CIUDAD DEL VATICANO

04 horas 30 minutos

Aquélla era otra de sus costumbres. Un hábito que ni ella misma podía explicar satisfactoriamente. Se sentía segura bajo el dintel de las puertas. Y era así como gustaba ejercer su autoridad. Y como cada madrugada, desde que fuera reclamada para cuidar de los pucheros del Papa, sor Juana de los Ángeles se detuvo en el umbral. Parpadeó inquieta y, al punto, tras un minucioso vuelo de inspección por la desahogada e inmaculada cocina, sus achinados ojos grises se dulcificaron, recuperando la tonificante luminosidad que tanto agradecían sus hermanas de congregación. Todo parecía en orden. A primera vista, todo se hallaba bajo control, al menos en aquellos apartados aposentos del ala este del Palacio Apostólico. Pero la nueva jornada apenas si acababa de despuntar. En una hora -a las 05.30- el viejo, fiel y nacarado despertador de Cracovia alertaría al Santo Padre. El fugaz campanilleo -que jamás había traspasado la frontera de los diez segundos- precedería al casi simultáneo encendido de la mayor parte de las ventanas de aquella tercera planta. Era el comienzo oficial del nuevo día. Media hora más tarde -poco más o menos hacia las seis-, el Papa celebraría su primera audiencia. Sesenta minutos de recogimiento. Sor Juana sabía de la importancia de esta hora con Dios y de su modesta pero vital contribución a que todo en la capilla privada se hallara en armonía y de acuerdo con los severos gustos de su admirado Pontífice. A las 07 horas se iniciaría la misa. En cuanto a los invitados al posterior desayuno, ésa sí era una batalla perdida. A pesar de su machacona y lógica insistencia, Siwiz, el primer secretario particular, continuaba encogiéndose de hombros cada vez que era interrogado por la religiosa. En realidad, tanto sor Juana como el fiel polaco y hombre de confianza del Papa sabían muy bien que esa cuestión era una de las pocas que escapaban al rigorismo doméstico que impregnaba la casa del Pontífice. Todo dependía del humor, de la curiosidad o de los íntimos e inescrutables pensamientos del Santo Padre. Una vez finalizada la misa -a eso de las 07 horas y 45 minutos-, era el propio Papa quien, tras saludar y departir brevemente con la treintena de hombres y mujeres que le había acompañado en el Santo Sacrificio, procedía a seleccionar a los invitados que deberían compartir la colación. Pero esos momentos estaban aún por llegar…


Y sor Juana, desde el umbral, fue a centrar su atención en lo que realmente importaba.

Con la destreza de un malabarista, sin asomo de duda, los rollizos y sonrosados brazos de sor Gabriela seguían danzando incansables sobre las bandejas de madera que se alineaban en la rojiza mesa de pino. Y mentalmente, salpicando la vajilla con rápidos y nerviosos toques de sus dedos, fue pasando revista a los elementos que daban cuerpo al desayuno del Santo Padre y de sus imprevisibles acompañantes: zumo de uva negra, panecillos recién horneados, leche, queso, mermelada y café en abundancia. Y como extra, una pequeña sorpresa: jablka m cieslie z sokiem, un pastel de manzana con salsa de frutas. Todo un detalle sugerido y confeccionado por la diligente e imaginativa Gabi, la hermana cocinera. Y fiel al ritual de cada madrugada, sor Gabriela alzó su cara de luna, buscando el refrendo de la madre superiora. Y sor Juana, desde la puerta, asintió con una grave y breve inclinación de cabeza.

Acto seguido, en un gesto mecánico, la cocinera giró sobre los talones, al tiempo que estregaba las manos entre los bajos del azulón e interminable mandil. Y, abriendo una de las alacenas, extrajo media docena de blancos paños de hilo. Y puesto que la colación debería permanecer en la cocina hasta las ocho en punto, las bandejas fueron delicadamente cubiertas.

Y también como parte obligada en tales prolegómenos, dejó hacer a la vivaz e incorregible hermana Fe. Su próximo cincuenta aniversario, lejos de moderar su genio, parecía arrastrarla a una segunda y alocada infancia. Rara era la jornada que no se veía en la necesidad de amonestarla. Pero sor Juana y el resto de las religiosas de la reducida comunidad daban por buenas sus inocentes extravagancias. Algunas, incluso, lo agradecían. En el fondo era una forma sana y discreta de quebrar la rigidez y la tensión que flotaban en las diecinueve estancias de los apartamentos papales.

Y sor Fe, la más joven de las monjas polacas, rescató un centro de flores de uno de los galvanizados fregaderos. Entornó los ojos y, aproximándolo al pálido y afilado rostro, fue a perderse en la fragancia de aquel puñado de rosas blancas y rojas, todavía prietas y prometedoras. E inevitablemente, como cada madrugada, los gruesos lentes resbalaron por la ganchuda nariz, atrapando un par de cristalinas gotas de agua. Y, tras un profundo suspiro, rodeó la mesa de pino, avanzando al encuentro de la casi imperceptible y familiar sonrisa de la superiora.

Pero antes de franquear el paso a la responsable de las flores, la vigilante mirada de sor Juana volvió a escrutar las cuatro palabras escritas con tiza en el pizarrón que colgaba entre dos de los espigados y avejentados aparadores. Y se sintió satisfecha. Aquel menú, discutido y seleccionado con sor Gabriela la noche anterior, haría las delicias del Santo Padre. De primer plato, kapusniak Cuna sopa de col fermentada). De segundo, otra especialidad polaca: zraz (un suculento filete en salsa de crema) y grzyby (setas hervidas o quizá a la marinera). La cuarta y última palabra hacía referencia al postre: mazurek (torta de frutas). El problema, como casi siempre, lo constituía el número de raciones. Y al igual que sucediera con los desayunos, tan incómoda situación debería esperar. Tratar de conocer de antemano los cubiertos previstos para el almuerzo de Su Santidad era un trabajo al que había renunciado a las pocas semanas de su llegada a Roma. La experiencia, sin embargo, le había ido enseñando que, dadas las reducidas dimensiones del comedor, los comensales difícilmente sumaban más de ocho. Aun así, sor Juana -y en especial la hermana cocinera- no terminaban de acostumbrarse a los angustiosos equilibrios gastronómicos de última hora.

Sor Fe cruzó el umbral. Pero, al tercer paso, extrañada, se detuvo. Los negros hábitos de la superiora seguían recortándose en mitad de la puerta. Y el único símbolo externo de su autoridad -el cada vez más abultado racimo de llaves que colgaba del ceñidor- fue golpeado por la implacable luz de los fluorescentes. La portadora del centro de rosas dudó. La actitud de sor Juana, plantada frente a la cocina y retrasando la obligada gira de inspección por los todavía oscuros y dormidos aposentos, no tenía precedentes. Algo fuera de lo común la retenía. Y sor Fe, sin poder evitarlo, recordó la última reprimenda. La reverenda madre se lo había repetido un sinfín de veces. La orden, además, procedía del omnipotente Siwiz: Nada de marcas comerciales en los electrodomésticos. Debían ser anuladas. Pero ella, presa en la agotadora dinámica de la limpieza, del lavado y del planchado, lo había olvidado. Por otra parte, ¿a qué tantas prisas? Desde que saliera del convento del Sagrado Corazón en su amada Cracovia -y de esto hacía ya más de tres años- ni un solo periodista había sido autorizado a penetrar en los dominios de la comunidad. Así y todo, sor Fe reconoció que a la superiora le asistía la razón. Y se hizo el firme propósito de satisfacerla a lo largo de esa misma mañana.

De haber podido contemplar su rostro, sor Fe habría comprendido que el motivo de tan inusual demora no se hallaba en los rótulos del lavavajillas, del abrelatas o del horno, sino en la espigada silueta de sor Eliza. A punto de abandonar la cocina, el fino instinto de la superiora le había hecho reparar en un silencio poco común. Atareada en el manejo del molinillo eléctrico, la siempre cantarina monja permanecía muda y demacrada. A lo largo de aquellos minutos no la había visto alzar los ojos. Pero lo más desconcertante es que, por primera vez en meses, la vieja y querida balada polaca -El montañés-, coreada siempre por las hermanas, parecía desterrada de los labios de la ayudante de la cocinera. Tentada estuvo de hacer una excepción, traspasar el umbral y reunirse con la religiosa. El corazón de sor Eliza, sin duda, se hallaba desbordado por alguna preocupación que, de momento, no acertaba a recordar. Como responsable de tan especialísimo grupo de monjas, estaba al tanto de sus más íntimos problemas. Ella las había seleccionado y redactado los meticulosos informes exigidos por la Secretaría de Estado. Y sabía también que cada uno de los expedientes -secretamente verificados por un enviado especial de la curia al convento de Cracovia- había ido a parar por último a las manos del propio Santo Padre, quien, asesorado por su primer secretario particular, terminó por aceptar la elección. Cada hermana -de acuerdo con las estrictas normas vaticanas- había sido elegida en función de cinco exigencias básicas: edad canónica (es decir, exenta de la menor atracción fisica), probada espiritualidad, salud de hierro, competencia profesional y, muy especialmente, extremada discreción. De este abanico de requisitos, el único que le obsesionaba era el de la salud. A pesar de su excelente memoria no conseguía recordar un solo día en el que hubieran dormido más de cinco horas. Pero se debían a su admirado Pontífice y al juramento de fidelidad otorgado en presencia del gélido y exigente Siwiz.

Bien. Lo tendría en cuenta. Y se ocuparía de sor Eliza en el momento oportuno. Ahora mandaba su segundo amo: el reloj. Y, dando media vuelta, fue a reunirse con la inquieta hermana Fe. Mientras permaneciera como gobernanta de aquella tercera planta, los sentimientos personales debían ocupar un remoto puesto en el escalafón de prioridades. Ella no era sor Vincenza ni aquél, su apuesto Papa polaco, un Albino Lucíani que admitiera la menor debilidad en sus ayudantes y subordinados…


04 horas 40 minutos


Aquella visita de inspección al comedor privado figuraba en el invariable "orden del día". Y en silencio, con paso decidido, las religiosas salvaron los veinte metros que separan la cocina del refectorio.


Sor Fe, calculadora, optó por no atizar el fuego. Si entre los pensamientos de la superiora anidaba ya una nueva e inminente amonestación, lo más sensato era esperar y resignarse.

Sor Juana palpó el manojo de llaves. La escasa iluminación del corredor, pésimamente servida por los ambarinos pilotos alojados en los rodapiés, no restó eficacia a sus rutinarios movimientos. La cerradura giró y la negra y pesada hoja de roble fue empujada con suavidad. Y la mano de la superiora tanteó a su izquierda, rozando con las yemas el fino dorado que empapelaba la estancia. Una vez iluminada, y de acuerdo con su costumbre, permaneció bajo el dintel, absorbiendo en un golpe de vista la totalidad de la cámara. Vigiló los pasos de su compañera y la delicada colocación de la canastilla de rosas en el centro de la gran mesa que justificaba la sala. A continuación, acechante, fue explorando la ubicación de la docena de cuadros, de las nueve sillas, del aparador, del equipo de música, de las cinco pequeñas estatuas de madera, de la alfombra afgana y de sus hipotéticas arrugas. Por último, con singular celo, fue a enfrascarse en el repaso visual de cada centímetro cuadrado del sillón del Papa.

A qué negarlo. Aquélla era una de las muchas y admirables cualidades de la madre superiora. Ni sor Fe ni el resto de las hermanas habían logrado averiguar jamás cómo se las ingeniaba para detectar la más venial de las anomalías… y sin moverse de las dichosas puertas.

El caso es que el seco chasquido de los dedos de sor Juana significaba la localización de un fallo. Y sor Fe, como un autómata, siguió la dirección marcada por los ojos de la superiora. Rodeó el nevado mantel de lino y, como un radar, los lentes apuntaron hacia el terciopelo "burdeos" del asiento papal. Allí estaba el pecado. Al inclinarse para depositar las flores, uno de los pétalos se había desgajado, cayendo sobre la augusta silla.

Encendida como una amapola, guardó la blanca hoja y, mecánicamente, evitando el gris-acero de la mirada de sor Juana, tanteó algunos de los levantiscos capullos. Y satisfecha maldibujó una sonrisa exculpatoria. Pero la siguiente orden estaba ya trazada en el impenetrable rostro de la superiora. Y alzando la poderosa mandíbula señaló la ventana.

Segundos después, por la entreabierta doble cristalera, penetró la fresca brisa nocturna de una Roma en reposo. Y sor Fe, de puntillas sobre las negras zapatillas de fieltro, se dejó acariciar por el silencio. Como cada madrugada, la Ciudad Leonina y la vía de Porta Angélica aparecían desiertas. Y estirando el cuello trató de descubrir el pequeño furgón azul que la policía estacionaba regularmente frente a la Puerta de Santa Ana. Pero el peso de los inquisidores ojos de sor Juana sobre su nuca le obligó a desistir.


04 horas 45 minutos


Sor Fe lo sabía. Y también sus hermanas en Cristo. Si la madre superiora se mostraba escrupulosa en todo lo concerniente al orden, la limpieza y la disciplina dentro de los aposentos papeles, con la capilla privada sostenía un permanente y enfermizo reto personal. Ninguna de las religiosas, por supuesto, ponía en duda la santa naturaleza del lugar. Todas se hallaban al corriente de las frecuentes y, en ocasiones, dilatadas visitas del Santo Padre al pequeño templo, sabiamente reformado por su antecesor Pablo VI. En varias oportunidades se habían visto sorprendidas -bien a lo largo de la mañana, mientras se afanaban en la limpieza de suelos y paredes; bien al atardecer, durante los rezos comunitarios- por la súbita irrupción del Pontífice, quien, sin mediar palabra, se hincaba de rodillas en el solitario reclinatorio central. Y hay quien asegura haberle visto, a altas horas de la noche, de bruces sobre la verde alfombra persa, orando al estilo oriental. Y comprendían y aceptaban que sor Juana extremase su celo hasta el punto de cambiar diariamente los sagrados manteles y la ofrenda floral que alegraba el extremo derecho del tabernáculo. Pero aquella obsesión por abrillantar cada madrugada el pequeño esmalte con el rostro de la Virgen de Czestocowa, alojado a dos metros del suelo y a la derecha del gran Cristo de madera que pende sobre el altar, sinceramente, no era normal. ¿Y qué podían hacer? En las sofocantes sesiones de plancha lo habían discutido a media voz. Casi clandestinamente. Todas se mostraban conformes: alguien debería hablar con la superiora. Aquella absurda manía de repasar diariamente el icono de la Virgen negra venía a robarles, al menos, media hora de sueño, Pero ¿cómo plantearle tan justo descontento?


Era matemático. A la misma hora y en el mismo lugar, al doblar la esquina y avanzar por el corredor que se abre paso entre las habitaciones del sector sur, sor Fe se veía asaltada por estos, quizá, poco caritativos pensamientos. Y también era cierto que tan incómodas reflexiones no florecían más allá de veinte o treinta segundos. Es decir, durante el tiempo consumido en el breve trayecto entre el refectorio y la capilla.

Y sor Juana, obsesiva, consultó de nuevo la fosforescencia de su reloj de pulsera. Estaban en el límite. Sí actuaban con diligencia, y contando, obviamente, con la benevolencia divina, una vez consumadas las postreras incursiones a los salones y al gabinete privado, quizá pudieran arañar unos minutos. Lo suficiente para plegar los delantales, cepillar los hábitos, vigilar las tocas y reponer una gota de esencia de espliego tras las orejas. Aunque el servicio del desayuno obligaba a la reverenda madre a retirarse poco antes de la bendición final, por nada de este mundo hubiera renunciado a la diaria y secreta vanagloria de rezar, cantar y comulgar junto al Santo Padre. La misa de siete, al menos para ella, era mucho más que un sagrado acto de comunicación con Dios. Allí, entre la treintena de invitados que difícilmente se repetía, a cinco metros del sillón y reclinatorio papales, sor Juana se transfiguraba. Aquellos cuarenta copiosos minutos, en los que sus ojos y corazón se llenaban con la gallarda y segura figura de Su Santidad, compensaban con creces el claroscuro de su permanente servidumbre. Y desde su discreto pero excelente puesto de guardia -siempre en el umbral-, desplegaba, además, la red de su insobornable mirada, reteniendo y procesando hasta el más mínimo detalle. Nada burlaba su singular y temida habilidad. El pulcro planchado de la blanca sotana de seda del Pontífice, la plateada blancura del solideo, la milimétrica exactitud en el tamaño de las velas o el azul cristalino de las vidrieras, entre la constelación de formas, luces, silencios y ademanes que sólo ella percibía, eran chequeados sin interrupción, al tiempo que su audaz voz se emparejaba en los cánticos con la del celebrante. Pero todo esto formaba parte de la última e inexpugnable ciudadela de su alma.

Y sor Fe, fiel a las ordenanzas, aguardó a que la superiora hiciera girar la cerradura que liberaba la doble puerta. Y como cada madrugada, aguzó el oído, esperando reconocer los lejanos, intermitentes e inconfundibles ronquidos del padre Siwiz. Aquel estratégico dormitorio -al fondo del pasillo- constituía un irritante enigma para su indomable curiosidad. En especial, desde aquella mañana en que, en compañía de sor Eliza, mientras trasteaban en el aseo y ventilación de la modesta cámara, fue a descubrir entre las sábanas unos aparatosos goterones de sangre. ¿Es que el primer secretario dormía con cilicio? La verdad es que de aquel hombre de cuarenta y siete años, permanentemente despeinado, siempre esquivo y cuyas manos le recordaban el pedernal, podía esperar cualquier cosa. Sinceramente, no le gustaba. Y no era la única en experimentar aquel rechazo casi natural. Sus casi treinta años de servicio, confidencias y lealtad al que hoy portaba el sello del Pescador, le habían convertido en un desagradable y, a veces, odiado filtro que no respetaba cargos, sentimientos ni prioridades. Su voz atiplada no admitía reparos ni segundas consideraciones. Su dudosa humanidad iba siempre por delante, tallada en hielo en unos ojos grotescamente redondos y desproporcionados que muy pocos habían visto pestañear. Nadie sabe si por iniciativa propia o por encargo, su raída sotana, sus chirriantes zapatones y la caja de huesos que Dios le había dado por soporte físico eran frecuentemente sorprendidos en los rincones más insospechados y a las horas más intempestivas. En plena noche se le veía deambular y esconderse entre la columnata de Bernini, quién sabe si espiando a las patrullas de vigilancia. Y otro tanto ocurría en los muy nobles despachos de la Secretaría de Estado y en la planta superior, en los dominios de sor Juana. Al filo de las cuatro, recién levantadas, las religiosas habían reparado más de una vez en una siniestra y escurridiza sombra que escapaba de la cocina o que se deslizaba por los corredores, desapareciendo hábil y veloz por cualquiera de las treinta y ocho puertas de los apartamentos papales, antes de que pudieran llegar a ella. En varias oportunidades, la pareja de seguridad que monta guardia en el segundo piso, cubriendo las escaleras y el ascensor privado del Papa, había tenido que padecer los improperios y amenazas de Siwiz, al ser descubierta por el sibilino polaco en uno de los esporádicos sueñecitos que, hasta cierto punto, eran normales en las apacibles y aburridas noches del Palacio Apostólico. Los veinticinco italianos que velan por la integridad física del Pontífice y que se turnan las veinticuatro horas en la custodia de dicha segunda planta, de los accesos a la tercera y, en fin, de la totalidad de los movimientos del Santo Padre -a excepción de los mencionados aposentos privados, en los que no pueden irrumpir salvo casos muy graves y específicos-, no acertaban a comprender la hiriente desconfianza del caja de huesos. A petición del propio Papa, el general Chiesa, jefe de la lucha antiterrorista en Italia, los había reclutado de entre los mejores, formando un cuerpo de elite: el S.S.S.S. o Servicio Secreto de Su Santidad. Hablaban varios idiomas. Muchos de ellos eran licenciados por las más prestigiosas universidades europeas y norteamericanas. Como tiradores selectos, podían alcanzar un blanco con los ojos vendados y guiándose por el crujido de los zapatos. A pesar de sus impecables modales y de la esmerada apariencia de sus ternos azules, hubieran inmovilizado a un sospechoso en cinco segundos o detectado un arma bajo la ropa por el simple estudio de las arrugas.

Definitivamente, sor Fe no comprendía por qué muchas de las decisiones del Vicario de Cristo en la Tierra se veían tamizadas por un individuo que rehuía el diálogo, que jamás sostenía la mirada de su interlocutor y a quien, para colmo, le sudaban las manos. Pero el Santo Padre le llamaba hijo…

Y sor Juana, disfrutando del cotidiano ritual, empujó la doble puerta con las puntas de sus diez dedos. Y ante la resignada quietud de sor Fe dejó que los solemnes labrados en bronce de Manfrini se abrieran de par en par.


04 horas 47 minutos


¿Fue un presentimiento? Sor Fe nunca lo supo. Lo cierto es que, amarrada a la estricta obediencia debida, con las gafas -como siempre- peligrosamente adelantadas y aguardando de reojo el beneplácito para penetrar en la capilla y proceder a su enésimo maquillaje, se sorprendió a sí misma, incomodada por un pálpito que empezaba a tamborilear por las arterias, advirtiéndola.


Así, de pronto, creyó intuir la razón de tan desacostumbrado desasosiego. Saltaba a la vista. Aquel inesperado amarillo sobre el altar era algo inconcebible en el espartano orden de tan santa casa. Y confusa, buscó en la memoria.

