Los brazaletes están pintados con el mismo oro transparente de las estrellas del manto azul, y deben de haber sido añadidos al mismo tiempo que éstas y que la fimbria dorada del manto. El muy preciso perfilado negro de las manos y de las piezas que forman los brazaletes, acortan de notable manera las manos, originariamente más largas. En esta modificación de las manos hay una sutil contradicción: las pulseras[44] doradas y los puños fueron añadidos para dar a la imagen un efecto de gótico europeo, mientras que los dedos y las manos mismas fueron acortadas y perfiladas con negro para convertir esas esbeltas manos europeas en manos indias, más cortas y regordetas.

Las manos originales, lo mismo que el manto y la túnica, no muestran trazo alguno de dibujo, y las sombras entre los dedos originales son parte integrante del pigmento con el que están pintadas. El sombreado, la coloración y los pigmentos de las manos originales son inexplicables, al igual que el rostro, como expondremos en el siguiente capítulo.

En cuanto al armiño del cuello y de los puños, así como las mangas blancas bajo las pulseras, están perfilados en negro y son posiblemente de cal o yeso blanco, porque su pigmento es opaco. La manera como el color rosa de la túnica parece quedar bajo el borde de lo blanco, induce a pensar que lo blanco fue pintado sobre el inexplicable pigmento rosa. En virtud de que los puños son típicos del estilo gótico internacional español, no es extraño que se les haya añadido como un motivo propio del gótico del siglo xvii.

Conclusión

Las manos fueron retocadas para acortar los dedos y convertir las manos -originariamente de esbeltos dedos- en dedos más cortos, propios de los indios.

Los brazaletes dorados y los puños de armiño fueron añadidos para acomodar la imagen al modelo gótico.

Las manos originales están hechas con un pigmento desconocido y son inexplicables.

La «imperfecta perfección» del rostro

En su capítulo número siete, los científicos de Estados Unidos hacen un detenido análisis del rostro de la imagen.

7. El Rostro

La cabeza de la Virgen de Guadalupe es una de las grandes obras maestras de expresión artística facial. Por la finura de la forma, la sencillez de la ejecución, el matiz y el colorido, existen pocos casos que la igualen entre las obras maestras del mundo. De los retratos que he observado en mi vida, no existe ninguno ejecutado de semejante manera.

Las aproximaciones fotográficas con «luz infrarroja» no demuestran plaste o aparejo de ninguna especie, característica ésta que por sí misma hace de la pintura algo fantástico. El tono del cutis del rostro y de las manos es definitivamente indio, y a una distancia de un metro, aproximadamente, parece tener un tinte casi verde grisáceo (oliva). Examinados de cerca, con una lente de aumento, los pigmentos parecen variar del gris en las sombras profundas al blanco brillante en la zona más clara de la mejilla.

La ausencia de plaste es evidente, no sólo en los acercamientos al infrarrojo, sino también en las tomas fotográficas con luz visible. Por eso se ven vacíos los intersticios en el tejido de la tela. Es de sumo interés la parte más clara de la mejilla, hecha con un pigmento desconocido, que aparece prácticamente «aglutinado» a la tosca tela de la tilma. A primera vista aparecería borroso al infrarrojo y, por ello, semitransparente a la radiación infrarroja. Si el brillo del pigmento de la mejilla obedeciera a gruesas capas reales de cal o de yeso, es absolutamente seguro que esas gruesas capas aplicadas a la tela se hubieran agrietado con el paso de los siglos.

Las áreas sombreadas en tonalidades grises, como las da lado derecho del rostro (junto a la nariz), la de la boca y la del hoyuelo bajo la boca están sutilmente dadas, y la grosera trama del ayate salta a la vista en ellas.

La hermosa expresión de meditación está lograda por simples líneas oscuras y finas, que dibuja» la ceja, la silueta de la nariz y la boca.

En las fotografías tomadas de cerca, el rostro aparece desprovisto de perspectiva, plano y tosco en su ejecución. Pero, una vez contemplado desde cierta distancia, surge en él una elegante profundidad.

Una de las maravillosas e inexplicables técnicas empleada para dar realismo a la pintura, radica en la forma como aprovecha la tilma, no preparada, para dar al rostro una profundidad y apariencia de vida. Esto es evidente, sobre todo, en la boca, donde un fallo del filo ayate sobresale del plano de éste y sigue a la perfección el borde superior del labio. Otras burdas imperfecciones del mismo tipo se manifiestan bajo el área clara de la mejilla izquierda y a la derecha y debajo del ojo derecho. Considero imposible que cualquier pintor humano hubiera escogido una tilma con fallas en su tejido y situadas de tal forma que acentuaran las luces y las sombras para dar un realismo semejante. ¡La posibilidad de una coincidencia el mucho más que inconcebible!

Como se ve en las fotografías infrarrojas, los ojos y las sombras en torno a la nariz son simples líneas oscuras no trazadas de antemano en la tela, sino que son parte del pigmento mismo de la cara. Viendo de cerca la pintura, las partes claras de los párpados son tan tenues que parecen inexistentes.

El negro de los ojos y de los cabellos no puede ser óxido de hierro, ni otro pigmento que se vuelva gris con el tiempo porque en ellos la pintura no está descascarillada ni desvanecida.

Lo verdaderamente extraordinario del rostro y de las manos es su calidad de tono, que es un efecto físico de la luz reflejada tanto por la tosca tilma como por la pintura misma.

Es un hecho indiscutible que si la imagen se mira de cerca queda uno decepcionado por lo que al relieve y al colorido del rostro se refiere. Pero, contemplándolo desde unos dos metros, el cutis adquiere un matiz que podríamos calificar como de verde oliva o verde grisáceo. Parece como si el gris y el aparentemente «aglutinado» pigmento blanco del rostro y de las manos se combinasen con la superficie tosca de la tilma para «recoger» la luz y refractar hacia lo lejos el tono oliva del cutis. Técnica semejante parece ser un logro imposible para las manos humanas, aunque la naturaleza nos la ofrece con frecuencia en la coloración de las plumas de las aves, en las escamas de las mariposas y en los élitros[45] de los coleópteros brillantemente coloreados. Tales colores obedecen a la refracción de la luz y no dependen de la absorción o reflexión de la luz por parte de los pigmentos moleculares, sino más bien del relieve de la superficie de las plumas y de las escamitas de las mariposas.[46]

Este mismo efecto es evidente en el rostro, y se observa sin dificultad cuando se aleja uno lentamente de la pintura, hasta que los detalles de las imperfecciones de la tela del ayate ya no son visibles.

A una distancia en la que el pigmento y el relieve de la superficie se funden, brota como por encanto la abrumadora belleza de la Señora morena. De repente, la expresión del rostro aparece reverente aunque gozosa, india aunque europea, de tez oliva aunque con matices blancos. La impresión que suscita es la de un rostro tan áspero como los desiertos de México y, sin embargo, tan gentil como el de una novia en su noche de bodas. Es la faz que entremezcla a la cristiandad de la Europa bizantina con el subyugante naturalismo del Nuevo Mundo indio: un adecuado símbolo para los pueblos todos de un gran continente.

Conclusión

Todo el rostro está hecho con pigmentos desconocidos, mezclados de tal manera que aprovechan las cualidades de la difracción de la luz causada por la tela sin aparejo, para impartir el matiz oliva al cutis. Además, la técnica se sirve de las imperfecciones del tejido de la tilma para dar una gran profundad a la pintura.

Es la cara de tal belleza y de ejecución tan singular, que resulta inexplicable para el estado actual de la ciencia.

Conclusión: «inexplicable»

Hasta aquí, paso a paso, las minuciosas descripciones de Smith y Callagan sobre cada una de las partes que forman la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Y vamos con el final del informe: la «conclusión recapitulativa» y la «discusión», tal y como bautizan los investigadores los dos últimos capítulos de este estudio de treinta y cinco folios. Intencionadamente paso por alto el apartado sobre el «método de ejecución del retrato» y que, dada su complejidad técnica, prefiero trasladar al lector, en un lenguaje más sencillo y comprensible en un segundo libro sobre la imagen de Guadalupe, actualmente en gestación.

He aquí, en fin, la opinión final de estos científicos en torno al tema que nos ocupa:

V. Conclusión Recapitulativa

El examen concienzudo de las fotografías tomadas al infrarrojo conduce a establecer las siguientes conclusiones:

1ª La figura original que comprende la túnica rosa, el manto azul, las manos y el rostro, es INEXPLICABLE.

Partiendo del examen llevado a cabo con los citados rayos infrarrojos, no hay manera de explicar ni el tipo de los pigmentos cromáticos utilizados, ni la permanencia de la luminosidad y brillantez de los colores tras cuatro siglos y medio. Más aún, si se tiene en cuenta el hecho de que no hay trazos ni preparación subyacentes, ni barniz aplicado sobre la pintura, y que la trama misma de la tela es aprovechada para dar profundidad al retrato, no hay explicación posible de la imagen ante los procedimientos de la fotografía infrarroja. Muy de notar es que después de más de cuatrocientos cincuenta años no existe decoloración ni agrietamiento de la figura original en ninguna parte del ayate de maguey, que, por carecer de empaste, debería haberse deteriorado hace ya cientos de años.

2ª Tras haberse formado la imagen original, en un determinado momento manos humanas añadieron el moño y la luna, quizá por razones simbólicas, dado que la luna era un elemento importante en la mitología morisca y azteca.

3ª Algún tiempo después de pintados el moño y la luna, fueron añadidas las decoraciones doradas y la línea negra, el ángel, el «pliegue azteca de tilma» del manto, el resplandor, las estrellas y el fondo, tal vez durante el siglo xvii. Estas sobreposiciones son obra de manos humanas y dan a la imagen un toque hispano-gótico. Con toda probabilidad, por ese mismo tiempo la tilma fue montada sobre un bastidor sólido y añadidos al fondo el colorido anaranjado del resplandor y el blanco pintado al fresco. Por primera vez vino a encontrarse todo el ayate cubierto con pintura. Resulta absurdo que el indio Juan Diego llegase hasta el palacio del obispo envuelto en una tilma «tiesa» por el fresco aplicado a la tela.

En consecuencia, la imagen original debe de haber sido la sencilla figura de la Virgen sobre el ayate. Es decir, lo que es exclusivamente el cuerpo: rostro, manos, túnica, manto y pie.

4ª Es bien sabido que durante la gran inundación del año 1629, el sagrado retrato fue llevado en canoa, desde la ermita junto al cerro del Tepeyac hasta la catedral de la ciudad de México, y que el arzobispo don Francisco de Manso y Zúñiga hizo la promesa de no devolver la imagen a la ermita hasta que pudiera llevarla «a pie enjuto». En mi opinión, durante ese tiempo -entre 1629 y 1634-, cuando la imagen fue trasladada de nuevo a la ermita del cerro, la tilma fue doblada en dos ocasiones en tres partes, causando las huellas de dobleces que cruzan el tercio superior y el inferior del cuerpo.

Con toda probabilidad, la sagrada imagen sufrió entonces algún daño causado por el agua, sobre todo en la parte inferior y en los bordes, y fueron añadidos el ángel y otras decoraciones para cubrir los deterioros. Algo análogo se hizo con los parches cosidos a la sábana santa de Turín, para subsanar los estragos causados por el fuego a la reliquia.

Todos estos «añadidos» humanos deben de haber sido hechos después de 1634, cuando la imagen se encontraba ya en la ermita del Tepeyac, o bien durante su estancia de cinco años en la ciudad de México, puesto que las huellas de los dobleces no se extienden al fondo o rayos de sol que rodea el cuerpo de la Virgen.

5ª Probablemente, los pigmentos empleados en pintar los añadidos o retoques pueden ser identificados con facilidad. Sin embargo, no será posible llegar a una identificación definitiva de los citados pigmentos originales hasta que no se obtengan Muestras de los colores que permitan efectuar un análisis químico moderno. Y aún así puede que sea imposible identificarlos.

En resumen, la sagrada imagen original es INEXPLICABLE. El moño y la luna fueron probablemente añadidos en el siglo xvi por un indio y por otras manos, también humanas, las decoraciones góticas y el resplandor del fondo, con el fin de tapar los desperfectos producidos por el agua y para preservar los bordes del lienzo.

Le pintaron una corona

VI. Discusión

Pueden pensar mis lectores -escribe Callagan- que decorar una sagrada imagen, como ciertamente se hizo, es una forma poco reverente de tratar un don de Dios. Pero, evidentemente, no hay tal, sobre todo si la imagen sufrió serios daños causados por el agua durante la inundación de 1629. La sábana santa de Turín, que se guarda oculta a los ojos de los fieles, fue tratada de manera similar.[47] No existe ciertamente la garantía de que un hecho milagroso haya de durar para siempre. Hechos documentados con certeza, como las apariciones de Lourdes, han durado unos cuantos días. Desde este punto de vista, la Virgen de Guadalupe constituye sin duda un caso único. Y es también único el que haya permanecido como símbolo unificador de un grande y reverente pueblo durante cuatro siglos y medio.

Los retoques hechos a la imagen, de la Virgen, aun cuando de ninguna manera puedan compararse con el original en elegancia técnica, añaden sin embargo un elemento humano que es, a la vez, encantador y edificante.

Ninguno de los añadidos o retoques, ya se trate de la luna, del «pliegue azteca», de la fimbria negra y de la dorada, del ángel o de lo que sea, tomados individualmente, confiere un mayor valor al retrato. Pero, tomados en conjunto, su efecto es fascinante. Como por arte de magia, las decoraciones acentúan la belleza de la original y elegantemente retratada Virgen María. Es como si Dios y el hombre hubieran trabajado juntos para crear una obra maestra.

Las resquebrajaduras del borde de la luna negra demuestran sin género alguno de duda que ésta se encontraba pintada antes que el fondo y también antes que el ángel y que el «pliegue azteca de tilma», que se sobrepusieron a ella. Podemos suponer con razonable justificación que esos toques simbólicos aztecas fueron añadidos con alguna anterioridad a la inundación de 1629, y tal vez por un indio artista en la ermita misma. Definitivamente, pues, moño y luna fueron añadidos, pero es un misterio cuándo y por qué.

La ermita del cerro del Tepeyac no era un templo moderno con aire acondicionado, sino, con toda certidumbre, un espacio abierto y con ventanas, húmedo (la ciudad de México estaba entonces en mitad de una serie de lagos) y en el que flotaba el humo de las numerosas velas.[48]

Hemos estudiado con gran detalle la emisión de las velas, e incluso realizamos el primero y único espectro infrarrojo de alta resolución del petróleo y de las velas de cera. El hollín de las velas votivas es la menos dañina de las sustancias que se desprenden de la combustión. Al arder, la cera emite un devastador ejército de destructivos hidrocarburos y de iotizaciones que tras un largo período de tiempo deberían haber destruida la imagen original.

He medido más de 600 microwatts de «luz ultravioleta» próxima, emitida por una sola vela de las que se usan en las iglesias católicas. Si multiplicamos este dato por centenares de velas votivas, colocadas en el altar de una pequeña capilla, cerca de la pintura, carente de la protección de un vidrio que filtre esta radiación ultravioleta, es imposible comprender cómo la imagen ha podido siquiera sobrevivir. El exceso de rayos ultravioletas deja sin color, y rápidamente, la mayoría de los pigmentos, tanto orgánicos como inorgánicos, en especial los azules.[49]

A pesar de esto, el retrato original se conserva tan fresco y lozano como en el día en que fue formado. Por encima de cualquier duda, las fotografías infrarrojas prueban que el azul del manto y el rosa de la túnica son originales y que nunca fueron retocados ni sobrepintados. Es más: han permanecido indemnes al tiempo, a pesar de los cuatro siglos y medio transcurridos.

En realidad no podemos saber con certeza hasta qué punto pudo ensuciarse y ahumarse la tilma durante su primer siglo de existencia. Cualquier persona que haya vivido en las proximidades de una estación de ferrocarril entenderá sin dificultad nuestra extrañeza ante la misteriosa limpieza que presenta el ayate. Mucho más, después de sufrir, incluso, una inundación. Aquel período de tiempo en que la tilma fue trasladada a México capital (1629-1634) pudo ser una magnifica ocasión para efectuar un trabajo adicional en las zonas de la tilma que rodean a la imagen propiamente dicha.

Llegados a este punto, podemos suponer -prosiguen Smith y Callagan en su informe- que este trabajo de retoque fue llevado a cabo bajo la supervisión del buen franciscano fray Miguel Sánchez. En efecto, si leemos su bello y místico libro titulado Imagen de la Virgen María Madre de Dios, de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México, celebrada en su historia, con la profecía del capitulo doce del Apocalipsis, veremos cómo confiesa llanamente haberlo hecho él mismo.

Originariamente puede haber sido añadida también una corona, porque hay restos de pintura sobre la cabeza. Sin embargo, por qué fue borrada con posterioridad es todavía un misterio…

Es de sumo interés la última parte del citado libro del padre Sánchez. En ella parece justificar la restauración y las añadiduras hechas a la imagen original. Y si se tiene en cuenta el probable mal estado en el que se encontraban las partes de la tilma no cubiertas por la imagen original, parece que hizo una cosa sensata.

8. LOS POSIBLES RESPONSABLES

DEL «DESAGUISADO»

Lo oscuro y complejo de este informe de Smith y Callagan sobre la imagen de la Virgen -al menos para los profanos como yo en materia de técnicas pictóricas y de restauración- a punto estuvo de hacerme desfallecer. Me faltó el canto de una peseta para retirarlo del presente trabajo. Como he mencionado en páginas anteriores, sólo el afán por ofrecer un máximo de información sobre el misterio de la Señora de Guadalupe me ha forzado a transcribirlo casi en su totalidad. Espero que el paciente lector sabrá comprenderlo…

Es precisamente ese carácter angosto y farragoso del estudio de los norteamericanos lo que me ha movido a tratar de sintetizar en cuatro palabras el referido y polémico análisis «al infrarrojo».

Si no he comprendido mal, Smith y Callagan afirman que la figura de la Virgen -mejor dicho, parte de la figura- no tiene explicación. Su origen, en otras palabras, podría ser encajado dentro de lo «milagroso» o «sobrenatural».

Esa parte misteriosa e inexplicable -según los investigadores- abarca la cabeza, manos, túnica, manto y el pie derecho. El resto -rayos, orla de la túnica, las cuarenta y seis estrellas, los dibujos o arabescos de la túnica rosada, el broche que aparece al cuello, las pulseras, el moño o lazo del ceñidor, la línea negra que perfila el dorado, el pliegue inferior horizontal de la túnica, el ángulo verdoso del manto y que cuelga en el lado derecho, la luna y el ángel- fueron añadidos por manos humanas. Y los científicos se arriesgan, incluso, a señalar al «culpable»: el padre Miguel Sánchez.

En mi modesta opinión -y después de consultar a no pocos especialistas mexicanos- creo que Smith y Callagan se equivocan a la hora de citar al presunto retocador. El padre Miguel Sánchez -que, dicho sea de paso, no fue franciscano, como apuntan los norteamericanos, sino sacerdote del clero diocesano- escribió el libro que citan Smith y Callagan en el año 1648. Es decir, poco tiempo después de la catastrófica inundación de 1629 y que, como ya he comentado, hizo que la tilma que se guardaba en la ermita del Tepeyac fuera trasladada hasta la ciudad de México. Aquí permaneció varios años y, posteriormente, en 1634, devuelta al cerro.

Como muy bien afirma el padre Cervantes Ibarrola, «es innegable que el padre Sánchez da pie para pensar que puso mano en la imagen, retocándola o pintándola sobre el modelo de la Mujer del Apocalipsis».

En el referido libro de M. Sánchez pueden leerse, por ejemplo, párrafos como los siguientes que, efectivamente, resultan sospechosos:

…yo me constituí Pintor devoto de aquesta santa Imagen, Escriviéndola; he puesto el desvelo possible. Copiándola; amor de Patria, Dibujándola; admiración cristiana, Pintándola; pondré también la diligencia, Retocándola…

Sin embargo, tres grandes escritores guadalupanos que conocieron personalmente al padre Sánchez -Becerra Tanco, Lasso de la Vega y el padre Florencia- no hacen la menor alusión a los supuestos retoques. Si el padre Sánchez hubiera sido el autor del desaguisado, en las crónicas de la época aparecería como tal. En este sentido, el citado padre Florencia, refiriéndose al libro de Sánchez, nos da ya una pista: «… su lectura -dice- es enmarañada y difícil, por lo cual se hizo necesario entresacar lo verdaderamente histórico de entre la entretenida y curiosa amenidad de floridas erudiciones.»

En otras palabras: que el amigo Sánchez no era muy de fiar como historiador…

Descartado entonces el padre Miguel Sánchez como verdadero autor de los añadidos y retoques a la imagen de la Virgen, ¿quién o quiénes pudieron llevar a cabo el trabajo? Y, sobre todo, ¿cuándo?

No fue fácil despejar ambas incógnitas. En realidad, ni los más eruditos autores tienen seguridad absoluta sobre la personalidad de dicho personaje o personajes. Hay sospechas, nada más.

Lo que sí parece claro -y pude confirmarlo durante mi estancia en México a través de numerosas obras y de las opiniones de los historiadores- es que los añadidos se practicaron en dos épocas muy distintas y distantes en el tiempo.

En primer lugar, en el siglo xvi y poco tiempo después de la misteriosa aparición de la imagen en el ayate de Juan Diego.

Por último, en el siglo xx.

En aquel primer momento -y según todos los indicios-, las manos humanas llevaron a cabo la mayor parte de los retoques.

Basta con estudiar los más antiguos y destacados testimonios escritos, pictóricos y escultóricos que se conservan por el mundo sobre la imagen de la Guadalupana para deducir que tales añadidos tuvieron que ser realizados poco después de la enigmática «impresión» de la imagen en capa del indio.

Y por aquello de no fatigar al lector con otro aluvión datos sobre el particular, me limitaré a enunciar -por orden cronológico- aquellos documentos principales en los que se describe a la Virgen tal y como hoy la conocemos; es decir, y según los descubrimientos de los científicos norteamericanos, con los añadidos incluidos:

1) El propio Nican Mopohua, del sabio indígena Antonio Valeriano. Fue escrito poco después del gran acontecimiento. Más o menos, hacia los años 1560 según algunos autores y entre 1545 y 1550, según otros. Como se aprecia en el capítulo del Nican dedicado a la descripción de la imagen, ésta se presentaba ya a la vista de todos con los rayos, luna, ángel, lazo, estrellas, etc., que, repito, son fruto de los pinceles humanos.

2) La célebre imagen que se venera en la actualidad en la localidad italiana de Aveto. Dicho estandarte fue regalado por Felipe II a Andrés Doria, que lo tuvo a su lado en la batalla de Lepanto. El hecho nos sitúa en 1571. Si tenemos en cuenta que en la confección de la imagen y en su traslado a España pudieron transcurrir, como mínimo, dos años, la «descripción pictórica» que nos presentan de la venerada Virgen de Guadalupe, en Aveto, se remonta a unos treinta y ocho años después del suceso de «las rosas de Castilla».

En esta Virgen de Aveto aparecen los mismos detalles que vemos en el original, con una excepción: los rayos o resplandor que nace a lo largo de todo el cuerpo de la Señora se prolongan por encima de la cabeza, cerrándose en pico.[50]

3) El grabado de madera que suele reproducirse en el libro del eminente historiador Becerra Tanco -Felicidad de México-, y en el que se nos presenta la ya conocida imagen de la Guadalupana, con todos los retoques en cuestión. Según los expertos, el grabado pudo ser ejecutado en España entre los años 1590 y 1620. Con excepción de la corona, las tres imágenes de la Virgen que reúne el libro son exactas a la que han analizado Smith y Callagan.

4) La imagen guadalupana del magnífico mosaico en pluma, que se conserva en el Museo Michoacano de Morelia y que fue elaborada -según los especialistas en la materia- hacia 1590. Salvo las lógicas excepciones de las cuarenta y seis estrellas del manto y de los dibujos o arabescos de la túnica, el resto de la imagen es igual al que hoy se venera en la basílica del Tepeyac.

5) Pocos años más tarde, en 1612, fray Alonso de la Oliva hizo pintar una pequeña copia -no muy galana- con el fin de situarla en su misión de San Francisco de Conchos, en el actual estado mexicano de Chihuahua. Era una imagen idéntica -yo diría que «gemela»- a la actual.[51]

ó) Las llamadas Informaciones de 1666. No voy a extenderme ahora en tales documentos, que constituyen una pieza básica a la hora de demostrar la realidad física e histórica del indio Juan Diego, puesto que dedico un amplio «informe» a tales hechos en mi segundo libro.

