Doctor Torija: «La Virgen tenía los

ojos verdes»

Cuando sostuve mi primera entrevista con el también cirujano y oftalmólogo, Rafael Torija Lavoignet, yo no sabía que aquel hombre que tenía ante mí en su consulta de la calle «5 de Mayo» del Distrito Federal era, precisamente, el especialista que había descubierto el fenómeno de la triple imagen de Purkinje-Samson en los ojos de la Virgen. Eso, al menos, fue lo que reconoció el propio Torija:

–El hallazgo, en efecto, se produjo en el mes de julio de 1956.

–He leído sus informes sobre los ojos de la Guadalupana y en el primero, fechado el 9 de agosto de ese mismo año de 1956, usted alude a un personaje a quien, en mi modesta opinión, no se ha hecho justicia: Alfonso Marcué. ¿Cómo contactó con él?

–Verá usted, un cuñado mío era secretario y encargado de los negocios de Marcué. Este hombre, allá por los años veinte, era fotógrafo de la basílica de Guadalupe y fue precisamente el auténtico descubridor del «hombre con barba en el ojo derecho de la Virgen…

–Sí, lo sé. Por eso le decía que quizá no se le ha hecho justicia.

–Estoy totalmente de acuerdo con usted en ese aspecto. Pero sigamos. Total, que yo conocía a Marcué y en alguna ocasión le había comentado mi deseo de ver el ayate de cerca. «Si se abre la urna -le expuse-, me gustaría estar presente.»

»Y por una de esas casualidades de la vida, en cierta ocasión, creo que con motivo de unos estudios y mediciones del marco de oro, mi cuñado me advirtió de la inminente apertura de la urna. Y acompañado de Alfonso Marcué asistí a tal acontecimiento.

»Por aquellas fechas yo no había hablado aún con Marcué sobre las figuras que aparecen en los ojos.

–¿Por qué le interesaba entonces el examen de la imagen?

–Por pura curiosidad. Quería ver de cerca la tilma, su textura, etc. Fue en esa oportunidad, estando en lo alto de la escalera, observando la imagen, cuando Marcué me preguntó si veía la figura de un hombre con barba en el ojo derecho.

»Me fijé mejor y llegué a apreciar unos reflejos. Aquello era muy raro y le rogué a Marcué que me proporcionara una lupa. En ese momento, al situarla sobre el ojo derecho, vi por primera vez el famoso busto humano. Después me dirigí al ojo izquierdo y, efectivamente, allí también estaba.

«Aquello, especialmente los reflejos, me dejó tan confundido que, al bajar de la escalera, le pregunté a Marcué si podía volver al día siguiente, pero con un oftalmoscopio. Me dijo que sí y llevé a cabo la primera exploración con oftalmoscopio en los ojos de la Virgen de Guadalupe. Lancé la luz sobre el ojo derecho y quedé desconcertado: allí había tres reflejos. Aquello correspondía a la triple imagen de Purkinje-Samson. A partir de ese momento, y con la debida autorización, acudí durante ocho meses seguidos hasta la basílica. Y así pude perfilar mi estudio, llegando a la conclusión firme de que en el ojo derecho de la imagen había una figura de un hombre, repetida por tres veces.

–En resumen: la figura humana en los ojos de la Virgen había sido descubierta con anterioridad, pero usted proporcionó el dato o la explicación científica de la misma. ¿Me equivoco?

–No. Así fue, efectivamente. Hasta esos momentos, nadie había podido dar un razonamiento lógico.

–¿Marcué creía que se trataba de la figura del indio Juan Diego?

–Sí.

–Bien, doctor, pero hay algo que no termino de comprender. He leído en los informes médicos que el doctor Torroella analizó la imagen y firmó un documento, con cha 26 de mayo de 1956, en el que ya hablaba de los reflejos y de las imágenes de Purkinje. ¿Quién fue entonces el verdadero descubridor de esa triple imagen?

–El doctor Torroella intervino después. Cuando yo hice el descubrimiento de los reflejos se lo comenté a Marcué y éste terminó por publicarlo en un periódico o en una revista. Fue a partir de ese momento cuando Salinas me pidió información y animó a otros oftalmólogos a ratificar lo que yo había descubierto. Es más: el informe al que usted hace alusión, y que aparece firmado por Torroella, fue elaborado con mi colaboración. Torroella, incluso, no se decidía a hacerlo público… Temía el ridículo.

–Volvamos al tema principal. Veo que para usted tampoco existe duda alguna sobre la existencia del «hombre con barba» en los ojos de la Señora…

–Es que no hay, fíjese bien, no hay posibilidad de duda científica.

–¿Y qué explicación le da usted?

–Se puede mostrar el hecho, pero no explicarlo científicamente. Al menos con la actual tecnología. Me siento incapaz de decir cómo se produjo esa imagen en los ojos de la Señora…

–¿Qué considera usted que debe hacer la ciencia, de cara a futuras investigaciones en los ojos de la Virgen de Guadalupe?

–¡Queda tanto por hacer…!

–¿Podría concretar?

–Deberían utilizarse, por ejemplo, oftalmoscopios de mayor definición.

–¿Sería usted capaz de afirmar que ese fenómeno en los ojos de la Virgen corresponde a un hecho sobrenatural?

–No, ¡Dios me libre! Mientras me quede un gramo de espíritu científico, seguiré estudiando el asunto, pero jamás me atreveré a decir semejante cosa.

–Usted es uno de los médicos que más veces ha explorado los ojos de la Guadalupana. Si aceptamos que dicha imagen quedó dibujada o impresa de un modo misterioso, es muy probable que nos encontremos ante el verdadero rostro de María. En ese caso, ¿de qué color cree usted que tenía los ojos?

–En la tilma de Juan Diego aparecen como claros, tirando más bien al verde-amarillento.

–¿Eran verdes?

–Seguramente. Pero un verde cercano al marrón o al tono amarillento.

El «hombre con barba» estaba muy

cerca de la Señora

Pero antes de meterme de lleno en el difícil y fascinante capítulo de las computadoras del doctor Tonsmann, siento la necesidad de hacer un breve balance de mis investigaciones con los médicos.

¿A qué conclusiones podía llegar?

He aquí algunas de las más destacadas:

1ª. La famosa figurilla de un «hombre con barba» en los ojos de la imagen fue «descubierta» hacia 1929 por el entonces fotógrafo oficial de la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, Alfonso Marcué González.

Por una aparente casualidad (ya he comentado en muchas oportunidades que no creo en la casualidad), Marcué encuentra este busto humano al revisar unos negativos fotográficos.

2ª. Cuando Marcué pone el hecho en conocimiento de las autoridades eclesiásticas, éstas le imponen un obligado silencio.

En mi opinión, como ya expuse anteriormente, este error «congeló» y retrasó las investigaciones por un espacio de más de veinte años.

3ª. El 29 de mayo de 1951, el dibujante Carlos Salinas «redescubre» al «hombre con barba» en el ojo derecho de la Virgen.

A partir de ese momento, la ciencia oficial -y especialmente los oftalmólogos- entran en escena, llevando a cabo importantes exploraciones en los referidos ojos de la imagen mexicana.

4ª. En 1956 -y siempre según la opinión del doctor Rafael Torija Lavoignet-, este cirujano mexicano hace el descubrimiento de la llamada «triple imagen de Purkinje-Samson» en el ojo derecho de la Virgen. En dichas exploraciones estuvo presente Alfonso Marcué.

5ª. Durante esos años, y hasta 1976, más de veinte médicos pasan por delante del ayate del indio Juan Diego y confirman verbalmente y por escrito la inexplicable presencia de un «hombre con barba» en las córneas de los ojos.

También ratifican el triple reflejo de Purkinje-Samson.

Precisamente en ese año de 1956 (el 26 de mayo), aparece a la luz pública el primer documento escrito -firmado por el eminente cirujano y oculista, Javier Torroella- en el que se habla de los misteriosos reflejos en los ojos.

6ª. En contra de lo que han afirmado algunos estudiosos del tema, no hay pruebas objetivas y científicas de que el «hombre con barba» fuera el indio Juan Diego. Ninguno de los médicos que ha intervenido en las investigaciones se ha pronunciado positivamente sobre este particular.

7ª. Parece evidente que la persona que ha quedado misteriosamente reflejada en las córneas y cristalino de los ojos de la imagen se encontraba en aquel instante a unos 30 o 40 centímetros de la Señora.

12. DONDE LAS COMPUTADORAS

ME «CONVIRTIERON» EN 263 160

NÚMEROS

–¿Tiene alguna fotografía suya en su cartera?

Aquella pregunta del profesor Tonsmann me desconcertó. Los que me conocen saben que odio hacerme fotos. Yo no llevaba foto alguna y, al menos por una vez, lo lamenté.

–No se apure -se adelantó José Aste Tonsmann, al observar mi contrariedad-. Bastará con una foto pequeña. Quiero mostrarle algo…

En ese instante me vino a la mente la diminuta imagen del documento nacional de identidad. Ésa sí iba conmigo.

–¿No importa que sea así? – le expuse, al tiempo que le enseñaba el carnet de identidad español.

–No, al contrario. Cuanto más pequeña sea la foto o la imagen con la que se trabaja, mejor.

Tonsmann me invitó a salir de su despacho. En segundos recorrió los estrechos y luminosos pasillos del Centro Científico de IBM en la colonia del Pedregal, en el Distrito Federal, y me condujo hasta una pequeñísima habitación de poco más de ocho o nueve metros cuadrados. Dos voluminosas máquinas ocupaban prácticamente el lugar, dejando el espacio justo para una o dos personas.

Pronto caí en la cuenta de que me hallaba ante los ordenadores con los que el célebre profesor -especialista en Ingeniería de Sistemas Ambientales por la Universidad de Cornell (Estados Unidos)- había descubierto una docena de figuras humanas desconocidas en el interior de ojos de la Virgen de Guadalupe.

Durante segundos, y mientras Aste Tonsmann manipulaba los múltiples mandos, botones y clavijas del «micro densitómetro» y del formidable «armario» de casi dos metros de altura (luego supe que se trataba de un computador tipo Perkin-Elmer PDS,[112] conectado al «analizador de imagen»), permanecí inmóvil y en silencio. Si todo aquello era cierto, yo me encontraba -por primera vez- en el lugar exacto donde, y siempre según Tonsmann, habían «aparecido» las figuras de un «indio sentado»; la supuesta cabeza del primer obispo de la «Nueva España» o México, fray Juan de Zumárraga; el «traductor» de éste; el propio Juan Diego extendiendo su tilma y hasta el ya conocido «hombre con barba» al que me he referido en capítulos anteriores.

Todos estos personajes habían sido «rescatados» del fondo de los ojos de la imagen de la Señora, gracias a aquellos complicados «cerebros electrónicos».

La emoción -lo reconozco- se apoderó de mí durante algunos minutos. Necesité de toda mi sangre fría para espantar aquella sensación y situarme nuevamente en mi papel de informador y casi «abogado del diablo».

Tonsmann había colocado mi documento nacional de identidad sobre una negra y brillante plataforma circular de unos cincuenta centímetros de diámetro. Y siguió con la manipulación de los mandos del llamado «microdensitómetro».

–Disculpe, profesor, pero ¿qué está haciendo?

–Voy a convertir su fotografía en números. Mejor dicho, lo harán los computadores.

–¿Y cómo puede ser eso?

–En el fondo es muy sencillo. Basta con «traducir» o transformar los colores (en este caso, el negro, blanco y los distintos grises que dibujan su fotografía) a dígitos o números. Se lo explicaré de una forma más simple. Imagine que sobre esta foto suya coloco una cuadrícula, formada por líneas horizontales y verticales espaciadas a una misma distancia. De acuerdo con las distintas tonalidades de gris de la foto, y con la posición de cada cuadradito de esa red o cuadrícula situada sobre la cara, notaremos que hay cuadraditos totalmente blancos. Otros serán negros y muchos más, con tonos intermedios (grises).

»Pues bien, si le damos un número a cada uno de esos colores, la computadora podrá “reconstruir” su fotografía, pero a base de dígitos o números. A este proceso se le llama “digitalización” de una imagen.

»Si consideramos, por ejemplo, que el color blanco puro es el número cero y el negro absoluto, el número diez, en medio nos quedarán todos los tonos del gris. A esa variación de grises le asignaremos el resto de los números, del 1 al 9, ambos inclusive.

»Al terminar esta tarea previa del “cambio” de blanco, negro y grises por números, la fotografía, como le digo, habrá quedado representada por una tabla numérica…

–Es decir, ¿un número por cada uno de esos cuadraditos?

–En efecto. A partir de ese momento, otra computadora podrá «leer» esa «ensalada» de números y reconstruir la imagen original: es decir, su cara o cualquier otra imagen. Éste, ni más ni menos, es el sistema que se utiliza para la retransmisión de fotos tomadas por las cápsulas espaciales, los satélites artificiales y los astronautas…

–Ahora que usted lo dice, siempre me había preguntado cómo podían llegar hasta la Tierra esas impresionantes fotos en color o blanco y negro de Júpiter, de la Luna o de Saturno, con sus anillos…

–Precisamente a través de este procedimiento. La imagen auténtica y original, la que ha captado la sonda espacial, es «convertida» en números y esos miles o cientos de miles o millones de dígitos «viajan» por el espacio en forma de impulsos eléctricos o de ondas, siendo «traducidos» por otra computadora a colores y formas, tal y como después lo vemos en los periódicos, revistas o en el cine y la televisión. Así de fácil.

–Y maravilloso, diría yo…

–Pues sí. Esta fórmula de «conversión» y «transporte de fotos tiene, además, otras muchas ventajas. La primera computadora (el «microdensitómetro»), es decir, la que «cambia» los colores por números o dígitos, puede mejorar incluso esa foto original, quitándole posibles manchas, aplicando filtros, etc., y la imagen final, la que nos da la segunda computadora, resulta así mucho más nítida y perfecta.

»Hoy, por ejemplo, los ordenadores digitales pueden “arreglar” una fotografía desenfocada o movida. Siguiendo este proceso de digitalización es posible mejorar su resolución y recuperar los detalles confusos o perdidos en el original.[113]

Una vez situado el carnet de identidad sobre la pequeña plataforma circular del «microdensitómetro», Tonsmann centró su atención en el «cuadro de mandos» de la compleja máquina…

–Ahora -prosiguió explicándome- debemos fijar las coordenadas de la fotografía, su fotografía, que pretendemos digitalizar o transformar en dígitos o números.

–¿Para qué?

–Es imprescindible para que el haz de luz del «microdensitómetro» pueda «barrer» la foto con precisión. Si no delimitásemos el campo de acción donde debe trabajar ese haz de luz, es decir, la superficie completa de la foto, la máquina se saldría del objetivo principal.

Al cabo de algunos segundos, Tonsmann sonrió. Estaba claro que había logrado «decirle» a la máquina cuáles eran los puntos cardinales de mi imagen y de los que no podía escapar…

Sin más comentarios, el científico se volvió hacia la segunda máquina -el computador- y se sentó frente a un pequeño teletipo o máquina de escribir.

–Tenga paciencia -musitó Aste Tonsmann mientras pulsaba las teclas de aquella terminal del computador- Todo está preparado para la conversión de su foto en números… Sólo queda transmitirle a la computadora las coordenadas que acabo de establecer en el «microdensitómetro».

–No se preocupe -le respondí, al tiempo que metía la nariz sobre la plataforma negra del «micro».

Al manipular los mandos, Tonsmann había hecho aparecer sobre mi fotografía cuatro pequeñas cruces blancas o cursores, que delimitaban mi cabeza por el cabello, orejas derecha e izquierda y cuello, respectivamente. El «microdensitómetro» se disponía a «barrer» una superficie de 2.5 por 3 centímetros.

–Bien, todo está listo…

J. A. Tonsmann se situó frente al «microdensitómetro», chequeando por última vez los diferentes e inaccesibles datos (al menos para mí) que había suministrado a ambas máquinas.

–Ahora observará -señaló el profesor hacia el documento de identidad que descansaba sobre la plataforma negra- cómo un rayo de luz blanca desciende de la parte superior del «microdensitómetro» y cae sobre su fotografía, «barriéndola» milímetro a milímetro…

Tonsmann accionó uno de los mandos. Al instante, y de forma simultánea, la plataforma circular comenzó a mover el carnet y un grueso e inmóvil haz de luz blanca cayó sobre la imagen de mi foto. Ahora comprendía con claridad por qué aquel aparato -el «microdensitómetro»- era llamado también «barredor» de imágenes.

Era sencillo: el rayo de luz «barre» la totalidad de la foto, de derecha a izquierda y de arriba abajo. Gracias a ese constante y lento movimiento del tablero, el haz incide sobre una parte distinta de la foto, del negativo o de la transparencia o diapositiva, según se trate. En este caso concreto, el rayo del «microdensitómetro» estaba «barriendo» una superficie, como ya dije anteriormente, de 3 X 2.5 centímetros.

–La luz, puesto que no se trata de un negativo o transparencia, está siendo reflejada -apuntó Tonsmann- y cada zona de la fotografía está siendo convertida ya en un número. Esos miles de dígitos son grabados en esta segunda máquina, el computador, a través de una especie de cinta magnética, parecida a las que se utilizan para las grabaciones de música.[114]

»Es cuestión de diez o quince minutos, la imagen de su cabeza habrá sido “traducida” a números…

Por más que miraba el lento vaivén de la fotografía, siempre bajo aquel chorro de luz blanca, no podía comprender cómo aquella infinidad de puntitos blancos, negros y grises podían estar siendo transformados en dígitos o números. Lo aceptaba, naturalmente, pero, si he de decir lo que pienso, «aquello», para mí, era pura magia…

Había estudiado el funcionamiento de los «microdensitómetros» cuando, años atrás, tuve la suerte de investigar el no menos «mágico» asunto de la sábana santa de Turín,[115] pero ahora lo estaba contemplando con mis propios ojos. Era curioso y sintomático que la sofisticada ciencia de la Informática estuviera al servicio de los investigadores en dos imágenes tan importantes y vinculadas entre sí como son la de santa María de Guadalupe y la de Jesús de Nazaret…

Pero yo tenía aún cientos de preguntas que formular al profesor Tonsmann y aproveché aquellos minutos -mientras el haz de luz «barría» mi foto- para seguir aclarando conceptos.

–Siguiendo con este ejemplo, el de mi carnet de identidad, ¿cuántos blancos, negros y grises cree usted que habrá en dicha foto?

–Eso lo sabremos cuando terminen el «microdensitómetro» y el computador. Generalmente, este tipo de máquinas logra registrar, para cada cuadradito de una imagen, hasta 256 niveles distintos del gris.

–Por cierto, ¿cuál es la superficie del cuadradito o punto más pequeño que puede analizar el «microdensitómetro»?

–Ese tamaño es regulado a voluntad. Ahora, con su foto, estamos trabajando a 50 × 50 micrones.[116]

»Pero se pueden tomar puntos o cuadraditos mucho más pequeños. Por ejemplo, de 25 × 25 micrones,[117] que fue el tamaño elegido para mis investigaciones sobre la imagen de la Virgen de Guadalupe, y que, para que me entienda, viene a significar que en un cuadrado de un milímetro por un milímetro aparecen 1 600 puntos. También se han hecho digitalizaciones, dividiendo la foto en cuadraditos de hasta 6 × 6 micrones. En este segundo caso, en cada milímetro cuadrado de una imagen son analizados por el computador nada menos que ¡27 778 cuadraditos!

–Cuadraditos o puntos que el computador convertirá en números, de acuerdo con las diferentes tonalidades de los colores…

–Exacto. Y lo bueno es que cada uno de esos puntos, más que cuadrados, puede ser ampliado después por los ordenadores hasta 2 500 veces su tamaño original. La máquina «construye» esas formidables ampliaciones como si fuera un tablero del juego de «las damas» en el que cada casilla o cuadrado nos mostrará una tonalidad de gris proporcional al valor numérico encontrado en el correspondiente cuadradito.

»Ésta es la primera y gran ventaja que nos conceden las computadoras, y me refiero, naturalmente, al caso de las figuras encontradas en el interior de los ojos de la Virgen, ya que podemos volver a reconstruir la figura, pero a una escala infinitamente más grande.

Seguí absorto en aquel mágico vaivén de mi documento nacional de identidad. ¡Quién hubiera podido imaginar que aquel «monstruo» mecánico -el «microdensitómetro»- me estaba convirtiendo en miles de números…!

De pronto, la máquina se detuvo. El «barrido» había concluido. El profesor pulsó otra decena de clavijas y botones luminosos y retiró el carnet de la plataforma circular

–Aquí tiene. Muchas gracias.

–No…, gracias a usted. Le aseguro que es la primera vez que me «reducen» a simples números…

Tonsmann sonrió y acudió a la segunda máquina, procediendo a levantar el cristal que protegía al computador. Retiró un disco de color claro en el que -según me dijo- se encontraba la cinta magnética que contenía la «ensalada» de números y me invitó a abandonar aquel inolvidable recinto.

