Si estaba en lo cierto, «el número secreto del guía» tenía que ser, obvia-mente, el mismo.
Había, además, otro pequeño-gran detalle que -dado el peculiar estilo del mayor- fortaleció mi seguridad. La frase alusiva al críptico número secreto de las plumas hacía, justa y «causalmente», la número seis en el enigma. ¿No era mucha coincidencia?
Sin embargo, lo más importante -crucial a mi modo de ver- continuaba oscuro y lejano.
«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
Aceptando, insisto, que aquél fuera el ansiado «Hazor» ¿Cómo interpretar el sentido de ambas frases? ¿Qué debía entender? Las palabras «te lleva-rán» sólo Podían esconder un significado puramente simbólico. El cilindro de hueso se hallaba enclaustrado en una urna. Eso era obvio. No hacía falta una especial inteligencia para deducir que las alas en cuestión eran quizá un medio, una fórmula o una desnuda orientación para acceder al no menos confuso guía. Así me lo planteé. Lo sabía por experiencia: aunque aparen-temente complicado, el «lenguaje» de los criptogramas del oficial nortea-mericano resultaba siempre mucho más directo y elemental de lo que yo mismo me empeñaba en imaginar. «Te llevarán», en suma, podía ser aso-ciado a «te conducirán» o «te guiarán».
Desafortunadamente, la modesta copia que yo dibujara en mi cuaderno «de campo» no me permitió mayores alardes. Estaba claro. Había que ins-peccionar las alas in situ. Quizá la posición u orientación de las mismas en el cilindro escondiese «algo» que no había advertido. Estos razonamientos -elementales por otra parte- ganaron lo suyo cuando, en uno de los infinitos paseos a lo largo y ancho de la habitación, me vino a la memoria otra de las claves del criptograma: la formada por la primera palabra de cada una de las frases. «Mira delante de Hazor y a Él. Es él.» Leyendo entre líneas, el enigma era un continuo sobresalto. La caja de las sorpresas -y de los true-nos- había sido destapada.
Suele ocurrirme con frecuencia. Aquellos que hayan sabido de mis peripe-cias y desventuras por el mundo, están al tanto de los bruscos giros que, con más asiduidad de lo recomendado, experimento y experimentan las in-vestigaciones en las qué me veo envuelto. Pero así es la vida.
A la mañana siguiente, con todo a punto para la exploración sobre el te-rreno, cambié de pensamientos. Retrasaría esta fase del trabajo en benefi-cio de un más redondo conocimiento bibliográfico del origen, naturaleza y simbología del «ángel de Hazor». Había, además, otra poderosa razón. So-bre mi espartana y metódica conciencia -suponiendo, claro, que aún quede algo de ella- seguía pesando la densa relación de libros y documentos inédi-tos que hablaban del tell de Galilea. No me sentiría en paz conmigo mismo hasta su total revisión. Este desprecio de lo que muchos llaman intuición calmaría mi espíritu, sí, pero me haría perder un tiempo precioso.
Dicho y hecho. En las jornadas siguientes -desoyendo como un necio Uli-ses las continuas «llamadas» de la sala 309-, mi tiempo e inteligencia fue-ron inmolados en la biblioteca del museo de Israel. La batalla con los fiche-ros, catálogos y volúmenes fue tan agotadora como inútil. Y al mediodía del viernes, a un paso de la rendición y seguramente a causa del nerviosismo, tuve el feliz gesto de mostrar a las pacientes bibliotecarias el dibujo que había copiado en el cuaderno «de campo». Al ver el «ángel», la más joven me guiñó un ojo, exclamando:
-¿Y por qué no lo dijo antes?
A los pocos minutos, complacida y sonriente, ponía en mis manos un libro de tapas ocres. Se trataba de una obra Yigael Yadin -Hazor- editada en Nueva York en 1975. Impaciente, revoloteé sobre sus doscientas ochenta páginas, todas ellas cuajadas de imágenes y gráficos relacionados con las excavaciones del célebre profesor judío. De repente, una fotografía en blan-co y negro -a toda plana- me dejó clavado en la página 156. Abrí el cuader-no de notas y, antes de proceder, di gracias al cielo.
« ¡Al fin! »
Pero el estallido de euforia iría apagándose lenta e inexorablemente, con-forme fui apurando el texto que acompañaba las ilustraciones.
En la mencionada lámina se mostraban tres excelentes tomas del cilindro que había descubierto en el museo. La de la izquierda presentaba la cara más aplanada del hueso, con el «árbol o arbusto de la vida». Las dos res-tantes correspondían a la superficie convexa, con el altorrelieve del «án-gel». En la página contigua, reforzando el texto en inglés, Yadin reproducía un dibujo de 4 X 6 centímetros, idéntico al que se exhibía en el atril de la sala 309. Al pie de la gran fotografía de la izquierda podía leerse el siguien-te texto: «El espejo de la vecina de la señora Makhbiram.»
En la página precedente reconocí también -en esta oportunidad en color- la cuchara de marfil, igualmente depositada en la urna y que, según el tex-to, había sido propiedad de la tal señora Makhbiram, en la ciudad-fortaleza de Hazor.
Como es fácil suponer, no quedó una sílaba de aquellas setenta y una lí-neas de texto -incluyendo los diecinueve versos de un poema del profeta Amós acerca de un terremoto que asoló la región- que no fuera escudriña-da. Sin embargo, como decía, las aclaraciones de los arqueólogos en torno al «ángel» resultaron poco menos que nulas. Las únicas novedades -si es que se las puede denominar así fueron que la pieza había sido desenterrada en el estrato VI de Hazor (el «6» parecía indeleblemente fundido a toda la historia), siendo propiedad de una anónima vecina de la pudiente señora Makhbirarn. Estos enseres fueron sepultados en el año 763 a. de J.C., a causa del referido terremoto. Por descontado, la figura del querubín-guardián del jardín del Edén ponía de manifiesto una notoria influencia de las civilizaciones fenicias y cananeas en los israelitas asentados en el norte del país. En cierto modo, aquel símbolo -si es que en verdad constituía la auténtica pista del enigma encajaba a las mil maravillas en la hipotética vo-luntad del mayor de resguardar su «tesoro». ¿Qué mejor «guardián» del propio criptograma que el mítico ángel del Paraíso?
Hubo también otro sutil factor que, francamente, me dio qué pensar. En opinión de los expertos, la cabeza de mujer que adorna la cuchara de cos-mética podía ser la efigie de Astarte, la diosa de la fertilidad. Sé que el ar-gumento resulta endeble, pero durante un tiempo no pude disociar la enig-mática sonrisa de la divinidad que había hallado en la pared de la sala 309 de esta otra réplica, tallada en un extremo de la cuchara de marfil y que, casualmente, acompañaba en la urna al cilindro de hueso. Pero esto, lógi-camente, sólo pertenecía al reino de las sospechas o, como mucho, al de las íntimas creencias que, al fin y a la postre, no servían para materializar lo que tanto ansiaba. La verdad, fría e inalterable, es que los textos científi-cos no aportaban indicio alguno sobre el «ángel» ni sobre sus alas. La con-sulta sirvió también para precisar las dimensiones exactas del cilindro de hueso: 18 centímetros de altura por 5,5 de diámetro. Gracias a Dios, ahí concluiría mi penosa y dilatada incursión a las bibliotecas de Israel. Y con idéntica amabilidad, las bibliotecarias accedieron a fotocopiar ,algunas de las páginas del libro de Yadin. Un volumen que, de haberlo hojeado a tiem-po, me habría ahorrado más de una calamidad. Pero el cielo -no me cansa-ré de insistir en ello- escribe derecho con renglones torcidos. Lo malo es que un servidor parece gozar de una especial habilidad para, encima, «re-torcer lo torcido»...
El declive de aquel viernes me forzó a olvidar la sala 309, al menos hasta las diez horas del día siguiente. La jornada, sin embargo, no se iría de va-cío.
Digo yo que no tiene otra explicación. Desde el instante en que empecé a trabajar sobre el desarrollo del «ángel», descubriendo que quizá el número secreto de sus plumas era el «6», una idea venía germinando en los reco-vecos de mi subconsciente.
A primera hora de la tarde, mientras contemplaba el sinuoso resbalar de la lluvia en los cristales del bus 9, decidí probar fortuna. Aunque la opera-ción era de lo más inocua e inocente, tomé precauciones. Mi súbito interés por aquellos documentos podía inquietar a los, de momento, tranquilos ser-vicios de Información judíos. Rehusé utilizar el teléfono del hotel y, desde una cabina pública, marqué el 282936. Instantes después, uno de mis ami-gos franciscanos del convento de la Flagelación, en la Ciudad Vieja, me pro-porcionaba la información necesaria.
El tiempo apremiaba. Y, casi a la carrera, me planté en la dirección exac-ta: la confluencia de las calles Jaffa y Shlomzion Hamalka. En dicha esquina -tal y como me había especificado el buen monje-, frente por frente a un comercio de flores, en el segundo piso, encontraría lo que buscaba. Tuve suerte. Aunque la oficina estaba a punto de cerrar, uno de los funcionarios, de origen sefardí, se mostró encantado de poder servirme y, de paso, de refrescar su arcaico castellano.
La verdad es que no tenía muy claro cuál de aquellos mapas militares po-día ser el idóneo. Así que, curándome en salud, arrambié con media doce-na, seleccionando diferentes áreas del norte, centro y sur del territorio. Hasta ahí todo fue de perlas. Pero un funesto presagio me conmovió de pies a cabeza cuando, al abonar las cartas topográficas, el empleado del Gobier-no reclamó mi pasaporte, tomando buena nota de mi filiación. El imprevisto contratiempo -insalvable por otro lado- traería cola...
Los mapas -a escala 1:100 000- eran minuciosos. Perfectos. Y entusias-mado por la adquisición y, en especial, ante la atractiva idea de poder veri-ficar la hipótesis acerca de las alas, apresuré la marcha, enclaustrándome de nuevo en el hotel.
« ... Y sus alas te llevarán ... »
Busqué una guía de carreteras entre mis papeles. Al desplegarla, los de-dos temblaron. No sé explicarlo. Yo sabía que algo estaba a punto de suce-der.
