandante, acariciando
la tersa cúpula del solideo papal, aparentemente olvidado sobre el
asiento del sillón curvado. Pero Chíniv no le miró. Y, apostándose
al pie del escalón, trató de complacer al prelado:
–En una temperatura ambiental no extrema (como en este caso),
un cadáver vestido suele enfriarse a razón de un grado y medio por
hora durante las primeras seis horas. En las seis siguientes, ese
ritmo de pérdida puede oscilar entre uno y uno y medio grados. En
otras palabras, de acuerdo con la temperatura de esta capilla, el
cuerpo del Santo Padre debería palparse frío en unas doce horas. En
estos momentos, como le digo, todavía está caliente. Sin embargo,
para medir con exactitud es preciso introducir el termómetro por el
recto…
–¿Dispone usted de suficiente información como para precisar
el momento de su fallecimiento?
El médico esbozó una benevolente sonrisa.
–No, eminencia.
Y, anticipándose a la siguiente pregunta, le resumió los
parcos resultados de la última exploración.
–De momento no se observan signos claros de rigidez
cadavérica. Como usted seguramente sabe, el rigor mortis, en una
situación como la que nos ocupa, hace acto de presencia alrededor
de cinco horas después de producirse el óbito. Primero en la cara,
maxilar inferior y cuello…
Rodano y el jefe de Seguridad ensayaron unos apresurados
cálculos mentales. Sólo en el supuesto de que la muerte le hubiera
sobrevenido hacia las doce de la noche estarían ahora frente a los
primeros síntomas de rigor mortis. E insatisfechos renunciaron a
las cábalas.
–En cuanto a la lívidez post mortem -prosiguió Renato-,
sinceramente, resulta comprometido…
El viejo diplomático -enganchado a las explicaciones del
médico- había perdido de vista el quedo brujulear del paciente e
indomable Chíniv en tomo al reclinatorio papal. De haberle prestado
atención, también él se hubiera conmovido. Porque, súbitamente, su
quijada de bulldog se desplomó. Y las cejas se
arquearon.
–Por lo general -simplificó Itenozzu-, la tinción de la piel
comienza una o dos horas después de la muerte, alcanzando su apogeo
en cinco o seis horas…
Rodano le apremió.
–Quiero decir, eminencia, que el examen y estudio de las
livideces pueden arrojar luz sobre el momento en que se produjo el
fatal desenlace y también acerca de la posición del cuerpo en dicho
instante. Como le decía, esas manchas características son el
resultado de la distensión pasiva por sangre de los vasos inertes
de las partes bajas…
–Renato, por favor…
El médico, acosado, prescindió a regañadientes de su
acostumbrado academicismo.
–Resulta arriesgado, eminencia. Parte del rostro presenta un
sombreado que, en mi opinión, pudiera obedecer a la tinción. Pero
hay demasiada sangre…
Chíniv, como un junco, fue a doblarse sobre el reposabrazos
del reclinatorio. Esta vez, la brusca maniobra entró de lleno en el
campo visual del prelado. Y, extrañado, desvió la mirada, dejando a
Itenozzu con la palabra en el aire. El jefe de Seguridad había
inmovilizado la roma proa de su nariz a poco más de quince
centímetros del terciopelo manzana que recubría el mullido
cojín.
–La fuerte hemorragia y los coágulos dificultan la
exploracíón…
Rodano, pendiente del pétreo perfil del comandante, oyó pero
no escuchó.
Chíniv recobró la verticalidad. Se alisó el cabello y,
durante un segundo, mantuvo la fuerte presión sobre los parietales.
Y la mandíbula se vino abajo por segunda vez.
Monseñor intuyó algo.
–Teniendo en cuenta la posición del cráneo, con la mejilla
derecha presionando sobre el bronce, es muy posible que la falta de
lividez en dicho punto venga a confirmar la que sospechamos como
postura original del cuerpo…
Era inútil. Los razonamientos de Renato sonaban como zumbidos
de moscas en los oídos del prelado.
El secretario de Estado presumía de conocer a las personas
que le rodeaban. Y su vinculación con el jefe de la Seguridad y
Vigilancia Vaticana -estrecha, dilatada y confidencial- le colocaba
en una inmejorable atalaya a la hora de leer e interpretar los
gestos, silencios, distancias y hasta la inmovilidad de Camilo. El
comandante -y Rodano lo sabía-, tanto por temperamento como por
profesionalidad, era económico en palabras y ademanes. Incluso en
una situación límite como aquélla, su recogida pero robusta silueta
buscaba siempre la discreción. Sólo algunos y muy particulares tics
del rostro y de las manos podían prevenir a los avisados. Y Angelo
era uno de estos privilegiados.
–Es importante, eminencia, que se me autorice a mover el
cadáver…
Itenozzu interrumpió su parlamento. Los ojos y los
pensamientos del cardenal le habían abandonado.
Chíniv dio la espalda al monseñor y, con prisas, deshizo lo
andado, deteniéndose en el lado opuesto del reclinatorio. Angelo se
esforzó en vano por comprender aquel absurdo cambio de
emplazamiento. En su opinión, los setenta centímetros de cojín que
remataban el apoyabrazos eran perfectamente abarcables desde
cualquiera de los extremos.
–Eminencia, ¿tengo su permiso?
El jefe de Seguridad volvió a inclinarse.
–Eminencia…
El prelado acusó la tímida invocación del médico. Despegó las
manos del regazo y, cansinamente, sin dejar de observar a Chíniv,
las abrió a la altura de la cruz pectoral. Y, haciéndolas aletear,
le transmitió calma.
Camilo echó los brazos a la espalda y contuvo el aliento. Y
su rostro, una vez más, planeó sobre el sufrido y pálido terciopelo
del reposabrazos. Y, obligando a los músculos del abdomen, terminó
volcándose hasta casi rozar el cojín.
Y médico y prelado -estupefactos- le vieron sacar la lengua.
Y durante segundos la mantuvo en contacto con la superficie del
mullido almohadón. Evidentemente buscaba algún tipo de
confirmación. Repitió el inusual tanteo por segunda y tercera vez
y, dando por concluido el chequeo, con las agarrotadas manos a la
espalda, se incorporó lenta y perezosamente. Y sus ojos
-ensimismados en una idea poco grata- permanecieron fijos.
Opacos.
Rodano y Renato se interrogaron con la
mirada.
Y dando un paso atrás, Chíniv buscó al agente que seguía
peinando el área del altar.
Fue inevitable. El comandante pasó por alto a Itenozzu. Pero
no pudo soslayar las dagas lanzadas por el vicepontífice. Y un
negro relámpago saltó de uno a otro. En ese instante Angelo supo
que todo había cambiado. Debía prepararse para afrontar el hallazgo
del jefe de Seguridad. Y prudentemente le concedió y se concedió un
margen de tiempo.
El hombre de azul se reunió con Chíniv. Y ambos marcharon al
encuentro del agente que rebuscaba entre las filas de sillas.
Sostuvieron una fugaz conferencia y, al punto, retornaron junto al
reclinatorio, rodeándolo. Y sus ojos, como halcones, se abatieron
sobre el verdoso apoyabrazos.
Acto seguido, ante la creciente expectación de los mudos
espectadores, el que había investigado en el fondo de la capilla se
descalzó. Y con sumo tacto, de puntillas sobre la alfombra, se
deslizó por el menguado espacio que separaba el sillón del
reclinatorio. E, imitando a su jefe, estabilizando su imponente
humanidad con el auxilio de unas manos estratégicamente aferradas a
las flexionadas rodillas, se dobló hacia el misterioso cojín. Paseó
la vista por la estrecha franja de tela y, alzándose, tras una
breve meditación, corroboró el hallazgo y las sospechas del
comandante con un afirmativo movimiento de cabeza.
Rodano se estremeció. Su imperturbable amigo Camilo había
vuelto a alisarse la blanca cabellera por tercera
vez…
El secretario de Estado accedió al momento. Y en compañía del
comandante inició un paseo que, como había intuido, vendría a
oscurecer aún más aquel turbio amanecer. Y se dispuso a escuchar lo
que, en cierto modo, ya imaginaba.
Las explicaciones de Chíniv -directas y sólidas- se
prolongaron durante minuto y medio. Angelo, hundiéndose
inexorablemente en las arenas movedizas de aquellas evidencias, se
limitó a aferrarse a la gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello
de labrador.
Cuando el jefe de Seguridad se vació, inmóvil junto a la
doble puerta, Rodano balbuceó a media voz:
–¿Está seguro?
La respuesta de Camilo Chíniv se dibujó primero en su quijada
de bulldog. Se desplomó y, forzados por el desaliento, los labios
se arquearon.
–A un noventa por ciento, eminencia.
Y arriesgándose -aprovechando la confidencialid-
dañadió:
–Si me lo permite, aconsejaría la inmediata apertura de una
investigación…
Rodano, desbordado, se parapetó
instintivamente:
–Pero, Camilo… Una investigación policial…
Las pupilas del comandante resistieron el abordaje. Y las
lejanas imágenes del escándalo Luciani resucitaron nítidas, sin
necesidad de palabras, como un Lázaro que regresara para saldar
cuentas. Y el espíritu del prelado se tensó como un arco. Y Chíniv,
inmisericorde, estoqueó hasta la empuñadura:
–Eminencia, recapacite. ¿Quiere ser recordado y despreciado
como un segundo Villot?
Pero el Destino -piadoso- alivió al ya mortalmente herido
secretario de Estado.
Una familiar voz tronó al otro lado de la puerta. Y los
contendientes intercambiaron una mirada de tregua.
–Concédame unos minutos -suplicó Rodano.
Chíniv se encogió de hombros, distanciándose hacia el
reclinatorio.
Al entreabrir la doble hoja, Angelo suspiró resignado. Y al
verle, el airado cardenal Bangio cesó en sus increpaciones. Y
bufante, con la calva y las esponjosas mejillas graneando ira,
apartó a empellones a los hombres que le impedían el acceso,
cruzando el umbral como un toro y arrollando casi al
vicepontífice.
Rodano palideció. Cerró la puerta y, durante unos instantes,
con las anchas espaldas recostadas en la madera, procuró enmendar
su hostilidad.
Este maldito masón -se dijo a sí mismo entre los últimos
coletazos de indignación- se ha tomado su tiempo. Quién sabe lo que
prepara…
Los rostros del médico y de los miembros de la Seguridad
dieron la razón al prelado. Todos experimentaron un sentimiento de
rechazo ante el premeditado aspecto del camarlengo. Sotana y faja,
irreprochables, parecían recién salidas de la plancha. En cuanto a
su cabeza de elefante, meticulosamente peinada y rasurada, despedía
aquel insoportable perfume barato que le caracterizaba y del que
todos huían.
Mientras caminaba hacia la campanuda silueta de Bangio,
monseñor fue preguntándose la razón o razones de tan desconsiderada
tardanza. Como Chíniv, Itenozzu y los demás, el camarlengo vivía a
tres minutos escasos del Palacio Apostólico…
Los temibles ojos de Sebastiano Bangio -engordados por las
lupas de los lentes- revolotearon con una insana curiosidad que no
pasó inadvertida a Chíniv y sus hombres. Observó detenidamente la
herida del Pontífice y, con una frialdad que descompuso a Itenozzu,
se inclinó hacia el frontis del reclinatorio, examinando sin pudor
los restos sanguinolentos del desastre. Y poco faltó para que, en
la brusca e improcedente aproximación, la oscilante cruz
cardenalicia chocara con el bronce.
–Y bien…
El médico, abordado sin previo aviso por las púas de la
subterránea voz del camarlengo, no reaccionó. Desvió la mirada por
detrás de las hinchadas carnes de Bangio, solicitando el concurso
de Rodano. Pero, autoritario, aquel tono tabernario reclamó una
inmediata respuesta.
–¿Causa de la muerte?
Renato tartamudeó:
–A primera vista, eminencia…
No concluyó. Los ojos de Chíniv, como catapultas, bloquearon
su voluntad.
–A primera vista -intervino el secretario de Estado,
obligando a Bangio a revolverse- todo hace pensar en un desgraciado
accidente…
Altivo, el camarlengo invadió la falsa serenidad de aquel
rostro. Buceó en los ojos de Rodano y creyó descubrir un hilo
oscuro. Secreto y amenazador. Pero, seguro de sí mismo, decidió
abreviar, subestimando el énfasis que había escoltado las tres
primeras palabras.