–Hemos concluido la primera fase de la operación. En esta cinta, como le he dicho, «está» su foto, pero convertida en dígitos. Ahora la introduciremos en otra computadora, que se encargará de «leerla» y «.traducirla» a una nueva imagen…

–Una imagen formada, única y exclusivamente, por números. Lo sé, pero, ¿podría decirme por cuántos?

–Sí, claro. Al momento.

Y el científico sacó una minicalculadora.

–Verá… Ha sido un «barrido» de 430 columnas verticales por 612 líneas horizontales… Eso hace un total de… 263 160 dígitos.

Preferí no complicarme más la existencia y renuncié a nuevas preguntas sobre aquellas «columnas» y «líneas horizontales». Lo importante es que la fotografía de mi cabeza había sido reducida a la «insignificancia» de un cuarto de millón largo de números.

Y José Aste Tonsmann me condujo hasta la planta baja del apacible chalet que constituye el Centro Científico de IBM en la capital de la República de México.

Un sinfín de ordenadores se alineaban tras una puerta de cristal. Tonsmann la abrió y nos dirigimos hacia uno de los extremos de la espaciosa sala. Varias computadoras emitían un zumbido sordo pero penetrante, mientras sus discos giraban con brevísimas interrupciones. Sobre el inmaculado piso, uno de los ingenieros había colocado una ancha y larga tira de papel con un dibujo que no tardé en reconocer. Se trataba del mapa de México. Me detuve unos segundos y, mientras lo contemplaba, Tonsmann contentó:

–Aquí tiene una de esas imágenes a la que antes me refería. Los satélites artificiales con los que trabajamos nos envían las fotografías digitalizadas del territorio mexicano y nosotros, con estos ordenadores, las transformamos.

En efecto. Aquel mapa estaba compuesto por cientos de miles -quizá millones- de números, letras y otros signos que no logré identificar.

–Gracias a satélites como el Landsat o el meteorológico Goes, por ejemplo, podemos realizar estudios periódicos con vistas a programas agrícolas, previsión de huracanes o índices de humedad en diversos estados de la República. En estos momentos -prosiguió Tonsmann- trabajamos en varios proyectos muy prometedores: el atlas biológico del Estado de Veracruz, con el que podemos tener una visión de conjunto de las especies animales existentes en dicho territorio, grado de lluvia o de granizo, etc.

–¿Y todo captado por los satélites?

–Sí, pero somos nosotros, con nuestros ordenadores, quienes «desciframos» la información que encierran estas fotografías espaciales.

–¿A qué otros proyectos se refería?

Aste Tonsmann se situó frente a uno de aquellos computadores de dos metros de altura y.me rogó que le disculpara. Introdujo el disco que llevaba en las manos en el ordenador y se concentró una vez más en la programación de la máquina. Según me había explicado, la cinta magnética que contenía mi foto debía ser «leída» por aquella computadora y, por último, aparecería mi imagen, pero formada por esos 263 160 números…

–Una vez «leída» la cinta por el ordenador -intervino nuevamente Tonsmann, mientras me señalaba al disco que acababa de empezar a girar- utilizamos dos sistemas para «reconstruir» la imagen.

«Primero: por medio de una impresora. Este aparato, vinculado a la computadora, es algo así como una poderosa máquina de escribir que va “imprimiendo”, línea por línea, y a una tremenda velocidad, sobre esas largas tiras de papel perforado que ha visto antes en el suelo.[118]

»Segundo: mediante fotografías tomadas directamente de las pantallas que se encuentran conectadas con las computadoras. Y si me lo permite, voy a mostrarle primero este segundo sistema dé “reconstrucción” de imágenes. En cuanto lo vea lo comprenderá a las mil maravillas. Este ordenador necesita todavía un buen rato para “leer” la cinta magnética y reconstruir su foto a través de la impresora.

Allí se quedó mi «amiga», la computadora, «procesándome»…

Tonsmann me rogó que le acompañara y, tras abandonar la sala de ordenadores, el científico se situó frente a un bloque de pequeñas pantallas, similares a las de cualquier televisor. Tomarnos asiento al, pie de aquella «batería» de monitores -todos ellos conectados a otros tantos ordenadores- y Aste, por enésima vez, comenzó a teclear sobre el panel de mandos de la nueva consola.

–Me preguntaba antes qué proyectos temamos entre manos…

Asentí mientras contemplaba maravillado cómo aquel científico hacía aparecer en una de las pantallas una serie de claves -palabras, números y símbolos-, todas ellas de un verde eléctrico, que constituían uno de los programas más fascinantes que he conocido.

–Aquí tiene usted lo que el profesor Corona, encargado del desarrollo de este proyecto, llama «tomografía de positrones».

–¿En qué consiste?

Tonsmann siguió tecleando y leyendo las claves que aparecían y desaparecían constantemente en la pantalla. De pronto, y mientras yo aguardaba una explicación, en otro de los monitores vi dibujarse una figura multicolor.

–Ahí tiene usted un corte transversal de un cráneo humano… Gracias a este proyecto, realizado en colaboración con la Universidad de Nueva York, se intenta conocer la actividad cerebral del ser humano, ante determinados estímulos y circunstancias.

–¿Ha dicho usted actividad o estructura cerebral?

–Actividad.

Observé la figura con mayor atención y, efectivamente, en el interior del cráneo se veían unas manchas de distintas tonalidades, formas y dimensiones.

–Veo que esas «manchas» -le comenté a Tonsmann- atraviesan el hueso y parecen salir fuera de la cabeza…

–Así es. Se trata, ni más ni menos, de la actividad cerebral de ese individuo, en ese momento concreto.

No pude remediarlo e hice el siguiente comentario:

–Me recuerda el aura humana…

Tonsmann no respondió. Pero yo estaba tan entusiasmado con esta experiencia científica que seguí interrogándole:

–Entonces, y por lo que veo aquí, ¿es posible fotografiar la actividad cerebral?

–Se trabaja en ello.

–¿Qué beneficios puede reportar para el hombre?

–Muchísimos. Por ejemplo, localizar o «fotografiar», como usted quiera, determinados tipos de locura. A estos comportamientos anómalos del cerebro humano le corresponden también unas formas específicas de actividad cerebral. Y eso, como le digo, puede ser detectado y estudiado. Un hombre esquizofrénico, por ponerle un ejemplo, presentará en estas mismas pantallas un tipo de actividad cerebral. Si conseguimos estudiar a fondo esa forma concretísima de actividad cerebral quizá tengamos al alcance de nuestras manos la solución para muchos trastornos mentales.

–¿Podría ser «fotografiada» también la actividad cerebral de un asesino o de un genio?

–Por supuesto.

Me quedé en silencio, tratando de absorber hasta el último detalle de aquella imagen. Tonsmann me había rogado que no hiciera fotos y mis cámaras permanecían en el interior de mi inseparable bolsa negra. ¡Estaba perdiendo una gran oportunidad…! Pero había dado mi palabra de honor.

Era fascinante comprobar -y ver- cómo la actividad cerebral de un ser humano llega, incluso, a traspasar las paredes de su propio cráneo, extendiéndose a cinco o diez centímetros del hueso…, ¡y en todas direcciones!

–Quiero mostrarle otro proyecto.

Tonsmann borró del monitor la figura casi «milagrosa» del cráneo, y tecleó en busca del nuevo programa. En aquella «borrachera» de tecnología esperaba ya cualquier cosa…

El científico interrumpió durante segundos su tecleo en los mandos de la consola y, dirigiendo la vista hacia sala de ordenadores, musitó:

–La «lectura» de la cinta debe de estar a punto terminar… No se impaciente. Pronto verá su fotografía digitalizada y aumentada.

La verdad es que no sentía la menor impaciencia. Todo lo contrario. Disfrutaba como un niño ante aquella «ventana» al futuro.

El profesor de Investigación de Operaciones en la Universidad Iberoamericana de México comprobó por última vez las «claves» del nuevo proyecto e hizo aparecer en otra de las pantallas del terminal de la computadora la pequeña cruz blanca llamada cursor.

–Con este mando puede mover el cursor a su antojo. Situó ante mí una pequeña esfera negra, parecida a una pelota de goma, semienterrada en una caja de plástico y unida al ordenador por un largo cordón umbilical. Al mover la «pelota», el cursor se deslizaba instantáneamente por la pantalla del monitor. Era como un juego.

–El proyecto consiste en un estudio matemático-estadístico de los posibles puntos de referencia que utiliza todo ojo humano ante cualquier visión: paisaje, persona, cosa, antes de llegar a la identificación del mismo.

Mi gesto de extrañeza debió de alarmar a Tonsmann porque, acto seguido, añadió:

–Parece complicado, ¿no? Trataré de explicárselo con un ejemplo. El hombre funciona básicamente a través de «señales» o «mensajes» que le están llegando constantemente del exterior y que su cerebro, en millonésimas de segundo, recoge, clasifica y trata de identificar. Una vez terminado este proceso, el cerebro le «dice» al individuo «que está, por ejemplo, ante una rosa roja». Pero, para que el ser humano termine por identificar a esa flor ha sido necesario un previo «reconocimiento» visual del objeto en cuestión. El ojo, a una velocidad que ni siquiera las computadoras pueden igualar por el momento, lleva a cabo una especie de «barrido» de la rosa y «transmite» la información al cerebro. Pues bien, este proyecto consiste en averiguar qué puntos básicos de cualquier objete persona o paisaje «elige» o «recorre» el ojo del hombre en ese proceso inmediatamente anterior a la identificación.

–¿Y cómo se las arreglan para investigar algo que casi es instantáneo?

–Estudiamos las trayectorias que pueden seguir los ojos en esta identificación con un ejercicio que casi parece un juego de niños. El ordenador tiene preparado rostro de una persona mundialmente conocida: un político, un artista de cine, etc. Pero el sujeto que va a ser sometido a la experiencia no sabe de quién se trata.

–¿Y en qué consiste el juego?

–Usted mueve el cursor y lo sitúa en cualquier punto de la pantalla. Una vez colocado donde el sujeto quiere, el responsable del proyecto acciona el ordenador y, justamente en ese lugar donde estaba la cruz, aparece una pequeña parte de la cara del personaje anónimo. El «juego», lógicamente, consiste en adivinar de quién es el rostro.

»Lo normal es que la persona que está llevando a cabo el ejercicio necesite de otras pequeñas partes de la cara para averiguar la identidad del personaje público. En cada ocasión deberá mover el cursor y el computador precisamente va registrando y analizando esas pocas o numerosas trayectorias que, en definitiva, realizan los ojos del jugador hasta reconstruir totalmente el rostro.

»Si repetimos este ejercicio un número suficiente de veces es posible que encontremos algunas constantes en esas trayectorias de identificación que llevan a cabo los ojos. Y en eso estamos.

Me presté gustoso al juego y debo reconocer que no salí muy bien parado. Sólo al final, cuando el rostro misterioso estaba ya casi ultimado, supe que se trataba del fallecido presidente egipcio Sadat. Pero, al menos, me sentí satisfecho por haber aportado mi granito de arena a este curioso experimento…

–Bien, el ordenador ha terminado la «lectura» de la cinta magnética -anunció Tonsmann-. En cuestión de minutos tendrá su imagen en estas mismas pantallas.

El profesor penetró nuevamente en la sala de ordenadores, cerciorándose del final del proceso de digitalización.

Minutos después se sentaba a mi lado y tecleaba por última vez sobre la consola de los monitores.

Como un «milagro», mi fotografía del carnet de identidad fue apareciendo en dos de las pantallas Conrac.

–¡Pero es inmensa! – comenté con asombro al ver la ampliación.

Tonsmann sacó su calculadora de bolsillo e hizo una rápida operación.

–La computadora la ha ampliado 258,5 veces.

Era increíble.

–¿Cuántas tonalidades de grises ha encontrado?

–En total, 112 niveles de gris.

–Le parecerá una pregunta infantil pero, ¿cuántos grises puede captar el ojo humano?

–Lo normal oscila entre 16 y 32 tonalidades, aunque se puede llegar a distinguir hasta 40.

Había llegado al punto final en aquella instructiva jornada en el Centro Científico de IBM. Ahora sí estaba en condición de entender un poco mejor el interesante descubrimiento del doctor Tonsmann en los diminutos ojos de la cara de la Virgen de Guadalupe.

Antes de dar por concluida aquella nueva entrevista con José Aste, el profesor arrancó y me entregó la larga tira de papel perforado sobre la que había trabajado la impresora. Allí estaba la misma imagen que yo había contemplado en las pantallas: era la gran ampliación de mi fotografía, formada por 263 160 números, letras y otros signos. Mientras uno de los ordenadores «reconstruía» mi cabeza a través de las pantallas, otra computadora había transmitido la misma información a la citada impresora, Y allí estaba el resultado: un pequeño-gran «milagro» de la informática.

Los espectaculares descubrimientos del

doctor Tonsmann

Como comprenderá el lector, este preámbulo en torno al sistema para «traducir» una fotografía a números o dígitos mediante ordenadores no es gratuito ni casual. Dada la complejidad técnica del descubrimiento del doctor Tonsmann, creí oportuno repasar algunos conceptos básicos -casi elementales- sobre estos menesteres y, de paso, mostrar a cuantos sientan interés por el misterio de Guadalupe que José Aste Tonsmann es un científico de gran preparación y prestigio.

Hecha esta precisión, pasemos ya al hallazgo propiamente dicho.

Mucho antes de celebrar mi primera entrevista con Tonsmann -que tuvo lugar antes de la referida experiencia en el Centro Científico de IBM[119]- yo había tenido ya en mis manos las imágenes de las supuestas figuras encontradas en el interior de los ojos de la Señora del Tepeyac. Y digo «supuestas» porque -en honor a la verdad- el lector debe saber que, por el momento, las investigaciones se hallan en pleno proceso y se necesitará algún tiempo para alcanzar una conclusión definitiva. Una vez más debo evitar todo sentimiento personal y ajustarme a los hechos…

Y debo decir también que aquellas figuras -«rescatadas» del fondo de los ojos de la imagen de la Virgen por los mismos ordenadores que había visto trabajar en «IBM»- me parecieron en los primeros momentos un enloquecido conjunto de manchas. Cuando me mostraron las fotografías necesité tiempo y no pocas indicaciones para «localizar» la cabeza del anciano, al indio sentado y no digamos al «traductor», la negrita al servicio de Juan de Zumárraga y al propio indio Juan Diego…

Aquello, lo reconozco, me desanimó. Y casi me situó en contra de las investigaciones del profesor Tonsmann.

«Todo es cuestión de imaginación -pensé-. Yo podría “descubrir” en este “rompecabezas” de luces y sombras otras formas y siluetas, a cuál más caprichosa…»

Cuando le planteé mi problema a José Aste, en una larga conversación sostenida en su domicilio y a la que asistió mi buen amigo Manuel Fernández, Tonsmann respondió:

–Le comprendo. Es indudable que no estamos acostumbrados a ver imágenes como éstas. En el proceso de observación visual de una imagen reconstruida por computadoras, se presentan dos problemas: en primer lugar, si el tamaño de los cuadraditos es muy grande en proporción al de la imagen total, la figura quedará deformada y perderemos muchos detalles. El segundo y más importante problema es el provocado por el entrenamiento a que estamos sometidos en la civilización en que vivimos.

–No le comprendo…

–Verá, al observar una imagen que está formada por trozos o partes muy regulares, como es el caso de los cuadraditos, inconscientemente nos percatamos de que, siendo estas formas tan regulares, no han podido ser fruto de la casualidad, sino que alguien las ha hecho a propósito y con alguna intención. El entrenamiento a que hemos estado sometidos durante años para «interpretar» las imágenes publicitarias en televisión, murales, periódicos, etcétera, hace que, sin quererlo, estemos tratando de hallar e «mensaje»…, «que debe de haber sido puesto en esas figuras tan concordantes».

De esta forma nos concentramos en descifrar los cuadraditos y perdemos de vista lo que representa el conjunto.

–¿Algo así como si «los árboles no nos dejaran ver el bosque…?

–Exacto. Permítame que le recuerde un estudio que se hizo con una tribu salvaje del Amazonas. Los científicos mostraron a los indios fotos y dibujos de periódicos. Pues bien, algo que para nosotros resulta clarísimo, para aquellas gentes no lo fue tanto: los hombres y mujeres del Amazonas sólo vieron puntos blancos, negros y grises…

»La utilización de ordenadores en la digitalización de imágenes tiene muchas ventajas, como es el caso de las formidables ampliaciones, pero también encierra algunos inconvenientes. Éste es uno de los más graves.

–¿Es posible resolverlo?

–Sí, con los llamados filtros «suavizantes». Enmascaran las formas regulares de esos elementos que constituyen las figuras.[120] Pero quizá uno de los métodos más simple y efectivo para eliminar la rigidez de esos módulos es entrecerrar los ojos al mirar los grabados o bien observarlos desde lejos.

–Las preguntas que debo hacerle son tantas que no sé por dónde empezar…

Tonsmann se sirvió una taza de café y me insinuó que hiciera otro tanto.

–¿Y por qué no por el principio?

Una vez más, aquel sencillo ingeniero, profesor en la Universidad de Nueva York, tenía razón. Apuré mi café y me dejé llevar por mi instinto periodístico.

–Supongo que esta pregunta se la habrán hecho decenas de veces, pero, dígame, ¿por qué se le ocurrió «digitalizar» los ojos de la imagen de la Virgen de Guadalupe?

–Hacía un año que yo residía en México. Fue en las primeras semanas de 1979. Recuerdo que acababa de hacer una visita al Perú, mi patria, y había estado conversando con un eminente científico, el doctor Rabínez, sobre los sistemas y procesos de digitalización de imágenes. Como usted ya sabe, mi trabajo consiste precisamente en eso: el procesamiento de imágenes que transmiten los satélites artificiales y otros proyectos[121] en los que también intervienen los ordenadores. Ahora mismo, por ejemplo, IBM está desarrollando un estudio muy interesante, en colaboración con el Instituto de Biología de la Universidad Nacional Autónoma de México. Se trata de ampliar hasta un millón de veces las fotografías que se han obtenido de un parásito que vive en el cuerpo humano y que es el responsable de una enfermedad llamada «oncocercosis», que puede provocar la ceguera. Gracias a las computadoras, esas imágenes, que ya vienen muy amplificadas por los microscopios electrónicos, son aumentadas mucho más y, de esta forma, los médicos y biólogos intentan probar una teoría: que el intruso, una vez en el interior del cuerpo humano, se camufla con un «escudo» de proteínas y ello impide que las defensas lo detecten.

»De esta forma, y gracias al ordenador, yo puedo «desnudar» al parásito y los médicos y biólogos tienen entonces la oportunidad de destruirlo.

–Una vez más me deja usted perplejo… Veo que el procesamiento de imágenes por computadoras tiene un futuro espléndido. Pero no nos desviemos de la pregunta inicial: ¿cómo se le ocurrió meter una foto de los ojos de la imagen guadalupana en las computadoras?

–Yo trabajaba, y trabajo, en estos procesos de imágenes y desde que llegué a México sentí la curiosidad de ampliar y analizar algunos de los símbolos característicos de la vida y de la cultura de este país. Pensé, por ejemplo, en el calendario azteca y en la Virgen de Guadalupe.

Puedo dar fe de que en las paredes del despacho del doctor Tonsmann, en IBM, se encuentran infinidad de imágenes digitalizadas -anteriores al descubrimiento de las figuras en los ojos de la Señora del Tepeyac- y que corresponden a fotografías de algunos de los más destacados monumentos arqueológicos del imperio azteca y tolteca: Teotihuacan, las gigantescas cabezas «negroides», etc.

–Pero ¿por qué precisamente Guadalupe?

–Siempre me interesó el tema.

–Cualquiera puede pensar, profesor, que usted conocía ya el hallazgo del «hombre con barba» en los ojos de la imagen y que, por tanto, esas pretendidas figuras humanas que usted ha descubierto son muy «forzadas»…

El murmullo de la lejana conversación de la mujer y algunos de los cuatro hijos de Tonsmann se filtraba hasta el amplio salón donde conversábamos. Aquel sabio de 54 años me observó con un cierto cansancio en la mirada. ¡Quién sabe cuántas veces había tenido que repetir estas mismas explicaciones…!

–No, no… Cuando yo coloqué por primera vez una diapositiva de la imagen de la Virgen de Guadalupe en la plataforma circular del «microdensitómetro», yo no tenía noticia de ese descubrimiento de un busto humano o de un «hombre con barba» en los ojos… Fue después, y por casualidad, cuando llego a mis manos la revista Visión, con un pequeño artículo sobre este suceso.

–Pero, entonces, ¿qué buscaba usted en aquella primera ocasión, cuando metió la transparencia en el ordenador?

–Nada en particular. Y la prueba es que mi primera «digitalización» de la imagen de la Virgen fue de todo el cuerpo. Y, lógicamente, no encontré nada… Amplié las manos, la cabeza, la luna, etc., pero no vi nada especial… Y justo en aquellos días leí la nota de la revista, con la opinión del dibujante, señor Salinas.

–¿Justo en aquellos días?

–Sí.