Sí diré -a título puramente informativo- que en dichas Informaciones, que no fueron otra cosa que una serie de encuestas e interrogatorios entre los indios, españoles y criollos sobre el «milagro de las rosas», los ancianos indígenas de Cuautitlán (pueblo natal de Juan Diego) declararon a los «investigadores» eclesiásticos que, desde siempre», habían conocido la imagen de la Señora de la misma forma y manera como se conservaba en las fechas de las mencionadas Informaciones de 1666.[52]

Entre estos indios, uno de los más ancianos -Gabriel Xuárez, de 110 años- certificó que «de la mesma manera que la vido (hace) ahora ochenta, y noventa años la vido hace dos años, sin perder punto de sus colores, y hermosura».

Este dato nos traslada, aproximadamente, a 1580.

De semejante manera, los siete testigos indios restantes declararon también ante los responsables de la «información» que debía ser remitida a Roma sobre el suceso del Tepeyac. Y afirmaron textualmente: «…la imagen se conserva con las mismas colores de su Rostro, Manos, Ropage y Túnica, y Manto, Nubes blancas, Estrellas y Rayos.»

Estos testigos no mencionan la luna ni el ángel.

Los otros once declarantes -letrados o notables, mexicanos los más y varios de ellos nacidos y criados en la Ciudad de México- respondieron de idéntica forma que los testigos indios. Diez de ellos, además, afirmaron que el «seraphin» que está a los pies de la imagen se conservaba muy bien.

Tres de estos criollos y españoles hacen, incluso, en las Informaciones de 1666 una puntualización que resulta de suma trascendencia para aquellos que niegan que la imagen de la Virgen haya sido retocada jamás.

Este Testigo -afirman- no ha sabido, oído, ni entendido de persona alguna, que desde la aparición de dicha Santa Imagen, se le hayan renovado por ningún artificio de Pintor los colores de su Sacratíssimo Rostro, Cuerpo y todo lo demás de que está adornado su Santíssimo Retrato.

Las últimas investigaciones de Smith y Callagan no dejan en muy buen lugar a estos tres testigos del siglo xvii. Aunque también es más que probable que los retoques y añadidos fueran hechos en el más riguroso de los secretos. Ello justificaría las declaraciones de estos notables del lugar. Pero dejemos para el final de este capítulo las teorías sobre las posibles razones que movieron a los eclesiásticos del siglo xvi a retocar la imagen inicial…

7) A la hora de «reforzar» las Informaciones de 1666, los encargados de la investigación solicitaron también el concurso de especialistas. Y entre los primeros que acudieron a «dar fe» de la realidad de la sagrada imagen se encontró un equipo de «médicos». Los tres galenos en cuestión fueron Luis de Cárdenas Soto, Jerónimo Ortiz y Juan de Melgarejo, todos ellos catedráticos de la Real Universidad.

Como buenos científicos, lo primero que hicieron fue establecer, con meticulosa metodología, el objeto y razón de sus investigaciones. (El doctor Melgarejo, precisamente, era catedrático de Metodología.)

Pues bien, los tres «protomédicos» de la «Nueva España» -que examinaron el lienzo por ambas caras- declararon el 28 de marzo de 1666 «que es inexplicable su conservación, en un ambiente tan corrosivo, que no ha sido suficiente a apagar lo brillante de las estrellas que la adornan, ni a ofuscar la luna… sólo logrando la porfía en lo sobre puesto que algún devoto afecto quiso por adornar con el arte de añadir a los rayos del Sol oro, y a la luna Plata, haciendo presa en éstas poniendo la plata de la luna, negra, y el oro de los rayos desmayarlo y deslucirlo con hacerlo caer por sobre puesto. Pero el original de las estrellas, a el oro propio de su vestido, a el colorido de su rostro, y a la viveza del colorido de sus vestiduras, los ha venerado…».

Por último -y por no alargar más la lista de testimonios en los que las descripciones de la imagen coincide con la que hoy se venera en el altar mayor de la gran basílica mexicana- me referiré a las doce hojas que escribió el licenciado Luis Becerra Tanco en este mismo año de 1666 y que presentó al cabildo de la catedral de México. Once años más tarde, una vez fallecido, el documento -titulado Felicidad de México en el principio y milagroso origen del santuario de la Virgen María de Guadalupe- fue publicado por su amigo Antonio de Gama. En este trabajo, Becerra Tanco describe la imagen tal y como hoy podemos contemplarla en el Distrito Federal. El libro, por cierto, alcanzó hasta dieciséis ediciones; dos de ellas en España y en el propio siglo xvii.

Franciscanos y dominicos, a la greña

En resumen, si el documento más antiguo de que disponemos hoy, y en el que se hace ya una exhaustiva descripción de la imagen de la Señora de Guadalupe, se remonta a los años 1545 o 1550, ello quiere decir, lógicamente, que los retoques y añadidos tuvieron que ser ejecutados sobre el original entre estas fechas y 1531, fecha de las apariciones.[53]

Tenemos ahí, por tanto, entre catorce y veinte años «en blanco»… Unos años, en mi opinión, en los que la imagen original -muy distinta a la que hoy conocemos, tal y como señalan Smith y Callagan- fue «transformada» a base de rayos, luna, ángel, estrellas, etc.

Pero, ¿quién o quiénes pudieron ser los autores?

Por más que pregunté e investigué, nadie supo darme razón. No han quedado documentos que arrojen luz sobre tales trabajos y, si existen, están perdidos.

Sólo disponemos de un único indicio, sumamente frágil, dadas las circunstancias en que fue hecho público. Me refiero al famoso sermón que pronunciara el 8 de septiembre de 1556 el no menos célebre franciscano fray Francisco de Bustamante. Presa de gran excitación e ira (siempre según los «antiaparicionistas»), el mencionado fraile la emprendió contra la imagen de la Virgen de Guadalupe, contra sus supuestos milagros y contra todos aquellos que le eran devotos. En mitad de la homilía, el amigo Bustamante llegó a decir que la referida imagen de la Virgen Tepeyacense «la había pintado el indio Marcos».

El fenomenal escándalo -que terminaría por costarle al franciscano Bustamante el destierro y todo un «rosario» de lindezas e improperios- arrancó como consecuencia, al parecer, de otro sermón. Dos días antes -el 6 de septiembre-, el entonces segundo obispo de México, fray Alonso de Montúfar, sucesor del protagonista del «milagro de las rosas», fray Juan de Zumárraga, pronunció una fervorosa plática en la catedral, refiriéndose al carácter milagroso de la imagen de la Guadalupana. (El sermón estaba plenamente justificado ya que se trataba de la antevíspera de la fiesta titular de Nuestra Señora de Guadalupe, que en aquellas fechas se festejaba el 8 de septiembre.)

Entre otras comparaciones, Montúfar equiparó en su homilía a la Guadalupana con la imagen de la Virgen de la Antigua, venerada en la catedral de Sevilla y «cuya pintura -dijo- se atribuye al ministerio de los ángeles». La comparó también con la imagen de Nuestra Señora de los Remedios, cuya efigie se venera en muchos santuarios de España; con la Virgen de los Reyes, patrona de Sevilla, que se venera en la capilla real y que fue regalo de san Luis, rey de Francia, a san Fernando, rey de España. Igualó también la imagen de la Virgen del Tepeyac con la de Nuestra Señora de Montserrat, «cuyo origen prodigioso se remonta a las últimas décadas del siglo ix».

«El supernaturalismo de nuestra Guadalupana -afirmó ante cientos de fieles- es similar al de la imagen de Nuestra Señora de la Peña de Francia.»

Por último, el obispo de México la equiparó a la Virgen de Loreto, en Italia.

Con todo ello quiso dar a entender que, «al igual que estas imágenes europeas tenían un origen maravilloso, otro tanto sucedía con la del Tepeyac…».

Había por aquellas fechas una agria rivalidad entre los franciscanos y dominicos -a cuenta, sobre todo, del poder y atribuciones de cada una de estas Órdenes en los asuntos de la administración y evangelización de la «Nueva España»[54]- y no faltaron oyentes del sermón de Montúfar que, esa misma tarde, acudieron más que presurosos hasta el Provincial de los franciscanos, fray Francisco de Bustamante, para terminar de «envenenar» al ya temperamental fraile.

Debía de «llover sobre mojado» porque Bustamante, en su plática del mencionado día 8 de septiembre en la capilla de San José de los Naturales, en el convento de San Francisco, la emprendió -¡y de qué forma!– contra el obispo, contra la imagen de la Virgen y, como decía anteriormente, contra todos aquellos que creían en ella…

En síntesis, el franciscano dijo que «él no era devoto de Nuestra Señora de Guadalupe. Que la imagen de la Virgen del Tepeyac la pintó el indio Marcos. Que su devoción había comenzado sin fundamento alguno. Que bueno habría sido que al primero que dijo que la Virgen de Guadalupe hacía milagros, le hubiesen dado cien azotes y que se deberían dar doscientos al que en adelante lo volviese a decir. Y que encargaba mucho el examen de este negocio al Visorrey, Presidente y Oidores de la Real Audiencia, que estaban presentes, que por eso el Virrey tenía jurisdicción espiritual y temporal».

La sorpresa del auditorio debió de ser de ordago cuando, en mitad de semejante «borrasca», Bustamante acusó al obispo poco menos que de ladrón…

…Dijo el franciscano que se maravillaba mucho de que el señor arzobispo predicara en los púlpitos, afirmando los milagros atribuidos a la Santa Imagen.

Y alegó el fraile -siempre con «el rostro airado» y «demudada la color», según los testigos- que las limosnas que se daban en la Ermita de Guadalupe no sabía en qué se gastaban ni consumían.

Montúfar fue informado de inmediato y su cólera fue también épica. Abrió un proceso contra Bustamante y el fraile, como dije, terminó por ser «desterrado» al convento franciscano de Cuernavaca, «con el pretexto de que aprendiera el idioma mexicano…».

En 1561 partió de México rumbo a España, donde falleció al año siguiente, siendo enterrado en el convento de San Francisco el Grande, en Madrid.

Y cuenta Antícoli «que Felipe II no lo presentó para ningún obispado, en castigo por el desacato cometido en México».

Con los antecedentes ya expuestos, en torno a las relaciones entre frailes misioneros y obispos, la verdad es que el arrebato de Bustamante resulta, por lo menos, comprensible. No es que yo trate de justificar al franciscano, pero -enjuiciada dentro de los «aires» que corrían en aquellos años- su actitud contra Montúfar entra dentro de la lógica humana. Al fraile le «calentaron los cascos» y terminó por lanzarse «a tumba abierta» contra el obispo. ¿Y cuál podía ser el lance que humillara más duramente al sucesor de Zumárraga? Bustamante sabía de la gran devoción de Montúfar por la Guadalupana (no olvidemos que el segundo obispo mandó construir la segunda ermita) y atacó por ese lado.

Y es muy probable que fray Francisco Bustamante dijera parte de la verdad cuando se refirió al indio Marcos.

Veamos porqué…

En 1558, el gran historiador Bernal Díaz del Castillo hace grandes elogios en el capítulo XCI de su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España de tres pintores indios. Dice textualmente:

Tres indios hay ahora en la ciudad de México tan primísimos en su oficio de entalladores y pintores, que se dicen Marcos de Aquino y Juan de la Cruz y el Crespillo, que si fueran en el tiempo de aquel antiguo o afamado Apeles, o de Miguel Ángel, o Berruguete, que son de nuestros tiempos, también los Pusieran en el número de ellos.

Muy bueno debía de ser el tal indio Marcos para que fuera comparado, nada más y nada menos, que al gran Miguel Ángel Buonarroti. El caso es que en el siglo xx, Primo Feliciano Velázquez, uno de los grandes historiadores del guadalupanismo, se propuso seguir la pista de este misterioso indio Marcos. Y, además del testimonio de Bernal Díaz del Castillo, encontró que Juan Bautista, en sus Anales de 1564 a 1566, también lo menciona.

Aunque hay una cierta confusión a la hora de citar el nombre del indio -Juan Bautista lo llama «Marcos Cípac» y Díaz del Castillo, «Marcos de Aquino» (capítulo XCI) y «Andrés de Aquino» (capítulo CCIX)- todo parece señalar que el personaje existió. Se dice, incluso, que el tal «Marcos» fue discípulo y aventajado pintor en la Escuela de Artes y Oficios que fundó fray Pedro de Gante en el convento de San Francisco, en la ciudad de México. En 1554; según parece, pintó en dicho convento -precisamente en la capilla de San José de los Naturales- un gran retablo.

Es decir, el indio Marcos no fue un fantasma, como han pretendido algunos radicales defensores del carácter milagroso de la imagen del Tepeyac. Nació en 1513 y desplegó su actividad pictórica entre los años 1550 y 1570.

Era más que posible que Bustamante -que dirigía aquel convento- hubiera conocido personalmente a dicho pintor y que, incluso, pusiera en sus manos la ejecución de alguna pintura.

A lo largo de esos años, el franciscano pudo conocer -por boca del propio Marcos- algún que otro «secreto», en relación a los retoques y añadidos que habían sido hechos sobre el lienzo o ayate original en el que aparece la imagen de la Señora de Guadalupe.

Como hipótesis es perfectamente válida, al menos mientras no se descubran pruebas definitivas que revelen la auténtica personalidad del pintor o pintores que llevaron acabo el «trabajo».

De no ser así, ¿cómo entender la directísima alusión del fraile al indio Marcos? ¿Por qué no citó a cualquiera de los restantes pintores de su tiempo, posiblemente tan buenos como Marcos?

Está claro -al menos para mí- que Bustamante sabia «algo»… Pero, llevado de la ira, lo utilizó mal y a destiempo.

Y digo que lo utilizó mal porque, posiblemente, Bustamante no dijo toda la verdad. No dijo, sencillamente, que la labor del indio Marcos había consistido, básicamente, en un «arreglo» o «restauración» de algunas áreas de la imagen. A no ser, claro está, que el propio Marcod -siempre en secreto- le engañara, haciéndole creer que toda la imagen había salido de sus pinceles. No cabe duda de que también entra dentro de lo probable y que esto sí justificaría la airada filípica del provincial de la provincia del Santo Evangelio de la Orden Seráfica o Franciscana.

Pero estos argumentos, como anunciaba al principio, no están probados históricamente. Ni a favor ni en contra del indio Marcos. De ahí que deban quedar, provisionalmente, como una «posible solución» respecto a la autoría de los retoques de la imagen. Unos añadidos que, según los investigadores norteamericanos, son claros y evidentes a la luz de la Ciencia.

Y pasemos ya a la última parte de este capítulo: los retoques efectuados en pleno siglo xx.

1926-1929: La Iglesia manipuló el

rostro en secreto

Recuerdo que en aquellos días andaba yo absorto por el asunto de los famosos retoques a la imagen de la Señora. Y en una de las inevitables reuniones con los miembros del obispado mexicano, uno de los sacerdotes hizo alusión casi de pasada y no en muy buen tono, a un estudioso que acababa de publicar un breve informe sobre este concretísimo tema. Se trataba de Rodrigo Franyutti, profesor de Filosofía y autor, en efecto, de un parco pero revelador dossier de treinta y dos páginas: «El verdadero y extraordinario rostro de la Virgen de Guadalupe.»

Era lógico que amplios círculos eclesiásticos de la República Mexicana se mostraran hostiles hacia Franyutti. Tal y como pude verificar en varias entrevistas personales con dicho profesor, y después de una atenta lectura de su informe, la Iglesia mexicana en general, y la jerarquía de los años veinte en particular, no salían demasiado airosas. La causa, descubierta por Rodrigo Franyutti, eran unos retoques efectuados en el rostro de la imagen, precisadme entre 1926 y 1929.

Pero, ¿cómo averiguó el joven profesor mexicano que el rostro de la Virgen había sido alterado?

Una noche, a mi vuelta de la ciudad de Cuernavaca -donde me había entrevistado con el gran humanista, historiador y consumado especialista mundial en la Historia de las Religiones, el maestro Gutierre Tibón-, tuve una Primera y fructífera conversación con Franyutti. Allí conocí su hallazgo.

En sus manos tenía un gran sobre amarillo, perfectamente cerrado. Debo reconocer que me intrigó desde el primer momento. ¿Qué contenía aquel sobre? Pero Rodrigo -siempre frío e inalterable, aunque cordial- hizo caso omiso de mis constantes miradas al sobre. Y empezó por donde debía empezar:

–La imagen de la Virgen de Guadalupe, como quizá sepas, empezó a ser fotografiada desde 1880, más o menos,

»En 1923, el conocido fotógrafo de la época, Manuel Ramos, llevó a cabo una serie de tomas fotográficas de gran calidad. Era el 18 de mayo. Aquellas imágenes del rostro de la Virgen iban a resultar de gran trascendencia. Te explicaré por qué.

»Las ampliaciones de Ramos dejaron perplejo, y muy satisfecho, al pueblo mexicano. La nitidez de dichas fotos, su magnífica impresión y el novedoso hecho de haber sido las primeras que se tomaban tan de cerca, hicieron que aquellas fotos fueran consideradas como «oficiales» y los responsables de la basílica y de la tilma de Juan Diego no consideraron necesario hacer nuevas tomas. Y así pasó el tiempo. Pero tres años después, todo cambió. México sufrió en 1926 una dura persecución contra los católicos. Los obispos, ante lo insostenible de la situación, decidieron suspender el culto en las iglesias. El día 1 de agosto de dicho año, los templos deberían cerrarse, excepción hecha de la antigua basílica de Guadalupe. El Gobierno así lo había decidido y la Iglesia católica tembló ante la posibilidad de que la tilma de Juan Diego pudiera ser destruida.

»En una reunión secreta, los responsables del ayate tomaron la decisión de sustituir el original por una copia lo más perfecta posible. La elección recayó en el pintor de Puebla, Aguirre. Y el 31 de julio de 1926, ante notario y varios testigos, la imagen de la Señora fue envuelta, sellada, guardada en un mueble y sacada de la basílica en el más impenetrable de los secretos.

»Tres años más tarde -en junio de 1929- y de igual forma, la venerada imagen fue colocada en su lugar habitual en la basílica, también ante notario y testigos, que dieron fe de haberla recibido con los mismos sellos y envoltura con que había salido.

«Cuando todo se normalizó, la Iglesia encargó la realización de nuevas fotografías «oficiales». Y así se hizo en los primeros meses de 1930.

»Pero, al comparar las fotografías de 1930 con las que había hecho Manuel Ramos en 1923, Surgió la desagradable sorpresa: el rostro de la Virgen no era el mismo. El tomado en 1923 era mucho más “limpio” y “luminoso”. El fotografiado siete años después aparecía retocado, muy oscurecido y, en definitiva, afeado.

»EL hecho de que retocaran el rostro -prosiguió Franyutti-, no sólo afectó al sentido visual de la imagen y falsificó un rostro que era, en todos los sentidos, único en el mundo, sino que, además, y para agravar los hechos, el «atentado» tuvo lugar poco antes de que la imagen fuera difundida a todos los países. Como sabrás, en 1931 se cumplió el 400 aniversario de las apariciones y la Iglesia distribuyó precisamente las fotos del rostro retocado a todo el mundo. Fue una lástima…

Al terminar su exposición, el profesor abrió el sobre amarillo y extrajo varias fotografías en blanco y negro. Eran ampliaciones del rostro de la Señora de Guadalupe.

Franyutti colocó ante mí una hermosa foto de 1923 y, acto seguido, la comparó con otra imagen -también del rostro-, pero sacada en 1930. En efecto, allí había una sensible diferencia. La fotografía tomada en 1923 mostraba una faz mucho más luminosa y despejada que la de 1930.

Y señalándome la trama de la tilma -perfectamente visible en la gran ampliación de 1923- procedió a leerme una parte de su informe:

–Escucha esto…

No es posible lograr en pintura, de la misma manera y con los mismos efectos que los del rostro guadalupano original, ni su luminosidad ni su volumen. No solamente porque ningún pintor lo ha hecho hasta ahora, sino porque cuando se pinta un rostro al que se le quiere dar luz y volumen, se tiene que recurrir al único medio pictórico posible: pintarle al rostro sombras fuertes junto al color de la piel, para que el contraste que se produzca entre luces y sombras, logre dar los efectos de luminosidad y tridimensionalidad deseados. Es decir, que para pintar un rostro como el guadalupano, por lo menos habría que utilizar dos colores: el que diera la luz y el que diera la sombra.

Pero en el rostro de la Virgen no hay una sola sombra pintada que sea la causa de su luminosidad y su tridimensionalidad. Todo el rostro está lleno de una misma luz que lo ilumina con la misma intensidad. Esto indica que fue una sola sustancia la que lo iluminó, al mismo tiempo que le dio el efecto de tridimensionalidad o volumen.

Por más que se quiera, esto no lo puede hacer un pintor. No hay color, por más brillante que se piense, que, por el mismo, logre simultáneamente dar los efectos de tridimensionalidad y luminosidad. Por eso, el hecho de que en el rostro original sí se haya logrado la sensación de volumen, con la misma y tan delgada sustancia con la que se consiguió igualmente la luminosidad, nos sugiere una técnica superior a la de la pintura humana.

Esa perfección que nos muestran las fotos de 1923 es prácticamente imposible de lograr en la pintura actual, entre otras razones, porque los rasgos del rostro «no estaban pintados».

Si se observan las fotos se verá cómo las cejas, el borde de la nariz, la boca y los ojos no son otra cosa que la misma tela, carentes de todo color sobrepuesto, con todas sus manchas e irregularidades del tejido, pero utilizadas con tal maestría, que esos rasgos parecen perfiles extremadamente bien dibujados, sin serlo. No hay una sola línea pintada. Todos los rasgos no son más que aberturas de la tela, manchas e hilos gruesos.

Obsérvese, por ejemplo, la nariz y se verá cómo el perfil que la forma no es sino la misma tela viva del ayate, que termina en un hilo grueso en lo que es la punta de la mencionada nariz. Obsérvense los ojos y se verá que tampoco están pintados, sino solamente sugeridos gracias al contraste que produce el diverso grosor de los hilos que ahí atraviesan. Véase la boca y se constatará lo mismo: es sólo un conjunto de hilos y manchas, pero, eso sí, magistralmente utilizados.

Por esto, además de no estar pintados, los citados rasgos del rostro no pueden ser obra de un pintor «humano»…

Esos rasgos de la Virgen denotan una técnica claramente superior a la pintura, ya que la forma con que han sido utilizadas las imperfecciones de la tela no tiene explicación lógica. De lo burdo se obtuvo efectos delicados y de las manchas, hoyos e hilos gruesos del ayate, unos rasgos finísimos, sin haber puesto un gramo de pintura sobre ellos…

Hay que tener en cuenta -prosiguió Franyutti, mientras veía crecer su entusiasmo por la Señora de Guadalupe- que para realizar este extraordinario rostro, no se necesitó eliminar ni las manchas ni las irregularidades de la tela, cosa que, necesariamente, se habría tenido que hacer en una buena pintura humana, sino que, de manera asombrosa, fue con estos efectos con los que se formó tan espiritual y espléndida belleza. Y con esto podremos quedar convencidos de la eminente superioridad técnica de dicho rostro en relación con cualquier pintura del hombre.

Aunque al observar estas ampliaciones fotográficas uno pudiera compartir las opiniones de Rodrigo Franyutti, para quedar «convencido de la eminente superioridad técnica de dicho rostro», tal y como afirma el profesor mexicano, sería preciso que el ayate fuera examinado por todo un equipo de especialistas en técnicas de restauración. Y, si mis informaciones son correctas, nadie que reúna estas características tan concretas se ha enfrentado con el ayate original (recordemos que Smith y Callagan no son especialistas en restauración. Al menos no figuran en la lista oficial del máximo organismo mundial en este sentido: la UNESCO).

No trato, insisto, de anular las afirmaciones de Franyutti en este tema concretísimo de una «técnica superior». Al contrario. Mi afán por la búsqueda de la verdad me obliga, sencillamente, a ser todo lo cauto y objetivo posible. Sería formidable que Franyutti tuviera también razón en esta última parte de su informe, tal y como, sin duda, la tiene en lo que a la manipulación del rostro de la Señora se refiere.

Pero sigamos con el delicado y, como digo, polémico tema de los retoques.