–Procedamos entonces…
Y girando sobre los talones tiró de la sotana, arrodillándose
al borde del charco de sangre en el que reposaba el brazo izquierdo
del Pontífice. Abrió el maletín negro que le acompañaba e,
ignorando a cuantos le rodeaban, extrajo una pequeña ampolla. El
jefe de Seguridad, intuyendo el principio del fin, interrogó a
Rodano con una mecánica elevación de sus cejas. Y el prelado,
poniendo a prueba la paciencia de su amigo, trazó una clandestina
inclinación de cabeza, reclamando tiempo.
Bangio destapó los santos óleos, presionando la ampolla
contra la yema del dedo pulgar. Y solemne, con las ásperas conchas
de los párpados a medio cerrar, inició el ritual:
–Si vives, ego te absolvo a peceatis tuis, in nomine Patris,
et Filii, et Spiritus Sancti… Amen.
El casi femenino instinto del jefe de la diplomacia vaticana
se agitó inquieto. Algo en el camarlengo -no podía distinguir qué-
resultaba extraño. Era una llamativa mezcolanza. Su descarado e
inexplicable retraso. Aquella ausencia de sentimientos ante el
cadáver. Su nula curiosidad por los detalles y circunstancias de la
muerte del Papa. Y, sobre todo, las mal disimuladas prisas por
activar la maquinaria y zanjar el episodio. Rodano, mejor que
nadie, sabía de las ácidas diferencias -no se atrevió a etiquetarlo
de odio- entre Bangio y el fallecido. Pero aquella animadversión
carecía de sentido en tan dramáticos momentos. Y, maravillado ante
los inescrutables caminos del Señor, se recreó en la paradoja que
le ofrecía el Destino.
Si vives, yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del
Padre…
Resultaba aleccionador. La absolución estaba siendo impartida
por su más enconado enemigo…
Y luchando con el rollizo vientre, el camarlengo se venció
hacia el Santo Padre, trazando en el aire una apresurada señal de
la cruz, a dos dedos de la ensangrentada frente.
–Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus a
quidquid… Amen.
El frío, rutinario y acelerado proceder de Bangio desenterró
de pronto la certera alusión de Chíniv al nefasto cardenal Villot Y
las desafortunadas decisiones del entonces camarlengo y secretario
de Estado, a la vista del cadáver de Juan Pablo I, desfilaron
raudas e implacables por la torturada mente de
Rodano.
Por esta santa unción, te perdone Dios los pecados que puedas
haber cometido. Amén.
Sí, pero ¿quién le perdonaría a él si caía en el mismo error
que Villot? ¿Tenía derecho a pasar por alto el descubrimiento del
jefe de Seguridad? Naturalmente, como vicepontífice, disfrutaba de
las atribuciones necesarias para segar la hierba bajo los pies de
Chíniv. Y la batalla interior se recrudeció. Y en las sienes de
aquel recto hijo de labradores amanecieron unas brillantes gotas de
sudor.
Y Bangio, rematando la ceremonia, pasó a administrar la
bendición apostólica.
–Ego facultate mihi ab Apostolica Sede
tributa…
Angelo, en un esfuerzo por apartarse de su Destino, fue
repitiendo mentalmente las palabras del
camarlengo.
Por la facultad que me ha sido otorgada por la Sede
Apostólica, yo te concedo indulgencia plenaria y remisión de todos
los pecados…, y te bendigo. En el nombre del Padre, y del Hijo, y
del Espíritu Santo… Amén.
¿Facultad otorgada por la Sede Apostólica? La frase hizo
saltar las alarmas interiores del prelado. Y una diabólica idea
-impropia de un hombre al servicio de Dios- fue a sentarse en su
corazón. Avergonzado de sí mismo, pujó por expulsarla. Pero la
hipótesis había hecho masa. Y el retraso, las prisas y el oscuro
comportamiento de Bangio empezaron a encontrar sitio en el
irritante rompecabezas. A todas luces, el camarlengo parecía haber
asumido unilateralmente la suprema jefatura de la Iglesia. Y,
confiado en esa discutible potestad, parecía igualmente decidido a
repetir el vergonzoso capítulo, escrito a raíz de la muerte de
Albino Luciani. Si no actuaba con astucia, rapidez y firmeza, lo
más probable es que el no menos extraño óbito del Papa polaco fuera
explicado y sentenciado con otro farisaico y tranquilizador parte
de la Sala de Prensa vaticana. Y, sumido en aquella turbulenta
espiral, llegó a imaginar incluso los titulares de los
periódicos:
Muere el Papa en su capilla privada. Un fatal accidente:
causa del fallecimiento.
Pero ¿por qué? ¿A qué obedecía su obsesión por adelantarse a
los acontecimientos y prejuzgar a las personas? No era justo ni
cristiano. ¿Y si estuviera equivocado?
Y al punto, desequilibrando la balanza del sentido común,
volvió a destellar el hallazgo de Chíniv. Y en mitad de aquel
bronco e íntimo oleaje, las hipótesis y contrahipótesis se
enroscaron, ahogándole.
¿Y cómo explicar la intrincada actitud de Bangio? Su
comportamiento no era normal. ¿Por qué había dado por buena la
parca e insuficiente explicación de un recién llegado? ¿Por qué no
mostró interés en interrogar a la Seguridad? ¿Por qué ese lujo de
afeitarse y acicalarse después de recibir la demoledora
noticia?
Hubo respuesta. Pero la apartó con repugnancia. Por muy
delicada que fuera la situación del Papado en aquellas últimas
semanas, no podía admitir semejante aberración. Y menos entre los
aparentemente disciplinados miembros de la Curia que
gobernaba.
Tenía que arrancarse tan espinosas dudas. Y sólo había un
camino. Si guardaba silencio, si permitía que los dientes de la
maquinaria le trituraran, entonces -¡pobre infeliz!-, la pesada
losa del pecado de omisión le remataría. Y, desenfundando la espada
de su valor, tomó la decisión de seguir los consejos de Chíniv. Y
con un profundo sentimiento de alivio buscó los ojos del jefe de
Seguridad. Pero el comandante se hallaba magnetizado por las manos
del camarlengo. Al tapar la ampolla, los dedos temblaron. Y también
al guardarla en el maletín…
Al fin, el intangible y angustioso llamamiento del prelado
penetró en Chíniv, obligándole a levantar el rostro. Y Camilo captó
aquel fogonazo de esperanza. Con un leve giro de cabeza, Angelo le
marcó la doble puerta. Y el comandante obedeció al
instante.
Pero Rodano, desafiando su propia impaciencia, se mantuvo a
espaldas del anciano cardenal. Conocía el instrumental que -tan
previsoramente- había hecho llegar a la capilla. Y quiso
cerciorarse de los siguientes movimientos de Bangio. Y aunque el
ridículo ceremonial que estaba a punto de atacar había sido
sensatamente abolido por Pablo VI, dejó hacer al ortodoxo y
recalcitrante camarlengo. Necesitaba tiempo.
El cardenal, en efecto, tomó el reluciente martillo de plata.
Curiosamente se trataba del mismo que Villot -ignorando, como
Bangio, las disposiciones del difunto Montini- había manipulado en
Castelgandolfo, a la muerte de Pablo.
Otra vez la imagen de Villot…
Aquel nombre -como una advertencia o una maldición- parecía
entronizado en el alma de Rodano. Pero el secretario de Estado no
vaciló. Su decisión era irrevocable. Lucharía hasta donde sus
fuerzas y autoridad lo permitieran. No habría un segundo caso
Villot. No se mentiría a la opinión pública. No se ocultarían los
hechos, por muy dolorosos y vergonzantes que pudieran ser o
parecer. Esta vez se abrirían las puertas a la verdad. Se
autorizaría una investigación en regla. Una investigación honesta.
Reposada. Y desplegada por expertos que nada tuvieran que ver con
los mezquinos intereses que empezaban a apestar aquel sagrado
lugar… No estaba dispuesto a consentir -como sucediera en la
madrugada del 29 de setiembre de 1978 en el dormitorio del Papa
Luciani- que nadie tocara o manipulara el cadáver. Villot -Dios le
haya perdonado- se dio especial prisa en retirar de la estancia las
gafas y las zapatillas de Juan Pablo I. ¿Por qué? ¿Contenían restos
de unos vómitos que, de haber sido analizados, hubieran revelado la
presencia de alguna sustancia letal? Rodano no era Villot. Rodano
no sometería a las monjas polacas al voto de silencio. No se
apresuraría a desterrarlas. Y tampoco al primer secretario privado.
Y si los especialistas estimaban que la autopsia era necesaria,
habría autopsia.
Pero, para hacer realidad tan saludables deseos -y el prelado
era consciente de ello-, necesitaba adelantarse a la maquinaria,
introduciendo el hierro de la sorpresa entre los radios de sus
infernales ruedas.
Bangio dirigió el martillito hacia la frente del Pontífice,
golpeándola con suavidad. Le llamó por su nombre completo y, en el
mismo y recio tono -de forma que todos pudieran oírle-, formuló la
primera pregunta:
–¿Estás muerto?
Los de Seguridad no terminaban de creer lo que estaban viendo
y escuchando. Pero no dejaron traslucir su corrosivo regocijo. E,
incombustibles, siguieron observando el trasnochado ritual y a su
grotesco hechicero.
Era el momento esperado. Rodano sabía que la pregunta se
repetiría una segunda y una tercera vez. Y que, entre cada
interpelación, Bangio guardaría un obligado minuto de silencio, a
la espera de una más que improbable contestación del
difunto.
Y con especial sigilo fue a reunirse con
Chíniv.
–¿Y bien?
El prelado justificó la contenida impaciencia de Camilo. Y,
midiendo las palabras, preguntó a su vez:
–¿Ha pensado en el procedimiento?
El comandante torció el gesto.
–Eminencia, creo habérselo explicado… Directamente al
ministro.
–Lo sé, pero…
Chíniv le apremió.
–Hay que actuar con diligencia. Como habrá observado -y
desvió la mirada hacia el camarlengo-, parece decidido a aceptar
las apariencias.
–¿Estás muerto?
Segundo minuto de silencio.
Los agentes se habían mudado de la consternación a la
curiosidad. Y espiaron por el rabillo del ojo el clandestino
encuentro entre el monseñor y su jefe. Bangio, arrodillado y de
espaldas a la doble puerta de la capilla, vivía el ceremonial,
ajeno a la decisiva maquinación.
–De acuerdo. Telefonee…
Y Rodano, nervioso, consultó su reloj.
Chíniv asintió protocolariamente. La recomendación sobraba.
Si sus sospechas eran acertadas, en una o dos horas, el Palacio
Apostólico, los tres mil miembros de la Curia y toda la Ciudad del
Vaticano entrarían en erupción. Tal y como le había pormenorizado
al prelado, debían jugar la carta de la rapidez y de los hechos
consumados. Si la suerte los favorecía mínimamente, el ingreso de
la Policía de Roma en la tercera planta podía tener lugar antes de
que la maquinaria eclesiástica se reorganizase y lanzara sus
primeras acometidas.
Sor Juana, con la respiración desacompasada y arrebolada por
la última carrera, dejó que el comandante atravesara el umbral.
Rodano la contempló indeciso. Y, reteniendo de nuevo a Camilo, le
sugirió que utilizase el gabinete privado.
–Es más seguro…
Lanzó una vigilante mirada al confiado y orondo camarlengo y
aguardó la postrera llamada.
–¿Estás muerto?
Disponía de un último y providencial minuto.
–Otra cosa…
El comandante se abrochó la americana.
–Avise al teniente coronel Westermann. Que la Guardia Suiza y
sus hombres refuercen los accesos al Palacio…
–Está previsto, eminencia…
–Y no olvide el ascensor y las escaleras de la segunda
planta. Y disponga más vigilancia en esta puerta…
Chíniv fue asintiendo mecánicamente.
–Ya lo sabe, Camilo. Nadie debe entrar ahí sin mi expresa
autorización. Debemos actuar en estrecha
coordinación.
Y, señalando el interior de la capilla, le previno sin
ocultar su pesimismo.
–Trataré de persuadir a Bangio. Espéreme. Es cuestión de
minutos…
Y, volviéndose hacia la superiora, añadió sin alterar el
susurrante hilo de voz:
–Acompáñele. Por el momento, usted y sus hermanas quedan bajo
las órdenes de Camilo.
–Pero, eminencia…
El secretario de Estado malinterpretó las palabras de la
monja. Pero sor Juana, ágil, marcando con su dedo índice la
dirección del dormitorio papal, vino a recordarle su reciente
petición.