Pero la modesta luz no encajaba en sus recuerdos. No hacía ni cinco horas que ella misma había sofocado los seis cirios que escoltan el aagrario. Vencida la medianoche, concluida la última y rutinaria inspección, la madre superiora -haciendo honor a su merecida condición de gobernanta- había dado dos vueltas de llave, clausurando la capilla.

Pero, entonces…

Sor Fe no tuvo tiempo de formularse la inevitable cuestión. Fue sor Juana -imperativa y sin desviar la mirada del diezmado cirio- quien demandó una pronta explicación. La religiosa, perpleja, carraspeó, buscando un imposible auxilio en el reiterado ajuste de los bailarines lentes.

¿Y de qué hubiera servido excusarse? Todo cantaba en su contra. A no ser que…

Rechazó la idea. Aquél no era el estilo de Siwiz. Además, si la capilla había permanecido cerrada, ¿por dónde…?

En su borrascoso cerebro amaneció una segunda y no menos endeble teoría. Pero fue desterrada a idéntica velocidad. Aquello era ridículo. Sólo una imaginación tan desbordada y mundana como la suya podía concebir tamaño despropósito.

Para que el primer y aborrecido secretario hubiera tenido acceso al interior -prendiendo así la solitaria vela- habría sido preciso violar el descanso del Pontífice. Y por dos veces. Sólo a través del regio dormitorio existía una discreta y camuflada comunicación con el flanco derecho del ábside. Pero, como es natural, sólo era utilizada por el Santo Padre.

Semejante desafuero -todos lo sabían- no se hallaba al alcance ni tan siquiera del poderoso Siwiz.


04 horas 49 minutos


Y antes de que acertara a componer una respuesta, sor Juana traspasó el umbral, disolviéndose en unas tinieblas que amenazaban con engullir la tímida y esquinada flama. Sor Fe, descompuesta, fue incapaz de seguirla. El inusitado gesto -quebrando la sacrosanta costumbre de permanecer bajo el dintel- lo decía todo. Alguien, a no tardar -ella con seguridad-, pagada caro el error.


Y más que verla, la adivinó caminando sobre las verdiblancas losas de mármol, rumbo al altar. Creyó distinguir su cañaveral figura esquivando por la izquierda el macizo y curvado sillón de bronce que complementa el reclinatorio papal. Y al fin, merced al tenue destello de la misteriosa vela, la negra lámina de la superiora se hizo medianamente perceptible.

Salvó el escalón de veinte centímetros que divide prácticamente la capilla y, con la misma decisión con la que había arrancado de la puerta, fue derecha al encuentro del cirio. Y, por espacio de escasos segundos, la enjuta monja y su altiva toca se recortaron hieráticas contra el halo blancoamarillento. La proximidad de sor Juana fue acusada por la lengua de fuego, contoneándose. Y el pálpito de sor Fe arreció inexplicablemente.

De pronto giró la cabeza, reclamada por algo existente a su derecha. Y el breve perfil de la superiora quedó provisionalmente dibujado sobre la luz. Y así permaneció durante uno o dos segundos. Y sor Fe -acertadamente- imaginó que sus privilegiados ojos grises acababan de detectar una segunda y desgraciada anomalía.

A partir de esos instantes, todo se encadenó en un confuso desorden.

Sor Juana rompió la inmovilidad y avanzó un par de pasos. Pero, al rebasar el centro del tabernáculo, se detuvo. Inclinó el tronco, como si tratara de cerciorarse, y, acto seguido, ante la perplejidad de la vigilante hermana Fe, saltó hacia atrás golpeándose los riñones con el ara. Parecía como si alguien la hubiera empujado violentamente. Por supuesto, tan enigmática secuencia -impropia de la imperturbable religiosa- terminó de desarmar los ya debilitados ánimos de sor Fe. Y el miedo a empeorar las cosas la mantuvo en su sitio.

¿Un gemido? Sí, pudiera ser. Sor Juana abrió los brazos, buscando apoyo en el filo del altar. Y sin dejar de emitir aquel entrecortado y cavernoso sonido, fue deslizándose insegura hacia el extremo en el que parpadeaba la nerviosa vela. Pero antes de llegar a su altura rechazó el contacto con el mármol. Y cubriendo el rostro con las manos se tambaleó. Al momento sor Fe volvió a perderla en la oscuridad. Juraría que se había desplomado. Y un sudor frío comenzó a destilar bajo la toca. Fue la señal. Y obedeciendo al instinto se precipitó en auxilio de la superiora.

Pero, cuando apenas había recorrido tres de los cinco metros que la separaban del sillón curvado, un alarido la clavó al piso. Y el pálpito se hizo fuego, abrasándole las entrañas.

Aterrorizada, forcejeó con la negrura. Jamás había escuchado un grito tan desgarrador. ¿Qué estaba pasando? ¿ Qué había sido de sor Juana? Echó atrás las incorregibles gafas y, conteniendo la respiración, ensayó a empinarse, sin saber muy bien hacia dónde mirar. Pero el temblor de las piernas la obligó a renunciar.


04 horas 51 minutos


Un segundo. Silencio. Tres segundos. Silencio.


La capilla recuperó una aparente normalidad. Pero aquel silencio… Y sor Fe, bañada en sudor, inspeccionó los difusos perfiles. Su corazón, bombeando angustia y desconcierto, había cambiado de emplazamiento. Ahora tronaba en la garganta.

Exploró las blancas horizontalidades del altar, deteniéndose en la amarilla verticalidad de la llama. Y en esa fugaz y tensa espera volvió a percibir los ahogados gemidos. Partían del tabernáculo o de algún lugar muy próximo. Pero la oscuridad y el respaldo del sillón curvado habían amurallado la zona. Sólo tenía una opción: desatornillar el miedo de sus pies y caminar, rodeando el reclinatorio. Era menester salir de dudas y, sobre todo, auxiliar a la desaparecida sor Juana.

Y las zapatillas, al fin, comenzaron a arrastrarse sobre las losas. Pero un nuevo y sonoro lamento arruinó los últimos gramos de valor. Y, paralizada, creyó distinguir una sombra. Había emergido por detrás del reclinatorio. Y luchó por articular el nombre de la superiora. Inútil. Los labios y la lengua -como estopa- no respondieron. Y un escalofrío erizó sus cabellos.

Buscó retroceder. Pedir ayuda. Gritar. Imposible. El terror la había desmembrado.

Y antes de que acertara a desmayarse, aquel bulto ganó altura y, entre roncos gemidos, se abalanzó hacia ella.

Extendió las manos en un instintivo gesto de protección. Pero el choque fue inevitable. Y la religiosa, materialmente arrollada por un amasijo de hábitos y animalescos sonidos guturales, cayó de espaldas, perdiendo en el lance la toca y las inestables gafas. Y vientre, pecho y rostro se hundieron bajo unos pies descalzos que, inmisericordes, frenéticos y poderosos, se alejaron a la carrera.

Y el silencio -espeso como su mente- cayó de nuevo sobre la capilla.


04 horas 52 minutos


El frío contacto con el mármol fue su primera sensación coherente. E incapaz de hilvanar un solo pensamiento, trató de incorporarse. Tuvo que desistir. Sor Fe no había contado con aquel insoportable dolor en las costillas. Y con el zumbido del miedo en su cerebro eligió arrastrarse. Se aferró a la cera antideslizante con la que abrillantaba regularmente las losas rectangulares, impulsando el cuerpo hacia la puerta. Y de espaldas, con la borrosa visión del Cristo resucitado que presidía las vidrieras del techo, comenzó a ganar terreno. Nuca, codos, manos, nalgas, pies y corazón se hicieron un todo, motorizando una obsesiva idea: huir. Y en cada palmo, sus labios imploraron el socorro de la Señora de Czestocowa. Pero ¿de qué escapaba? ¿Del silencio? ¿De las tinieblas? ¿De aquel aullido o quizá del tornado que la había herido y humillado? ¿Y sor Juana?



04 horas 54 minutos


Fue un golpe seco. Pero el suave dolor en la cabeza la confundió. De haber alcanzado los bajos de una de las jambas de la doble puerta, el topetazo la habría conmocionado. Y desafiando al dolorido costado giró sobre sí misma. No se había equivocado. En efecto, se hallaba en el umbral. Y desconcertada luchó por identificar el obstáculo que se interponía en su camino. Pero, a pesar de tenerlo a un palmo de su cara, los nervios y la galopante miopía frustraron el reconocimiento. Fue al palparlo cuando su angustia se desbordó. Y abrazándose a los ásperos zapatones, se deshizo en un llanto entrecortado y suplicante. Pero el muy humano desahogo de la religiosa fue breve. Al instante, unas sudorosas y familiares manos tantearon su rostro e, implacables como garfios, se hundieron en los brazos, alzándola como una pluma. Y sor Fe, sostenida en volandas, acusó el impacto de aquella nueva violencia. Y las lágrimas se hicieron incontenibles. Pero, súbitamente, enmudeció. Alguien había conectado las luces de la capilla y ante ella, como parte del caos que la envolvía, apareció un Siwiz desencajado, con el cabello en desorden, sin afeitar y con los redondos ojos fuera de las órbitas. Y sor Fe tampoco comprendió por qué su sotana se hallaba a medio abrochar.


Un segundo después era apartada violentamente. Y la exhausta religiosa se habría derrumbado, de no haber sido por la rápida y feliz intervención de sor Juana y las restantes hermanas. La superiora, sosteniéndola por la cintura, la arrastró hasta acomodarla en una de las cuarenta y seis sillas que llenaban el primer tercio de la capilla. Gabi rescató sus lentes y sor Eliza acomodó como pudo el largo y negro velo de la toca. Pero la normalización de la visión, lejos de serenar su espíritu, sólo vino a sumar confusión a la confusión. La cocinera y la hermana ayudante se precipitaron hacia el altar y la superiora, con el rostro pálido y afilado como la proa de un navío, fue a hincarse de rodillas, sepultando la cabeza en el regazo de la atónita sor Fe. Y durante breves segundos la sintió estremecerse. Y el castigado corazón de la religiosa sufrió un nuevo latigazo. Las manos de sor Juana, agarrotadas entre su hábito, presentaban unas extrañas manchas rojas. Y, abriendo los dedos sin contemplaciones, vino a confirmar su primera impresión: sangre…


04 horas 57 minutos


Quizá fueran los estridentes chillidos de sor Gabriela. 0 quizá las monocordes plegarías de sor Eliza, mezcladas con los histéricos llamamientos del primer secretario, reclamando la presencia de sor Juana. La cuestión es que la madre superiora terminó por despegarse del momentáneo refugio. Y restregándose los húmedos ojos, obedeció como un robot. Y los pómulos y mejillas se pintaron de sangre.


Y la aturdida sor Fe la vio distanciarse, uniéndose al grupo que clamaba y gesticulaba junto al altar. Y aquel inicial pálpito volvió a instalarse en las profundidades de su menuda humanidad, obligándola a reunirse con sus trastornadas hermanas. Y lentamente, midiendo cada paso, deseando no llegar, fue aproximándose a las encorvadas espaldas de las tres religiosas.

Su primera ojeada por entre las convulsivas cabezas no sirvió de mucho. Y lo que medio vio fue instantáneamente rechazado por su cerebro. Era imposible. Se negaba a aceptarlo. Y víctima de su innata ingenuidad, lo atribuyó a los malditos lentes. E inmóvil, sin atreverse a bajar la vista, intentó rezar. Pero, incomprensiblemente, no pudo despegar los labios. En su mente seguía viva aquella imagen imposible: la parte inferior de una sotana -no sabía si blanca o roja- y unas mangas negras emborronando la escena. De lo que sí estaba segura es de que los brazos pertenecían a Siwiz y a la superiora. Y apretando los dientes y suplicando clemencia al Todopoderoso, se arrojó sobre los hombros de la arrodillada Gabi, empujándola sin miramientos.


05 horas


Su boca fue abriéndose despacio. Y tras un nervioso e incontrolado parpadeo, quiso tomar aire. Pero no había aire. Al menos para ella. Y notó cómo sus piernas fallaban. Y ante el gran charco de sangre experimentó una punzada en la boca del estómago. Y una primera arcada ascendió como una ola.


¡Santísimo Padre!

La suplicante voz de sor Juana llegó trabajosamente hasta la petrificada sor Fe. Y una segunda y tercera arcadas la estremecieron como un muñeco. Pero la religiosa siguió recorriendo aquel cuerpo derramado sobre el mármol. Reconoció la siempre luminosa esclavina, ahora empapada en un rojo cereza. La sangre, increíblemente, lo llenaba todo: cabeza, espalda, faja, sotana, alfombra, losas y hasta el verdoso altorrelieve grabado en el frontis del reclinatorio. El anciano Pontífice yacía boca abajo, con la mejilla derecha en contacto con el pie semicircular del reclinatorio de bronce.

Siwiz retiró los dedos índice y medio del cuello del Papa. Y fijando sus ojos en los de la superiora, negó con la cabeza. La carótida no respondió y las arcadas, incontenibles, doblaron la frágil silueta de sor Fe. Y los vómitos se precipitaron sobre los charolados zapatos del inerte Papa.


05 horas 03 minutos


Y se obró el milagro. Despacio, como si hubieran sido entrenadas para ello, las monjas cesaron en sus lamentos. Y durante un tiempo que ninguna supo medir se dejaron arropar por el silencio.


Juana de los Ángeles, arrodillada frente al ensangrentado rostro de su amado Pontífice, luchaba por comprender. Ella lo había encontrado en la penumbra del altar. Poco faltó para que tropezara con él. En su desesperación llegó a tomar la cabeza, agitándola e imaginando otro de aquellos periódicos y preocupantes desvanecimientos. Pero, al contacto con la sangre, creyó enloquecer. Y ciega y desbordada buscó la ayuda de Siwiz, arrancándolo de la cama. Todo había sido tan rápido y absurdo… Y ahora, impotente, se hallaba junto a los ojos vidriosos y extrañamente espantados de un hombre al que consideraba poco menos que inmortal.

–Sor Juana…

La voz del primer secretario -apenas un hilo- le devolvió a la realidad. La habitual dureza de sus labios en herradura, fugazmente amortiguada por la sorpresa, volvió a esculpirse en el rostro de Siwiz. Y sin apartar la mirada del montañoso coágulo que cruzaba la frente de su padre y señor ordenó con frialdad:

–Avise a Seguridad.

Y ambos se alzaron. Siwiz sin esfuerzo. La superiora, tambaleante, como si le arrancaran las entrañas.

Y tras un instante de duda, con el mentón clavado sobre el abierto e imberbe pecho, la mano del primer secretario apuntó hacia la doble puerta, cursando una segunda e inapelable orden:

–Salgan todas.

Las religiosas, en pie, se miraron sin comprender. Y sor Gabriela, buscando los ojos de la superiora, avanzó un corto paso, haciendo ademán de intervenir. Pero sor Juana, llevando su dedo índice a los labios, dio por buena la disposición.


05 horas 07 minutos


Siwiz se hizo con el manojo de llaves. Y sor Juana, resignada, se limitó a observar. Pero, a la primera vuelta, la mano del polaco quedó inmóvil en la cerradura. Y sus ojos de lechuza volaron al encuentro de la ausente monja. No hubo palabras. Y la superiora, recordando la orden, se perdió veloz por el pasillo. Y Gabi, Eliza y sor Fe, indefensas ante el inhóspito Siwiz, dejaron que cerrara la capilla, precipitándose tras la madre superiora. Y los velos y hábitos, en la que sería su postrera carrera por aquella tercera planta, hicieron parpadear los rasantes pilotos de emergencia.


En mitad del oscuro corredor, con la veintena de tintineantes llaves entre sus dedos, el primer secretario volvió a dudar. Pero terminó por decidirse por el despacho más cercano: el gabinete privado de Su Santidad.

Y, esquivando las tres sillas de cuero negro que rodeaban aún la abarrotada mesa, tomó asiento frente a los teléfonos. El elenco editado por el Governatorato seguía al pie del pequeño cuadro de la Virgen Guadalupana. Hojeó nerviosamente las páginas enmarcadas en azul y buscó la extensión del secretario de Estado.


… 5098


Y un rezagado e incontenible temblor le obligó a sujetar el blanco auricular con ambas manos. Cuán lejana y extraña se le antojó entonces la borrascosa reunión de la tarde-noche anterior, en torno a aquellas dormidas y engordadas carpetas de piel repujada.


Al tercer toque, una voz distorsionada, bruscamente arrebatada del sueño, le obligó a excusarse. Y añadió sin rodeos:

–Eminencia. Suba inmediatamente…

Monseñor Angelo Rodano consultó su reloj. Entre las brumas de su adormilada mente creyó reconocer el agudo timbre de Siwiz. Y molesto, sospechando una imperdonable confusión, exigió que se identificara.

–Eminencia, por el amor de Dios. – El polaco obvió el requerimiento. Y endureciendo el tono, entre tartamudeos, obligó al monseñor a despegar el teléfono de la oreja-. El Santo Padre… ¡Oh Dios!, eminencia, ha sido encontrado en la capilla…

Rodano tiró de su pesada humanidad. Se sentó en la cama, prendió las luces y buscó las gafas. La excitación de Siwiz terminó de despertarle. Y su certero olfato de hijo de campesinos abrevió la secuencia.

–¿Otro desmayo?

–No, eminencia. Hay sangre por todas partes.

–Pero… Siwiz enmudeció.

–¿Muerto?

Aquel segundo silencio del fiel hombre de confianza resultó elocuente. Y atropellado por sus propias ideas, Siwiz balbuceó:

–No puedo asegurarlo… Entiendo que sí… No comprendo… Por favor, suba…

Tentado estuvo de colgar y precipitarse escaleras arriba. Su dormitorio, en la segunda planta, se hallaba a un par de minutos de los aposentos papales. Pero, tratando de controlar al imprevisible primer secretario, eligió sujetarlo al teléfono.

–¿Quién más está al corriente?

–Las monjas… Ellas lo descubrieron. Y ahora, supongo, la Seguridad.

Angelo masculló su desagrado, reforzando el acento piamontés. Pero, recuperando el timón, fue breve y rotundo:

–Llame a los médicos. Primero a Itenozzu. Yo me encargo del camarlengo… Y por favor, que nadie toque nada. ¿Lo ha entendido?


05 horas 12 minutos


La luz azul, estratégicamente alojada en el alto techo del corredor central, puso en guardia a Siwiz. Debía actuar con rapidez. En cuestión de minutos, la capilla y toda la tercera planta escaparían a su control. Y él no estaba dispuesto a obedecer la inhumana orden del secretario de Estado. Su venerado señor no sería blanco de la morbosa curiosidad de aquellos incompetentes prebostes vaticanos. Le repugnaba la idea de cruzarse de brazos y esperar a que otros autorizaran el levantamiento del cuerpo. ¿Qué sabían ellos de su dilatada y abnegada entrega? El Santo Padre era suyo. De nadie más…


Pero sus enfermizos pensamientos y el destartalado caminar se vieron bruscamente interrumpidos. Y, observando la escena con desconfianza, trató de adivinar el motivo de aquella agitación entre las religiosas y los dos italianos que, en teoría, velaban por la seguridad del Pontífice. Uno de los agentes, haciendo caso omiso de las protestas de las monjas, trataba de desbloquear la doble puerta de la capilla, lanzando sucesivos e impetuosos embates con el hombro.

Al reconocerlo en el fondo del pasillo, sor Juana corrió a su encuentro.

–¡Padre, quieren derribarla!

Siwiz no respondió. Esquivó a la superiora y, babeando, se precipitó con los puños en alto hacia la torre humana que pujaba por entrar. En su enloquecida carrera topó con sor Gabriela y, desequilibrado, fue a rodar hasta los pies del segundo hombre de azul. Una décima de segundo después, al revolverse, el primer secretario experimentó la redonda frialdad de un cañón entre sus pobladas cejas.

Y el agente que empuñaba la Beretta 92-SB-F escrutó los voluminosos y encendidos ojos de Siwiz. Pero la voz de su compañero, que había renunciado a la demolición de la puerta, le hizo enfundar el arma.

–¡Quieto!… Y usted, padre Siwiz, tranquilícese.

Sor Juana acudió en ayuda del sacerdote. Pero fue rechazada.

–Y ahora, por favor…, abra la puerta.

El primer secretario comprendió que no tenía elección.


05 horas 15 minutos


Siwiz dejó que la pareja de Seguridad le precediera. Y reteniendo a la superiora, caracoleando con una familiaridad inusual, le manifestó que lo dispusiera todo para el inmediato aseo y traslado del Santo Padre. Sor Juana no preguntó. Se limitó a asentir. Y, haciendo suyas las aparentemente humanitarias intenciones, desplegó a sus religiosas, a la búsqueda de lo necesario.


Y el primer secretario alcanzó a los agentes cuando uno de ellos, inclinado sobre el cuerpo, palpaba por detrás de la oreja izquierda, tratando de confirmar lo que parecía evidente. La exploración fue breve. Tomó aire. Se enderezó y cruzó una significativa mirada con su compañero. Extrajo un pañuelo del bolsillo derecho del pantalón y, enjugando el sudor, resopló como un búfalo acorralado. Movió la cabeza negativamente y con un mal disimulado desaliento pidió al que había encañonado a Siwiz que telefoneara al comandante.