Según Franyutti, que lleva años dedicado a esta investigación, los retoques modificaron el rostro de la Virgen en tres aspectos de suma importancia. A saber:

1. La suavidad de textura y de acabado que se veían en dicho rostro.

2. La luminosidad de la faz.

3. Las facciones.

Desgranemos cada uno de estos capítulos. Rodrigo Franyutti ha elaborado las siguientes conclusiones:

1. Modificación de la suavidad de textura y acabado.

El rostro original de la Virgen era un prodigio de fluidez y continuidad de color. Se veía delicadísimo, a pesar de que estaba hecho sobre una tela muy burda. Desde la frente hasta la barbilla y de una mejilla a la otra, se percibía una unidad perfecta. Y el efecto visual que ofrecía era el de un rostro tejido sobre plumas de ave muy finas, más que el de un rostro pintado. La faz era de una delicadeza visual maravillosa.

Al serle puesta pintura encima, el rostro perdió ese efecto de esfumado, tan magistral. La pintura que se le añadió cubrió irregularmente la tela e hizo que la faz se viera como con parches de color y mal extendidos.

Hoy, y como consecuencia de este desaguisado, el citado rostro aparece áspero en su textura y desigual en el acabado.

2. Modificación de la luminosidad del rostro.

Esta alteración es tan evidente que no necesitaría de comentario alguno. El rostro original era un prodigio de luz y claridad. Lo primero que se notaba en la imagen era precisamente el rostro, totalmente iluminado. Esta extraña luminosidad, independientemente de ser pictóricamente inexplicable por su pureza técnica y por su inaudito resplandor, daba a la cara un aspecto extraordinariamente acogedor. Irradiaba tanta luz -continúa el informe de Franyutti-, y la luz era tan clara y pura, que forzaba tiernamente la mirada hacia él. Y siendo las facciones de la Virgen de expresión tan cariñosa, por ser tan accesibles a la vista debido a la luminosidad en la que se manifestaban, de inmediato transmitían el amor que contenían. Además, esa luminosidad en el rostro le era necesaria a la imagen para darle proporción a la figura.

Todo esto se perdió al ser retocado, pues la pintura que se le añadió, al secarse, volvió al rostro oscuro y opaco. Tanto que se puede constatar que, ahora, brilla más la ropa, que no es sino lo accidental de la imagen, que su cara. La figura, en fin, se ve desproporcionada y cuesta trabajo percibir la expresión del rostro. Desde lejos se ve como una mancha de color café y, de cerca, resulta feo.

3. Modificación de las facciones de la cara.

Con esto es con lo que el rostro original ha sufrido más. Las facciones eran asombrosas por su perfección anatómica, su finura y delicadeza, por su capacidad expresiva y porque no estaban pintadas de ninguna manera, sino más bien, como impresas por radiación sobre la tela viva.

Al retocarlo, le añadieron detalles que, originalmente, no tenía y le alteraron las facciones, volviéndolas más burdas y feas.

Le añadieron una papada muy marcada y una chapita roja muy desagradable en la mejilla izquierda.

La papada molesta porque hace que el rostro parezca el de una mujer gruesa. Si se piensa que la faz original representaba a una doncella de unos quince años, el cambio, sinceramente, ha variado la personalidad de la imagen.

La chapita roja también está fuera de lugar pues provoca un efecto de «hinchado» de dicha mejilla.

¿Y en qué consistieron estos añadidos, siempre según Franyutti?

La alteración afectó a las siguientes partes:

1. A los ojos. Les añadieron tales sombras en las zonas inferiores, que los ojos parecen desorbitados. El ojo derecho fue el más perjudicado. Parece, incluso, como si hubiera sido golpeado.

2. A la nariz. Cubrieron la tela viva que formaba el bellísimo perfil original con una línea de pintura, que se alargó bruscamente

3. A la boca. Le pintaron unos labios rojos excesivamente anchos y burdos, por lo que quedó muy grande y desproporcionada en relación al resto de la cara.

4. Al cabello. Lo pintaron de negro, oscureciéndolo totalmente y dándole una impresión de algo tieso y poco natural.

5. A los perfiles del rostro. Los alisaron con pintura sobrepuesta, haciéndoles perder su exquisito contorno original.

Aquella mi primera entrevista con Franyutti -de gran utilidad en mis investigaciones- concluyó con unas frases cargadas de razón:

–…Todos estos retoques -se lamentó el profesor- han terminado por convertir el rostro de la imagen en la obra de un pintor y, para colmo, poco hábil. La sensación que produce es tan triste y lamentable que tienen razón quienes puedan pensar que se trata de una pintura, obra de un indio o de algún español. (Estos retoques en pleno rostro, desde mi modesta opinión, han confundido y siguen confundiendo a numerosos estudiosos de la imagen de Guadalupe, que creen ver en dicho rostro «la figura de una mestiza o de una princesa azteca». Ésta, por ejemplo, es la creencia de los científicos norteamericanos Smith y Callagan, expuesta anteriormente en su estudio sobre el rostro. Y considero que es una hipótesis errónea porque, tras consultar a especialistas en vestiduras y ropajes de mujeres israelitas, todos coinciden en un hecho de suma importancia; «tanto el manto como la túnica que presenta la imagen coinciden con las vestiduras utilizadas durante las fiestas por las mujeres de Israel y en pleno siglo i.»)

»Sería de gran trascendencia convencer a la Iglesia católica para que permitiera el acceso de un buen equipo de especialistas que procediera a la «limpieza» y restauración del rostro.

Pero, tanto Franyutti como yo estimamos que tales deseos eran, hoy por hoy, poco menos que un sueño…

Si esos añadidos y retoques están ahí -y así lo evidencian los estudios de Smith y Callagan, así como las fotografías de 1923 y 1929- es muy posible que a la Iglesia católica de hoy no le «interese» demasiado remover tan fea y poco clara «herencia»… Y ojalá me equivoque.

Porque, en realidad, ¿qué razones o argumentos pudieron esgrimir los responsables de la imagen de Guadalupe de los siglos xvi y principios del xx para «meter las manos» en el ayate original?

Había que adornarla y -de paso-

hacerle compañía

Ésta, casi con seguridad, es una de las partes con mayor dosis de especulación del presente trabajo. No hay datos, no existen documentos ni testimonios -al menos no se han encontrado hasta ahora- que nos digan por qué fue retocada la enigmática imagen de la Señora del Tepeyac. A lo sumo, y después de mucho espurgar en la historia y en su «trastienda» -y reconozco que cada vez me siento más enamorado y más a gusto en dicha «trastienda»- uno puede tropezar con indicios casi «microscópicos» de lo que quizá ocurrió en aquella remota época de la conquista de la Nueva España.

Pues bien, construyendo sobre tales señales y después de no poca reflexión, en estos momentos me vienen al corazón dos posibles grandes razones, que podrían explicar -nunca justificar, vaya esto por delante- los añadidos y retoques del siglo xvi.

Una primera hipótesis estaría basada en la perentoria necesidad de remediar las zonas del ayate deterioradas por el paso de los años, por el continuo frotamiento de la tela por parte de los miles de fieles que acudían hasta el Tepeyac, por la acción de insectos, humos o cualquier agente tísico natural o artificial o, incluso, por una mezcla de todas estas razones.

Si esto fue así, los retoques significaron un sencillo afán por evitar la destrucción parcial o total de la tilma de Juan Diego. Y siguiendo las corrientes pictóricas imperantes en la época, el pintor o los pintores pusieron manos la obra, añadiendo, precisamente, elementos típicos del estilo gótico: estrellas, armiños, etc.

La segunda teoría discurre por otros derroteros…

También pudo suceder que aquellos primeros misioneros llegados a México -hombres, en general, de recio corazón y enraizada fe- no hallaran la imagen original de la Señora de Guadalupe todo lo «religiosa» y «tradicional» a que estaban acostumbrados. Basta con echar un vistazo a las Vírgenes que habían sido pintadas hasta esas fechas para darse cuenta que la misteriosa figura de la Señora del Tepeyac -si realmente era como nos la muestran los científicos norteamericanos- tuvo que extrañar y chocar con la idea mariana de los frailes, «guardianes» de unas doctrinas religiosas, quizá apropiadas para el siglo xvi, pero que hoy nos llenarían de espanto e indignación.[55]

Entra dentro de lo posible que esos misioneros españoles, guiados siempre por su buena voluntad -eso no lo dudo- tomaran la secreta decisión de «arreglar» la imagen original, impresa o «dibujada» en el ayate el 12 de diciembre de 1531 por un «sistema» que ni ellos ni nosotros, en pleno siglo xx, podemos comprender.

Uno de los indicios que pude encontrar en aquellos días de mi estancia en México -y que podría servir para apuntalar esta segunda posibilidad- aparece en una de las obras de Florencia (siglo xvii).[56]

…A principios del aparecimiento de la Bendita Imagen -cuenta el padre Florencia- pareció a la piedad de los que cuidaban de su culto, y lucimientos, que sería bien adornarla de querubines, que alrededor de los rayos del Sol le híciessen compañía… Assí se executó; pero en breve tiempo se desfiguró de suerte todo lo sobrepuesto al pincel milagroso, que por la deformidad, que causaba a la vista… se vieron obligados a borrarlos…; ésta es la causa, de que algunas partes del rededor de la Santa Imagen parece, que están saltados los colores.»

Contemplando la sencilla -casi «transparente»- figura de la Virgen «Niña» que ha «reconstruido» la NASA, no es difícil imaginar los rostros y pensamientos de aquella Iglesia, tan limitada en sus interpretaciones de lo sobrenatural. «Había que adornarla -y de paso- hacerle compañía…»

¿Cómo podía consentirse que la imagen «milagrosa» de la Virgen apareciera ante los ingenuos y ante los «listos» -que de todo había entre los naturales del recién desmoronado imperio mexica- prácticamente «desnuda» y «huérfana» de todo aquello que constituía buena parte de la «base» y de la ortodoxia de la propia evangelización recientemente emprendida? ¿Cómo admitir que la Señora de los Cielos hubiera «grabado» su imagen, «olvidándose» de los ángeles, de la Luna, de las estrellas, de los rayos solares que indudablemente deberían salir de su cuerpo y, para colmo, del signo de la cruz…?

Estos y quizá otros parecidos pensamientos pudieron cruzar las mentes de la mayoría de los «responsables» de la Iglesia en la Nueva España. Las consecuencias son fáciles de adivinar y ahora están siendo descubiertas: el valioso documento gráfico -quizá el único «autorretrato» de María- fue «adulterado»…

Al mismo tiempo que fui profundizando en esta segunda posibilidad, surgió en mí una nueva duda: ¿consintió el primer obispo de México, Juan de Zumárraga, los retoques y añadidos en la tilma del indio Juan Diego?

Durante muchas horas indagué, leí y pensé sobre aquel no menos discutido franciscano. Por supuesto no he encontrado la respuesta. Sin embargo, «algo» me dice que fray Juan de Zumárraga jamás hubiera aceptado la presencia de tales complementos en el capote que él mismo -según relata el Nican Mopohua- desató del cuello del mexica. Aunque más adelante me referiré a la vida de este ilustre vasco, que jugó un papel primordial en el «milagro de las rosas», veamos a título de resumen lo que dice de él su principal biógrafo, Joaquín G. Icazbalceta:

Era un varón apostólico, pobre, humilde, sabio, celoso, prudente, ilustrado, caritativo, enemigo de toda superstición y tiranía, propagador infatigable de la verdadera doctrina de Jesucristo, amparo de sus ovejas desvalidas, benefactor del pueblo en el orden material lo mismo que en el moral, y eminentemente práctico en todas sus disposiciones y consejos.

Con su bien ganada fama de hombre recto e inteligente, difícilmente hubiera aceptado la transformación -«ni aún en bien de los incultos indios»- de la imagen que él mismo, y esta circunstancia me resulta de vital importancia, vio cómo se formaba «milagrosamente».

Zumárraga, se quiera o no, formaba y forma parte de las apariciones y del importante legado de la Señora de Guadalupe en México. Y eso, para un obispo y misionero de la talla de aquel hombre, debía de pesar lo suyo. Era suficiente, en fin, como para haber pulverizado a quienes hubieran insinuado siquiera el «arreglo» de la imagen original.

Y aquí surge otro dato muy significativo.

Zumárraga muere el 3 de junio de 1548, a los ochenta años de edad, en plena lucidez mental y todavía en el desempeño de su ministerio como obispo.[57] Si recordamos que el documento más antiguo que poseemos, y en el que se hace una detallada descripción de la imagen (tal y como ahora la conocemos), es el famoso Nican, escrito probablemente entre los años 1545 y 1550, es muy posible que nos estemos aproximando a las fechas en que el ayate fue retocado. Una vez fallecido Zumárraga -1548-, los partidarios de la «culminación pictórica» de la imagen del Tepeyac pudieron tener «vía libre» y hacer realidad sus propósitos. Son, además, los años en los que -según los cronistas ya citados-, despliega su actividad el célebre pintor indio Marcos…

Todo parece coincidir.

Si tuviera, en suma, que decidirme por una de las dos teorías, me apuntaría -siempre con las reservas a que obliga toda elucubración- a la segunda: para mí, la imagen del Tepeyac fue retocada como consecuencia de una mentalidad tan corta como intransigente en asuntos del «más allá».

Cabe igualmente que llegaran a fundirse ambas posibilidades: retoques a causa del estado de la tilma y corno resultado de una lamentable «miopía» doctrinal.

Sea como fuere, lo cierto es que la imagen original que -según todos los testimonios- quedó dibujada o impresa de forma «no humana» en el burdo tejido del ayate no parece ser la que hoy conocemos y contemplamos en el altar mayor de la basílica de México, Distrito Federal. Pocos años después del gran acontecimiento, la Señora fue «transformada» con pintura. Y otro tanto parece haber sucedido en el siglo xvii, a raíz de la conocida y grave inundación de 1629.

¿Cuál pudo ser la motivación del tercer y último proceso de retoque de la Imagen? ¿Por qué se oscureció el rostro de la Virgen entre los años 1926 y 1929, tal y corno hemos apreciado gracias a las fotografías de 1930?

Aunque parezca mentira, en ocasiones, la oscuridad que rodea a las acciones de la Iglesia católica no depende de los siglos. Aquella impenetrabilidad que sigue pesando sobre los responsables de la tilma de Juan Diego en el siglo xvi está presente también en pleno siglo xx. Todo se llevó en secreto y nadie, por tanto, puede aportar las razones finales y auténticas que motivaron semejantes hechos. Una vez más, y en relación a los retoques del siglo xx sólo podemos sospechar…

Cuando la imagen fue removida de su lugar, como consecuencia de las persecuciones y cierres de iglesias en México, pasó al doble fondo de un ropero en la casa de la familia Murguía, en la calle República de El Salvador, en México (así consta en diversas actas notariales).

Cuando los ánimos se calmaron, la Iglesia sustituyó la copia del pintor Aguirre -que había «suplantado» a la verdadera en el altar mayor de la vieja basílica- por el original. Fue entonces cuando se observó que los hilos del ayate se marcaban «demasiado» en el rostro. Esto hizo «sospechar» a los investigadores y expertos que el abad Feliciano Cortés -siempre «de buena fe», claro- la había mandado retocar en ese tiempo en que la tilma original permaneció oculta.

Pero, como digo, la Iglesia ha preferido guardar silencio sobre tan enojoso asunto…

Un «silencio» tan denso como el que cayó en aquel siglo xvi sobre el verdadero nombre de la Señora que se apareció en el cerro del Tepeyac. Porque, ¿de verdad fue «Guadalupe» el nombre de la Virgen que se presentó ante Juan Diego?

9 ¿HABLÓ LA SEÑORA EN

NÁHUATL, CASTELLANO O ÁRABE?

¿Guadalupe?

Pero ¿cómo no me había dado cuenta mucho antes?

En la densa soledad de la habitación de mi hotel caí en la cuenta de un hecho absurdo. Si la Señora de Guadalupe se había dirigido al indio Juan Diego y a su tío, Juan Bernardino, en el idioma natal de ambos -el náhuatl-, ¿qué pintaba aquella palabra árabe en mitad del relato? Porque «guadalupe» es árabe…

Revisé frenéticamente mis papeles y libros y, en efecto, todos coincidían: según el Nican Mopohua[58] el más antiguo testimonio escrito sobre las apariciones, la Virgen comunicó al anciano Juan Bernardino que su nombre era «Guadalupe». Y así debía bautizarse el templo que se erigiera en su honor. Las dudas comenzaron a inquietarme.

¿Cómo podía ser que la Señora hubiera roto su conversación, siempre en el difícil náhuatl, para «colar» un término que ni siquiera era castellano y que, en consecuencia, el nativo mexica no habría comprendido? Aquello no tenía mucho sentido. Allí había gato encerrado…

Así que en los días siguientes, todos mis esfuerzos estuvieron al servicio del esclarecimiento de esta nueva duda. Resultaba más que sospechoso que aquella Virgen hubiera recibido el nombre de otra imagen -la famosa Señora de Guadalupe (Cáceres)-, justamente en los años en que los conquistadores españoles, con el extremeño Cortés a la cabeza, sometían al imperio azteca.

Una afilada duda me trajo en jaque durante días: ¿y si todo hubiera sido un «montaje», a medias entre los misioneros y los conquistadores?

No podía ser. Mi corazón me decía que, aunque el suceso presenta aún aspectos dudosos y oscuros, debió de ocurrir en realidad. De no haber sido así, ¿cómo explicar los sensacionales hallazgos en los ojos de la imagen, en los que estaba a punto de entrar?

No, allí había «algo» más. Y yo debía averiguarlo…

La fascinante historia de la

«Guadalupana» española

Lo primero que me propuse fue conocer, lo más exhaustivamente posible, la historia de la «otra» Virgen de Guadalupe: la española. Como supongo que sucede con la mayoría de los españoles, excepción hecha de los extremeños, naturalmente, yo no tenía la menor idea de dónde, cómo y a quién se apareció la Señora de Guadalupe de Cáceres. Había oído hablar de un pastor y de una pequeña talla en madera, encontrada en las proximidades de lo que hoy es el célebre monasterio cacereño. Pero nada más. Para mí, todas estas supuestas apariciones marianas eran más o menos iguales. Casi «fabricadas» en serie…

A mi regreso a España, y en una detenida visita al monasterio, pude disponer de la leyenda, tal y como la cuenta el viejo códice titulado Milagros de Nuestra Señora de Guadalupe desde el año de 1407 hasta 1497 y que figura en el Archivo de Guadalupe (C-1).[59]

La historia de la Señora de Guadalupe -la «española»- arranca en realidad de la ciudad de Roma… El códice dice así, en síntesis:

Capitulo I. De cómo San Gregorio envió a España la imagen de Santa María de Guadalupe a San Leandro, Arzobispo de Sevilla.

En el tiempo que reinaba el rey Recesvinto, del linaje de los godos,[60] en ese mismo tiempo era arzobispo de Toledo San Eugenio confesor, y en la ciudad de Sevilla, San Leandro. Y en aquel tiempo era Papa en Roma el glorioso doctor San Gregorio. El cual tenía en su cámara un oratorio en el cual tenía muchas reliquias, entre las cuales tenía la imagen de Nuestra Señora Santa María, y delante de la cual hacia su oración cada día muy devotamente.[61]

Pues en este tiempo de este padre santo y doctor bien aventurado, San Gregorio, envió nuestro Señor Dios una pestilencia muy espantosa en el pueblo romano; y que andando las personas o estornudando o bostezando se caían muertos en el suelo. Y viendo este glorioso doctor esta plaga tan cruel, púsose en oración delante de aquella imagen de nuestra Señora, rogando a nuestro Señor Dios y a ella que les pluguiese tener piedad de su pueblo.

El cual, como acabase su oración, sintió luego en sí la gracia del Espíritu Santo; y mandó luego pregonar por toda la ciudad de Roma, que se juntasen todos, tanto eclesiásticos como seglares; vírgenes y casados y viudas, para rogar a Dios que les quitase aquella pestilencia. Y ordenó este santo padre San Gregorio una solemne procesión. Y las vírgenes y continentes en otra; y los casados en otra; y las viudas fuesen en otra procesión; y todos así ordenados y cada uno según su estado iban en su orden. Y ordenó que se cantase en esta procesión la letanía. Y desde entonces acá se ordenaron las procesiones en el tiempo de las necesidades, y que se cantase en ellas la letanía.

Y en esta procesión llevaba San Gregorio la imagen de nuestra Señora Santa María arriba dicha. Y acabada de cantar la letanía, oyeron cantos de ángeles que cantaban ese canto celestial, a saber: «Regina celi letare alia.; quia quem meruiste portare Alleluia, resurrexit sicut dixit alla.»

Y respondió San Gregorio: «Ora pro nobis deum Alleluia.»

Y luego en esa hora fue visto estar un ángel encima del castillo de San Ángelo con una espada ensangrentada en la mano, y la estaba limpiando y la metió en la vaina, y cesó luego la pestilencia. Por lo cual San Gregorio con todo el pueblo romano dieron muchas gracias a nuestro Señor Dios y a la Virgen gloriosa por tan grande beneficio como les había hecho. Y acabada la procesión volvió San Gregorio a su palacio, y puso la imagen en su oratorio.

Capítulo II. Cómo San Gregorio envió a San Leandro, arzobispo de Sevilla la dicha imagen y lo que por ella fue mostrado en el mar.

«Señor padre santo, sepa vuestra santidad que algunos trabajos ha habido por culpa de aquel malvado rey arriano. El cual siempre perseveró en su herejía; y desterró tres obispos; y mató a su hijo el mayor, porque seguía la doctrina y consejos de Leandro arzobispo.»[63]

Y como después de esto enfermase este arriano, conoció la maldad en que había estado; mas por vergüenza de sus caballeros nunca se quiso partir de su error; pero llamó a su hijo y díjole: hijo, todo aquello que Leandro dice de la fe de Jesucristo es verdad. Por lo cual te mando que creas sus consejos y sigas su doctrina.

Y cuando Isidro acabase de contar estas cosas y otras a San Gregorio: hijo, mucho me alegro porque no vino acá el arzobispo. Pues según he visto en sus detrás, es muerto el rey, y dejó un hijo seguidor de la santa fe católica. Por lo cual creo que si hasta ahora había en España alguna herejía, que de aquí en adelante sea destruida y desarraigada. Y aún dijo más San Gregorio a Isidro. Así: Hijo, ya había enviado a llamar al arzobispo y a otros prelados, para ordenar con ellos algunas cosas que pertenecen al servicio de Dios; pero aunque él no venga, él se contentará con lo que nos hiciéremos,

Y díjole San Gregorio: Hijo, el arzobispo tu hermano me envió a demandar las escrituras que he hecho sobre Job, y las homilías que escribí sobre los evangelios: mi voluntad es que tú quedes aquí conmigo en mi cámara. Pues sabía San Gregorio que su hermano Leandro lo tenía encerrado en un palacio; lo uno porque aprendiese las santas escrituras, y lo otro porque de la vista de los ojos no le viniese algún daño. Pues, hijo, tú mira a los que quieres que queden acá contigo; y los otros quiero enviarlos al arzobispo: y yo le quiero enviar esta imagen de nuestra Señora que tengo en mi oratorio, y esta cruz y un Palio. Y sabed, que palio es una divisa que da el Papa a los arzobispos, que traen echada a los pechos. Y quiero enviarle estas santas reliquias que tenemos: y los morales, y las homilías y el diálogo, y otros libros devotos para su contemplación. E Isidro respondió: Señor, padre santo, hágase como mandare la vuestra santidad. Y aparejados los que mandaron volver a Sevilla, mandó San Gregorio poner la imagen y las santas reliquias, y la santas escrituras en un arca muy noble, las cuales dio a un prelado de aquellos que con San Isidro habían ido a Roma, con el cual escribió sus cartas para San Leandro.

Y despidiéndose del padre santo, anduvieron su camino, y llegando al puerto del mar entraron en su navío. Y viniendo por la mar resolvió el demonio muy gran tormenta; y quisiera sumir al navío bajo el agua: Y como esto viese un santo clérigo que ahí iba, abrió el arca en que venía la imagen de nuestra Señora Santa María, y la tomó en los brazos y saltó con ella sobre el navío. Y luego, en esa hora, pareció todo el navío lleno de cirios encendidos, y cesó toda aquella tormenta, y tuvieron en adelante buen viaje por los ruegos de la Virgen gloriosa. Y vista tan gran maravilla, todos los que iban en el navío, comenzaron luego a decir con mucha devoción así: «¡Oh Señora!, Virgen Santa María: con verdad canta de ti la Iglesia llamándote estrella de la mar, carrera de la salud y puerto de salutación.»