–¡Ah!, sí…, disculpe. Dígame…
Y la religiosa, evitando la proximidad de los hombres de
Seguridad, se alzó sobre las puntas de los pies, confesándole al
oído lo que había descubierto. Y Chíniv, sorprendido, arqueó sus
desordenadas cejas. Sor Juana se hallaba descalza…
0.5 horas 56 minutos
Rodano se precipitó hacia el centro de la capilla. Y entre
los estampidos de su corazón trató de hacer un Primer balance. Pero
aquel escenario no era su tranquilo despacho en la Secretaría de
Estado. Ahora todo dependía de la Providencia, de su audacia y de
la suerte. Por ese orden.
Inspiró con fuerza, tensando los pliegues de la sotana.
Revisó los rostros de los presentes y aguardó a que el renqueante
camarlengo terminara de ponerse en pie. Estaba decidido. Una vez
concluido el ritual del martillo, tomaría a Bangio por el brazo y,
sosegada y amistosamente, le anunciaría la situación. Solicitaría
su ayuda y comprensión. Ése era el sendero
correcto.
Y el ceremonioso Bangio, despreciando las miradas, hizo
parpadear sus ojos de caballo. Y absorto en su papel, clamó al
vacío:
–El Papa está verdaderamente muerto.
Había llegado el turno de Rodano. Y, extendiendo el brazo fue
a posar su mano en el hombro del camarlengo.
–Atienda su eminencia…
El cordial arranque fue bruscamente abortado. Inhóspito, se
desembarazó del amistoso gesto. Y, como si hubiera adivinado las
pretensiones de Angelo, le espetó avinagrando la
voz:
–Aún no he terminado. Pero su eminencia sí.
Y, corrigiendo la mirada hacia la salida, añadió
pavoneándose:
–Márchese. Hable con los otros. Que el maestro de ceremonias
y el prefecto de la Casa Pontificia lo dispongan todo para el
traslado. Ya sabe: funeraria, embalsamamiento,
familiares…
Y, golpeando su muslo derecho con el maletín, le dio a
entender que debía replegarse a su autoridad. Rodeó el sillón
curvado y se dispuso a ultimar el ceremonial.
Itenozzu, incómodo, tragó saliva. Los hombres de azul se
removieron inquietos, sin apartar la vista del aparentemente
desguazado monseñor Rodano.
Y prepotente, el camarlengo fue a arrodillarse de nuevo. Esta
vez, al otro extremo del reclinatorio, junto a la mano derecha del
cadáver. Abandonó el maletín sobre los abigarrados dibujos
orientales de la alfombra y, sin miramiento alguno, separó los
crispados y ensangrentados dedos del Pontífice, buscando el Anillo
del Pescador. Tal y como marcaban los cánones, anillo y sellos
papales debían ser destruidos en presencia de los
cardenales.
Bangio tomó el grueso aro dorado. E intentó arrastrarlo. Pero
los pliegues del nudillo se lo impidieron. No hubo segunda
oportunidad.
Obedeciendo un escueto y rotundo movimiento de cabeza de
Rodano, los agentes le apartaron educada pero contundentemente. Y,
tirando de sus cien kilos, le forzaron a
incorporarse.
Angelo se aproximó impasible.
La piel de hule del camarlengo, demudada por la sorpresa, se
tiñó en décimas de segundo. Y con las venas del cuello
congestionadas, el granate de la ira se derramó como un aviso. Los
labios vibraron inseguros. Y sus ojos, borradas las fronteras,
devoraron la faz que acababa de desafiarle.
–¿Sabe usted lo que está haciendo?
Bangio tronó amenazador. Pero el prelado esquivó el venablo
con un amago de sonrisa.
Y el camarlengo, incontenible, arremetió con el ariete de la
insolencia, buscando una derrota fácil.
–¡Soy el cardenal Sebastiano Bangio!… ¡Yo ocupo la sede
vacante! ¡Yo doy ahora las órdenes!…
La templada voz de su contrincante, evitando la pelea
abierta, aceleró el nerviosismo de Bangio.
–No se excite, eminencia… Conozco sus atribuciones. Y sé
también que es usted un hombre de Dios.
El desconcierto -minuciosamente dosificado por el
diplomático- hizo efecto. Y terminó aupándose sobre la cólera del
cardenal. Y el rojo fue remitiendo.
–Su eminencia ha cumplido con el ritual. – Rodano prosiguió
la maniobra envolvente-: Cuando llegue el momento reanudará sus
competencias. Quebrará el Anillo, sellará los apartamentos papales,
presidirá el Colegio Cardenalicio, pedirá cuentas a todas las
administraciones pontificias y dispondrá lo necesario para el nuevo
cónclave. Pero sólo cuando llegue el momento…
–No le entiendo.
Bangio señaló el cadáver y, pregonando su antipatía por el
polaco, redondeó mordaz.
–¿Y qué se supone que es esto?
Angelo, cansado de contemplaciones, le
fulminó:
–Una muerte…, poco clara.
Los ojos del camarlengo, hinchados como velas, hicieron dudar
al prelado. Pero, al punto, una significativa lluvia de sudor
coronó su calva. Y una sospechosa palidez, como una nevada no
deseada, cubrió la cabeza de paquidermo. Y ante la recelosa mirada
del secretario de Estado, su endémica insolencia se vio atropellada
por unas palabras inseguras y tiznadas de temor.
–Pero el doctor Itenozzu ha certificado muerte
accidental…
El médico, intuyendo que navegaba en aguas revueltas, se curó
en salud.
–No, eminencia. Obedeciendo el requerimiento de Siwiz, me he
limitado a personarme en la capilla y efectuar unas primeras
exploraciones. Yo no he certificado nada en
absoluto.
Rodano, triunfante, asistió al momentáneo derrumbamiento de
Bangio. Pero, precavido, siguió empuñando su especialidad: el juego
diplomático.
–Confie en mí, eminencia. Los puntos oscuros serán aclarados.
No debemos temer a la verdad. Y menos usted… Sebastiano Bangio
tampoco es Villot.
El machetazo liberó una segunda jauría de miedos. Y las gotas
de sudor resbalaron hasta el alzacuellos.
–Y ahora, por favor, retírese. Cuando concluya la
investigación será puntualmente informado.
–¿Una investigación?
Bangio resucitó de entre sus cenizas.
–¿Cómo se atreve? ¿Es que no ha pensado en el
escándalo?
Rodano lo atrapó:
–¿Qué escándalo, eminencia?
Y, permitiendo que el tórrido y acusador silencio se
prolongara lo suficiente, deslizó el nudo en torno a su
garganta.
–¿Sabe usted algo que los demás ignoramos?
El camarlengo se replegó confusa y atropelladamente. Y en un
titánico esfuerzo por remediar lo irremediable, rehuyendo las
inquisidoras miradas de los presentes, balbuceó:
–Usted conoce a nuestros enemigos… La Prensa se ensañará… La
verdad es lenta y desvalida.
Rodano rompió el hielo que le cubría y sonrió
compadecido.
–Pero usted es un hombre de Dios y está al servicio de la
verdad. Y ahora responda a mi pregunta: ¿qué sabe,
eminencia?…
–¡Maldito piamontés! ¿De qué me acusa? Y, sobre todo, ¿con
qué autoridad?
Rodano resistió la nueva escalada de
prepotencia.
–Nadie le acusa, eminencia. Usted solo se está
autoincinerando. En cuanto a mi autoridad -improvisó- le recordaré
que, mientras las circunstancias de esta muerte no sean
esclarecidas, como vicepontífice suspendo temporalmente la
Constitución Romano Pontifici Eligendo. Las normas, disposiciones y
ceremonias previstas para estos especiales momentos deberán
esperar. La maquinaria seguirá funcionando, sí, pero con el debido
respeto a los setecientos millones de fieles que la alimentan y
justifican. Al igual que usted, yo también amo a la Iglesia y no
deseo que mancillen su nombre.
El secretario de Estado sabía que sus palabras eran
díscutibles. Muchos canonistas hubieran desestimado tan arriesgada
decisión. En la mencionada Constitución apostólica, obra de Pablo
Vi y que vino a sustituir las de sus predecesores (Vacantis
Apostolicae Sedis, de Pío XII, 1945, y el motu proprio Summi
Pontificis electio, de Juan XXIII, 1962), no se contempla un
extremo tan específico y delicado. A la hora de regularizar el
vacío de la llamada Sede Vacante, Romano Pontifici Eligendo, en su
capítulo tercero, es clara Y determinante: Según la mente de la
Constitución Apostólica Regimini Eclesiae universae, todos los
cardenales encargados de los dicasterios de la Curia romana, y el
mismo cardenal secretario de Estado, cesan en el ejercicio de sus
cargos a la muerte del Pontífice, excepto el camarlengo de la Santa
Iglesia Romana, el penitenciario mayor y el vicario general para la
diócesis de Roma, los cuales siguen ejerciendo sus tareas
ordinarias, sometiendo al Sacro Colegio de los Cardenales todo lo
que debiera ser referido al Sumo Pontífice.
Pero Angelo Rodano -amparándose justamente en dicha laguna
legal- tomó las riendas, asumiendo la responsabilidad de forma
unilateral. Si lograba maniatar al Colegio Cardenalicio -tanto en
la congregación general como en la particular-, al menos durante el
tiempo requerido por la investigación policial, su conciencia
quedaría a salvo. El mar de fondo que le cubriría a continuación
sería capeado en su momento.
–Se lo repito por última vez. Retírese.
–¿Y si me niego?
Rodano había previsto esta posibilidad. Y encogiéndose de
hombros, apeándose de toda diplomacia, sentenció:
–En ese caso me veré obligado a pedir a estos hombres que
cuiden de su eminencia…, hasta que la Policía haya terminado su
misión.
Bangio examinó furtivamente a los agentes que le vigilaban.
E, invadiendo con descaro la decidida voluntad del prelado, se
arriesgó:
–¡Bravatas!
Monseñor correspondió a la burlona sonrisa. Y, dirigiéndose a
los expectantes miembros del Servicio Secreto de Su Santidad, zanjó
el enojoso pulso con una orden -lo sabía- tan ilícita como
ilegal.
–Usted lo ha querido. Acompañen al cardenal a sus aposentos.
Y que la Guardia Suiza le custodie hasta nuevo
aviso.
Al llegar a la altura del desmoronado Bangio, los también
cardenales Ronduzzi y Nimari -prefecto de la Casa Pontificia y
maestro de ceremonias, respectivamente- acortaron la marcha. La
imagen del camarlengo, estrechamente escoltado, estranguló sus ya
mermados resuellos. Se detuvieron. Cedieron el paso y,
boquiabiertos, le vieron alejarse. Y Rodano, desde la puerta de la
capilla, leyó la incredulidad en sus gesticulantes
manos.
Aquella temprana visita fue una advertencia. Tenía que
simplificar. Sí no quería perder el control, debería fortificarse
en la ingrata pero eficaz fórmula de la desinformación. Al menos
durante una o dos horas. Después, a partir de las 8 o las 9 de la
mañana, como sucediera en el caso Luciani, con la noticia en la
calle, el maremoto sería incontenible e incontrolable. Y recordó
las elocuentes cifras: a las veinticuatro horas del fallecimiento
del malogrado Juan Pablo I, la centralita vaticana había soportado
27 800 llamadas.
Y anticipándose a los cariacontecidos Ronduzzi y Nirnarí,
Angelo los abordó. Se deslizó entre ambos y, tomándoles por los
brazos, los arrastró en dirección al gabinete privado del
Papa.
–Eminencia, hemos oído…
Sin aflojar la marcha los sondeó:
–¿El qué?…
Astutamente, como perros viejos y fajados en la arena de los
cotidianos duelos curiales, se atrincheraron tras un par de
nombres.
–Siwiz ha telefoneado a Mielawcki. Y el médico, a su vez, nos
ha sacado de la cama con una noticia horrible…
Rodano se estremeció. El maremoto se movía a mayor velocidad
de lo calculado. Las reacciones de los seres humanos son
imprevisibles. ¿Por qué el desconfiado polaco y médico personal del
Papa no se había limitado a tomar su instrumental y acatar las
órdenes?
–¿Qué noticia?
La enmascarada reticencia surtió el efecto deseado. El
diplomático necesitaba disponer de un máximo de matices. ¿Cuál era
el contenido -la esencia- de aquel primigenio rumor? ¿Se hablaba de
muerte accidental?
–¡Por el amor de Dios, eminencia!… No nos mortifique. Siwiz y
Mielawcki aseguran que hay sangre por todas
partes.