Elegí la ciudad de Jerusalén como centro del «ensayo». Allí, después de todo, se encuentra el museo de Israel y el «ángel». A continuación dibujé dos líneas rectas sobre el mapa. Una vertical o eje de ordenadas, siguiendo la dirección norte-sur, y la segunda, horizontal o eje de abscisas, de este a oeste. La Ciudad Santa, repito, ocupaba la intersección de dichos ejes.
Examiné de nuevo la fotocopia del libro de Yadin, reafirmándome en lo que ya sabía: si tomaba la silueta de la criatura alada como imaginario eje vertical, cada una de las alas venía a ocupar un cuadrante.
El viejo presentimiento tomaba cuerpo...
Pues bien, de acuerdo con este planteamiento, las plumas más largas, co-rrespondientes a cada una de las alas, podían ser asociadas a otras tantas direcciones o rumbos. Las dos superiores marcarían así el noreste y noroes-te, respectivamente, y las inferiores, el sureste y suroeste, también respec-tivamente.
Aquello parecía válido. Si las alas -como aseguraba el enigma- debían conducir al guía, era lógico suponer que ocultasen alguna información. Quién sabe si la posición de una ciudad, de un pueblo, de un monumento o de un accidente geográfico. Para despejar el dilema sólo intuí un camino: trabajar con las plumas.
Las alas que nacían en la espalda del querubín -como ya fue dicho- su-maban 24 de estas plumas (12 en cada una). El paso siguiente era elemen-tal. ¿Qué sucedía si transformaba los números en grados? Ello desemboca-ba en cuatro rumbos muy precisos: 012, 098, 190 y 282 grados, respecti-vamente, tomando como base, insisto, el número de plumas de cada ala (12, 8, 10 y 12) y estos mismos dígitos como la magnitud angular a consi-derar, partiendo de los ejes base de cada uno de los cuadrantes. Al carecer de un transportador o de una regla graduada, tuve que ingeniármelas a ba-se de paciencia. Dividí cada cuadrante en diez ángulos más o menos igua-les, emprendiendo entonces una meticulosa revisión de los 40 rumbos. En un primer momento, el abigarrado haz de rectas me desmoralizó. Cada lí-nea «pisaba» decenas de poblados, montañas y ciudades israelitas. ¿Estaría allí la respuesta?
Tenía que empezar por alguna parte. Así que me decidí por lo más cuer-do: el rumbo 010'. Es decir, la primera de las divisiones. La mecánica de exploración fue igualmente simple: partiendo del centro de los ejes -de Je-rusalén-, fui siguiendo la línea que había dibujado a lápiz sobre el mapa, primero en dirección norte y, acto seguido, hacia el sur. La lectura de aquel rumbo no me dijo nada. La mayoría de las poblaciones -árabes o judías- re-sultó impermeable. No hallé una sola relación con Hazor o con el «ángel». Salté a la segunda dirección -020'- y, al cruzar el mar de Galilea, el nombre de Hazor me atrapó. Las ruinas del tell, rigurosamente registradas en el mapa, quedaban entre ambos rumbos, muy cercanas a los 010'. Aquella aparente casualidad me dejó un tanto perplejo. Pero, sin prestarle mayor atención, continué el paciente rastreo.
Dos horas más tarde, con el bloc garrapateado por un sinfín de inútiles anotaciones, me di por vencido. Había fallado de nuevo. Los cuarenta rum-bos sólo eran una maraña de vanas ilusiones. No me fue posible descubrir la más remota conexión entre los cientos de enclaves que coincidían con el paso de las líneas.
Desmoralizado, me tumbé en la cama, negándome a pensar.
Pero el Destino acostumbra a no darme tregua. A los pocos minutos, tre-pando por encima del desencanto y de la melancolía, esa misteriosa «fuer-za» que jamás me abandona removió mi memoria, sacando a la luz el ya olvidado lance de la posición de la ciudad-fortaleza de Hazor entre los rum-bos 0 10 y 020 grados. Visualicé en mi imaginación la airosa figura del «án-gel» e, instantáneamente, reparé en un detalle que, a fuerza de tenerlo a la vista, había escapado de mis pensamientos.
«¡Demonios!»
Como impulsado por un resorte me senté en la cama, sorprendido ante mis propias especulaciones.
« ¡Doce plumas! Pero no -rectifiqué sin poder olvidar el rosario de des-aciertos- Seguro que no coincide. Eso sería un milagro.»
La semilla de la duda estaba sembrada.
«Además -remaché para mis adentros-, para comprobarlo necesitaría un transportador .. »
Fue inútil. Aquel forcejeo conmigo mismo estaba sentenciado desde el principio.
«¿Y dónde localizo un maldito transportador?»
Consulté la hora. Las cuatro y media. El dichoso sábado judío estaba al caer. Caminé hacia la ventana, dando fe del raudo oscurecimiento de Jeru-salén.
« Sí, quizá aún pueda... »
Escapé del hotel como una exhalación, urgiendo al taxista para que me condujera a la puerta de Jaffa, en las murallas de la Ciudad Vieja. Tanto los árabes como los cristianos aprovechan el masivo cierre de los comercios y establecimientos judíos en el sabbath, ofreciendo los suyos a la miríada de extranjeros que acierta a circular por sus respectivos barrios.
Con la precipitación no reconocí mi error hasta que, en pleno corazón de la Old City, comprendí que había equivocado la puerta de entrada a la tor-tuosa y negra ciudadela.
Por la de Damasco, algo más al norte, el acceso al sector cristiano habría sido directo. Pero no eran momentos para lamentaciones. Lo importante era encontrar una librería, una papelería o cualquier bazar donde adquirir el instrumental necesario para mis indagaciones.
Sin rumbo fijo fui penetrando en las animadas y pestilentes callejuelas, preguntando a los recelosos musulmanes.
-Book-shop?
Los escasos árabes que terminaban por entender mi propósito de visitar una librería me arrastraron invariablemente- a su propio negocio, o al de un pariente o amigo, metiéndome por los ojos los típicos y tópicos libros sobre Tierra Santa, embarullados siempre entre una constelación de souvenirs. La fuga de algunos de aquellos cuchitriles fue laboriosa. Y desplomada ya la noche, rendido por el incesante trotar de pasadizo en pasadizo y de bazar en bazar, renuncié a mi empeño, descubriendo con desolación que -para colmo de males y desventuras- me hallaba irremisiblemente perdido en las entrañas del nada recomendable barrio árabe. Los que conozcan este negro laberinto -en especial si lo han atravesado durante la noche- comprenderán la angustia que empezó a filtrarse en mi ya resentido ánimo. Ignoraba cuál de las puertas de la muralla -Jaffa, Nueva, Damasco o Herodes- podía estar más a mano. En cuanto a las parcas indicaciones de los cada vez más esca-sos transeúntes, sólo contribuyeron a marearme, hundiéndome en callejo-nes fétidos y tenebrosos, poblados de gatos y sombras furtivas. Si algún malnacido se percataba de mi problema, mi suerte y los dólares que porta-ba quedarían listos para sentencia...
A eso de las nueve de la noche, al ingresar en una de las callejas, tan exiguamente iluminada como las precedentes, me concedí un respiro. Tenía que zanjar aquella estúpida e irritante situación.
«Si al menos tuviera la fortuna de encarrilar mis pasos al convento de la Flagelación ... »
Le pegué fuego a uno de los últimos Ducados y, sin más, como en otras ocasiones límite, levanté los ojos hacia el borrascoso cielo, suplicando ayu-da. El lector incrédulo puede imputar lo que aconteció después -y está en su perfecto derecho- a una mera casualidad. Lo comprendo y respeto. Yo, afortunadamente, hace muchos años que no creo en la casualidad. Por eso, cuando apenas transcurridos treinta segundos, vi aparecer por el extremo de la calle las inconfundibles siluetas de dos monjes, no pude reprimir una generosa sonrisa. Una sonrisa -dirigida a los cielos- que sólo mi corazón en-tendió.
Los solícitos franciscanos, aunque no llevaban el camino de la Flagelación, se desvivieron por ayudarme, orientándome hacia la vía Dolorosa. Desde allí, el resto fue sencillo. El prior del celebrado convento -padre Justo Arta-zar Ocerinjaureguin-, paisano y amigo, me puso en manos de otro ilustre fraile -el sabio Frederic Manss-, que resolvió mi papeleta.
Y a las once de esa noche del viernes -transportador en ristre- me dispu-se a comprobar lo que, poco antes, yo mismo había casi desestimado.
-Si resulta -me sorprendí a mí mismo hablando Solo-, no tendré más re-medio que creer en los milagros...
Deslicé el humilde semicírculo de plástico azulón sobre el mapa del terri-torio israelí, ayudándome en la medición con el canto de un libro.
-¡Santo cielo!
Repetí la operación y el rumbo 0 12 encajó matemáticamente. No había duda ni error posibles. Con relación al meridiano de Jerusalén, las ruinas de Hazor se hallaban a 012 grados.
-Fantástico!
Acaricié el dibujo del «ángel» y, todavía incrédulo, me pregunté una y otra vez cómo era posible. ¡La suma de las plumas del ala ubicada en el primer cuadrante coincidía con el rumbo de Hazor! Un rumbo exacto. Sin la menor desviación. Directo.
Y mi espíritu, al (in, se sintió reconfortado.
«... y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
El criptograma, en parte, cobraba cierta lógica. Algunas de sus frases empezaban a ponerse en pie. Creo que en aquellos momentos de júbilo -como obligada consecuencia de lo anterior- las tres enrevesadas menciones al evangelista Marcos aparecieron ante mí, por primera vez, como lo que quizá eran en realidad: un semijuego del mayor, astutamente dispuesto pa-ra confundir. Días más tarde comprendería que tal deducción era correcta... a medias.
El resto de la noche, hasta el clarear del nuevo día, lo dediqué a una más profunda revisión del rumbo que, naciendo en Jerusalén, pasaba por Hazor (012'o N 12'E), así como a los indescifrables dígitos «6.2.0». Mi excitación era tal que el sueño y el cansancio debieron huir, espantados.