Y desde que llegaron a Sevilla fuéronse al palacio del arzobispo; los cuales fueron recibidos por San Leandro con mucha alegría. Y él, preguntándoles por San Isidro, respondieron ellos, diciendo: «Señor, el Papa San Gregorio le plugo tenerle consigo, como por estas sus cartas sabrá.»

Y abriendo San Leandro el arca en que venía la dicha imagen, la sacó con mucha alegría y devoción; y la puso en su oratorio y las otras santas reliquias.[64]

Capítulo III. De cómo fue traída la dicha imagen de nuestra Señora por los clérigos de Sevilla y cómo la dejaron en este lugar escondida huyendo por miedo a los moros.

En el tiempo que reinaba el rey don Rodrigo,[65] sometió muchas tierras a su señorío: y muchos reyes moros le obedecían y daban parias.[66]

Y en tiempo de este rey había en España un gran señor y caballero, que se llamaba el conde don Ulan (don Julián). El cual mandó el dicho rey Rodrigo que pasase al otro lado del mar, y que demandase las parias a los reyes moros, y guerrease contra todos aquellos que no le quisiesen obedecer. Y el conde, obedeciendo el mandamiento del rey su señor, embarcó luego con mucha gente y pasó allende el mar. Y los moros, sabiendo su venida, salieron a recibirle, y besáronle la mano, así como al rey, en señal de sujeción; y le hicieron todas las ceremonias, así como a la persona del rey, y le dieron las parias muy largamente.

Y mientras que el conde allá estaba, tuvo cópula carnal el rey con la condesa, esposa de don Julián.[67] Y después el conde regresó, cuando quiso yacer con la condesa, su mujer, ella le dijo: «Señor, no os acerquéis a mí, pues el rey hubo ayuntamiento conmigo.» Y habiendo por esto muy grande enojo el conde, entró luego en él un pensamiento muy malo y diabólico, cómo destruir a toda España, y se puso manos a la obra. Y para que su mal concepto tuviera luego el efecto que deseaba, trajo tales maneras con el rey, que les convenía, diciéndole así:

«Señor rey, ruego a vuestra alteza me oiga: todos los reyes del otro lado del mar os obedecen y están a vuestro mandato. Y ya que no hay quien contradiga a la corona real, me parece, señor, con reverencia, que no debe vuestra alteza dar tierras ni vasallaje a caballero alguno ni a escudero, y que les debe mandar deshacer las armas para que vivan en paz, y que todos sean labradores, y críen por el campo; pues así yo lo quiero hacer a todos mis vasallos.»

Y pareciéndose esto al rey que eran buen consejo y legítima razón mandó pregonar por todos sus reinos que todos deshiciesen las armas para que todos viviesen en paz; y que desde en adelante quitaba a todos las mercedes y sueldos que daba a caballeros y a escuderos. Y después que el conde escuchó esto y cuando vio que todo su querer y mal consejo había puesto el rey en efecto, y que todos dejaban desamparadas las ciudades y los lugares y salían a vivir a las granjas y a los campos, entendió dicho conde que era ya el tiempo para vengarse de la injuria que el rey le hizo y dijo así al rey: «Señor, quiero pasar al otro lado de la mar a traer las parias que los reyes moros suelen dar a vuestra alteza.» Y el rey Rodrigo le mandó que fuese.

Y después que el conde allá pasó, habló con todos los reyes moros y en especial con el rey Soldán que era el mayor de todos, y le dijo: «Ahora, señor, tenéis tiempo vos y todos los reyes moros para pasar a España y yo os la daré en poder, si seguís mi consejo. Pues yo he hecho deshacer todas las armas, y las gentes han salido a morar a los campos; por tanto, si hacéis lo que digo, tenéis tiempo ahora para acrecentar vuestra ley, destruir la de los cristianos y matarlos a todos.» Y los reyes moros, creyendo que era verdad, como el dicho conde les decía y aconsejaba, pusiéronlo así por obra. Y pasaron tantos moros sobre el mar que no podrían ser contados; los cuales desembarcaron en el puerto de Gibraltar.

Por esta causa huyeron de Sevilla todas las gentes. Entre los cuales huyeron también unos clérigos devotos y de santa vida; y trajeron consigo la dicha imagen de nuestra Señora, Santa María, y la cruz y las otras santas reliquias. Y viniendo huyendo cuando, fuera del camino, llegaron a un río que llaman Guadalupe. Y junto con él estaban unas grandes montañas. Y en esas montañas hallaron una ermita y un sepulcro de mármol, en el cual estaba puesto el cuerpo de San Fulgencio, cuyos huesos están ahora enterrados en el altar mayor de esta iglesia de nuestra Señora Santa María de Guadalupe. Y estos devotos clérigos hicieron una cueva dentro de la ermita, a manera de sepulcro y pusieron dentro la dicha imagen de nuestra Señora, y con ella, una campanilla y una carta y cercaron aquella cueva con muy grandes piedras, y pusieron encima unas piedras grandes y se fueron de ahí.[68]

Después que el cuchillo de los moros pasó por la mayor parte de España, quiso nuestro Señor Dios tener piedad de los cristianos, y esforzar sus corazones para que volviesen a cobrar las tierras que habían perdido. Y así fue que ganaron y tomaron por fuerza, poco a poco, mucha tierra de aquella que poseían ya los moros. Y por abreviar el tratado, contaremos aquí la manera cómo se tornó a ganar de los cristianos esta tierra ya perdida. Y comenzando diremos primero del muy católico y noble rey de Castilla don Alonso, el cual ganó y tomó a los moros gran parte de Castilla por la fuerza[70] de las armas, teniendo con ellos muy grandes batallas; en especial en la que hubo en las Navas de Tolosa.[71] Donde él y todos los católicos ayudados de la ayuda y gracia divina, tuvieron una victoria maravillosa de los enemigos de nuestra fe: en la cual, la santa cruz de nuestro salvador Jesucristo y nuestra fe fueron muy ensalzados para siempre.

Y desde entonces, el noble rey don Alonso abatió de tal forma a los falsos moros, que nunca después alzaron cabeza. Y esta vez ganó a Ubeda y a Baeza y a otros lugares muchos y murió en paz.

Y luego reinó su hijo Alonso,[74] el cual, una vez muerto, reinó su hijo don Sancho; y muerto don Sancho, reinó luego su hijo don Fernando; y desde que murió este rey don Fernando, reinó su hijo don Alonso[75] el cual ganó las Algeciras y murió sobre Gibraltar.

Y en el tiempo que este rey don Alonso reinaba en España apareció nuestra Señora, la Virgen María a un pastor en las montañas de Guadalupe de esta manera: andando unos pastores guardando sus vacas cerca de un lugar que se llama Halía, en una dehesa que se dice hoy día la dehesa de Guadalupe, uno de estos pastores que era natural de Cáceres, donde aún tenía su mujer e hijos, halló menos una vaca de las suyas. El cual se apartó de ahí por espacio de tres días, buscándola. Y no encontrándola, se metió en unas grandes montañas que estaban río arriba, a su búsqueda; y se apartó a unos grandes robledales y vio que estaba allí su vaca, muerta y cerca de una pequeña fuente.

Y al ver su vaca muerta, se llegó a ella; y mirándola con diligencia, y no hallándola mordida de lobos ni herida de otra cosa, quedó muy maravillado: y sacó luego su cuchillo de la vaina para desollarla. Y abriéndola por el pecho a manera de cruz, según es costumbre de desollar, luego se levantó la vaca. Y él, muy espantado, se apartó del lugar; y la vaca estuvo quieta. Y luego, en esa hora, apareció ahí visible nuestra Señora la Virgen María a este dichoso pastor y díjole así: «No tengas miedo; pues yo soy la madre de Dios, por la cual el linaje humano alcanzó redención. Toma tu vaca y vete, y ponla con las otras; pues de esta vaca habrás [tendrás] otras muchas, en memoria de esta aparición. Y después que pusieres tu vaca con las otras, irás luego a tu tierra, y dirás a los clérigos y a las otras gentes que vengan aquí, a este lugar donde yo me aparecí a ti: y que caven aquí y hallarán una imagen mía.»

Y después que la santa Virgen le dijo estas cosas y otras, las cuales se contienen en este capítulo, luego desapareció. Y el pastor tomó su vaca, y se fue con ella y la puso con las otras. Y contó a sus compañeros todas las cosas que le habían acaecido. Y como ellos hiciesen burla de él, respondióles y les dijo:

«Amigos, no tengáis en poco estas cosas. Y si no queréis creerme, creed aquella señal que la vaca trae en los pechos, a manera de cruz», y luego le creyeron.

Y el citado pastor, despidiéndose luego de ellos, se fue para su tierra. Y por donde iba contaba a todos cuantos hallaba este milagro que le había ocurrido. Y al llegar a su casa encontró a su mujer llorando, y le dijo «¿Por qué lloras?» Y ella le respondió, diciendo: «Nuestro hijo está muerto.»

Y díjole él: «No tengas cuidado ni llores: pues yo le prometo a santa María de Guadalupe para servidor de su casa, y ella me lo dará vivo y sano.»

Y luego, en esa hora, se levantó el mozo vivo y sano, y dijo a su padre: «Señor padre, preparaos y vamos para santa María de Guadalupe.» Por lo cual, cuantos allí estaban presentes y vieron este milagro, quedaron muy maravillados, y creyeron después todas las cosas que este pastor decía de la aparición de la Virgen María.

Y luego, este pastor llegó hasta los clérigo y les dijo así: «Señores, sabed que me apareció nuestra Señora la Virgen María en unas montañas cerca del río de Guadalupe, y me mandó que os dijera que fueseis allí donde me apareció; y que cavaseis en aquel mismo lugar donde ella me apareció, y encontraríais una imagen suya; y que la sacaseis de allí; y le hicieseis allí una casa. Y me mandó que dijese más: que los que tuviesen a cargo su casa, diesen a comer una vez al día a todos los pobres que a ella viniesen. Y me dijo más: que haría venir a ésta su casa muchas gentes de diversas partes, por muchos y grandes milagros que ella haría por todas partes del mundo, así por mar como por tierra: y me dijo más: que allí, en aquella gran montaña, se haría un gran pueblo.»

Y después que los clérigos y las otras gentes escucharon estas cosas pusieron luego en obra lo que les había dicho este pastor: los cuales, partiendo de Cáceres anduvieron su camino hasta llegar a aquel lugar, donde la santa Virgen María apareció al pastor. Y después que llegaron, comenzaron a cavar en aquel mismo lugar donde el citado pastor les mostró, que había aparecido nuestra Señora Santa María. Y ellos, cavando allí, hallaron una cueva a manera de sepulcro, dentro del cual estaba la imagen de Santa María; y una campanilla; y una carta con ella; y sacáronlo todo allí, con una piedra donde la imagen estaba asentada. Y todas las otras piedras que estaban al derredor de la cueva y encima, todas las quebrantaron las gentes que vinieron entonces y se las llevaron por reliquias.

Y luego edificaron ahí una casa de piedras secas y de palos verdes, y la cubrieron de corchas; y pusieron en ella la dicha imagen y la carta. Y el sobredicho pastor se quedó como guardador de esta ermita, y como servidores continuos de santa María él y su mujer e hijos y todo su linaje. Y sabed que con estas gentes llegaron también muchos enfermos, los cuales, en tocando la dicha imagen de santa María, luego cobraban salud de todas sus enfermedades y volvían a sus tierras dando gracias al Señor y a la Virgen Santa María por los grandes milagros que había hecho. Y luego que fueron estos milagros publicados por toda España, venían muchas gentes de diversas partes a visitar esta imagen, en reverencia a la Virgen santa María, por cuyos méritos y ruegos nuestro Señor, Dios, tantos milagros y maravillas hacía a los que con devoción la visitaban. Y como ya el dicho rey Alonso [Alfonso XI] supiese estos milagros, hubo un escrito que hallaron con.la dicha imagen de santa María, y mandó que fuese trasladado en sus crónicas reales. Y poco después hubo una batalla con los moros. Y temiendo ser vencido en ella, prometióse el rey a Santa María de Guadalupe, de la cual fue luego socorrido en tal manera que fue vencedor. Y pasada la batalla, vino luego a esta casa de Guadalupe a cumplir el voto que había hecho; y trajo muchas cosas de las que se ganaron en la batalla, para servicio de la casa de nuestra Señora. Entre las cuales cosas trajeron muchas ollas de metal que sirvieron aquí mucho tiempo a los peregrinos.

«Enviado especial» de Guadalupe

(España) a Guadalupe (México)

Estaba claro. La Virgen de Guadalupe de Cáceres, en España, nada tiene que ver con la de México, excepción hecha del nombre. Según la leyenda que acabamos de exponer, y que dado su rigor histórico a la hora de citar nombres, hechos y monarcas pudo ser perfectamente verídica, la imagen «española» -para que nos entendamos- es una talla de madera hallada «misteriosamente» en pleno reinado de Alfonso XI el Justiciero. Es decir, entre los años 1312 y 1350. En ese período de tiempo del siglo xiv -y no en las postrimerías del siglo xiii, como apuntan algunos autores- se edificó precisamente la primera y humildísima ermita a Nuestra Señora de Guadalupe. Por su parte, la imagen «mexicana», como ya hemos visto sobradamente, está «misteriosamente» impresa en una capa o tilma y, según todos los indicios y documentos históricos, el suceso tuvo lugar el 12 de diciembre de 1531.

Tampoco el aspecto de cada virgen guarda relación entre si. Mientras la guadalupana «española» lleva un niño en los brazos, la «mexicana» se presenta ante nosotros en una actitud orante.

Por último, tampoco podemos decir que ambas historias sean semejantes. Ni mucho menos… (Y no voy a extenderme ahora en comentar la fascinante historia del pastor, la vaca y la imagen sepultada en la cueva porque estas «apariciones marianas» constituyen en estos momentos uno de mis «frentes» favoritos de investigación. Y creo que, en breve, estaré en disposición de ofrecer a los lectores un exhaustivo trabajo sobre esas 21 000 «apariciones» que han sido «catalogadas» en el mundo occidental desde hace diez siglos. Y adelanto ya que algunas de mis conclusiones pueden provocar la sorpresa, la ira y el entusiasmo…)

Entonces, y volviendo al tema central, ¿por qué la Virgen «mexicana» había sido bautizada con el nombre de Guadalupe? ¿Qué pudo ocurrir en aquellos primeros años, inmediatamente posteriores a las apariciones y al levantamiento de la primera y no menos sencilla ermita de adobe y cañas del Tepeyac?

Si «Guadalupe» y «Santa María de Guadalupe» figuran en el Nican Mopohua, escrito entre diez y veinte años después del suceso, ¿quién le dio esta denominación? Y, sobre todo, ¿por qué?

Como ya he dicho antes, me cuesta trabajo aceptar que la Señora pronunciara el nombre de «Guadalupe». ¿Qué pintaba un término árabe en mitad de una conversación náhuatl? ¿Qué necesidad había de confundir a los sencillos nativos mexicanos? Además, es casi seguro que el anciano y elemental Juan Bernardino hubiera tenido graves problemas de comprensión, y no digamos de pronunciación, con dicha palabra. En suma, y aunque nos estamos moviendo en un «terreno» directamente asociado a lo misterioso o «milagroso», en mi opinión no es lógico ni coherente que la Señora se autodefiniese con una palabra totalmente ajena a la cultura azteca. De la misma forma que en las apariciones registradas en el viejo continente, la Señora jamás invocó un nombre maya, azteca o inca.

«Guadalupe», según todos los expertos, es un vocablo árabe. Para algunos significa «río que arrastra cascajo negro».[76] Para otros, «río escondido»[77] y en opinión de los cronistas Jerónimos, «río de lobos».[78] Este mismo significado -«río de lobos»- es defendido por especialistas españoles tan prestigiosos como Michelena y Miguel Asín Palacios. (Véase la obra de Asín: Contribución a la toponimia árabe en España, 2ª. edición, Madrid, 1944, C.S.I.C.)

Para estos arabistas, «Guadalupe», como digo, sería fruto de la continuación árabe-románica.

Sea como fuere, lo cierto es que no existe la menor sombra de duda sobre la raíz árabe de «guadalupe». El planteamiento inmediato resulta, por tanto, casi obligado: si el descubrimiento de la pequeña talla de madera sucedió doscientos años antes de las apariciones del cerro del Tepeyac, en México; si los primeros conquistadores de la «Nueva España» eran, en buena medida, oriundos de Extremadura y grandes devotos de Guadalupe -la Señora de «su» tierra- y si, en fin, este vocablo nada tiene que ver con la lengua azteca, lo más lógico es deducir que el «bautizo» de la Señora o Niña del Tepeyac fue cosa de los españoles…

En mi búsqueda de datos que confirmaran esta sospecha encontré, por ejemplo, el testimonio de otro fraile -Diego de Santa María-, monje de la Orden de San Jerónimo y que, mire usted por donde, debió de ser uno de los primeros «reporteros», «enviado especial» a México en 1574 para conocer y aclarar aquella historia sobre la Virgen mexicana de nombre «Guadalupe» y que tanto «ruido» había provocado.

Fray Diego llegó a México, como digo, «enviado especialmente» por el monasterio de Guadalupe, en Cáceres, Era lógico que los Jerónimos se sintieran tan intrigados como confundidos y quizá alarmados ante las noticias que llegaban desde el otro lado del Atlántico. ¿«Cómo podía ser que la misma Virgen de Guadalupe se hubiera aparecido -y con idéntica «filiación»- entre los indios de la «Nueva España»? Había que informarse sobre este punto y sobre el no menos «delicado» asunto de las limosnas y privilegios económicos que habían empezado a llover sobre la ermita del Tepeyac. Tampoco era cuestión de dejarse pisar por una «competencia» desleal.

Y el bueno de fray Diego de Santa María se puso a «investigar». Su primera «crónica» conocida llegó a manos del rey de España, Felipe II, con fecha 12 de diciembre de ese mismo año de 1574. Decía así:

…yo hallé en esta ciudad [se refiere a México] una ermita de la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, media legua de ella, donde concurre mucha gente. El origen que tuvo fue de que vino a esta provincia (de la Nueva España) habrá doce años con un poder falso de nuestro Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe, el cual recogió muchas limosnas y, manifiesta la falsedad del poder, se huyó y quedaron cierta cantidad de dineros de los que habían cobrado los mayordomos de esta ermita, que entonces se llamaba por otro nombre.

Y más adelante añade el indignado fraile Jerónimo:

… Entendiendo la devoción con que acudían a Nuestra Señora de Guadalupe, le mudaron el nombre, y pusieron el de Nuestra Señora de Guadalupe, como hoy en día se llama…

Al año siguiente -y con fecha 24 de marzo-, el fraile enviaba una segunda «crónica» a España. Y puntualizaba:

En cuanto a lo que toca a la santa casa de Nuestra Señora de Guadalupe, cuyos negocios traigo entre manos, fuera de los muros de esta ciudad, está una ermita, la cual, del año de 1560 a esta parte, se llama Santa María de Guadalupe y con este título han traído y traen demanda por toda la tierra…

Aquellas «informaciones», recogidas directamente y en el lugar de los hechos, alarmaron al rey de España, que exigió una serie de aclaraciones al virrey y al arzobispo de turno en México. Ambos, «a vuelta de Correo», se apresuraron a desmentir las afirmaciones del Jerónimo y a ponerlo como un trapo.

A las pruebas me remito: el 23 de septiembre de 1575, el entonces arzobispo de la «Nueva España», Pedro de Moya de Contreras, escribía al Rey:

El Visorrey me mostró una cédula de Vuestra Majestad cuyo duplicado no he visto, aunque en ella se acusa de remitírseme acerca de la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, media legua de México, por donde parece haberse hecho a V. M. siniestra relación en la erección, renta, gastos, y limosnas de aquella casa, porque la verdad es la que parece por esa información que hice hacer a mi provisor, después de la visita para que constase de ella y cesasen falsas opiniones; por el testimonio se verá la renta que tiene y las limosnas que se dan y sus gastos ordinarios; habiendo conferido esto con el virrey parece que se aplique lo que sobrase para casar huérfanas u otra obra pía, de suerte que el pueblo vea en lo que se emplea para que más edifiquen los devotos de aquella santa casa, y así con brevedad se pondrá en ejecución.[79]

El arzobispo, como era de esperar, acusa a fray Diego Y califica su información de «siniestra». Es una lástima que no se haya podido encontrar esa «relación» a la que el citado Pedro de Moya hace mención y que mandó hacer a su provisor. Hubiéramos tenido más datos sobre el origen y otras circunstancias que rodearon a la primitiva ermita del Tepeyac.

El virrey, naturalmente, salió al paso también de los «infundios» del Jerónimo y escribió al rey en los siguientes términos:

…Otra [cédula] fechada en San Lorenzo el Real, a 15 de mayo de 1575, sobre lo que toca la fundación de la ermita de nuestra Señora de Guadalupe, y que se procure que el arzobispo la visite. Visitarla y tomar las cuentas, siempre se ha hecho por los prelados; y el principio que tuvo la fundación de la iglesia que ahora está hecha, lo que comúnmente se entiende, es que el año 55 o 56 estaba allí una ermitilla en la cual estaba la imagen que ahora está en la iglesia, y que un ganadero que por allí andaba publicó haber cobrado salud yendo a aquella ermita y empezó a crecer la devoción de la gente, y pusieron nombre a la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe por decir que se parecía a la de Guadalupe, de España, y de allí se fundó una cofradía, en la cual dicen habrá cuatrocientos cofrades…[80]

El virrey Martín Enríquez de Almanza, como vemos, se «sacude el muerto» y dice, con toda razón, que las visitas y cuentas de la ermita en cuestión siempre fue cosa de los prelados…

¿Quién llevaba la razón en este pleito? En realidad, poco importa. Lo que sí me parece interesante es que -como consecuencia de la investigación del fraile Jerónimo- se produzca una coincidencia de opiniones (la del virrey y la del propio Diego de Santa María) en cuanto a un hecho que sí encierra una gran trascendencia: tanto el representante del rey en México como el «enviado especial» del monasterio cacereño señalan los años próximos a 1560 como la fecha en que fue cambiado el nombre de la Virgen de la ermitilla del cerro del Tepeyac. Esto significa que la Señora que se mostró al indio Juan Diego en 1531 fue conocida por otro nombre, al menos durante los primeros veinte o treinta años que siguieron a tan misterioso hecho.

Y buceando entre documentos, legajos y crónicas pude encontrar otro «indicio» que perfila, incluso, una posible fecha, a partir de la cual pudo empezar a hacerse popular el nombre de «Virgen de Guadalupe». Veamos.

El padre de Huete y fray Alonso de Santiago escribieron:

…que se debiera dar [le] el nombre de Tepeqaquilla[81] que era el lugar donde estaba la iglesia e imagen.

…que ya que el Ilustrísimo señor Arzobispo -declaraba Alonso de Santiago- quisiese que por devoción se fuera [a] aquella ermita, había de mandar que no se le nombrase de Nuestra Señora de Guadalupe, sino de Tepeaca o Tepeaquilla porque si en España, Nuestra Señora de Guadalupe tenía aquel nombre, era porque el mismo pueblo se decía así, Guadalupe.[82]

Desde 1556, por tanto, existía ya entre algunos misioneros franciscanos una rotunda y pública oposición a que la ermita donde se veneraba la imagen de la Señora «mexicana» fuera llamada «de Guadalupe». Es posible, incluso, que esta «lucha» arrancase desde el momento en que murió el primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga (1548). No dispongo, lógicamente, de pruebas pero hay algo que me inclina a ello. Zumárraga, como hemos visto y veremos más adelante, fue un misionero justo y de gran fortaleza de espíritu. Dudo mucho que él -uno de los principales protagonistas del «milagro de las rosas»- aceptara que se suplantara el verdadero nombre dado por la Señora y que, como ya hemos visto, no pudo ser el de «Guadalupe».

Esto, casi sin querer, me lleva a pensar que el famoso Nican Mopohua, del indio Valeriano, tuvo que ser escrito una vez desaparecido Juan de Zumárraga. No olvidemos que el Nican es el documento más antiguo sobre las apariciones y en el que se hace expresa mención del nombre «Nuestra Señora de Guadalupe». Una de dos: o Valeriano no habló con Zumárraga a la hora de escribir los acontecimientos del Tepeyac o, si lo hizo, el nombre de la Señora fue cambiado por él o por los copistas posteriores. (Recordemos que el texto original de Antonio Valeriano no ha sido encontrado aún.)