–Esto es lo único que puedo adelantarles -terció Angelo, con
las carnes abiertas ante el cariz sensacionalista que parecía
cobrar el asunto-. El Papa, en efecto, ha muerto.
–Pero ¿cómo es posible? ¿Qué ha sucedido?
–No lo sabemos con seguridad.
Y Rodano, echando las redes, se arriesgó:
–Debo anunciarles que está a punto de abrirse una
investigación. Y solicito la colaboración de sus eminencias. A
partir de estos momentos les quiero a mi lado.
Los cardenales, perplejos, hilaron con
rapidez.
–¿Y Bangio? Como camarlengo…
A punto de abrir la puerta del despacho pontificio, el
secretario de Estado tiró de la red.
–Sólo son indicios. La Iglesia, y ustedes con ella, ya ha
padecido un escándalo Luciani. ¿Estarían dispuestos a afrontar una
segunda y vergonzosa sospecha de asesinato?
El inesperado cañonazo los desarboló.
–Pues bien -remachó el monseñor aprovechando la inercia de la
sorpresa-, les suplico que recapaciten. Estamos ante una situación
que demanda tanto valor como serenidad. El cardenal Bangío, por
razones que ignoro, no se halla en condiciones de favorecer la
equidad que debe resplandecer en estos críticos momentos. Y ha sido
invitado a suspender sus atribuciones…
temporalmente.
–¿Indicios?
Angelo no mordió el anzuelo.
–Eminencias, seamos prudentes. Dejemos maniobrar a la
Providencia… y a los expertos. Y ahora, por favor, decídanse: ¿de
qué lado están?
Los cardenales simularon no comprender.
–¿Eligen la verdad desnuda o una verdad
maquillada?
–Lo que usted disponga, eminencia…
Y, tragándose el maquiavelismo de aquellas raposas, les
franqueó la entrada.
–Un momento, excelencia… Veo entrar al secretario de Estado.
Su eminencia se lo confirmará…
Y, haciéndose a un lado, le tendió el teléfono. El
desalentado tono de Chíniv puso sus motores a la máxima
potencia.
–El señor ministro del Interior. Acabo de ponerle al
corriente. Sin embargo…
Rodano asintió sin palabras. Y, tras un protocolario
intercambio de saludos, permaneció atento a su
interlocutor.
–Así es, mi estimado amigo. Ésa es la trágica
noticia…
Nueva pausa.
–Sí, en la capilla privada.
El prelado, sagaz, se prestó al desconfiado interrogatorio al
que ya había sido sometido el jefe de Seguridad.
–Por supuesto. Uno de los doctores le ha explorado. Y estamos
esperando a su médico personal…
Angelo fue interrumpido nuevamente.
–Renato Itenozzu, el jefe del Servicio Sanitario Vaticano. Yo
estaba presente.
–…
–Podría ser -replicó el monseñor-. Ésa fue nuestra primera
impresión. Tanto Seguridad, como Itenozzu, como yo mismo lo
interpretamos como un desgraciado y fortuito accidente… La herida
en la cabeza se corresponde, al parecer, con las manchas de sangre
en el bronce…
La maliciosa sugerencia del ministro hizo tamborilear los
dedos del secretario sobre la caoba.
–Excelencia, por favor, escúcheme…
Nervioso, buscó refugio en el asiento.
–No, amigo, no… Si solicito la colaboración de su
departamento es porque, justamente, no estamos
seguros.
–…
–Usted conoce a Camilo…
El piamontés, contrariado ante las dudas del ministro, se
creció.
–Chíniv es un profesional. Y uno de los mejores… Esos
indicios existen.
El comandante -adivinando las suspicacias del político-
sonrió sarcástico.
–Eso es -confirmó Rodano sin esconder un naciente mal humor-.
Sangre… Sospechosas manchas de sangre en el terciopelo del
reposabrazos. Como comprenderá, no es normal en una supuesta
caída.
Toqueteó las gafas. Y tras dos o tres movimientos afirmativos
de cabeza, Chíniv dedujo que el ministro recogía
velas…
–Sí, vestido con ropa de calle…
Angelo recuperó la cordialidad.
–Y lo más extraño, ministro, es que su cama se halla
deshecha…
Sor Juana comprendió que aquellas palabras guardaban relación
con el secreto encargo de Rodano y su posterior hallazgo. Y Chíniv
sumó la inesperada revelación a su particular cuadro de la
tragedia.
–En efecto, todo hace pensar que se acostó…
El jefe de Seguridad estudió su reloj. Rozaban el
límite.
La impaciencia resucitó en los dedos del secretario de
Estado, salpicando a Chíniv.
–¿El cauce oficial?… Por eso no se preocupe… Yo asumo la
responsabilidad…
Monseñor, al fin, levantó la mirada. Y, soportando
franciscanamente los miedos del pusilánime miembro del Gobierno
italiano pasó revista a las sombras y luces que desfiguraban
aquellos cuatro rostros. Chíniv, con la mandíbula crispada,
soportaba más atmósferas de las razonablemente admitidas por el
alma de un policía. La superiora, como un frágil cristal de Murano,
parecía a punto de quebrarse. Los cardenales, desbordados por lo
escuchado y lo intuido, bregaban inútilmente por desenmarañar la
tela de araña en la que, muy a su pesar, se hallaban enredados.
Pero, temerosos y castrados para cualquier iniciativa que pudiera
salirse del sistema, permanecieron al acecho.
–Presumo que no me he explicado con
claridad…
La voz del diplomático -cortando al ministro- se
espesó:
–No hay tiempo para formalidades burocráticas. Nos
enfrentamos a una emergencia. Solicito su colaboración…
¡ahora!
Su interlocutor siguió resistiéndose. Y Angelo, con los ojos
extraviados en el retrato de los padres del difunto Pontífice,
organizó su ataque final.
–Entiendo su posición. Y admita que, como vicepontífice, le
estoy apeando de toda responsabilidad política. Aunque no por los
caminos oficiales, ésta n deja de ser una petición formal. De
Estado a Estado…
La paciencia de Rodano se eclipsó. Y, muy a su pesar, hizo
crujir el suelo bajo los pies del ministro.
–Se lo advierto, excelencia. Tanto si accede, como si no, la
opinión pública mundial tendrá puntual conocimiento de su
decisión.
La carga de profundidad provocó la demolición del refractario
político.
–Tiene usted mi palabra…
Angelo se relajó.
–Firmaré ese documento…
Chíniv, contagiado, se alisó las sienes.
–Gracias, excelencia… La solicitud, en toda regla, será
entregada a sus hombres…
El prelado, a instancia del ministro, consultó su
reloj.
–Las seis y diez, en efecto.
Y, negando con la cabeza, se puso en pie.
–Imposible… Le ruego que se haga cargo de la urgente
naturaleza del asunto.
Y Angelo, previniendo al comandante con la mirada, le
trasladó las últimas palabras de su interlocutor:
–¿Una hora? Pero…
Chíniv movió la cabeza, tranquilizando al
prelado.
–Está bien. Otra vez, gracias…
Y, removiéndose inquieto, reclamó al jefe de
Seguridad:
–Sí, un momento… Se lo paso…
Y, cediendo el auricular al agitado Chíniv, le
anunció:
–Hecho. Ocúpese de los detalles…
Camilo memorizó las palabras. Y por cortesía hacia Rodano las
repitió en voz alta:
–Sí, el preffeto de Roma… Le conozco… Sé que tendrá que
sacarlos de la cama… Claro, excelencia… ¿Homicidios?… En efecto,
sería lo adecuado en este caso… No, no hace falta… Que se dirijan
al arco de La Campana… Mis hombres y yo estaremos esperando… Por
supuesto, señor… Máxima discreción… Pierda cuidado: le mantendré
informado…
Nada más colgar, el secretario de Estado se hizo con el
timón. Ocupó de nuevo el asiento tras la mesa pontificia y, con una
lucidez y audacia que terminó de anegar los empantanados corazones
de sus compañeros, se desbordó en una catarata de previsoras
indicaciones:
–Sor Juana… Busque a Siwwiz. Tráigamelo.
La superiora obedeció ciegamente. Y cuando se disponía a
abandonar la cámara recibió una segunda consigna.
–Que las hermanas permanezcan en sus habitaciones. Y que no
toquen nada, por favor… Usted regrese con el
secretario.
Rodano se refugió en las agujas de su reloj. Y, tras un
rápido cálculo, ordenó al prefecto de la Casa
Pontificia:
–Eminencia, prepare una lista de todo el personal al servicio
de esta tercera planta. Y entréguesela a Chíniv. Pero antes
telefonee a mi sustituto en la Secretaría. Y pásemelo, por favor…
Usted, Nimari, póngase en contacto con la superiora de la
centralita telefónica. Ésta es la orden, por el momento: Ningún
comentario. Nadie sabe nada. Y llame a los prefectos de las
Congregaciones. Hable directamente con ellos. ¿Me ha comprendido?
Dígales escuetamente que el Papa ha muerto. Los quiero en mi
despacho a las diez en punto.
Y, retornando a Lino Ronduzzi, añadió:
–Convoque al decano del Colegio Cardenalicio y al
Govematorato.
Pareció dudar.
–A las once. Eso es. Y también en la
Secretaría.
Y, dejando a Chíniv para el final, proclamó
solemne:
–Adelante, Camilo… Usted actúe… Yo rezaré.
Y esa madrugada, perezosamente recostado en el portón de su
domicilio, en el viale Angelico, temblor y picores se presentaron
con inusitada fiereza. Y siguiendo la costumbre, buscó en el
interior de la americana de lino, alcanzando la veterana petaca de
piel de antílope. Y, medianamente consolado con un madrugador
cigarro puro, agradeció el fresco saludo de aquella Roma primaveral
y a punto de despertar, Necesitaba despabilarse. Estaba claro que
en las "alturas" se cocía un asunto de grueso calibre. La llamada
del prefetto en persona -olvidando el escalafón y tirándole
prácticamente de la cama- no tenía otra
explicación.
Intranquilo escudriñó a derecha e izquierda. Pero el
solitario viale sólo contribuyó a alimentar sus conjeturas. Y
mentalmente se entretuvo repasando lo acaecido ocho minutos
antes.
Hasta un novato se hubiera percatado. El tono del responsable
del orden y la seguridad pública de Roma se quebraba cada segundo.
Le notó desasosegado. Con prisas. Con muchas
prisas.
–Rossi, lamento llamarle a estas horas…
Sonrió para sí. Hacía años que el escepticismo le había
vacunado contra los cumplidos de sus superiores.
–No hay tiempo para explicaciones. Un coche patrulla le
recogerá en cinco minutos… Se reunirá conmigo y con sus hombres de
inmediato.
Eso fue todo. Y Rossi, tras un segundo de indecisión, se
asomó con torpeza al también dormido despertador
familiar.
¡Las 6.17!
La atropellada ducha no le ayudó gran cosa. Su mente, en
blanco, peleaba en vano.
¿Qué demonios pintaba el inaccesible número uno de la policía
romana junto a su brigada?
Aspiró con rabia el oloroso dannemann y, como inspector jefe
de Homicidios, se puso en lo peor. ¿Se hallaba ante el caso de un
marido celoso y politicastro de altos vuelos por más señas? ¿Ante
otra masacre a la siciliana? ¿o debía pensar en un nuevo ajuste de
cuentas entre mafiosos? ¿Se trataba esta vez de un sangriento
enredo, protagonizado por cualquiera de los viciosos prohombres de
la ciudad?
El inspector, más alarmado por el mutismo de los guardias que
por la velocidad desplegada, estuvo a punto de claudicar. Pero no
preguntó. Y trató de adivinar su destino, de acuerdo a la dirección
tomada por el coche patrulla. Plaza del Risorgimento. Vía de Porta
Angelica. Ciudad Leonina. Plaza de Pío XII…
Y el conductor, girando bruscamente a la derecha, se adentró
hábil en la empedrada plaza de San Pedro.
Aquel control junto a las barreras de madera que cierran el
recinto durante la noche le pareció inusual. Y la media docena de
policías -evidentemente advertida- se apresuró a liberar el
acceso.
Mordisqueó el cigarro. Y confuso, aferrándose al asiento para
no salir despedido contra la puerta, rodeó el obelisco egipcio.
Cinco segundos después, un brusco frenazo ponía fin a la breve y
febril carrera.
Tres hombres de azul y un oficial de la Guardia Suiza le
salieron al encuentro. La blanca cabellera del más viejo le resultó
familiar.
–Mi nombre es Camilo Chíniv.