–¿Usted cree en la casualidad?

Tonsmann se quedó serio.

–… Aunque soy un científico, creo sobre todo en la Providencia.

–¿Recuerda en qué fecha llegó aquella revista a sus manos?

–No muy bien. Sólo sé que era un sábado de febrero de 1979. Lo que sí puedo asegurarle es que el artículo, que era muy chiquito, hablaba de un hecho ocurrido veinticinco años antes: el hallazgo de ese busto humano en uno de los ojos de la imagen. Yo no tenía ni idea de la existencia de ese «hombre barbudo» y pensé: «Si este busto está ahí yo podré ampliarlo mejor que nadie con las computadoras…» Ahí empezó todo. Era un sábado y nada más desayunar me fui a la oficina. Y puse manos a la obra. Coloqué las diapositivas en el «microdensitómetro» y esperé a que el ordenador «tradujera» a números los ojos de la imagen. Pero las ampliaciones de la computadora me desilusionaron: allí no había nada…

–¿No estaba el «hombre con barba»?

–No. Después supe por qué. En esa ocasión yo había trabajado con una diapositiva en la que aparecía la Virgen de cuerpo entero y, para colmo, debía tratarse de una pintura y no de la verdadera imagen que aparece en el ayate original.

–¿No se sintió tentado de abandonar la búsqueda?

–Pues no. Comenté el hecho con algunos amigos y me prometieron información y una fotografía, tomada directamente del ayate que se guarda en la basílica de Guadalupe. Esas personas hablaron, en efecto, con el periodista Manuel de la Mora y éste me brindó una muy buena foto, en blanco y negro, de la cabeza de la Virgen. Con aquella imagen sí era posible llevar a cabo el proceso de digitalización.

–¿Y qué ocurrió?

–Ese mismo día que me llevaron la fotografía aproveché la hora de la comida y procedí a la digitalización de la imagen de los ojos.

–¿Por qué ojo empezó?

–Por el izquierdo. Tomé las coordenadas y el «microdensitómetro» se encargó de hacer el correspondiente «barrido», transformando los blancos, negros y grises a dígitos. Después, como usted sabe, el ordenador «leyó» la cinta magnética y la impresora me ofreció la primera gran ampliación de aquella parte del rostro de la Señora.

–Un momento, doctor. ¿Por qué hizo el trabajo en la hora del almuerzo?

–Porque no era un proyecto oficial de IBM. Se trataba de algo particular y consideré que debía emplear mis ratos libres. Y así ha sido durante los casi tres años que llevo investigando sobre los ojos…

–¿Qué sucedió cuando el ordenador le ofreció aquel a primera gran ampliación del ojo izquierdo de la imagen.

–En esta ocasión, el descubrimiento del «indio sentado» fue fulminante.

–¿Recuerda la hora y la fecha?

–Debían de ser las 13.30, pero no anoté el día. Era febrero de 1979.

–Entonces, ¿no descubrió todas las figuras a un mismo tiempo?

–No. El proceso fue muy laborioso.

–¿Qué impresión le produjo el descubrimiento de aquella primera figura?

–En este caso vi con claridad, y desde el primer momento, que podía tratarse de un indio. Quedé tan desconcertado que necesité varios días para reaccionar.

–Pero ¿cómo podía estar seguro que se trataba de un indio? ¿Por qué precisamente un «indio sentado» y no otra figura u otra cosa?

–Creo que está claro. De todas formas, estuve reflexionando y llegué a pensar que quizá mi afán por encontrar algo me hacía ver lo que no existía. Al principio creí, incluso, que aquel indio era el que ya había descubierto Salinas…[122]

»Así que me decidí a mostrar la imagen a otras personas. Algunas lo vieron y otras no. Por la noche se la mostré a mi mujer y a mi hija. E inmediatamente, mi niña dijo: «Aquí hay un indio.»

Era curioso. A mi regreso a España, yo también hice algunas pruebas con niños y adultos. Sin proporcionarles información previa sobre las figuras y el sistema de obtención de las mismas, les mostraba las fotografías y la casi totalidad de los niños y muchachos acertaban: «Eso es un indio y una cabeza de un viejo», me comentaban al primer vistazo. Los mayores, en cambio, tropezaban en general con serias dificultades y necesitaban de mucho más tiempo a la hora de la «visualización» de las figuras. Tal y como afirmaba Tonsmann, creo que la mente de los niños se halla mucho menos «intoxicada» que la de los adultos.

–No comprendo por qué no fue usted directamente a una digitalización del «hombre con barba». Después de todo, acababa de verlo en la fotografía de la revista que había llegado providencialmente a su poder…

–No lo hice por varias razones: porque esa foto que aparecía en Visión era extremadamente pequeña y por pésima calidad de la misma. Luego supe, además, que dicha imagen había sido reproducida al revés.

–Volvamos al que usted llama «indio sentado». Aunque ya conozco el proceso material que siguen las computadoras, ¿recuerda hasta qué límites fue ampliado ese ojo izquierdo?

–Tanto en el izquierdo como en el ojo derecho, y siempre según el detalle que se pretendía observar, preparamos ampliaciones que oscilaron entre 30 y 2 000 veces el tamaño original. Es decir, en las digitalizaciones realizadas utilicé varios tamaños de cuadrícula o «ventana». Variaban desde 25 micrones (1 600 cuadritos por milímetro cuadrado), hasta 6 micrones por lado (casi 28 000 cuadraditos dentro de un espacio de un milímetro por lado de la fotografía). El tamaño de cada «ventana» fue definido, en cada caso, de acuerdo a las necesidades de la ampliación a realizar, así como de la escala de la fotografía.

–¿En qué lugar exacto del ojo izquierdo descubrió esta primera figura?

–En su extremo derecho.

–Supongo que se hizo usted muchas preguntas…

–Ya puede imaginarse… ¿Qué hace este indio aquí? ¿Quién es? ¿Por qué se encuentra en el ojo de la Virgen?… Las dudas y la emoción fueron tantas y tan intensas que no pude conciliar el sueño en muchos días.

–No me extraña. Pero, antes de proseguir con las siguientes figuras, descríbame a ese «indio sentado», según lo ve usted…

–Según lo veo yo, no. Más bien, según lo ha «visto» la computadora…

Rectifiqué con mucho gusto. Tonsmann se dirigió a un caballete de madera en el que había dispuesto algunas de las anchas tiras de papel perforado, que contenían las imágenes -tremendamente ampliadas- de las misteriosas figuras que había ido «rescatando» del fondo de los ojos de la Virgen. Buscó la del «indio sentado» y señaló:

–Aquí tiene la cabeza del indio, ligeramente levantada y como mirando hacia arriba. Está sentado y su pierna izquierda aparece extendida sobre el piso, al tiempo la derecha está doblada sobre la otra. Se trata de una postura muy común entre las personas que no usaban sillas.

»Tiene sus manos en una actitud parecida a la de una persona que reza y, evidentemente, está casi desnudo.

»Las formidables ampliaciones de los ordenadores nos han permitido descubrir otros detalles muy interesantes. Por ejemplo: la sandalia o huarache en el pie izquierdo. Se observa la correa que lo sujetaba y cuyo ancho es de apenas unos 120 micrones. A pesar del pequeñísimo espacio que ocupa el «indio sentado» en la tilma, los detalles son de una precisión asombrosa.

–¿Cuál es ese espacio?

–La anchura total del cuerpo es de algo más de un milímetro y su altura, de unos cuatro milímetros.

Por más que lo intenté, no pude distinguir la correa de la sandalia. Pero guardé silencio. Tonsmann apuntó hacia la cabeza del indio y siguió explicando:

–Este individuo presenta una frente muy despejada. Cabe la posibilidad de que se la hubiera afeitado, tal y como tenían por costumbre algunos indios de la cultura mexica prehispánica…

–Un momento, profesor, ¿quiere decir que esta figura y las restantes pudieran corresponder a personas que vivieron en el siglo xvi?

–Es una hipótesis de trabajo, lo sé, que resulta muy difícil de probar científicamente. Por lo menos desde mi especialidad: la digitalización de imágenes…

Sin querer me había adelantado en el proceso explicativo de Tonsmann. Y opté por frenar mis ímpetus. Antes de penetrar en el arduo capítulo de las posibles explicaciones necesitaba más datos y una exhaustiva información de conjunto. Así que le rogué a José Aste que continuara con la descripción del «indio sentado».

–… Es interesante resaltar cómo el cabello del indio aparece amarrado a la altura de las orejas, para quedar suelto después.

»Por último, las ampliaciones de las computadoras nos ofrecen otro detalle espectacular: en la oreja derecha del indio se aprecia un aro o quizá una arracada[123] que le atraviesa el lóbulo.

–¿Una especie de pendiente?

–Sí, un adorno.

Forcé mi vista al máximo, pero tampoco me acompañó la fortuna. Sinceramente, me fue imposible ver tal arete

–… La computadora ha facilitado las siguientes dimensiones: 120 micrones para el diámetro exterior de la arracada. Su grosor apenas ocupa 10 micrones en la tilma.

–Siguiendo el orden cronológico de sus descubrimientos, ¿cuál fue la segunda figura que «apareció» en el ordenador?

–El «hombre barbudo». Pero este segundo hallazgo tuvo lugar en el ojo derecho de la imagen. En realidad no fue un «descubrimiento», propiamente dicho, ya que Salinas y un tal Marcué lo habían detectado mucho antes.

–¿En qué zona del ojo derecho se encontraba el «hombre con barba»?

–En la más cercana a la nariz.

Tonsmann situó sobre el caballete la lámina en la que había sido impresa la imagen del busto humano. Al igual que las restantes, estaba formada por miles de números y letras.

–Aunque este personaje es perfectamente visible con lupas y oftalmoscopios, incluso a simple vista, con las gigantescas ampliaciones del ordenador ha sido posible la confirmación definitiva de su presencia en los ojos. Por supuesto se aprecia con mucha más nitidez en el derecho que en el izquierdo.

–Tanto Salinas como Marcué han afirmado que se trata del indio Juan Diego. ¿Qué opina usted?

–Que no. Sus facciones son las de un europeo. Quizá un noble o un sacerdote español.

«Está en una actitud contemplativa. Parece ensimismado por algo… El hecho de que esté agarrando o acariciando su barba con la mano derecha corrobora esta teoría sobre una posible actitud de concentración y sumo interés.

»Fíjense en su mano derecha: el dedo pulgar está escondido en el interior de la barba.

»Por supuesto, en estas ampliaciones se observan también el hombro, brazo y antebrazo del personaje.

–¿Qué me dice de la triple imagen de Purkinje-Samson? ¿Fueron ratificadas por los ordenadores?

–Totalmente. En el ojo derecho aparecen con gran nitidez.

Aquella figura, sin duda, era una de las más claras. Para mí había quedado perfectamente visualizada días antes, al Conversar con los médicos y conocer sus informes. Ahora, la digitalización de imágenes no había hecho otra cosa que apuntalar aquel primer y fascinante misterio.

Le pedí a Tonsmann que siguiera con el orden cronológico de sus hallazgos. Y el científico destapó una de las figuras que mayor impacto ha causado en mí: el anciano. Como dije anteriormente, en un primer momento tuve serios problemas para «localizar» y «asimilar» estas figuras. La del anciano fue una de las más «duras de pelar». Pero también es cierto que -una vez «descubierta»-, la impresión que causó en mí fue tal, que aún no se ha borrado. Cuanto más la contemplo, más me maravilla.

–Éste fue mi tercer descubrimiento. Puedo asegurarle que ha sido uno de los más interesantes. Al principio, cuando llevé a cabo la primera ampliación, apareció una mancha blancuzca. Creí que podría tratarse de otro indio, sentado al lado del primero. Estaba tan intrigado que un sábado me fui al Centro Científico y me quedé hasta muy tarde, tratando de aclarar el misterio. A fuerza de mejorar la imagen con «filtros», eliminando incluso el fondo, apareció lo que, en un primer momento, asocié con una calavera…

–¿Creyó usted que se trataba de un cráneo?

–Pues sí. Y me preguntaba: «¿Qué hace aquí una calavera?» Pero no había nada escrito sobre este asunto. Todo eran conjeturas…

«Pasé muchas horas contemplando aquella nueva imagen, tratando de recordar dónde había visto yo antes algo parecido.

–No me diga que la había visto anteriormente…

–No, claro. Lo que pasa es que esta figura me recordaba a otra que había contemplado en algún sitio. Comencé a repasar museos, pinturas famosas, documentación, etc., hasta que un día recordé: se trataba de un famoso cuadro de Miguel Cabrera, pintado en el siglo xviii, y en el que se ve al primer obispo de la Nueva España, fray Juan de Zumárraga, arrodillado y mirando la imagen que había aparecido en la tilma de Juan Diego. La cabeza del obispo era muy parecida a la que yo acababa de descubrir con las computadoras.

Aste Tonsmann llevaba razón. La semejanza entre ambas figuras es alta.

–¿Qué cree usted que puede significar ese parecido?

–Cabrera era un pintor de reconocido prestigio en América e hizo multitud de copias de la imagen que aparece e el ayate de Juan Diego. Usted sabe que todo buen pintor trata de documentarse antes de trabajar en una obra y mucho más si se trata de personajes reales. Es posible que hiciera lo propio con Zumárraga antes de plasmar su imagen ese lienzo. Pudo consultar otros cuadros y afinar al máximo los rasgos del obispo vasco.

»De cualquier forma, el parecido entre ambas cabezas es desconcertante…

–¿Considera entonces que podríamos estar ante la imagen del primer obispo de México, el franciscano Juan de Zumárraga?

Tonsmann se encogió de hombros.

–Como hipótesis de trabajo, podría ser.

–¿Qué detalles ha descubierto en esta tercera figura?

–En mi opinión se trata de un anciano. La calva es grande y brillante, aunque parece disfrutar aún de parte de su cabello. El pelo guarda la clásica forma de la tonsura de algunas órdenes religiosas. Los franciscanos, precisamente, lucían entonces ese cerquillo alrededor del cráneo.

»La nariz es recta y grande y sus arcos superciliares,[124] muy salientes.

»Está mirando hacia abajo y sobre su mejilla parece rodar una lágrima.

–¿Una lágrima?

Tonsmann señaló un punto blanco en el rostro del anciano, pero yo seguí sin «ver» lágrima alguna…

–Este detalle me fue marcado en una conferencia, aquí, en México, por un médico.

–¿Y usted piensa que puede tratarse de una lágrima?

–Es difícil de comprobar, por supuesto.

–¿Encontró algo más en las facciones de este hombre?

–Los ojos están muy hundidos y también las mejillas. En cierta ocasión, otro médico me informó que quizá este anciano se hallaba gravemente enfermo o muy atribulado Por problemas.

»Su barba, perfectamente cana, es espléndida.

(A mi regreso a España, la fotografía del supuesto fray Juan de Zumárraga fue examinada también por diferentes Médicos, especialistas sobre todo en huesos y en cirugía Plástica. Uno de estos eminentes galenos, el doctor Antonio Hermosilla Molina, cirujano y traumatólogo, me refería en una breve pero sustanciosa carta:

«… Indudablemente pertenece -se refiere a la cabeza del anciano- a un viejo muy mayor: ochenta o noventa años. La frente es correcta, animada y están muy marcados los arcos superciliares. Esto es muy peculiar del sexo masculino y no es una singularidad. La nariz, dentro de una forma normal, tiene la zona media o de cartílagos nasales muy desarrollada, y una hendidura en el centro, algo del tipo de nariz llamada en “silla de montar”.

»No tiene dientes. Existen ambas encías hacia adentro y hacen que los labios se aprieten uno con el otro y se proyecten hacia la cavidad bucal. El hueso malar derecho, que es el único que se ve, está normal si bien ha desaparecido la grasa submalar -los carrillos-, llamada bolsas o bola de Bichat. Este fenómeno es normal en los viejos y en los desnutridos.

»El ojo está, al parecer, hundido pero no se ve bien.

»El gesto de la cara es inexpresivo, aunque parece estar atento o pensando en algo, con la rigidez de expresión, estereotipada, de los ancianos. Habría que ver el conjunto. Las arrugas algo más marcadas de lo que es usual en las personas de edad avanzada…»)

La localización de este tercer personaje o, para ser más exactos, del cuadro de Miguel Cabrera, fue de gran ayuda en las investigaciones de Tonsmann.[125]

Veamos por qué.

–Al comprobar el notable parecido entre el obispo Juan de Zumárraga, que pintó Cabrera, y el perfil del anciano extraído por el ordenador, tuve una idea.

–¿Una «inspiración», quizá?

–Podría llamarse así… Estudié a fondo la posición de los personajes en el mencionado cuadro y pensé que la figura del indio Juan Diego quizá estuviera frente a la cabeza del supuesto fray Juan de Zumárraga. Así que busqué con la computadora en esa zona de los ojos.

–Pero esto podría considerarse como una «mediatización» en la investigación…

–Ya le he dicho que no hay nada escrito sobre estos descubrimientos con ordenadores. Si quería encontrar nuevas figuras debía seguir cualquier pista.

–¿Qué descubrió en dicha área?

–La figura de otro individuo, con una especie de sombrero, y con aspecto de indio.

Tonsmann había trazado una línea que perfilaba con claridad el contorno del supuesto indio. De no ser por la «aclaración» dudo mucho que hubiera «detectado» la nueva figura…

–… En mi opinión -continuó el especialista en computadoras- se trata de un hombre de edad madura.

–¿Por qué dice usted que tiene aspecto de indio?

–Por sus pómulos, muy salientes; por su nariz aguileña y por su escasa barba y bigote, pegado a la cara. Las ampliaciones del ordenador nos muestran también un sombrero con forma de cucurucho, de uso corriente entre los indios, según los entendidos en la materia.

»Pero lo que hace más interesante a esta figura es el ayate que, al parecer, lleva anudado al cuello. El brazo derecho del indio se encuentra extendido bajo dicha tilma, como mostrándola en dirección al lugar donde se halla el anciano. Y otro detalle: los labios del indio parecen entreabiertos.

–Dice usted, doctor, que esta nueva figura muestra lo que podría ser un ayate como el que llevaba Juan Diego en el siglo xvi y en el momento del llamado «milagro de las rosas». ¿Ha investigado si en esa tilma aparece alguna imagen?

–He pasado muchas horas analizando la superficie de la tilma y puedo asegurarle, sin lugar a dudas, que no existe imagen alguna sobre ella.

–¿Tampoco rosas o flores?

–Nada de nada.

–Deduzco que este personaje sí le resulta a usted muy familiar…

El profesor sonrió.

–Éste sí. Por la posición que ocupa en el conjunto de la escena, por sus rasgos típicamente indios y, sobre todo por la tilma que parece estar mostrando, uno termina por deducir que se trata de Juan Diego.

–Es una deducción un poco arriesgada, ¿no cree?

–Es posible. Pero no olvidemos que estoy hablando en hipótesis.

–¿Este supuesto «indio Juan Diego» fue descubierto también en el ojo izquierdo?

–Así es. Pero todas las imágenes, como creo que usted ya sabe, aparecen también en el derecho. En el caso de los posibles «Juan Diego», «Juan de Zumárraga» y del llamado «traductor», las computadoras descubrieron que sus figuras son algo más pequeñas en el ojo derecho que en el izquierdo.

–¿Y están en las mismas posiciones en ambos ojos?

–Sí.

–¿Se repiten las figuras en los dos ojos?

–Todas, aunque los tamaños y el grado de luminosidad varían.

–Esto es muy importante…

–Desde luego: elimina la posibilidad de azar.

Aquella categórica afirmación de Aste Tonsmann me dejó nuevamente perplejo. Si la «escena» aparecía repetida en ambos ojos -tal y como ocurre con el «hombre barbudo»- el asunto no tenía vuelta de hoja: aquello no era fruto de la casualidad ni tampoco el capricho interpretativo de un investigador.

–Y ya que hablamos del indio Juan Diego -apuntó Tonsmann hacia el rostro del supuesto vidente del Tepeyac-, escuche lo que voy a decirle: mientras en el ojo izquierdo aparece de cuerpo entero, con la tilma, el ordenador sólo ha detectado su cabeza en el ojo derecho… Y lo asombroso es que, al llevar a cabo una nueva ampliación, en el ojito del indio apareció otra figura…

El profesor me mostró la gigantesca ampliación y, en efecto, allí vi lo que parecía un nuevo cráneo, perfectamente centrado en el ojo del supuesto indio Juan Diego. ¡Era para volverse loco! ¿Cómo es posible que hubiera surgido una segunda figura, precisamente en el ojo de la imagen del indio?

Mi cerebro se negó a funcionar y le rogué a Tonsmann Rué me proporcionara más café.

–…Este nuevo rostro -añadió el profesor, que se había percatado de mi profunda confusión- parece pertenecer a un hombre de nariz grande y aguileña. Al efectuar ampliaciones más potentes noté que, a pesar de la lógica deformación que ocasionan estas considerables ampliaciones, se lograba distinguir sus ojos semiabiertos, los labios, los pómulos salientes y la oreja izquierda.