Si el primer obispo de México hubiera llegado a leer el citado Nican Mopohua -con la denominación de «Virgen de Guadalupe»- es muy posible que Valeriano y sus colaboradores se hubieran visto obligados a rectificar.

¿Qué pudo ocurrir? ¿Por qué fue cambiado el verdadero nombre que la Virgen le facilitó al indio Juan Bernardino? Y, sobre todo, ¿cuál pudo ser ese nombre original?

«La que tuvo origen en la cumbre de

las peñas»

Aquel razonamiento me gustó. Tenía cierta base. Es más, parecía muy lógico…

El gran historiador Jesús Chauvet, en su libro El culto guadalupano del Tepeyac, apunta que, quizá, lo que pudo pasar con el nombre de la Virgen es que fuera deformado por la pésima pronunciación de los españoles, «recién llegados», como quien dice, al imperio azteca.

La lengua náhuatl era y es enrevesada, al menos para los latinos. La generosa proliferación de consonantes y la longitud de sus vocablos fueron una permanente dificultad para los conquistadores y misioneros. Y así ha quedado reflejado en algunos de los escritos y «relaciones» de los cronistas de aquella época. Por ejemplo, en la obra del ilustre Luis Becerra Tanco, Felicidad de México, en su folio número nueve y en los siguientes:

…Algunos ingeniosos -dice Becerra- se han fatigado en buscar el origen del apellido «Guadalupe», que tiene el día de hoy esta Santa Imagen -se refiere a la del Tepeyac-, juzgando que encierra algún misterio: lo que refiere la tradición sólo es que este nombre, no se le oyó a otro que al indio Juan Bernardino, el cual ni pudo pronunciar así, ni tener noticia de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe del Reino de Castilla; a que se llega la poca similitud que tienen estas dos imágenes, sino es en ser ambas de una misma Señora, y ésta se halla en todas; y recién ganada esta tierra, y en muchos años después, no se hallaba indio que acertase a pronunciar con propiedad nuestra lengua castellana, y los nuestros no podían pronunciar la mexicana, si no era con muchas impropiedades. Así que, a mi ver, pasó lo siguiente, esto es, que el indio [Juan Bernardino] dijo en su idioma el apellido que se le había de dar, y los nuestros, por la asonancia sola de los vocablos, le dieron el nombre de Guadalupe, al modo que corrompieron muchos nombres de pueblos y lugares y de otras cosas de que hoy usamos…

No le falta razón a Becerra Tanco. Ante nombres tan complicados como Atlauhtlacolocayan, Quauhnáhuac, Oaxaca, etc., los rústicos -y no tan rústicos- colonizadores españoles debieron «tirar por la calle del medio» y pronunciar muchas de estas palabras «a su aire». Así, en lugar de «Atlauhtlacolocayan», surgió «Tacubaya». Y «Quauhnáhuac» se vio igualmente corrompida y apareció Cuernavaca. La lista sería interminable y confirma, repito, la teoría de Becerra Tanco.[83]

Más adelante, el mismo autor asegura:

… De lo dicho, se deja inferir que lo que pudo decir el indio Juan Bernardino, en su idioma, fue la palabra «tequantlanopeuh», cuya significación es «la que tuvo origen en las cumbres de las peñas», porque entre aquellos peñascos vio la vez primera Juan Diego a la Virgen Santísima…

Según Becerra Tanco, «otro nombre pudo ser también que dijese el indio, esto es, “tequantlaxopeuh”, que significa “la que ahuyentó o apartó a los que nos comían” y siendo nombre metafórico, se entiende por las bestias fieras o leones».

En este «rastreo» supe de otros historiadores y estudiosos que compartían plenamente la hipótesis de la «corrupción» lingüística. Por ejemplo, el padre Mario Rojas Sánchez, que propuso como palabra original -y de la que derivó «Guadalupe»- «tlecuauhtlacupeuh». Según Rojas, este complicado vocablo significa en náhuatl «la que viene volando de la luz como el águila de fuego».[84]

El mismo autor de la traducción, padre Mario Rojas Sánchez, en las notas finales, al citar el versículo 208, dice; «El nombre náhuatl que verosímilmente dijo la Santísima Virgen a Juan Bernardino y que los oídos españoles asimilaron a”"Guadalupe”, “de Guadalupe” tal vez nunca lo lleguemos a encontrar en ningún documento…»

¿«Tlecuauhtlapcupeuh» o «Cuahtlapcupeuh»? La verdad es que estas palabras dan terror, con sólo mirarlas… Imagino a Hernán Cortés y a sus «muchachos» y al propio obispo, fray Juan de Zumárraga y a sus misioneros, intentando pronunciar correctamente tales términos y haciéndose un verdadero lío con la lengua…

¿Qué pudo pasar? Muy sencillo. Si el nombre que dio la Señora al indio Juan Bernardino fue éste, o similar a éste, lo normal es que los españoles asociaron de inmediato el «sonido» a «Guadalupe». Tanto los vocablos anteriormente citados (y que constituyen un tormento a la hora de transcribirlos) como «tequantlanopeuh» y «tequantlaxopeuh» «suenan» a «cuadlasupe».

No es extraño, en fin, que durante los primeros años, los españoles prefirieran llamar a la Señora y a la ermitilla del Tepeyac como «guadalupe». El nombre original, en náhuatl, como hemos visto, podía «sonar» de forma muy parecida y, además, los conquistadores extremeños ya sabían de la existencia de «su» Virgen de Guadalupe. Cuando el 15 de mayo de 1575, el virrey de México escribía a Felipe II, explicándole que «…pusieron nombre a la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe por decir que se parecía a la de Guadalupe, de España», es muy posible que no hablase del parecido físico, sino del lingüístico. (Como podrá apreciar el lector, entre ambas Vírgenes no existe la menor semejanza.)

Quizá con el paso del tiempo, la costumbre terminó por hacerse «ley» y la Señora del Tepeyac fue conocida ya como «Guadalupe». Esa «generalización» del nombre de la imagen mexicana pudo ser una de las razones que movió al monasterio de Guadalupe, en Cáceres, a enviar a uno de 9 frailes -el ya mencionado fray Diego de Santa María- para «investigar» la «suplantación».

Una prueba más de lo que digo está en Becerra Tañe Volviendo a su libro Felicidad de México (folio nueve y siguientes), puede leerse:

… Y si el día de hoy le mandamos a un indio, de los que no son muy ladinos ni aciertan a pronunciar nuestra lengua, que dijese «de Guadalupe», pronunciaría «Tequatalope», porqué la lengua mexicana no pronuncia ni admite estas dos letras -la «g» y la «d»-, la cual voz pronunciada en la forma dicha se distingue muy poco de las que antes dejamos dichas. Y esto es lo que siento del apellido de esta bendita imagen.

Becerra Tanco nos ha vuelto la oración «por pasiva», aportando otro elemento importante. Si los indios no sabían pronunciar las «g» y «d», ¿cómo explicar que la Virgen pronunciara precisamente «Guadalupe»?

Esta interesante matización fue comprobada no hace mucho por el esforzado cura párroco de la localidad mexicana de Tlachichuca, don Nicolás Sabino Zavaleta, cuando -sin mediar palabra- mostró la imagen de la Señora de Guadalupe (la mexicana) a unas indias del valle de Atlixco y de la ciudad de Zapotitlic, en el Estado de Jalisco. Las inditas -que sólo hablan náhuatl- respondieron invariablemente que aquella era «Shanta María de Coatlallope›.

Esta experiencia fue repetida por el profesor Elías y los resultados fueron idénticos. Los mexicanos jamás pronunciaron la palabra «Guadalupe», en castellano. Esto haría escribir al padre Joaquín Cardoso S. J. que «el nombre que recibió el indio Juan Bernardino en 1531 no pudo ser “guadalupe”».[85]

Y Cardoso expone su propia teoría sobre el posible significado de «Coatlallope». Según el jesuita, este vocablo náhuatl se compone de «coatl» (que significa serpiente), «a» (preposición de régimen) y «Llopeuh» o «xopeuh» (pretérito perfecto del verbo azteca «xopeauah», que quiere decir «aplastar con el pie»).

De donde -afirma el padre Cardoso-, teniendo en cuenta la construcción gramatical de la lengua náhuatl, que pone el verbo al final de la frase, «coatlallopeuh» significa «aplastó con el pie a la serpiente» y que su castellanización («guadalupe») no es ya vocablo árabe que nada tiene que ver aquí, sino «Santa María la que aplastó a la serpiente».

Abundando en esta misma teoría, el también jesuita, Padre Enrique Torroella, afirmaba en 1958 y 1961:

A mí me parece un absurdo suponer que Nuestra Señora se llamara a sí misma «Guadalupe». Ella hablaba en Náhuatl, a un indio ignorante como era Juan Bernardino, ignorante seguramente de la lengua castellana: era ya viejo y mal la pudo aprender. Cómo es posible que la Señora le dijera un nombre aunque bello en significado, pero en una lengua extraña, todavía más extraña que el español, puesto que la palabra Guadalupe es árabe y significa «río de luz»… La Virgen usó seguramente una palabra azteca, que les sonó a los españoles, como Guadalupe; esta palabra fue probabilísimamente «COATLAYOPEUH», que significa «la que aplasta la serpiente.» El idioma mexicano es aglutinante. La palabra se forma de un substantivo y de un verbo; el substantivo es «cotl», que significa serpiente y el verbo «yopeu» -aplastar con el pie-, unidos los dos por la partícula o conjunción «a», por eufonía. «La que aplasta la serpiente con el pie.» Esto sí tiene un significado maravilloso.[86]

Aún pude conocer otras hipótesis sobre el posible origen del nombre de la Señora del Tepeyac.

Efraín Bonilla, por ejemplo, dice que Guadalupe significa «río de los lobos» y que la denominación dada a la Señora «mexicana» deriva de «coatlaloctlapia», formado -según Bonilla- de «coatl» (serpiente), «tlaloc» (diosa del agua), «tlapia» (cuida) y que, en definitiva, quiere decir «la que cuida a la serpiente diosa del agua». Según este autor, «por contracción se suprimió “tla”, quedando la palabra “coatlalocpia”. Suprimida finalmente la “a” en provecho de la brevedad, quedó “coatla locpi”, que pronunciada por un indio auténtico se oiría como “coalalopi” en lugar de “Guadalupe”».[87]

Por último -y por no fatigar más al lector- veamos la opinión del padre Francisco Florencia S. J., en su obra Estrella del Norte, México, 1688:

…Algunos han querido hazer nombre de la lengua mexicana al de «Guadalupe», pero corrupto; dizen que oyendo los españoles el vocablo «Quauhtlalapan», que quiere decir, tierra, suelo de árboles junto al agua (nombre que acaso debía tener en tiempo de la Gentilidad aquel parage, donde se apareció la Virgen, y se fundó el santuario) de «Quautlalapan» por pronunciar los indios las «qq» con algún sonido de «gg», y las «tt», como «dd», hizieron porque assí les sonó en sus oydos, «Guadalupe»; y acordándose de la célebre «Guadalupe» en Extremadura de España, la llamaron comúnmente «La Virgen de Guadalupe».[88]

Esta opinión, sin embargo, no es compartida por el no menos prestigioso investigador Jesús Chauvet (franciscano). En relación con esta palabra náhuatl -«quauhtlalapan»- afirma que él ha encontrado, en efecto, que el libro más antiguo de bautismo de la colonial parroquia de Santiago Tlatelolco (1585-1602) estaba reservado al pueblo de Santiago Quautlalpan, una antiquísima dependencia de dicha parroquia.

Algunos autores -dice Chauvet- pretenden que las inmediaciones del Tepeyac recibía antiguamente el nombre de Quauthlalpan, que significa «suelo de tierra de árboles», de excelente calidad para la agricultura. Sin embargo, los inmediatos alrededores del cerro Tepeyac no eran así, sino tierras salitrosas y muy pobres. Y tampoco la deformación de Quauthlalpan en Guadalupe está comprobada por documentación conocida. De modo que la hipótesis queda asimismo en el aire…

Después de estas largas y penosas investigaciones, sobre mi corazón había caído un leve rayo de luz: aunque nadie dispone de las pruebas documentales, estaba convencido de que la Señora «no» pronunció jamás el nombre de «Guadalupe». Personalmente me inclino por «tequantlanopeuh» y «tequantlaxopeuh». Ambas palabras guardan una curiosa semejanza con «guadalupe» y, por otra parte, son más lógicas, si aceptamos la «comunicación» entre la Señora y los indios. (La primera significa «la que tuvo origen en la cumbre de las peñas» y la segunda, «la que ahuyentó o apartó a los que nos comían».)

Si la Virgen, como dice Becerra Tanco, hubiera pronunciado realmente el nombre de «Guadalupe», el indio -amen de no entender el vocablo como tal- no habría sabido que aquella Niña se refería a un convento existente a miles de kilómetros.

Además, ¿no parece cruel que la Señora de los Cielos se apareciese a dos aztecas y, en el colmo del partidis se identificase con un nombre, «propiedad» de los conquistadores? Como ya he reflejado en páginas anteriores, es muy posible que esa influencia española fuera precisamente la responsable de la progresiva «corrupción» y cambio del auténtico nombre que dio la Señora del Tepeyac a los indios.

Y como final de este capítulo, he aquí, en síntesis y como resultado de mis propias investigaciones personales, lo que pudo suceder en aquellos años del siglo xvi, siguiendo siempre un orden cronológico, en relación al oscuro asunto del nombre de la Virgen:

1531 Se registran las apariciones y Juan Bernardino recibe un nombre, en náhuatl. Posiblemente «tequantlaxopeuh».

1548 Muere Juan de Zumárraga. Durante esos años, los españoles terminaron por «corromper» el vocablo original y la Señora del Tepeyac es conocida como la Virgen de Guadalupe.

1545-1550 Antonio Valeriano, el indio sabio, escribe el Nican Mopohua y en él aparece ya el nombre de «Guadalupe». Es posible que desde la muerte del obispo de México se registraran luchas y tensiones para cambiar «oficialmente» el nombre de la ermita y de la misteriosa imagen que se veneraba en la tilma del indio Juan Diego.

1556 Varios franciscanos se oponen abiertamente a que la Virgen sea llamada como «de Guadalupe». Y sostienen que debe ser conocida por el nombre del lugar: Tepeyac o Tepeaquilla.

1560 Por estas fechas, más o menos, debieron de ganar la partida aquellos que pretendían «bautizar» a la imagen con el nombre de «Guadalupe».

1574 El nombre y la historia de la Virgen de Guadalupe de México llega hasta el convento de Guadalupe, en Cáceres, y los Jerónimos-celosos de “su” Virgen- envían al padre Diego de Santa María para que investigue.

1574 (finales) En una carta a Felipe II, el jerónimo «enviado especial» a México afirma que doce años antes, alguien llegó hasta la Nueva España con un poder falso y se dedicó a «estafar» a propios y extraños. El «estafador» o «estafadores» aparecieron en la ermita del Tepeyac con un poder que, decían, había sido extendido por el monasterio de Guadalupe, en Extremadura. Ello confirma que en 1560 la Señora del Tepeyac ya era conocida como «de Guadalupe».

1575 En otro escrito del virrey de México al rey de España, aquél ratifica las afirmaciones del jerónimo Diego de Santa María, en el sentido de que el cambio de nombre de la Virgen pudo ser hacia 1560.

Tercera parte

10. UN «HOMBRE CON BARBA» EN

LOS OJOS DE LA VIRGEN

Aquel sábado, 24 de octubre de 1981, no fue un día como los demás. Al menos, para mí.

Había iniciado las investigaciones en uno de los «frentes» más atractivos y periodísticos del asunto «Guadalupe»: los descubrimientos en los ojos de la imagen de la Virgen. Y aquel día, como referiré en breve, había sostenido varias y fructíferas entrevistas con Carlos Salinas (el segundo descubridor de la figura de un «hombre con barbas» en las córneas de los ojos de la Señora) y con el doctor Graue, un oftalmólogo de renombre internacional.

Cansado y arrastrando sueño de varios días me encerré en mi habitación número 1 404 del hotel Ejecutivo, en pleno centro del Distrito Federal, y me dispuse a ordenar el trabajo de aquella jornada. Había que combatir aquel cansancio y, tras una generosa ducha, me cambié de ropa y roe situé frente al espejo del cuarto de baño. Eran las nueve y media de la noche -minuto más, minuto menos- cuando tomé el peine e inicié la siempre difícil empresa e trazar una raya lo más recta posible entre los todavía húmedos cabellos. Un pequeño televisor, situado en una esquina de la habitación y en una mesa que apenas si levantaba dos cuartas sobre una moqueta azul, me mantenía unido al resto del mundo. Recuerdo que el locutor del Canal 13 hablaba de los últimos momentos de la histórica«cumbre» de presidentes y jefes de Gobierno de todo el mundo, en Can Cun. Segundos antes de situarme frente al espejo, había echado una ojeada a través del inmenso ventanal que constituía en realidad la pared exterior de la habitación. Desde aquella altura, millones de luces se extendían a mis pies, perdiéndose en un horizonte imposible de precisar.

De pronto, el espejo del cuarto de baño comenzó a oscilar. Durante décimas de segundo permanecí con el peine semienterrado en el pelo, desconcertado. ¿Qué ocurría?

Al mismo tiempo, un ruido sordo -como el fragor de una ola gigantesca que fuera aproximándose- me hizo volver la cabeza hacia la pared de cristal de la habitación. ¡El gran ventanal estaba vibrando!…

Fue cosa de segundos. Mientras asistía atónito al movimiento del espejo, sentí una especie de mareo. Era corno si una fuerza invisible estuviera agitando mi cerebro…

El frasco de la colonia, los tubos con las pastas de afeitar y de dientes, los cepillos, la brocha y el resto de los útiles para el aseo estaban cayendo de las estanterías o chocaban entre sí, como «encantados» por esa fuerza desconocida.

Antes de que pudiera reaccionar la habitación quedó a oscuras. Salí o salté del cuarto de baño -no lo recuerdo bien- y traté de aproximarme a la gran pared de cristal. Luego comprendí que aquel error pudo haberme costado la vida. Toqué el vidrio con las palmas de las manos, al tiempo que, observaba cómo grandes zonas de la capital federal habían en quedado en tinieblas.

Fue entonces, al sentir en mis manos aquella aguda vibración, cuando me di cuenta: ¡era un terremoto!

Jamás había vivido una experiencia como aquélla. El miedo -no me avergüenza confesarlo- me llenó de pies a cabeza. No sabía qué hacer…

El pequeño televisor acababa de caer al suelo y la pantalla, inexplicablemente iluminada aún, seguía emitiendo imágenes de la primer ministra inglesa, Margaret Thatcher y el presidente de México, López Portillo, en no sé que reunión oficial…

Me separé del ventanal y traté de aproximarme hasta el televisor. Pero, aunque parezca increíble, ¡no pude dar el segundo paso! Aquel movimiento, inicialmente tímido, casi imperceptible, se había transformado en una durísima y constante sacudida general. Todo se movía de un lado a otro: la cama, los cuadros, la pequeña mesa, las cámaras fotográficas que yo había situado minutos antes sobre una cómoda y los libros y papeles que se apilaban en la mesilla de noche…

El rugido de aquella «ola» invisible, más fuerte y cerca no a cada segundo, terminó por destrozarme. Sin pensar en nada, sin saber siquiera por qué, todas mis fuerzas se dispararon hacia la puerta de la habitación. ¡Tenía que abrirla y salir! Y con una excitación que no podré definir jamás -mitad frío, mitad miedo, mitad impotencia-, traté de salvar los tres metros escasos que me separaban de la puerta. Sé que parecerá absurdo, pero tuve la sensación de estar caminando contra un viento huracanado.

Mi terror era tal que ni siquiera reparé en las cámaras fotográficas o en el dinero o en mi pasaporte… Mi único pensamiento, mi único deseo, era salir de allí. Alcanzar el pasillo, la calle…

Así lo hice, al fin. Pero la oscuridad de mi habitación se hizo aún mucho más intensa en aquel corredor interior de la planta catorce…

Alguien, creo que una mujer, chillaba presa de un ataque de histeria al otro lado del corredor. Yo sabía que los ascensores estaban a poco más de treinta metros de la puerta de mi habitación. Pero, mientras avanzaba a duras penas en medio de aquel bramido, un pensamiento me inmovilizó: «¡A los ascensores no!… Deben de estar bloqueados…»

En un gesto instintivo me pegué a la pared del pasillo. Extendí los brazos y traté de resistir los embates del seísmo. Durante segundos que se me antojaron siglos, mis espaldas, brazos y manos registraron mil golpes cortos y firmes. Hasta que una de aquellas oscilaciones, más larga que las anteriores, terminó por empujarme y caí como un saco de arena sobre el piso. Fue entonces cuando comprendí que aquella mole de hierro y cemento podía venirse abajo en cualquier momento. ¡Estaba en una de las últimas plantas del hotel!

«¡Dios santo!…»

El miedo se había hecho fuego en mi estómago. Y mi lengua se volvió pastosa.

Cuando estaba a punto de ponerme a gritar, aquel ruido cesó.

En mitad de la oscuridad, y con los dedos aferrados a la moqueta, traté de incorporarme. La señora de los chillidos había comenzado a llorar. Ahora, todo era silencio. Un silencio de muerte…

Me puse en pie de un salto y alguien, a mis espaldas, encendió un mechero. Era otro de los clientes. Al verme gritó:

«¡Acá!… ¡Póngase acá!…»

Aquel mexicano, acostumbrado desde niño a los temblores, sabía que, en nuestras circunstancias, lo mejor era situarse bajo el marco de una puerta. Así permanecí durante quince o treinta minutos. «Es mejor esperar -sentenció aquel inesperado amigo-. Uno nunca sabe si volverá el seísmo…»

Fueron minutos tensos. Angustiosos. Pero el terremoto se había «alejado» definitivamente. Poco a poco todo volvió a la normalidad. Descendimos por las escaleras, al principio con infinitas precauciones y en los últimos tramos, en una carrera casi enloquecida. Sólo en el mar, cuando estuve a punto de naufragar en mitad de una tormenta, en plena desembocadura del Guadalquivir, había sentido una sensación tan profunda de impotencia y peligro.[89]

A la mañana siguiente, al leer la prensa, supe que el seísmo se había sentido en amplias zonas de la costa, del Atlántico, así como en México (Distrito Federal). El terremoto, cuyo epicentro fue localizado entre Guerrero y Michoacán, había tenido una duración de casi dos minutos. Su intensidad había sido de 6 en la escala de Richter. Veinte personas habían resultado heridas y numerosos edificios cuarteados o derribados.

Por supuesto, nunca olvidaré «mi» primer terremoto…

Aquella noche, como buena parte de los habitantes de la ciudad de México, la pasé a la intemperie. Aunque las fuerzas de la naturaleza parecían tranquilas, preferí no volver al hotel. Y me instalé en uno de los bancos del parque de Chapultepec.

Allí, en compañía de decenas de familias con sus hijos, vi llegar un nuevo amanecer. Hacía tiempo que la vida y los tibios rayos del sol no se me antojaban tan hermosos.

Pero yo estaba en México para tratar de investigar e misterioso fenómeno registrado en los ojos de la Señora de Guadalupe. Y no tardé en enfrascarme en nuevas entrevistas.

Marcué: el verdadero descubridor

En mi opinión, ésta es la parte más espectacular del ceso de Guadalupe. No sé si la más trascendental, pero sí, al menos, la más llamativa. En realidad, y como decía en las primeras frases de este libro, el descubrimiento de un «hombre con barbas» en los ojos de la imagen de la Señora mexicana fue lo que me puso en marcha. Fue el pistoletazo que marcó mi salida en esta singular «carrera» en la que me encuentro, casi sin querer…

Al hojear en aquel día de 1977 -aparentemente como tantos otros- el libro de Carlos Salinas y Manuel de la Mora, Descubrimiento de un busto humano en los ojos de la Virgen de Guadalupe, supe, y lo di por válido, que había sido el mencionado dibujante J. Carlos Salinas quien había «descubierto» el busto humano o el «hombre con barbas» en dichos ojos. Así figuraba en las páginas 100 y 101 de la obra en cuestión. Como digo, no tenía motivos para desconfiar del importante dato y en aquellas fechas lo creí así. Pero ahora, al dedicarme de lleno a la investigación, el hecho cambió sensiblemente.