Rossi se identificó, correspondiendo al sólido apretón de
manos.
–Gracias por su diligencia. No los esperábamos tan pronto.
Supongo que el resto está en camino.
El inspector aguardó una explicación. Pero Chíniv se limitó a
desnudarle con la mirada. Y Constante, incómodo,
carraspeó.
Hubiera podido abordarle. Como jefe del Grupo de Homicidios
de la Policía del Estado en Roma tenía sus derechos. Sobre todo,
después de aquel intempestivo madrugón. Pero, respetuoso, guardó
las distancias. Estaba acostumbrado a estos secretismos
oficiales.
Y el comandante prosiguió su minucioso
análisis:
Un hombre discreto, sin duda. Y paciente. Veamos hasta dónde
resiste su curiosidad… Traje de lino. Buen sueldo. Barba cana,
recortada sin indulgencia. Uñas limadas al límite. Exigente. Casi
un perfeccionista. No más de cincuenta años, a pesar de la barba.
Un metro y ochenta centímetros. Moderadamente atlético. Manos
inalterables. Rígido control interior. Dedos sin fin, más propios
de un pianista. Sutil y peligrosamente astuto. Voz redonda. Sin
asomo de engreimiento. Noble e íntegro. Zapatos como espejos. Quizá
por encima de las doscientas mil liras. Revólver enterrado en la
cintura. Muy próximo al riñón izquierdo. Zurdo. De la rodilla al
pie, intachable raya en el pantalón. Casado con una mujer
diligente… Gemelos destelleantes como patenas. Corbata de seda y
alfiler a juego con el oro de los puños. A juzgar por el palo del
adorno, un amante del golf De no haber sido por el cráneo
-aparatosamente calvo y aceitoso-, la lámina hubiera sido
perfecta…
Pero se dio por satisfecho. El ministro había sabido
elegir.
En la embarazosa espera, Rossi amansó la curiosidad con una
tanda de cortos paseos. En uno de ellos, al explorar distraídamente
la dormida robustez de la columnata de Bernini, quedó prendido en
el luminoso y siempre enigmático convoy formado por las ventanas
del tercer piso del Palacio Apostólico. Las sumó. Ocho iluminadas y
dos a oscuras.
Inexplicablemente las cejas volvieron a cobrar vida propia. Y
su dedo índice, solícito, acudió al conjuro.
Los dígitos de su casio-speed-memory-100 le tranquilizaron
relativamente. De acuerdo con lo leído en un artículo de Orazio
Petrosillo en el suplemento Piu de Il Messaggero, el Papa llevaba
una hora de pie. Era normal que aquellas habitaciones aparecieran
con luz. Pero entonces… Él era un especialista en delitos de
sangre. ¿Qué se supone que debía hacer en aquel aparentemente
apacible lugar?
¿Apacible?
Constante Rossi borró la benevolente expresión de su pizarra
interior.
El más pequeño Estado del mundo -rectificó, desempolvando
algunos datos que, en el fondo, le traían sin cuidado- y el más
hipócrita. En cuarenta y cuatro hectáreas se ha logrado reunir el
mayor cúmulo de contradicciones. El culto a Dios y al poder. Las
más pomposas encíclicas en defensa de la justicia social y de los
oprimidos y dos millares de operarios con salarios exiguos, sin
derecho a constituirse en sindicato y con la obligación de jurar
fidelidad al santo patrón que los contrata. Un Estado que canta la
libertad y, sin embargo, mantiene el más caduco y medieval de los
servilismos internos. Un Pontífice y una Cuña que arremeten contra
la guerra y el aborto y, subterráneamente, invierten grandes sumas
en fábricas de armas y laboratorios de
anticonceptivos.
Un Estado -oficialmente mendigo- que, sólo en la periferia de
Roma, disfruta de 1200 hectáreas con las que especula sin
cesar.
Un Estado en el que buena parte de su millón y medio de
religiosas y sacerdotes sí es consecuente con la honrosa máxima de
la pobreza evangélica y la cúpula, sin embargo no tiene reparo en
derrochar cinco millones de dólares en los dos cónclaves de
1978.
Un Estado que pretende la salvación espiritual y, ante la
sorpresa de casi ochocientos millones de creyentes, se asocia con
ladrones de la catadura de un Calvi, un Gelli o un
Sindona…
Una multinacional -el Vaticano S. A.– que blanquea dinero y,
al mismo tiempo, condena los peligros del
capitalismo.
Y en la maraña de congregaciones, tribunales, oficios,
prefecturas, consejos y comisiones al servicio del culto divino, de
los santos, de la evangelización de los pueblos, de la vida
apostólica, de la unidad de los cristianos, de la familia, de la
justicia y de la paz…, una constelación de arribistas, corruptos y
embusteros.
Reprimendas públicas y privadas a los sacerdotes de la
teología de la liberación y, simultáneamente, clandestinas fugas de
cientos de miles de dólares para consolidar el politizado sindicato
polaco Solidaridad.
Casi dieciocho millones de dólares en oro inmovilizados en
las reservas de Fort Knox, en Estados Unidos, y un Papa que
acaricia niños desnutridos en África.
Más de cien prelados de alto rango involucrados en logias
masónicas y un Santo Oficio que se arroga el derecho a juzgar,
herir o silenciar a mentes tan privilegiadas y valientes como la
del teólogo alemán Hans Küng…
Y todo esto -y mucho más-, en el nombre de Dios. ¿Y que tenía
que ver este Dios con el que veneraba y al que servía el humilde,
noble y entregado cura de su pueblo? La verdad es que si prestaba
atención a tan virulenta atmósfera, lo que alcanzara a imaginar en
aquel apacible lugar podía quedarse corto.
Lento y renqueante, uno de los furgones azules y blancos del
Ufficio Mobile fue a estacionarse a un metro de los automóviles. Y
al repasar la matrícula -A-2278-, el inspector empezó a tomar
conciencia de la gravedad de la misión que, al parecer, se le había
confiado. Aquella unidad-laboratorio, con sus avanzados sistemas de
comunicaciones, sus computadoras conectadas al archivo central y el
arsenal, sólo era requerida en casos
excepcionales.
Y con cara de circunstancias fue saludando a los cuatro
funcionarios que acababan de saltar del vehículo
blindado.
El teniente Ugo Gasparetto, su ayudante e incondicíonal
amigo, incapaz, como siempre, de sujetar la lengua, fue al
grano.
–¿A qué viene tanto misterio?
Rossi se encogió de hombros. Examinó de reojo las dos maletas
metálicas que portaban los especialistas e, inicialmente, se sintió
tranquilo. El equipo de lofoscopia -elegido con lupa- era de
confianza. Allí estaban los más capacitados expertos en huellas,
manchas, cabellos, pisadas, cristales y hasta en impresiones en
escayola.
Y, atendiendo los urgentes requerimientos del nervioso
prefetto, distribuyó a su gente en los coches
patrulla.
Los dos alabarderos de la Guardia Suiza, enfundados en
oscuras capas, se cuadraron al paso de los
vehículos.
Y un negro y encerado Mercedes, con matrícula del Estado
Vaticano, iluminó la plaza de los Protomártires Romanos, abriendo
la comitiva. El lugar se hallaba desierto.
Rossi y el prefetto, en el asiento trasero, guardaron
silencio. Chíniv, junto al conductor, señaló hacia la izquierda,
apremiando al hombre de azul.
Y al dejar atrás la Canónica, el jefe de Seguridad,
volviéndose hacia el enviado especial del ministro, preguntó en
clara alusión al inspector:
–¿Se lo ha explicado?
Rossi levantó la guardia.
–No, Camilo… No ha habido ocasión.
También la plaza de Santa Marta se presentó
desolada.
–Por cierto -empalmó el prefetto secándose los ríos de
sudor-, en el supuesto, sólo en el supuesto, de que no se trate de
una muerte accidental, ¿existe alguna hipótesis?
Chíniv meditó la respuesta. Y el jefe de Homicidios, con el
alma flexionada como una pantera, se dispuso a saltar sobre el más
pequeño indicio.
Y el comandante, reforzando las palabras con una seca
negación de cabeza, replicó:
–Imposible saberlo, por el momento.
–Pero, Camilo…, seamos francos. Mis hombres no pueden
trabajar a ciegas. ¿Sabes o sospechas algo? ¿Qué dice tu servicio
de información? ¿Qué ha ocurrido en los últimos tiempos que pudiera
conducirnos a un hipotético móvil?
El agente de Seguridad acarició el volante. Y el gran turismo
dejó a la izquierda la iglesia de San Esteban, aproximándose a los
contrafuertes del flanco oeste de San Pedro.
–¿En los últimos tiempos?
El cansino tono de Chíniv fue computado al instante por el
inspector.
–…demasiadas cosas. Demasiadas y a cuál más
grave…
Y dominando la tentación trató de alejarse de aquel campo
minado.
–Pero no creo que sea oportuno… Lo primero es lo
primero.
El Prefetto volvió a tirar del sedal.
–¿Terroristas? ¿Podría guardar relación con esa organización
que trata de chantajear al Vaticano?
Chíniv se envaró.
–¿Cómo sabes eso?
El prefetto saboreó el triunfo. Y optó por
arriesgarse:
–Después del incidente en la capilla de La Piedad hemos
seguido trabajando…
–Entonces -confesó Chíniv con ingenuidad- estaréis al
corriente del robo y de los explosivos…
La mente de Rossi se torció. Por genética y por oficio era un
hombre ordenado y meticuloso. Y aquel criptograma excedía su
inteligencia y su notable buena voluntad. El Mercedes blanqueó la
vía de los Fundamentos, desvelando a lo lejos, a la derecha, la
cara norte de la Capilla Sixtina.
Y Rossi lamentó el súbito e infantil traspié de su
jefe.
–¿Robo? ¿Explosivos? ¿De qué hablas?
Chíniv replicó con una malévola sonrisa. Y sorteando la
trampa del prefetto dio por rematado el forcejeo:
–Mi impaciente amigo, vayamos por partes. Deja que la brigada
examine la capilla…
El puzzle dejó exhausto al inspector.
El chofer aminoró la marcha. E, ignorando el semáforo en rojo
del arco del Centinela, penetró en el primero de los cuatro patios
que le separaban de su destino.
En el Borgia, los centinelas suizos repitieron los saludos.
En el tercero -de los Papagayos-, el runruneo de los motores golpeó
el ocre de los altos y severos muros, alertando al Servicio Secreto
que aguardaba en el ceniciento enlosado de San
Dámaso.
Y al detenerse frente a las tres galerías de Bramante y
Rafael, Rossi creyó hallar la solución al diabólico rompecabezas.
Se hallaba a los pies del Palacio Apostólico. La víctima, en
consecuencia, tenía que ser un personaje de notable relevancia en
el gobierno de la Iglesia.
Sorprendidas por la arrolladora marcha del jefe de la
Seguridad Vaticana y de los escoltas que le arropaban, las
onduladas y miguelanchescas franjas azules, amarillas y naranjas de
los soldados apenas si tenían tiempo de erguirse y
saludar.
Al ganar la segunda planta, el jadeante pelotón se detuvo. Y
los hombres de azul tomaron el corredor principal, apostándose
frente al ascensor papal y al pie de la alfombrada escalera de
mármol que conduce al piso superior. Y Chíniv, precipitándose sobre
uno de los teléfonos interiores, pulsó los cuatro números del
gabinete privado de Su Santidad.
¿Qué se esperaba de él y sus hombres?
Pero el cerrado círculo -con los ojos clavados en aquel
cuerpo- no resolvió su problema.
Siwiz y sor Juana, resignados, permanecían a espaldas de
Rodano, dispuestos a ejecutar las órdenes que el meditabundo
prelado estimara oportunas. Definitivamente, el secretario de
Estado se había hecho con el mando y el rumbo de la desarbolada
nave.
Chíniv fue el único que acudió en auxilio de los ansiosos y
parpadeantes ojos azules del inspector. La muda "lectura" fue
determinante.
¿Asesinato?
Aquellas pupilas -teñidas en un negro acusador- y el
inmisericorde, casi despiadado, rictus en la mandíbula del
comandante fueron un plástico, transparente y directo
anuncio.
Y Rossi, inconscientemente, activo su particular piloto
automático. Y el nerviosismo inicial aflojó sus
garras…
El pastoso preámbulo fue disuelto con rapidez. Angelo Rodano
ofreció un sobre al prefetto, invitándole a leer su contenido.