«Ran..., el monte Bet El, Mizrat Sharkiye.... la montaña denominada Shi-loh... Karyut... Talpit ... Salim..., el monte Ein Faria... Mueir... Gazit... Sha-rona ... Migdal... Amiad y Hazor. »
Ninguno de aquellos pueblos y cimas sobre los que «volaba» el referido rumbo me infundió confianza. «Las alas deberían llevarme al guía.» Pero ¿a qué lugar? ¿Quizá a lo alto de alguno de los tres picos mencionados? ¿En
contraría allí al misterioso guía? ¿0 no se trataba de un ser humano?
No puedo negarlo. A pesar del pequeño-gran triunfo que había supuesto el hallazgo del rumbo 012', el enigma vomitaba tanta niebla que fueron ne-cesarias dosis especiales de calma y resignación para no enviar el asunto al mismísimo infierno. La posibilidad de tener que ascender a las montañas de Bet El, Shiloh y Ein Faria, sinceramente, me desmoralizó.
Investigué también el rumbo opuesto al de Hazor -192'-, pero los frutos no fueron mejores. La entrañable ciudad de Bethlehem (el Belén de los cris-tianos) rozaba casi la imaginaria línea. Según el transportador, el lugar del nacimiento de Jesús se asienta en una dirección de 190'. Es decir, dos me-nos que el que yo exploraba. En esos instantes no caí en la cuenta de otro curioso «detalle»...
El susodicho rumbo, en fin, se perdía en el desierto del Néguev, «sobre-volando» el pico de Zior y la ciudad de Amasa, muy al sur.
Cansado de lucubrar alrededor de los poblados y montañas que coincidían con el 012-192', cambié de táctica. Entonces, la magia de los números se apoderó de mí. Y el nerviosismo se disparó nuevamente. Por pura inercia me entretuve en averiguar los kilómetros existentes entre Jerusalén y Hazor, siempre en línea recta y siguiendo el mencionado rumbo Norte 12' Este. La cifra -142,5 kilómetros- tampoco me pareció significativa... Pero, al sumar los dígitos, el resultado me intrigó. Arrojaba un número muy fami-liar: 12. ¿Otra coincidencia? El sentido común no replicó. Allí había «algo» oculto y embriagante.
Y en mitad de una selva de cálculos, las indagaciones fueron a topar con otro singular hecho. La longitud de Hazor -35' 31' E-, una vez sumados es-tos dígitos, también daba 12. En cuanto a la latitud -33' 00' N-, para mayor suspense, sumaba «6». 0 todo era fruto del azar -el disfraz favorito de Dios- o el mayor intentaba reafirmar el importante asunto del número se-creto: el temido «6». No supe a qué atenerme. La confusión y el optimismo se hermanaron sin compasión.
Recapitulé por enésima vez. El ala superior derecha (en realidad, la situa-da a la izquierda del «ángel»), con sus 12 plumas, apuntaba a Hazor. (Rumbo 012'.) La distancia entre el lugar donde se exhibe el «ángel» y el punto donde fue desenterrado también sumaba 12. Otro tanto sucedía con los dígitos de la longitud de las ruinas (12). La latitud, en cambio, presen-taba un «6». Llegué a dudar, incluso, del número secreto. ¿Y si fuera el 12? Lo extraño es que, fundiendo estas cifras -grados, kilómetros, longitud y la-titud-, el resultado era «6». Mis neuronas flaquearon. ¡El total de plumas del «ángel»-42- coincidía con la suma anterior.
Era muy difícil de creer que «aquello» fuera pura y simple casualidad. Te-nía que obedecer a una metódica y concienzuda preparación. Y la querida imagen del mayor se materializó en mi memoria, con su inconfundible píca-ra sonrisa. Él, seguramente, había disfrutado lo suyo elaborando el cripto-grama e imaginando mis penurias. No se lo reprocho. Yo, a mi manera, peor que bien, también trabajaba con un inagotable espíritu deportivo. Y estaba dispuesto a llegar hasta donde fuera menester.
La extrema precisión de estos cálculos y medidas -en lo referente al ala del primer cuadrante- me hizo comprender que, quizá, las pesquisas des-plegadas sobre el rumbo opuesto a Hazor no eran correctas. En mi torpeza, olvidaba que debía ajustarme siempre a lo sugerido o marcado por el «mensajero» que tenía delante. En este caso, la dirección o rumbo que se desprendía del número de plumas del ala del tercer cuadrante era 190' (180 + 10). En mi obcecación, al prolongar el rumbo 012 hacia el suroeste (ter-cer cuadrante), estaba errando en dos grados. Pues bien, dado que no había mucho que perder, tracé la línea correspondiente, con la nueva mag-nitud - 190'-, enfrascándome en la revisión del rumbo que dictaba la referi-da ala inferior izquierda. El primer punto que llamó mi atención fue Belén. Como ya señalé, se encuentra al suroeste de Jerusalén, justamente en los 190'. El resto de la proyección se perdía igualmente en las arenas del Né-guev, sin apenas referencias dignas de mención.
«¿Belén?»
«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»
¿Qué pintaba la ciudad de David en aquel embrollo? Marcos, el evangelis-ta, no habla de Belén. Su Evangelio arranca con la predicación de Juan el Bautista. No captaba la posible relación con Hazor o con la frase del cripto-grama. A pesar de ello, saltaba a la vista que, entre los nombres localizados en ambos rumbos -012 Y 190-, los de Belén y Hazor se erigían notablemen-te sobre los demás. Eran, en definitiva, los que reclamaban la atención des-de el primer momento.
Dejándome aconsejar por el instinto, repetí el baile de números, tomando el nuevo rumbo y la ciudad de Bethlehem como referencias. Las sorpresas no se hicieron de rogar. La distancia de Jerusalén a Belén -7,5 km- volvía a sumar 12. Y los 142,5 km que separan Hazor de la Ciudad Santa, añadidos a estos 7,5 km, arrojaron ante mis narices el pegajoso «6» (142,5 + 7,5 = 150 = 1 + 5 = 6).
«¡Santo cielo! Aquello era demasiado.»
Probé asimismo con la longitud y latitud de Belén. El número último -121 = 4- no parecía relacionado con el racimo de «12» y «6» precedente. (Los amantes de la Kábala, en cambio, sí sabrán estrujarlo.)
La verdad es que, para una noche, fue más que suficiente. Los números cantaban. Aquella desconcertante sintonía Belén-Hazor de la mano de los rumbos y de los dígitos- sólo podía encerrar un significado. Pero debía ase-gurarme. Intuía que mis pasos eran acertados. Sin embargo, necesitaba nuevas pruebas. Era vital un exhaustivo «reconocimiento» del «ángel», in situ. Si la intuición no me traicionaba, quizá en el interior de la urna del museo de Israel pudiera detectar algún indicio o información complementa-rios. El mayor, hombre concienzudo donde los haya, tenía que haberlo pre-visto.
Lo que no fui capaz de prever -¿cómo imaginarlo siquiera?- es que esa misma mañana del sábado, 29, «alguien» a quien había olvidado me forza-ría a suspender las investigaciones, arrojándome, en cuestión de horas, a otra aventura sin par.
Medio dormido por tan precario descanso, y absorto en mil cavilaciones, necesité unas dos horas para descubrir que estaba siendo «controlado». A decir verdad, fueron «ellos», no yo, quienes desvelaron su «juego»... Pero antes, en mitad de la sala 309 de las de arqueología del museo de Israel, tendría lugar otro descubrimiento, bastante más venturoso.
A las diez horas y pocos minutos, apenas abiertas las dependencias, di-gamos que tomé posesión de la solitaria sala en la que se exhibe el mango de hueso de Hazor. No voy a silenciarlo. Después de lo averiguado la última noche, mi encuentro con el «ángel» fue especialmente emotivo. La figurilla se había convertido en algo querido y familiar. Un motivo otro más- que me unía, aunque sólo fuera espiritualmente, al fallecido y añorado mayor nor-teamericano. (Algún día me atreveré a narrar lo que jamás he revelado so-bre este hombre singular. Los lectores que hayan podido seguir mis investi-gaciones en estos quince años y que conozcan algunos de mis veintidós li-bros publicados, no se extrañarán si les digo que, por múltiples razones, a veces no doy a la luz pública ni el 10 por ciento de lo que realmente llega a mi poder. Pero todo se andará.)
Después de un saludo mental -curiosamente, en mi «locura», termino siempre por dialogar con las cosas, y el altorrelieve del querubín no fue una excepción- lo dispuse todo para el «chequeo» definitivo: brújula, mapas mi-litares, cinta métrica y el cuaderno de «campo».
Desconecté el seguro de la aguja magnética y fui a depositarla sobre el cristal de la urna. Justamente, en la vertical del «ángel». Agotada la natural oscilación inicial, la brújula se inmovilizó, marcando el norte magnético. Inspiré hondo antes de verificar la posición de la criatura alada.
«Norte ... »
Inseguro, repetí la comprobación.
«¡Jesús!»
Un cosquilleo inconfundible me sacó de este mundo. Pero, pragmático y tozudo hasta decir basta, quise demostrarme que no soñaba. Recuperé la brújula y, adelantándome hasta uno de los ventanales, busqué alguna refe-rencia conocida. A lo lejos se distinguía parte de la airosa Knesset, el par-lamento israelí. Desplegué un plano de Jerusalén, situando ambos mapa y brújula- sobre el alféizar de la ventana. La aguja, fiel y obediente a su natu-raleza, fue a marcar el rumbo lógico: el norte. Satisfecho, rodeé el dibujo de la Knesset con un círculo rojo. Grave error que no tardaría en lamentar..
La brújula de aceite funcionaba a la perfección. Su dictamen, por tanto, era fiable.
La devolví al punto que me interesaba -en la vertical del cilindro-, proce-diendo a una tercera lectura de las mediciones.
«Norte..., noreste.»
A pesar de tenerlo a la vista, me costó trabajo creerlo. La figura del guar-dián del «árbol de la vida» se hallaba -y se halla- orientada al noreste. Es decir, en la dirección de Hazor. La brújula, además, ciega e imparcial, fijaba un rumbo harto conocido y significativo: ¡012!
Con el alma arrugada por la sorpresa, no supe qué hacer ni qué pensar. ¿Cómo era posible? Por un lado, en el desarrollo del «ángel», el ala ubicada en el primer cuadrante había revelado la dirección de las ruinas y el conoci-do rumbo 012'. Y ahora, «sobre el terreno», el mismísimo altorrelieve lo ra-tificaba. Era para enloquecer.