En ese momento intervino Manuel Fernández y le recordó a Tonsmann una anécdota sucedida con otro personaje que fue localizado por la computadora, justamente detrás del indio Juan Diego.

–Se trata, efectivamente, de una mujer. Al parecer, una negra. Está de pie y detrás de Juan Diego, como mirando por encima de los hombros de aquél. Sus ojos son penetrantes y parece estar contemplando la escena que se está desarrollando en el lugar en aquel instante. Mi primera impresión al ver aquel rostro con rasgos negroides fue de confusión total. ¿Qué hacía una negra en una supuesta escena de 1531 en América? Aquella presencia distorsionaba la posible homogeneidad del conjunto y de los personajes que, a primera vista, parecían indígenas y europeos.

»Me resultaba tan chocante que casi preferí guardar silencio. ¿Cómo podía demostrar que en el siglo xvi había negros en México? Y lo que es peor: ¿cómo confirmar que estaban en la casa o palacio del obispo?

»Hasta que un buen día, en una conferencia que pronuncié en el Centro de Estudios Históricos Guadalupanos, aquí en el Distrito Federal, comenté el asunto y reconocí que podía tratarse de un error de los ordenadores. Cuál no sería mi sorpresa cuando uno de los estudiosos me hizo saber que Hernán Cortés había traído negros a México-Tenochtitlán y que entraba dentro de lo posible que alguno de estos esclavos hubiera estado al servicio del primer obispo de la «Nueva España». Después, leyendo la Historia de la Iglesia en México, del padre Mariano Cuevas, pude comprobar cómo fray Juan de Zumárraga, en su testamento, concedió la libertad a la esclava negra que le había servido en México.

Tonsmann tenía razón. En el testamento de Zumárraga -llevado a cabo la víspera de su muerte y que fue ejecutado por su inseparable y fiel mayordomo, Martín de Aranguren- puede leerse textualmente: «… declaro que ahorro y hago libres de toda subjeción e servidumbre, a María, negra, e a Pedro, negro, su marido, esclavos que están en casa, para que como tales personas libres puedan disponer de sí lo que quisieren.

»ítem, digo y declaro que ahorro e liberto y hago libres a todos los esclavos indios e indias que tengo, ansí los que tienen “libre” en los brazos, como a los que no lo tienen, para que sean libres y exentos de toda subjeción y servidumbre y como tales puedan disponer de sí y de sus personas lo que quisieren, y tuvieren por bien.

»ítem, declaro que ahorro y hago libre a Juan Núñez, indio natural de Calicud, cocinero de casa, para que sea libre de toda servidumbre; a los cuales dichos esclavos de suso declarados, los hago libres agora y para siempre jamás, con condición que sean obligados a me servir y sirvan los días que yo viviere, y después de mi fallecimiento sean libres, como dicho es.»

Era sorprendente. El profesor Tonsmann había «descubierto» la presencia de una negra en la casa del primer obispo de México, sin tener conocimiento previo de este documento. Las computadoras se habían encargado de demostrar la validez histórica del testamento de Zumárraga… ¡450 años más tarde!

–¿Cómo son los rasgos de esa negra?

–Tiene en la cabeza algo parecido a un turbante.

–¿Es alta o baja?

–Eso no se ve. Sólo se aprecia la cara y muy atrás… Es posiblemente el personaje más retirado. Está de frente y sus ojos, como le decía, llaman poderosamente la atención. Son muy intensos y expresivos.

–¿Por qué dice que se trata de una mujer negra?

–Porque sus rasgos son negroides: nariz achatada, la tez es oscura, labios muy gruesos…

–¿Es joven?

–Yo diría que sí.

–Por cierto, ¿se puede averiguar la edad de cada uno de los personajes a través de las computadoras?

–Quizá en el caso del supuesto obispo y en el hombre que está a su lado y que nosotros hemos llamado «el traductor». Pero ¡ojo!, no porque el ordenador esté preparado para facilitarnos las edades, sino por el aspecto físico que presentan dichas figuras.

–¿Quién es ese «traductor»?

–Otra de las imágenes que ha localizado el computador. En el ojo izquierdo se presenta con mayor claridad. Se encuentra inmediatamente a la izquierda de la cara del anciano y parece un hombre joven. Es muy notable la naturalidad de las expresiones de ambas caras.

. – ¿Por qué le llaman «el traductor»?

–Dada su proximidad al obispo, pensé que era posible que se tratase del hombre que servía de intérprete a Juan de Zumárraga. El primer obispo de México no sabía náhuatl y Juan Diego, a su vez, tampoco hablaba el castellano. Históricamente está probado que el padre Juan González fue su traductor. Por aquella época, el tal González era muy joven.

–¿Qué rasgos ha sacado la computadora?

–El personaje mira casi de frente y en la ampliación pueden verse sus ojos, nariz, boca, mejillas y una frente estrecha.

Tonsmann situó la lámina correspondiente al «traductor» y a la cabeza del anciano en el caballete y recorrió el perfil del supuesto Juan González. Pero fue inútil: volví a «perderme». Mientras el cráneo del «obispo» sí se presentaba nítido, la figura del «traductor» se me antojaba como un informe «borrón». Prudentemente guardé silencio y el científico, con una paciencia que nunca agradeceré suficiente, pasó a explicarme el último «grupo» de la insólita escena: el conjunto de figuras que Aste ha bautizado como «la familia».

–Lo he dejado intencionadamente para el final -me dijo- porque, si las restantes figuras son difíciles de explicar, éstas rompen toda lógica…

«Siguiendo con el ojo izquierdo, y en pleno centro, descubrí lo que podríamos llamar «un grupo familiar indígena». Allí había una mujer muy joven, un hombre con un sombrero y unos niños que parecen controlados por la joven. Y, por último, otra pareja que contempla la escena.

«Quizá el personaje más claro es la primera mujer. Presenta unos rasgos muy finos y luce un tocado o sombrero, rematado en su parte superior por un adorno circular. A su espalda aparece un bebé, sostenido por el rebozo, tal y como aún acostumbran a llevar a sus hijos muchas indias. En las ampliaciones posteriores de cada uno de estos personajes observé, incluso, la cinta que parece sostener a bebé al cuerpo de la jovencita y los sombreros en las cabezas del hombre y del niño situado de pie y delante o la mujer. Ésta, como le señalaba antes, da la impresión de estar sujetando al niño.

»Se trata del grupo más pequeño y sin conexión aparente con el resto de los personajes. No hay proporción entre estas figuras y las anteriores y, a pesar de todo, me sigue pareciendo lo más interesante del ojo.

–Antes de preguntarle las razones por las que usted considera al llamado «grupo familiar indígena» como el más interesante, dígame: ¿está también «la familia» en el ojo derecho?

–Naturalmente. La joven de finas facciones está en el centro del grupo, mostrando, tanto el curioso tocado en sus cabellos, como lo que en un principio pensé que podía tratarse de un pliegue del manto que llevaba a su espalda y que, insisto, posteriormente descubrí que podía ser un bebé.

»En este ojo derecho aparecen igualmente esos dos indios, de pie y a espaldas de la joven, y como mirando la escena. Todos se revelan a la misma escala y mucho más pequeños que los personajes que se reflejan en el resto del ojo.

–Hablaba usted, doctor, de algunas «particularidades» de este grupo que lo hacen especialmente «interesante»…

–Sí. Podría darle algunas razones. Por ejemplo: el «grupo familiar indígena» está ubicado precisamente en el centro de ambas pupilas; los individuos de este grupo no parecen guardar relación alguna con las otras personas descubiertas en los ojos. Por último, comparando los tamaños de las imágenes de «la familia» con los del anciano y el «traductor», uno deduce que estos últimos debieron estar más cerca de los ojos de la Virgen. Si esto fue así, ¿cómo es que no ocultaron con sus cuerpos las figuras de aquéllos?

–¿Ha encontrado alguna respuesta?

–Por ahora no. De lo que estoy convencido es de que ese «grupo familiar» constituye algún «mensaje»…

–¿Para quién?

–Si consideramos que sólo ahora, con nuestra moderna tecnología, ha sido posible descubrirlo, no parece descabellado pensar que se trata de «algo» destinado al hombre del siglo xx.

–¿Y qué puede querer decir ese «mensaje»?

–Lo ignoro.

Me aproximé al caballete y comencé a fotografiar aquellas desconcertantes imágenes. Pronto me di cuenta que era necesario alejarse lo más posible de las láminas para «ver» las figuras con mayor claridad.

Al terminar aquella primera ronda de fotos volví a sentarme junto a Tonsmann y le solté a «quemarropa»:

–A pesar de todo, ¿cómo puede tener la seguridad científica de que estamos ante verdaderas figuras humanas?

–Han sido muchas horas de estudio y de comprobaciones. Yo mismo llegué a situarme en esa misma postura de usted: como abogado del diablo de mi propio hallazgo. Y confeccioné un programa especial, a base de filtros de «comprobación», para despejar, definitivamente, la incógnita de si eran o no auténticas figuras o simples manchas. Esos filtros, siempre de forma automática, debían eliminar las manchas o puntos aislados y resaltar los cuerpos o figuras.

Aste Tonsmann me señaló los miles de números que daban forma a los supuestos personajes e hizo un nuevo paréntesis en la explicación:

–Observe usted que esos puntos o manchas aislados que aparecen en las ampliaciones de las computadoras son valores numéricos; es decir, números. Pues bien, eso fue lo que hizo el filtro en cuestión: borró las manchas sueltas y conservó y destacó aún más las figuras. Ahí ve usted al «indio sentado», por ejemplo… Ha quedado totalmente resaltado.

–¿Practicó esta experiencia con todas las imágenes?

–Por supuesto. Y en ambos ojos.

–Ya me ha dicho que las figuras aparecen repetidas pero, amén de los hallazgos individuales en cada ojo, que ratifican esta repetición, ¿destinó usted algún otro programa especial para verificar un hecho tan decisivo?

–Sí, lo que llamamos «mapeo». Se lo explicaré en dos palabras: como ya le dije, yo no pude trazar un programa previo de trabajo porque no sabía qué era lo que me iba a encontrar. Ni siquiera tenía conciencia de que llegara a descubrir nada… Las etapas fueron sucediéndose de acuerdo siempre con los hallazgos y con las comprobaciones respectivas. Los primeros descubrimientos fueron hechos en el ojo izquierdo, pero algunas de las imágenes no aparecían en el derecho. Ello me llevó a practicar la citada técnica del «mapeo», que no es otra cosa que la aplicación de un método estadístico. Le pondré un ejemplo: si tenemos dos mapas de una misma zona, es indudable que existe una correlación entre los puntos de ambos mapas. Si usted localiza un pueblo en uno de los mapas, bastará con trasladar las coordenadas de ese lugar al otro mapa para que allí aparezca el mismo pueblo.

–¿Eso fue lo que hizo con los ojos?

–Claro. Busqué las coordenadas y el propio computador se encargó de encontrar el punto exacto donde debía ampliar. Al hacerlo, y con gran alegría por mi parte, aparecieron las mismas imágenes, aunque con distinta iluminación, volumen y ángulo. Todo ello muy lógico, puesto que estas figuras estaban sometidas a los efectos de la visión estereoscópica. Esto me ha dado una nueva idea: tratar de reconstruir las figuras, es decir, la escena completa, en tres dimensiones.

–¿Cómo podría conseguirlo?

–Tengo los tamaños de las imágenes y las distintas proporciones. Con simples fórmulas trigonométricas podría saber a qué distancia está cada personaje de los ojos de la Virgen. Eso nos permitiría «reconstruir» la escena.

–¿Cuándo tendrá listo ese proyecto?

–No lo sé. Necesito tiempo…

–Por cierto, y ahora que habla usted de proporciones, ¿no le parece que la cabeza del supuesto Juan de Zumárraga no guarda proporción con la figura del «indio sentado» y con algunas otras?

–No estoy conforme con esa apreciación. Depende de la distancia a que se encuentra cada sujeto. En cierta ocasión sometí estas imágenes a los expertos de una academia de pintura y quedaron asombrados ante la proporción y perfección de las figuras.

–¿También entre los personajes de ambos ojos?

–Sí, los tamaños son bastante reales.

–En su opinión, ¿qué personaje estaba más cerca de la Virgen?

–El «hombre con barba».

–Se me olvidaba, doctor… Antes comentaba usted el paralelismo existente entre las figuras de uno y otro ojo, pero ¿hay algún personaje que no esté repetido o que, al menos, no haya podido descubrir aún en ambos ojos?

–Sí, la negrita. Hasta hoy sólo ha aparecido en el izquierdo.

–¿Por qué?

–Quizá se deba a la mancha blanca que existe en d ojo derecho y que corresponde precisamente a la segunda imagen óptica de Purkinje-Samson del «hombre barbudo». Lo he intentado infinidad de veces pero ha sido inútil. Tenga en cuenta que el número de grises que puedo manejar con la impresora es de 32 y 16 en la pantalla. Entonces, al presentarse esta mancha blanca tan intensa, los grises prácticamente desaparecen. Esto sucede también con la pareja de indios del llamado «grupo familiar». Están en uno de los ojos, pero en el otro no los he podido descubrir aún.

–¿Piensa que en un futuro se registrarán nuevos descubrimientos?

–Estoy seguro. La tecnología marcha muy rápida y eso favorecerá y abrirá nuevos caminos en este tema. Pero también es importante que cambie la mentalidad; especialmente la de la gente mayor, anclada en principios que quizá puedan chocar con un hallazgo como éste.

–No recuerdo si se lo he preguntado pero, ¿usted cree en los milagros?

–Sí.

–¿A pesar de ser un científico?

–Soy católico antes que científico. Sin embargo, ambas posiciones no son antagónicas. Hay muchos hechos que la ciencia no puede explicar aún. Y éste puede ser uno de ellos.

–No sé si es usted consciente de la trascendencia de estos hallazgos.

–Posiblemente no. Tenga en cuenta que el proceso ha sido muy lento. Lo he vivido paso a paso, muy despacito, y ello, quizá, me ha restado perspectiva.

–Por último, ¿ha hecho algún otro descubrimiento del que no tengamos noticia?

–No he hablado de un par de muebles o utensilios que aparecen en el ojo izquierdo. Uno de ellos está a los pies del «indio sentado» y me recuerda un recipiente. Pero el otro no sé qué es. No he logrado identificarlo. Y quizá tenga una explicación muy lógica: aunque hayan pasado 450 años, las caras siempre son las mismas en los seres humanos. Pero no sucede lo mismo con los muebles. Éstos han variado y siguen cambiando, de acuerdo con las culturas, necesidades, etc.

–Tiene usted razón. No había caído en la cuenta de que, si esa escena tuvo lugar en alguna habitación o patio del palacio, junto a los protagonistas deberían aparecer también los distintos enseres… ¿Qué clase de recipiente puede ser?

–Bueno, la imagen que aparece en la computadora es una esfera con algo en la parte superior. Algo así como el cuello de un ánfora…

–¿Una botella quizá?

–No sabría precisarle. Está junto a la rodilla del indio, pero no sé más.

–¿Por qué dice que el otro descubrimiento podría tratarse de un mueble?

–Porque se le ven unas patas.

–Supongo que seguirá investigando en los ratos libres…

–Sí, ya le dije que lo he tomado como un hobby. Eso sí: un «juego» que ha cambiado mi vida…

–¿En qué sentido?

–Hombre, un descubrimiento así no es habitual. El suceso, se lo aseguro, me ha hecho pensar y muy profundamente. Por supuesto, estoy convencido que al «otro lado» hay algo. Ésta es una simple prueba…

Yo tampoco había quedado fuera del radio de acción del descubrimiento. A pesar de mi simple papel de transmisor de la noticia, «algo» me había «tocado» en lo más profundo. «Algo» que yo conocía muy bien…

Lo conseguido hasta ahora

Tuve la fortuna de celebrar otras entrevistas con el profesor José Aste Tonsmann. De todas ellas salí enriquecido y convencido de la honradez y bondad de este especialista en ordenadores.

Si tuviera que hacer un brevísimo balance de sus hallazgos creo que lo resumiría así:

1. En febrero de 1979, y mediante la utilización de sofisticadas computadoras, este ingeniero civil y doctor por la Universidad de Cornell (Nueva York), descubre la figura del «indio sentado» en el ojo izquierdo de la imagen de la Virgen de Guadalupe.

2. Cronológicamente, el «hombre con barba» fue el segundo hallazgo, esta vez en el ojo derecho.

3. Tonsmann «rescata» a un tercer y cuarto personajes: el anciano -supuesto fray Juan de Zumárraga- y al «traductor» (ambos en el ojo izquierdo).

4. Aparece la figura del supuesto indio Juan Diego extendiendo la tilma. Las computadoras no «ven» imagen alguna y tampoco flores en la superficie del ayate que parece extender Juan Diego.

5. Los ordenadores «descubren» a un personaje -la negra- que, según todos los indicios, era una esclava al servicio del primer obispo de México, Juan de Zumárraga (ojo izquierdo. En el derecho, en cambio, no aparece).

6. Mediante el sistema de «mapeo», Aste Tonsmann localiza en el ojo derecho las mismas figuras que había descubierto en el izquierdo. Esto desarticula toda posibilidad de casualidad en la formación de las imágenes.

7. Tonsmann apura todas las posibilidades técnicas y lleva a cabo un interesante ejercicio. Hizo que tomaran una fotografía de los ojos de una de sus hijas (sin estar él presente, por supuesto) y sometió la foto al mismo proceso digital con el que había obtenido las conocidas imágenes en los ojos de la Guadalupana. Ante la sorpresa general, el científico adivinó que personas -además del fotógrafo- estaban reflejadas en los ojos de la muchacha en el momento de hacer la fotografía. Estas personas -como ya vimos en el fenómeno de la triple imagen de Purkinje-Samson- estaban reflejadas en las córneas de la hija.

8. Repitió después el experimento con unos ojos pintados en un cuadro, pero sólo obtuvo manchas informes, como en las restantes áreas del lienzo. Estas experiencias -en opinión de los estudiosos del tema- fueron concluyentes.

9. Aparecen en ambos ojos el llamado «grupo familiar», que rompe toda la posible lógica de la escena. En opinión de Tonsmann, este grupo encierra algún «mensaje» que no ha podido ser desvelado aún.

10. Los diferentes volúmenes, grado de luminosidad y ángulos que presentan las mismas figuras de ambos ojos encajan perfectamente en el fenómeno de la visión estereoscópica. Los alargamientos de algunas de las imágenes -según Tonsmann- corresponden a la reflexión de las mismas en una superficie convexa, como es el ojo humano. «Una figura plana -dice el descubridor- hubiera provocado la desconfianza…»

11. Aun con la tecnología actual sería imposible «pintar» imágenes de estas dimensiones con la precisión y detalles que aparecen en las doce figuras «rescatadas» Por las computadoras y mucho menos teniendo en cuenta el tosco material que constituye el ayate. (Recordemos que el diámetro real de las córneas en la imagen original que aparece en la tilma de Juan Diego es de siete a ocho milímetros.)

12. En una segunda fase de su investigación, el doctor Tonsmann trata de lograr la reconstrucción de la escena en tres dimensiones.

Hipótesis de Tonsmann: «La Virgen

estaba presente, aunque invisible»

He dejado para el final la explicación que el profesor Tonsmann esgrime en la actualidad para estos desconcertantes descubrimientos en los ojos de la Virgen. Se trata, como él mismo repite una y otra vez, de una hipótesis de trabajo y, en consecuencia, de una suposición imposible de comprobar con nuestros actuales medios. Tendrá que ser el lector quien, en suma, acepte o rechace dicha teoría, en base a la información aquí aportada y, sobre todo, porque así se lo dicte su corazón.

Para Tonsmann -y siempre según las figuras encontradas por la computadora-, en los ojos de la imagen que aparece en la tilma del indio Juan Diego se presentan dos escenas que no guardan relación aparente entre sí: de un lado, la «escena principal», si se me permite la expresión, integrada por seis o siete personajes (el «indio sentado», la cabeza del supuesto fray Juan de Zumárraga, el «traductor», el también supuesto indio Juan Diego, la negrita y el «hombre con barba»).

La segunda «escena» la formarían el llamado «grupo familiar indígena».

El científico, como ya dije, tiene una explicación para esa primera «escena». No así para la segunda.

–Siguiendo el relato de las apariciones de la Virgen en el Tepeyac -me explicó el profesor de la Universidad de Cornell-, sabemos que Juan Diego tuvo que esperar bastantes horas antes de ser recibido por el obispo. En ese tiempo, los sirvientes de la casa de Zumárraga quedaron intrigados por «algo» que el indio ocultaba en el interior de su tilma. Y dice la narración del Nican Mopohua que aquellas gentes miraron en el fondo del ayate y vieron extrañas flores «que desaparecían de sus manos cuando trataban de agarrarlas…».

»No es de extrañar, por tanto, que la curiosidad empujara a cuantos se hallaban aquella mañana en la casa de Juan de Zumárraga a rodear al indio cuando éste, finalmente, fue recibido por el obispo de México. Esta circunstancia explicaría por qué aparecen tantas personas en el momento en que Juan Diego abre su ayate y caen las rosas al suelo.