Cumplida la sugerencia, el representante del ministerio asintió
complacido:
–Todo en orden, eminencia. Yo mismo haré llegar la solicitud
oficial a su excelencia.
–En ese caso -replicó el prelado abriendo las manos con
impaciencia-, por favor, actúen. Y háganlo con rapidez. Camilo y
sor Juana les atenderán en todo lo necesario.
Y haciendo una indicación al desdibujado Siwiz para que le
acompañara se retiró de la capilla.
El prefetto -sin saber muy bien qué hacer- se volvió hacia el
inspector jefe, azuzándole con un autoritario baile de sus
dedos.
–Ya lo ha oído. Muévanse…
Rossi, curado de espantos y servilismos, le obsequió con una
desdeñosa mirada. E incómodo, el prefetto eligió con sensatez.
Rodeó el reclinatorio y, tras cruzar unas palabras con Chíniv, se
alejó hacia la doble puerta.
Divertido, Gasparetto se atusó el pelirrojo y generoso
mostacho. Conocía bien a su capitán. Y sabía que en su trabajo la
palabra rapidez era sinónimo de estupidez. Le bastó con asomarse a
los tirantes músculos de su cara para comprender que la mente de
aquel excelente policía había empezado a pistonear mucho antes,
incluso, de la innecesaria orden del prefetto. Y, sumándose a las
inquietudes de Rossi, se planteó la cuestión que
-inexplicablemente- ni el secretario de Estado ni el político
habían querido despejar:
¿Por qué estaban allí? Ellos eran de Homicidios. No hacía
falta ser muy despierto para deducir que aquella muerte -al menos a
primera vista- reunía todos los ingredientes de un fatal accidente.
¿Qué ocultaban?
Pero, obedeciendo a su instinto policial, aparcó las
interrogantes. Y mecánicamente, inmóvil junto al cadáver, se unió a
la primera y silenciosa inspección ocular iniciada por su jefe. Y
lo hizo según su costumbre: olvidando, por el momento, el objetivo
principal para dibujar el escenario y cuanto contenía. En este
caso, sus lejanos años como estudiante de arte en Florencia
resultaron de gran utilidad.
Capilla rectangular, donación de los fieles de Milán al
desaparecido Pablo VI. Paredes y suelo recubiertos de mármol de
Candoglia, imitando la catedral de la referida ciudad. Moderna
decoración. Altar y sagrario enriquecidos con esmaltes de
Martinotti. Seis velas. Una encendida. Gran crucifijo de madera,
obra de Manfrini. Muros laterales de un blanco mate, exquisitamente
rotos por sendas vidrieras azules de Silvio Consadori, con escenas
del Antiguo y Nuevo Testamento, y estatuas de los cuatro
evangelistas. Dos a cada lado y a 1,40 metros del piso. Relajante
vidriera de Filocano a manera de techo y en idéntico color
turquesa. Atril de hierro forjado a la izquierda del altar. Casi
medio centenar de sillas y pequeños bancos. Dos esculturas de Lello
Scorzelli representando el bautismo en el Jordán y la asunción de
María. Un vía crucis de este mismo artista, mostrando a un Cristo
abandonado a las pasiones de los hombres. Aparentemente, una sola
puerta de entrada. Y en el centro, a unos cuarenta centímetros del
único escalón existente en la minibasílica, dos piezas gemelas a
las que, sin duda, tendrían que prestar una muy especial atención:
un reclinatorio de un metro de alzada y el correspondiente sillón.
Tanto el frontis del primero como el respaldo del segundo ofrecían
una cuidada colección de grabados en bronce, encargados a Mario
Rudelli. Un águila y dos polluelos ensangrentados y, en el sillón
curvado, una docena de altorrelieves con otras tantas actividades
humanas. Estos últimos limpios. Sin una gota de
sangre…
Constante Rossi era un viejo divorciado de la prisa. Y sus
hombres lo sabían. De ahí que, prudentemente, se mantuvieran en
segundo plano, con las maletas cerradas y pendientes de una luz
verde que llegaría cuando el inspector -y nadie más- lo estimara
oportuno. Y, al igual que el jefe de Seguridad, el médico y la
superiora, le dejaron hacer.
Ultimado el repaso general, Ugo se aproximó al capitán. Y sin
mediar palabra alguna, también en cuclillas, se concentró en el
examen del cadáver, del escalón y del enrojecido frontis del
reclinatorio.
Las reflexiones de ambos -colgadas de la provisionalidad-
discurrieron parejas:
Importante traumatismo craneoencefálico. Posiblemente -aunque
eso debería consignarlo el forense-, de carácter cerrado. De la
frente, al abrirse contra la masa de bronce, había manado abundante
sangre. Casi con seguridad, de la vena frontal. Y a juzgar por las
dimensiones del charco que rodeaba el cadáver, la volemia o volumen
de sangre derramada podía superar el litro. La muerte, sin embargo,
tenía que haber sobrevenido como consecuencia del
golpe.
¿Posible caída? Aunque los regueros que partían radialmente
del hipotético punto de impacto hacían verosímil la teoría, sólo un
concienzudo análisis de lo que tenían a la vista, las posteriores
comprobaciones en el laboratorio, los interrogatorios y, por
supuesto, los resultados de la autopsia -si la había- podían
arrojar luz sobre el suceso.
Dedos crispados. Ensangrentados pero intactos. No sujetaban
ni contenían objetos o rastros detectables a simple
vista.
Y ante la imposibilidad de tocar o mover el cuerpo -al menos
hasta que no fuera autorizado por el juez-, Rossi y su ayudante
completaron estas iniciales observaciones con un reposado paseo en
tomo al Pontífice.
…pies calzados…
También la indumentaria los obligó a reflexionar. Si el Papa
tenía la costumbre de levantarse de la cama a las cinco y medía de
la madrugada -así constaba en todos los reportajes periodísticos- y
acudir a la capilla media hora después, ¿en qué momento se había
registrado el óbito?
El inspector fue despertado a las 6.17. Y lo que resultaba
poco creíble es que el supuesto accidente, el hallazgo del cuerpo y
la posterior cadena de llamadas telefónicas se hubieran concretado
en algo más de quince minutos.
¿Es que el Santo Padre había alterado su horario? Y en caso
afirmativo, ¿por qué?
La desordenada constelación de pecas que camuflaba el rostro
de Gasparetto se orientó hacia Rossi. Y éste, con una levísima
inclinación de cabeza, le autorizó a verificar el súbito y
compartido destello.
Y la engañosamente frágil humanidad del teniente fue a
apostarse en cuclillas frente al rostro del Papa. Extrajo un
cortaúñas del bolsillo interior de la chaqueta y, extremando el
pulso y las precauciones, retiró el filo de la manga izquierda,
dejando al descubierto el reloj de pulsera.
¡Maldición!…
Ninguno de los presentes llegó a percibir la silbante y
ahogada imprecación de Ugo.
Y, retornando junto al capitán, le susurró al
oído:
–Imposible saberlo… La sangre cubre la
esfera.
También Rossi lo lamentó. Si las agujas se habían detenido a
causa del golpe, el dato podía proporcionarles una interesante
pista en relación al momento exacto del impacto. Pero esa
comprobación debería esperar la pertinente autorización de la
Comisión judicial. Una comisión de la que, por cierto, el inspector
jefe tampoco había sido informado. ¿Estaba previsto que hiciera
acto de presencia? La ley italiana así lo contempla. Pero ¿cómo
guiarse por la lógica ante el cadáver de un personaje de aquella
naturaleza y en un lugar como el Vaticano?
Y Constante Rossi, poco amante de subterfugios y demás
enredos jurídicos, se propuso no apartarse de su habitual línea de
conducta: la simplicidad.
Y, en un codo con codo con el pelirrojo, emprendió la
siguiente fase preliminar: la exploración del entorno inmediato al
cadáver.
Chíniv, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de
la pareja, también cayó en la cuenta. Y, tan intrigado como el
capitán, se preguntó por qué no lo había descubierto con
antelación. Y poco faltó para que abandonara su puesto junto al
sillón curvado. En el último segundo, sin embargo, decidió esperar
y observar.
El inspector dedicó unos instantes a la atenta contemplación
de aquel cirio encendido. Sus cinco hermanos presentaban una misma
y matemática longitud. Alrededor de treinta centímetros. Y se
formuló una inevitable pregunta:
¿Por qué aquella sexta vela aparecía consumida y rebajada en
casi dos centímetros?
Pero las cavilaciones fueron suspendidas por un nuevo
hallazgo. Gasparetto reclamó su atención desde el otro extremo del
altar. A sus pies se hallaba una solitaria zapatilla negra. Y sin
prisas fue a reunirse con su ayudante.
El examen fue breve. Pero, al igual que ocurriera con
Seguridad, capitán y teniente se mostraron
recelosos.
¿Qué hacía allí -a escasos centímetros del cadáver- un zapato
de mujer? ¿Se tenía conocimiento de alguien que hubiera acompañado
al Pontífice durante su estancia en la capilla? ¿Había presenciado
el supuesto accidente?
El cúmulo de interrogantes empezaba a pesarles. Y el jefe de
Homicidios estimó que había llegado el momento de pasar a la
acción. Y Chíniv acudió presto a su llamada.
Pero el comandante no supo responder a las dos primeras
preguntas. Ignoraba el porqué de la zapatilla en las proximidades
del altar, aunque sospechaba a quién podía pertenecer. Respecto a
la vela encendida, ni la más remota idea.
–Quizá yo pueda aclarárselo, inspector…
Sor Juana rompió su silencio. Y calzándose el zapato añadió,
rubricando sus palabras con una amarga sonrisa:
–Debí de perderla en los primeros momentos de confusión, al
encontrar el cuerpo del Santo Padre…
Gasparetto empezó a tomar notas. Y Chíniv respiró aliviado.
Pero el capitán, insatisfecho, señaló el segundo pie, conminándole
a que explicara por qué se hallaba igualmente
descalzo.
La monja, aturdida, no acertó a responder. Y sus mejillas se
incendiaron, encrespando las suspicacias del
inspector.
¿A qué se debía aquel retraso? El médico personal del Papa
fue advertido telefónicamente hacia las cinco y once
minutos…
Rossi olvidó a la superiora. Y se centró en el recién
llegado. Su traje, negro funerario, y aquel rostro macilento y
arruinado por la viruela no le gustaron.
Y el hombrecillo, olvidándose del cadáver, se entretuvo en
una descarada observación de los allí reunidos. Al identificar a
Chíniv y a los funcionarios de policía, los cráteres de su cara se
distorsionaron. El comandante, habituado al desabrido estilo del
polaco, le ignoró. Ugo encajó con escepticismo la despreciativa
mueca. Rossi, en cambio, quedó perplejo. Pero no por la falta de
cortesía del médico, sino por una circunstancia, anormal a todas
luces. En lugar de ocuparse de inmediato del cuerpo de su amigo,
había dado notoria preferencia a la minuciosa inspección de los
presentes.
Mielawcki se tragó sus pensamientos. No así el inspector. Y
aproximándose al prelado le interrogó acerca de la Comisión
judicial.
La intuición de Rossi dio en el blanco. Al escuchar la
pregunta, la irritación del doctor se despeñó, dejando a Rodano con
la palabra en la boca.
–¿Es que también ha autorizado la entrada de esos leguleyos?
¿Por qué no respetan su desgracia? ¿A qué otras infamias piensa
someterle?…
Y colérico, retando al monseñor desde su menguada estatura,
le soltó sin rodeos:
–Usted y su casta de fariseos trataron de volverle loco.
Usted y esa ponzoñosa Curia lo han matado…
La cara de Rodano se hizo porcelana. Y el capitán,
instintivamente, desvió la mirada hacia la superiora. En sus ojos
grises creyó distinguir un solapado respaldo a las brutales
afirmaciones de su compatriota.
–¿A qué viene esta farsa? – vociferó el anciano fuera de sí-.
¿Es que cree su eminencia que una investigación policial servirá de
algo?… Ustedes, sanguijuelas, lo han sabido planear muy bien… Él
está muerto. Eso es lo que cuenta.
Y antes de que el descompuesto prelado acertara a replicar,
Mielawcki arrojó el maletín a los pies de Renato Itenozzu. Y,
censurándole con una sardónica sonrisa, le reservó la última gota
de veneno:
–¡Hazlo tú…, si te atreves! Extiende el certificado de
defunción. Ellos sabrán recompensarte…
Y la destartalada silueta se apartó del huracán que acababa
de provocar, desapareciendo por la doble puerta.