La idea de que el mayor hubiera manipulado el cilindro, colocándolo en su posición actual, me pareció descabellada. La urna de cristal férreamente atornillada al pedestal metálico, era inviolable. Todo aquello emitía un halo mágico...
El penúltimo sobresalto llegó a continuación, al explorar las direcciones de las cuatro alas y del «arbusto sagrado». Al hallarse la pieza encarada al no-reste, tanto el «árbol de la vida» como el ala de diez plumas -la opuesta a la que apuntaba hacia Hazor- señalaban otro importante rumbo: sureste. En otras palabras, el de la ciudad de Belén. La confirmación fue definitiva. La mencionada ala de diez plumas, como ya expliqué, había sido la llave para trazar el rumbo 190'. Todo encajaba. Las incógnitas parecían despe-jarse.
Anoté minuciosamente estos postreros hallazgos y, rendido a la eviden-cia, utilizando la urna como improvisado pupitre, escribí:
«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»
(El mayor advierte de la existencia-presencia de un «ángel» o «mensaje-ro».... delante de mí: criatura híbrida depositada en el museo de Israel, sa-la 309. Correcto.)
Nota: el mayor aprovecha la frase del evangelista (Marcos 1.2). Si leo de corrido los versículos 1, 2 y 8 del criptograma, coincide con lo manifestado por Marcos en su primer capítulo: «Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino.» Tiene sentido. El «ángel» y sus claves son el medio para avanzan Aunque también por separado parece viable: ¿será el «guía» quien deba disponer mi camino?
«HAZOR ES SU NOMBRE. »
(El del mensajero-ángel: Hazon No distingo otra explicación. De allí es oriundo. Hazon por tanto, es su gracia.)
«Y SUS ALAS TE LLEVARAN
AL GUÍA MARCOS 6.2.0.»
(Las alas parecen «guiar» o «conducir» a dos lugares prácticamente opuestos: Belén y el tell de Hazon Eso creo, al menos ... )
Nota: «Marcos 6.2.0», ¡incomprensible! ¿Cómo debe entenderse esta quinta frase del enigma: ¿guía Marcos?, ¿guía. Marcos 620?, ¿guía Marcos 6.2.0? ¡Ojo!, puede no ser un hombre. ¿Quizá un determinado documento o dirección? Hasta ahora, exploración negativa.
«EL NÚMERO SECRETO DE SUS PLUMAS
ES EL NÚMERO SECRETO DEL GUIA.»
(Conviene barajar las cifras más significativas: «42», « 12 » y « 6 ». Me inclino por la última, aunque la suma total también remite al «6».)
Nota: estoy lejos de imaginar el significado de «número secreto del guía». Ni idea...
Frase vertical:
«MIRA
DELANTE DE
HAZOR
Y
A
ÉL.
Es
ÉL. »
(Nada que objetar. Estoy seguro que el querubín de Hazor es la clave. Es él.)
No tuve opción de redondear aquella suerte de balance-memoria de lo conquistado hasta esos momentos. Alguien, con delicadeza, tocó mi hombro derecho. Me sobresalté. Al volverme, tres individuos me sonrieron al uníso-no. Ni siquiera los había sentido acercarse. El más bajo, de mediana edad y revólver al cinto, pidió disculpas por la interrupción. Se identificó como vigi-lante del museo, rogándome que atendiera a los que le acompañaban. Se trataba de dos jóvenes, correctamente vestidos y de modales impecables. Sin dejar de sonreír, uno de ellos echó manó al bolsillo posterior del panta-lón, mostrándome una diminuta cartera de plástico marrón. La abrió y me dejó leer: «Agaf Hamodiín.»
Instintivamente levanté la guardia. El Agaf es el servicio de Inteligencia del ejército judío. Junto con el célebre Mossad (Mossad Lemodún vetafkidim Meiujadim o Instítuto de Información y Operaciones Especiales), la máquina más perfecta del espionaje mundial.
Traté en vano de pensar. ¿Qué demonios sucedía?
-No se alarme -intervino el de la credencial adivinando mi inquietud-, me llamo Tzipori. Mi compañero lvri y yo deseamos hacerle unas preguntas...
-Pero, ¿cómo saben ... ?
El que decía llamarse Tzipori guardó la cartera y, perforándome con sus ojos azules, zanjó la estúpida pregunta.
-Nuestra obligación es saber, señor Benítez. Sabemos que es usted vas-co, periodista y que, entre otras cosas, ha adquirido cierta cartografía mili-tar...
-No comprendo.
Con un calculado ademán de su mano derecha, el israelí animó a su com-pañero a que refrescara mi memoria. Como un autómata, Ivii fue enume-rando los mapas que, en efecto, yo había comprado el día anterior:
-Sheet nueve: Jericó. Cuatro: Teverya. Seis: Bet Sheian. Sheet dos...
-Entiendo -respiré aliviado. E intenté aclarar el malentendido. Pero los ju-díos abortaron mis deseos con otras preguntas.
-Díganos: ¿por qué los ha comprado? ¿Y por qué las sheets trece y cator-ce?
Hice un esfuerzo, pero, la verdad, no recordé a qué parte del territorio correspondían estas láminas o sheets. Mi sincera ingenuidad los confundió.
-¿Trece y catorce?... ¿A qué zona pertenecen?
-¡Al Néguev! -aclararon con gravedad.
En segundos creí descubrir el motivo de tanta preocupación. Estúpida-mente me había metido en una ratonera. Aquellos planos del sur de Israel contienen dos enclaves de especial interés estratégico-militar: una base aé-rea y el controvertido silo atómico de Rifidim. Según mis noticias, en la primera de estas instalaciones -tal y como había comentado con el entonces embajador judío en Madrid debía hallarse aún uno de los motores del avión de pasajeros de Iberia, siniestrado en el monte Oíz, en las proximidades de Bilbao, en el País Vasco. Por supuesto, como ya especifiqué en su momen-to, no tenía la menor intención de aventurarme en semejantes parajes. Pe-ro una cosa eran mis íntimos propósitos y otra, muy distinta, las suspicacias del Agaf. Estaba pisando un terreno resbaladizo.
-Es muy sencillo -me defendí, endulzando las palabras-. Tengo intención de reconstruir el histórico viaje de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, y esos mapas resultan insustituibles. El doctor Liba, del Instituto de Relaciones Culturales, el consulado español en Jerusalén y el propio Samuel Hadas, el embajador de ustedes en mi país, están al corriente.
-También lo sabemos -contraatacaron con terquedad- Y usted no ignora que el desierto del Néguev queda muy lejos de la ruta que pretende recons-truir..
Estaba atrapado. Gracias a Dios, la impaciencia de Tzipori evitó males mayores.
-¿Cuándo piensa emprender esa marcha?
-Si no hay inconvenientes, mañana mismo. Quizá el lunes...
La fulminante improvisación vino a relajar las duras miradas de los agen-tes de la Inteligencia militar, llenándome a cambio de incertidumbre. Aca-baba de hipotecar mi tiempo y las inmediatas y, sin duda, cruciales investi-gaciones. Pero los patinazos no terminaron ahí.
-Está bien.
Tzipori me tendió la mano y, al despedirse, soltó algo que, al parecer, le quemaba la lengua:
-No sabíamos que le interesase tanto la arqueología... en especial, esta sala.
Comprendí la indirecta. Muy posiblemente -mejor dicho, con seguridad- los servicios de Información israelíes venían controlando cada una de mis acciones y movimientos. La prueba es que me habían «encontrado».
Debí morderme la lengua. Pero, en mi afán por aparentar transparencia, les mostré el cuaderno «de campo», metiendo nuevamente la pata.
-Se trata del «ángel de Hazor» -les expliqué, al tiempo que Tzipori, astuto y vigilante, me arrebataba el bloc, curioseándolo todo- Un tesoro del siglo noveno antes de Cristo que puede servirme para la elaboración de un futuro libro...
Ignoro si los agentes leían español. El caso es que, sin el menor pudor, fueron trasteando las hojas y planos, intercambiando rápidos comentarios en hebreo. De pronto, lvri, al desplegar el manoseado mapa de Jerusalén sobre el que había trabajado con la brújula, reclamó la atención de su ami-go, señalándole un punto. Yo, como un perfecto tonto, seguí mi perorata en torno a las excelencias del tell de Hazor. Noté, eso sí, cómo Tzipori cerraba sus mandíbulas, chequeando la totalidad del mapa con agrio semblante. Al-go sucedía.
Al fin, metiéndome el plano por los ojos, preguntó sin miramientos:
-¿Y esto?
Correspondí con idéntica sequedad, apartando con firmeza la mano que sujetaba el mapa. Sin inmutarme bajé la vista, examinando el lugar por el que se interesaban.
¡Maldita sea! Era el dibujito trazado por M. Gabriel¡, autor del referido mapa, representando la Knesset. Mecánica e inconscientemente lo había encerrado en un círculo rojo, al verificar la fiabilidad de la aguja magnética.
Les dije la verdad, mostrándoles incluso la brújula. Dudo que aceptaran tan peregrina salida. La siguiente pregunta confirmaría mis sospechas:
-Muy bien. Pero ¿por qué la Knesset ha sido marcada en rojo y las restan-tes direcciones y lugares en azul?
Sagaces y desconfiados, no se les escapaba una. Imaginé lo peor. Aque-llos tipos -o la legión de agentes camuflados en Israel- podían estar al tanto de mis contactos con los árabes y, dada mi condición de vasco, asociarlos a otra terrorífica actividad que, naturalmente, detesto. ¡Dios santo!, ¿cómo explicarles que todo aquello era una cadena de desafortunadas coinciden-cias?
-Piensan que soy un terrorista? -estallé.
Los judíos me devolvieron el cuaderno de «campo» y, parapetándose en una irritante suficiencia, Tzipori dio por cancelada la entrevista con una fra-se que no olvidaré:
-Si usted lo fuera, amigo, ya estaría muerto...
No hubo más comentarios, consejos ni aclaraciones. Tal como habían lle-gado, así desaparecieron. A partir de entonces, mi estancia en Israel se convertiría en un sinvivir.