»Mi teoría -continuó Tonsmann- hay que fijarla en esa décima de segundo, inmediatamente anterior al hecho físico de la caída de las flores. Me explicaré con más calma:

»En mi opinión, la Virgen se encontraba presente en aquella habitación o patio donde tuvo lugar el llamado «milagro de las rosas». Y tenía que estar relativamente cerca del obispo, del indio Juan Diego y del resto de los asistentes. El «hombre con barba», por ejemplo, era la persona más cercana a Ella: 30 o 40 centímetros.

»Pero nadie se percató de su presencia por la sencilla razón de que no fue vista. La Señora tenía que ser invisible a los ojos de los humanos.

»Aunque nosotros no podamos comprenderlo, esa in-visibilidad no tenía por qué significar una presencia irreal. En otras palabras: que la Virgen podía estar física y materialmente presente junto a estos personajes, pero no visible. Y en sus ojos debían estar reflejándose las figuras de estas personas, especialmente la del «hombre barbudo», dada su proximidad.

»Cuando Juan Diego abrió su manta y las rosas y demás flores cayeron al piso, la imagen de la Señora quedó misteriosamente impresa en el tejido del ayate…, llevando en sus ojos el reflejo de todo el grupo.

»Quizá yo no he podido hallar con la computadora la imagen de la Virgen en la tilma desplegada del personaje que parece ser Juan Diego porque, como le decía en otra ocasión, en ese instante dicha imagen aún no se había «grabado» en el ayate. Estamos manejando tiempos infinitesimalmente pequeños, pero suficientes como para que una «tecnología o poder superiores» logren semejante prodigio.

»El mencionado texto náhuatl, el Nican Mopohua, dice con claridad que la impresión de la imagen de la Señora en la tilma se registró en el momento en que las flores cayeron delante del obispo y de las demás personas. En esa décima de segundo, o menos, en que pudo tener lugar la extensión y caída de las rosas, insisto, pudo suceder lo que acabo de exponerle.

Después de darle muchas vueltas, de consultar con otros estudiosos del fenómeno, y aceptando, naturalmente, que las figuras halladas en los ojos son ciertas, la hipótesis de José Aste Tonsmann me parece verosímil. ¿Por qué rechazar la posibilidad de que la Señora estuviera frente al grupo, aunque invisible a los ojos de aquellos hombres de 1531?

Hoy, gracias a la fotografía y al desarrollo de la oftalmología, sabemos y podemos demostrar en cualquier momento que los ojos de un ser vivo reflejan aquello que tienen delante y que está suficientemente iluminado. Precisamente a raíz del primer hallazgo en los ojos de la imagen guadalupana -el «hombre con barba»-, se han efectuado algunas experiencias fotográficas que ratifican plenamente la presencia de imágenes en los ojos de un ser humano.

Las primeras experiencias de este tipo fueron hechas en 1957 y 1958. He aquí el documento que lo acredita, firmado y rubricado por el fotógrafo mexicano Jesús Ruiz Ribera. La carta, dirigida a Carlos Salinas Chávez, dice así:

«RUIZ» – Estudio. Retratos de calidad profesionales. Calle de Tacuba, número 50. México 1, D.F.

Muy señor mío y amigo:

Por la presente hago constar que con motivo del descubrimiento hecho por usted, del reflejo de un busto humano, en los ojos de la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe, a petición del señor Manuel de la Mora Ojeda, realicé en mi calidad de fotógrafo, veinte estudios, buscando lograr en una fotografía, el reflejo del busto de una persona en los ojos de otra.

Creo conveniente hacer notar que:

1º Las 20 fotografías las tomé yo personalmente, en el período comprendido del 7 de septiembre de 1957 al 7 de diciembre de 1958.

Que dichas fotografías fueron tomadas directamente a los ojos de la señorita María Teresa Salinas Salinas, quien sirvió de modelo.

3° Que en los negativos y positivos, no se hizo ningún retoque.

Señor Salinas, sólo voy a consignarle los datos del 20° y último estudio, por ser éste el más semejante en TAMAÑO, COLOCACIÓN y CLARIDAD, al reflejo del busto humano descubierto por usted.

Las personas que sirvieron de modelos fueron colocadas así:

A la cabeza de la señorita Teresa Salinas, traté de darle el grado de inclinación que tiene la cabeza de la imagen de la Virgen de Guadalupe, y la otra persona que sirvió de modelo, que fue el señor licenciado Enrique Acero de la Fuente, se colocó delante, pero a un nivel inferior y a una distancia de 35 centímetros de nariz a nariz.

Se usaron dos lámparas de 500 Watts., para conseguir que de esta manera se reflejara en los ojos de la mujer con mayor claridad.

Esta fotografía se tomó con diafragma a 32 (cerrado al máximo) y tiempo de exposición de 8 segundos. Se usó película Kodak Super Panero Pres. Tipo B. y fue revelada en la fórmula Kodak D.K. 50. Se utilizó papel Kodabromide F.3 y se reveló en la fórmula D.72. Se empleó una cámara de fabricación japonesa, para taller, tamaño 8 × 10 pulgadas, de fuelle con extensión hasta 60 centímetros. Lente alemán marca Voigtlander Sohn Ag Braunschweig Heliar, 36 centímetros de distancia focal y luminosidad 1.4.5.

Es para mí satisfactorio, con los medios técnicos de que dispuse, haber logrado una «CONTRAPRUEBA» en los ojos de dos personas vivas, del descubrimiento hecho por usted. Atentamente.

El documento está fechado en México D.F. a 7 de diciembre de 1958, «fecha en que se terminaron los estudios».

La segunda experiencia que ha llegado a mi conocimiento estuvo a cargo del doctor C. J. Wahlig, de Woodside (Nueva York).

En 1962, el citado doctor y su esposa descubrieron en una fotografía de los ojos de la Virgen, ampliada veinticinco veces, los reflejos de otras dos personas. Wahlig tenía conocimiento del «hombre barbudo» en los ojos de la Virgen y escribió a la señora Helen Behrens, del Centro de Información Guadalupana. Pero Helen le contesto que debía de tratarse de un error. No conforme con esta respuesta, el médico norteamericano enseñó las fotos a un colega suyo, profesor de óptica en la Universidad de Columbia y el doctor Frank T. Avignone le sugirió que hiciera una serie de experimentos, para demostrar que es posible «ver» y fotografiar a una o varias personas que s están reflejando en unos ojos vivos.

El doctor Wahlig llevó a cabo unas cuarenta pruebas, con el fin de encontrar el ángulo y la luminosidad apropiados y, al fin, consiguió la fotografía de su esposa, de su hija Carol y de sí mismo, reflejados todos en los ojos de su otra hija Mary. Estas imágenes fueron remitidas a la basílica de Guadalupe, en México.[126]

Según afirma Wahlig, «la parte anterior de la córnea puede funcionar como un espejo convexo, con un radio de 7,5 milímetros aproximadamente, variando algo de persona a persona».

La tercera y última experiencia de este tipo fue hecha por el propio profesor Tonsmann, tal y como ya referí. El «ejercicio» fue redondeado con otra comprobación importante: la fotografía en cuestión, de los ojos de una de sus hijas, fue sometida por Tonsmann a las mismas computadoras y al mismo proceso de digitalización con los que había descubierto las figuras en los ojos de la Virgen y, para sorpresa y alegría general, el científico «adivinó» qué personas habían estado presentes a la hora de hacer dicha fotografía y cuyas imágenes habían quedado reflejadas en las córneas.

A la «caza y captura» del «indio

sentado»

Una vez conocido el descubrimiento de Tonsmann, centré mis investigaciones en aquellos pequeños -o grandes- cabos que, desde mi modesta opinión, todavía quedaban sueltos. Por ejemplo: ¿era posible ratificar, desde el punto de vista histórico, etnográfico o antropológico, las afirmaciones del experto en ordenadores? ¿Era común que algunos indios del período prehispánico y de la conquista española se raparan la parte delantera de la cabeza? ¿Se sentaban los indios de idéntica forma a como se apreciaba en la figura del llamado «indio sentado»? ¿Qué sabemos hoy del «traductor»? ¿Es qué Zumárraga no hablaba la lengua de los indios? ¿Qué opinaban los antropólogos vascos sobre ese fantástico perfil del supuesto obispo fray Juan de Zumárraga?…

Mis últimos días en la capital federal fueron particularmente intensos. Rara fue la noche que pude dormir más de cinco horas. ¡Había tanto por investigar, consultar y comprobar…!

Mi tiempo se consumió en el monumental Museo Nacional de Antropología de México, en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia, en diferentes departamentos y laboratorios de la Universidad Nacional Autónoma (UNAM) y sobre una ingente montaña de libros, cuadernos de notas y tesis doctorales, la mayoría encanecidas por el polvo y el olvido. Pero el esfuerzo mereció la pena. La información que llegó a mis manos fue tanta y tan provechosa que, como ya he hecho mención, en estos momentos está germinando en mí un segundo libro sobre el inagotable y misterioso ayate del indio Juan Diego. No obstante, quiero ofrecer ahora -a título de anticipo- una síntesis de lo que será ese segundo informe. Vayamos por partes.

Inicié mis pesquisas por el «indio sentado». Si aquella figura correspondía realmente a la de un indio de 1531, y si aparecía sentado en el suelo con la pierna derecha flexionada sobre la izquierda, la postura -como me había comentado Tonsmann- debería de haber sido común entre los pobladores del caído imperio azteca. Era cuestión de buscar…

Y puse manos a la obra, consultando a historiadores y antropólogos. Aquellos estudiosos, amén de sorprenderse por lo extraño de la pregunta, no supieron darme más razón que la lista de bibliografía que yo ya conocía, así como la de los códices aztecas.[127]

Tras estos primeros fracasos me refugié en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia y me armé de valor: había que repasar, uno por uno, cuantos códices o copias de los famosos «libros pintados» quedaran en México. Durante varias mañanas y tardes pasaron por mis manos reproducciones de los códices mixtecas, náhuatl y hasta mayas. Pero «mi gozo se vio en un pozo». En ninguno de los ciento treinta y tres códices de la Sala de Testimonios Pictográficos de la citada Biblioteca Nacional aparecía un solo indígena en la postura de nuestro famoso «indio sentado». Ni en las «tiras» de papel de amate o de piel curtida, ni en los llamados códices «biombo» o en los grandes «lienzos» y tampoco en las «hojas» que, como su nombre indica, son códices pintados sobre un solo pedazo de material, pude hallar un solo dibujo de un indígena con la pierna izquierda extendida sobre el suelo y la derecha flexionada.

La mayor parte de los indios habían sido pintados en cuclillas, de pie, sentados en el suelo, corriendo, en lucha o juego de pelota, de rodillas o tumbados.

Pero no soy hombre que se rinda con facilidad y lejos de desanimarme, aquellos primeros y estrepitosos fracasos me «espolearon». Revisé los códices del Archivo General de la Nación y, por último, compré cuantos libros y láminas hacían alusión a este tema.

Por fin, cuando estaba a punto de «arrojar la toalla», uno de aquellos «libros pintados» me dejó petrificado. ¡Allí estaba! Era el llamado códice Magliabecchiano. En realidad se trataba de una reproducción o copia del original, que, según mis noticias, está depositado en la Biblioteca Nacional Central de Florencia (Italia). El citado códice[128] representaba una escena del juego de azar llamado patolli, en el que participan cuatro indios, mientras una deidad (eso afirman al menos los antropólogos), «patrono» de esta actividad y a la que llamaban «Macuilxóchitl», observa sentado sobre un taburete de madera. Tres de los cuatro individuos habían sido dibujados en una postura muy parecida -casi «gemela»- a la del «indio sentado» descubierto por las computadoras de Tonsmann. El de la izquierda, con la pierna derecha flexionada sobre la otra y los dos jugadores de la parte superior derecha del códice, con las piernas izquierdas flexionadas sobre las derechas.

Me sentía tan feliz por este hallazgo que no advertí la presencia frente a mí de uno de los vigilantes.

–Disculpe -advirtió el hombre con una amplia sonrisa-, es la hora de cerrar…

A la mañana siguiente -y con una fotocopia de la hoja sobre el juego llamado patolli- me encaminé de nuevo al Museo Nacional de Antropología. Si aquélla, en efecto, era una postura relativamente común entre los aztecas a la hora de sentarse, era muy probable que en las salas «Mexica» o «Tolteca» -donde yo había consumido ya muchas horas de observación- quedara aún algún rincón donde no me hubiera detenido el tiempo suficiente. Había que repasarlo todo, una vez más. Desde la más fría objetividad, el descubrimiento de Aste Tonsmann del «indio sentado» había ganado muchos puntos. Los suficientes como para haber zanjado la investigación en el momento mismo que cayó en mis manos el códice Magliabecchiano. Pero éste, posiblemente, es uno de mis grandes problemas: como buen signo «Virgo» soy un perfeccionista…

Tras «desmenuzar» con la vista hasta la última escultura o mural de la Sala Tolteca me dirigí a la Mexica. Mi nueva visita al santuario de los «arquitectos» o toltecas[129] resultó positiva. Algunos de los magníficos relieves y piezas allí exhibidos representaban a indios con un corte de pelo muy similar al que lucía el «indio sentado». Era la segunda confirmación. Sin duda estaba en el buen camino. Pero dejemos para más adelante el negocio del rasurado.

Al traspasar las grandes puertas de cristal de la inmensa nave donde se enseña al público lo más granado del sofisticado imperio azteca -época clave para mis investigaciones- me detuve unos minutos. Había examinado la Sala Mexica en seis o siete ocasiones. ¿Qué podía encontrar que no hubiera visto ya?

observación en «el mercado local»

1º. Algunos van con tilmas; otros no. Sólo con taparrabo.

2º. Algunas figurillas llevan sandalias (¿serán los huaraches» que dice Tonsmann?). Otros, descalzos.

3º. Los grandes bultos eran transportados a la espalda (como he visto en algunos puntos de Ecuador, Perú y Bolivia), sujetándolos con una conrea por la frente. ¿Pudo ser ésta la causa de esos peinados indios, con un rasurado en su zona frontal? (Hay que consultar.)

4º. Observo que las tilmas iban anudadas como una capa o a un costado.

5º. En la primera fila y de izquierda a derecha (siempre mirando la maqueta frontalmente), uno de los vendedores está sentado como el «indio sentado» ¡Al fin! ¡Lo he encontrado otra vez!

Tiene las piernas como el «indio sentado»; la derecha flexionada y la izquierda extendida sobre el suelo. (Pero el corte del Pelo no coincide con el de Tonsmann. Parece un vendedor de pescado.)

6º. Más atrás, al fondo del mercado, veo a otro vendedor, sentado igual, pero con las piernas al revés de como las tiene el «indio sentado». (Se está tocando la cabeza con la mano izquierda.)

Está casi en la esquina del mercado. Ya son dos…

7º. En la tercera hilera de vendedores -empezando por la izquierda- observo un vendedor (¿o es un comprador?) que tiene un extraño peinado: sólo un mechón de cabello en la parte delantera y central de la cabeza. El resto, rapado. ¿Pertenecerá a alguna tribu en particular? (Debo averiguar a qué obedecen esos diferentes tipos de corte de pelo.) Curioso: lleva la tilma anudada por la nuca y sobre el ayate carga algo que parece maíz o algún tipo de cereal. ¿Puede ser un comprador que se lleva el producto? Esto confirma también el modo de transporte de las flores por parte de Juan Diego…

No le veo sandalias.

8º. No veo un solo sombrero entre los campesinos. Sólo los guerreros llevan un adorno en el pelo (parte superior).

9º. En la segunda hilera (empezando por la derecha) observo otro vendedor, sentado exactamente igual que el «indio sentado» (pierna izquierda pasa por debajo de la derecha). ¡Es el mejor!

No lleva tilma. Sólo taparrabo. (Parece estar vendiendo cuencos u objetos de cerámica. Tiene un plato en las manos.) Pero el asunto del cabello sigue siendo negativo…

10º. No logro encontrar aquí ni un solo indio con el cabello rapado o cortado por la parte delantera…

Tres de los indios que aparecían sentados en el multitudinario mercado local de Tlatelolco lo estaban en idéntica posición que el personaje que aparece en los ojos de la imagen de Guadalupe. Aquello, definitivamente, no podía tratarse de una casualidad… Desde el punto de visto histórico, la incógnita parecía despejada.

No iba a ocurrir lo mismo, sin embargo, con el peliagudo asunto del corte de pelo.

Cuarenta y nueve tipos de peinados

entre los aztecas

¿Y dónde encontraba yo un indio con la parte delantera del cuero cabelludo rasurada?

Si la búsqueda de posturas similares a la del «indio sentado» fue labor de chinos, ésta no se quedaba a la zaga.

Hasta que un buen día, desmoralizado ya por lo estéril de mi rastreo, llegué hasta la mesa de trabajo de la historiadora María de los Angeles Ojeda Díaz, una de las autoridades americanas en Iconografía Prehispánica. Ella me puso tras la pista de dos estudios fundamentales, ambos de Piho Virve.[131]

Tras la atenta lectura de ambas obras mi desconsuelo fue aún mayor. Para el pueblo azteca, al menos para el que encontró Hernán Cortés, el cabello -más concretamente el tipo de corte y de peinado- revestía suma importancia. Baste un dato como prueba: la sociedad mexica del siglo xvi había establecido un total de cuarenta y nueve clases de cortes de pelo y peinados, de acuerdo con el sexo, edad, condición jerárquica, castigos, fiestas, cultos, hombres y mujeres destinados a los sacrificios, penitentes y hasta número de prisioneros hechos en las batallas.

En aquel envidiable «catálogo» de peinados aztecas -que hubiera hecho las delicias de cualquiera de nuestros actuales profesionales de la «alta peluquería»- sólo hallé un modelo que pudiera guardar alguna semejanza con el cabello que lucía el «indio sentado» de Tonsmann. Se trataba de un rasurado propio de «penitentes y sacerdotes»: los llamados «cihuacuacuacultín» o «quaquacuiltin».[132]

Era toda una excepción, dentro del importante capítulo del cabello largo y pringoso (no podían lavarse) que distinguía a los sacerdotes. En su propio nombre -«cuacuacuiltin»- llevaban ya la descripción de su peinado: eran los «tomados de la cabeza»; es decir, los que han sufrido una conspicua rapada.

La manera especial de corte de estos sacerdotes consistía en trasquilar todo el cabello, dejando un mechón en la corona. (Lo que correspondería al vértice y a una parte del occipucio.) El gran cronista de aquella época -Sahagún- lo describe en la forma siguiente: «… venían unos viejos que llamaban “quaquacuiltin”… trasquilados, salvo en la corona de la cabeza que tenían los cabellos largos al revés de los clérigos.»

El resto de los hombres y mujeres -todos- presentaban las cabelleras de múltiples y caprichosas formas, pero ninguno con la zona frontal afeitada, tal y como propugnaba Aste Tonsmann. Suponiendo, incluso, que nuestro «indio sentado» hubiera tenido rasurada esa parte del cráneo, ¿cómo encajar la presencia de un sacerdote «quaquacuiltin» en la casa del obispo de México? Personalmente dudo mucho que uno de estos servidores del culto azteca se hubiera convertido voluntariamente al cristianismo y mucho menos que se ofreciera para prestar sus servicios en la casa de Zumárraga. Hay que descartar, por tanto, que este personaje descubierto por las computadoras de IBM fuera un sacerdote de cabeza rapada. Aunque la llegada de los conquistadores y, sobre todo, de los misioneros españoles terminó por demoler la religión mexica, 1531 era todavía una época demasiado prematura como para que se hubieran extinguido en su totalidad la fe y las creencias de buena parte del pueblo azteca.

Pero, si no se trataba de un sacerdote del culto mexica, ¿quién era este personaje? ¿Un «macehualli» quizá? ¿Un hombre del pueblo? Tampoco parece probable, si nos atenemos a la rígida costumbre de clasificar a las gentes por el tipo de peinado. Los «macehualli» -y ésta era la situación de Juan Diego- usaban el cabello suelto, pero nunca tan largo como el de los sacerdotes. La altura del corte del cabello para los hombres comunes y adultos era fijada aproximadamente entre las orejas y los hombros y corto sobre la frente. Virve denomina a este tipo de peinado -el más corriente entre el grueso de la población de México-Tenochtitlán- «semilargo». Las demás formas de peinado, bien largas o con, diferentes cortes, eran propias de sectores especiales de la sociedad.[133]

Las referencias pictográficas al peinado de los «macehualli» son muy abundantes. Los códices nos los muestran en sus diferentes actividades: agricultores, cargadores, pescadores, artesanos, músicos, jugadores, etc., y en casi todos se aprecia el mismo tipo de corte de pelo. El cabello cae suelto sobre la nuca, donde está cortado en línea y mucho más arriba que el de los nobles. A veces, estos dibujos en color dan la sensación de que algunos de estos hombres sencillos tenían rasuradas las sienes. Pero, debido a que el cabello lateral oculta siempre las orejas, es difícil deducir de estos códices que así se hiciera.