El de la pistola obedeció en silencio. Aunque su faz presentaba una llamativa palidez, aquel horror no parecía haberle afectado. Sencillamente, ante unos hechos consumados, se había limitado a poner en marcha la maquinaria de su profesionalidad. Estudió el cadáver y su entorno, partiendo de lo general para, seguidamente, entrar en lo particular. Y en segundos, las evidencias fueron conformando una primera y provisional hipótesis. La posición del cuerpo, de la cabeza y de los brazos era elocuente. Quizá el anciano y castigado Pontífice había resbalado o sufrido otro desmayo cuando se dirigía al reclinatorio, estrellándose contra la sólida y artística pieza de bronce. La caída tenía que haberse registrado a un metro -quizá menos- del peldaño que daba altura al altar. El vientre y las piernas se hallaban en dicha zona. En cuanto a la profunda herida en la frente y la propia disposición de la cabeza, sobre el pie semicircular del reclinatorio, encajaban con su teoría del lamentable accidente. La escandalosa mancha de sangre en la emplumada pata derecha del águila que adornaba el curvado frontis del citado reclinatorio hablaba por sí sola. Aquél, a primera vista, parecía el punto de impacto. Un choque tan brutal que había proyectado la sangre en forma de estrella, alcanzando la casi totalidad del sinuoso relieve metálico. Las grandes alas desplegadas, el largo y curvado cuello, la cabeza y el pico, el pecho y las patas de la simbólica ave se hallaban teñidos por aquel espectacular goteo. Incluso los dos polluelos labrados al pie de la protectora y solícita madre acusaban el chorreo sanguinolento.

La muerte -pensó- debió de ser instantánea. Pero, por el momento, estas apreciaciones quedaron en su fuero interno. Conociendo como conocía el intrincado y pantanoso proceder de la cúpula vaticana, lo más probable es que el óbito y sus circunstancias fueran drásticas y velozmente explicados, evitando a toda costa una investigación en regla. ¿Qué otra cosa podía esperarse ante el enojoso precedente que rodeó la muerte de su antecesor, el Papa Luciani?

Y, asqueado, giró sobre los talones, apresurándose a comunicar la noticia. No hacía falta mucha imaginación para intuir el despertar de Camilo Chíniv, su comandante y jefe de los Servicios de Seguridad del Vaticano. Y una vez más maldijo su aciaga estrella…


05 horas 19 minutos


Esta vez, Siwiz, quebrando su proverbial distanciamiento, se apresuró a auxiliar a las religiosas. Al verlas aparecer en la capilla, presa de un sospechoso nerviosismo, arrebató la jarra de porcelana que portaba sor Eliza y, en polaco, las apremió para que se repartieran en torno al Santo Padre. Y, empujando sin contemplaciones al atónito agente, se plantó de rodillas a un palmo del casi irreconocible rostro del Papa. Las monjas, con los lienzos, esponjas y jofainas entre las manos, no supieron cómo reaccionar. Y estupefactas asistieron a otro gesto, impensable en aquel corazón de hielo. Siwiz se arremangó y, atrapando una de las esponjas, la empapó en agua. Y, decidido, la dirigió al gran coágulo que dominaba la zona frontal. Pero no llegó a tocar la herida. Una curtida e inmensa mano -que hubiera podido abarcar su cuello- se enroscó en el antebrazo derecho. Y tirando del primer secretario le forzó a ponerse en pie.


–Padre, ¿qué pretende? ¿Es que ha olvidado mis órdenes?

Los minúsculos labios del sacerdote acentuaron su curvatura. Nadie supo si contraídos por el dolor o por la frustración. Y antes de elevarse hacia las cuadradas y deportivas gafas que aguardaban una respuesta, sus cenicientas papilas se detuvieron en la dorada cruz cardenalicia de doce centímetros que destellaba sobre la negra sotana. Y, en su ralentizada ascensión hacia el final de aquella jadeante mole de 1,85 metros, reparó igualmente en los tres botones rojos y en el pulcro alzacuellos que ceñía el inconfundible morrillo de toro del secretario de Estado.

En realidad, monseñor Rodano no esperaba ni necesitaba una explicación. Hacía años que conocía y padecía el rebelde látigo que se agitaba en aquellos ojos. E, intuyendo alguna secreta e irreparable maquinación del primer secretario, se había lanzado de la cama y, a medio vestir, sin afeitar pero cuidando de portar el solideo escarlata de seda jaspeada y la cruz con las seis incrustaciones de aguamarina, salvó de dos en dos los veinte escalones que le separaban de la tercera y noble planta.

–Retírese…, por favor.

A sus sesenta y siete años, a pesar de la cuadrada fortaleza -más propia de un ring que de un diplomático al servicio del Espíritu-, aquella febril carrera hasta la capilla y el momentáneo uso de la coacción física mermaron notablemente las siempre generosas reservas de paciencia de Angelo Rodano. Y su voz, habitualmente reposada, profunda y varonil, necesitó tiempo, esfuerzo y concentración para recuperar el latido propio.

Y dirigiéndose a las descompuestas monjas les hizo ver que también ellas debían seguir los pasos de Siwiz. Pero, rectificando sobre la marcha, suplicó a la superiora que se quedase. Sor Juana cuchicheó brevemente al oído de Gabi. Acto seguido, mientras las cabizbajas religiosas cargaban de nuevo los enseres, retirándose, cruzó las manos sobre el vientre, dispuesta a obedecer. Pero el piamontés pareció olvidarse de sus últimas palabras, de la madre superiora y de cuanto le rodeaba. Y situándose en el filo de la enrojecida alfombra persa sobre la que yacían los brazos y el tronco del Santo Padre, cuidando de no pisar la inmóvil marca de sangre, permaneció estático, con la cabeza humillada, las manos desmayadas a lo largo de la campanuda sotana y sus atractivos ojos velados por una infinita piedad. Y, por primera vez en aquella infausta madrugada, alguien se acordó del alma de aquel infeliz. Y, dejándose caer lenta y reverencialmente, fue doblando las rodillas hasta ocupar el lugar en el que había sorprendido a Siwiz. juntó sus manos de leñador, las elevó hasta presionar la punta de la nariz y, cerrando los ojos, se aisló en una prolongada e intensa oración.

Sor Juana, contagiada, imitó al monseñor. Y sus rasgados ojos grises no tardaron en cargarse de lágrimas. Sólo el hombre del traje azul permaneció de pie, inquieto y sin atreverse a deshojar con sus impacientes pasos aquellos momentos de respetuoso silencio.


05 horas 24 minutos


Angelo abrió los ojos. Bajó las manos y, tras una segunda y conmovida inspección del cadáver, decidió enfrentarse a la caravana de preguntas que aguardaba en su subconsciente desde que fuera despertado a las cinco y ocho minutos. Los médicos, el camarlengo, el jefe de Seguridad y todos los demás no tardarían en aparecer. Era primordial conservar la calma y actuar con sentido común. Pero ¿por dónde arrancar?


Y, reparando en los entrelazados dedos de la superiora, optó por ajustarse a lo concebido poco antes, cuando rogó a sor Juana que permaneciera junto a él. Nada más lejos de su jesuítica mente que abrir una investigación en tan delicados momentos. Pero sí necesitaba información. Y, aproximándose a la religiosa, la invitó a alzarse. Y tomándola del brazo, alejándose discretamente hacia la doble puerta, la invitó a que reconstruyera el cuándo, el dónde y el cómo del macabro hallazgo. Y sor Juana, sofocadamente, con la voz rota, dio comienzo al relato, simplificando las primeras inspecciones en la cocina y en el refectorio.

–¿Y dice usted que abrió la capilla a las cuatro y cuarenta y cinco?

La militar sumisión de aquella polaca hacia el reloj era un secreto a voces en todo el Palacio Apostólico. Así que no dudó de su precisión.

–¿En qué momento fue cerrada?

La superiora frunció el ceño. La pregunta estaba de más. Rodano era testigo de excepción de su puntillosa y severísima puntualidad. Y replicó molesta:

–A las doce de la noche. Su eminencia lo sabe bien…

Y, rebozando las palabras en una justificada actitud, remachó:

–Yo misma, como siempre, di las dos vueltas de llave.

–Sí, comprendo… Disculpe.

El secretario de Estado encajó el desplante al viejo estilo curial -sin trasparentar emoción alguna- y prosiguió con lo que en verdad le interesaba: el minucioso análisis de las aclaraciones de la testigo.

Conforme la escuchaba, un súbito detalle -en el que no había reparado hasta esos instantes- fue polarizando sus pensamientos. No terminaba de entender por qué, pero la imagen del cuerpo del Papa, con la habitual ropa de calle, había hecho saltar sus alarmas interiores. Algo no encajaba. Él, al menos, como buen conocedor de las costumbres domésticas del Pontífice, no termina de explicarse tan inusual indumentaria para una supuesta visita nocturna a la capilla. Tenía puntual conocimiento de dichas y asiduas visitas. En este, como en otros aspectos, su especial servicio de información le mantenía al corriente de la más mínima alteración detectada en la teóricamente inviolable tercera planta. En el Vaticano, como en cualquier otro centro de poder, casi todas las lealtades, como el mercurio, eran sensibles al calor del dinero.

Y sabía igualmente que en aquellas críticas semanas las audiencias del Santo Padre con Dios se habían multiplicado. Rara era la noche que no abandonaba su grueso colchón de lana para refugiarse en el reclinatorio o gemir lastimeramente al pie del altar, casi siempre postrado, tembloroso y gesticulante.

No importaba que la doble puerta estuviera cerrada. Su eminencia estaba al tanto de la existencia del secreto acceso practicado en el ábside. Él mismo lo había inspeccionado en repetidas oportunidades, durante las largas ausencias del viajero Papa. Y su informador -tajante- aseguraba que tales ingresos nocturnos a la capilla difícilmente se producían con sotana de lino, incómoda faja de seda y zapatos de batalla. Lo normal es que cubriera el pijama con uno de sus apreciados batines y calzara las sencillas zapatillas a juego. Era así, justarnente, como se sentía más cómodo.

Pero, admitiendo que podía estar equivocado, eclipsó temporalmente sus lucubraciones. Y repasando en voz alta la atropellada y postrera descripción de sor Juana, matizó:

–Entonces usted encontró el cuerpo a las cuatro y cincuenta.

La monja, tensa y a la expectativa, se limitó a asentir.

–¿Está segura de que la posición del Santo Padre era la misma?

Confusa, dudó:

–Seguramente…

El rostro del secretario, cristalizado, exigió precisión.

–Sí -remachó la gobernanta-, así fue como lo descubrí, con medio cuerpo sobre el piso del altar, la cintura en el filo del escalón y la cabeza en el pie del reclinatorio.

–Pero usted dice que lo tomó por los hombros y trató de reanimarlo…

–Sí… y no.

A pesar de su fluido italiano no captó la refinada sutileza del monseñor.

–No pude moverlo. Pesaba demasiado. Entonces me limité a tantear la cara. La sentí húmeda y, cómo le diría…

El gris de sus ojos se apagó. Inspiró y, reagrupando las fuerzas, concluyó:

–Sucia quizá. Un sucio anormal. Grumoso. Y muy asustada zarandeé su cabeza.

–¿Por qué?

–Lo interpreté como otro de sus desmayos. Usted sabe… Quise despabilarle.

Y Rodano, incombustible, repitió la carga:

–Es decir, no lo movió…

Sor Juana, aunque tarde, comprendió la retorcida naturaleza de su insistencia. Y por toda respuesta sostuvo la mirada, desafiante. Pero su interlocutor había descendido a las profundidades de sí mismo. Seguía allí y la observaba. Su mente, sin embargo, corría por el laberinto de la memoria, a la caza de los recuerdos de la noche anterior. Tenía que estar en alguna parte. Tenía que hallar el fragmento que justificase por qué el Santo Padre no había cambiado sus ropas.

Y, retrocediendo, reconstruyó el perfil de su última entrevista con el Pontífice. Poco antes de la cena, Siwiz, cumpliendo el mandato de su jefe, le convocó al gabinete privado. Allí, a las 21 horas, fue a reunirse con Sebastiano Bangio, el camarlengo. La reunión, que se alargaría hasta las 22.30, le crispó los nervios. E, impotente, tuvo que asistir al agrio y lamentable forcejeo dialéctico entre un Papa obstinado y un Bangio colérico y amenazador. Y, como era de esperar, el impulsivo camarlengo puso fin a sus diatribas y exigencias con el estilo que le caracterizaba: dando un portazo.

Ahí se diluía la información de Angelo Rodano. A las 22.45, fiel a su costumbre, el Papa se encerró en la capilla, finalizando la jornada de trabajo. Al despedirse en el corredor, sus ojos azules llameaban. Era el presagio de la inminente ejecución de unos deseos a los que Bangio y él mismo se oponían. Unas órdenes -más que deseos- de imprevisibles derivaciones para el mundo occidental… En cierto modo comulgaba con el desairado camarlengo, aunque detestaba sus primitivas formas.

A las 23 horas, el testarudo polaco conversó brevemente con el primer secretario, recluyéndose en su alcoba. Si sus noticias eran fidedignas, a partir de ese momento nadie volvió a verle. Los hechos, por tanto, los que fueran, habían sido escritos entre las 12 y las 04.50.

Por mera deducción, Rodano se inclinó a creer que el Papa no llegó a desnudarse. Víctima, sin duda, de la tensión acumulada en la mencionada y secreta reunión, cabía la posibilidad de que hubiera buscado serenar su apaleado espíritu en los espartanos muros del dormitorio. Al no lograrlo, en una reacción muy a tono con su visceral devoción mariana, pudo penetrar de nuevo en el oscuro templo, con el propósito de encomendarse a su inseparable Czestocowa.

¿Fue entonces cuando perdió la conciencia, precipitándose contra el bronce? ¿0 debía inclinarse por un desafortunado resbalón o tropiezo, con similares consecuencias? Naturalmente, esta hipótesis admitía otra variante: que el Pontífice sí hubiera cambiado sus ropas. Incluso que llegara a meterse en la cama. Pero, en dicho supuesto, ¿cómo explicar la indumentaria con la que había sido encontrado? La única respuesta coherente le forzaba a admitir que -quizá por causa del insomnio- terminó por huir del lecho y, avanzada la madrugada, optó por vestirse, adelantando su primera y tradicional "audiencia" con el Santísimo, prevista para las 6. ¿o debía pensar mejor en la repetición de una de sus crisis emocionales?

Pero, inesperadamente, en el recuerdo del monseñor campanillearon dos palabras. Desbordado por los acontecimientos casi las había perdido en la tormenta de arena que azotaba su cerebro.

¿Oscura capilla?

Al parecer estaba equivocado. Sor Juana -aunque de pasada- acababa de referir un pequeño y, aparentemente, insustancial suceso que le forzó a reflexionar: el hallazgo de un cirio encendido.

Y, contrariado por su torpeza, fue a despegarse del mutismo en el que había larvado pensamientos y conjeturas, interrogando a la superiora acerca de la misteriosa e intrigante llama.

–Poco puedo añadir, eminencia…

Y punto por punto repitió lo que sabía. Pero el dilema, lejos de amansarse, cobró alas, ensombreciendo el ya cargado ánimo de Rodano.

Si las cuidadosas monjas habían apagado los seis cirios del altar y el secretario no desconfió de la palabra de la religiosa, ¿quién era el responsable del encendido? ¿El propio Papa?

La monja, resuelta, rechazó la lógica sugerencia:

–Jamás lo hacía. A Su Santidad le gustaba orar a oscuras.

–Pero entonces…


05 horas 29 minutos


Un atropellado taconeo le previno. Y Angelo Rodano enmudeció. Al punto, cinco rostros con los músculos aballestados se detuvieron bajo el umbral. Y entre jadeos buscaron en los ojos del secretario de Estado. Camilo Chíniv, jefe de la Seguridad Vaticana, fue el primero en comprender que las prisas eran ya un lujo estéril. En décimas de segundo -tras un vertiginoso viaje a las opacas pupilas del monseñor- se hizo cargo de la situación, montando el arma de sus cuarenta años de probada sabiduría profesional. A su lado, Renato Itenozzu, director del Servicio Sanitario del Vaticano y uno de los médicos que atendía al Pontífice, con las sienes perladas por un simulacro de asco, traía la incredulidad colgada de su cuadrada, bronceada y venerable faz. Los blancos cabellos, dudosamente domesticados, restaban horizonte a su empinada y nobilísima frente, traicionando su proverbial parsimonia. Y por detrás, los relajados nudos de las oscuras corbatas de los hombres de Seguridad, igualmente arrebatados del sueño.


Y respetuosos, sabedores de que aquel prelado que les cerraba el paso era, ante todo, el vicepontífice, sujetaron en corto la ansiedad. Camilo, previsor, se desabrochó la americana. El doctor, menos entrenado, cambió nerviosamente de mano el pequeño estuche de urgencias.

Al fin, la recompuesta voz de Rodano -navegando de uno a otro con una suavidad que los tonificó- anunció:

–Señores, ahora somos nosotros los que necesitamos de la paz y de la cordura…

Y, haciéndose a un lado, les franqueó la entrada.

Chíniv, seguido del agente que le había puesto al corriente, fue derecho al encuentro del policía que vigilaba desde el extremo izquierdo del altar.

Itenozzu titubeó. Se detuvo entre las filas de sillas y asentó las gafas. Y al descubrir en el suelo la manga izquierda del Pontífice modificó el rumbo, encaminándose hacia el flanco derecho del sillón curvado.

Los otros dos hombres de azul echaron las manos a la espalda. Abrieron las piernas y tomaron posiciones frente a los dinteles, cubriendo la doble puerta. La consigna era terminante: prohibido el acceso hasta nueva orden.

Y el secretario de Estado, asegurándose de no ser oído por los acechantes agentes, se inclinó hacia la toca de la superiora, musitando unas palabras. Sor Juana entendió. Y, aceptando la complicidad del monseñor, desapareció por el corredor, en dirección al dormitorio papal.

Angelo consultó su reloj. Las cinco y media. Y, bramando para sus adentros ante la tardanza del cardenal camarlengo, fue a reunirse con Chíniv y los demás. Minutos después agradecería a la Providencia el retraso de Bangio.

La cremallera del avejentado estuche color azabache interrumpió el siseo del comandante con sus hombres. Y todos, incluyendo a Rodano, desviaron las miradas hacia el arrodillado y trémulo médico. Chínív le compadeció. Pablo VI, Juan Pablo I y ahora el polaco… También era mala suerte. A todos se había visto obligado a auscultar…, después de muertos.

El de la Beretta y el que había bregado con la puerta coincidieron en un mismo pensamiento: en lo inútil de la operación que estaban a punto de presenciar. En su opinión, la certificación del óbito sobraba. Eran las circunstancias que lo rodeaban las que clamaban atención. Pero ellos sólo eran funcionarios al servicio de la maquinaria vaticana. Unos engranajes que raras veces giraban de acuerdo con el sentir del común de los mortales a quienes decían apacentar.

En cuanto al piamontés, inmóvil a los pies del cadáver, se contentó con esperar. Sus largos años en las trincheras de la diplomacia de la Santa Sede le habían enseñado a pronunciarse siempre en último lugar. Observaría. Escucharía las impresiones de Chíniv y de Itenozzu y acto seguido -quién sabe- haría o dejaría hacer. Y en lo más íntimo deseó que todos se mostraran unánimes. Y que aquel amargo cáliz pasara cuanto antes. Sería suficiente con el veredicto de muerte accidental.

Le vio hundir los dedos en la muñeca izquierda. No había pulso. Y el comandante dejó que Renato se ajustara el estetoscopio. Y sus oscuros ojos se movieron felinamente, saltando de la primera auscultación, en el cuello, a la segunda, por debajo del omóplato izquierdo. Después, mecánicamente, su interés se trasladó al absorto rostro del médico. Itenozzu no alzó la vista. Tampoco era necesario. Chíniv sabía que, de haber detectado algún signo de vida, el estetoscopio habría saltado de los oídos del galeno. Y consumido el primer y embarazoso minuto, el jefe de Seguridad alisó con ambas manos su plateada cabellera. Era su turno. Y, fieles a las instrucciones recibidas, sus dos hombres se movilizaron con exquisita lentitud. El de la pistola se ocupó de la inspección ocular del área del altar. El segundo, del fondo de la capilla. Camilo, por su parte, sintiendo el peso de la discreta pero certera mirada del prelado, dio unos tímidos pasos. Descendió el escalón y, como distraído, comenzó a rodear la alfombra de 2 por 1,80, sobre la que se asentaban reclinatorio y sillón.

¿Qué debían hallar? Como buenos profesionales, ni siquiera se habían formulado la pregunta. Posiblemente nada. A Chíniv, con dos ojeadas, le bastó para intuir que -esta vez- la causa de la muerte no le produciría los quebraderos de cabeza del caso Luciani. Aun así, al igual que sus hombres, se entregó.