Atemorizado ante el cariz de los acontecimientos, no lo dudé. Cumplirla mi promesa. Las pesquisas alrededor del enigma podían esperar. Tampoco era cuestión de contrariar a los peligrosos servicios de Inteligencia. Y esa misma tarde preparé la gran marcha. Siguiendo las prudentes recomenda-ciones del doctor Liba -dada la alta conflictividad y teórica peligrosidad de uno de los tramos del viaje: la franja fronteriza entre Israel y Jordania-, te-lefoneé a varios de mis colegas y corresponsales de prensa en Jerusalén y Tel Aviv, con el fin de anunciarles mi objetivo. De esta forma, si la noticia saltaba a los medios de comunicación judíos, mi aventura podría verse res-paldada; en especial, de cara a los puestos de control militar que jalonan la margen derecha del río Jordán. No tuve mucha suerte. La noticia, que yo sepa, jamás se publicó en Jerusalén. No me desanimé. Lo intentada a «tumba abierta». Después de todo, así resultaba más excitante. Al alba, un autocar me trasladó a Nazaret. Y a eso de las nueve y media, con una flagelante mochila roja a la espalda y el espíritu encendido ante semejante reto, inicié la andadura. Tras una lacónica plegaria ataqué el descenso hacia las llanuras de Jezreel, rumbo a Bet Sheian, la antigua Scythópolis, final de la primera caminata. Mi plan contemplaba cuatro etapas -de algo más de 40 km cada una-, descendiendo en paralelo al Jordán, con un segundo descan-so al pie del monte Sartaba. La tercera jornada, en pleno desierto de Judá, concluiría en el oasis de Jericó y, desde allí, por último, remontando las du-ras pendientes que caen desde la Ciudad Santa, cubrir, en esa cuarta y pos-trera etapa, la distancia que separa Jerusalén de Belén. En total, unos 170 km.
Pero, como ya señalé, no es éste el momento ni el lugar para dar fe de tan memorable y accidentada «excursión». Modestamente, eso sí, creo haber contribuido a demostrar que la ruta más lógica para un viaje como el que emprendieron María y José, no es la de Samaria por el centro de Israel-, sino la del río Jordán. Un español, en fin, y me enorgullezco de ello, ha si-do el primer «loco» en reconstruir el decisivo peregrinar de los padres te-rrenales de Jesús, desde la Galilea a la ciudad de David.
Volvamos, pues, a lo que importa: el criptograma y las peripecias en las que -¡cómo no!- me vi envuelto hasta el final.
El miércoles, 3 de diciembre de 1986, amparado por la luz neutra del cre-púsculo, avistaba -al fin- la ciudad de Belén. Con un caminar inseguro y re-cortado -más propio de un anciano que de un hombre de cuarenta años, ló-gica consecuencia del fuerte castigo, de los malparados pies y de aquel in-domable dolor en la columna- fui a culminar la odisea ante los blancos mu-ros de la iglesia de la Natividad.
Quizá fuera una casualidad (?). La cuestión es que, al cerrar la marcha en la explanada pavimentada y recostarme sin resuello contra el pedestal so-bre el que se levanta la estrella de cinco puntas, el volteo de una de las campanas del sagrado recinto llenó mi rendido corazón. Levanté la mirada hacia el púrpura provisional de los cielos y agradecí la oportuna «señal» y la benevolencia del Gran Padre, que me había permitido llegar hasta allí. Du-rante un tiempo, ajeno a todo, lloré en silencio, quemando así los miedos, angustias y soledades de aquellos días. El frío y el mudo tintineo azul de las primeras estrellas secaron mis lágrimas y la plácida melancolía que me inundaba.
Regresé al punto a Jerusalén. En el hotel no había novedades. Los servi-cios de Inteligencia -apostaría la vida-, estaban al tanto de mis andanzas, pero supieron guardar las distancias. A partir de esos momentos, sin em-bargo, debería extremar los cuidados. Al menos durante unas horas, no se-ría yo quien rompiera la tregua. Mi único deseo era disfrutar de un intermi-nable baño y de un indefinido descanso. El cielo y los hombres respetaron mi voluntad, pero, a eso de las nueve de la mañana del día siguiente, el te-léfono -diabólico y pertinaz- me sacaría de un casi cataléptico y reparador sueño de catorce horas.
Al incorporarme en el lecho, un fortísimo y generalizado dolor muscular despertó como un león hambriento, derribándome. Imposible alcanzar el auricular. Al quinto o sexto repiqueteo, dejó de sonar.
-¡Dios mío!, ¡No puedo moverme!
Las inevitables agujetas -nada grave a decir verdad, pasaron factura. Es-peré una hora y, ante el riesgo de perderme en un nuevo sueño, apreté los puños, emprendiendo una lenta y más que cómica huida de la cama. Varias pastillas de glucosa, una ducha y una severa aplicación de linimento alivia-ron momentáneamente tan comprometido y deplorable estado.
Me preocupaba no haber atendido al teléfono. ¿Quién podía ser? Presentí detrás el silencioso planear de los servicios secretos y, en previsión de ma-les mayores, decidí averiguarlo. Marqué el 528658 y, al momento, mi buen amigo Elías Zaldívar, corresponsal de la Agencia Efe -con quien había man-tenido contacto en la primera etapa de la marcha a pie-, satisfizo mis du-das, negando ser el autor de la llamada. Ni siquiera sabía de mi retorno a Jerusalén. Se alegró de oírme, prometiéndome enviar a España una reseña de mi pequeña hazaña.
No tuve que darle vueltas al asunto. Nada más colgar, Rachel me locali-zaba, declarándose responsable de la fallida llamada. Aquello me dio qué pensar. En realidad, no sé por qué me sorprendía. Así y con todo, continué sopesando la sospechosa puntualidad de la funcionaria del Gobierno judío. Resultaba demasiado casual que marcara el teléfono de mi hotel, justo a las pocas horas de mi retorno.
Al confirmarle la culminación de mi aventura por tierras del Jordán, mos-tró cierta incredulidad y -directa, como siempre- pasó a recordarme las reuniones pendientes. Una de ellas, concertada en el museo de la Medicina Antigua de Israel, me vendría como anillo al dedo. Hoy, sinceramente, me arrepiento de la locura cometida.
Cedí, como era lógico y natural. Acudiría sumiso a cuantas entrevistas fuera menester. De esta forma, la casi totalidad de mis movimientos que-daban «controlados». Ni que decir tiene que, a pesar de estas ataduras ofi-ciales, mi plan seguía en pie. Ya me las ingeniaría para romper el cerco y reanudar las investigaciones en torno al criptograma. Para empezar, hasta las cuatro de la tarde, hora prevista para la primera de las reuniones en la Universidad Hebrea, disponía de un margen que no estaba dispuesto a mal-gastar. Durante las ocho horas que caminé en solitario a lo largo de cada uno de aquellos cuatro días, tuve todo el tiempo del mundo para reflexionar sobre el enigma. Las frases cuarta y quinta -«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0»- ocuparon buena parte de esas dilatadas meditacio-nes. La palabra «guía» podía ser valorada de muy distintas formas: como una persona que conduce a otra o le enseña el camino; como un guía turís-tico, tan abundantes en Israel; como un maestro o guía espiritual; como un poste o pilar que sirve de indicación; como un libro o tratado de preceptos o, en fin, entre otras traducciones, incluso como el sarmiento o vara que se deja en las cepas y en los árboles al podarlos. Teniendo en consideración que las alas del « ángel » parecían conducir a Hazor o a Belén, lo obligado era buscar en dichos extremos. El tell de Galilea, influido por los recuerdos de mi desastrosa visita y también por lo retirado de la ciudad-fortaleza, fue relegado a un segundo plano. Belén me atraía mucho más. Fijada, pues, la decisión de explorar en la ciudad de David, el siguiente paso no resultaba tan cómodo. ¿Cómo y dónde atacar? No sé si lo correcto -pero sí lo más asequible- fue aparcar las interpretaciones engorrosas del término «guía.», limitando el campo de acción a una de las facetas más fácil de comprobar: la de guía turístico. Sé que iba a ciegas y que lo de «conductor turístico» sonaba de lo más prosaico. Pero, como digo, por algún sitio tenía que em-pezar. En mi indomable fantasía -lamentable error- seguía viva la imagen de un «guía» igualmente fantástico, oculto por los velos del misterio y quizá inasequible. Una vez más olvidaba la peculiar sencillez y el estilo directo del mayor.
Era imposible captar lo cerca que me hallaba de la definitiva resolución del jeroglífico y los correosos sucesos que la escoltarían. Los teléfonos del Ministerio de Turismo de Israel 240141 y 4661516- comunicaban insisten-temente. Así que, a pesar de los dolores que me acuchillaban, adopté la única fórmula viable para despejar aquella primera incógnita. Tres cuartos de hora más tarde, tras invocar los nombres de dos de mis contactos en el citado Ministerio -los señores Hod y Kotzer-, uno de los funcionarios me presentaba a la responsable de los staffguide, dependientes -en su mayo-ría- de los cientos de agencias de turismo radicadas en el país.
-Si no he comprendido mal -repuso la hebrea con exquisita amabilidad-, usted desea consultar las listas de los guías oficiales de turismo de Hazor y Belén...
Asentí impaciente.
-¿A qué guías se refiere, exactamente?
-No comprendo.
Con excelente precisión matizó su pregunta, aclarando que los guías au-torizados a trabajar en la ciudad de David pasaban de quinientos.
La cifra me desalentó. De improviso, el anaranjado parpadeo de una de las líneas del teléfono interrumpió la conversación. La mujer escuchó aten-tamente durante uno o dos interminables minutos, alternando sus concisos monosílabos con varias y esquivas miradas hacia mi persona. No le concedí mayor importancia. Sin embargo, al reanudar el diálogo, percibí un notable cambio en el tono de su voz. La cordialidad inicial, aunque presente en todo momento, descendió de nivel. Fue algo instintivo. En el despacho empezó a respirarse un tufillo de mutua desconfianza. Aquella llamada, sin duda, te-nía mucho que ver con mis viejos amigos del Agaf...
-El asunto cambia -prosiguió, recuperando el hilo de la explicación- si us-ted se refiere a los que residen de forma habitual en Belén o en el tell de Hazor y, al mismo tiempo, desarrollan su actividad en dichas zonas.