La verdad lisa y desnuda es que el «descubridor» del «hombre con barbas» en las córneas de los ojos de la imagen que «apareció» misteriosamente en la tilma del indio Juan Diego el 12 de diciembre de 1531 en México no fue Salinas.

Indagando aquí y allá comprobé que había sido otro mexicano -Alfonso Marcué- que había tenido tal privilegio.

Cuando intenté localizarlo, mis ilusiones se vinieron abajo: Marcué había fallecido.

El acontecimiento -según las informaciones que pude reunir- tuvo lugar en 1929, sobre una fotografía en blanco y negro, hecha precisamente por Alfonso Marcué, fotógrafo oficial de la vieja basílica de Guadalupe.[90]

En una de las fotografías de la cabeza de la Virgen, Marcué se «encontró» con «algo» que en un principio le dejo atónito y que, conforme fue investigando, le reafirmó sus primeras impresiones: ¡allí había un busto humano! Pero, ¿cómo podía ser? ¿Un «hombre con barbas» en el interior de los ojos de la Virgen?

Marcué -por quien siento una gran simpatía, no lo niego- debió de dudar. ¿Qué podía y qué debía hacer? ¿Re velaba el hallazgo a la Iglesia?

Cuando estuvo plenamente seguro de su descubrimiento, Marcué terminó por alertar a los responsables de la Iglesia católica en México. Pero el interesante asunto no debió de caer muy bien entre la jerarquía y Marcué fue «obligado» a guardar silencio. Es cierto que los «aires» no eran muy propicios en aquellas fechas para la «gran estructura eclesiástica»[91] pero, desde mi punto de vista, la Iglesia, en este caso, cometió un error, contribuyendo así al retraso en unas investigaciones que no admitían demora.

Esta «prudencia» de la Iglesia «congeló» el descubrimiento, por lo menos «oficialmente», durante veintidós años.

Y digo «oficialmente» porque, como es lógico, un hallazgo de esta naturaleza no es fácil de guardar. Y me consta que la noticia de la aparición de un «hombre con barbas» en los ojos de la Señora del Tepeyac circuló «bajo cuerda» y fue conocida por numerosos ciudadanos…

Una de estas personas fue, sin duda, Carlos Salinas. Él mismo lo confesó veladamente en la conferencia pronunciada el 12 de julio de 1956 en México.[92] Así fueron sus primeras palabras en aquella ocasión:

Hace mucho tiempo que había sido informado de una silueta que parece distinguirse en la parte superior de uno de sus párpados. Esta noticia me llevó a empeñarme en descubrir algo de positivo valor comprobatorio y teniendo una fotografía auténtica del busto de la Santísima Virgen, al tamaño natural y sin retoque, que me obsequió el señor licenciado Manuel Garibi Tortolero y fue tomada con el cristal abierto y con la cámara a nivel por el litógrafo don Jesús Cataño (que en paz descanse), me coloqué frente a ella y musité mi ruego: «Madre mía: si quieres que descubra “algo digno de ti”, que sea en donde todos nosotros los humanos lo aceptemos como cierto y verdadero, es decir, en la pupila o iris de tus ojitos, única parte de tu cuerpo que emite reflejos…»

Salinas, como vemos, ya tenía noticia de la existencia de una «silueta» extraña en alguna parte de los ojos de la imagen. Fue, por tanto, el «redescubridor». Pero, desde mi punto de vista, el gran mérito de este mexicano fue otro: José Carlos Salinas Chávez fue el hombre que removió Roma con Santiago, hasta lograr que la Iglesia primero y la ciencia después se interesaran de verdad por el hallazgo. Pero sigamos el hilo de los acontecimientos, tal y como sucedieron.

Debido a su antiguo conocimiento -como hemos observado por sus palabras en la conferencia pronunciada en 1956- sobre la existencia de una silueta o de un busto humano en los ojos de la Guadalupana, Salinas pasó muchas horas «explorando» el rostro de la Virgen. Hasta que un buen día -mejor dicho, una buena noche-, el hoy anciano[93] dibujante tembló de emoción.

Aquel 29 de mayo de 1951, Salinas se hallaba materialmente volcado sobre una fotografía en blanco y negro del busto de la Señora del Tepeyac. Eran las 20.45 horas.

Armado de una diminuta lupa, el mexicano paseaba una y otra vez su vista sobre aquel rostro sin retoques. Hasta que, de pronto, su mano derecha se detuvo. Allí había «algo» raro. Concentró su atención en aquel punto del ojo derecho de la imagen. No había duda. ¡Allí estaba la buscada «silueta humana»!

Acercó y alejó varias veces la minúscula lupa negra y su primera impresión quedó totalmente confirmada. Su emoción debió de ser tan profunda que aquella misma noche dejó escrito el siguiente documento:

En el despacho 24 de las calles de Tacuba, número 58, siendo las 8.45 horas de la noche, del martes 29 de mayo de 1951 yo José Carlos Salinas Chávez vi por vez primera reflejada en la pupila del lado derecho de la Santísima Virgen de Guadalupe la cabeza de Juan Diego y comprobándola también en el lado izquierdo, en seguida y minutos después la vio también el señor Luis Toral que se encontraba presente.

Firmamos de común acuerdo el presente testimonio siendo las 9.20 de la noche del mismo día y año.

México D.F., mayo 29 de 1951. J. Carlos Salinas. Luis Tora) González. (Firma y rúbrica de ambos.)[94]

De la lectura de este testimonio es fácil deducir lo siguiente:

Si Salinas localizó, al fin, al «hombre con barbas» a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche, ¿cómo pudo saber -treinta y cinco minutos más tarde- que la figura en cuestión era la del indio Juan Diego?

Una de dos: o Carlos Salinas había oído ya con anterioridad que aquella «silueta» podía ser la de Juan Diego o fue un impulso totalmente subjetivo y, en consecuencia, tan precipitado como carente de rigor histórico-científico.

En mi opinión, por tanto, el documento de Carlos Salinas y de Luis Toral tiene -únicamente- el valor del testimonio escrito, que deja constancia del día y de la hora en que fue «localizado» (no descubierto) el misterioso personaje. Como veremos en páginas sucesivas, y muy especialmente a raíz de los descubrimientos del profesor Tonsmann, la figura del «hombre barbudo» pudiera ser -quizá- la de un noble español. Pero difícilmente la del indio mexica…

Y siguiendo los consejos de su amigo y casi «colocalizador» de la figura humana en los ojos de la imagen, Luis Toral, el emocionado Salinas puso de inmediato el asunto en manos de la jerarquía eclesiástica. El 13 de septiembre de ese mismo año de 1951, el dibujante fue recibido en audiencia por monseñor Gregorio Aguilar, protonotario apostólico en la cancillería anexa a la catedral metropolitana de México. Allí, Salinas dio a conocer su «descubrimiento», colocando en la mesa de despacho del monseñor la fotografía sobre la que había detectado la figura humana. El propio Aguilar vio y confirmó el hallazgo.

Al día siguiente, Carlos Salinas fue invitado -por mediación del entonces fotógrafo oficial de la basílica de Guadalupe, Alfonso Marcué- a examinar de cerca, y sin el cristal que la protege, la imagen que aparece en el ayate del siglo xvi.

Era curioso. El verdadero descubridor del busto humano -Marcué- se vio obligado a guardar silencio durante más de veinte años y en 1951, por esos «azares» de la vida, otra persona se erigía en el primer descubridor del «hombre con barbas». Paradojas del destino…

Se pidió permiso para efectuar fotografías en esta inspección ocular de la tilma y José Carlos Salinas -«siendo las 22.10 horas de aquel 14 de septiembre de 1951»- pudo comprobar personalmente la exactitud de su localización.[95]

En aquella oportunidad -y según me confirmó Salinas en una de las entrevistas que me concedió- le llamo la atención el color ligeramente anaranjado que presentaba el citado busto humano y que, siempre según las palabras del dibujante, «debía de corresponder a la luz del amanecer, que bañaba en aquellos instantes de la aparición al indio Juan Diego».

Voy a pasar por alto -al menos por ahora- esta apreciación de Carlos Salinas. Como observaremos más adelante, el juicio del dibujante sobre la luz de sol matinal que caía sobre el indio y que se reflejó en los ojos de la Señora del Tepeyac carece casi de fundamento.

A partir de aquel 14 de septiembre de 1951, Salinas inició un meritorio «peregrinaje» por toda clase de despachos oficiales. Deseaba que «su» descubrimiento fuera conocido y a todos los niveles y trabajó tenazmente para que así Fuera.[96] Y Salinas lo consiguió. Como ya he dicho, gracias a su férrea voluntad, la ciencia oficial entró en contacto con el misterioso hallazgo. Los más prestigiosos médicos y especialistas en oftalmología se acercaron al ayate original.

Pero, antes de entrar a describir los detalles del famoso «hombre con barbas» y las opiniones que pude recoger entre los médicos mexicanos, quisiera referirme a las entrevistas que sostuve con el señor Salinas.

Cuando supe que Marcué había fallecido, poco faltó para que me olvidara de Carlos Salinas. Por un momento me asaltó el cansancio y pensé que quizás hubiera muerto también. Pero «algo» tiró de mí y, casi a regañadientes, inicié la búsqueda del dibujante mexicano.

A los dos días, la voz quebrada del anciano saltaba casi como un milagro al otro lado del hilo telefónico.

Aquella misma tarde del 15 de octubre de 1981, el propio Carlos Salinas me abría la puerta de hierro de su casa, en el número 8 de la calle Mar de Hudson, en la Colonia Popotla de la capital federal. Con pasos muy cortos y vacilantes. Salinas me condujo a través de un breve y descuidado jardín hasta el interior de su despacho. El hombre, acosado ya por sus setenta y cinco años, se sentó frente a un desgastado tablero de dibujo y me observó con curiosidad. Creo que se sentía halagado por aquella súbita visita de un periodista español. Mientras preparaba mi grabadora hice un rápido examen de cuanto nos rodeaba. El despacho, que debía de servir también de almacén, presentaba un aspecto desolador: decenas de carpetas, libros y folios ennegrecidos ya por el polvo de varios años se apilaban en el piso de la habitación, trepando por las paredes en el más anárquico de los desórdenes. Al fondo, en uno de los altos tabiques, descubrí en seguida un cuadro de considerables proporciones con una fotografía en blanco y negro del rostro de la Virgen del Tepeyac.

Los primeros minutos, lógicamente, fueron de mutua observación.

«¿Quién era y qué podía querer aquel periodista extranjero?»

«¿Cómo era realmente Carlos Salinas?»

Debo reconocer que mi primera impresión fue totalmente positiva. Salinas parecía un hombre cordial y bonachón, dispuesto en cada instante a complacerme. No creo que su vida fuera muy holgada. Al contrario: la humildad de su casa delataba una vida modesta y sin grandes pretensiones.

–Así que usted, señor Benítez, se interesa por la Virgen…

Fue el dibujante, en efecto, quien rompió el hielo. Acompañó sus palabras con una sonrisa abierta y acogedora. Una sonrisa que ya no le abandonaría en toda la entrevista.

–Digamos, para ser exactos, que me interesan, de momento, los descubrimientos que se han hecho en la tilma del indio Juan Diego.

No es que me molestase, pero -mientras llevaba a cabo esta primera investigación- traté de esquivar a aquellas personas que podían sentir una profunda devoción veneración por la Señora de Guadalupe. En mi opinión, no habrían contribuido precisamente a sostener esa difícil imparcialidad que yo intentaba conservar.

Salinas -eso saltaba a la vista- era un ferviente seguidor de la Guadalupana. Esto me inclinó a reducir el tiempo de mis entrevistas con el dibujante. En realidad, todo cuanto me interesaba sobre el mexicano obraba ya en mi poder. Si deseaba visitarle era, en suma, por una pura curiosidad personal; por conocer mejor el entorno del «redescubridor» del «hombre con barbas» en los ojos de la Virgen y, sobre todo, por saber cuál era su opinión en torno a los últimos hallazgos.

Pero me sentí desilusionado. Carlos Salinas apenas si estaba al tanto de los descubrimientos de las misteriosas «figuras humanas» en las córneas de los ojos de la Señora y, por encima de todo, seguía creyendo que el busto humano correspondía a la figura del indio Juan Diego.

Así me lo manifestó con toda claridad:

–Ese hombre barbudo -comentó al tiempo que extraía un cartón blanco de entre los papeles, pinturas y pinceles que se derramaban sobre el tablero de dibujo- que se observa en los ojos de la imagen tiene el colorido naranja-rojizo del sol naciente de la mañana. Y fue la Virgen quien, al amanecer, como dice la leyenda, se mostró a Juan Diego. En ese momento tomó en sus manos las flores que el indio acababa de cortar en lo alto del cerro y las dejó caer sobre la tilma. En mi opinión, en ese momento, la figura de Juan Diego quedó reflejada en los ojos de la Señora y milagrosamente impresa en su ayate.

Salinas me mostró un hermoso dibujo, todavía sin terminar, en el que podía verse al indio -prácticamente de espaldas- y extendiendo su ayate hacia la Virgen. Al fondo, y a espaldas de la Señora, Carlos Salinas había dibujado un sol naciente.

–Ésta, según creo, pudo ser la escena a que antes me refería. El sol que nace por el Oriente incide directamente sobre el cuerpo y rostro de Juan Diego y, como le digo, se refleja en los ojos de la Virgen, que tenía que estar muy cerca del indígena…

Guardé silencio. Y me dediqué a contemplar aquel espléndido dibujo de Salinas. En realidad no merecía la pena llevarle la contraria. ¿Para qué? Salinas se consideraba el verdadero descubridor de la figura de Juan Diego en los ojos de la imagen de la Virgen. No hubiera aceptado fácilmente que aquel busto humano no podía tratarse del mencionado Juan Diego. Entre otras razones que iré desgranando, porque la misteriosa imagen de la Señora quedó «impresa» en la tilma en presencia del obispo Juan de Zumárraga, tal y como señala la leyenda, y no en el cerro del Tepeyac.

Después de contemplar la fotografía sobre la que Salinas llevó a cabo «su» descubrimiento -y que tuve que bajar personalmente de una de las paredes, dada la escasa agilidad del anciano- le rogué que me acompañara hasta el jardín. La luz solar se estaba agotando y una de las razones de aquella mi primera visita a Salinas era precisamente fotografiarle. Y con la misma amabilidad que me había recibido y escuchado, Carlos Salinas me llevó hasta el jardín que crece frente a la casa y posó pacientemente.

Una carta reveladora

Meses después de este viaje a México, y gracias a la inestimable ayuda de mi amigo el profesor Franyutti, a quien había trasladado mi deseo de reivindicar la memoria de Alfonso Marcué, mis informaciones sobre el verdadero descubridor del busto humano en los ojos de la Virgen de Guadalupe pudieron ser confirmadas.

Rodrigo había localizado parte del desperdigado archivo de Marcué. Y entre los documentos del fotógrafo de la basílica había aparecido una carta reveladora.

Estaba dirigida al director de la revista mexicana Impacto, don Regino Hernández Llergo, con motivo de un artículo publicado en el número 722 de dicha publicación por el dibujante, don Carlos Salinas Chávez. En aquel trabajo (que obra igualmente en mi poder), el «redescubridor» hacía una detallada exposición de «su» hallazgo, con abundante material gráfico.

Es de suponer que Marcué se sintió dolido por este «pisotón» y replicó en los siguientes términos:

D. Regino Hernández Llergo.

Director general de la revista «IMPACTO»

Apartado Postal 2986.

México, 1 – D.F.

Muy estimado señor:

La presente tiene por objeto aclarar ciertas apreciaciones aparecidas en la revista «Impacto», publicación a su muy digno cargo, correspondiente al núm. 722 del 1º. de enero del presente año, en un artículo escrito por don Carlos Salinas Chávez, en la página 23 y que lleva por título «La figura de Juan Diego en los ojos de la Guadalupana».

En la primera parte del citado artículo, estimo que en general la información técnica, al tratar de los ojos de la Virgen de Guadalupe, es correcta; sólo que señala el señor Salinas, en un párrafo de su escrito, lo siguiente: «Los reflejos acusan lógicamente la misma antigüedad de las partes no retocadas de la imagen.»

El asunto de los pretendidos retoques en la imagen original de Nuestra Señora de Guadalupe, es un punto ya discutido por eruditos; bien está que no debe tratarse en esta ocasión, a fin de evitar confusiones.

Más adelante, asegura el articulista en términos muy personales, lo siguiente: «tuve el privilegio de hacer este hallazgo -se refiere al hecho de que en los ojos de la Santísima Virgen de Guadalupe se refleja su mensajero Juan Diego- la noche del 29 de mayo de 1951, sobre una fotografía al tamaño natural, tomada directamente del Sagrado Original».

Sobre este particular, sírvase tener en cuenta, señor Salinas, que yo mismo, en anteriores ocasiones a la fecha que usted cita en su artículo de Impacto, confidencialmente le traté sobre estos extraños reflejos que yo había ya observado mucho antes que usted desde el año de 1929, en los ojos de la Virgen de Guadalupe.

Las razones que tuve, en aquel entonces, para que tal descubrimiento no fuera todavía del dominio público, se debió a las instrucciones terminantes del ilustrísimo señor abad don Feliciano Cortés y Mora, de grata memoria, que estimó oportuno no publicarlas, por circunstancias del momento, asegurándole a usted que el señor abad Cortés tenía mucho interés en que se estudiara el caso más tarde.

No obstante la advertencia, recuerde usted, señor Salinas, que adelantándose a lo recomendado, de no hacer público por el momento lo de los reflejos observados por mí desde 1929 se tomó la libertad de publicarlos sin la debida autorización del señor abad de la basílica de Guadalupe.

Enterado de este caso, el señor abad Cortés, persona discreta y de amplios conocimientos, me recomendó prudencia y que se olvidara el asunto.

La carta, en mi opinión, no tiene desperdicio. Por un lado, Marcué deja bien claro que él mismo observó el busto humano en 1929; es decir, veintidós años antes que Salinas. Además, proporciona el nombre de la persona que cargó con la responsabilidad de «congelar» el descubrimiento…

Mucho he reflexionado sobre esas «circunstancias del «momento» a que se refiere Alfonso Marcué y que impidieron que trascendiera oficialmente el hallazgo de un «hombre con barba» en los ojos de la imagen. Curiosamente, tanto Rodrigo Franyutti como yo tuvimos la misma sospecha: Marcué descubrió el busto humano en 1929. Y tuvo que ser a partir de junio de ese año, fecha en que la verdadera tilma fue devuelta a la basílica. Como recordará el lector, cuando los ánimos anticlericales se calmaron en México, las autoridades eclesiásticas encargaron nuevas fotos de la Virgen. Y así se cumplió a primeros de 1930. Al comparar estas fotos con las realizadas en 1923, los expertos comprendieron que el rostro de la Señora del Tepeyac había sido lamentablemente retocado. Esa manipulación, como ya indiqué en páginas precedentes, tuvo lugar con seguridad entre 1926 y 1929. Y tanto Franyutti como yo nos hicimos la misma pregunta: ¿le fue prohibida a Marcué la difusión del descubrimiento del «hombre con barba» por miedo a que se detectaran estos retoques en la cara de la Señora?

Por último, la misiva a Impacto deja entrever que Salinas conocía ya por boca del propio Alfonso Marcué los pormenores del hallazgo, las «recomendaciones» del abad Cortés para que no se publicara y es muy probable que hasta la opinión de Marcué sobre la «identidad» del busto humano: «el mensajero Juan Diego».

Esto sí explicaba la fulminante declaración de Salinas respecto al «nombre con barba», descubierto -según él- a las 20.45 del 29 de mayo de 1951 y cuya identidad quedó resuelta en treinta y cinco minutos…

11. SORPRESA ENTRE LOS

MÉDICOS OCULISTAS

La primera vez que tuve ante mi, allá por 1977, el famoso busto humano existente en los ojos de la imagen de la Virgen de Guadalupe, me costó trabajo identificarlo. Hasta es posible que no hubiera dado con él, de no ser por la línea blanca que fue trazada por el propio Salinas y que lo perfila.

Como ya dije, mi encuentro con este «hombre con barba» me desconcertó. El suceso, por sí solo, resultaba tentador para cualquier investigador. Si el ayate es del siglo xvi y si la imagen de la Virgen apareció sobre la fibra de maguey de una forma misteriosa, ¿cómo pudo formarse este busto humano? Y lo más interesante: ¿a quién corresponde?

No necesito decir que he pasado muchas horas enfrascado en una minuciosa «exploración» del mencionado busto. Y efectivamente, tal y como han dictaminado los médicos, allí «hay» lo que parece una figura humana. Una figura de un hombre -de medio cuerpo-, con el cabello aparentemente corto y con su mano derecha acariciándose la barba. También es «visible» su hombro derecho y parte del brazo y la ya citada mano derecha. El «busto» -como podrá apreciar el lector en los grabados- aparee con claridad en el ojo derecho, mientras que en el izquierdo, y siempre según el criterio de los oftalmólogos, ese mismo «hombre barbudo» se presenta con una ligera deformación.

Por supuesto, y una vez comprobada la «presencia» del enigmático busto, toda mi atención fue dirigida a los médicos, en especial a los expertos en oftalmología.[97] ¿Qué habían dicho los oculistas al respecto? ¿Quiénes se habían interesado por el hallazgo?

Si estábamos ante un fenómeno óptico, lo inmediato era buscar información entre los especialistas debidamente cualificados. Y así lo hice. Pero, antes de poner en marcha el siempre complejo mecanismo de las entrevistas personales, decidí estudiar a fondo cuantos informes se hubieran publicado sobre el «hombre con barbas». Durante varios días recorrí las hemerotecas y archivos de las más importantes revistas y rotativos del país azteca. Justamente entre los años 1953 y 1956, las revistas Impacto,[98] Juan Diego,[99] y el prestigioso diario local Excelsior,[100] dedicaron amplios espacios al «redescubrimiento», como me he permitido bautizar al segundo hallazgo: el del dibujante J. Carlos Salinas.

Los titulares de la prensa resultaban ciertamente sensacionalistas. Veamos algunos:

«Hallazgo: ¡Una figura humana en los ojos de la Virgen India!», rezaba un artículo publicado por Abel Tirado López en Impacto. El encabezamiento de dicho trabajo concluía así: «La Mitra (el Obispado) inicia un proceso para dictaminar: a) si en efecto se trata de una figura humana lo que se ve en los dos ojos de la imagen; b) si es Juan Diego, o fray Juan de Zumárraga.»

Por su parte, el padre Lauro López Beltrán titulaba así su artículo publicado en la revista Juan Diego: «Aparece Juan Diego en su propio ayate.»

Excelsior, el gran periódico de la capital mexicana, con un mayor sentido de la prudencia informativa, afirmaba a través del periodista Francisco de la Mora: «Se percibe un busto humano en el ojo de la imagen Guadalupana.»

En ninguno de estos artículos se citaba al verdadero descubridor de la figura humana: al señor Marcué. Y lo que me pareció más triste y falto de rigor científico: antes de que los médicos hubieran podido llevar a cabo una mínima investigación sobre los ojos de la imagen, tanto Salinas como los firmantes de los referidos trabajos periodísticos se habían lanzado a la peligrosa «aventura» de identificar al «hombre barbudo».

Por más que investigué no pude hallar un solo indicio racional y objetivo que marcara a la misteriosa figura como al indio del siglo xvi. La apreciación de Carlos Salinas se me antojó, cuando menos, subjetiva y nacida, básicamente, de su gran devoción por la Guadalupana. No es que tenga nada -insisto- contra esa elogiable fe en la Señora del Tepeyac, pero, desde el prisma de la investigación, este planteamiento no es válido. Es preciso aportar pruebas -lo más sólidas posibles- o mantenerse en un prudente silencio.

Cuando interrogué al dibujante sobre esa rotunda afirmación suya, Salinas -como ya he apuntado en capítulos anteriores- esgrimió el único y débil argumento que yo ya conocía:

«…Cuando me fue permitido analizar el ayate original -me dijo- allá por el mes de septiembre de 1951, pude verificar además que el diminuto busto humano presentaba una ligera coloración anaranjada. Esto me llevó a la conclusión de que la imagen del indio Juan Diego había quedado milagrosamente reflejada en el ojo de la Virgen en los primeros instantes del amanecer. Justamente cuando la luz matinal bañaba al vidente del Tepeyac.»

Treinta años después, Carlos Salinas sigue pensando lo mismo sobre el «hombre con barba».