Y se detuvo a cincuenta centímetros. Aunque su envidiada memoria fotográfica acababa de procesarlo, quiso examinarlo de cerca. Dobló la rodilla izquierda y se centró en la informe y coagulada plasta que mancillaba el muslo y tarso derechos del águila. Y, partiendo de esta mancha principal -metódico e inexorable-, fue explorando la totalidad del artístico altorrelieve. Sumó quince regueros largos, decenas de trayectorias menores y un goteo perfectamente satelizado. La imagen global en el frontis del reclinatorio no dejaba lugar a dudas. Sobre la mencionada pata, a unos treinta y seis centímetros de la alfombra, se había producido un único y violento impacto. Y, encadenando los pensamientos, dejó que sus nervudas manos fueran a reposar sobre la rodilla flexionada. E inmerso en la hipótesis de la caída hizo resbalar su inteligencia por el bloque de bronce. Continuó por encima del yaciente Papa y, al concluir en los zapatos, su deformación profesional le dibujó la estampa del Pontífice, de pie, de cara y perdiendo el equilibrio. La siguiente secuencia -tan simple como la anterior- vino a fortalecer sus sospechas. Y vio el momento del golpe y al Santo Padre, muerto en el acto, desplomándose. La postura que presentaba el cuerpo -en decúbito ventral-, con los brazos rodeando el pie semicircular del reclinatorio, era elocuente. Tal y como le habían adelantado por teléfono, las piezas parecían encajar por sí solas. Considerando el peso, una mínima velocidad de desplazamiento, la distancia desde el punto en que tuvo lugar la desafortunada pérdida de equilibrio y la naturaleza metálica del objeto con el que fue a estrellarse, el hundimiento de la zona frontal media y sus fatales consecuencias se presentaron ante Chíniv como lógicamente inevitables.

Y el comandante -abandonando la invisible arquitectura de las hipótesis- fue mágicamente atraído por el tenso y expectante Rodano. Y aunque la muda comunicación fue excelente, ni uno ni otro cayó en la tentación de manifestarse. El secretario de Estado continuó montado en el carro de la espera, intentando descifrar los jeroglíficos dibujados por los tubos de goma en cada premiosa auscultación. Chíniv, nuevamente de pie, fue reclamado en silencio por el agente que merodeaba por el altar, medio oculto por las espaldas del prelado. Y las agresivas y luciferinas cejas del jefe de Seguridad cobraron vida. Pero, al instante, ceño y pulsaciones volvieron a su ser. Devoró en la distancia la negra zapatilla que aparecía suspendida entre los dedos del policía y, en dos zancadas, abordó al subordinado, desmoronando la artificial compostura del monseñor.

El examen, vertiginoso, prendió la imaginación de los tres confusos testigos. Chíniv hizo girar el calzado con maestría. Y buscó, sin saber qué encontrar. El material, de fieltro, no presentaba particularidad alguna. Ni desgarros, ni rastros de sangre…

Instintivamente, el hombre de azul y su jefe repasaron los pies del Pontífice. Tal y como habían detectado en los primeros reconocimientos, se hallaba correctamente calzado.

–Parece de mujer…

Chíniv renunció comentar la susurrante y verosímil sugerencia del agente. Pero no porque discrepara. Mentalmente, incluso, había estimado la talla en un treinta y siete o treinta y ocho. La razón de su silencio fue otra. Aquella inesperada pieza -como un gato neumático- acababa de hacer caña en su cerebro, desestabilizando la cómoda teoría de una muerte por precipitación.

Los pensamientos de Rodano, en cambio, corrían en otra dirección. Sin entender por qué, la zapatilla le conectó con aquel otro enigma del que aún no había hecho mención a Seguridad: la solitaria llama del altar, ahora degradada por la claridad de la capilla. Y poco faltó para que abriera su inquietud. Pero Chíniv, tomando la iniciativa, frustró los vacilantes deseos del prelado. Devolvió el inoportuno zapato al agente y con una leve indicación le ordenó que lo restituyera al lugar donde lo había encontrado. Y sin más rodeos ni añadidos dio media vuelta, retornando su interrumpido trabajo allí donde lo dejara.

También Angelo pareció desligarse del insólito hallazgo, en beneficio del médico. Concluida la sexta o séptima auscultación, se deshizo sin prisas del estetoscopio. Lo plegó y, una vez sometido en el estuche, se decidió a hablar:

–Eminencia, no hay duda posible…

Chíniv, enfrascado en el examen del terciopelo verde manzana que amortiguaba la dureza del asiento curvado, se desdobló. Y, sin apartar los ojos de la velluda y tupida seda, fue procesando cada sílaba, cada pausa y cada inflexión del breve discurso de Itenozzu.

–No se detecta latido cardiaco…

Arrodillado, con el timbre de voz por debajo de su nivel habitual, con la derrota humillando su altanera cabeza y la vista perdida en el ensangrentado rostro, rehuyendo la confrontación directa con Rodano, un Renato perdido e irreconocible fue enumerando el fruto de sus primeras observaciones.

–Los centros circulatorios y respiratorio carecen de actividad. La única herida visible, con hundimiento del hueso frontal, parece apuntar la causa de la muerte…

Itenozzu guardó silencio. Y, extendiendo los dedos hasta tocar la mano izquierda del Pontífice, se aisló en una dramática simbiosis con la muerte. Retiró las yemas y repitió la operación, palpando una y otra vez la única mejilla accesible -la izquierda-, así como los labios, barbilla, mandíbula y músculos del cuello.

Y al fin, tras un sonoro suspiro que dejó en suspenso al envarado monseñor, reanudó su veredicto.

–Todavía está caliente. Sin embargo, sin una adecuada lectura de la temperatura rectal es imposible precisar el grado de enfriamiento…

El secretario de Estado, consumido por la impaciencia y temiendo que la exposición desembocara en la críptica terminología médica, le salió al paso sin contemplaciones.

–Por favor, doctor… Explíquese.

Renato Itenozzu aprovechó la interrupción para alejarse del cadáver. Y lo hizo con alivio. Observó al comandante, acariciando la tersa cúpula del solideo papal, aparentemente olvidado sobre el asiento del sillón curvado. Pero Chíniv no le miró. Y, apostándose al pie del escalón, trató de complacer al prelado:

–En una temperatura ambiental no extrema (como en este caso), un cadáver vestido suele enfriarse a razón de un grado y medio por hora durante las primeras seis horas. En las seis siguientes, ese ritmo de pérdida puede oscilar entre uno y uno y medio grados. En otras palabras, de acuerdo con la temperatura de esta capilla, el cuerpo del Santo Padre debería palparse frío en unas doce horas. En estos momentos, como le digo, todavía está caliente. Sin embargo, para medir con exactitud es preciso introducir el termómetro por el recto…

–¿Dispone usted de suficiente información como para precisar el momento de su fallecimiento?

El médico esbozó una benevolente sonrisa.

–No, eminencia.

Y, anticipándose a la siguiente pregunta, le resumió los parcos resultados de la última exploración.

–De momento no se observan signos claros de rigidez cadavérica. Como usted seguramente sabe, el rigor mortis, en una situación como la que nos ocupa, hace acto de presencia alrededor de cinco horas después de producirse el óbito. Primero en la cara, maxilar inferior y cuello…

Rodano y el jefe de Seguridad ensayaron unos apresurados cálculos mentales. Sólo en el supuesto de que la muerte le hubiera sobrevenido hacia las doce de la noche estarían ahora frente a los primeros síntomas de rigor mortis. E insatisfechos renunciaron a las cábalas.

–En cuanto a la lívidez post mortem -prosiguió Renato-, sinceramente, resulta comprometido…

El viejo diplomático -enganchado a las explicaciones del médico- había perdido de vista el quedo brujulear del paciente e indomable Chíniv en tomo al reclinatorio papal. De haberle prestado atención, también él se hubiera conmovido. Porque, súbitamente, su quijada de bulldog se desplomó. Y las cejas se arquearon.

–Por lo general -simplificó Itenozzu-, la tinción de la piel comienza una o dos horas después de la muerte, alcanzando su apogeo en cinco o seis horas…

Rodano le apremió.

–Quiero decir, eminencia, que el examen y estudio de las livideces pueden arrojar luz sobre el momento en que se produjo el fatal desenlace y también acerca de la posición del cuerpo en dicho instante. Como le decía, esas manchas características son el resultado de la distensión pasiva por sangre de los vasos inertes de las partes bajas…

–Renato, por favor…

El médico, acosado, prescindió a regañadientes de su acostumbrado academicismo.

–Resulta arriesgado, eminencia. Parte del rostro presenta un sombreado que, en mi opinión, pudiera obedecer a la tinción. Pero hay demasiada sangre…

Chíniv, como un junco, fue a doblarse sobre el reposabrazos del reclinatorio. Esta vez, la brusca maniobra entró de lleno en el campo visual del prelado. Y, extrañado, desvió la mirada, dejando a Itenozzu con la palabra en el aire. El jefe de Seguridad había inmovilizado la roma proa de su nariz a poco más de quince centímetros del terciopelo manzana que recubría el mullido cojín.

–La fuerte hemorragia y los coágulos dificultan la exploracíón…

Rodano, pendiente del pétreo perfil del comandante, oyó pero no escuchó.

Chíniv recobró la verticalidad. Se alisó el cabello y, durante un segundo, mantuvo la fuerte presión sobre los parietales. Y la mandíbula se vino abajo por segunda vez.

Monseñor intuyó algo.

–Teniendo en cuenta la posición del cráneo, con la mejilla derecha presionando sobre el bronce, es muy posible que la falta de lividez en dicho punto venga a confirmar la que sospechamos como postura original del cuerpo…

Era inútil. Los razonamientos de Renato sonaban como zumbidos de moscas en los oídos del prelado.

El secretario de Estado presumía de conocer a las personas que le rodeaban. Y su vinculación con el jefe de la Seguridad y Vigilancia Vaticana -estrecha, dilatada y confidencial- le colocaba en una inmejorable atalaya a la hora de leer e interpretar los gestos, silencios, distancias y hasta la inmovilidad de Camilo. El comandante -y Rodano lo sabía-, tanto por temperamento como por profesionalidad, era económico en palabras y ademanes. Incluso en una situación límite como aquélla, su recogida pero robusta silueta buscaba siempre la discreción. Sólo algunos y muy particulares tics del rostro y de las manos podían prevenir a los avisados. Y Angelo era uno de estos privilegiados.

–Es importante, eminencia, que se me autorice a mover el cadáver…

Itenozzu interrumpió su parlamento. Los ojos y los pensamientos del cardenal le habían abandonado.

Chíniv dio la espalda al monseñor y, con prisas, deshizo lo andado, deteniéndose en el lado opuesto del reclinatorio. Angelo se esforzó en vano por comprender aquel absurdo cambio de emplazamiento. En su opinión, los setenta centímetros de cojín que remataban el apoyabrazos eran perfectamente abarcables desde cualquiera de los extremos.

–Eminencia, ¿tengo su permiso?

El jefe de Seguridad volvió a inclinarse.

–Eminencia…

El prelado acusó la tímida invocación del médico. Despegó las manos del regazo y, cansinamente, sin dejar de observar a Chíniv, las abrió a la altura de la cruz pectoral. Y, haciéndolas aletear, le transmitió calma.

Camilo echó los brazos a la espalda y contuvo el aliento. Y su rostro, una vez más, planeó sobre el sufrido y pálido terciopelo del reposabrazos. Y, obligando a los músculos del abdomen, terminó volcándose hasta casi rozar el cojín.

Y médico y prelado -estupefactos- le vieron sacar la lengua. Y durante segundos la mantuvo en contacto con la superficie del mullido almohadón. Evidentemente buscaba algún tipo de confirmación. Repitió el inusual tanteo por segunda y tercera vez y, dando por concluido el chequeo, con las agarrotadas manos a la espalda, se incorporó lenta y perezosamente. Y sus ojos -ensimismados en una idea poco grata- permanecieron fijos. Opacos.

Rodano y Renato se interrogaron con la mirada.

Y dando un paso atrás, Chíniv buscó al agente que seguía peinando el área del altar.

Fue inevitable. El comandante pasó por alto a Itenozzu. Pero no pudo soslayar las dagas lanzadas por el vicepontífice. Y un negro relámpago saltó de uno a otro. En ese instante Angelo supo que todo había cambiado. Debía prepararse para afrontar el hallazgo del jefe de Seguridad. Y prudentemente le concedió y se concedió un margen de tiempo.

El hombre de azul se reunió con Chíniv. Y ambos marcharon al encuentro del agente que rebuscaba entre las filas de sillas. Sostuvieron una fugaz conferencia y, al punto, retornaron junto al reclinatorio, rodeándolo. Y sus ojos, como halcones, se abatieron sobre el verdoso apoyabrazos.

Acto seguido, ante la creciente expectación de los mudos espectadores, el que había investigado en el fondo de la capilla se descalzó. Y con sumo tacto, de puntillas sobre la alfombra, se deslizó por el menguado espacio que separaba el sillón del reclinatorio. E, imitando a su jefe, estabilizando su imponente humanidad con el auxilio de unas manos estratégicamente aferradas a las flexionadas rodillas, se dobló hacia el misterioso cojín. Paseó la vista por la estrecha franja de tela y, alzándose, tras una breve meditación, corroboró el hallazgo y las sospechas del comandante con un afirmativo movimiento de cabeza.

Rodano se estremeció. Su imperturbable amigo Camilo había vuelto a alisarse la blanca cabellera por tercera vez…


05 horas 40 minutos


Fue una comprometida decisión. Pero Chíniv -aunque se veía obligado a nadar entre las intrigas vaticanas por encima de todo era un profesional honesto. En esta ocasión hablaría. Si después, como ocurriera con el Papa Luciani, su parecer era silenciado, al menos quedaría libre de toda responsabilidad.


El secretario de Estado accedió al momento. Y en compañía del comandante inició un paseo que, como había intuido, vendría a oscurecer aún más aquel turbio amanecer. Y se dispuso a escuchar lo que, en cierto modo, ya imaginaba.

Las explicaciones de Chíniv -directas y sólidas- se prolongaron durante minuto y medio. Angelo, hundiéndose inexorablemente en las arenas movedizas de aquellas evidencias, se limitó a aferrarse a la gruesa cadena de oro que rodeaba su cuello de labrador.

Cuando el jefe de Seguridad se vació, inmóvil junto a la doble puerta, Rodano balbuceó a media voz:

–¿Está seguro?

La respuesta de Camilo Chíniv se dibujó primero en su quijada de bulldog. Se desplomó y, forzados por el desaliento, los labios se arquearon.

–A un noventa por ciento, eminencia.

Y arriesgándose -aprovechando la confidencialid- dañadió:

–Si me lo permite, aconsejaría la inmediata apertura de una investigación…

Rodano, desbordado, se parapetó instintivamente:

–Pero, Camilo… Una investigación policial…

Las pupilas del comandante resistieron el abordaje. Y las lejanas imágenes del escándalo Luciani resucitaron nítidas, sin necesidad de palabras, como un Lázaro que regresara para saldar cuentas. Y el espíritu del prelado se tensó como un arco. Y Chíniv, inmisericorde, estoqueó hasta la empuñadura:

–Eminencia, recapacite. ¿Quiere ser recordado y despreciado como un segundo Villot?

Pero el Destino -piadoso- alivió al ya mortalmente herido secretario de Estado.

Una familiar voz tronó al otro lado de la puerta. Y los contendientes intercambiaron una mirada de tregua.

–Concédame unos minutos -suplicó Rodano.

Chíniv se encogió de hombros, distanciándose hacia el reclinatorio.

Al entreabrir la doble hoja, Angelo suspiró resignado. Y al verle, el airado cardenal Bangio cesó en sus increpaciones. Y bufante, con la calva y las esponjosas mejillas graneando ira, apartó a empellones a los hombres que le impedían el acceso, cruzando el umbral como un toro y arrollando casi al vicepontífice.

Rodano palideció. Cerró la puerta y, durante unos instantes, con las anchas espaldas recostadas en la madera, procuró enmendar su hostilidad.

Este maldito masón -se dijo a sí mismo entre los últimos coletazos de indignación- se ha tomado su tiempo. Quién sabe lo que prepara…

Los rostros del médico y de los miembros de la Seguridad dieron la razón al prelado. Todos experimentaron un sentimiento de rechazo ante el premeditado aspecto del camarlengo. Sotana y faja, irreprochables, parecían recién salidas de la plancha. En cuanto a su cabeza de elefante, meticulosamente peinada y rasurada, despedía aquel insoportable perfume barato que le caracterizaba y del que todos huían.

Mientras caminaba hacia la campanuda silueta de Bangio, monseñor fue preguntándose la razón o razones de tan desconsiderada tardanza. Como Chíniv, Itenozzu y los demás, el camarlengo vivía a tres minutos escasos del Palacio Apostólico…

Los temibles ojos de Sebastiano Bangio -engordados por las lupas de los lentes- revolotearon con una insana curiosidad que no pasó inadvertida a Chíniv y sus hombres. Observó detenidamente la herida del Pontífice y, con una frialdad que descompuso a Itenozzu, se inclinó hacia el frontis del reclinatorio, examinando sin pudor los restos sanguinolentos del desastre. Y poco faltó para que, en la brusca e improcedente aproximación, la oscilante cruz cardenalicia chocara con el bronce.

–Y bien…

El médico, abordado sin previo aviso por las púas de la subterránea voz del camarlengo, no reaccionó. Desvió la mirada por detrás de las hinchadas carnes de Bangio, solicitando el concurso de Rodano. Pero, autoritario, aquel tono tabernario reclamó una inmediata respuesta.

–¿Causa de la muerte?

Renato tartamudeó:

–A primera vista, eminencia…

No concluyó. Los ojos de Chíniv, como catapultas, bloquearon su voluntad.

–A primera vista -intervino el secretario de Estado, obligando a Bangio a revolverse- todo hace pensar en un desgraciado accidente…

Altivo, el camarlengo invadió la falsa serenidad de aquel rostro. Buceó en los ojos de Rodano y creyó descubrir un hilo oscuro. Secreto y amenazador. Pero, seguro de sí mismo, decidió abreviar, subestimando el énfasis que había escoltado las tres primeras palabras.

–Procedamos entonces…

Y girando sobre los talones tiró de la sotana, arrodillándose al borde del charco de sangre en el que reposaba el brazo izquierdo del Pontífice. Abrió el maletín negro que le acompañaba e, ignorando a cuantos le rodeaban, extrajo una pequeña ampolla. El jefe de Seguridad, intuyendo el principio del fin, interrogó a Rodano con una mecánica elevación de sus cejas. Y el prelado, poniendo a prueba la paciencia de su amigo, trazó una clandestina inclinación de cabeza, reclamando tiempo.

Bangio destapó los santos óleos, presionando la ampolla contra la yema del dedo pulgar. Y solemne, con las ásperas conchas de los párpados a medio cerrar, inició el ritual:

–Si vives, ego te absolvo a peceatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti… Amen.

El casi femenino instinto del jefe de la diplomacia vaticana se agitó inquieto. Algo en el camarlengo -no podía distinguir qué- resultaba extraño. Era una llamativa mezcolanza. Su descarado e inexplicable retraso. Aquella ausencia de sentimientos ante el cadáver. Su nula curiosidad por los detalles y circunstancias de la muerte del Papa. Y, sobre todo, las mal disimuladas prisas por activar la maquinaria y zanjar el episodio. Rodano, mejor que nadie, sabía de las ácidas diferencias -no se atrevió a etiquetarlo de odio- entre Bangio y el fallecido. Pero aquella animadversión carecía de sentido en tan dramáticos momentos. Y, maravillado ante los inescrutables caminos del Señor, se recreó en la paradoja que le ofrecía el Destino.

Si vives, yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre…

Resultaba aleccionador. La absolución estaba siendo impartida por su más enconado enemigo…

Y luchando con el rollizo vientre, el camarlengo se venció hacia el Santo Padre, trazando en el aire una apresurada señal de la cruz, a dos dedos de la ensangrentada frente.

–Per istam sanctam Unctionem, indulgeat tibi Dominus a quidquid… Amen.

El frío, rutinario y acelerado proceder de Bangio desenterró de pronto la certera alusión de Chíniv al nefasto cardenal Villot Y las desafortunadas decisiones del entonces camarlengo y secretario de Estado, a la vista del cadáver de Juan Pablo I, desfilaron raudas e implacables por la torturada mente de Rodano.

Por esta santa unción, te perdone Dios los pecados que puedas haber cometido. Amén.

Sí, pero ¿quién le perdonaría a él si caía en el mismo error que Villot? ¿Tenía derecho a pasar por alto el descubrimiento del jefe de Seguridad? Naturalmente, como vicepontífice, disfrutaba de las atribuciones necesarias para segar la hierba bajo los pies de Chíniv. Y la batalla interior se recrudeció. Y en las sienes de aquel recto hijo de labradores amanecieron unas brillantes gotas de sudor.

Y Bangio, rematando la ceremonia, pasó a administrar la bendición apostólica.

–Ego facultate mihi ab Apostolica Sede tributa…

Angelo, en un esfuerzo por apartarse de su Destino, fue repitiendo mentalmente las palabras del camarlengo.

Por la facultad que me ha sido otorgada por la Sede Apostólica, yo te concedo indulgencia plenaria y remisión de todos los pecados…, y te bendigo. En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo… Amén.

¿Facultad otorgada por la Sede Apostólica? La frase hizo saltar las alarmas interiores del prelado. Y una diabólica idea -impropia de un hombre al servicio de Dios- fue a sentarse en su corazón. Avergonzado de sí mismo, pujó por expulsarla. Pero la hipótesis había hecho masa. Y el retraso, las prisas y el oscuro comportamiento de Bangio empezaron a encontrar sitio en el irritante rompecabezas. A todas luces, el camarlengo parecía haber asumido unilateralmente la suprema jefatura de la Iglesia. Y, confiado en esa discutible potestad, parecía igualmente decidido a repetir el vergonzoso capítulo, escrito a raíz de la muerte de Albino Luciani. Si no actuaba con astucia, rapidez y firmeza, lo más probable es que el no menos extraño óbito del Papa polaco fuera explicado y sentenciado con otro farisaico y tranquilizador parte de la Sala de Prensa vaticana. Y, sumido en aquella turbulenta espiral, llegó a imaginar incluso los titulares de los periódicos:

Muere el Papa en su capilla privada. Un fatal accidente: causa del fallecimiento.