Sus ojos destellaron con una mal contenida curiosidad. Y aguardó mi res-puesta. La verdad es que no disponía de muchas opciones. Si era menester, quemaría las cejas sobre la extensa lista, a la búsqueda del más nimio de los indicios. Pero bueno sería acometer la empresa por lo más cómodo. Así que me decidí por lo último. En buena lógica, los guías legalmente autoriza-dos, que habitan en Belén o Hazor, no podían ser muy numerosos. Y confié en mi buena estrella.
Mientras la hebrea revolvía en su mesa, a la captura de la referida rela-ción, me asaltó una incómoda duda: ¿y si no fuera un guía oficial? Es un se-creto a voces que, en Israel, los que viven como guías ocasionales o clan-destinos -muy especialmente los árabes- son legión. Yo solo me complicaba la existencia...
-Aquí está -intervino la israelita, eclipsando mi repentina incertidumbre- Veamos.
Repasó los folios plastificados de una gruesa agenda negra y, localizados los guías de Belén y Hazor, alzó la vista, rogándome que me sentara. Agra-decí la atención. Mis Piernas palpitaban de dolor.
Recorrió con el dedo índice izquierdo una columna de nombres, direccio-nes y teléfonos y, saltando a la siguiente página, murmuró casi para sí:
-Tal y como suponía, en Hazor no reside ningún guía. Los más próximos (que se ocupen de las visitas al tell) viven en Teverya, Nazaret y, por su-puesto, aquí, en Jerusalén.
Recibí la información con alivio. Aquello simplificaba la búsqueda. Y sin previo aviso se descolgó con dos preguntas que esperaba desde el princi-pio:
-Por cierto, ¿por qué le interesan esas personas? ¿Ha pensado en alguna en particular?
En tan críticos momentos no advertí las segundas intenciones de mi inter-locutora. Luego, al hilvanarlo todo, comprendí.
Como pude y Dios me dio a entender, le aclaré que deseaba visitar la zo-na y que, en consecuencia, precisaba los servicios de un guía serio y com-petente.
-Respecto a la persona en concreto -disimulé con frialdad-, no tengo pre-ferencias.
-Comprendo...
Una densa pausa me hizo presagiar nuevas complicaciones.
-En fin, no hay mucho donde escoger -concluyó con fingido desaliento- Véalo y decida usted mismo.
A veces sucede. Aunque los dedos se me hacían huéspedes, en esos ins-tantes, impaciente por atrapar la lista, no reparé en la hábil maniobra. ¿0 será que veía infiltrados y espías por doquier? Fue después, al tomar un taxi y comprobar que me seguían, cuando caí en la cuenta. Lo lógico hubie-ra sido que ella misma se brindara a recomendarme a cualquiera de los guías. Pero no. Astuta y premeditadamente, me dejó hacer. Y yo, como un ganso, mordí el cebo.
Invoqué a todos los santos. Pero los escasos gramos de serenidad que aún conservaba se me fueron por las manos, justo al recibir la agenda. El escandaloso tembleque del cuaderno de direcciones no pasó inadvertido pa-ra mi felina observadora. Segura de sí misma, continuó escrutando mis re-acciones. Tropecé un par de veces con su inquisidora mirada, pero bajé los ojos, impotente. Más inquieto y ofuscado por el ingobernable temblor que por la lista que se abría sobre mis rodillas, no me centré en ella hasta la se-gunda o tercera lecturas. Finalmente, una vez enganchado en la relación de guías autorizados que residen habitualmente en Belén, los nervios se apa-garon, dando paso a otra no menos furiosa emoción.
En la página izquierda, bajo el brillo saltarín del plástico, aparecía una se-rie de nombres y apellidos, precedidos por sendos números de cinco dígitos que, francamente, no supe interpretar. A continuación, los respectivos do-micilios, teléfonos, apartados de Correos, nacionalidad y raza, la fecha de inicio de su actividad como guía y la o las agencias turísticas con las que venían trabajando.
La hebrea, desde su silencio, pareció sorprendida ante mi rápida recupe-ración. Abrí el cuaderno «de campo» y, dispuesto a desafiarla, fui copiando la lista. Por razones obvias, me veo obligado a omitir parte de la informa-ción allí reunida.
Lo primero que llamó mi atención fue el hecho de que la mayoría fuera árabe. En el fondo resultaba de lo más natural, ya que buena parte de la población belenita lo es. Terminadas las minuciosas anotaciones, pasé a co-tejarlas con el original. Al alcanzar la mitad de la relación, el corazón pegó un respingo. Retrocedí estupefacto, releyendo las filiaciones precedentes. Por último, ansioso, descendí hasta el último de los guías consignados.
La funcionaria captó mi excitación. Y, sin poder sofocar su venenosa cu-riosidad, rompió el mutismo:
-¿Qué le sucede? ¿Ha encontrado a su hombre?
-Bueno.... no sé -titubeé, haciendo un esfuerzo por acallar el júbilo que, como un tornado, casi me levantaba del asiento- Así, de pronto...
Insatisfecha con la evasiva, presionó sin piedad.
-¿Le suena alguno? ¿Quiere llamarle desde aquí?
Transmutó el acero de su semblante por una acogedora sonrisa, descol-gando y ofreciéndome el auricular del teléfono. Esta vez, la Providencia se-lló mi peligrosa espontaneidad. Además, tampoco estaba seguro. Convenía sopesar aquellos datos, lejos de posibles maledicencias oficiales...
-No, gracias -corté sin tapujos- En vista de la general y notable antigüe-dad en el servicio -añadí con una teatralidad que todavía me maravilla-: to-dos parecen buenos candidatos. Lo pensaré...
Sin concederle tregua, le devolví la «milagrosa» agenda, interesándome por los enigmáticos números que encabezaban cada una de las filiaciones.
La mujer acentuó su sonrisa, pagándome con la misma moneda:
-Eso no es de su incumbencia... Digamos que se trata de un código secre-to y cifrado, de uso exclusivo del Gobierno.
-¡Un número secreto!
Mi exclamación, el torrente de alegría y la mal disimulada sorpresa que provocó en mí la parca pero reveladora insinuación, agotaron su paciencia y, supongo, su capacidad de entendimiento. El desliz de la funcionaria ponía punto final a la visita a la sede del turismo judío.
Estreché su mano con fuerza. El aparente gesto de
amistad y gratitud la desconcertó del todo, correspondiendo con una im-precisa sonrisa.
Segundos después, eufórico, abandonaba el lugar, apretando contra mi pecho la valiosa información. Caminé tres o cuatro metros por el largo co-rredor y, asaltado por una mortal curiosidad, giré sobre mis talones, retro-cediendo. La vieja táctica daría sus frutos. Violando las más elementales normas de educación, empujé la puerta de cristal del despacho que me había acogido, asomando medio cuerpo. Mi inesperada aparición pilló des-prevenida a la funcionaria, justo cuando, teléfono en mano -y en hebreo- ponía sobre aviso de mi partida a Dios sabe quién. Eso fue lo que deduje de su visible nerviosismo. Poco más tarde, el taxista que me conduciría al hotel, al traducir las tres frases que alcancé a escuchar y anotar, confirma-ría mis sospechas.
Más o menos, éstas fueron las palabras que, como digo, pude retener: «Haish sheljá iachá ka-rega... Beseder.. Eeséh ma she-ujal.» Que, vertidas al español, no ofrecían demasiadas dudas: «Su hombre acaba de salir.. Está bien. Haré lo que pueda. »
Al reconocerme interrumpió la conversación telefónica, pegando el auricu-lar al pecho.
-¡Disculpe! -me excusé sin soltar el pomo de la puerta- Olvidé preguntar la tarifa oficial por jornada...
-Eso, señor, lo fija la agencia -vomitó airada desde el fondo de su escrito-rio.
-¡Ah, claro! Perdone.
La tela de araña de los servicios de Información seguía cubriéndome, in-visible y certera. Pero -insensato de mí- el peligroso juego, lejos de atemo-rizarme, desencadenó mi adrenalina, excitándome. No había nada de qué avergonzarse. Así que, con una temeraria inconsciencia, me propuse des-pistarlos. (Ahora rememoro con pavor ese viejo y sabio adagio popular que testifica que «la ignorancia es osada».)
No fue difícil advertir la presencia en el vestíbulo de aquel individuo re-choncho, de poblado mostacho y paraguas al brazo. A pesar de esconder su cara de luna tras un ejemplar del Jerusalén Post, nuestras miradas coinci-dieron. Los sucesos vividos en el despacho hablaban por sí solos. Aquél po-día ser el hombre que acababa de telefonear. Pronto lo sabría.
El número 24 de la calle King George, sede de la Oficina de Turismo, no se encuentra muy lejos del Morili Jerusalén Hotel. Podría haber cubierto el trayecto a pie. Pero, debido a los inmisericordes dolores musculares y a la morbosa curiosidad de comprobar si me seguían, elegí lo más cómodo y se-guro.
A las puertas del edificio, parcialmente encaramado en la acera y con dos ocupantes en su interior, se hallaba estacionado un Mercedes gris, 300-D. La populosa avenida no es, precisamente, un lugar donde se pueda aparcar de semejante guisa. Aquello me hizo desconfiar. Y mientras aguardaba el paso de un taxi, memoricé la matrícula: «699-518», placa amarilla.
Al acceder al primer taxi libre que acertó a pasar, dudé. ¿Me dirigía al hotel o daba un rodeo por las calles adyacentes? Si el Mercedes -como sos-pechaba- pertenecía a la Inteligencia judía, no tardaría en averiguarlo. Por otra Parte, solicitar del conductor que despistara al potente automóvil se me antojó arriesgado. Lo prudente era retornar al Moriah. Intencionada-mente, me senté al lado del chofer, espiando las maniobras de los hipotéti-cos agentes Por el espejo retrovisor. En efecto, nada más arrancar, el gor-dinflón del periódico se coló de rondón en el Mercedes, que fue a posicio-narse -camuflado en el flujo de coches a poco más de cincuenta metros por detrás de nuestro turismo.