Antes de proseguir por este escurridizo tema de la identidad del personaje que se observa -casi a simple vista- en los ojos de la Guadalupana, me propuse, como digo, consultar y reunir un máximo de documentación científica sobre lo que habían dicho los médicos oculistas. Salinas, en este sentido, sí había acertado plenamente. Gracias a su entusiasmo y tenacidad, y a partir de aquel año de 1951,los más prestigiosos oftalmólogos y cirujanos en general habían ido desfilando ante el ayate original y emitiendo valiosos y documentados informes.

Una vez vencida la resistencia de la Iglesia, el prime médico que extendió un informe sobre los ojos de la imagen fue el oculista Javier Torroella Bueno.[101]

El histórico acontecimiento tuvo lugar el 27 de marzo de 1956. Dos meses.después, y con fecha 26 de mayo, el citado cirujano enviaba a J. Carlos Salinas Chávez un escrito que resumía así su minucioso análisis:

Si tomamos una fuente luminosa y la ponemos frente a un ojo veremos que es reflejada por él, el lugar a donde se refleja y que nosotros vemos, es la córnea ya que en el ojo sólo se pueden reflejar las imágenes en tres lugares (imágenes de Samson Purkinje) o sea la cara anterior de la córnea, la cara anterior del cristalino y la cara posterior del mismo.

Los caracteres de estas imágenes son los siguientes: la imagen de la cara anterior de la córnea es más brillante, es derecha. La segunda imagen, es decir, la de la cara anterior del cristalino también es derecha, pero menos brillante; y la tercera es invertida y poco luminosa. Para poder observar estas dos últimas imágenes es necesario que la pupila esté en midriasis[102] ya que se encuentran atrás del iris.

En la imagen de la Virgen de Guadalupe, motivo de mi estudio, los citados reflejos se encuentran en la córnea.

Si tomamos un pedazo de papel de forma cuadrada y lo ponemos frente a un ojo, nos daremos cuenta de que la córnea no es plana (ni esférica tampoco) ya que se produce una distorsión de la imagen de acuerdo con el lugar donde está reflejando.

Si alejamos este papel notaremos que aparecen en el lugar contra lateral del otro ojo, es decir, si una imagen se está reflejando en la región temporal del ojo derecho, se reflejará en la región nasal del ojo izquierdo. En las imágenes en cuestión están perfectamente colocadas de acuerdo con esto, la distorsión de las figuras también concuerda con la curvatura de la córnea.

Extiendo la presente a petición del interesado, para los fines que crea convenientes.

Antes de proceder a la simplificación de algunos de lo conceptos técnicos vertidos por el oculista, señor Torroella tras su estudio de las córneas de los ojos de la imagen de la Virgen, quiero mostrar otro informe, no menos importante, efectuado por el también eminente cirujano mexicano Rafael Torija Lavoignet.[103]

El documento me fue facilitado por el propio médico Dice así:

A solicitud del señor Francisco de la Mora, colaborador del diario Excelsior y destinada a los lectores del citado periódico, doy la siguiente información:

Aprovechando la circunstancia de que se iba a efectuar la medición del marco de la imagen original de Santa María de Guadalupe, el señor Antonio Guerrero, amigo mío, me invitó a examinar de cerca la imagen.

Al proceder a efectuar dicho examen, el señor Alfonso Marcué, allí presente, me sugirió examinar con particular atención los ojos de la Virgen de Guadalupe. Así lo hice, a simple vista, y me sorprendieron algunos detalles, particularmente los reflejos luminosos. Entonces le pedí una lupa, a fin de hacer una mejor observación.

Al estar haciendo esto, me preguntó sí advertía yo una imagen humana reflejada en la córnea de ambos ojos. Yo no tenía conocimiento de que hubiera sido descubierto un busto humano en los ojos de la Guadalupana. Observé con mayor atención y percibí que efectivamente se ve un busto humano en la córnea de ambos ojos. La observé primero en el ojo derecho y en seguida en el izquierdo.

Entonces, sorprendido, pensé en la conveniencia de examinar mediante procedimientos científicos, el hecho.

Aproximadamente dos semanas después, el día 23 de julio de este año, provisto de un oftalmoscopio, hice un segundo y más minucioso examen, durante una hora aproximadamente.

En la córnea de los ojos se percibe la imagen de un busto humano. La imagen aparece distorsionada y en el mismo sitio que en un ojo normal.

Cuando se dirige la luz del oftalmoscopio a la pupila de un ojo humano, se ve un reflejo luminoso brillante en el círculo externo de la misma. Siguiendo ese reflejo y cambiando las lentes del oftalmoscopio en forma adecuada, se obtiene la imagen del fondo del ojo.

. Al dirigir la luz del oftalmoscopio a la pupila del ojo de la imagen de la Virgen, aparece el mismo reflejo luminoso, y siguiéndolo, la pupila se ilumina en forma difusa dando la impresión de oquedad.

Este reflejo se aprecia en todos los sentidos en que se dirige la luz; es brillante, viéndose en todas las distancias que alcanza la luz del aparato, y con las distintas lentes del mismo.

Este reflejo es imposible de obtener de una superficie plana además, opaca como es dicha pintura.

Después examiné, mediante el oftalmoscopio, los ojos en diversas pinturas al óleo y a la acuarela y en fotografías, y en ninguna de ellas, todas ellas de distintos personajes, no se aprecia reflejo alguno. Por lo contrario, los ojos de la Santísima Virgen de Guadalupe dan impresión de vitalidad.

El escrito está fechado en México, D.F., a 9 de agosto de 1956.

La lectura de estos primeros documentos me animó sensiblemente. Al fin disponía de datos fríos y objetivos…

Como era de esperar, conforme fui devorando estos estudios, mi ignorancia me hizo tropezar una y otra vez en términos como «triple imagen de Purkinje-Samson». ¿De qué se trataba?

Aunque en estas mismas páginas aparece un grabado que -espero- ilustrará convenientemente al lego en la materia, he aquí algunos conceptos básicos relacionados con la formación de las imágenes en los ojos vivos y que estimo de vital importancia para una mejor comprensión de la misteriosa presencia del «hombre con barba» en las córneas de los ojos de la imagen guadalupana.

Ya el doctor Torroella hace una breve exposición del llamado fenómeno de la «triple imagen de Samson-Purkinje», pero ampliemos algunos detalles sobre el mismo:[104]

Las imágenes de Purkinje-Samson son llamadas así en recuerdo de los dos sabios que, por separado y con varios años de diferencia, las descubrieron: Purkinje de Breslau y Samson de París. Se da la curiosa circunstancia de que ninguno de los dos sabía de las investigaciones que estaba llevando a cabo el otro…

Dichas imágenes son tres: la primera producida en la cara anterior de la cornea, la segunda en la superficie anterior del cristalino y la tercera en la superficie posterior del mismo.

En el ojo humano la cara anterior de la cornea y la anterior del cristalino actúan como espejos convexos, de los objetos exteriores imágenes más pequeñas que y derechas; la cara posterior del cristalino, en cambio, actúa como un espejo cóncavo, produciendo imágenes invertidas de estos mismos objetos y también más pequeña. Todas estas imágenes, tanto las que se producen en las superficies convexas de la cara anterior de la córnea y de la cara anterior del cristalino, como las que se registran en la superficie cóncava de la cara posterior del cristalino, son tanto más pequeñas cuanto mayor es la curvatura: es decir, cuanto menor es el radio de las superficies reflectantes Si se coloca una bujía encendida ante un ojo en estado normal, se perciben en el interior de dicho ojo tres pequeñas imágenes de la luz: dos son derechas y siguen el sentido del movimiento que se imprime a la bujía y la tercera es invertida y marcha en sentido inverso al de dicha bujía o foco de luz. Sube cuando se hace descender a la bujía y desciende cuando, por el contrario, se eleva este punto de luz. Y lo mismo sucede en los movimientos de derecha a izquierda y viceversa.

Pues bien, de las dos imágenes derechas (las de las caras anteriores de la córnea y cristalino), una parece siempre mucho más brillante y colocada sobre un plano más próximo al observador exterior que la otra, que se presenta muy pálida y profunda. La imagen invertida, situada sobre un plano intermedio, parece también tener el término medio en claridad.[105]

No se trata de una ilusión óptica

Estos primeros informes médicos, como era de esperar, estimularon a Carlos Salinas y a los periodistas que acababan de difundir la noticia por todo México, y con fecha 8 de noviembre de 1956 fue elevado el siguiente escrito a monseñor Gregorio Aguilar y Gómez, arcipreste de la basílica de Santa María de Guadalupe y a los integrantes de la recién nacida Comisión Dictaminadora de la Realidad de los Descubrimientos en los ojos de la Imagen de la Virgen de Guadalupe:

Muy ilustres señores:

Los suscritos respetuosamente nos dirigimos a ustedes, permitiéndonos hacerles notar la conveniencia de que el primer examen que se haga en la imagen original de la Virgen Santísima de Guadalupe, lo efectúen única y conjuntamente los doctores Javier Torroella Bueno y Rafael Torrija Lavoignet, debido a la siguiente razón:

Ambos examinaron individualmente la sagrada imagen. Lo hicieron en distintas fechas, a través del cristal, y sin que el segundo, o sea el doctor Torija Lavoignet, tuviera conocimiento de la comprobación efectuada por el primero ni del dictamen que rindió. Ambos coincidieron en la observación de un busto humano en los ojos de la imagen. El doctor Rafael Torija, además, examinó los ojos de la Guadalupana mediante un oftalmoscopio, y realizó un nuevo descubrimiento, consistente en reflejos luminosos en la córnea transparente y en la difusión de la luz del oftalmoscopio en la pupila, que causa impresión de oquedad. Este último descubrimiento no ha sido comprobado por el doctor Torroella Bueno. De ahí la conveniencia de que conjuntamente examinen la imagen, mediante los instrumentos científicos adecuados, a fin de que elaboren un dictamen que exponga las conclusiones a que lleguen, el cual servirá de punto de partida a los oculistas que sean posteriormente invitados a examinar la imagen.

También rogamos a ustedes tener en cuenta la conveniencia de que los dos médicos citados, estén presentes en los exámenes de la imagen que vayan realizando en fechas posteriores otros oculistas, a fin de que aquéllos puedan defender sus conclusiones.

Pedimos a la Santísima Virgen de Guadalupe que bendiga sus esfuerzos por llevar a feliz término la delicada misión que les ha sido encomendada.

Atentamente.

La carta aparece firmada y rubricada por J. Carlos Salinas Chávez, Francisco de la Mora Tapia y Manuel de la Mora Ojeda.

Afortunadamente, la Iglesia aceptó la propuesta de Salinas y de los periodistas y el 10 de mayo de 1957, Javier Torroella y Rafael Torija firmaban un breve pero importante documento, una vez efectuados los análisis pertinentes. He aquí el texto íntegro de dicho informe médico:

Ilmo. y Rvmo. Monseñor Dr. Gregorio Aguilar y Gómez Presente.

Los suscritos, nos permitimos informar a usted las conclusiones a que hemos llegado respecto a la imagen de un busto de hombre que se aprecia en los ojos del Sagrado Original de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Dicha imagen está colocada en la córnea de ambos ojos, correspondiendo por lo tanto a la primera de las imágenes de Samson-Purkinje, y de acuerdo con las leyes de la óptica, ya que se encuentra en la parte interna de la córnea del ojo derecho y en la parte externa del ojo izquierdo.

Creemos también pertinente indicar qué factores deben contribuir para que se refleje un objeto en la córnea:

1º Que el objeto que se ha de reflejar esté intensamente iluminado.

2° Que la córnea en estudio, esté tenuemente iluminada dirigida en sentido opuesto a la fuente luminosa.

Sin más por el momento, firmamos la presente para los fines que juzgue usted necesarios, en México, D.F., a los 10 días del mes de mayo de 1957.

A partir de 1956, otros especialistas en oftalmología tuvieron la oportunidad de llegar hasta la tilma del indio Juan Diego y examinar los ojos de la imagen. Veamos algunos de los certificados que extendieron, una vez explorados los ojos de la Señora:

El doctor Ismael Ugalde Nieto escribía lo siguiente el 20 de febrero de 1957:

El suscrito hace constar que está de acuerdo en todo lo anotado por el señor doctor Javier Torroella Bueno en el documento por él firmado, con fecha 26 de mayo de 1956, respecto a la imagen humana y reflejos observados en fotografías y directamente, por el firmante en el SAGRADO ORIGINAL DEL AYATE DE SANTA MARÍA DE GUADALUPE, en su basílica, y que se aprecia en la córnea de sus dos ojos, de acuerdo con las leyes de la óptica. México, D.F.

Ese mismo 20 de febrero de 1957, otro prestigioso médico, A. Jaime Palacios, afirmaba:

A quien corresponda: El suscrito médico cirujano oculista, hace constar haber observado en los ojos de la Virgen de Guadalupe, en su Sagrado Original del Ayate que se encuentra en el altar mayor de la basílica, la figura de un busto de hombre, simétricamente colocado y que corresponde al reflejo corneal de acuerdo con las leyes de la óptica. México, D.F.

Dos años más tarde -el 21 de febrero-, el doctor Guillermo Silva Rivera se responsabilizaba del siguiente escrito:

El que suscribe, doctor Guillermo Silva Rivera, con registro en la S.S. y A. 13037 y cédula profesional 31269, hace constar que habiendo observado los ojos de la imagen de la Virgen de Santa María de Guadalupe en su sagrado original del ayate que se encuentra en el altar mayor de la nacional basílica de Guadalupe, señala que está de acuerdo en que se ve con toda claridad y sin necesidad de ningún instrumento óptico la figura de un busto humano, que se encuentra ubicado en la córnea, distorsionándose normalmente de acuerdo con la curvatura de la misma y con los reflejos luminosos que precisamente corresponden al mecanismo de Purkinje con respecto de las imágenes normales de reflexión en el ojo humano.

Estando de acuerdo con el estudio presentado por los doctores Rafael Torija y Javier Torroella para demostrar dicho fenómeno.

Por su parte, la doctora Ernestina Zavaleta, y también el 21 de febrero de 1959, firmaba otro documento prácticamente «gemelo» al que acabamos de leer.

Pero quizá uno de los informes más extensos y detallados -fruto sin duda de su mayor número de observaciones directas sobre el ayate original- corresponde al ya mencionado doctor Torija Lavoignet. El 20 de septiembre de 1958 escribía este prestigioso oculista, con quien tuve la oportunidad de conversar largamente:

En cinco ocasiones, la primera a principios del mes de julio de 1956, la segunda el 23 de julio de ese mismo año, la tercera y cuarta los días 16 y 20 de febrero de 1957 y la última el 26 de mayo de 1958, examiné la imagen original de la Virgen de Guadalupe. El 23 de julio de 1956 utilicé un oftalmoscopio, cómo FUENTE LUMINOSA Y LENTE DE AUMENTO, que me permitió una más perfecta percepción de los detalles. Los días 16 y 20 de febrero de 1957 lo hice sin que mediara el cristal que protege dicha imagen.

Después de efectuar estos cinco exámenes, y en relación con el descubrimiento hecho por el dibujante J. Carlos Salinas Chavez, de la figura de un busto humano en los ojos de la Guadalupana, CERTIFICO:

1° Que el reflejo de un busto humano se observa a simple vista, con suficiente claridad, en el ojo derecho de la imagen original Guadalupana.

2° Que el reflejo de ese busto humano se encuentra situado en la córnea.

3° Que la distorsión del mismo corresponde a la curvatura normal de la córnea.

4º Que el reflejo del busto humano en cuestión se destaca sobre el iris del ojo.

5º Que el hombro y el brazo del busto humano reflejado sobresalen sobre el círculo de la pupila, causando un efecto estereoscópico.

6º Que, además del busto humano, se observan en dicho ojo dos reflejos luminosos, que juntamente con el reflejo o busto humano, corresponden a las tres imágenes de Samson- Purkinje.

7° Que estos reflejos luminosos se hacen brillantes al reflejar la luz que se les envía directamente.

8º Un hecho también resaltante es que al enfocar una fuente luminosa sobre el ojo, el iris se hace brillante, llenándose de luz y los reflejos luminosos contrastan con mayor claridad, fenómeno que es perceptible a la simple vista del observador.

9° Que los reflejos luminosos mencionados demuestran que efectivamente el busto humano es una imagen reflejada en la córnea y no una ilusión óptica causada por algún accidente de la contextura del ayate.

10° Que en la córnea del ojo izquierdo de la imagen original Guadalupana se percibe con suficiente claridad el reflejo correspondiente del citado busto humane, pero no se perciben los reflejos luminosos, correspondientes a las dos restantes imágenes de Samson-Purkinje, por las siguientes razones:

a) La posición del ojo izquierdo con relación a la fuente luminosa, angula la proyección, quedando en esa posición sin reflejos luminosos, haciendo más natural el hecho óptico.

b) La imagen del busto humano reflejado se hace más externa en la superficie de la córnea, se distorsiona de acuerdo con su curvatura y con las leyes ópticas de proyección y reflexión.[106]

Por último, el doctor Torija Lavoignet concluye su informe con un apartado dedicado a «Las imágenes de Purkinje-Samson en los ojos de la imagen Guadalupana». Dice así:

En la córnea del ojo derecho de la imagen Guadalupana, se observa el reflejo de un busto humano, que se distorsiona siguiendo la curvatura de la córnea, y con la característica de que la parte que corresponde al hombro y al brazo de dicho busto humano no sobresale en el círculo de la pupila, dando la impresión de estar en un plano anterior. Este reflejo corresponde a la imagen 1-1 (Purkinje-Samson) y está ubicado superficie anterior de la córnea (figura 4).

A la izquierda del reflejo del busto humano, se percibe claramente un reflejo luminoso que, si se observa cuidadosamente, corresponde al primero, constituyendo una segunda imagen, derecha, y que corresponde a la imagen II-3 (Purkinje-Samson), ubicada en la superficie anterior del cristalino (figura 5).

Cercano al borde pupilar, más intensamente luminoso e invertido con relación a la configuración de los anteriores, vemos un tercer reflejo luminoso, correspondiente a la imagen 2-III (Purkinje-Samson), ubicado en la superficie posterior del cristalino (figura 6).

En la córnea del ojo izquierdo de la imagen original Guadalupana se percibe con suficiente claridad el reflejo correspondiente del citado busto humano, pero no se perciben los reflejos luminosos, correspondientes a las dos restantes imagen de Samson-Purkinje, por las razones ya explicadas (figura 7).

«Parece un ojo vivo»

Como habrá apreciado el lector, ni uno solo de los oculistas hace alusión alguna a la posible «identidad» del busto humano que aparece en los ojos de la Virgen. Con un perfecto criterio de la objetividad y rigor científico, los médicos atestiguan y ratifican por escrito «que allí aparece un busto humano» -que no es poco-, pero prefieren no entrar en el plano subjetivo de la posible identidad del personaje en cuestión. Y otro tanto ocurrió veinte años después, cuando, por fortuna, estas «exploraciones» de los médicos oftalmólogos se reanudaron con gran vigor. El primero en abrir el fuego de la investigación del misterioso «hombre con barba» en las córneas de la imagen fue el doctor Amado Jorge Kuri. Era el año de 1975.

Mi muy estimado y fino amigo -escribe Kuri el 19 de agosto de dicho año a Carlos Salinas-, el resultado del examen de los ojos de la Santísima Virgen María de Guadalupe, efectuado por el suscrito el día 5 de agosto de 1975 en la insigne basílica de Guadalupe, sin el marco de cristal, es la siguiente:

Al acercarme para ver la cara de la pintura de la imagen en el ayate de Juan Diego observé: un par de ojos con la mirada dirigida a un objeto colocado enfrente y ligeramente abajo y a la derecha, semejantes a ojos vivos de humano con proporción en distancia y tamaño perfectamente adecuado a una cara que guarda una proporción de líneas admirablemente perfectas; llamando la atención que tiene en particular, algo de tercera dimensión más en la región correspondiente a los maxilares, esto le hace tener una facies que imprime dulzura, paz y ternura.

Los ojos vistos al oftalmoscopio auxiliado con lupa de aumento evidencian una córnea y un iris pintados a la perfección y de una brillantez tal, que causan la impresión del reconocimiento de ojos con vida, en donde es fácilmente tangible a la mirada la sensación de cavidad a través del cristalino. El iris del ojo derecho tiene una forma no totalmente circular, sino que en su extremo lagrimal rompe su redondez por la presencia de una figura humana distorsionada, de color amarillo naranja, en la que puede distinguirse cabeza, cuello, parte superior del tórax y hombro derecho, con el brazo extendido que precisamente éste entra un poco en su situación en el área circular del iris y pegada sobre la porción del cristalino una mancha más luminosa correspondiente al segundo reflejo Purkinje-Samson. Más hacia la izquierda, en la porción de lo que pudiera ser cara posterior de cristalino, se nota una mancha luminosa más pequeña y menos brillante (puede corresponder por su distancia equidistante a las anteriores, al tercer reflejo óptico aludido). En el ojo izquierdo es visible cerca del extremo temporal del iris, una mancha luminosa brillante que puede engarzar en el reflejo luminoso de ese lado.

Los tres reflejos luminosos del ojo derecho, más el del lado izquierdo, guardan una proporción en distancia tan perfecta que encuadran con claridad en los conocidos reflejos de Purkinje-Samson.

Atentamente.

Algunos meses más tarde, otro prestigioso oftalmólogo, – el doctor Eduardo Turati Alvarez- tenía acceso también al ayate de la basílica de Guadalupe. Éste fue su informe:

Constancia de las observaciones realizadas sobre la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe.

Por medio de la presente he querido hacer constar que habiendo en días pasados tenido el honor de realizar un estudio de la imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe, en el ayate de Juan Diego; el cual se encuentra en el altar mayor de la basílica de Nuestra Señora Santísima encontré detalles que quiero hacer resaltar, tales como:

1º Las imágenes que se encuentran reflejadas en sus ojos, en especial el ojo derecho, podrían simular, en la parte de la pintura correspondiente a la córnea, una porción de la figura humana, y más atrás y a su lado, se encuentran dos figuras más, un poco más pequeñas, en la misma posición que guardan las imágenes de Purkinje en el ojo humano.

2° A la observación del ojo derecho de la Santísima Virgen (cosa que no sucede en otras partes de la imagen), observándolo mediante el oftalmoscopio (instrumento habitual en mi práctica oftalmológica) al interponer cristales de diferentes poderes, se aprecia una sensación de profundidad de la imagen y sensación de curvatura de la superficie de la córnea (tal como sucede en la vida real); hecho que no sucede en otras pinturas que posteriormente he estudiado, movido precisamente por la curiosidad que tal detalle despertó en mí.

El escrito lleva fecha del 10 de diciembre de 1975. Varios días después -el 23 de ese mismo mes de diciembre-, otro especialista mexicano, el doctor José Roberto Ahued Ahued, escribía en relación al tema del «hombre con barba»:

El suscrito hace constar que está de acuerdo en todo lo anotado por el señor doctor Amado Jorge Kuri, en el testimonio por él firmado con fecha 19 de agosto de 1975, respecto a los datos encontrados al explorar con oftalmoscopio y lupa el sagrado original del ayate de Santa María de Guadalupe en su basílica; llama la atención el hecho de sentir la exploración ocular de un ser humano vivo; los tres reflejos luminosos del ojo derecho, más el del lado izquierdo, guardan una proporción en distancia tan perfecta, que encuadran fácilmente con los reflejos de Purkinje-Samson.

Ese mismo año, y siempre con la obligada autorización de la Iglesia católica, el ayate original fue examinado de nuevo por el oftalmólogo Enrique Graue, uno de los especialistas más competentes de América.[107]

A pesar de su brevedad, su dictamen fue rotundo:

México, D.F., a 9 de enero de 1976.

El médico cirujano y cirujano oculista que suscribe, hace constar por la presente, haber examinado en dos ocasiones (habiendo sido la primera en el año de 1974 y la ultima en el mes de julio de 1975), la imagen del ayate de la Virgen Santísima de Guadalupe, en su sitio, en la basílica de Guadalupe de esta ciudad. Lo examiné con oftalmoscopio de alta potencia, y se pudo apreciar en ellos las «imágenes de Purkinje», lo que da una visión y sensación de profundidad del ojo mismo, siendo el reflejo apreciado en las córneas el de una imagen que es apreciable como el busto de un hombre. Todo ello da la sensación de estar viendo un ojo in vivo, y realmente no puede uno menos de pensar en algo sobrehumano.