Pero ¿por qué? ¿A qué obedecía su obsesión por adelantarse a los acontecimientos y prejuzgar a las personas? No era justo ni cristiano. ¿Y si estuviera equivocado?

Y al punto, desequilibrando la balanza del sentido común, volvió a destellar el hallazgo de Chíniv. Y en mitad de aquel bronco e íntimo oleaje, las hipótesis y contrahipótesis se enroscaron, ahogándole.

¿Y cómo explicar la intrincada actitud de Bangio? Su comportamiento no era normal. ¿Por qué había dado por buena la parca e insuficiente explicación de un recién llegado? ¿Por qué no mostró interés en interrogar a la Seguridad? ¿Por qué ese lujo de afeitarse y acicalarse después de recibir la demoledora noticia?

Hubo respuesta. Pero la apartó con repugnancia. Por muy delicada que fuera la situación del Papado en aquellas últimas semanas, no podía admitir semejante aberración. Y menos entre los aparentemente disciplinados miembros de la Curia que gobernaba.

Tenía que arrancarse tan espinosas dudas. Y sólo había un camino. Si guardaba silencio, si permitía que los dientes de la maquinaria le trituraran, entonces -¡pobre infeliz!-, la pesada losa del pecado de omisión le remataría. Y, desenfundando la espada de su valor, tomó la decisión de seguir los consejos de Chíniv. Y con un profundo sentimiento de alivio buscó los ojos del jefe de Seguridad. Pero el comandante se hallaba magnetizado por las manos del camarlengo. Al tapar la ampolla, los dedos temblaron. Y también al guardarla en el maletín…

Al fin, el intangible y angustioso llamamiento del prelado penetró en Chíniv, obligándole a levantar el rostro. Y Camilo captó aquel fogonazo de esperanza. Con un leve giro de cabeza, Angelo le marcó la doble puerta. Y el comandante obedeció al instante.

Pero Rodano, desafiando su propia impaciencia, se mantuvo a espaldas del anciano cardenal. Conocía el instrumental que -tan previsoramente- había hecho llegar a la capilla. Y quiso cerciorarse de los siguientes movimientos de Bangio. Y aunque el ridículo ceremonial que estaba a punto de atacar había sido sensatamente abolido por Pablo VI, dejó hacer al ortodoxo y recalcitrante camarlengo. Necesitaba tiempo.

El cardenal, en efecto, tomó el reluciente martillo de plata. Curiosamente se trataba del mismo que Villot -ignorando, como Bangio, las disposiciones del difunto Montini- había manipulado en Castelgandolfo, a la muerte de Pablo.

Otra vez la imagen de Villot…

Aquel nombre -como una advertencia o una maldición- parecía entronizado en el alma de Rodano. Pero el secretario de Estado no vaciló. Su decisión era irrevocable. Lucharía hasta donde sus fuerzas y autoridad lo permitieran. No habría un segundo caso Villot. No se mentiría a la opinión pública. No se ocultarían los hechos, por muy dolorosos y vergonzantes que pudieran ser o parecer. Esta vez se abrirían las puertas a la verdad. Se autorizaría una investigación en regla. Una investigación honesta. Reposada. Y desplegada por expertos que nada tuvieran que ver con los mezquinos intereses que empezaban a apestar aquel sagrado lugar… No estaba dispuesto a consentir -como sucediera en la madrugada del 29 de setiembre de 1978 en el dormitorio del Papa Luciani- que nadie tocara o manipulara el cadáver. Villot -Dios le haya perdonado- se dio especial prisa en retirar de la estancia las gafas y las zapatillas de Juan Pablo I. ¿Por qué? ¿Contenían restos de unos vómitos que, de haber sido analizados, hubieran revelado la presencia de alguna sustancia letal? Rodano no era Villot. Rodano no sometería a las monjas polacas al voto de silencio. No se apresuraría a desterrarlas. Y tampoco al primer secretario privado. Y si los especialistas estimaban que la autopsia era necesaria, habría autopsia.

Pero, para hacer realidad tan saludables deseos -y el prelado era consciente de ello-, necesitaba adelantarse a la maquinaria, introduciendo el hierro de la sorpresa entre los radios de sus infernales ruedas.

Bangio dirigió el martillito hacia la frente del Pontífice, golpeándola con suavidad. Le llamó por su nombre completo y, en el mismo y recio tono -de forma que todos pudieran oírle-, formuló la primera pregunta:

–¿Estás muerto?

Los de Seguridad no terminaban de creer lo que estaban viendo y escuchando. Pero no dejaron traslucir su corrosivo regocijo. E, incombustibles, siguieron observando el trasnochado ritual y a su grotesco hechicero.

Era el momento esperado. Rodano sabía que la pregunta se repetiría una segunda y una tercera vez. Y que, entre cada interpelación, Bangio guardaría un obligado minuto de silencio, a la espera de una más que improbable contestación del difunto.

Y con especial sigilo fue a reunirse con Chíniv.

–¿Y bien?

El prelado justificó la contenida impaciencia de Camilo. Y, midiendo las palabras, preguntó a su vez:

–¿Ha pensado en el procedimiento?

El comandante torció el gesto.

–Eminencia, creo habérselo explicado… Directamente al ministro.

–Lo sé, pero…

Chíniv le apremió.

–Hay que actuar con diligencia. Como habrá observado -y desvió la mirada hacia el camarlengo-, parece decidido a aceptar las apariencias.

–¿Estás muerto?

Segundo minuto de silencio.

Los agentes se habían mudado de la consternación a la curiosidad. Y espiaron por el rabillo del ojo el clandestino encuentro entre el monseñor y su jefe. Bangio, arrodillado y de espaldas a la doble puerta de la capilla, vivía el ceremonial, ajeno a la decisiva maquinación.

–De acuerdo. Telefonee…

Y Rodano, nervioso, consultó su reloj.


05 horas 55 minutos


–Y por Dios -suplicó el vicepontífice empujando delicadamente la puerta-, recuerde que, a partir de ahora, sólo deberá acatar mis órdenes…


Chíniv asintió protocolariamente. La recomendación sobraba. Si sus sospechas eran acertadas, en una o dos horas, el Palacio Apostólico, los tres mil miembros de la Curia y toda la Ciudad del Vaticano entrarían en erupción. Tal y como le había pormenorizado al prelado, debían jugar la carta de la rapidez y de los hechos consumados. Si la suerte los favorecía mínimamente, el ingreso de la Policía de Roma en la tercera planta podía tener lugar antes de que la maquinaria eclesiástica se reorganizase y lanzara sus primeras acometidas.

Sor Juana, con la respiración desacompasada y arrebolada por la última carrera, dejó que el comandante atravesara el umbral. Rodano la contempló indeciso. Y, reteniendo de nuevo a Camilo, le sugirió que utilizase el gabinete privado.

–Es más seguro…

Lanzó una vigilante mirada al confiado y orondo camarlengo y aguardó la postrera llamada.

–¿Estás muerto?

Disponía de un último y providencial minuto.

–Otra cosa…

El comandante se abrochó la americana.

–Avise al teniente coronel Westermann. Que la Guardia Suiza y sus hombres refuercen los accesos al Palacio…

–Está previsto, eminencia…

–Y no olvide el ascensor y las escaleras de la segunda planta. Y disponga más vigilancia en esta puerta…

Chíniv fue asintiendo mecánicamente.

–Ya lo sabe, Camilo. Nadie debe entrar ahí sin mi expresa autorización. Debemos actuar en estrecha coordinación.

Y, señalando el interior de la capilla, le previno sin ocultar su pesimismo.

–Trataré de persuadir a Bangio. Espéreme. Es cuestión de minutos…

Y, volviéndose hacia la superiora, añadió sin alterar el susurrante hilo de voz:

–Acompáñele. Por el momento, usted y sus hermanas quedan bajo las órdenes de Camilo.

–Pero, eminencia…

El secretario de Estado malinterpretó las palabras de la monja. Pero sor Juana, ágil, marcando con su dedo índice la dirección del dormitorio papal, vino a recordarle su reciente petición.

–¡Ah!, sí…, disculpe. Dígame…

Y la religiosa, evitando la proximidad de los hombres de Seguridad, se alzó sobre las puntas de los pies, confesándole al oído lo que había descubierto. Y Chíniv, sorprendido, arqueó sus desordenadas cejas. Sor Juana se hallaba descalza…


0.5 horas 56 minutos


Rodano se precipitó hacia el centro de la capilla. Y entre los estampidos de su corazón trató de hacer un Primer balance. Pero aquel escenario no era su tranquilo despacho en la Secretaría de Estado. Ahora todo dependía de la Providencia, de su audacia y de la suerte. Por ese orden.

Inspiró con fuerza, tensando los pliegues de la sotana. Revisó los rostros de los presentes y aguardó a que el renqueante camarlengo terminara de ponerse en pie. Estaba decidido. Una vez concluido el ritual del martillo, tomaría a Bangio por el brazo y, sosegada y amistosamente, le anunciaría la situación. Solicitaría su ayuda y comprensión. Ése era el sendero correcto.

Y el ceremonioso Bangio, despreciando las miradas, hizo parpadear sus ojos de caballo. Y absorto en su papel, clamó al vacío:

–El Papa está verdaderamente muerto.

Había llegado el turno de Rodano. Y, extendiendo el brazo fue a posar su mano en el hombro del camarlengo.

–Atienda su eminencia…

El cordial arranque fue bruscamente abortado. Inhóspito, se desembarazó del amistoso gesto. Y, como si hubiera adivinado las pretensiones de Angelo, le espetó avinagrando la voz:

–Aún no he terminado. Pero su eminencia sí.

Y, corrigiendo la mirada hacia la salida, añadió pavoneándose:

–Márchese. Hable con los otros. Que el maestro de ceremonias y el prefecto de la Casa Pontificia lo dispongan todo para el traslado. Ya sabe: funeraria, embalsamamiento, familiares…

Y, golpeando su muslo derecho con el maletín, le dio a entender que debía replegarse a su autoridad. Rodeó el sillón curvado y se dispuso a ultimar el ceremonial.

Itenozzu, incómodo, tragó saliva. Los hombres de azul se removieron inquietos, sin apartar la vista del aparentemente desguazado monseñor Rodano.

Y prepotente, el camarlengo fue a arrodillarse de nuevo. Esta vez, al otro extremo del reclinatorio, junto a la mano derecha del cadáver. Abandonó el maletín sobre los abigarrados dibujos orientales de la alfombra y, sin miramiento alguno, separó los crispados y ensangrentados dedos del Pontífice, buscando el Anillo del Pescador. Tal y como marcaban los cánones, anillo y sellos papales debían ser destruidos en presencia de los cardenales.

Bangio tomó el grueso aro dorado. E intentó arrastrarlo. Pero los pliegues del nudillo se lo impidieron. No hubo segunda oportunidad.

Obedeciendo un escueto y rotundo movimiento de cabeza de Rodano, los agentes le apartaron educada pero contundentemente. Y, tirando de sus cien kilos, le forzaron a incorporarse.

Angelo se aproximó impasible.

La piel de hule del camarlengo, demudada por la sorpresa, se tiñó en décimas de segundo. Y con las venas del cuello congestionadas, el granate de la ira se derramó como un aviso. Los labios vibraron inseguros. Y sus ojos, borradas las fronteras, devoraron la faz que acababa de desafiarle.

–¿Sabe usted lo que está haciendo?

Bangio tronó amenazador. Pero el prelado esquivó el venablo con un amago de sonrisa.

Y el camarlengo, incontenible, arremetió con el ariete de la insolencia, buscando una derrota fácil.

–¡Soy el cardenal Sebastiano Bangio!… ¡Yo ocupo la sede vacante! ¡Yo doy ahora las órdenes!…

La templada voz de su contrincante, evitando la pelea abierta, aceleró el nerviosismo de Bangio.

–No se excite, eminencia… Conozco sus atribuciones. Y sé también que es usted un hombre de Dios.

El desconcierto -minuciosamente dosificado por el diplomático- hizo efecto. Y terminó aupándose sobre la cólera del cardenal. Y el rojo fue remitiendo.

–Su eminencia ha cumplido con el ritual. – Rodano prosiguió la maniobra envolvente-: Cuando llegue el momento reanudará sus competencias. Quebrará el Anillo, sellará los apartamentos papales, presidirá el Colegio Cardenalicio, pedirá cuentas a todas las administraciones pontificias y dispondrá lo necesario para el nuevo cónclave. Pero sólo cuando llegue el momento…

–No le entiendo.

Bangio señaló el cadáver y, pregonando su antipatía por el polaco, redondeó mordaz.

–¿Y qué se supone que es esto?

Angelo, cansado de contemplaciones, le fulminó:

–Una muerte…, poco clara.

Los ojos del camarlengo, hinchados como velas, hicieron dudar al prelado. Pero, al punto, una significativa lluvia de sudor coronó su calva. Y una sospechosa palidez, como una nevada no deseada, cubrió la cabeza de paquidermo. Y ante la recelosa mirada del secretario de Estado, su endémica insolencia se vio atropellada por unas palabras inseguras y tiznadas de temor.

–Pero el doctor Itenozzu ha certificado muerte accidental…

El médico, intuyendo que navegaba en aguas revueltas, se curó en salud.

–No, eminencia. Obedeciendo el requerimiento de Siwiz, me he limitado a personarme en la capilla y efectuar unas primeras exploraciones. Yo no he certificado nada en absoluto.

Rodano, triunfante, asistió al momentáneo derrumbamiento de Bangio. Pero, precavido, siguió empuñando su especialidad: el juego diplomático.

–Confie en mí, eminencia. Los puntos oscuros serán aclarados. No debemos temer a la verdad. Y menos usted… Sebastiano Bangio tampoco es Villot.

El machetazo liberó una segunda jauría de miedos. Y las gotas de sudor resbalaron hasta el alzacuellos.

–Y ahora, por favor, retírese. Cuando concluya la investigación será puntualmente informado.

–¿Una investigación?

Bangio resucitó de entre sus cenizas.

–¿Cómo se atreve? ¿Es que no ha pensado en el escándalo?

Rodano lo atrapó:

–¿Qué escándalo, eminencia?

Y, permitiendo que el tórrido y acusador silencio se prolongara lo suficiente, deslizó el nudo en torno a su garganta.

–¿Sabe usted algo que los demás ignoramos?

El camarlengo se replegó confusa y atropelladamente. Y en un titánico esfuerzo por remediar lo irremediable, rehuyendo las inquisidoras miradas de los presentes, balbuceó:

–Usted conoce a nuestros enemigos… La Prensa se ensañará… La verdad es lenta y desvalida.

Rodano rompió el hielo que le cubría y sonrió compadecido.

–Pero usted es un hombre de Dios y está al servicio de la verdad. Y ahora responda a mi pregunta: ¿qué sabe, eminencia?…

–¡Maldito piamontés! ¿De qué me acusa? Y, sobre todo, ¿con qué autoridad?

Rodano resistió la nueva escalada de prepotencia.

–Nadie le acusa, eminencia. Usted solo se está autoincinerando. En cuanto a mi autoridad -improvisó- le recordaré que, mientras las circunstancias de esta muerte no sean esclarecidas, como vicepontífice suspendo temporalmente la Constitución Romano Pontifici Eligendo. Las normas, disposiciones y ceremonias previstas para estos especiales momentos deberán esperar. La maquinaria seguirá funcionando, sí, pero con el debido respeto a los setecientos millones de fieles que la alimentan y justifican. Al igual que usted, yo también amo a la Iglesia y no deseo que mancillen su nombre.

El secretario de Estado sabía que sus palabras eran díscutibles. Muchos canonistas hubieran desestimado tan arriesgada decisión. En la mencionada Constitución apostólica, obra de Pablo Vi y que vino a sustituir las de sus predecesores (Vacantis Apostolicae Sedis, de Pío XII, 1945, y el motu proprio Summi Pontificis electio, de Juan XXIII, 1962), no se contempla un extremo tan específico y delicado. A la hora de regularizar el vacío de la llamada Sede Vacante, Romano Pontifici Eligendo, en su capítulo tercero, es clara Y determinante: Según la mente de la Constitución Apostólica Regimini Eclesiae universae, todos los cardenales encargados de los dicasterios de la Curia romana, y el mismo cardenal secretario de Estado, cesan en el ejercicio de sus cargos a la muerte del Pontífice, excepto el camarlengo de la Santa Iglesia Romana, el penitenciario mayor y el vicario general para la diócesis de Roma, los cuales siguen ejerciendo sus tareas ordinarias, sometiendo al Sacro Colegio de los Cardenales todo lo que debiera ser referido al Sumo Pontífice.

Pero Angelo Rodano -amparándose justamente en dicha laguna legal- tomó las riendas, asumiendo la responsabilidad de forma unilateral. Si lograba maniatar al Colegio Cardenalicio -tanto en la congregación general como en la particular-, al menos durante el tiempo requerido por la investigación policial, su conciencia quedaría a salvo. El mar de fondo que le cubriría a continuación sería capeado en su momento.

–Se lo repito por última vez. Retírese.

–¿Y si me niego?

Rodano había previsto esta posibilidad. Y encogiéndose de hombros, apeándose de toda diplomacia, sentenció:

–En ese caso me veré obligado a pedir a estos hombres que cuiden de su eminencia…, hasta que la Policía haya terminado su misión.

Bangio examinó furtivamente a los agentes que le vigilaban. E, invadiendo con descaro la decidida voluntad del prelado, se arriesgó:

–¡Bravatas!

Monseñor correspondió a la burlona sonrisa. Y, dirigiéndose a los expectantes miembros del Servicio Secreto de Su Santidad, zanjó el enojoso pulso con una orden -lo sabía- tan ilícita como ilegal.

–Usted lo ha querido. Acompañen al cardenal a sus aposentos. Y que la Guardia Suiza le custodie hasta nuevo aviso.


06 horas


Al verlos avanzar presurosos por el corredor, comprendió que la noticia se había filtrado. Y potenciando las revoluciones de su cerebro, el vicepontífice se preparó para la nueva embestida.


Al llegar a la altura del desmoronado Bangio, los también cardenales Ronduzzi y Nimari -prefecto de la Casa Pontificia y maestro de ceremonias, respectivamente- acortaron la marcha. La imagen del camarlengo, estrechamente escoltado, estranguló sus ya mermados resuellos. Se detuvieron. Cedieron el paso y, boquiabiertos, le vieron alejarse. Y Rodano, desde la puerta de la capilla, leyó la incredulidad en sus gesticulantes manos.

Aquella temprana visita fue una advertencia. Tenía que simplificar. Sí no quería perder el control, debería fortificarse en la ingrata pero eficaz fórmula de la desinformación. Al menos durante una o dos horas. Después, a partir de las 8 o las 9 de la mañana, como sucediera en el caso Luciani, con la noticia en la calle, el maremoto sería incontenible e incontrolable. Y recordó las elocuentes cifras: a las veinticuatro horas del fallecimiento del malogrado Juan Pablo I, la centralita vaticana había soportado 27 800 llamadas.

Y anticipándose a los cariacontecidos Ronduzzi y Nirnarí, Angelo los abordó. Se deslizó entre ambos y, tomándoles por los brazos, los arrastró en dirección al gabinete privado del Papa.

–Eminencia, hemos oído…

Sin aflojar la marcha los sondeó:

–¿El qué?…

Astutamente, como perros viejos y fajados en la arena de los cotidianos duelos curiales, se atrincheraron tras un par de nombres.

–Siwiz ha telefoneado a Mielawcki. Y el médico, a su vez, nos ha sacado de la cama con una noticia horrible…

Rodano se estremeció. El maremoto se movía a mayor velocidad de lo calculado. Las reacciones de los seres humanos son imprevisibles. ¿Por qué el desconfiado polaco y médico personal del Papa no se había limitado a tomar su instrumental y acatar las órdenes?

–¿Qué noticia?

La enmascarada reticencia surtió el efecto deseado. El diplomático necesitaba disponer de un máximo de matices. ¿Cuál era el contenido -la esencia- de aquel primigenio rumor? ¿Se hablaba de muerte accidental?

–¡Por el amor de Dios, eminencia!… No nos mortifique. Siwiz y Mielawcki aseguran que hay sangre por todas partes.

–Esto es lo único que puedo adelantarles -terció Angelo, con las carnes abiertas ante el cariz sensacionalista que parecía cobrar el asunto-. El Papa, en efecto, ha muerto.

–Pero ¿cómo es posible? ¿Qué ha sucedido?

–No lo sabemos con seguridad.

Y Rodano, echando las redes, se arriesgó:

–Debo anunciarles que está a punto de abrirse una investigación. Y solicito la colaboración de sus eminencias. A partir de estos momentos les quiero a mi lado.

Los cardenales, perplejos, hilaron con rapidez.

–¿Y Bangio? Como camarlengo…

A punto de abrir la puerta del despacho pontificio, el secretario de Estado tiró de la red.

–Sólo son indicios. La Iglesia, y ustedes con ella, ya ha padecido un escándalo Luciani. ¿Estarían dispuestos a afrontar una segunda y vergonzosa sospecha de asesinato?

El inesperado cañonazo los desarboló.

–Pues bien -remachó el monseñor aprovechando la inercia de la sorpresa-, les suplico que recapaciten. Estamos ante una situación que demanda tanto valor como serenidad. El cardenal Bangío, por razones que ignoro, no se halla en condiciones de favorecer la equidad que debe resplandecer en estos críticos momentos. Y ha sido invitado a suspender sus atribuciones… temporalmente.