Quince minutos después, frente a las puertas amarillas del hotel, simulé un inexistente regateo con el taxista. Me explico. Para un observador exte-rior, mis gesticulaciones y braceos sheke1s en mano- podían ser interpreta-dos como un rutinario «forcejeo crematístico», tan común entre los turistas avisados y los profesionales del taxi en Israel. En realidad, la conversación discurría por derroteros muy distintos. La excusa de la traducción al inglés de las palabras hebreas que había cazado al vuelo en el despacho de la fun-cionaria me vino al pelo para demorar la salida del taxi, disponiendo así de un tiempo precioso en el que poder observar las evoluciones del Mercedes. El chofer agradeció la propina y la posibilidad de quebrar la monotonía de la mañana, prestándome, como digo, un estimable servicio. En ese lapsus, a caballo entre el retrovisor y las prolijas explicaciones de mi oportuno tra-ductor, comprobé con un malvado regocijo cómo mis perseguidores frena-ban la marcha. Dudaron dos o tres segundos y, convencidos de que me dis-ponía a ingresar en el hotel, giraron a su izquierda, enfilando la rampa de acceso al aparcamiento subterráneo del Moriah. Ése, en el fondo, fue un error. Si mis intenciones hubieran sido otras, podría haberlos despistado, bien alejándome de la zona en el mismo taxi o sirviéndome de cualquiera de los autobuses que tienen sus paradas frente al edificio del hotel, a am-bos lados de la calzada. Pero, de momento, mi objetivo no era ése.
Ardía en deseos de sentarme tranquila y sosegadamente y proceder a un exhaustivo análisis de lo que había descubierto en el Ministerio de Turismo.
Recogí la llave de la habitación y, cuando estaba a punto de entrar en uno de, los elevadores, lo pensé mejor. Aquella situación me divertía. Faltaban dos horas para mi cita en la Universidad Hebrea y, esperando sacar algún provecho, me acomodé en un ángulo del vestíbulo, de forma que pudiera observar y ser observado sin dificultad. A los cinco minutos, como imagina-ba, el «cara de luna» y un segundo individuo empujaban la puerta giratoria. Me incliné hacia el cuaderno «de campo», aparentemente ajeno a
cuanto me rodeaba. La llegada de una de las camareras me recordó que estaba prácticamente en ayunas, regalándole a la escena una mayor natu-ralidad. De reojo, mientras pedía un vaso de leche y una porción de pastel de queso, fui siguiendo las evoluciones de mis contumaces «amigos». Los vi intercambiar algunas frases, mirarme de soslayo y, finalmente, avanzar hacia la recepción, solicitando la presencia de uno de los empleados. La dis-tancia -alrededor de veinte metros- y el hecho de que los sospechosos me dieran la espalda, anularon cualquier intento de comprensión de la escena, aunque, en los cinco o diez minutos que duró el «cónclave», lo imaginé to-do o casi todo. Lo único que acerté a captar fue cómo el compañero del gordinflón rebuscaba en los bolsillos posteriores de su raído pantalón va-quero, echando mano de algo -quizá un pequeño bloc de notas- en el que llevó a cabo unas menguadas anotaciones. Acto seguido, con idéntica dis-creción, tras comprobar cómo devoraba mi frugal almuerzo, abandonaron el hotel. A decir verdad, la desaparición de los supuestos agentes no me sirvió de consuelo. Seguro que tramaban algo. Tentado estuve de asomarme al exterior. Pero comprendí que lo más inteligente era seguirles el juego, haciéndoles creer que ignoraba su presencia. Esto me proporcionaba una cierta ventaja.
« ... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía ... »
Aquello sí era importante. El Destino, cansado quizá de. tanto laberinto, acababa de echarme una inestimable mano. En la relación de guías autori-zados por el Ministerio de Turismo de Israel, con residencia habitual en Be-lén, figuraban doce nombres. (¡También era «casualidad» que fueran preci-samente «12»!) De éstos, cuatro -Toufite, Abraham, Mike y Elías desempe-ñan su labor en la propia ciudad de David. El resto -Emin, Raimundo, José, Michel y otros tres Elías- conducen a los turistas y peregrinos a lo largo y ancho de Tierra Santa. Con total premeditación, sólo he mencionado once de los doce profesionales que recogía la lista. El último, que aparecía me-diada la citada relación oficial, fue el causante de mi ya referido júbilo. En la sucinta referencia -de la que silencio algunos datos por razones de seguri-dad- pude leer y copiar lo siguiente:
«00006. Marcos Gabriyeh. Domicilio... Apartado postal 620. Belén. (Care-ce de teléfono.) Árabe cristiano. Ejerce desde 1965. Habla hebreo, árabe, inglés, español, francés, italiano y portugués. Trabaja para la Agencia... Di-rección... P.O.B... Teléfonos... Cable... Télex... Jerusalén. »
Como habrá intuido el lector, en estas telegráficas líneas destellaban al-gunos datos reveladores que colmaron mi excitación. Para empezar, aquél era el único guía de Belén que respondía al nombre de Marcos. En cuanto a los tres dígitos del apartado de Correos, ¿qué podía suponer? ¡620! La misma cifra que acompañaba a la inicialmente supuesta cita bíblica:
MARCOS 6.2.0.
«... y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.»
El rompecabezas encajaba. Las alas del «ángel» de Hazor estaban «lle-vándome» a un guía, de nombre MARCOS, cuyo número secreto oficial -00006- coincidía o sumaba lo mismo que el de las plumas del querubín: «6».
Estudié el criptograma, sin dar crédito a lo que ahora, después de tantos esfuerzos y quebraderos de cabeza, resplandecía ante mí como lo más cris-talino del mundo. Y recordé estremecido la caria de Munich.
Si todo aquello era algo más que un espejismo, mis viejas e inseguras deducciones habían acertado de plano. El mayor, jugando a desorientar, supo extraer la justa utilidad del nombre y de los textos del evangelista, in-crustando un segundo «Marcos» en el punto exacto. Y como ocurriera en el primero de los «mensajes», el que me llevó a Washington, las sucesivas claves fueron arropadas por lo que podría definir como «piezas complemen-tarias », con un papel de apoyo o ratificación de lo esencial.
En suma, aceptando que mis pasos y lucubraciones estuvieran acertados, el enigma parecía llegar a su fin. Pero, a pesar de lo sólido de las aparien-cias, mi desconfiado espíritu no terminaba de asimilarlo y, lo que era más importante, de encajar que hubiera triunfado. Supongo que es mi forma de ser.
Naturalmente, seguí contemplando la posibilidad de que el dichoso «guía» fuera una cosa o persona diferente. El sentido común, sin embargo, se re-belaba.
Aquello traslucía un innegable sentido. Todo engarzaba en la prodigiosa rueda de la lógica. Y me dejé arrastrar por los sueños. « Quizá el mayor -no sé cuándo- conoció a un hombre llamado Marcos. Quizá fue su amigo y qui-zá le confió "algo" que prepararía mi camino... ¿Por qué no?»
Prescindí de tales pensamientos y, sujetando en corto mi imaginación, anoté lo que entendía como de inmediato y obligado cumplimiento:
«Localización y entrevista con el tal Marcos, de Belén. »
Desconocía lo que me aguardaba y, por tanto, calculé los riesgos, esti-mando que dicha cita debería producirse al margen de testigos; en especial, fuera de la órbita de la Inteligencia militar israelí. En aquellos esperanzado-res momentos, a la vista del abanico de datos y sucesos que se abría ante mí, me felicité por el silencio guardado en el despacho de la funcionaria de turismo. No podía olvidar -y los servicios secretos mucho menos- que la re-gión de Belén constituye uno de los focos más virulentos del terrorismo en Israel, habiéndose convertido en una «cantera» de la que brotan infinidad de palestinos, dispuestos a pelear por sus legítimos derechos. De haber pronunciado el nombre de Marcos, o cualquier otro, mis dificultades con el Agaf habrían sido dramáticas. En definitiva, entre otras, ésta podía ser una de las razones del espionaje judío para mantenerme controlado.
Era del todo necesario organizarse concienzuda y meticulosamente. Y mi insensato cerebro empezó a maquinar un plan.
La climatología empeoró. El frió y la lluvia se ensañaron con Jerusalén y, no de muy buena gana, me dispuse a tomar el bus 4A, que debería trasla-darme a la Universidad Hebrea en el monte Scopus, al norte de la ciudad. El compromiso me irritó. Pero, resignado, comprendí que no convenía dar un solo paso en falso.
Durante los paseos bajo la marquesina escruté los alrededores del hotel, a un tiro de piedra de la parada. En especial, la boca del aparcamiento sub-terráneo y la puerta giratoria del vestíbulo. Del Mercedes y de sus ocupan-tes, ni rastro. Parecía como si se los hubiese tragado la tierra.
Una pareja de judíos ortodoxos, con sus funerarias levitas, los inconfun-dibles tirabuzones desmayados a ambos lados de sus pálidos rostros y los sombreros de terciopelo negro protegidos del agua con sendas fundas de plástico, se unieron a mi espera. Después, con idéntica desconfianza, vi lle-gar a una espigada y atractiva mujer de rasgados ojos azabaches. Al desfi-lar frente a ella sostuve su inquietante mirada. No sabía a qué atenerme. Cualquiera de aquellos ateridos semblantes podía ocultar un astuto agente secreto.
« ¿Por qué me obsesiono? -me reproché al punto- Mi visita a, Scopus está "bendecida". Quizá hayan desistido, por el momento ... »
Sin embargo, decidí salir de dudas, en la medida de mis posibilidades. El autobús frenó puntual y rechinante y sus puertas hidráulicas resoplaron, franqueándonos el acceso. Los judíos, sin la menor consideración, tomaron la delantera. La señorita, más prudente, quedó rezagada. Y, como digo, pu-se en marcha la primera de las pruebas.
Inmóvil sobre los peldaños que conducían al chofer y cobrador, toqué el hombro del que me precedía, preguntándole -en inglés- si aquél era el bus de la universidad. Sabía que estos fanáticos de la religión -vecinos quizá del barrio de Mea Shearim- llevan su radicalismo al extremo, incluso, de no dia-logar en otra lengua que no sea la hebrea. De haber sido un miembro de la Inteligencia militar, lo más probable es que se hubiera dignado correspon-der a la inocente cuestión de aquel extranjero. No fue así. Giró la cabeza. Me inspeccionó de pies a cabeza y, con el más olímpico de los desprecios, prosiguió su conversación con el segundo hassidim, ignorándome.