El asunto, como vemos, se complica. También es admisible que en 1531 -y después de más de diez años desde la llegada de los conquistadores a aquella parte de América-, las costumbres hubieran empezado a cambiar y que, por tanto, el peinado de los hombres del pueblo fuera distinto. Este hecho sí explicaría el cabello largo y atado a la altura de las orejas -como una «cola de caballo»- que presenta el «indio sentado». Es justo reconocer que Juan de Zumárraga luchó lo indecible por dignificar al «macehualli», llegando, incluso, a escribir al Rey de España[134] pidiéndole burros que sustituyeran a los indios en las duras tareas de acarreo. Entra dentro de lo probable que, junto a la nueva religión, algunas de las costumbres del Viejo Mundo fueran impuestas velozmente. Por ejemplo: el uso de pantalones para los hombres y faldas para las mujeres, diferentes tipos de calzado y -¿por qué no?-, también los peinados europeos.

También cabe una segunda teoría, no compartida por Aste Tonsmann: ¿y si el «indio sentado» no tuviera rapada la parte frontal de su cabeza? Cuando uno escudriña la imagen, esa impresión se hace igualmente patente. Si esto fuera así, la figura del personaje en cuestión se aproximaría mucho más a la de un sirviente o «macehualli», empleado quizá en el palacio del obispo.

También podríamos estar, naturalmente, ante un mendigo o un enfermo, acogido a la caridad de fray Juan de Zumárraga.

Sea como fuere, lo que parece claro es que el «indio sentado» debía de tratarse de un modesto «macehualli», dada su desnudez y el aro o arracada que parece colgar de su oreja derecha. En una de mis visitas al Museo Nacional de Antropología observé cómo una de las estatuas en piedra de la Sala Mexica, y que representa a uno de estos humildes cargadores y campesinos, tenía perforados ambos lóbulos de las orejas. Aquella era una señal inequívoca de que los «macehualli» se adornaban también con estos aretes. El personaje aparecía cubierto únicamente con un taparrabo y en sus pies se distinguían las correas de las sandalias o «huaraches». La estatua guardaba gran similitud con la imagen encontrada por el ordenador aunque, en este caso, el cabello del «indio sentado» seguía siendo motivo de contradicción con el corte «semilargo» dé los «plebeyos» aztecas.

Quizá debamos esperar a nuevos descubrimientos para hallar una salida. Pudiera ser que con nuevas ampliaciones o con las experiencias de tridimensionalidad que está llevando a cabo Tonsmann estemos en condiciones, por ejemplo, de saber si el «indio sentado» llevaba algún emblema o tatuaje en su cuerpo, que rematen su identificación.

¿Quién era el traductor de Zumárraga?

«Al principio -comentó Tonsmann en una de nuestras largas conversaciones-, cuando la computadora amplió aquella nueva cara, pensé que se trataba de una mujer. Sus rasgos eran finos, casi delicados… Pero pronto comprendí que estaba ante un hombre joven. Esa fue la causa de mi primer error.»

Aste Tonsmann se refería al que hemos «etiquetado» como el «traductor». Una calificación -a mi corto entender- muy peregrina, si tenemos en cuenta que la mancha que aparece a la derecha de la cabeza del anciano (supuesto Juan de Zumárraga) es todo menos una cara… Yo, al menos, he sido incapaz de «ver» en ella los rasgos del citado «traductor» del obispo vasco en México. Quizá hubiera sido más fácil para mí -incluso, más provechoso- unirme al carro de los que aseguran que «ahí está Juan González», pero no hubiera sido honrado conmigo mismo…

A pesar de este serio obstáculo, seguí investigando. ¿Qué había de verdad en la existencia de un traductor de náhuatl en la casa del primer obispo de México? ¿Fue Juan González ese intérprete? ¿Quién es el tal González?

Según Joaquín García Icazbalceta -uno de los más serios y documentados biógrafos de Juan de Zumárraga-, el buen vasco no llegó a aprender la lengua de los indios mexica, entre otras razones, por lo avanzado de su edad.[135] Según Icazbalceta, Zumárraga desembarcó en la Nueva España cuando contaba alrededor de sesenta años. Y como dice el padre Cuevas, «sus ocupaciones y problemas debían ser tantos que no dispuso del tiempo y de la calma necesarios como para sentarse y aprender el náhuatl…».

Revisando la correspondencia de fray Juan de Zumárraga encontré un pasaje definitivo. El propio franciscano lo reconoce en una carta fechada el 20 de diciembre de 1537:

Y yo, como estoy en el tercio postrero, antes que venga la hora en que no nos pesará del bien hecho, y por la cuenta estrecha que hemos de dar a Dios y la debemos a nuestro rey, de esta carga tan pesada que tomamos a cuestas y mayormente en no entender a estos de quienes se nos ha de pedir estrecha cuenta, a mí me parece cosa tan recia, que cuando lo pienso me tiemblan las carnes. ¿Qué cuenta podré yo dar de quien no le entiendo, ni me entiende, ni puedo conocer su conciencia?[136]

Y en otra misiva del 21 de febrero de 1545, el obispo se lamentaba en términos parecidos:

… No sabemos qué pasto puede dar a sus ovejas, el pastor que no las entiende, ni lo entienden.[137]

Está claro, en fin, que Zumárraga trataba con los indios, con la ayuda constante de un traductor. En otra carta dirigida el 28 de agosto de 1529 al emperador, al obispo no se le «caen los anillos» y expresa con toda sinceridad «que precisa de un intérprete»;

Y porque me parece que a Vuestra Magestad no se debe encubrir nada, digo que los señores de Tlatelulco, de esta ciudad, vinieron a mí llorando a borbollones, tanto, que me hicieron gran lástima, y se me quejaron diciendo que el presidente y oidores les pedían sus hijas y hermanas y parientas que fuesen de buen gusto; y otro señor me dijo que Pilar le había pedido ocho mozas bien dispuestas para el presidente, a los cuales yo dije, por lengua de un padre guardián, que era mi intérprete, que no se las diese…[138]

Si consideramos, por otra parte, que la llegada de los españoles sorprendió a muchos de los indios -incluyendo a Juan Diego- en edad adulta, lo normal es que tampoco los mexica supieran el castellano. De ahí que los servicios de traductores fuesen absolutamente necesarios.

A través de los cronistas oficiales de la conquista se observa con frecuencia cómo los misioneros y hombres de ciencia que fueron arribando a México se preocupaban más por aprender las lenguas indígenas que por enseñar el idioma propio a los conquistados. No debió de suceder así en el suceso del «milagro de las rosas» y ello impulsa la idea de Tonsmann sobre la presencia de un intérprete o traductor junto al anciano Zumárraga.

Hasta aquí, la historia resulta bastante coherente. Ahora bien, ¿por qué se ha asociado la figura del traductor con la persona de Juan González?

En mis investigaciones encontré algunos razonamientos que, en honor a la verdad, se me antojaron poco sólidos desde el punto de vista histórico.

El canónigo Ángel María Garibay, por ejemplo, escribe lo siguiente:

Como Juan [González] había llegado a esta tierra [México] por el año 1528… queda claro que en 1531 estaba al servicio del primer obispo de México y de necesidad debió intervenir en los hechos [se refiere a Juan Diego]. Jamás supo la lengua de los indios Zumárraga, como varias veces en sus cartas lo dice, y Juan Diego no supo la castellana en los tiempos de la manifestación. Hubo de haber intérprete e intermediarios en las entrevistas. Ése no pudo ser sino Juan González.[139]

Tampoco me parece una prueba decisiva la leyenda existente al pie de un óleo anónimo que se conserva en el museo de la basílica de Guadalupe y en el que se ve al padre Juan González arrodillado frente a una imagen de la señora del Tepeyac.[140] En dicha inscripción se asegura que Juan González era capellán, confesor y traductor de fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México.

A estos frágiles argumentos se ha unido la existencia de un no menos polémico documento del último cuarto del siglo xvi, atribuido a Juan González, en el que -en idioma náhuatl- se narran de forma concisa los conocidos sucesos de las apariciones de la Señora a Juan Diego. Pero, al menos que yo sepa, ningún historiador ha podido demostrar científica y objetivamente que tal Relación Primitiva Guadalupana de Juan González sea en realidad del hipotético traductor de Zumárraga.

En resumidas cuentas, no conozco textos, documentos o informaciones con una base histórica suficiente, que nos permitan identificar al traductor de Juan de Zumárraga con el padre Juan González. Lo cual no imposibilita, desde luego, que este personaje estuviera en la casa del obispo en aquel histórico 12 de diciembre de 1531. Lo malo es que, hoy por hoy, esa certidumbre es tan gris e hipotética que no goza de valor histórico.[141]

Si esto es así veo muy discutible la teoría del doctor Tonsmann, cuando apunta como posible «traductor» de Zumárraga la figura descubierta a la derecha de la cabeza del anciano. (Ojalá algún día pueda rectificar estas afirmaciones.)

Otro tanto ocurre con el llamado «hombre con barba». Veamos por qué.

Aunque en este caso no creo que haya problemas de «captación» y «localización» del personaje, sí me parecieron igualmente arriesgadas y carentes de todo fundamento algunas afirmaciones lanzadas sobre su filiación. Descartada, como ya vimos, la hipótesis de que el «hombre barbudo» pudiera ser el indio Juan Diego, algunos seguidores del tema han sugerido que este personaje podría ser un noble español. Concretamente don Sebastián Ramírez y Fuenleal.

He aquí los argumentos empleados por los defensores de dicha idea:

El señor Ramírez y Fuenleal fue designado en 1530 por el emperador Carlos V como presidente de la Segunda Audiencia,[142] para gobernar la Nueva España. En aquel tiempo, esta Segunda Audiencia constaba de cinco miembros; todos ellos, hombres de gran prestigio e integridad. Pues bien, los más sobresalientes fueron don Sebastián y don Vasco de Quiroga. El primero llegó a México en octubre de 1531 y -según los simpatizantes de la presente teoría-, era del todo lógico y razonable que en aquellos primeros tiempos se alojara en la casa del obispo Juan de Zumárraga. (Hay que señalar que don Sebastián Ramírez era también obispo de La Española.)

«Esta circunstancia -concluyen- nos permite imaginar que don Sebastián Ramírez y Fuenleal se encontraba junto a Zumárraga cuando Juan Diego entregó las rosas al obispo.»

Es cierto que la imagen del «hombre con barba» recuerda más a un individuo de facciones europeas que a un indio. Y es cierto también que la barba que luce este personaje poco o nada tiene que ver con los rostros barbilampiños de los aztecas. Su atuendo, incluso, parece más ajustado al de un noble o persona principal que al de un «macehualli». Y añadiría que hasta el corta de su cabello está más en la línea de los españoles que en la del peinado semilargo de la mayoría de los indígenas…

Todo esto, sin duda, me predispone hacia la teoría de que estamos ante un hombre ajeno por completo a la raza azteca. Sin embargo, y mientras no aportemos pruebas más concluyentes, veo muy difícil de centrar la identidad de dicha figura. Puestos a especular, el «hombre barbudo» podría ser Ramírez y Fuenleal o Vasco de Quiroga (que llegó a México en enero de 1531) o cualquiera de los militares, comerciantes o aventureros que desembarcaron en aquellos tiempos en la Nueva España. Pero todo esto, repito, no son otra cosa que especulaciones…

Mientras no se registren nuevos hallazgos, el «hombre con barba» en los ojos de la Virgen de Guadalupe seguirá siendo un enigma.

Otro acierto de Tonsmann: Juan Diego

no tenía barba

Lo primero que me llamó la atención del supuesto «indio Juan Diego» fue su sombrero. Según Tonsmann, el protagonista de esta historia fue captado por los ojos de la virgen en el instante en que aquél soltaba las flores al suelo. Hasta ahí, nada que objetar. Pero, al examinar el «sollate» que -según Aste Tonsmann- luce Juan Diego sobre su cabeza, hubo algo que me hizo dudar nuevamente: según los códices aztecas (en especial los catorce prehispánicos), era muy raro que los hombres del pueblo -los «macehualli»- llevaran sombrero. Sólo en las fiestas o celebraciones se adornaban con diferentes tocados, siempre de acuerdo con el tipo de rito. En la extensa obra de Piho Virve, El peinado entre los mexicanos: formas y significados, el autor señala con claridad (pág. 16) que el hombre común no era muy dado a la utilización de sombreros o tocados en lo que se refiere a la vida diaria. Buscaban, ante todo, la comodidad en su trabajo. En las festividades era distinto.[143]

Por supuesto, cabe la posibilidad de que, como quizá sucedió con el cabello del «indio sentado», la llegada de los españoles trastocara muchas de las costumbres de los «macehualli» y el sombrero de paja fuera asimilado con rapidez, en especial por aquellos que trabajaban a pleno sol. (Es corriente ver en las resecas tierras de Castilla, de Extremadura y de Andalucía a campesinos que laboran el surco o que recogen la cosecha, protegidos por sombreros muy parecidos al que lleva calado Juan Diego.)

Era muy probable, y así lo especifica el Nican Mopohua, que el «calpulli» o barrio donde vivió Juan Diego se dedicara fundamentalmente a tareas agrícolas.[145] Nuestro hombre no debió de ser una excepción y contribuyó como el resto de su familia a las faenas propias del campo, a los servicios del «calpulli» y, como tributario, a las milicias.

Aceptando, por tanto, que Juan Diego era un campesino y que sus contactos con la cultura recién llegada debieron acrecentarse a raíz de su conversión al cristianismo,[146] no resulta muy forzado imaginar que el «macehualli» terminó por admitir el uso del sombrero. Esta prenda tuvo qué resultar muy práctica, tanto como protección contra las lluvias como un alivio contra los rigores del sol mexicano.

Entra dentro de lo normal, en fin, que el indio pudiera haberse presentado ante el obispo con un sombrero y que, incluso, no se lo hubiera podido quitar en esos momentos, en señal de respeto, por tener ambas manos ocupadas con la tilma.

Y ya que he mencionado la tilma, cuya imagen tampoco aparece con claridad en la escena que ha reconstruido Tonsmann, quiero detenerme unos minutos en el curioso lance de las rosas y flores del Tepeyac. Desde que inicié esta investigación, uno de los apartados que me preocupó sin cesar fue precisamente éste: ¿podían florecer rosas en el mes de diciembre en el citado cerro? ¿Qué opinaban los expertos en botánica?

Según el texto del Nican Mopohua, «la cumbre del cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores, sólo abundan los riscos, abrojos, espinas, nopales, mezquites, y si acaso algunas hierbecillas se solían dar, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come, lo destruye el hielo».

A pesar de todo, la tradición nos cuenta que Juan Diego abrió su ayate y «rosas de Castilla» y otras flores aparecieron ante los atónitos ojos de Juan de Zumárraga y de cuantos estaban con él.

Después de preguntar a los especialistas Teófilo Herrera, director del Departamento de Botánica, y Ermilo Quero, responsable del Jardín Botánico, ambos dependientes de la UNAM, así como al director del Herbario del Instituto Politécnico Nacional de México, señor Rendowsky, sólo pude llegar a una conclusión: era muy difícil -si no imposible- que en el mes de diciembre pudieran florecer, de forma natural, rosas en lo alto del Tepeyac. Ningún experto, que yo sepa, ha realizado un estudio de la flora mexicana en el siglo xvi, excepción hecha, naturalmente, de las descripciones que aparecen en las crónicas de Sahagún y B. Díaz del Castillo,[147] y en las que no se hace alusión a este fenómeno concretísimo del «milagro de las rosas». Es más: según los expertos en botánica, si alguien pretendiera atacar hoy este proyecto tendría que acudir -necesariamente- a las referidas fuentes históricas.

La única «pista» que pude hallar -una vez más gracias a la excelente colaboración de mi amigo Rodrigo Franyutti-, fue la opinión del director del Herbario de la ciudad de México, Guillermo Gándara, quien en carta fechada el 19 de febrero, de 1924 le exponía lo siguiente al secretario de la Academia de la Historia Guadalupana, padre Jesús García Gutiérrez, interesado, como yo, en esclarecer este punto de las «rosas de Castilla».

«El Sr. Ing. Carlos F. de Landero y Ud. se sirvieron comisionarme el año próximo pasado para estudiar la flora vernácula del Cerrito del Tepeyac, por necesitar ese estudio en la composición de otro general alusivo a la historia de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona, Reina y Madre de los mexicanos; y deseando cumplir con agrado tan honrosa comisión, aunque temeroso de mi falta de competencia para desempeñarla debidamente, hice mi primera excursión el mencionado lugar el 15 de septiembre de 1923 para empezar el estudio de referencia.

Ascendiendo por la calle de Quintana, que queda hacia el costado oeste de la Villa de Guadalupe, se llega al muro que limita por el norte el panteón del Tepeyac, de manera que, puede decirse que hasta ahí llega la urbanización, y por consiguiente, la recolección de especies vegetales propias de ese campo la practiqué desde ese punto hacia el norte hasta donde están las cruces y hacia los lados este y oeste, hasta donde están las canteras y hasta la base de la cordillera por dichos lados.

Las especies que encontré y que juzgo corresponden a la flora propia del suelo pedregoso y de cordillera y no del valle, son las vernáculas que bien pudieron producirse ahí desde antaño. Dichas especies son las siguientes…[148]

Intencionalmente no colecté las especies naturalizadas ni las que siendo propias del valle de alguna manera han ido a habitar el Tepeyac, en lugares urbanizados o no.

Las 29 plantas anotadas con número fueron herborizadas, montadas e identificadas por mí y forman una colección que ruego a Ud., Sr. Secretario, se sirva aceptar en obsequio para el museo de la Academia que me comisionó para hacer este trabajo, el cual no quedará terminado sino hasta la próxima primavera en que haré mi segunda excursión para colectar las especies que entonces florezcan.

Sirva usted aceptar las consideraciones distinguidas de un afectísimo amigo atento y SS. q.l.b.l.m.

México, febrero 19 de 1924.-Guillermo Gándara.»

Al pie de la histórica carta se lee la siguiente nota:

La flora vernácula mencionada es la que me parece que bien pudo poblar la base Sur del Cerrito, es decir hasta donde se encuentra la Basílica, antes de urbanizarse la zona.

Si la climatología de este lugar no ha variado sensiblemente desde 1531 hasta hoy, es fácil deducir que Gándara está en lo cierto y que la flora de 1923 pudo ser, más o menos, la misma que vio el indio Juan Diego cuando caminaba por tales pagos. Si tenemos en cuenta que no aparece ninguna rosa en la lista de veintinueve especies recolectadas por el director del Herbario, resulta casi de sentido común que tampoco las hubiera en el pedregoso Tepeyac hace cuatrocientos cincuenta años y muchísimo menos en pleno mes de diciembre. Estuvo más que justificado, por tanto, el susto o la sorpresa del obispo de México cuando el «macehualli» soltó su manta y las diferentes flores cayeron sobre el piso. ¿Quién pudo ser el loco que había plantado rosas en un peñascal de cuarenta y cinco metros de altitud y en una estación como el invierno? Además, ¿para qué?

Y daré por concluido este breve repaso a la misteriosa figura del indio Juan Diego, con otros detalles «a favor» de la teoría de Tonsmann: al visitar la Sala de Etnografía del Museo Nacional de Antropología de la capital federal descubrí que, en general, el perfil de los indios «náhuatl» -en especial los de la sierra de Puebla- es muy semejante al que presenta la imagen ampliada por la computadora de IBM. La nariz tremendamente aguileña de Juan Diego es corriente entre estos habitantes, descendientes directos de aquellos indios que poblaron las áreas próximas a México y en las que, como ya hemos visto, nació y vivió Juan Diego.

También la escasa barba que se dibuja en el rostro del supuesto indio Juan Diego resulta del todo razonable. Aunque la totalidad de los antropólogos e historiadores con los que dialogué me aseguraron que la barba poblada y recia no era atributo generalizado en los mexica, quise verificarlo por mí mismo. Y nuevamente bebí en las mejores «fuentes»; los códices prehispánicos y coloniales. Salvo algunas figuras consideradas como dioses, el resto de los aztecas fue pintado siempre sin barba. Y otro tanto ocurría con las estatuas, relieves, máscaras y figurillas halladas en los adornos personales.

La propia mitología náhuatl y las relaciones de los cronistas oficiales de la conquista nos proporcionan en este sentido una noticia reveladora. El padre Mendieta, por ejemplo, al hablar de la genealogía de los indios nos ofrece la descripción del más celebrado de los dioses aztecas: Quetzalcoatl.