–¿Indicios?

Angelo no mordió el anzuelo.

–Eminencias, seamos prudentes. Dejemos maniobrar a la Providencia… y a los expertos. Y ahora, por favor, decídanse: ¿de qué lado están?

Los cardenales simularon no comprender.

–¿Eligen la verdad desnuda o una verdad maquillada?

–Lo que usted disponga, eminencia…

Y, tragándose el maquiavelismo de aquellas raposas, les franqueó la entrada.


06 horas 03 minutos


Chíniv, de pie junto a la mesita de los teléfonos, respiró aliviado. Sor Juana, como una estatua sobre el verde enmoquetado, sin el consuelo del manojo de llaves, había convertido sus dedos en un nudo gordiano. Y la irrupción de los tres purpurados desbocó su ansiedad. Quiso leer en el reposado rostro de Rodano. Pero el vicePontífice apenas si reparó en ella. La mente de Angelo, transportada hasta el negro auricular que sostenía el jefe de Seguridad, había iniciado una vertiginosa computación. La primera lectura no le agradó. La cara de Camilo, cuajada de aristas, no era buen presagio.


–Un momento, excelencia… Veo entrar al secretario de Estado. Su eminencia se lo confirmará…

Y, haciéndose a un lado, le tendió el teléfono. El desalentado tono de Chíniv puso sus motores a la máxima potencia.

–El señor ministro del Interior. Acabo de ponerle al corriente. Sin embargo…

Rodano asintió sin palabras. Y, tras un protocolario intercambio de saludos, permaneció atento a su interlocutor.

–Así es, mi estimado amigo. Ésa es la trágica noticia…

Nueva pausa.

–Sí, en la capilla privada.

El prelado, sagaz, se prestó al desconfiado interrogatorio al que ya había sido sometido el jefe de Seguridad.

–Por supuesto. Uno de los doctores le ha explorado. Y estamos esperando a su médico personal…

Angelo fue interrumpido nuevamente.

–Renato Itenozzu, el jefe del Servicio Sanitario Vaticano. Yo estaba presente.

–…

–Podría ser -replicó el monseñor-. Ésa fue nuestra primera impresión. Tanto Seguridad, como Itenozzu, como yo mismo lo interpretamos como un desgraciado y fortuito accidente… La herida en la cabeza se corresponde, al parecer, con las manchas de sangre en el bronce…

La maliciosa sugerencia del ministro hizo tamborilear los dedos del secretario sobre la caoba.

–Excelencia, por favor, escúcheme…

Nervioso, buscó refugio en el asiento.

–No, amigo, no… Si solicito la colaboración de su departamento es porque, justamente, no estamos seguros.

–…

–Usted conoce a Camilo…

El piamontés, contrariado ante las dudas del ministro, se creció.

–Chíniv es un profesional. Y uno de los mejores… Esos indicios existen.

El comandante -adivinando las suspicacias del político- sonrió sarcástico.

–Eso es -confirmó Rodano sin esconder un naciente mal humor-. Sangre… Sospechosas manchas de sangre en el terciopelo del reposabrazos. Como comprenderá, no es normal en una supuesta caída.

Toqueteó las gafas. Y tras dos o tres movimientos afirmativos de cabeza, Chíniv dedujo que el ministro recogía velas…

–Sí, vestido con ropa de calle…

Angelo recuperó la cordialidad.

–Y lo más extraño, ministro, es que su cama se halla deshecha…

Sor Juana comprendió que aquellas palabras guardaban relación con el secreto encargo de Rodano y su posterior hallazgo. Y Chíniv sumó la inesperada revelación a su particular cuadro de la tragedia.

–En efecto, todo hace pensar que se acostó…

El jefe de Seguridad estudió su reloj. Rozaban el límite.


06 horas 07 minutos


–Lo sé, ministro. Lo sé… No estamos ante una petición rutinaria. Pero tampoco el cadáver que yace en la capilla y las circunstancias lo son…


La impaciencia resucitó en los dedos del secretario de Estado, salpicando a Chíniv.

–¿El cauce oficial?… Por eso no se preocupe… Yo asumo la responsabilidad…

Monseñor, al fin, levantó la mirada. Y, soportando franciscanamente los miedos del pusilánime miembro del Gobierno italiano pasó revista a las sombras y luces que desfiguraban aquellos cuatro rostros. Chíniv, con la mandíbula crispada, soportaba más atmósferas de las razonablemente admitidas por el alma de un policía. La superiora, como un frágil cristal de Murano, parecía a punto de quebrarse. Los cardenales, desbordados por lo escuchado y lo intuido, bregaban inútilmente por desenmarañar la tela de araña en la que, muy a su pesar, se hallaban enredados. Pero, temerosos y castrados para cualquier iniciativa que pudiera salirse del sistema, permanecieron al acecho.

–Presumo que no me he explicado con claridad…

La voz del diplomático -cortando al ministro- se espesó:

–No hay tiempo para formalidades burocráticas. Nos enfrentamos a una emergencia. Solicito su colaboración… ¡ahora!

Su interlocutor siguió resistiéndose. Y Angelo, con los ojos extraviados en el retrato de los padres del difunto Pontífice, organizó su ataque final.

–Entiendo su posición. Y admita que, como vicepontífice, le estoy apeando de toda responsabilidad política. Aunque no por los caminos oficiales, ésta n deja de ser una petición formal. De Estado a Estado…

La paciencia de Rodano se eclipsó. Y, muy a su pesar, hizo crujir el suelo bajo los pies del ministro.

–Se lo advierto, excelencia. Tanto si accede, como si no, la opinión pública mundial tendrá puntual conocimiento de su decisión.

La carga de profundidad provocó la demolición del refractario político.

–Tiene usted mi palabra…

Angelo se relajó.

–Firmaré ese documento…

Chíniv, contagiado, se alisó las sienes.

–Gracias, excelencia… La solicitud, en toda regla, será entregada a sus hombres…

El prelado, a instancia del ministro, consultó su reloj.

–Las seis y diez, en efecto.

Y, negando con la cabeza, se puso en pie.

–Imposible… Le ruego que se haga cargo de la urgente naturaleza del asunto.

Y Angelo, previniendo al comandante con la mirada, le trasladó las últimas palabras de su interlocutor:

–¿Una hora? Pero…

Chíniv movió la cabeza, tranquilizando al prelado.

–Está bien. Otra vez, gracias…

Y, removiéndose inquieto, reclamó al jefe de Seguridad:

–Sí, un momento… Se lo paso…

Y, cediendo el auricular al agitado Chíniv, le anunció:

–Hecho. Ocúpese de los detalles…


06 horas 11 minutos


El prelado se reunió con los demacrados cardenales. Pero permaneció ausente. Y la estancia se llenó de plomo.


Camilo memorizó las palabras. Y por cortesía hacia Rodano las repitió en voz alta:

–Sí, el preffeto de Roma… Le conozco… Sé que tendrá que sacarlos de la cama… Claro, excelencia… ¿Homicidios?… En efecto, sería lo adecuado en este caso… No, no hace falta… Que se dirijan al arco de La Campana… Mis hombres y yo estaremos esperando… Por supuesto, señor… Máxima discreción… Pierda cuidado: le mantendré informado…

Nada más colgar, el secretario de Estado se hizo con el timón. Ocupó de nuevo el asiento tras la mesa pontificia y, con una lucidez y audacia que terminó de anegar los empantanados corazones de sus compañeros, se desbordó en una catarata de previsoras indicaciones:

–Sor Juana… Busque a Siwwiz. Tráigamelo.

La superiora obedeció ciegamente. Y cuando se disponía a abandonar la cámara recibió una segunda consigna.

–Que las hermanas permanezcan en sus habitaciones. Y que no toquen nada, por favor… Usted regrese con el secretario.

Rodano se refugió en las agujas de su reloj. Y, tras un rápido cálculo, ordenó al prefecto de la Casa Pontificia:

–Eminencia, prepare una lista de todo el personal al servicio de esta tercera planta. Y entréguesela a Chíniv. Pero antes telefonee a mi sustituto en la Secretaría. Y pásemelo, por favor… Usted, Nimari, póngase en contacto con la superiora de la centralita telefónica. Ésta es la orden, por el momento: Ningún comentario. Nadie sabe nada. Y llame a los prefectos de las Congregaciones. Hable directamente con ellos. ¿Me ha comprendido? Dígales escuetamente que el Papa ha muerto. Los quiero en mi despacho a las diez en punto.

Y, retornando a Lino Ronduzzi, añadió:

–Convoque al decano del Colegio Cardenalicio y al Govematorato.

Pareció dudar.

–A las once. Eso es. Y también en la Secretaría.

Y, dejando a Chíniv para el final, proclamó solemne:

–Adelante, Camilo… Usted actúe… Yo rezaré.


06 horas 25 minutos


Era infalible. Constante Rossi lo experimentaba desde niño. Y en sus treinta años como policía jamás había fallado. Sus cejas, sin control, cabalgaban rítmicamente. El espasmo -generalmente breve- se veía hermanado a una punzante picazón que desembocaba en otro de sus peculiares gestos: el dedo índice izquierdo se catapultaba, rascando con frenesí. Y Rossi lo sabía. El tic era premonitorio. Algo estaba a punto de suceder. Algo especial…


Y esa madrugada, perezosamente recostado en el portón de su domicilio, en el viale Angelico, temblor y picores se presentaron con inusitada fiereza. Y siguiendo la costumbre, buscó en el interior de la americana de lino, alcanzando la veterana petaca de piel de antílope. Y, medianamente consolado con un madrugador cigarro puro, agradeció el fresco saludo de aquella Roma primaveral y a punto de despertar, Necesitaba despabilarse. Estaba claro que en las "alturas" se cocía un asunto de grueso calibre. La llamada del prefetto en persona -olvidando el escalafón y tirándole prácticamente de la cama- no tenía otra explicación.

Intranquilo escudriñó a derecha e izquierda. Pero el solitario viale sólo contribuyó a alimentar sus conjeturas. Y mentalmente se entretuvo repasando lo acaecido ocho minutos antes.

Hasta un novato se hubiera percatado. El tono del responsable del orden y la seguridad pública de Roma se quebraba cada segundo. Le notó desasosegado. Con prisas. Con muchas prisas.

–Rossi, lamento llamarle a estas horas…

Sonrió para sí. Hacía años que el escepticismo le había vacunado contra los cumplidos de sus superiores.

–No hay tiempo para explicaciones. Un coche patrulla le recogerá en cinco minutos… Se reunirá conmigo y con sus hombres de inmediato.

Eso fue todo. Y Rossi, tras un segundo de indecisión, se asomó con torpeza al también dormido despertador familiar.

¡Las 6.17!

La atropellada ducha no le ayudó gran cosa. Su mente, en blanco, peleaba en vano.

¿Qué demonios pintaba el inaccesible número uno de la policía romana junto a su brigada?

Aspiró con rabia el oloroso dannemann y, como inspector jefe de Homicidios, se puso en lo peor. ¿Se hallaba ante el caso de un marido celoso y politicastro de altos vuelos por más señas? ¿Ante otra masacre a la siciliana? ¿o debía pensar en un nuevo ajuste de cuentas entre mafiosos? ¿Se trataba esta vez de un sangriento enredo, protagonizado por cualquiera de los viciosos prohombres de la ciudad?


06 horas 28 minutos


Un destelleante piloto violeta en la plaza Giardino canceló el rosario de posibilidades. Y Constante Rossi se precipitó hacia la calzada. Dos agentes uniformados y con cara de susto saltaron del automóvil azul, cuadrándose. Y arrancaron en silencio, enfilando las vías Barletta y Ottaviano.


El inspector, más alarmado por el mutismo de los guardias que por la velocidad desplegada, estuvo a punto de claudicar. Pero no preguntó. Y trató de adivinar su destino, de acuerdo a la dirección tomada por el coche patrulla. Plaza del Risorgimento. Vía de Porta Angelica. Ciudad Leonina. Plaza de Pío XII…

Y el conductor, girando bruscamente a la derecha, se adentró hábil en la empedrada plaza de San Pedro.

Aquel control junto a las barreras de madera que cierran el recinto durante la noche le pareció inusual. Y la media docena de policías -evidentemente advertida- se apresuró a liberar el acceso.

Mordisqueó el cigarro. Y confuso, aferrándose al asiento para no salir despedido contra la puerta, rodeó el obelisco egipcio. Cinco segundos después, un brusco frenazo ponía fin a la breve y febril carrera.


06 horas 31 minutos


El espigado arco de La Campana, en el extremo izquierdo de la fachada de la basílica, aparecía tan negro como su cerebro.


Tres hombres de azul y un oficial de la Guardia Suiza le salieron al encuentro. La blanca cabellera del más viejo le resultó familiar.

–Mi nombre es Camilo Chíniv.

Rossi se identificó, correspondiendo al sólido apretón de manos.

–Gracias por su diligencia. No los esperábamos tan pronto. Supongo que el resto está en camino.

El inspector aguardó una explicación. Pero Chíniv se limitó a desnudarle con la mirada. Y Constante, incómodo, carraspeó.

Hubiera podido abordarle. Como jefe del Grupo de Homicidios de la Policía del Estado en Roma tenía sus derechos. Sobre todo, después de aquel intempestivo madrugón. Pero, respetuoso, guardó las distancias. Estaba acostumbrado a estos secretismos oficiales.

Y el comandante prosiguió su minucioso análisis:

Un hombre discreto, sin duda. Y paciente. Veamos hasta dónde resiste su curiosidad… Traje de lino. Buen sueldo. Barba cana, recortada sin indulgencia. Uñas limadas al límite. Exigente. Casi un perfeccionista. No más de cincuenta años, a pesar de la barba. Un metro y ochenta centímetros. Moderadamente atlético. Manos inalterables. Rígido control interior. Dedos sin fin, más propios de un pianista. Sutil y peligrosamente astuto. Voz redonda. Sin asomo de engreimiento. Noble e íntegro. Zapatos como espejos. Quizá por encima de las doscientas mil liras. Revólver enterrado en la cintura. Muy próximo al riñón izquierdo. Zurdo. De la rodilla al pie, intachable raya en el pantalón. Casado con una mujer diligente… Gemelos destelleantes como patenas. Corbata de seda y alfiler a juego con el oro de los puños. A juzgar por el palo del adorno, un amante del golf De no haber sido por el cráneo -aparatosamente calvo y aceitoso-, la lámina hubiera sido perfecta…

Pero se dio por satisfecho. El ministro había sabido elegir.

En la embarazosa espera, Rossi amansó la curiosidad con una tanda de cortos paseos. En uno de ellos, al explorar distraídamente la dormida robustez de la columnata de Bernini, quedó prendido en el luminoso y siempre enigmático convoy formado por las ventanas del tercer piso del Palacio Apostólico. Las sumó. Ocho iluminadas y dos a oscuras.

Inexplicablemente las cejas volvieron a cobrar vida propia. Y su dedo índice, solícito, acudió al conjuro.

Los dígitos de su casio-speed-memory-100 le tranquilizaron relativamente. De acuerdo con lo leído en un artículo de Orazio Petrosillo en el suplemento Piu de Il Messaggero, el Papa llevaba una hora de pie. Era normal que aquellas habitaciones aparecieran con luz. Pero entonces… Él era un especialista en delitos de sangre. ¿Qué se supone que debía hacer en aquel aparentemente apacible lugar?

¿Apacible?

Constante Rossi borró la benevolente expresión de su pizarra interior.

El más pequeño Estado del mundo -rectificó, desempolvando algunos datos que, en el fondo, le traían sin cuidado- y el más hipócrita. En cuarenta y cuatro hectáreas se ha logrado reunir el mayor cúmulo de contradicciones. El culto a Dios y al poder. Las más pomposas encíclicas en defensa de la justicia social y de los oprimidos y dos millares de operarios con salarios exiguos, sin derecho a constituirse en sindicato y con la obligación de jurar fidelidad al santo patrón que los contrata. Un Estado que canta la libertad y, sin embargo, mantiene el más caduco y medieval de los servilismos internos. Un Pontífice y una Cuña que arremeten contra la guerra y el aborto y, subterráneamente, invierten grandes sumas en fábricas de armas y laboratorios de anticonceptivos.

Un Estado -oficialmente mendigo- que, sólo en la periferia de Roma, disfruta de 1200 hectáreas con las que especula sin cesar.

Un Estado en el que buena parte de su millón y medio de religiosas y sacerdotes sí es consecuente con la honrosa máxima de la pobreza evangélica y la cúpula, sin embargo no tiene reparo en derrochar cinco millones de dólares en los dos cónclaves de 1978.

Un Estado que pretende la salvación espiritual y, ante la sorpresa de casi ochocientos millones de creyentes, se asocia con ladrones de la catadura de un Calvi, un Gelli o un Sindona…

Una multinacional -el Vaticano S. A.– que blanquea dinero y, al mismo tiempo, condena los peligros del capitalismo.

Y en la maraña de congregaciones, tribunales, oficios, prefecturas, consejos y comisiones al servicio del culto divino, de los santos, de la evangelización de los pueblos, de la vida apostólica, de la unidad de los cristianos, de la familia, de la justicia y de la paz…, una constelación de arribistas, corruptos y embusteros.

Reprimendas públicas y privadas a los sacerdotes de la teología de la liberación y, simultáneamente, clandestinas fugas de cientos de miles de dólares para consolidar el politizado sindicato polaco Solidaridad.

Casi dieciocho millones de dólares en oro inmovilizados en las reservas de Fort Knox, en Estados Unidos, y un Papa que acaricia niños desnutridos en África.

Más de cien prelados de alto rango involucrados en logias masónicas y un Santo Oficio que se arroga el derecho a juzgar, herir o silenciar a mentes tan privilegiadas y valientes como la del teólogo alemán Hans Küng…

Y todo esto -y mucho más-, en el nombre de Dios. ¿Y que tenía que ver este Dios con el que veneraba y al que servía el humilde, noble y entregado cura de su pueblo? La verdad es que si prestaba atención a tan virulenta atmósfera, lo que alcanzara a imaginar en aquel apacible lugar podía quedarse corto.


06 horas 45 minutos


Las barreras de la plaza fueron retiradas. Y Chíniv se alisó la cabellera. Un segundo coche policial se detuvo junto al primer patrullero. Y un prefetto desaliñado y sudoroso buscó al comandante. Rossi hizo lo propio con sus hombres.


Lento y renqueante, uno de los furgones azules y blancos del Ufficio Mobile fue a estacionarse a un metro de los automóviles. Y al repasar la matrícula -A-2278-, el inspector empezó a tomar conciencia de la gravedad de la misión que, al parecer, se le había confiado. Aquella unidad-laboratorio, con sus avanzados sistemas de comunicaciones, sus computadoras conectadas al archivo central y el arsenal, sólo era requerida en casos excepcionales.

Y con cara de circunstancias fue saludando a los cuatro funcionarios que acababan de saltar del vehículo blindado.

El teniente Ugo Gasparetto, su ayudante e incondicíonal amigo, incapaz, como siempre, de sujetar la lengua, fue al grano.

–¿A qué viene tanto misterio?

Rossi se encogió de hombros. Examinó de reojo las dos maletas metálicas que portaban los especialistas e, inicialmente, se sintió tranquilo. El equipo de lofoscopia -elegido con lupa- era de confianza. Allí estaban los más capacitados expertos en huellas, manchas, cabellos, pisadas, cristales y hasta en impresiones en escayola.

Y, atendiendo los urgentes requerimientos del nervioso prefetto, distribuyó a su gente en los coches patrulla.

Los dos alabarderos de la Guardia Suiza, enfundados en oscuras capas, se cuadraron al paso de los vehículos.

Y un negro y encerado Mercedes, con matrícula del Estado Vaticano, iluminó la plaza de los Protomártires Romanos, abriendo la comitiva. El lugar se hallaba desierto.

Rossi y el prefetto, en el asiento trasero, guardaron silencio. Chíniv, junto al conductor, señaló hacia la izquierda, apremiando al hombre de azul.

Y al dejar atrás la Canónica, el jefe de Seguridad, volviéndose hacia el enviado especial del ministro, preguntó en clara alusión al inspector:

–¿Se lo ha explicado?

Rossi levantó la guardia.

–No, Camilo… No ha habido ocasión.

También la plaza de Santa Marta se presentó desolada.

–Por cierto -empalmó el prefetto secándose los ríos de sudor-, en el supuesto, sólo en el supuesto, de que no se trate de una muerte accidental, ¿existe alguna hipótesis?

Chíniv meditó la respuesta. Y el jefe de Homicidios, con el alma flexionada como una pantera, se dispuso a saltar sobre el más pequeño indicio.

Y el comandante, reforzando las palabras con una seca negación de cabeza, replicó:

–Imposible saberlo, por el momento.

–Pero, Camilo…, seamos francos. Mis hombres no pueden trabajar a ciegas. ¿Sabes o sospechas algo? ¿Qué dice tu servicio de información? ¿Qué ha ocurrido en los últimos tiempos que pudiera conducirnos a un hipotético móvil?

El agente de Seguridad acarició el volante. Y el gran turismo dejó a la izquierda la iglesia de San Esteban, aproximándose a los contrafuertes del flanco oeste de San Pedro.

–¿En los últimos tiempos?

El cansino tono de Chíniv fue computado al instante por el inspector.

–…demasiadas cosas. Demasiadas y a cuál más grave…

Y dominando la tentación trató de alejarse de aquel campo minado.