Constante Rossi, hábil, acudió en auxilio del secretario de
Estado, apagando la malsana curiosidad de algunas de las
miradas.
–Eminencia…, tendré que interrogar a cuantos trabajan en esta
tercera planta.
Rodano agradeció el salvavidas. Y, alertando al jefe de la
Seguridad, le rogó que se acercara.
–Entregue la lista al inspector…
Rossi la ojeó sin exteriorizar un excesivo interés. Y
trasladando el papel a su ayudante puntualizó:
–Ocúpate.
A renglón seguido -simulando que lo había olvidado- se
interesó de nuevo por la Comisión Forense.
–Está en camino. ¿Algo más?
Complacido, el capitán se limitó a esbozar un preventivo no…,
por ahora.
Y el prelado, tomando a Chíniv por el brazo, se apresuró a
seguir los pasos del médico polaco.
Itenozzu, desalentado, hizo ademán de abandonar igualmente el
lugar. Pero Rossi le retuvo.
–Un momento, doctor…
Y, abordando a los funcionarios, los autorizó a
proceder.
–Ya saben. Primero las fotografías.
El teniente asintió. Y los cuatro hombres se trasladaron al
fondo de la capilla, depositando las maletas sobre el verde
terciopelo de las pequeñas banquetas.
El inspector invitó al jefe del Servicio Sanitario Vaticano a
moverse con él hacia la doble puerta.
–Y ahora, dígame: ¿ha explorado el cadáver?
Itenozzu procuró calmarse.
–Mínimamente…
–¿Lo han movido?
–La prohibición del secretario de Estado ha sido
terminante.
La aclaración tranquilizó al policía.
Dirigido por Ugo Gasparetto, uno de los funcionarios activó
el potente flash, iniciando el trabajo fotográfico. En primer
lugar, una serie de tomas generales. Con las prisas habían olvidado
la cámara de vídeo.
–¿Algún otro signo de violencia, además de los
visibles?
El médico replicó con cansancio.
–Imposible saberlo sin una revisión a fondo.
–¿Rigor mortis? Itenozzu se encogió de hombros, repitiendo lo
que ya había manifestado al prelado.
En otras palabras -argumentó Rossi para sus adentros-, que
nos encontramos atados de pies y manos. Habrá que esperar el
dictamen del forense.
La voracidad de los destellos encogió el ánimo de sor Juana.
Aunque comprendía la misión de aquellos hombres, algo en su
interior se revelaba contra lo que estimaba como una violación de
la intimidad de su reverenciado Santo Padre. No podía soportar la
aproximación de aquel implacable foco a la cabeza, al rostro o a
las espaldas del indefenso cuerpo. Y angustiada -huérfana de la
compañía de sus hermanas o del jefe de Seguridad e impotente frente
al ir y venir de los funcionarios alrededor del reclinatorio-, fue
deslizándose lenta y sigilosamente hacia la
puerta.
–¿Sabe si la víctima sufría alguna dolencia
concreta?
Itenozzu, buscó una vía de escape.
–Eso tendrá que preguntárselo a su médico
personal…
El capitán no se dio por enterado.
–¿Era propenso a desvanecimientos o mareos?
El médico titubeó. Y pagó el error.
–Por favor -le invadió el capitán sin contemplaciones-, no me
oculte nada. Tarde o temprano…
Sor Juana entreabrió la doble puerta. Pero Rossi la
fulminó:
–Hermana, ¿por qué tanta prisa?
La superiora bajó la cabeza, avergonzada.
–Sé que, últimamente, su salud se había
deteriorado…
El inspector exigió concreción.
–Perdía peso. Apenas se alimentaba y, en efecto, sufría
caídas de tensión.
–¿Recibía medicación?
–Supongo que sí…
–¿Supone?
Itenozzu, incómodo ante la presión, volvió a remitirle a
Mielawcki.
–Pero usted es el jefe del Servicio Sanitario. ¿Qué
medicamentos?
–Ya le he dicho que lo desconozco…
–¿Qué me dice de su salud mental?
El médico percibió el peligro. En su cerebro seguía
repiqueteando la audaz acusación del polaco.
–Inspector, no soy psiquiatra…
Rossi no dudó en colocarle de nuevo contra las
cuerdas.
–Vamos, doctor, esto es una aldea…
–Pregunte a Mielawcki.
–Le pregunto a usted.
El tono del capitán se afiló.
–No sé. No tengo suficientes elementos de juicio.
Compréndalo.
Las balbuceantes palabras de Itenozzu fueron la mejor
respuesta. Pero el inspector jefe, abusando de la docilidad del
médico, dio otra vuelta de tuerca.
–Lo único que comprendo es que una de sus obligaciones era
conocer el estado físico y mental de su ilustre paciente. ¿Asistió
personalmente a alguna manifestación de desequilibrio
psíquico?
Renato le miró aterrorizado.
–No, por supuesto…
–Pero sí le han llegado noticias…
–Sólo rumores -cedió Itenozzu bajando la
guardia.
–¿Qué rumores?
Ahora fue Chíniv quien traspasó el umbral. Se excusó y,
señalando el centro de la capilla, dio a entender al capitán que
necesitaba hablarle.
El médico recobró el aliento, recibiendo la presencia del
comandante como una liberación. Pero Rossi, viejo explorador de la
naturaleza humana, anticipándose a sus intenciones, le ordenó que
aguardase.
Y el jefe de Seguridad, conduciéndole afablemente hasta el
respaldo del sillón curvado, le anunció el inminente arribo del
juez y los forenses.
–¿Cómo va el trabajo?
El inspector extendió la mano izquierda, invitando a su
interlocutor a que lo comprobara por sí mismo. Dos de sus hombres,
provistos de testigos métricos, tizas y una solución lechosa, se
afanaban en las acotaciones del cadáver, del charco de sangre y del
sinfín de regueros. Una vez marcados los detalles y señalizados los
puntos de interés mediante los referidos testigos o tiras adhesivas
de papel milimetrado y numerado, el tercer funcionario los
fotografiaba de inmediato, tanto en detalle -con el auxilio de una
lente macro- como en plano general. Ugo, por su parte, había
iniciado un minucioso levantamiento de croquis de la capilla y de
cuanto contenía.
–Empezando…
–Está bien -le tranquilizó Chíniv-. Ahora debo dejarle. La
comisión llegará de un momento a otro. Por cierto…
El jefe de Seguridad lanzó un desconfiado vistazo a Itenozzu
y a la superiora. Y bajando el tono le hizo partícipe de una
confidencia.
–Cabe la posibilidad de que la autopsia se practique mucho
antes de lo que imaginábamos.
La estudiada pausa de Chíniv y una escurridiza sombra de
desaliento en sus enrojecidos ojos surtieron efecto. Rossi
reaccionó:
–¿Qué insinúa?
–A usted debo confesárselo. Monseñor Rodano lucha
prácticamente solo… Digamos que existe una corriente dentro del
sistema, que se opone a esta investigación y, muy especialmente, a
la autopsia.
El inspector sonrió irónico.
–Hágame caso. Muévanse con rapidez…
–¿Dónde tendrá lagar el examen anatómico?
Chíniv se resistió. Finalmente, admitiendo que Constante
Rossi -en cierto modo- se hallaba de su lado, le reveló que todo
había sido dispuesto en aquella misma tercera planta. La primera
idea de Rodano -trasladar el cadáver a la clínica Gemelli- fue
desestimada.
–Y otra cosa.
El jefe de Seguridad se distanció de Rossi. Y señalando el
reposabrazos del reclinatorio le sugirió que lo
examinara.
El capitán accedió. Y tras contemplar el goteo de sangre, el
celeste de sus ojos se perdió en el pavimento de mármol sobre el
que se suponía había resbalado o tropezado el Santo Padre. Y sus
cejas cabalgaron.
–Y bien. ¿Qué opina?
La mente del policía, en ebullición, no logró descomponer el
inexpresivo rostro. Y el comandante tuvo que interpelarle por
segunda vez.
–¿No le parece extraño?
La réplica fue un jarro de agua fría.
–No mucho, francamente. No sabemos si, a pesar del golpe,
tuvo oportunidad de incorporarse, buscando apoyo en el
reposabrazos…
–Pero…
–En ese caso -remachó el inspector sin inmutarse-, sería
lógico que la sangre de la frente hubiera caído sobre el
terciopelo.
Y dando media vuelta se alejó del consternado
comandante.
Rossi impartió una nueva orden.
–En cuanto sea posible, peinen la zona. Empiecen por el
reclinatorio y el sillón. Después busquen en el altar, escalón,
enlosado, picaportes, atril, etcétera… ¡Ah! Y no olviden los
cirios. En especial, el encendido. Quiero un máximo de
huellas.
Y cambiando el norte de sus pensamientos, dedicó unos
instantes a la observación de sus inmediatos objetivos. Itenozzu y
la superiora continuaban junto a la doble puerta, forzosamente
sumisos. Sobrados de funestos presagios. El médico, en actitud
reflexiva, frotando su cuadrado mentón, parecía más excitado que
sor Juana. Y el capitán, astuto, creyó conveniente empezar por la
religiosa, desbocando así el nerviosismo del doctor. Si la
psicología no erraba, al reanudar el interrogatorio, Itenozzu
debería mostrarse más propenso a la colaboración…
La monja acudió ligera al ruego del capitán. El médico, en
efecto, fue sacudido por una ráfaga de inquietud. Y Rossi,
espiándole con el rabillo del ojo, se felicitó.
–Bien, hermana…
Antes de que cuajara la primera cuestión, sor Juana,
temerosa, se parapetó entre el febril culebreo de sus
dedos.
–Por favor -terció Rossi conciliador-, sólo intento
conversar. Pura rutina…
Trató de corresponder. Pero la sonrisa nació
muerta.
–Tengo entendido -mintió calculadamente- que fue una de sus
religiosas quien descubrió el cadáver…
Desconfiada, indagó en las obstinadas pupilas del capitán. Y
las manos se le enroscaron hasta hacerse daño. Pero Rossi no
conocía la prisa.
–Fui yo, señor… Exactamente a las cinco menos
diez…
Mientras la compungida monja rearmaba de nuevo los recuerdos,
relatando la dolorosa experiencia, el inspector se vio arrojado a
lo más profundo de aquel dilema. Sus provisionales suposiciones se
desplomaron. Tenía que pasar la hoja. Arrancar de cero. El habitual
horario del Pontífice, en efecto, aparecía notablemente
alterado.
–¿Y dice usted que la capilla se hallaba
cerrada?
–Desde la medianoche.
–¿Alguien más tiene llave de esa puerta?
–No, señor…
El capitán desvió sus pensamientos hacía el altar. Pero la
superiora se anticipó.
–Su Santidad disponía de una pequeña entrada, a la derecha
del ábside. Es privada y comunica directamente con sus
habitaciones. ¿Desea verla?
Sorprendido por la agilidad mental de aquella mujer de
sesenta años, se contentó con sonreírle. Y fue derecho al
grano.
–¿Puede decirme si el Papa solicitó la presencia de alguna de
ustedes, o de sus colaboradores, entre las doce de la noche y las
cinco de la madrugada?
–En lo que a nosotras concierne, no, por supuesto. Las
hermanas y yo nos retiramos poco después de las doce. Si el Santo
Padre reclamó a alguien en el transcurso de las cuatro horas y
media siguientes, sinceramente, lo desconozco.
–¿Ha inspeccionado el dormitorio?
Esta vez fue la religiosa quien se sintió complacida por la
intuición del policía. Y sus ojos ganaron parte de su proverbial
serenidad.
–Por orden expresa de su eminencia…
Interesante -caviló el capitán-. Muy interesante. Al parecer,
alguien nos lleva ventaja…
–Y tal y como imaginaba -prosiguió melancólica-, la cama se
encuentra revuelta.
–¿Y qué tiene de extraño?
–En principio, nada… El Santo Padre se acostó. De eso estoy
segura. y probablemente lo hizo según su costumbre. Hacia las once
y treinta. Media hora antes solía cerrarse en sus
aposentos…
–¿Cerrarse? ¿Con llave?
Sor Juana rectificó. Se había explicado
incorrectamente.
–El Santo Padre no era de esa clase… Sus habitaciones siempre
estaban abiertas…
Uno de los funcionarios se encaminó hacia las maletas.
Instantes después, al cruzar de nuevo frente al inspector, cerró el
puño derecho, elevando el pulgar. Rossi correspondió con un guiño.
Y, mientras escuchaba a la religiosa, le siguió con la mirada.