Éste, según las historias de los indios (aunque algunos digan que de Tula) vino de las partes del Yucatán a la ciudad de Cholupa. Era hombre blanco, crecido de cuerpo, ancha la frente, los ojos grandes, los cabellos largos y negros, la barba grande y redonda; a éste canonizaron por sumo dios…

En todas las versiones que pude encontrar sobre el famoso Quetzalcoatl, este «extranjero» -además de destacar por sus conocimientos y por el gran impulso que proporcionó a la civilización indígena-, llama la atención de los indios, precisamente por su color blanco. ¡Y por su poblada barba! Algo muy parecido sucedió también con el desembarco de los primeros conquistadores españoles. Cuando los emisarios se postraron ante el emperador Moctezuma II, éstos le hablaron de hombres blancos, con barbas… Aquel aspecto físico, unido a las armas de fuego, a los barcos y a las armaduras de los cuatrocientos soldados que acompañaban a Cortés, impresionaron a los mexica hasta tal punto que, en un primer momento, el emperador se vio atormentado por un pensamiento constante: ¿eran los extranjeros los símbolos o representantes de los dioses en la Tierra?

No puedo estar conforme, por tanto, con esos retratos que circulan por el mundo y en los que se ve a un Juan Diego, barbudo, más cerca de cualquiera de los capitanes de Hernán Cortés que de un «macehualli» azteca. Y mucho menos, lógicamente, con el óleo anónimo del siglo xviii que se conserva en el museo de la basílica de Guadalupe de México, con una leyenda que dice: «Verdadero retrato del siervo de Dios, Juan Diego.» En dicha pintura, como en otras muchas, el rostro del indígena se ve adornado con un bigote y barba, dignos de un profeta bíblico…

La sorpresa de los antropólogos:

puede ser un vasco

Tonsmann me lo había insinuado: «Ese perfil podría ser el de un vasco.»

Después de vivir buena parte de mi vida en el País Vasco, aquella audaz teoría del científico respecto a la cabeza del «anciano», me pareció relativamente fácil de comprobar. En Euskadi, precisamente, viven los más importantes antropólogos del mundo en la raza éuscara. Y aunque reconocí en presencia de Aste Tonsmann que aquel formidable perfil que nos habían regalado las computadoras sumaba ciertos indicios y rasgos muy entroncados con los rostros vascos que yo había visto, le prometí al profesor que me ocuparía de esta parte de la investigación, nada más pisar España.

Así lo hice y éstos han sido los primeros frutos de mi nuevo «peregrinaje» por textos, bibliotecas, universidades y despachos de Bilbao, Vitoria, Ataún y Pamplona:

Los especialistas a quienes mostré la fotografía -y muy especialmente los antropólogos Barandiarán y Basabe- me expusieron que, aunque un perfil no es suficiente para dictaminar si un individuo pertenece a una determinada raza, «allí había, al menos, tres rasgos típicos que NO contradicen la posibilidad de que dicho individuo fuera un fenotipo[149] vasco».

Esos «rasgos típicos» eran los siguientes:

1. Bóveda craneal poco alta.

2. Nariz saliente (leptorrina).

3. Una cara alargada, con el mentón apuntado.[150]

Aquello coincidía con lo que yo había leído y, sobre todo, con lo que podía apreciarse, casi a simple vista, en la fotografía. Los caracteres de orden anatómico estudiados en los vascos por los antropólogos son la talla, el color de la piel, de los cabellos y de los ojos, pero -sobre todo- la configuración del cráneo. Así, el sabio naturalista Quatrefages afirmaba en su obra Souvenirs d'un naturaliste:

La raza vasca es muy notable por la belleza de su tipo, que, gracias a la rareza de cruzamientos, se ha conservado en una pureza sorprendente. Sus principales caracteres son cráneo redondo, frente ancha y desarrollada, nariz recta, boca y barbilla finamente dibujadas, cara ovalada más estrecha hacia abajo, ojos, cabellos y cejas negros, tinte moreno y poco colorado, talla media, pero perfectamente proporcionada, manos y pies pequeños y bien modelados.

Y el eminente antropólogo doctor Collignon añadía en este mismo sentido:

En cuanto a la cabeza de los vascos, es muy alargada en el sentido vertical antero-posterior. Cráneo subraquiacéfalo por su índice cefálico que alcanza 83.02 (en vivo), pero largo de delante hacia atrás en cifras absolutas, prodigiosamente abultado encima de las sienes.

La cara es muy larga, muy estrecha y afecta la forma de un triángulo invertido; la frente, estrecha en su parte inferior, es alta y recta. Las arcadas zigomáticas, delgadas y tenues le siguen, sin ensanchar sensiblemente la figura que luego se recoge bruscamente para terminar en un mentón extraordinariamente apuntado.

En cuanto al perfil general de los vascos, este mismo especialista asegura: «la frente es elevada, recta, la glabela sin relieve, la raíz de la nariz bastante hundida y ésta, en general, aguileña, larga y leptorrina».[151]

Todos los antropólogos de fama mundial -Hervé, Deniker, V. Valléis, Aranzadi, etc.– coinciden en suma con estas apreciaciones. Y aunque el característico abultamiento de las sienes no puede ser apreciado en la imagen de Tonsmann, sí es fácil captar los ya referidos rasgos: nariz saliente y aguileña, cara larga y delgada que se va estrechando en la parte inferior, terminando en un mentón huidizo y apuntado. Este aspecto ha sido designado por los antropólogos como de «cara de liebre», sin parecido alguno con otras razas.

… Parece un hombre maduro -añadió Basabe-, casi senescente; es decir, que empieza a envejecer…

El famoso antropólogo vasco siguió observando la imagen proporcionada por el ordenador:

… Es un varón, por supuesto. Lo refleja, no sólo la barba, sino también lo destacado de la nariz, los arcos superciliares, la forma del mentón y su morfología general, totalmente varonil… Se aprecian igualmente unos ojos hundidos… También el arranque de la nariz está muy hundido… Es probable que no tuviera dentición. Pero tampoco sería anormal, dada su edad… Si, además, se trata de un vasco, con más razón: usted ya sabrá que esta raza tiene una de las peores denticiones de España… Y, como le decía anteriormente, está claro que su cara es alargada y el mentón puntiagudo… Su cabeza, en fin, parece de mediana longitud o mesodolicocéfala.

Al concluir su estudio, Basabe sugirió la posibilidad de que estuviéramos ante un ejemplar o tipo «Pirenaico-Occidental», según el nombre ideado por Víctor Jacques.

Me sentí satisfecho. Los antropólogos consultados habían detectado en aquella cabeza algunos de los más importantes rasgos que distinguen a la raza vasca. Y fray Juan de Zumárraga era vasco.

Al menos en este personaje, todo parecía encajar con precisión casi matemática:

Las facciones coincidían con las de un hombre de raza vasca (y Zumárraga, como es sabido, nació en Vizcaya).

Se trata de un anciano (y Zumárraga contaba alrededor de sesenta y tres años en aquel histórico 1531).[152]

Su aspecto demacrado pone de manifiesto que este hombre se encontraba enfermo o angustiado por problemas. (Según algunos autores, como es el caso de Alfonso Trueba, padecía una enfermedad renal que le condujo a la muerte. Y de lo que no cabe duda es de que Zumárraga había padecido en aquella época una serie de intrigas, a cargo de los nefastos miembros de la Primera Audiencia, nombrada por Carlos V, en sustitución de Hernán Cortés. El presidente de este cuerpo colegiado, Nuño de Guzmán, y los cuatro oidores que formaban dicha Primera Audiencia -Parada, Maldonado, Matienzo y Delgadillo- fueron un azote constante para fray Juan de Zumárraga, que había sido designado en aquellas mismas fechas de 1527 como obispo de México y protector de los indios. Desde ese mismo año hasta 1531, en que llegaron los miembros de la Segunda Audiencia, el buen franciscano tuvo que sufrir todo tipo de felonías por parte de los mencionados oidores y muy especialmente por el «diabólico y codicioso» Diego Delgadillo, según palabras del propio Juan de Zumárraga en carta enviada a la emperatriz el 27 de agosto de 1529. Los crímenes y tropelías de estos españoles entre la población indígena e incluso con sus compatriotas y con Zumárraga llegaron a tal extremo que el propio obispo tuvo que viajar a pie hasta el puerto de Veracruz para entregar secretamente la citada carta.[153] A sus sesenta años, aquel duro y peligroso viaje de cuatrocientos kilómetros tuvo que castigar seriamente la salud del animoso Juan de Zumárraga.)

Otro «as» escondido

Quizá no debería escribir esto. Pero, a mi regreso a España, algunas personas que supieron de los inexplicables sucesos en los ojos de la Señora de Guadalupe me preguntaron cuál era mi opinión sobre todo ello. Ya he comentado que mi papel se limita a la búsqueda, recogida y transmisión de aquellos acontecimientos que, desde mi punto de vista como periodista, merecen ser conocidos. En todas mis investigaciones -bien lo sabe Dios- trato de ser honesto y objetivo, apurando hasta el límite mis esfuerzos por lograr la más completa información. Y a pesar de mi condición de creyente en un Dios Creador, cuando así lo requiere el tratamiento del tema, procuro mantenerme hasta el final de las investigaciones lo más alejado posible de mis propias convicciones. A veces lo consigo y muchas otras, lógicamente, me quedo a mitad de camino…

En este nuevo desafío -en el tema Guadalupe-, estimo que mi actuación ha sido prudente. Sé que todavía quedan muchos cabos por atar y espero que el futuro nos depare nuevos y sensacionales hallazgos. Pero -y trataré de ir al grano-, después de estos meses de estudio y observación, el «misterio del Tepeyac» me trae a la memoria aquella frase de mi querido maestro, José Luis Carreño, al referirse a ese otro formidable enigma que es la sábana santa de Turín:

«Parece -dijo el buen salesiano- como si Cristo se hubiera guardado un as en la manga…»

Así resumiría también el fenómeno de Guadalupe: parece como si el «alto estado mayor» de los cielos hubiera escondido en este viejo ayate del siglo xvi otro as… Un triunfo destinado -como en el caso del lienzo que se conserva en Turín- a los hombres del siglo xx. Dos «mensajes», al fin y a la postre, que sólo la tecnología espacial y las computadoras podían descifrar. Dos «señales» que -irremediablemente- me conducen a las mismas preguntas: ¿por qué? y, sobre todo, ¿para qué?

Dos preguntas que, también «irremediablemente», y aunque sólo pueda sospechar las respuestas, me llenan de optimismo…

Ojalá suceda lo mismo en el corazón de cada lector.

Y quiero concluir este primer trabajo sobre el misterio de Guadalupe con una confesión. Mis últimas horas en la ciudad de México las dediqué a algo que me llenó de una singular emoción.

Lentamente -muy lentamente- caminé hasta la basílica de Guadalupe. Y allí permanecí toda una mañana, sentado frente a la imagen de la Señora del Tepeyac. No sé cómo ni por qué razón, pero -de pronto-, y mientras contemplaba el «autorretrato» de aquella «Niña», las lágrimas humedecieron mis ojos…

Junio de 1982.

CRONOLOGÍA DE LOS

PRINCIPALES HECHOS

RELACIONADOS CON LA IMAGEN

DE GUADALUPE

1325 Los aztecas se establecen en un islote de la laguna de Texcoco. Allí encontraron «un águila posada sobre un nopal, devorando una serpiente». Y fundan allí la ciudad de México- Tenochtitlán.

1468 (aproximadamente). Nace en un caserío del término de Durango (Vizcaya) Juan de Zumárraga, que llegaría a ser primer obispo de la «Nueva España» (México).

1474 (aproximadamente). Nace en el «calpulli» o barrio de Tlayácac, en el señorío de Cuautitlán (norte de México D.F.), un humilde campesino o «macehualli» que años más tarde sería conocido por Juan Diego.

1505 Moctezuma II es elegido emperador.

1509 La princesa Papantzin, hermana de Moctezuma, tiene una «visión»: un ángel con una cruz en la frente le anuncia el próximo desembarco de «hombres barbudos y armados».

1519 El 12 de marzo desembarca en lo que hoy es Veracruz el conquistador Hernán Cortés. Hace amistad con los jefes de Cempoala y corre la noticia de que los hombres blancos van a librar a los pueblos del vasallaje a Moctezuma. Cincuenta soldados destruyen ídolos.

El 8 de noviembre, Cortés llega a Tenochtitlán. Moctezuma, atormentado por las profecías y «signos» que acompañaron a la conquista, cree que los «hombres barbudos» pueden ser los «enviados de los dioses» y recibe a Cortés en paz.

1520 El 20 de junio estalla la rebelión contra Moctezuma II. El nuevo emperador -Cuitláhuac- arroja a los españoles de Tenochtitlán. Los españoles asesinan a Moctezuma.

1521 Hernán Cortés pone sitio a la capital azteca. A los noventa y tres días capturan al último emperador mexica, Cuauhtémoc.

Cortés envía a su capitán Gonzalo de Sandoval al cerro del Tepeyac, donde sienta sus reales.

1525 La princesa Papantzin es bautizada en Tlatelolco y se le impone el nombre cristiano de María. Desde entonces se la conocía como «Doña María».

El indio llamado Cuauhtlatóhuac -«el que habla como águila»- es bautizado en Tlatelolco por Motolinía y recibe el nombre cristiano de Juan Diego. Con él se bautizan también su esposa y un tío suyo. Ambos serán llamados desde ese momento María Lucía y Juan Bernardino. Juan Diego debía contar unos 51 años de edad.

1527 El 12 de diciembre, Carlos V presenta o propone a Roma el nombre de fray Juan de Zumárraga como primer obispo de México.

1528 El 10 de enero, el rey de España expide la cédula que confirma a Juan de Zumárraga como primer obispo de los indios.

A finales de agosto, fray Juan de Zumárraga embarca en Sevilla rumbo al Nuevo Mundo. Con él viajan los oidores de la Primera Audiencia, que poco después se convertirían en acérrimos enemigos del durangués. El 6 de diciembre, Zumárraga pisa tierra americana por primera vez.

El 25 de septiembre, el ayuntamiento concede «merced» a Antón de Arriaga para que pueda tener ovejas en un peñol cercano al Tepeyac.

1529 Con grave riesgo para su vid», Zumárraga lleva a cabo un viaje de cuatrocientos kilómetros, a pie, hasta el puerto de Veracruz para entregar secretamente una carta con destino al rey de España. En ella se pedía la dimisión de los miembros de la Primera Audiencia.

1531 Los miembros de la Segunda Audiencia, excepto su presidente, que llegó después, hicieron su solemne entrada en, la capital mexicana el 9 de enero. Se alojaron en la casa de Cortés.

En el mes de octubre llega a México don Sebastián Ramírez y Fuenleal, obispo que fue de La Española y miembro de la Segunda Audiencia. Parece ser que se aloja en la casa de Juan de Zumárraga y surge la posibilidad de que estuviera presente en los misteriosos acontecimientos del llamado «milagro de las rosas».

Sábado, 9 de diciembre: en la madrugada, Juan Diego camina solo desde el pueblo donde reside, Tulpetlac, hacia Tlatelolco. Cuando se encontraba a una legua, en el lugar conocido por cerro del Tepeyac, se produce la primera aparición de la Señora.

Esa tarde se registra la segunda aparición, cuando Juan Diego regresa hacia su casa.

10 de diciembre: tercera aparición. Juan Diego regresa a ver al obispo. Juan de Zumárraga. Este le pide una señal. Al pasar nuevamente por el Tepeyac, la «Niña» se le aparece y le dice que vuelva al día siguiente para entregarle la señal que pide el obispo. Al llegar a Tulpetlac, el «macehualli» encuentra a su tío Juan Bernardino gravemente enfermo.

El lunes, 11 de diciembre, Juan Diego no asiste a la misa en Tlatelolco. Su tío empeora y no se mueve de su pueblo.

El martes, 12 de diciembre, Juan Diego marcha a Tlatelolco para avisar a un médico y a un sacerdote, ya que su tío parece a punto de morir. Juan Diego da un rodeo al cerro para no encontrarse con la «Señora del Cielo», pero ésta se le aparece y le pide que corte algunas flores que hallará en la cima del cerro: y que deberá llevar al obispo de México.

Ese martes, y a la misma hora -hacia las seis de la madrugada- la Señora se aparece a Juan Bernardino, le cura y le dice su nombre (posiblemente, «TEQUATLAXOPEUH»).

Hacia el mediodía, Juan Diego es recibido por fray Juan de Zumárraga y, al dejar caer las flores, aparece misteriosamente en la tilma la imagen de la Virgen. Era el 12 de diciembre.

Del 12 al 26 de ese mes de diciembre, la tilma con la misteriosa impresión de la imagen de la Señora permanece en el adoratorio del obispo, mientras se construye una humilde ermita de paja y adobe en el lugar donde pidió la propia Señora: el cerro del Tepeyac.

El 26 de diciembre se lleva a efecto el traslado de la tilma hasta su primera ermita. En el trayecto, un danzante indígena es atravesado accidentalmente por una flecha y, tras colocar el cuerpo a los pies de la tilma, el indio se levanta y vive. Se considera el primer «milagro» de la Señora del Tepeyac.

1544 Juan Bernardino muere a los 84 años de edad en Tulpetlac (era el 15 de mayo).

1548 Mueren Juan Diego y fray Juan de Zumárraga. El primero debía contar unos 74 años y el segundo, aproximadamente 80.

1550 (No hay seguridad en esta fecha. La mayoría de los estudiosos opinan que pudo ser entre 1545-1550.) El indio Antonio Valeriano firma un escrito en náhuatl -el Nican Mopohua- en el que se relatan las apariciones. Se considera el texto más antiguo. El original no ha sido hallado.

1556 Algunos franciscanos se oponen abiertamente a que la Virgen sea llamada como «de Guadalupe». Sostienen que debe ser conocida por el nombre del lugar donde se apareció: Tepeyac o Tepeaquilla.

El segundo obispo de México, Alonso de Montúfar manda construir la tercera ermita (la segunda fue en realidad una ampliación de la primera). La imagen recibió culto en ella durante 66 años.

1560 Se acepta definitivamente el nombre de la Virgen de «Guadalupe».

1563 En las actas del Ayuntamiento se habla, por primera vez, de Guadalupe, no volviéndose a mencionar el nombre de Tepeaquilla.

1570 El arzobispo Montúfar envía un inventarío del arzobispado al rey de España, Felipe II. En él se menciona la ermita de Guadalupe, en el Tepeyac. El pueblo de Guadalupe tenía en aquellas fechas ciento cincuenta pobladores indios casados, cien indios solteros -de doce años en adelante- y seis estancias para ganado menor. Con el inventarío fue enviada también una copia de la imagen original. Esta copia, al parecer, fue colocada en uno de los barcos en la batalla de Lepanto.

1571 Andrea Dona lleva una copia de la imagen de la Virgen de Guadalupe a la batalla de Lepanto.

1574 Los frailes del monasterio de Guadalupe, en Extremadura (España) envían a un monje para que investigue sobre los sucesos de 1531 en México.

A finales de este año, el «enviado especial» de Guadalupe (España), fray Diego de Santa María, envía una carta a Felipe II, comunicándole que algunos estafadores han tratado de sacar partido del culto que se rinde a la Virgen del Tepeyac.

1575 En un escrito «de réplica», el virrey de México explica a Felipe II que el cambio de nombre de la Virgen pudo ser hacia 1560.

1622 En noviembre, el arzobispo Juan Pérez de la Serna inauguró el primer templo. La Virgen recibió culto en este santuario durante 72 años.

1629 El 21 de septiembre, la ciudad de México sufre una de sus peores inundaciones. Mueren más de 30000 personas; huyen 27000 aztecas y 20000 españoles. La imagen de la Virgen es llevada en canoa hasta la catedral. Es posible que en este traslado se estropeara la parte inferior de la tilma, que pudo ser retocada.

1631 a 1666. Se reúnen las informaciones oficiales sobre las apariciones, con el fin de pedir al Vaticano una misa propia, a celebrar todos los 12 de diciembre.

1634 El 14 de mayo, en una solemne procesión, la Virgen vuelve al Tepeyac. Es llevada a pie, en acción de gracias por el final de las inundaciones…

1647-1649 El bachiller Luis Lasso de la Vega, vicario de Guadalupe, construye el segundo templo provisional (parroquia o iglesia de Los Indios). Allí se veneró la imagen durante catorce años (1695-1709). Luis Lasso publica el Huei Tlama huizotlica; es decir, la historia de las apariciones, copiada del Nican Mopohua de Antonio Valeriano.

1666 Se edifica la capilla llamada del «Cerrito», donde se produjo la primera aparición y Juan Diego cortó las flores.

1695 El 25 de marzo, el arzobispo Aguilar y Seija coloca la primera piedra de lo que será el tercer santuario.

1709 El 27 de abril, Juan Ortega y Montañés inaugura este tercer santuario, la colegiata y la basílica.

1737 El 27 de abril, Nuestra Señora de Guadalupe es proclamada «Patrona de la Capital de la Nueva España».

1751 En acción de gracias, unos marineros llevan el mástil de su barco hasta el cerro de Tepeyac. Es el origen del monumento de la Vela de los Marinos, erigido en 1942.

1754 El 25 de mayo, el papa Benedicto XIV promulga una bula aprobando a la Virgen de Guadalupe como patrona de México.

1756 El pintor Miguel Cabrera y otros pintores terminan un largo estudio de la tilma del indio Juan Diego y afirman «que es humanamente imposible pintar sobre un ayate, sin un aparejo o preparación previa de la tela». Para esas fechas, por supuesto, la imagen ya había sido ampliamente retocada.