–Pero no creo que sea oportuno… Lo primero es lo primero.

El Prefetto volvió a tirar del sedal.

–¿Terroristas? ¿Podría guardar relación con esa organización que trata de chantajear al Vaticano?

Chíniv se envaró.

–¿Cómo sabes eso?

El prefetto saboreó el triunfo. Y optó por arriesgarse:

–Después del incidente en la capilla de La Piedad hemos seguido trabajando…

–Entonces -confesó Chíniv con ingenuidad- estaréis al corriente del robo y de los explosivos…

La mente de Rossi se torció. Por genética y por oficio era un hombre ordenado y meticuloso. Y aquel criptograma excedía su inteligencia y su notable buena voluntad. El Mercedes blanqueó la vía de los Fundamentos, desvelando a lo lejos, a la derecha, la cara norte de la Capilla Sixtina.

Y Rossi lamentó el súbito e infantil traspié de su jefe.

–¿Robo? ¿Explosivos? ¿De qué hablas?

Chíniv replicó con una malévola sonrisa. Y sorteando la trampa del prefetto dio por rematado el forcejeo:

–Mi impaciente amigo, vayamos por partes. Deja que la brigada examine la capilla…

El puzzle dejó exhausto al inspector.

El chofer aminoró la marcha. E, ignorando el semáforo en rojo del arco del Centinela, penetró en el primero de los cuatro patios que le separaban de su destino.

En el Borgia, los centinelas suizos repitieron los saludos. En el tercero -de los Papagayos-, el runruneo de los motores golpeó el ocre de los altos y severos muros, alertando al Servicio Secreto que aguardaba en el ceniciento enlosado de San Dámaso.

Y al detenerse frente a las tres galerías de Bramante y Rafael, Rossi creyó hallar la solución al diabólico rompecabezas. Se hallaba a los pies del Palacio Apostólico. La víctima, en consecuencia, tenía que ser un personaje de notable relevancia en el gobierno de la Iglesia.


06 horas 48 minutos


Aquel despliegue recalentó a la confusa brigada de homicidios. La escalera Noble y sus accesos presentaban una desproporcionada y nerviosa concentración de guardias suizos. Gasparetto reconoció entre los helvéticos a bastantes de los veintitrés oficiales sin mando.


Sorprendidas por la arrolladora marcha del jefe de la Seguridad Vaticana y de los escoltas que le arropaban, las onduladas y miguelanchescas franjas azules, amarillas y naranjas de los soldados apenas si tenían tiempo de erguirse y saludar.

Al ganar la segunda planta, el jadeante pelotón se detuvo. Y los hombres de azul tomaron el corredor principal, apostándose frente al ascensor papal y al pie de la alfombrada escalera de mármol que conduce al piso superior. Y Chíniv, precipitándose sobre uno de los teléfonos interiores, pulsó los cuatro números del gabinete privado de Su Santidad.


06 horas 52 minutos


En un primer momento, Ugo Gasparetto no reconoció el cadáver. El deformante traumatismo en la región frontal, los coágulos y los regueros de sangre cruzando las cuencas oculares, la nariz, el pómulo y la mejilla izquierdos, así como los labios, mentón y cuello hacían prácticamente irreconocible el rostro del Pontífice. Rossí, por su parte, al identificar la blanca sotana, sintió una fría garra hundiéndose en su columna. Y en décimas de segundo rehizo y ajustó sus laberínticos esquemas. Y por primera vez en su dilatada carrera profesional experimentó un irrefrenable deseo de escapar. Y, tensando las maromas de su zarandeado corazón, recorrió los semblantes de los allí reunidos, a la desesperada búsqueda de una sola y decisiva respuesta:


¿Qué se esperaba de él y sus hombres?

Pero el cerrado círculo -con los ojos clavados en aquel cuerpo- no resolvió su problema.

Siwiz y sor Juana, resignados, permanecían a espaldas de Rodano, dispuestos a ejecutar las órdenes que el meditabundo prelado estimara oportunas. Definitivamente, el secretario de Estado se había hecho con el mando y el rumbo de la desarbolada nave.

Chíniv fue el único que acudió en auxilio de los ansiosos y parpadeantes ojos azules del inspector. La muda "lectura" fue determinante.

¿Asesinato?

Aquellas pupilas -teñidas en un negro acusador- y el inmisericorde, casi despiadado, rictus en la mandíbula del comandante fueron un plástico, transparente y directo anuncio.

Y Rossi, inconscientemente, activo su particular piloto automático. Y el nerviosismo inicial aflojó sus garras…

El pastoso preámbulo fue disuelto con rapidez. Angelo Rodano ofreció un sobre al prefetto, invitándole a leer su contenido. Cumplida la sugerencia, el representante del ministerio asintió complacido:

–Todo en orden, eminencia. Yo mismo haré llegar la solicitud oficial a su excelencia.

–En ese caso -replicó el prelado abriendo las manos con impaciencia-, por favor, actúen. Y háganlo con rapidez. Camilo y sor Juana les atenderán en todo lo necesario.

Y haciendo una indicación al desdibujado Siwiz para que le acompañara se retiró de la capilla.

El prefetto -sin saber muy bien qué hacer- se volvió hacia el inspector jefe, azuzándole con un autoritario baile de sus dedos.

–Ya lo ha oído. Muévanse…

Rossi, curado de espantos y servilismos, le obsequió con una desdeñosa mirada. E incómodo, el prefetto eligió con sensatez. Rodeó el reclinatorio y, tras cruzar unas palabras con Chíniv, se alejó hacia la doble puerta.

Divertido, Gasparetto se atusó el pelirrojo y generoso mostacho. Conocía bien a su capitán. Y sabía que en su trabajo la palabra rapidez era sinónimo de estupidez. Le bastó con asomarse a los tirantes músculos de su cara para comprender que la mente de aquel excelente policía había empezado a pistonear mucho antes, incluso, de la innecesaria orden del prefetto. Y, sumándose a las inquietudes de Rossi, se planteó la cuestión que -inexplicablemente- ni el secretario de Estado ni el político habían querido despejar:

¿Por qué estaban allí? Ellos eran de Homicidios. No hacía falta ser muy despierto para deducir que aquella muerte -al menos a primera vista- reunía todos los ingredientes de un fatal accidente. ¿Qué ocultaban?

Pero, obedeciendo a su instinto policial, aparcó las interrogantes. Y mecánicamente, inmóvil junto al cadáver, se unió a la primera y silenciosa inspección ocular iniciada por su jefe. Y lo hizo según su costumbre: olvidando, por el momento, el objetivo principal para dibujar el escenario y cuanto contenía. En este caso, sus lejanos años como estudiante de arte en Florencia resultaron de gran utilidad.

Capilla rectangular, donación de los fieles de Milán al desaparecido Pablo VI. Paredes y suelo recubiertos de mármol de Candoglia, imitando la catedral de la referida ciudad. Moderna decoración. Altar y sagrario enriquecidos con esmaltes de Martinotti. Seis velas. Una encendida. Gran crucifijo de madera, obra de Manfrini. Muros laterales de un blanco mate, exquisitamente rotos por sendas vidrieras azules de Silvio Consadori, con escenas del Antiguo y Nuevo Testamento, y estatuas de los cuatro evangelistas. Dos a cada lado y a 1,40 metros del piso. Relajante vidriera de Filocano a manera de techo y en idéntico color turquesa. Atril de hierro forjado a la izquierda del altar. Casi medio centenar de sillas y pequeños bancos. Dos esculturas de Lello Scorzelli representando el bautismo en el Jordán y la asunción de María. Un vía crucis de este mismo artista, mostrando a un Cristo abandonado a las pasiones de los hombres. Aparentemente, una sola puerta de entrada. Y en el centro, a unos cuarenta centímetros del único escalón existente en la minibasílica, dos piezas gemelas a las que, sin duda, tendrían que prestar una muy especial atención: un reclinatorio de un metro de alzada y el correspondiente sillón. Tanto el frontis del primero como el respaldo del segundo ofrecían una cuidada colección de grabados en bronce, encargados a Mario Rudelli. Un águila y dos polluelos ensangrentados y, en el sillón curvado, una docena de altorrelieves con otras tantas actividades humanas. Estos últimos limpios. Sin una gota de sangre…

Constante Rossi era un viejo divorciado de la prisa. Y sus hombres lo sabían. De ahí que, prudentemente, se mantuvieran en segundo plano, con las maletas cerradas y pendientes de una luz verde que llegaría cuando el inspector -y nadie más- lo estimara oportuno. Y, al igual que el jefe de Seguridad, el médico y la superiora, le dejaron hacer.

Ultimado el repaso general, Ugo se aproximó al capitán. Y sin mediar palabra alguna, también en cuclillas, se concentró en el examen del cadáver, del escalón y del enrojecido frontis del reclinatorio.

Las reflexiones de ambos -colgadas de la provisionalidad- discurrieron parejas:

Importante traumatismo craneoencefálico. Posiblemente -aunque eso debería consignarlo el forense-, de carácter cerrado. De la frente, al abrirse contra la masa de bronce, había manado abundante sangre. Casi con seguridad, de la vena frontal. Y a juzgar por las dimensiones del charco que rodeaba el cadáver, la volemia o volumen de sangre derramada podía superar el litro. La muerte, sin embargo, tenía que haber sobrevenido como consecuencia del golpe.

¿Posible caída? Aunque los regueros que partían radialmente del hipotético punto de impacto hacían verosímil la teoría, sólo un concienzudo análisis de lo que tenían a la vista, las posteriores comprobaciones en el laboratorio, los interrogatorios y, por supuesto, los resultados de la autopsia -si la había- podían arrojar luz sobre el suceso.

Dedos crispados. Ensangrentados pero intactos. No sujetaban ni contenían objetos o rastros detectables a simple vista.

Y ante la imposibilidad de tocar o mover el cuerpo -al menos hasta que no fuera autorizado por el juez-, Rossi y su ayudante completaron estas iniciales observaciones con un reposado paseo en tomo al Pontífice.

…pies calzados…

También la indumentaria los obligó a reflexionar. Si el Papa tenía la costumbre de levantarse de la cama a las cinco y medía de la madrugada -así constaba en todos los reportajes periodísticos- y acudir a la capilla media hora después, ¿en qué momento se había registrado el óbito?

El inspector fue despertado a las 6.17. Y lo que resultaba poco creíble es que el supuesto accidente, el hallazgo del cuerpo y la posterior cadena de llamadas telefónicas se hubieran concretado en algo más de quince minutos.

¿Es que el Santo Padre había alterado su horario? Y en caso afirmativo, ¿por qué?

La desordenada constelación de pecas que camuflaba el rostro de Gasparetto se orientó hacia Rossi. Y éste, con una levísima inclinación de cabeza, le autorizó a verificar el súbito y compartido destello.

Y la engañosamente frágil humanidad del teniente fue a apostarse en cuclillas frente al rostro del Papa. Extrajo un cortaúñas del bolsillo interior de la chaqueta y, extremando el pulso y las precauciones, retiró el filo de la manga izquierda, dejando al descubierto el reloj de pulsera.

¡Maldición!…

Ninguno de los presentes llegó a percibir la silbante y ahogada imprecación de Ugo.

Y, retornando junto al capitán, le susurró al oído:

–Imposible saberlo… La sangre cubre la esfera.

También Rossi lo lamentó. Si las agujas se habían detenido a causa del golpe, el dato podía proporcionarles una interesante pista en relación al momento exacto del impacto. Pero esa comprobación debería esperar la pertinente autorización de la Comisión judicial. Una comisión de la que, por cierto, el inspector jefe tampoco había sido informado. ¿Estaba previsto que hiciera acto de presencia? La ley italiana así lo contempla. Pero ¿cómo guiarse por la lógica ante el cadáver de un personaje de aquella naturaleza y en un lugar como el Vaticano?

Y Constante Rossi, poco amante de subterfugios y demás enredos jurídicos, se propuso no apartarse de su habitual línea de conducta: la simplicidad.

Y, en un codo con codo con el pelirrojo, emprendió la siguiente fase preliminar: la exploración del entorno inmediato al cadáver.


06 horas 58 minutos


Sí, lo había observado minutos antes, en el primer repaso general a la capilla. Y, teniendo en cuenta el lugar, se le antojó normal. Pero, de pronto, su fino y largo olfato -¿o fue su deformación profesional?– le hizo reparar en un detalle que, cuando menos, resultaba impropio en un recinto tan minuciosamente ordenado. Y Rossi se aproximó cauteloso, deteniéndose a una cuarta del altar.


Chíniv, pendiente de todos y cada uno de los movimientos de la pareja, también cayó en la cuenta. Y, tan intrigado como el capitán, se preguntó por qué no lo había descubierto con antelación. Y poco faltó para que abandonara su puesto junto al sillón curvado. En el último segundo, sin embargo, decidió esperar y observar.

El inspector dedicó unos instantes a la atenta contemplación de aquel cirio encendido. Sus cinco hermanos presentaban una misma y matemática longitud. Alrededor de treinta centímetros. Y se formuló una inevitable pregunta:

¿Por qué aquella sexta vela aparecía consumida y rebajada en casi dos centímetros?

Pero las cavilaciones fueron suspendidas por un nuevo hallazgo. Gasparetto reclamó su atención desde el otro extremo del altar. A sus pies se hallaba una solitaria zapatilla negra. Y sin prisas fue a reunirse con su ayudante.

El examen fue breve. Pero, al igual que ocurriera con Seguridad, capitán y teniente se mostraron recelosos.

¿Qué hacía allí -a escasos centímetros del cadáver- un zapato de mujer? ¿Se tenía conocimiento de alguien que hubiera acompañado al Pontífice durante su estancia en la capilla? ¿Había presenciado el supuesto accidente?

El cúmulo de interrogantes empezaba a pesarles. Y el jefe de Homicidios estimó que había llegado el momento de pasar a la acción. Y Chíniv acudió presto a su llamada.

Pero el comandante no supo responder a las dos primeras preguntas. Ignoraba el porqué de la zapatilla en las proximidades del altar, aunque sospechaba a quién podía pertenecer. Respecto a la vela encendida, ni la más remota idea.

–Quizá yo pueda aclarárselo, inspector…

Sor Juana rompió su silencio. Y calzándose el zapato añadió, rubricando sus palabras con una amarga sonrisa:

–Debí de perderla en los primeros momentos de confusión, al encontrar el cuerpo del Santo Padre…

Gasparetto empezó a tomar notas. Y Chíniv respiró aliviado. Pero el capitán, insatisfecho, señaló el segundo pie, conminándole a que explicara por qué se hallaba igualmente descalzo.

La monja, aturdida, no acertó a responder. Y sus mejillas se incendiaron, encrespando las suspicacias del inspector.


07 horas 02 minutos


La doble puerta se abrió. Y el interrogatorio quedó en suspenso. Una corpulenta sotana negra se recortó contra la luz del corredor. Y Angelo Rodano avanzó gesticulante. A su lado, nerviosa, mínima y quebradiza, apareció la figura de un anciano, ostensiblemente escorada por el peso de un maletín negro. Discutían. Pero, al llegar al reclinatorio, cesaron en sus ásperos ademanes. Y el expectante y arrinconado Itenozzu fue a reunirse con su colega, el polaco Mielawcki. Y aunque no tuvo valor para planteárselo abiertamente, sus pensamientos orbitaron en torno a la cuestión que acababa de echarle en cara el secretario de Estado y que, en definitiva, había provocado la agria discusión:


¿A qué se debía aquel retraso? El médico personal del Papa fue advertido telefónicamente hacia las cinco y once minutos…

Rossi olvidó a la superiora. Y se centró en el recién llegado. Su traje, negro funerario, y aquel rostro macilento y arruinado por la viruela no le gustaron.

Y el hombrecillo, olvidándose del cadáver, se entretuvo en una descarada observación de los allí reunidos. Al identificar a Chíniv y a los funcionarios de policía, los cráteres de su cara se distorsionaron. El comandante, habituado al desabrido estilo del polaco, le ignoró. Ugo encajó con escepticismo la despreciativa mueca. Rossi, en cambio, quedó perplejo. Pero no por la falta de cortesía del médico, sino por una circunstancia, anormal a todas luces. En lugar de ocuparse de inmediato del cuerpo de su amigo, había dado notoria preferencia a la minuciosa inspección de los presentes.

Mielawcki se tragó sus pensamientos. No así el inspector. Y aproximándose al prelado le interrogó acerca de la Comisión judicial.

La intuición de Rossi dio en el blanco. Al escuchar la pregunta, la irritación del doctor se despeñó, dejando a Rodano con la palabra en la boca.

–¿Es que también ha autorizado la entrada de esos leguleyos? ¿Por qué no respetan su desgracia? ¿A qué otras infamias piensa someterle?…

Y colérico, retando al monseñor desde su menguada estatura, le soltó sin rodeos:

–Usted y su casta de fariseos trataron de volverle loco. Usted y esa ponzoñosa Curia lo han matado…

La cara de Rodano se hizo porcelana. Y el capitán, instintivamente, desvió la mirada hacia la superiora. En sus ojos grises creyó distinguir un solapado respaldo a las brutales afirmaciones de su compatriota.

–¿A qué viene esta farsa? – vociferó el anciano fuera de sí-. ¿Es que cree su eminencia que una investigación policial servirá de algo?… Ustedes, sanguijuelas, lo han sabido planear muy bien… Él está muerto. Eso es lo que cuenta.

Y antes de que el descompuesto prelado acertara a replicar, Mielawcki arrojó el maletín a los pies de Renato Itenozzu. Y, censurándole con una sardónica sonrisa, le reservó la última gota de veneno:

–¡Hazlo tú…, si te atreves! Extiende el certificado de defunción. Ellos sabrán recompensarte…

Y la destartalada silueta se apartó del huracán que acababa de provocar, desapareciendo por la doble puerta.

Constante Rossi, hábil, acudió en auxilio del secretario de Estado, apagando la malsana curiosidad de algunas de las miradas.

–Eminencia…, tendré que interrogar a cuantos trabajan en esta tercera planta.

Rodano agradeció el salvavidas. Y, alertando al jefe de la Seguridad, le rogó que se acercara.

–Entregue la lista al inspector…

Rossi la ojeó sin exteriorizar un excesivo interés. Y trasladando el papel a su ayudante puntualizó:

–Ocúpate.

A renglón seguido -simulando que lo había olvidado- se interesó de nuevo por la Comisión Forense.

–Está en camino. ¿Algo más?

Complacido, el capitán se limitó a esbozar un preventivo no…, por ahora.

Y el prelado, tomando a Chíniv por el brazo, se apresuró a seguir los pasos del médico polaco.

Itenozzu, desalentado, hizo ademán de abandonar igualmente el lugar. Pero Rossi le retuvo.

–Un momento, doctor…

Y, abordando a los funcionarios, los autorizó a proceder.

–Ya saben. Primero las fotografías.

El teniente asintió. Y los cuatro hombres se trasladaron al fondo de la capilla, depositando las maletas sobre el verde terciopelo de las pequeñas banquetas.

El inspector invitó al jefe del Servicio Sanitario Vaticano a moverse con él hacia la doble puerta.

–Y ahora, dígame: ¿ha explorado el cadáver?

Itenozzu procuró calmarse.

–Mínimamente…

–¿Lo han movido?

–La prohibición del secretario de Estado ha sido terminante.

La aclaración tranquilizó al policía.

Dirigido por Ugo Gasparetto, uno de los funcionarios activó el potente flash, iniciando el trabajo fotográfico. En primer lugar, una serie de tomas generales. Con las prisas habían olvidado la cámara de vídeo.

–¿Algún otro signo de violencia, además de los visibles?

El médico replicó con cansancio.

–Imposible saberlo sin una revisión a fondo.

–¿Rigor mortis? Itenozzu se encogió de hombros, repitiendo lo que ya había manifestado al prelado.

En otras palabras -argumentó Rossi para sus adentros-, que nos encontramos atados de pies y manos. Habrá que esperar el dictamen del forense.

La voracidad de los destellos encogió el ánimo de sor Juana. Aunque comprendía la misión de aquellos hombres, algo en su interior se revelaba contra lo que estimaba como una violación de la intimidad de su reverenciado Santo Padre. No podía soportar la aproximación de aquel implacable foco a la cabeza, al rostro o a las espaldas del indefenso cuerpo. Y angustiada -huérfana de la compañía de sus hermanas o del jefe de Seguridad e impotente frente al ir y venir de los funcionarios alrededor del reclinatorio-, fue deslizándose lenta y sigilosamente hacia la puerta.

–¿Sabe si la víctima sufría alguna dolencia concreta?

Itenozzu, buscó una vía de escape.

–Eso tendrá que preguntárselo a su médico personal…

El capitán no se dio por enterado.

–¿Era propenso a desvanecimientos o mareos?

El médico titubeó. Y pagó el error.

–Por favor -le invadió el capitán sin contemplaciones-, no me oculte nada. Tarde o temprano…

Sor Juana entreabrió la doble puerta. Pero Rossi la fulminó:

–Hermana, ¿por qué tanta prisa?

La superiora bajó la cabeza, avergonzada.

–Sé que, últimamente, su salud se había deteriorado…

El inspector exigió concreción.

–Perdía peso. Apenas se alimentaba y, en efecto, sufría caídas de tensión.

–¿Recibía medicación?

–Supongo que sí…

–¿Supone?

Itenozzu, incómodo ante la presión, volvió a remitirle a Mielawcki.

–Pero usted es el jefe del Servicio Sanitario. ¿Qué medicamentos?