Verdaderamente se sentía orgulloso de sus hombres. Todos, por
igual, habían captado la necesidad de agilizar el trabajo. El autor
de la señal se arrodilló muy cerca del pulido y verdoso pie
metálico del reclinatorio. Destapó uno de los frascos que acababa
de transportar y, con extremado celo, derramó una dosis de reactivo
sobre los pelos de una brocha. Una vez impregnado en el carbonato
de plomo, dirigió el pincel sobre el bronce, pintando con mimo la
tersa superficie. Y lenta e inexorablemente, el polvo blanco fue
cubriendo las escasas zonas respetadas por la sangre. Y el policía
aguardó expectante. Si la cara superior y el frente del pie curvado
conservaban alguna huella dactilar, no tardaría en
manifestarse.
Y el funcionario, elevando el rostro hacia Rossi, negó con la
cabeza.
–Más de una vez -se explayó la superiora-, entre las once y
las doce de la noche, he visto al primer secretario entrar y salir
de la cámara de Su Santidad. A mi entender, en todos estos años
jamás supe de alguien que llegara a cerrar esas puertas. Y le diré
más: creo que ni el Santo Padre sabía dónde guardaba la llave de su
dormitorio…
El capitán, vencida la resistencia inicial, fue
profundizando:
–¿Quién tenía acceso a sus habitaciones
privadas?
–Siwiz, por supuesto. Y también el ayuda de cámara, una
servidora y el resto de las hermanas encargadas del
aseo…
–¿Y el médico?
–Sólo en caso de enfermedad o en
situaciones…
Sor Juana comprendió que se había precipitado. Pero el
repentino mutismo tenía los segundos contados. Y el inspector,
sonriendo maliciosamente, redondeó la inconclusa
frase.
–¿Situaciones especiales?
El enjuto rostro se acaloró.
–¿Qué clase de situaciones?
Atrapada, le confesó parte de la verdad.
–En las últimas semanas, desconozco las causas, Su Santidad
había experimentado mareos y preocupantes desvanecimientos. Pues
bien, en dos o tres oportunidades tuvo que ser auxiliado y obligado
a guardar cama. Mielawcki le atendió…
Rossi intervino sin rodeos.
–¿Considera usted que atravesaba algún tipo de
depresión?
Indecisa, se mordió los labios.
–No soy médico, inspector…
–Pero sí una excelente observadora…
Sor Juana sucumbió al oportuno y certero
elogio.
–Bueno, en cierto modo, yo era uno de sus ángeles custodios.
Desde el atentado en la plaza de San Pedro ya no fue el
mismo…
Y, recapacitando, añadió convencida:
–Pero el asunto de La Piedad le trastornó. Jamás le había
visto tan reservado y taciturno. Nos rehuía. Rechazaba los postres
de sor Gabriela. Su mirada, antaño vivaz, se apagó. Dedicaba muchas
horas a la oración. Este lugar era su refugio.
–¿Tomaba algún antidepresivo?
La superiora bajó los ojos, tratando de
memorizar.
–No lo sé con certeza…
–¿Quién se responsabilizaba de los
medicamentos?
La monja, presuponiendo alguna doble intención, cortó por lo
sano.
–El Santo Padre sentía un rechazo natural por los fármacos.
Siempre fue un hombre fuerte, sano y jovial…
Una benevolente sonrisa vino a recordarle que se estaba
distanciando de la pregunta.
–Ésa era una de mis obligaciones -reconoció sin alardes-.
Pero su farmacia era mínima…
–¿Nortriptilina?
El contumaz policía no se apartó un ápice de su
objetivo.
–No me suena…
–¿Quizá Desipramina o Protriptilina?
Fue negando sistemáticamente. Y Rossi desistió. El gris
cristalino de los ojos de la hermana no se empañó con la mención de
ninguno de los referidos antidepresivos. Y el inspector cambió de
rumbo.
–¿Qué le recetó Mielawcki contra los
síncopes?
–Comprimidos… Debía tomarlos tres veces al
día.
–¿Qué tipo de pastillas?
–Efortil. Yo misma se los dejaba en la mesa…
–¿Desde cuándo se los suministraba?
–El tratamiento se inició hace unos días.
Con una obsesión casi paranoide, el capitán formuló una
cuestión que él mismo había aclarado
implícitamente:
–¿Quién dio esa orden?
La monja replicó mecánicamente:
–Usted lo acaba de mencionar: su médico
personal.
–¿Fue sometido a algún examen previo?
–Lo siento -le frenó la religiosa, sosteniendo la acorazada
mirada-. Tanto si le digo que sí, como si lo niego, le estaría
mintiendo. Esos temas eran reservados. Tendrá que preguntar a
Mielawcki.
Los funcionarios, en su implacable rastreo de huellas
dactilares, se ocuparon del esponjoso cojín cosido al reclinatorio
y en el que el Pontífice hincaba las rodillas. En este caso, el
terso y verdiclaro cuero fue pincelado con magnabrush, un reactivo
negro. El peinado resultó infructuoso.
Y Rossi, recuperando un "hilo, aparentemente olvidado,
desplegó una nueva ofensiva.
–Me decía que inspeccionó el dormitorio por mandato expreso
del secretario de Estado. ¿Por qué?
Su propia ingenuidad le puso a salvo.
–El porqué no lo sé.
Y el inspector admitió que no debía abusar de sus ácidas
preguntas. Trampear a la superiora era una pérdida de tiempo. Y
replanteó el problema:
–¿Encontró algo que llamara su atención?
Sor Juana congeló la respuesta. Parpadeó indecisa y Rossi,
animoso, trató de despejarle el camino.
–Algo fuera de lo normal…
–No sé, inspector…
En el gris de sus palabras adivinó una
insinuación.
–Hermana, por favor, no se subestime. Diga lo que
sea…
Y, medianamente reconfortada, balbuceó:
–Quizás no tenga importancia…
–Deje que yo lo juzgue.
–Está bien -se vació-. Le diré lo que pienso. Llevo años al
servicio del Santo Padre.
Y, dejando caer la mirada sobre el cadáver,
rectificó:
–Bueno, llevaba… Lo que quiero decirle es que, en todo ese
tiempo, jamás había hecho una cosa semejante…
Rossi le apremió:
–Me refiero a su querido y fiel despertador de Cracovia. Se
lo regalaron hace veinte años. Era un rito. Él, personalmente,
establecía la hora a la que quería despertar. Siempre a las cinco.
Él le daba cuerda. Sólo en contadas ocasiones, Angelo, el ayuda de
cámara, se ocupaba de ese menester. Pero, casualmente, el mayordomo
se halla ausente desde hace tres días. Y aquí viene lo extraño. Al
revisar el dormitorio he comprobado que el reloj, como de
costumbre, había sido manipulado para que sonara a las cinco en
punto. Es más: el mecanismo ha funcionado y agotado, incluso, la
cuerda…
El capitán fingió no comprender.
–Está muy claro. Si la hermana Fe y yo encontramos el cuerpo
a las cinco menos diez, ¿por qué lo programó para las
cinco?
–Muy fácil. Pudo despertarse antes. Vestirse. Entrar en la
capilla y olvidar el despertador…
Sor Juana no aceptó la explicación.
–Usted no le conocía. Que Dios y la Santa Madonna me
perdonen… En ocasiones, y en especial con sus inocentes manías, era
terco como una mula.
Rossi continuó enarbolando bandera de tonto.
–Hermana, un descuido de ese tipo lo tiene cualquiera. Usted
misma ha confesado que en las últimas semanas se mostraba taciturno
y preocupado…
La religiosa no le dejó concluir:
–No, inspector. Aun aceptando que rompiera ese hábito, cosa
que dudo, ¿cómo explicar que olvidara igualmente sus otras
costumbres?
El rostro del jefe de Homicidios fue
endureciéndose.
–Cada mañana, antes de vestirse, tomaba su ducha, se afeitaba
y aseaba sus dientes…
La monja tomó aire.
–Usted y sus hombres pueden verificarlo. El baño y las
toallas están secos. No han sido utilizados. Y tampoco la brocha y
la cuchilla de afeitar… Una vez rasurado, Su Santidad tiraba
siempre la hoja…
El tic puso en movimiento las cejas del
capitán.
–En cuanto al cepillo de dientes -su tono ascendió hacia la
agresividad-, tan seco como todo lo demás… ¿Cree usted que es
normal?
Gasparetto, satisfecho, palmeó cordial la espalda del
fotógrafo. Y, reparando en la acuciante mirada de su jefe, se
apresuró a complacer la silenciosa llamada.
En presencia de sor Juana -sin tapujos- le sintetizó lo que
acababa de conocer por boca de la religiosa.
–Echa una ojeada…
Y, dirigiéndose a la superiora, le rogó que acompañara a su
ayudante, mostrándole las habitaciones privadas.
La hermana accedió complacida.
–Por cierto -anunció Rossi, al tiempo que, astutamente,
forzaba a la monja a tomar el camino de la puerta secreta-,
recuérdeme que le pregunte sobre esa vela…
Ugo supo que se refería al cirio encendido. Y sor Juana,
intrigada, se detuvo. Era la segunda persona que insistía en el
dichoso y enigmático asunto. E, incapaz de adormilar la curiosidad,
optó por cancelarlo sin más demoras.
–Como le manifesté a su eminencia, yo respondo por las
hermanas…
En esta ocasión, Rossi fue sincero.
–No le comprendo.
–Quiero decir que es imposible que se olvidaran. Esa noche,
al cerrar la doble puerta, las seis velas se hallaban
apagadas.
Constante le desafió:
–¿Cómo puede estar tan segura?
La polaca le apuñaló con la mirada.
–Usted parece un hombre riguroso en su
trabajo…
–Lo procuro…
–Yo también, inspector. El policía encajó el justo
reproche.
–¿Qué sugiere entonces?
Y directa le soltó a quemarropa.
–Que el Santo Padre no fue el único que visitó la capilla
durante la madrugada…
Rossi y Gasparetto intercambiaron su
perplejidad.
–Y por favor -apuntilló-, no recurra usted al fácil argumento
del prelado. El Papa no se ocupaba de las velas…
El inspector los vio alejarse y desaparecer por detrás del
altar. Y no tuvo más remedio que reconocerlo. Aquella mujer hubiera
sido una sagaz policía…
Y, abriendo su modesto bloc de notas, escribió
reposadamente:
Ingreso de la brigada en la capilla a las 6.52. Vela
consumida en varios centímetros. Consultar a
laboratorio.
Y siguiendo la consigna del capitán, uno de los funcionarios
paso a ocuparse del rastreo de posibles huellas en el robusto
cirio.
Y Rossi, seleccionando cuidadosamente dos palmos de alfombra,
fue a arrodillarse lo más cerca posible del rostro del Pontífice.
Primero lo observó con detenimiento. Después, extremando el
respeto, alargó la mano izquierda. Y las yemas de los dedos
acariciaron el mentón, recorriéndolo desde la barbilla hasta el
labio inferior.
Inspiró a fondo y, necesitando una confirmación, repitió el
gesto sobre la mejilla izquierda. Y, al igual que en el caso
anterior, de abajo arriba.
La madre superiora estaba en lo cierto. El cadáver presentaba
una barba rubia, rasposa y con un crecimiento que el inspector
estimó por encima de las veinte horas. Muy a su pesar, el caso se
enrarecía a medida que avanzaban en la
investigación.
Y, de pronto, sus escrutadores ojos se entornaron
ligeramente, procurando un enfoque más exacto. Y, conteniendo la
respiración, se inclinó hacia el gran coágulo de la frente. Su
vista no le había traicionado. Retrocedió.
Se acomodó sobre los talones y el dedo índice izquierdo
sofocó el súbito picor de las cejas.
¡Qué extraño! No parece sangre…
Y, alzándose, caminó despacio hasta las maletas. Tomó una
lupa y, retornando junto al cuerpo, examinó la herida con el favor
de los nueve aumentos.
Rossi -se amonestó-, eres un estúpido de solemnidad… Ahora sí
has entrado en el túnel.
Revolvió por segunda vez en los maletones y, de regreso,
siguió conversando consigo mismo.
Si es lo que imagino, tendré que replantearme algunas
preguntas. Y, aproximando la gruesa lente, localizó el diminuto
indicio. Y con pulcritud y delicadeza, ayudado por unas pinzas
metálicas, lo fue desencolando de los coágulos. Y la enrojecida
fibra fue a parar al fondo de un estrecho tubo de
cristal.
Y, con su sereno pulso de cazador, extrajo de la herida de la
frente un segundo y un tercer filamentos.