1777 Se inicia la construcción de la capilla del «Pocito», que se concluye en 1791.

1791 Mientras un orfebre limpiaba el marco de oro y plata del marco exterior de la tilma, un frasco con ácido nítrico se derramó sobre la parte superior derecha del ayate. Sólo quedó una mancha. Para muchos, éste fue un hecho milagroso.

1802 Se levanta en Cuautitlán, y en el lugar donde se supone nació Juan Diego, una capilla que se remata en 1810.

1810 El 15 de septiembre, el cura Miguel Hidalgo y Costilla toma un estandarte con una imagen de la Virgen de Guadalupe y lo adopta como bandera de la independencia de México.

1825 El primer presidente de México, Guadalupe Victoria, compra a los Estados Unidos una corbeta y le pone el nombre de Tepeyac.

1828 El Congreso de México declara fiesta nacional el día 12 de diciembre.

1861 Se nacionalizan los bienes eclesiásticos, a excepción del santuario de Guadalupe.

1895 El 12 de octubre se produce la primera coronación pontificia de la «Dulcísima Aparecida de América», autorizada por el papa León XIII. (Hasta 1975 han tenido lugar 160 coronaciones solemnes en diferentes lugares: 19 pontificias.)

1900 El Concilio Plenario Latino Americano obtiene del Papa la fiesta de Guadalupe para toda la América Hispana.

1910 El 24 de agosto. Pío X declara a la Virgen de Guadalupe «Celestial Patrona de América Latina».

1921 El 14 de noviembre se registra un atentado contra la imagen. Estalla una bomba en el altar mayor de la antigua basílica. La imagen no sufre daño alguno.

1926-1929. La verdadera tilma es sustituida por una copia y el original, guardado en secreto. Se sospecha que durante ese tiempo, el rostro de la Virgen pudo ser retocado por orden de la Iglesia.

1929 El fotógrafo de la basílica, Alfonso Marcué, descubre una figura humana en el ojo derecho de la imagen. El abad de la basílica le pide que guarde silencio sobre el hallazgo.

1931 Cuarto Centenario de las apariciones.

El 22 de diciembre, por decreto, se cambia el nombre de Guadalupe por el de Colonia Gustavo A. Madero.

1932 El gobierno anticatólico trata de suprimir las peregrinaciones.

1933 El 10 de diciembre tiene lugar la solemne coronación pontificia en Roma, a cargo del papa Pío XI.

1936 El premio Nobel de Química, Kuhn, hace un análisis de varias fibras extraídas directamente de la tilma original y asegura que no hay restos de pigmentos animales, minerales o vegetales.

1951 El 29 de mayo, el dibujante Carlos Salinas «redescubre» la figura de un «hombre con barba» en los ojos de la Virgen. A partir de este momento, más de veinte médicos y especialistas en oftalmología examinan los ojos de la imagen.

El 31 de diciembre, el gran Mario Moreno, «Cantinflas», consigue recaudar más de dos millones de pesos para las obras de la Plaza Monumental.

1956 El 26 de mayo, el doctor Javier Torroella, oculista y cirujano, firma el primer certificado médico, en el que se asegura que en los ojos de la Virgen se observa una figura humana, que corresponde a la ley óptica llamada «triple imagen de Purkinje-Samson». A este certificado le siguen otros muchos. Todos los médicos se muestran unánimes: en los ojos se ve un busto humano. Ningún especialista confirma por escrito que aquella figura sea precisamente la del indio Juan Diego.

1962 Mientras observa una foto de los ojos de la Virgen de Guadalupe, ampliada veinticinco veces, el doctor Charles Wahlig encuentra dos de los reflejos que ya habían sido detectados por los oculistas mexicanos y que corresponden a la triple imagen de Purkinje-Samson. Wahlig lleva a cabo una serie de experiencias que confirman la realidad científica de estas imágenes.

1963 El Gobierno erige una estatua a Juan Diego, en Cuautitlán.

1976 El 12 de octubre se inaugura oficialmente la nueva y actual basílica de Guadalupe.

1979 En enero, el papa Juan Pablo II visita Guadalupe, en México y regala a la Virgen una diadema de oro.

En el mes de febrero, el ingeniero en computadoras y profesor de la Universidad de Cornell (Nueva York), José Aste Tonsmann, inicia un proceso de «digitalización» de la imagen de la Virgen de Guadalupe, descubriendo -gracias a gigantescas ampliaciones- una serie de misteriosas figuras humanas en el interior de los ojos. Estas imágenes podrían ser los personajes que asistieron al «milagro de las rosas» en el año 1531. Entre las figuras se destacan un «indio sentado y casi desnudo», la cabeza de un «anciano», otro indio con un sombrero que parece extender su tilma ante los presentes, una negra, un hombre joven junto al anciano, el ya conocido «hombre con barba» que había sido descubierto en 1929 y otras figuras que pudieran corresponder a una «familia indígena».

El 7 de mayo, los científicos norteamericanos Jody Brant Smith y Philip S. Callagan toman fotografías, con películas infrarrojas (color) de la imagen total de la Virgen, sin el cristal protector. Entre sus conclusiones, los científicos aseguran «que la cara, manos, manto y túnica de la Virgen no tienen explicación posible». El resto se confirma como retoques y añadidos a la imagen original.

1982 En el mes de junio, los más prestigiosos antropólogos del mundo en la raza vasca confirman en el País Vasco que la cabeza del «anciano» descubierta con las computadoras del Centro Científico de IBM en México «reúne algunos de los rasgos típicos del hombre vasco». Esto podría confirmar que tal figura pudiera ser la del obispo Juan de Zumárraga.

OBRAS CONSULTADAS

1. Nican Mopohua y Nican Motecpana (traducción de Lasso de la Vega).

2. El culto Guadalupano del Tepeyac (sus orígenes y sus críticos en el siglo XVI), de fray Fidel de Jesús Chauvet.

3. Las apariciones de la Virgen de Guadalupe en México, de fray Chauvet.

4. La aparición de Santa María de Guadalupe, de Primo Feliciano Velázquez.

5. La vida cotidiana de los aztecas, de J. Soustelle.

6. El conquistador anónimo. Relación de algunas cosas de la Nueva España (edición de León Díaz Cárdenas, México, 1941).

7. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo (México, 1950, tres volúmenes).

8. Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, de fray Diego Duran (dos volúmenes).

9. La religión de los aztecas, de Alfonso Caso.

10. El pueblo del Sol, de Alfonso Caso.

11. La civilización azteca, de George C. Vaillant.

12. La mitología náhuatl, de C. A. Róbelo (dos volúmenes).

13. La literatura de los aztecas, de Ángel M. Garibay.

14. Historia de la literatura náhuatl, de M. Garibay.

15. La maternidad espiritual de María en el mensaje guadalupano, de Ángel M. Caribay K.

16. Historia de la Iglesia en México, de Mariano Cuevas.

17. Álbum histórico Guadalupano del IV Centenario de las apariciones, de Mariano Cuevas.

18. La Santísima Virgen de Guadalupe, de I. de J. Cuevas.

19. Las instituciones aztecas, de Caballos Novelo.

20. Cartas y relaciones de Hernán Cortés al emperador Carlos V, compiladas por Pascual de Gayangos.

21. Historia antigua de la conquista, de Clavero (volumen 1, de México a través de los siglos, de V. Riba Palacio).

22. Esplendor de México antiguo, del Centro de Investigaciones Antropológicas de México (dos volúmenes).

23. La filosofía náhuatl, de Miguel León-Portilla.

24. Indumentaria antigua, de Antonio Peñafiel.

25. Historia general de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún (nueve volúmenes).

26. Los milagros dice: Guadalupe, de Allende Lezama.

27. Guadalupe, de Arturo Álvarez.

28. A handbook on Guadalupe, de Franciscan Marytown Press.

29. Historia antigua de México, de Mariano Veytia (tres volúmenes).

30. Breve y sumaria relación de los Señores de la Nueva España, de A. Zurita.

31. El pensamiento náhuatl cifrado por los calendarios, de Laurette Séjourné.

32. Un milagro, de Rafael Ramírez Torres.

33. Juan Diego, el vidente del Tepeyac, del Centro de Estudios Guadalupanos.

34. Primer, Segundo, Tercero y Cuarto Encuentros Nacionales Guadalupanos, del Centro de Estudios Guadalupanos.

35. La Virgen de Guadalupe y Juan Diego, de Samuel Martí.

36. Documentaría Guadalupano (1531-1778), del Centro de Estudios Guadalupanos.

37. Figuras y episodios de la historia de México (Zumárraga), de Alfonso Trueba.

38. Cuestionario Guadalupano, de Lauro López Beltrán.

39. Bases históricas del guadalupanismo, de Lauro López Beltrán.

40. Un radical problema guadalupano, de A. Junco.

41. El milagro de las rosas, de Alfonso Junco.

42. Trabajos inéditos del doctor A. Caso, de Virginia Guzmán Monroy.

43. El peinado entre los mexica. Formas y significados, de Piho Virve.

44. Deidades aztecas con mechones sobre la frente, de P. Virve.

45. El perenne milagro guadalupano, de Jesús David Jaquez.

46. El mensaje teológico de Guadalupe, de Salvador Carrillo Alday.

47. El mito guadalupano, de Rius.

48. Imágenes célebres de México, de Higinio Vázquez Santa Ana.

49. La Virgen de Guadalupe, reina del trabajo, de Roberto Velázquez Olivares.

50. The oldest copy of the «Nican Mopohua», de Ernest J. Burrus.

51. A major guadalupan question resolved, de E. J. Burrus.

52. The apparitions of Guadalupe as historical events, de E. J. Burrus.

53. El gran documento guadalupano: 450 años después, de Manuel Fernández.

54. Ritos y fiestas de los antiguos mexicanos, de D. Duran.

55. Los aztecas, de Nigel Davies.

56. El desagüe del valle de México durante la época novohispana, de Jorge Gurría Lacroix.

57. Historia antigua de México, de J. Clavijero.

58. Toltecayoltl: aspectos de la cultura náhuatl, de M. León-Portilla.

59. Mitos y leyendas de los aztecas, incas, mayas y muiscas, de Walter Krickeberg.

60. Textos de medicina náhuatl, de Alfredo López Austin.

61. Flor y canto del nacimiento de México, de José Luis Guerrero.

62. Indumentaria antigua de México, de W. Du Solier.

63. Atlas arqueológico de la República Mexicana, del Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.

64. El mundo de los aztecas, de William H. Prescott.

65. Iconografía Guadalupana, de Joaquín González Moreno (dos volúmenes).

66. 450 años a la sombra del Tepeyac, de F. J. Perea.

67. Historia de la primitiva milagrosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, de Francisco Joseph.

68. El guadalupanismo mexicano, de Francisco de la Maza.

69. Santa María: Nuestra Señora de las Américas (compendio de 28 artículos).

70. La estrella del Norte de México, de Francisco de Florencia.

71. Santa María de Guadalupe, de Antonio Pompa y Pompa.

72. Fray Juan de Zumárraga, de James A. Magner (volumen 5).

73. Álbum del 450 aniversario de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe.

74. Revista Investigación y Ciencia (diciembre de 1981).

75. Milcíades (septiembre-octubre 1981).

76. The Wonder of Guadalupe, de Francis Johnston.

77. Nuestra Señora de Guadalupe y su imagen maravillosa, del padre Bruno Bonnet-Eymard.

78. El culto de Nuestra Señora de Guadalupe, de Simona Watson.

79. Maravilla Americana y conjunto de raras maravillas observadas, con la dirección de. las reglas del arte de la pintura en la prodigiosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México, del pintor del siglo xviii, Miguel Cabrera.

80. Am I not here, del P. Rahm.

81. Historia de las Indias, de Gomara.

82. Películas infrarrojas de Kodak (Departamento de Fotografía Profesional).

83. Medical Infrared Photography, de Kodak Publication (N-l).

84. Manual práctico de fotografía, de Carlos Hernández.

85. Técnica fotográfica, de Antoine Desilets.

86. Diccionario ilustrado de fotografía, de Backhouse, Marsh, Tait y Wakefield.

87. La tilma de Juan Diego: ¿técnica o milagro?, de Callagan y Smith.

88. El verdadero y extraordinario rostro de la Virgen de Guadalupe, de Rodrigo Franyutti.

89. Descubrimiento de un busto humano en los ojos de la

90. Virgen de Guadalupe, de Carlos Salinas y Manuel de la Mora.

91. Los ojos de la Virgen de Guadalupe, de José A. Tonsmann.

92. Cráneos de Vizcaya, de Telesforo Aranzadi.

93. Antropometría, de T. Aranzadi.

94. La raza vasca, de T. Aranzadi.

95. El triángulo facial de los cráneos vascos, de T. Aranzadi.

96. Antropología de la población vasca, de José Miguel de Barandiarán.

97. El lienzo de Tlaxcala, de Alfredo Chavero.

98. Las extraordinarias historias de los códices mexicanos. Códices del México antiguo (selección), de Carmen Aguilera.

99. Códice Ramírez: relación del origen de los indios que habitan esta Nueva España, según sus historias, de Manuel Orozco y Berra.

100. Don fray Juan de Zumárraga, de Joaquín García Icazbalceta (tomo I).

Y reproducciones correspondientes a unos doscientos códices prehispánicos y coloniales, entre los que destacan: Aubín o códice 1567; Boturini; Badiana; Borbónico; Humboldt; Laúd; Mendoza, de la vida náhuatl; Borgia y Cospi, posiblemente náhuatl; Becker; Bodley; Nuttal; Selden I; Vindobonense; Magliabecchiano; Telleriano-Remensis, entre otros.

MI ESPECIAL GRATITUD A

–Carlos Salinas Chávez

–Rodrigo Franyutti

–José Aste Tonsmann

–Philip Callagan

–Jody B. Smith

–Padre Faustino Cervantes

–Manuel Audije

–Francisco Peláez del Espino

–Fernando Calderón

–Manuel Fernández

–Torcuato Lúea de Tena

–Alberto Schommer

–Doctor Enrique Graue

–Doctor Torija Lavoignet

–Doctor Antonio Hermosilla

–Antropólogos Basabe y Baran

–María de los Angeles Ojeda Díaz

–Javier Noguez

–Ariel Rosales

–Héctor Chavarría

–Gutierre Tibón

–Richard Greenleaf

–Hermano Bruno de Jesús

–Pilar Cernuda

–José María Garibi

–Guadalupe Apendini

–Amado Jorge Kuri

–Bellarmino Bagatti

–Ignacio Mendieta

–José Luis Detta

–Raúl Gevelín

–Mentxu Benavente

–Juan Carlos García

–Luis del Olmo

–Arsenio Alvarez

[10] La planta Agave potule (popotule) Zacc, es una variedad del Agave lechuguilla Torr. o «tapamete». De él se extraen las fibras que se usan para fabricar cordones. Las especies de agave, muy numerosas, pertenecen a la familia de las amarilídeas. He aquí algunos de los ejemplares, más conocidos: Agave Americana L., Agave atrovirens Karw., Agave crasgrijnna L., Agave brachystachys Cac., Agave cochlearis L., Agave cupreata L., Agave deweyana Karw., Agave falcata Engelm…, Agave filifera Salm…, Agave fourcroydes Karw., Agave hetheracantha Zacc., Agave lechugilla Torr., Agave lophantha Schiede., Agave mapisego L., Agave melliflua Cav., Agave nrviata L., Agave popotule Zacc., Agave potatorum Zacc., Agave ngida Miller., Agave salmiana Otto., Agave sisalana Otto., Agave tequilana L., Agave univittata Haworth., Agave vivípara L., etc.

Algunos investigadores confunden el agave potule Zacc.(caso de Joaquín García Icazbalceta, Esteban Antícoli, Jesús García Gutiérrez, Mateo de la Cruz, Mariano Fernández de Echevarría y Veytia) con el denominado «izote» o Yuca filamentosa L. que es una especie de palma. En este sentido. Francisco Javier Clavijero afirma: «… no tiene más de 6 o 7 ramos, porque cuando nace uno, se seca otro de los antiguos. Con sus hojas se hacían antes espuertas o esteras, y hoy se hacen sombreros y otros utensilios. La corteza, hasta la profundidad de tres dedos, no es más que un conjunto de membranas, de cerca de un pie de largo, sutiles y flexibles, pero muy fuertes, y unidas muchas de ellas sirven de colchón a los pobres…»

[35] Para aquellos aficionados que deseen adquirir películas infrarrojas en color les diré que hoy se suministran habitualmente en cualquier establecimiento de fotografía en cartuchos de 35 milímetros de veinte exposiciones o tomas fotográficas. Es aconsejable encargarla por adelantado porque su conservación presenta algunas dificultades: la película debe ser mantenida por debajo de los 13.5 grados centígrados.

Una tira perforada ante la película protege la emulsión de la luz. Es conveniente situar la película en la máquina fotográfica en la exposición 2 o 3, si el primer sujeto es importante. Con luz natural y de flash la película debe ser expuesta siempre a través de un filtro. La reproducción de los colores con este tipo de película es muy diferente de la que se obtiene con una película normal en color.

La película color infrarroja proporciona un contraste muy fuerte. Ello nos exige una exposición muy exacta y puesto que la proporción de infrarrojo en la luz natural está sujeta a variaciones que el exposímetro no consigue registrar (tal y como ya se ha apuntado con anterioridad), se recomienda fotografiar a los sujetos próximos al objetivo con un diafragma de más y otro de menos.

Otra observación respecto al flash: si el reflector de la lámpara de flash es cubierto con un filtro Wratten 87 de gelatina, el destello será invisible, dando sólo un ligero brillo rojizo. La película infrarroja en color registra todo lo que el flash ilumina en rojo intenso. El fuego y ascuas, por ejemplo, así como el extremo encendido de un cigarro, dan una reproducción muy efectiva y luminosa con película infrarroja color.

[36] Mediante un robusto e ingenioso dispositivo, la imagen de la Virgen de Guadalupe que se venera actualmente en la basílica mexicana de Distrito Federal gira 90 grados sobre el eje vertical situado a su lado izquierdo, y sustentada por el sólido marco exterior de acero entra en el camarín situado inmediatamente detrás. Otro marco intermedio, igualmente de acero, encierra la imagen y el cristal antibalas que la protege. Desmontado este segundo marco y abierto por el extremo superior, el cristal puede ser extraído limpiamente, quedando la tilma en contacto directo con los observadores o investigadores. Al igual que el cristal, la imagen puede ser rescatada también del interior de los dos marcos de acero por la parte superior de la urna.

De esta forma aparece así, aislada, y sólidamente armada sobre su bastidor. Por su zona frontal la abraza un angosto marco de oro moldurado de unos 2.5 centímetros de anchura. Los cuatro lados de la imagen están cubiertos por metal y el respaldo lo cubre una placa de plata igualmente dorada, con una moldura vertical y otras transversales.

Cuando se procede a la toma de fotografías, la imagen es apoyada en las cortinas de la pared del camarín y sostenida en su base por dos cojines de terciopelo carmesí.

Técnicos especializados verifican y controlan cada media hora la temperatura y humedad que se registran en esos momentos en el estrecho camarín. Asimismo vigilan que los médicos, fotógrafos e investigadores en general no toquen la tela ni se aproximen a menos de ocho centímetros de su superficie.

[40] El estilo gótico -que se extendió a la arquitectura, escultura y pintura- fue Iniciado en Francia a mediados del siglo XII y desarrollado en la Europa occidental desde el siglo XIII hasta el XV. En la pintura, el gótico presentó diversas modalidades y épocas. Se distinguieron cuatro tendencias principales: el estilo franco-gótico -elegante y amanerado- que predomina en Europa en el siglo XIII. Se manifestó principalmente en las vidrieras; por ejemplo, las de las catedrales de Chartres y León. En las pinturas sobre tabla (frontales y retablos).

El estilo Ítalo-gótico, que alcanzó su máximo florecimiento en la región toscana (siglo XIV), y que fue iniciado por el célebre Giotto. Estuvo representado por las escuelas de Florencia y de Siena. Tuvo sus derivaciones en el resto de Europa. En España destacaron Ferrer Bassa y los hermanos Jaume y Pere Serra.

El estilo realista flamenco, que floreció durante el siglo XV y perduró en el XVI. En él destacó el empleo sistemático con tendencia a la pintura de retrato, el profundo misticismo religioso y la fuerza de loa colores empleados. Estuvo representado por los hermanos Van Eyck y Roger van der Weyden. En España destacaron Lluis Dalmau. Jaume Huguet Bartolomé Bermejo y Anye Bru.

En cuanto al llamado «estilo internacional», mezcla de franco-gótico italiano y realista flamenco, se impuso en 1400. En España destacaron el aragonés Lorenzo Zaragoza y los tres pintores catalanes Borrassa Ramón Mur y B. Martorell.

La influencia de estos estilos se dejaron sentir igualmente en América, especialmente en lo que a pintura se refiere y concretamente en las obras religiosas.