–Ya le he dicho que lo desconozco…

–¿Qué me dice de su salud mental?

El médico percibió el peligro. En su cerebro seguía repiqueteando la audaz acusación del polaco.

–Inspector, no soy psiquiatra…

Rossi no dudó en colocarle de nuevo contra las cuerdas.

–Vamos, doctor, esto es una aldea…

–Pregunte a Mielawcki.

–Le pregunto a usted.

El tono del capitán se afiló.

–No sé. No tengo suficientes elementos de juicio. Compréndalo.

Las balbuceantes palabras de Itenozzu fueron la mejor respuesta. Pero el inspector jefe, abusando de la docilidad del médico, dio otra vuelta de tuerca.

–Lo único que comprendo es que una de sus obligaciones era conocer el estado físico y mental de su ilustre paciente. ¿Asistió personalmente a alguna manifestación de desequilibrio psíquico?

Renato le miró aterrorizado.

–No, por supuesto…

–Pero sí le han llegado noticias…

–Sólo rumores -cedió Itenozzu bajando la guardia.

–¿Qué rumores?


07 horas 10 minutos


Rossi frunció el ceño. La maldita doble puerta empezaba a mortificarle…


Ahora fue Chíniv quien traspasó el umbral. Se excusó y, señalando el centro de la capilla, dio a entender al capitán que necesitaba hablarle.

El médico recobró el aliento, recibiendo la presencia del comandante como una liberación. Pero Rossi, viejo explorador de la naturaleza humana, anticipándose a sus intenciones, le ordenó que aguardase.

Y el jefe de Seguridad, conduciéndole afablemente hasta el respaldo del sillón curvado, le anunció el inminente arribo del juez y los forenses.

–¿Cómo va el trabajo?

El inspector extendió la mano izquierda, invitando a su interlocutor a que lo comprobara por sí mismo. Dos de sus hombres, provistos de testigos métricos, tizas y una solución lechosa, se afanaban en las acotaciones del cadáver, del charco de sangre y del sinfín de regueros. Una vez marcados los detalles y señalizados los puntos de interés mediante los referidos testigos o tiras adhesivas de papel milimetrado y numerado, el tercer funcionario los fotografiaba de inmediato, tanto en detalle -con el auxilio de una lente macro- como en plano general. Ugo, por su parte, había iniciado un minucioso levantamiento de croquis de la capilla y de cuanto contenía.

–Empezando…

–Está bien -le tranquilizó Chíniv-. Ahora debo dejarle. La comisión llegará de un momento a otro. Por cierto…

El jefe de Seguridad lanzó un desconfiado vistazo a Itenozzu y a la superiora. Y bajando el tono le hizo partícipe de una confidencia.

–Cabe la posibilidad de que la autopsia se practique mucho antes de lo que imaginábamos.

La estudiada pausa de Chíniv y una escurridiza sombra de desaliento en sus enrojecidos ojos surtieron efecto. Rossi reaccionó:

–¿Qué insinúa?

–A usted debo confesárselo. Monseñor Rodano lucha prácticamente solo… Digamos que existe una corriente dentro del sistema, que se opone a esta investigación y, muy especialmente, a la autopsia.

El inspector sonrió irónico.

–Hágame caso. Muévanse con rapidez…

–¿Dónde tendrá lagar el examen anatómico?

Chíniv se resistió. Finalmente, admitiendo que Constante Rossi -en cierto modo- se hallaba de su lado, le reveló que todo había sido dispuesto en aquella misma tercera planta. La primera idea de Rodano -trasladar el cadáver a la clínica Gemelli- fue desestimada.

–Y otra cosa.

El jefe de Seguridad se distanció de Rossi. Y señalando el reposabrazos del reclinatorio le sugirió que lo examinara.

El capitán accedió. Y tras contemplar el goteo de sangre, el celeste de sus ojos se perdió en el pavimento de mármol sobre el que se suponía había resbalado o tropezado el Santo Padre. Y sus cejas cabalgaron.

–Y bien. ¿Qué opina?

La mente del policía, en ebullición, no logró descomponer el inexpresivo rostro. Y el comandante tuvo que interpelarle por segunda vez.

–¿No le parece extraño?

La réplica fue un jarro de agua fría.

–No mucho, francamente. No sabemos si, a pesar del golpe, tuvo oportunidad de incorporarse, buscando apoyo en el reposabrazos…

–Pero…

–En ese caso -remachó el inspector sin inmutarse-, sería lógico que la sangre de la frente hubiera caído sobre el terciopelo.

Y dando media vuelta se alejó del consternado comandante.


07 horas 14 minutos


El teniente interrumpió la confección de los croquis y, obedeciendo la recomendación de su jefe, inició la búsqueda de huellas de zapatos en una primera área de seis metros cuadrados, a la derecha del altar. La potente linterna, manejada con destreza, descubrió en seguida todo un caos de improntas, de muy diferentes tamaños y dibujos. Y con una entrenada paciencia, apoyado por otro de los especialistas, fue dirigiendo el haz de luz de forma indirecta, cuadriculando cada sector, dibujando formas y direcciones y tomando las correspondientes distancias.


Rossi impartió una nueva orden.

–En cuanto sea posible, peinen la zona. Empiecen por el reclinatorio y el sillón. Después busquen en el altar, escalón, enlosado, picaportes, atril, etcétera… ¡Ah! Y no olviden los cirios. En especial, el encendido. Quiero un máximo de huellas.

Y cambiando el norte de sus pensamientos, dedicó unos instantes a la observación de sus inmediatos objetivos. Itenozzu y la superiora continuaban junto a la doble puerta, forzosamente sumisos. Sobrados de funestos presagios. El médico, en actitud reflexiva, frotando su cuadrado mentón, parecía más excitado que sor Juana. Y el capitán, astuto, creyó conveniente empezar por la religiosa, desbocando así el nerviosismo del doctor. Si la psicología no erraba, al reanudar el interrogatorio, Itenozzu debería mostrarse más propenso a la colaboración…

La monja acudió ligera al ruego del capitán. El médico, en efecto, fue sacudido por una ráfaga de inquietud. Y Rossi, espiándole con el rabillo del ojo, se felicitó.

–Bien, hermana…

Antes de que cuajara la primera cuestión, sor Juana, temerosa, se parapetó entre el febril culebreo de sus dedos.

–Por favor -terció Rossi conciliador-, sólo intento conversar. Pura rutina…

Trató de corresponder. Pero la sonrisa nació muerta.

–Tengo entendido -mintió calculadamente- que fue una de sus religiosas quien descubrió el cadáver…

Desconfiada, indagó en las obstinadas pupilas del capitán. Y las manos se le enroscaron hasta hacerse daño. Pero Rossi no conocía la prisa.

–Fui yo, señor… Exactamente a las cinco menos diez…

Mientras la compungida monja rearmaba de nuevo los recuerdos, relatando la dolorosa experiencia, el inspector se vio arrojado a lo más profundo de aquel dilema. Sus provisionales suposiciones se desplomaron. Tenía que pasar la hoja. Arrancar de cero. El habitual horario del Pontífice, en efecto, aparecía notablemente alterado.

–¿Y dice usted que la capilla se hallaba cerrada?

–Desde la medianoche.

–¿Alguien más tiene llave de esa puerta?

–No, señor…

El capitán desvió sus pensamientos hacía el altar. Pero la superiora se anticipó.

–Su Santidad disponía de una pequeña entrada, a la derecha del ábside. Es privada y comunica directamente con sus habitaciones. ¿Desea verla?

Sorprendido por la agilidad mental de aquella mujer de sesenta años, se contentó con sonreírle. Y fue derecho al grano.

–¿Puede decirme si el Papa solicitó la presencia de alguna de ustedes, o de sus colaboradores, entre las doce de la noche y las cinco de la madrugada?

–En lo que a nosotras concierne, no, por supuesto. Las hermanas y yo nos retiramos poco después de las doce. Si el Santo Padre reclamó a alguien en el transcurso de las cuatro horas y media siguientes, sinceramente, lo desconozco.

–¿Ha inspeccionado el dormitorio?

Esta vez fue la religiosa quien se sintió complacida por la intuición del policía. Y sus ojos ganaron parte de su proverbial serenidad.

–Por orden expresa de su eminencia…

Interesante -caviló el capitán-. Muy interesante. Al parecer, alguien nos lleva ventaja…

–Y tal y como imaginaba -prosiguió melancólica-, la cama se encuentra revuelta.

–¿Y qué tiene de extraño?

–En principio, nada… El Santo Padre se acostó. De eso estoy segura. y probablemente lo hizo según su costumbre. Hacia las once y treinta. Media hora antes solía cerrarse en sus aposentos…

–¿Cerrarse? ¿Con llave?

Sor Juana rectificó. Se había explicado incorrectamente.

–El Santo Padre no era de esa clase… Sus habitaciones siempre estaban abiertas…

Uno de los funcionarios se encaminó hacia las maletas. Instantes después, al cruzar de nuevo frente al inspector, cerró el puño derecho, elevando el pulgar. Rossi correspondió con un guiño. Y, mientras escuchaba a la religiosa, le siguió con la mirada. Verdaderamente se sentía orgulloso de sus hombres. Todos, por igual, habían captado la necesidad de agilizar el trabajo. El autor de la señal se arrodilló muy cerca del pulido y verdoso pie metálico del reclinatorio. Destapó uno de los frascos que acababa de transportar y, con extremado celo, derramó una dosis de reactivo sobre los pelos de una brocha. Una vez impregnado en el carbonato de plomo, dirigió el pincel sobre el bronce, pintando con mimo la tersa superficie. Y lenta e inexorablemente, el polvo blanco fue cubriendo las escasas zonas respetadas por la sangre. Y el policía aguardó expectante. Si la cara superior y el frente del pie curvado conservaban alguna huella dactilar, no tardaría en manifestarse.

Y el funcionario, elevando el rostro hacia Rossi, negó con la cabeza.

–Más de una vez -se explayó la superiora-, entre las once y las doce de la noche, he visto al primer secretario entrar y salir de la cámara de Su Santidad. A mi entender, en todos estos años jamás supe de alguien que llegara a cerrar esas puertas. Y le diré más: creo que ni el Santo Padre sabía dónde guardaba la llave de su dormitorio…

El capitán, vencida la resistencia inicial, fue profundizando:

–¿Quién tenía acceso a sus habitaciones privadas?

–Siwiz, por supuesto. Y también el ayuda de cámara, una servidora y el resto de las hermanas encargadas del aseo…

–¿Y el médico?

–Sólo en caso de enfermedad o en situaciones…

Sor Juana comprendió que se había precipitado. Pero el repentino mutismo tenía los segundos contados. Y el inspector, sonriendo maliciosamente, redondeó la inconclusa frase.

–¿Situaciones especiales?

El enjuto rostro se acaloró.

–¿Qué clase de situaciones?

Atrapada, le confesó parte de la verdad.

–En las últimas semanas, desconozco las causas, Su Santidad había experimentado mareos y preocupantes desvanecimientos. Pues bien, en dos o tres oportunidades tuvo que ser auxiliado y obligado a guardar cama. Mielawcki le atendió…

Rossi intervino sin rodeos.

–¿Considera usted que atravesaba algún tipo de depresión?

Indecisa, se mordió los labios.

–No soy médico, inspector…

–Pero sí una excelente observadora…

Sor Juana sucumbió al oportuno y certero elogio.

–Bueno, en cierto modo, yo era uno de sus ángeles custodios. Desde el atentado en la plaza de San Pedro ya no fue el mismo…

Y, recapacitando, añadió convencida:

–Pero el asunto de La Piedad le trastornó. Jamás le había visto tan reservado y taciturno. Nos rehuía. Rechazaba los postres de sor Gabriela. Su mirada, antaño vivaz, se apagó. Dedicaba muchas horas a la oración. Este lugar era su refugio.

–¿Tomaba algún antidepresivo?

La superiora bajó los ojos, tratando de memorizar.

–No lo sé con certeza…

–¿Quién se responsabilizaba de los medicamentos?

La monja, presuponiendo alguna doble intención, cortó por lo sano.

–El Santo Padre sentía un rechazo natural por los fármacos. Siempre fue un hombre fuerte, sano y jovial…

Una benevolente sonrisa vino a recordarle que se estaba distanciando de la pregunta.

–Ésa era una de mis obligaciones -reconoció sin alardes-. Pero su farmacia era mínima…

–¿Nortriptilina?

El contumaz policía no se apartó un ápice de su objetivo.

–No me suena…

–¿Quizá Desipramina o Protriptilina?

Fue negando sistemáticamente. Y Rossi desistió. El gris cristalino de los ojos de la hermana no se empañó con la mención de ninguno de los referidos antidepresivos. Y el inspector cambió de rumbo.

–¿Qué le recetó Mielawcki contra los síncopes?

–Comprimidos… Debía tomarlos tres veces al día.

–¿Qué tipo de pastillas?

–Efortil. Yo misma se los dejaba en la mesa…

–¿Desde cuándo se los suministraba?

–El tratamiento se inició hace unos días.

Con una obsesión casi paranoide, el capitán formuló una cuestión que él mismo había aclarado implícitamente:

–¿Quién dio esa orden?

La monja replicó mecánicamente:

–Usted lo acaba de mencionar: su médico personal.

–¿Fue sometido a algún examen previo?

–Lo siento -le frenó la religiosa, sosteniendo la acorazada mirada-. Tanto si le digo que sí, como si lo niego, le estaría mintiendo. Esos temas eran reservados. Tendrá que preguntar a Mielawcki.

Los funcionarios, en su implacable rastreo de huellas dactilares, se ocuparon del esponjoso cojín cosido al reclinatorio y en el que el Pontífice hincaba las rodillas. En este caso, el terso y verdiclaro cuero fue pincelado con magnabrush, un reactivo negro. El peinado resultó infructuoso.

Y Rossi, recuperando un "hilo, aparentemente olvidado, desplegó una nueva ofensiva.

–Me decía que inspeccionó el dormitorio por mandato expreso del secretario de Estado. ¿Por qué?

Su propia ingenuidad le puso a salvo.

–El porqué no lo sé.

Y el inspector admitió que no debía abusar de sus ácidas preguntas. Trampear a la superiora era una pérdida de tiempo. Y replanteó el problema:

–¿Encontró algo que llamara su atención?

Sor Juana congeló la respuesta. Parpadeó indecisa y Rossi, animoso, trató de despejarle el camino.

–Algo fuera de lo normal…

–No sé, inspector…

En el gris de sus palabras adivinó una insinuación.

–Hermana, por favor, no se subestime. Diga lo que sea…

Y, medianamente reconfortada, balbuceó:

–Quizás no tenga importancia…

–Deje que yo lo juzgue.

–Está bien -se vació-. Le diré lo que pienso. Llevo años al servicio del Santo Padre.

Y, dejando caer la mirada sobre el cadáver, rectificó:

–Bueno, llevaba… Lo que quiero decirle es que, en todo ese tiempo, jamás había hecho una cosa semejante…

Rossi le apremió:

–Me refiero a su querido y fiel despertador de Cracovia. Se lo regalaron hace veinte años. Era un rito. Él, personalmente, establecía la hora a la que quería despertar. Siempre a las cinco. Él le daba cuerda. Sólo en contadas ocasiones, Angelo, el ayuda de cámara, se ocupaba de ese menester. Pero, casualmente, el mayordomo se halla ausente desde hace tres días. Y aquí viene lo extraño. Al revisar el dormitorio he comprobado que el reloj, como de costumbre, había sido manipulado para que sonara a las cinco en punto. Es más: el mecanismo ha funcionado y agotado, incluso, la cuerda…

El capitán fingió no comprender.

–Está muy claro. Si la hermana Fe y yo encontramos el cuerpo a las cinco menos diez, ¿por qué lo programó para las cinco?

–Muy fácil. Pudo despertarse antes. Vestirse. Entrar en la capilla y olvidar el despertador…

Sor Juana no aceptó la explicación.

–Usted no le conocía. Que Dios y la Santa Madonna me perdonen… En ocasiones, y en especial con sus inocentes manías, era terco como una mula.

Rossi continuó enarbolando bandera de tonto.

–Hermana, un descuido de ese tipo lo tiene cualquiera. Usted misma ha confesado que en las últimas semanas se mostraba taciturno y preocupado…

La religiosa no le dejó concluir:

–No, inspector. Aun aceptando que rompiera ese hábito, cosa que dudo, ¿cómo explicar que olvidara igualmente sus otras costumbres?

El rostro del jefe de Homicidios fue endureciéndose.

–Cada mañana, antes de vestirse, tomaba su ducha, se afeitaba y aseaba sus dientes…

La monja tomó aire.

–Usted y sus hombres pueden verificarlo. El baño y las toallas están secos. No han sido utilizados. Y tampoco la brocha y la cuchilla de afeitar… Una vez rasurado, Su Santidad tiraba siempre la hoja…

El tic puso en movimiento las cejas del capitán.

–En cuanto al cepillo de dientes -su tono ascendió hacia la agresividad-, tan seco como todo lo demás… ¿Cree usted que es normal?


07 horas 34 minutos


Constante Rossi dejó que el teniente terminara la inspección del doble cuerpo que daba altura al atril de hierro. Ante el revelado positivo, uno de los expertos -pincel en mano- se afanó en peinar las huellas aparecidas en el negro metal. Una vez reconstruidas, otro de los policías procedió a marcarlas con un testigo métrico, fotografiándolas.


Gasparetto, satisfecho, palmeó cordial la espalda del fotógrafo. Y, reparando en la acuciante mirada de su jefe, se apresuró a complacer la silenciosa llamada.

En presencia de sor Juana -sin tapujos- le sintetizó lo que acababa de conocer por boca de la religiosa.

–Echa una ojeada…

Y, dirigiéndose a la superiora, le rogó que acompañara a su ayudante, mostrándole las habitaciones privadas.

La hermana accedió complacida.

–Por cierto -anunció Rossi, al tiempo que, astutamente, forzaba a la monja a tomar el camino de la puerta secreta-, recuérdeme que le pregunte sobre esa vela…

Ugo supo que se refería al cirio encendido. Y sor Juana, intrigada, se detuvo. Era la segunda persona que insistía en el dichoso y enigmático asunto. E, incapaz de adormilar la curiosidad, optó por cancelarlo sin más demoras.

–Como le manifesté a su eminencia, yo respondo por las hermanas…

En esta ocasión, Rossi fue sincero.

–No le comprendo.

–Quiero decir que es imposible que se olvidaran. Esa noche, al cerrar la doble puerta, las seis velas se hallaban apagadas.

Constante le desafió:

–¿Cómo puede estar tan segura?

La polaca le apuñaló con la mirada.

–Usted parece un hombre riguroso en su trabajo…

–Lo procuro…

–Yo también, inspector. El policía encajó el justo reproche.

–¿Qué sugiere entonces?

Y directa le soltó a quemarropa.

–Que el Santo Padre no fue el único que visitó la capilla durante la madrugada…

Rossi y Gasparetto intercambiaron su perplejidad.

–Y por favor -apuntilló-, no recurra usted al fácil argumento del prelado. El Papa no se ocupaba de las velas…

El inspector los vio alejarse y desaparecer por detrás del altar. Y no tuvo más remedio que reconocerlo. Aquella mujer hubiera sido una sagaz policía…

Y, abriendo su modesto bloc de notas, escribió reposadamente:

Ingreso de la brigada en la capilla a las 6.52. Vela consumida en varios centímetros. Consultar a laboratorio.

Y siguiendo la consigna del capitán, uno de los funcionarios paso a ocuparse del rastreo de posibles huellas en el robusto cirio.

Y Rossi, seleccionando cuidadosamente dos palmos de alfombra, fue a arrodillarse lo más cerca posible del rostro del Pontífice. Primero lo observó con detenimiento. Después, extremando el respeto, alargó la mano izquierda. Y las yemas de los dedos acariciaron el mentón, recorriéndolo desde la barbilla hasta el labio inferior.

Inspiró a fondo y, necesitando una confirmación, repitió el gesto sobre la mejilla izquierda. Y, al igual que en el caso anterior, de abajo arriba.

La madre superiora estaba en lo cierto. El cadáver presentaba una barba rubia, rasposa y con un crecimiento que el inspector estimó por encima de las veinte horas. Muy a su pesar, el caso se enrarecía a medida que avanzaban en la investigación.

Y, de pronto, sus escrutadores ojos se entornaron ligeramente, procurando un enfoque más exacto. Y, conteniendo la respiración, se inclinó hacia el gran coágulo de la frente. Su vista no le había traicionado. Retrocedió.

Se acomodó sobre los talones y el dedo índice izquierdo sofocó el súbito picor de las cejas.

¡Qué extraño! No parece sangre…

Y, alzándose, caminó despacio hasta las maletas. Tomó una lupa y, retornando junto al cuerpo, examinó la herida con el favor de los nueve aumentos.

Rossi -se amonestó-, eres un estúpido de solemnidad… Ahora sí has entrado en el túnel.

Revolvió por segunda vez en los maletones y, de regreso, siguió conversando consigo mismo.

Si es lo que imagino, tendré que replantearme algunas preguntas. Y, aproximando la gruesa lente, localizó el diminuto indicio. Y con pulcritud y delicadeza, ayudado por unas pinzas metálicas, lo fue desencolando de los coágulos. Y la enrojecida fibra fue a parar al fondo de un estrecho tubo de cristal.

Y, con su sereno pulso de cazador, extrajo de la herida de la frente un segundo y un tercer filamentos.


07 horas 42 minutos