Y quiero cerrar este abanico de testimonios médicos, precisamente con un último informe, escrito por el primer oculista que tuvo la oportunidad de certificar la realidad del busto humano en las córneas de la Señora. El 21 de febrero de 1976, y desde San Cristóbal de las Casas, el anciano doctor Torroella afirmaba con gran acierto:

A nosotros, los oftalmólogos no nos corresponde dictaminar si la imagen de nuestra Señora de Guadalupe es o no sobrenatural y ni siquiera si las figuras que vemos en sus ojos son realmente unas figuras o simples acúmulos de pintura, eso es materia para otros especialistas.

Por otra parte, debemos despojarnos de todo guadalupanismo, por muy guadalupanos que seamos, y tomar las cosas desde un terreno netamente científico.

Bajo estas bases me permito declarar que, en la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, se aprecia:

en el ojo derecho

1º En la porción interna de la córnea (entre las 3 y las 6 del círculo horario) la cara de un hombre con barba.

2º Para observar dicha figura no es necesario emplear aparato alguno, lográndose desde luego apreciar mejor con la ayuda de una simple lupa.

3° Dicha imagen correspondería por lo tanto a la primera imagen de Purkinje, por ser derecha, no invertida y fácilmente visible.

EN EL OJO IZQUIERDO

1º En la porción externa de la córnea se ve con dificultad (entre las 3 y las 6 del círculo horario) una figura parecida a la del ojo derecho, pero «desenfocada».

2º Para observar dicha figura no es necesario emplear aparato alguno, lográndose desde luego apreciar mejor con la ayuda de una simple lupa.

3º Dicha imagen, por lo tanto, correspondería a la primera imagen de Purkinje, por ser derecha, no invertida y fácilmente visible.

EN AMBOS OJOS

1º Desde el punto de vista óptico y de acuerdo con la posición de la cabeza en la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, la colocación de las figuras en cada ojo es la correcta (interna en el derecho y externa en el izquierdo).

2º La figura del ojo izquierdo no se ve con claridad porque para que en el ojo derecho se vea con nitidez el objeto, debe ir colocado a unos 35 o 40 centímetros de él y por lo tanto queda a unos cuantos centímetros más lejos del izquierdo. Lo suficiente para que quede fuera de foco y la figura se vea borrosa.

Atentamente.

Difícilmente podría resumirse con mayor precisión y brevedad el sensacional descubrimiento de un «hombre con barba» en los ojos de la Virgen de Guadalupe.

Pero la lectura y estudio de estos testimonios médicos, aunque me infundieron una considerable fuerza para proseguir con mis indagaciones, también levantaron en mí la duda.

Estos documentos y certificados habían sido redactados en los años cincuenta. Los más recientes aparecían fechados en 1975 y 1976. ¿Qué pensaban estos mismos médicos en la actualidad? ¿Seguían creyendo en la existencia del extraño busto humano en las córneas de los ojos de la Guadalupana? ¿O habrían hallado quizá una «explicación» racional?

En mi ánimo estaba recorrer -hasta el final- el camino de la razón y la investigación científica. Así que no lo dudé e inicié las gestiones precisas para entrevistarme con aquellos oftalmólogos que habían tenido la suerte de comprobar personalmente el desconcertante hallazgo.

Graue: el médico que le habló a la

imagen

Desplazarse por México capital -por el gigantesco Distrito Federal-, con sus casi diecisiete millones de habitantes, es, cuando menos, angustioso. Y si uno se ve en la necesidad de hacerlo durante la noche, todas las recomendaciones son pocas. Al margen del alto índice de delincuencia existente en algunas áreas de la gran ciudad, las distancias resultan ya tan largas[108] que, a pesar de los tres millones de «carros» o vehículos que suman el parque automovilístico de la capital federal, en numerosos barrios o colonias, tropezar con un taxi libre es soñar. Así que, cuando el doctor Graue me citó, bien entrada ya la tarde, en su casa de la colonia de Las Lomas de Chapultepec, no tuve más remedio que alquilar los servicios de un amigo taxista. Tal y como yo suponía, mi conversación con el prestigioso oftalmólogo se prolongaría hasta bien entrada la noche.

Don Enrique Graue no disimuló su curiosidad al ver a aquel periodista español, armado de sus cámaras fotográficas, magnetófono y cuaderno de notas, dispuesto a «saber cosas» sobre el supuesto prodigio en los ojos de la Virgen de Guadalupe. Y encajó el intenso interrogatorio con tanta paciencia como amabilidad.

–Doctor, han pasado más de seis años desde su última exploración de los ojos de la imagen de la Señora de Guadalupe. ¿Qué opina ahora, en 1981, sobre ese enigma?

–En primer lugar debo aclararle que yo era un incrédulo. Es decir, soy cristiano, apostólico y romano, pero también soy un científico… Durante mucho tiempo estuvieron pidiéndome que fuera a ver los ojos y que diera mi opinión, pero siempre rehusaba.

–¿Porqué?

–Ya le digo que, sobre todo, me considero un científico y esas extrañas historias de un «hombre con barba» en los ojos de la imagen me parecieron insostenibles. Decían, incluso, que podía tratarse del indio Juan Diego. Por aquellas fechas se levantó en México una cierta corriente para tratar de canonizar al vidente del Tepeyac y yo pensé que la imagen en los ojos de la Virgen, entonces no se hablaba de córneas, podía obedecer precisamente a ese afán por lograr la citada canonización. Total, que mis amigos seguían insistiendo y yo rechazaba una y otra vez la propuesta para analizar el lienzo. Me daba pena desilusionarles…

«Hasta que un buen día, aquella gente insistió y me cercó de tal forma que no tuve más remedio que aceptar. Pero lo hice con una condición: debería examinar la imagen sin el cristal que la protege. De esta forma podría evitar reflejos y comprobar la naturaleza y contextura del ayate. No le voy a negar que sentía una profunda curiosidad. Jamás me había acercado de esta forma a la imagen de la Virgen…

»Les pedí, además, que instalaran un pequeño andamiaje y que la observación pudiera hacerse durante la noche.

–¿Por qué razón?

–Yo llevaba aparatos eléctricos y, sobre todo, porque los oftalmólogos trabajamos mejor en un cuarto oscuro. Así se evitan los posibles reflejos exteriores y conseguimos que la pupila se dilate. Como usted sabe, la pupila del ojo, ese «agujero» que aparece rodeado por el iris, está contrayéndose constantemente. Cuando hay luz se contrae y en la oscuridad o en la penumbra se dilata. Entonces, para poder examinar el fondo del ojo sin necesidad de utilizar un colirio,[109] es mejor el cuarto oscuro.

»Me citaron a las nueve de la noche y acudí acompañado de un ayudante del hospital donde soy director.[110]

–¿Recuerda qué instrumental llevó en aquella ocasión?

–Oftalmoscopios, un microscopio de mano y una pequeña cámara fotográfica.

–¿Acopló.usted la cámara al oftalmoscopio?

–Bueno, verá usted lo que pasó. Para mí, aquella primera visita a la basílica fue una completa desilusión. El armazón que me habían puesto se encontraba en muy malas condiciones. Era hasta peligroso subirse allí. Le estoy hablando, claro, de la antigua basílica. Pero, en fin, conseguí situarme en lo alto del andamio y, ¡oh sorpresa!, la urna estaba cerrada a piedra y lodo… No habían retirado el cristal, tal y como yo había solicitado.

»Total, que me bajé muy enojado. Había allí un sacerdote y me preguntó: «¿Por qué se baja tan pronto, doctor?» Le respondí que aquéllas no eran las condiciones que había pedido y que me parecía una burla. Y que se lo comunicase así al abad de la basílica, el señor Schulenburg.

–¿Y se marchó?

–Sí, claro. Me fui volando. Al día siguiente empezaron a telefonearme y a rogarme que volviera. Pero yo, muy digno, me negaba. Hasta que a los quince días me llamaron nuevamente, asegurándome que todo estaba tal y como yo quería. La verdad es que con aquella primera visita me di cuenta que los aparatos que yo había llevado hasta el templo resultaban inútiles. La explicación era muy simple. Los oftalmoscopios eran eléctricos, de gran potencia, y allí no había enchufes. Así que no hubiera podido utilizarlos.

»Esto me sirvió para corregir el problema y en la segunda visita a la basílica todo estaba en orden: alargadores para conectar a la red eléctrica, un andamiaje como dios manda, etc. Y comencé mi exploración de los ojos…

–¿Le quitaron el cristal?

–Sí y me emocioné al ver tan cerca a la Guadalupana…

–¿Por qué? Usted me ha dicho hace unos minutos que no creía demasiado en el «milagro» de los ojos…

–En ese sentido tiene usted razón, pero la Virgen de Guadalupe, al menos para nosotros, los mexicanos, es mucho más que una Virgen: es una bandera.

–Estamos hablando de 1974…

–En efecto. Después, en 1975, la analicé de nuevo y años más tarde acompañé a la imagen en su traslado a la nueva basílica.

–Bien, ¿y qué fue lo que vio?

–Todo y nada.

Don Enrique Graue me miró divertido. Y prosiguió

–… Empecé a examinarlo todo, pero no quise ver los ojos. Me interesaba primero saber cómo estaba el ayate y cuál era su grado de conservación. Yo había leído que, a pesar de sus 450 años, el tejido se mantenía muy bien y como científico, necesitaba constatarlo por mí mismo.

–¿Y cuál fue su impresión?

–La conservación es magnífica. Me he interesado mucho por el arte y puedo asegurarle que, después de mirar y remirar el ayate durante una hora, resulta incomprensible que un pintor pudiera llevar a cabo una pintura así en un tejido tan tosco. Si usted se aproxima a la tilma como yo lo hice se dará cuenta que allí no existe aparejo. Aquello, sinceramente, me maravilló.

–¿Y no exploró los ojos?

–Sí, eché un vistazo, pero fue en la segunda visita cuando me dediqué de lleno a ellos. Y comprobé varias cosas, a cual más sorprendente. Por ejemplo, las imágenes que aparecen en el ojo derecho están perfectamente enfocadas. Las del izquierdo, en cambio, están desenfocadas. ¿Por qué?, me preguntará usted. Pues muy sencillo: porque el ojo izquierdo de la Virgen estaba en aquellos instantes un poquito más atrás que el derecho, respecto a la persona o personas que estaba contemplando. Esos milímetros o centímetros de diferencia son más que suficientes como para que el objeto que se observa quede fuera de foco. Y yo le pregunto: ¿a qué pintor se le hubiera ocurrido una cosa así, en el caso de que ese supuesto falsificador hubiera decidido colocar una miniatura en el interior de los ojos de la Señora?

–Entonces, ¿usted vio algo en los ojos de la imagen?

–Sí. Allí hay una figura humana. Eso está claro.

–¿Qué clase de figura?

–Bueno, la de un hombre barbado…

–¿Y no puede ser una ilusión óptica o el resultado de la casualidad?

–No. Yo he investigado después cientos de pinturas y en casi todas he visto cómo el artista ha tratado de darle vida a los ojos de sus personajes, pintando en la zona de las córneas una comita blanca que sigue precisamente la curvatura de dicha córnea. Pero lo curioso de estos reflejos en los ojos de la Virgen de Guadalupe es que se presentan en la cara anterior de la córnea y en el cristalino. ¿A qué pintor se le hubiera ocurrido hacer algo así en el siglo xvi o xvii? Entonces no se había descubierto la triple imagen de Purkinje-Samson…

–¿Esto lo «descubrió» usted en la segunda visita?

–Efectivamente. En la primera exploración, como le digo, centré mi atención en la naturaleza del tejido y de la pintura.

–¿Y no sintió la tentación de examinar los ojos?

–Sí. Y lo hice para comprobar una cuestión que alguien me había comentado. Tomé el oftalmoscopio y lancé el haz de luz al interior del ojo. Y quedé atónito: aquel ojo tenía y tiene profundidad. ¡Parece un ojo vivo!

–Pero eso es inexplicable en una supuesta pintura…

–Totalmente inexplicable.

–Permítame que insista: ¿está usted seguro que en los ojos de la imagen aparece un busto humano?

–Absolutamente seguro. No he sido yo el único que lo ha visto. En el ojo derecho, y en un espacio aproximado de cuatro milímetros, se ve con claridad la figura de un hombre con barba. Ese reflejo se encuentra en la cara anterior de la córnea. Un poco más atrás, el, mismo busto humano queda reflejado en las caras anterior y posterior del cristalino, siguiendo con total precisión las leyes ópticas. Más concretamente, la llamada «triple imagen de Samson-Purkinje». Este fenómeno, repito, es lo que proporciona profundidad al ojo.

–¿Y en cuanto al izquierdo?

–Allí pude ver la misma figura humana, pero con una ligera deformación o desenfoque. Este detalle resulta muy significativo porque, como le citaba antes, ello concuerda plenamente con las leyes de la óptica. Sin duda, ese personaje se hallaba un poco más retirado del ojo izquierdo de la Virgen que del derecho.

–¿Qué oftalmoscopio utilizó usted en aquella oportunidad?

–Un Keeler de gran potencia. Aproximadamente, de unas doce dioptrías de aumento. Pero le diré algo que comprobé en las sucesivas exploraciones. Cuantos más aumentos utilizaba, más diluida salía la imagen. Se perdían los colores y la trama quedaba muy visible Lo ideal, desde mi Punió de vista, era utilizar unos cuatro aumentos.

–¿Qué fue lo que más le llamó la atención en las distintas investigaciones sobre el ayate original?

–Yo le diría que, más aún, incluso, que la presencia de esa figura humana en las córneas, lo que me animó a seguir fue la luminosidad que se aprecia en la pupila.

–¿En ambos ojos?

–Sí, pero todo se ve con mayor precisión en el derecho. He efectuado infinidad de pruebas en pinturas y jamás he observado ese fenómeno. Uno pasa el haz de luz en los ojos de la Virgen de Guadalupe y ve cómo brilla el iris y cómo el ojo adquiere profundidad. ¡Es algo que emociona!

»Fíjese hasta qué punto le recuerdan a uno los ojos de una persona viva que, en una de aquellas exploraciones, y estando yo con el oftalmoscopio en plena observación, inconscientemente comenté en voz alta, dirigiéndome a la imagen: «Por favor, mire un poquito para arriba…»

»Como usted habrá visto, la Virgen tiene los ojos ligeramente inclinados hacia abajo y hacia la derecha y yo, ensimismado con aquella luminosidad y profundidad, me olvidé que se trataba de una imagen y le hice aquel comentario, pensando que estaba ante un paciente…

–En suma: ¿diría usted que parecen los ojos de un ser vivo?

–Si no fuera porque sé que se trata de una imagen, si.

–¿Y qué explicación le encuentra a todo esto?

–Ninguna. ¿Por qué ese brillo? ¿Por qué la triple imagen de Purkinje-Samson en los ojos? ¿Por qué esa sensación de profundidad?

–Algunas personas afirman que ese «hombre con barba» es el indio Juan Diego. ¿Cuál es su opinión?

–En cierta ocasión, uno de los representantes del abad de la basílica se acercó a mí y me pregunto: «Doctor, ¿ya vio usted a Juan Diego?» Recuerdo que le respondí: «Mire usted, mi querido amigo, yo he visto a un hombre. Parece el retrato de un hombre barbado, pero no lleva ningún cartel que diga “Juan Diego”…» Y le dije más: «… Sinceramente, no creo que ese busto humano sea el del indio Juan Diego.» «¿Por qué?», me preguntó el sacerdote. «Muy sencillo: los indios no tenían barba. Eran lampiños.»

–¿Tiene usted alguna idea de quién podía ser ese personaje?

–No.

–Pero el «hombre con barba» está ahí…

–Sí, eso es indiscutible. Y estaba muy cerca de los ojos de la Señora.

–¿Cómo lo sabe?

–Usted mismo puede hacer la prueba. Ilumine fuertemente el rostro o el busto de una persona y sitúela a 30 o 40 centímetros de sus ojos. Si una tercera persona se aproxima a su cara o le saca una foto a sus ojos, allí se verá, reflejado por tres veces, el busto de esa persona que está intensamente iluminada. Se han hecho muchas pruebas fotográficas y en todas ellas surgen las conocidas imágenes de Purkinje-Samson.

–¿Y es preciso que la persona o cosa iluminada esté a 30 o 40 centímetros?

–Sí. En caso de hallarse más retirada, difícilmente quedará reflejada en las córneas y cristalinos. Por eso este personaje con barba ha quedado en los ojos de la Virgen: porque estaba muy cerca de sus ojos.

–Hay algo que no entiendo, doctor…

–¿Qué es?

–Si ese personaje con barba quedó misteriosamente reflejado en los ojos de la Virgen en 1531, y si tales reflejos pueden ser observados casi a simple vista o con la ayuda de una lupa, ¿por qué nadie los vio en los siglos pasados?

–No sé decirle. Lo que sí está claro es que la triple imagen de Purkinje no fue descubierta hasta finales del siglo xix.

–Como científico, ¿defendería usted esa triple imagen de Purkinje-Samson en los ojos de la imagen?

–En cualquier parte… Desde el punto de vista de la física óptica, en el ojo derecho de la Virgen de Guadalupe se está reflejando la figura de un hombre con barba. Y en el izquierdo, esa misma imagen, también de acuerdo con las leyes ópticas, aparece ligeramente desenfocada.

–Doctor, ¿cree usted en los milagros?

Fue la primera vez que el prestigioso oftalmólogo dudo.

–Mire, estimado amigo, como médico me cuesta trabajo…

–Le haré la pregunta más directamente: ¿piensa usted que la presencia de ese busto humano en las córneas de la imagen de Guadalupe puede ser un milagro?

–Un milagro va contra las leyes físicas y naturales. Y esto no rompe dichas leyes. Lo que ocurre es que un fenómeno así no resulta fácil de asimilar por una mente racional y académica como la mía…

–Entonces, ¿de qué podemos hablar?

–Humildemente le digo que no lo sé. Es un hecho inexplicable.

Preferí dejar ahí esta primera entrevista con el doctor Graue. Muchas de mis dudas, sinceramente, parecían disueltas.

¿Una Virgen embarazada?

A los pocos días de iniciadas estas entrevistas con los médicos mexicanos había comprobado que, además de esa decena de especialistas que habían firmado documentos con sus observaciones y ratificaciones en torno al «hombre con barba» en los ojos de la Señora de Guadalupe, otros oculistas habían pasado igualmente con su instrumental científico por delante del ayate del siglo xvi. En total, por tanto, y desde los primeros años de la década de los cincuenta, los ojos de la imagen han sido examinados por una veintena de oftalmólogos y cirujanos.

Tras mis conversaciones con Graue, Kuri y Torija Lavoignet, el resto de los médicos casi no aportó nada nuevo, excepción hecha, naturalmente, de la confirmación unánime de la presencia del busto humano en las córneas de la imagen. Creo que, aunque sólo fuera por ello, mereció la pena aquel nuevo esfuerzo…

Pero tampoco voy a cansar al lector con una repetitiva serie de entrevistas. Me limitaré únicamente a mis contactos con Amado Jorge Kuri y Torija. Fueron quizá los que me proporcionaron nuevos datos sobre la Señora del Tepeyac.

El doctor Kuri, influyente cirujano y especialista en medicina interna, había acompañado a Enrique Graue en algunas de las observaciones del ayate. Según pude deducir a lo largo de nuestra conversación. Amado Jorge Kuri había quedado muy impresionado por el mismo fenómeno que observara el director del hospital de La Luz:

–Aunque parezca mentira, aquellos ojos ¡tienen vida!…

–¿No puede ser, estimado doctor, que ustedes (católicos, practicantes y «guadalupanistas») hayan «querido ver» todo eso en la imagen que conocen y quieren…?

–Sinceramente, no. Han sido muchos los médicos que han examinado los ojos y todos coinciden: tienen brillo. No es una mancha, como podría ocurrir con una simple pintura. ¡Uno ve el hueco…! Y eso se aprecia muy bien con el foco del oftalmoscopio. Parece una tercera dimensión.

–En su informe, usted habla de la dirección de la mirada de la Virgen…

–Sí, los ojos están dirigidos hacia algo o alguien que se encuentra ligeramente abajo y un poco a la derecha de la Señora.

–Entonces, ¿cree usted que la Virgen era más alta que el personaje con barba que se refleja en sus ojos?

–Pudiera ser. O quizá ocurrió que la Señora, en ese instante, se hallaba suspendida en el aire y, consecuentemente, un poco más elevada que aquella persona.

–¿Piensa que ese hombre con barba tenía que estar a una distancia de 30 a 40 centímetros de los ojos de la Señora?

–Sí. De acuerdo con los reflejos de Purkinje-Samson, la Virgen, en ese momento, debía de estar mirando hacia un lado.

–¿Cree que existe alguna explicación lógica o racional para esa presencia de un busto humano en los ojos?

–No, no la hay. Al menos por el momento. Desde el punto de vista de la ciencia no sabemos cómo se grabó esa figura en las córneas. Quizá la medicina del futuro pueda aclarar el misterio.

–Ustedes han observado los ojos de la imagen con gran detenimiento. ¿Han encontrado algún defecto en los mismos?

–Fisiológicamente son perfectos. Y esto resulta también inaudito.

–¿Porqué?

–Si se tratara de una simple pintura humana, por muy buen artista que hubiera sido el maestro, jamás habría le grado una perfección anatómica y hasta microscópica como la de dichos ojos. Volvemos, además, a lo de siempre: ¿que pintor podía conocer en 1531 el fenómeno óptico de la triple imagen de Purkinje-Samson?

–¿Qué otros detalles no hubieran podido pintar o falsificar los artistas?

–Por ejemplo, el color negro de los ojos. Cuando se ilumina con el oftalmoscopio, adquieren profundidad y brillantez. Como le decía antes, parecen ojos vivos…

»Por ejemplo, la equidistancia existente entre los reflejos que se advierten en los ojos. Es tan perfecta que uno le da la sensación de estar mirando ojos humanos ¡vivos!

–Usted es especialista en cirugía de vientre. Desde que inicié esta investigación han sido varios los médicos y expertos que me han insinuado la posibilidad de que la Virgen estuviera embarazada en el momento de la misteriosa impresión de su imagen en la tilma del indio Juan Diego. ¿Qué opinión le merece esta hipótesis?

–Yo también lo he oído. Han dicho, incluso, que podría mostrar un embarazo de unos tres meses…

–¿Y está conforme?

–Es muy difícil de saber. Se aprecia un cierto pronunciamiento bajo el lazo, pero…

–Y ya que hablamos de temas anatómicos, ¿ha observado alguna anomalía en el cuerpo de la Virgen?

–Aunque la imagen aparece sobre un ayate e ignoramos, por tanto, las verdaderas dimensiones de la Señora, a simple vista es perfecta.

–¿Corresponden esos rasgos a una niña o a una jovencita, tal y como se ha dicho?

–Sí, eso está muy claro. Quizá pudiera tener entre catorce y quince años.

–¿Se observa alguna enfermedad a través del estudio del rostro o de las manos?

–No. Su cutis es perfecto.

–¿Opina usted, doctor, que se trata de una joven hermosa?

–Muy hermosa. Le aseguro que verla de cerca, y sin el cristal protector, es muy distinto…

–¿Qué sintió al verla así? ¿Qué experimentó la primera vez que la tuvo tan cerca?

–Le diré algo importante. Como científicos, antes de proceder al análisis, tuvimos que dejar nuestras creencias religiosas en la puerta de la basílica. Era absolutamente necesario… Pero, a pesar de ello, la emoción fue enorme. ¡Si usted supiera la paz, la ternura y la dulzura que inspira ese rostro…!

–¿Ha visto alguna vez un rostro igual o parecido al de Guadalupana?

–Jamás. En mi larga vida como profesional he tenido oportunidad de ver a miles de seres humanos. De todas las clases y condiciones, pero jamás tropecé con uno tan delicado y sugerente.

–¿Y en retratos o pinturas?

–Mucho menos.

–Hablando de retratos, si todo esto es cierto, y si la imagen se formó o estampó de una forma misteriosa en la tilma de Juan Diego, ¿es posible que nos encontremos ante el primer y único «autorretrato» de la Virgen María?

–Estoy convencido de que así es. Cuando uno es consciente y está informado de esas maravillas, lo lógico es pensar que ese rostro pertenece a María. Una María niña o jovencita.

Aquella nueva entrevista con el doctor Kuri me reafirmó en la creencia de que me hallaba ante uno de los prodigios más grandes y extraños de los últimos tiempos. Y deseé de todo corazón poder contemplar la imagen de la Virgen Niña, tan cerca como lo habían hecho estos médicos.

Pero no iba a ser fácil…