«Perfecto», repliqué en mi fuero interno, encajando el revelador desplan-te.
Ya sólo faltaba la mujer. Lo normal, en el supuesto de que fuera lo que sospechaba, es que portara una arma. Había que descubrirlo. Le cedí el pa-so gentilmente y, una vez en el pasillo del autocar, me situé a su espalda. La brusca arrancada fue la excusa idónea para asirme a su cintura con am-bas manos. El incidente -tan común en estas circunstancias- no pareció dis-gustarle demasiado. Con su grácil brazo izquierdo levantado hacia una de las barras de seguridad, resistió el tirón. Solté mi presa y, aprovechando el cabeceo del vehículo, provocado por la entrada de la segunda velocidad, re-currí de nuevo al cuerpo de la señorita. Esta vez la tomé por debajo de las axilas, resbalando mis manos -sin el menor pudor- por los tersos costados. Recompuestas estabilidad y figura, me excusé, aliviándola de la firme pre-sión de mis manos. La joven, impasible, sonrió con picardía, guiñándome un ojo. Mi sonrojo llegó hasta los pies...
Los temores eran infundados. La hermosa hebrea no iba armada.
A la hora convenida, Daniel Schwariz, profesor de Historia del Pueblo de Israel, me recibía en uno de los despachos del edificio Truman. Por espacio de una hora, en presencia de Pessy Druker, miembro también del profeso-rado de la citada Universidad Hebrea, el joven científico satisfizo mi curiosi-dad, hablándome de sus investigaciones en torno a Poncio Pilato. Dicho sea de paso, algunas de las audaces teorías de Schwartz coincidían con lo ex-puesto en el diario del mayor norteamericano, acerca de este discutido e in-justamente denostado gobernador romano.
Aunque presté toda mi atención a la entrevista, la verdad es que mi cora-zón se hallaba lejos. Para ser exacto, en Belén. Mi plan inicial no fijaba la búsqueda del enigmático Marcos hasta el día siguiente. Sin embargo, con-forme avanzó la tarde, le di la vuelta a mis pensamient6s. Actuaría de in-mediato. Ni los nervios ni la curiosidad hubieran perdonado que me cruzara de brazos.
Dicho y hecho. Al filo de las seis, de regreso al Moriah, activé la recién bautizada Operación Marcos. Busqué al recepcionista que había dialogado con los propietarios del Mercedes, interesándome por algo que conocía so-bradamente: la zona comercial más próxima. Plano en mano me recomendó el triangulo formado por las céntricas calles de Jaffa, Ben Yehuda y George V. En efecto, todo un paraíso para el comprador.
No había prisa. Así que, desafiando la lluvia y el torrentoso malestar ge-neral que roía mis huesos, emprendí un despreocupado paseo, Keren Haye-sod arriba. El tránsito peatonal, muy escaso, jugó a mi favor. No estaba se-guro pero, como medida preventiva, llevé a cabo una pausa frente a un es-tablecimiento de música que se alza en la misma acera del hotel, a cosa de cien metros. El silencio de la calle me trajo un precipitado taconeo. Alguien se acercaba. No me moví, aparentemente absorto en los discos que se ex-hibían en el escaparate. El reflejo de un hombre grueso, de baja estatura, se presentó en el cristal que se levantaba a dos palmos de mi nariz. Dobló la cabeza hacia el lugar donde me encontraba y, automáticamente, aflojó el paso.
«¡El "cara de luna"!»
Indeciso, pasó el paraguas de mano, continuando su camino. Esperé diez o quince segundos y, sin querer sofocar mi regocijo, reemprendí la marcha. Tenía gracia. De perseguido me había convertido en perseguidor.
El aturdido agente, ante lo penoso de la situación, sólo acertó a volver el rostro en un par de oportunidades, comprometiendo aún más su labor. Mi objetivo se hallaba todavía a medio kilómetro y, disfrutando como un niño, le dejé seguir. Inteligentemente, cambió de acera y, con toda naturalidad, se detuvo en una de las paradas de autobús. Al llegar a su altura, el «cara de luna» varió de táctica. A partir de entonces, el seguimiento se registraría a una prudencial distancia y siempre en paralelo, desde la banda opuesta a la que yo utilizaba.
Mi estrategia -elemental- consistía en ganar la concurrida confluencia de las referidas calles de Ben Yehuda y George Y Una vez allí, con unos gramos de suerte, trataría de darle esquinazo. Sin embargo, al rebasar el hotel Pla-za -mediada ya la avenida de George V-, tuve una idea mejor y más arries-gada.
Tal y como suponía, el gordinflón, que no perdía ojo, quedó desconcerta-do. Casi con seguridad, la información recibida del recepcionista le hizo con-fiar en mi propósito de visitar tiendas y efectuar algunas compras. Por eso, al descubrir cómo me detenía bajo la marquesina del bus número 9, su de-solación debió de ser notable. A pesar de todo, tengo que reconocer que la fortuna estaba de su lado.
Si en aquellos precisos instantes hubiera llegado un autocar, la burla habría sido redonda. Muy a pesar mío, el primero de los vehículos de trans-porte público que asomó por la avenida lo haría con el suficiente retraso como para permitirle cruzar la calle y mezclarse entre el reducido grupo de personas que nos cobijábamos en la garita.
Al ingresar en el bus, mi contrariedad fue en aumento. «Y ahora, ¿qué? » El «cara de luna», impertérrito, pasó a mi lado, acomodándose en uno de los asientos del fondo, muy cerca de la puerta de salida. Yo permanecí de pie, frente por frente a la portezuela de doble hoja situada en el centro geométrico del vehículo y que era accionada en cada una de las paradas. Tenía que actuar. Pero ¿cómo?
El número de pasajeros se incrementó en las dos siguientes paradas. Aquello podía beneficiarme. De soslayo, parapetándome entre los viajeros, procuré vigilar al individuo. Naturalmente, él hizo otro tanto.
No disponía de muchas alternativas. Era menester jugárselo a una carta, aunque aquello me delatara. Nervioso, aguardé la siguiente parada. Al divi-sar el inminente cruce con la vía de Hillel, alguien pulsó el timbre, previ-niendo al conductor. El bus se detuvo y, al abrirse la puerta, descendí sin prisas. Fue cuestión de segundos. La sorpresa ralentizó la reacción del agente, quien, a duras penas, terminó por bajar. Era lo que yo esperaba. Su sentido profesional hizo que, nada más poner los pies en el suelo, me diera la espalda, en un elemental gesto de disimulo. Aquél fue su error. An-tes de que alcanzara a comprender, salté como un gato sobre el descansillo de la puerta central, justo en el momento en que un bronco rugido tiraba del bus. La doble hoja me aprisionó, pero, segundos después, lograba re-chazar el sistema hidráulico, liberándome. El «cara de luna», desarmado, no se movió. Ni siquiera hizo un mal gesto. Los que también quedaron ató-nitos fueron los pasajeros más próximos, que no terminaban de entender mi extraño comportamiento. La mayoría, quiero suponer, lo atribuyó a un error a la hora de identificar la parada.
Un kilómetro más adelante abandonaba definitivamente el salvador bus, perdiéndome en la noche. Esta vez había ganado. Pero ¿y la siguiente? La pequeña peripecia, aunque me hubiera regalado la libertad de acción, podía provocar consecuencias imprevisibles. Ahora, «ellos» sabían que yo tam-bién lo «sabía»... Mal asunto.
De todas formas, pasase lo que pasase, no tenía intención de desperdiciar mi temporal ventaja. Tomé un taxi y, cuarenta minutos después, descendía frente a la basílica de la Natividad, en Belén. Me aposté en una de las puer-tas del templo, dispuesto a comprobar si el familiar Mercedes, o cualquier otro vehículo sospechoso, hacían acto de presencia en la explanada. A la media hora, convencido de que no era así, requerí los servicios de un taxis-ta belenita, que me condujo con precisión al domicilio que obraba en mi po-der y que, según la Oficina de Turismo de Israel, pertenecía al guía y su-puesto amigo del mayor: Marcos Gabriyeh.
La suerte estaba echada. Ahora, frente a aquella casa de una planta, el mar de dudas que me golpeaba se encrespó. ¿Había elegido el buen cami-no?
Por más que lo procure, no encuentro palabras para describir el fuego y el vacío que, en forma de nudo gordiano, se enroscaron en mi vientre al tras-pasar el umbral del portón. Puede que nadie lo crea: la justa verdad es que mi mente se vino abajo. Me quedé en blanco. ¿Por dónde empezaba? Si, realmente, aquél era el sujeto que perseguía con tanto encono, ¿qué frases tenía que dirigirle? ¿Cómo me presentaba? Considerando -que quizá sea mucho considerar- que guardara «algo» para mí, ¿cómo persuadirle para que me lo entregara?
Temblando como la llama de una vela, pulsé el timbre. Cinco, diez, quince segundos... Silencio. Alarmado, insistí con bríos. ¿Y si no estuviera en Be-lén? Dada su condición de guía oficial, todo era posible.
... Veinte, treinta segundos. Llamé por tercera vez. La respuesta fue idén-tica. La casa parecía desierta.
«¡ Maldita sea! »
De la incertidumbre y el pasmo pasé a una rabia sorda. Aquello no era justo.
Fue inútil. Nadie respondió a la media docena de timbrazos. Decepciona-do, di media vuelta, parándome en mitad de la solitaria calle. El momento, negro como boca de lobo, se abatió sobre mí. Incapaz de reflexionar y deci-dir, las esperanzas, al igual que la mansa lluvia, se derramaron por el relu-ciente asfalto.
Pero mi caritativa y buena «estrella» -aunque no pudiera verla- seguía en lo alto. De improviso, una voz me reclamó desde una ventana contigua a la casa del desaparecido Marcos. Era una mujer. Lamentablemente sólo hablaba árabe. Por lógica comprendí que había escuchado mis llamadas. Pronuncié el nombre de Marcos lo más despacio posible, vocalizando como un párvulo y señalando hacia el domicilio de aquél. La señora replicó en su lengua, indicándome, a su vez, el fondo de la calle. Tras unos minutos de estéril diálogo, se retiró de la ventana, rogándome por señas que esperase. Al poco retornaba en compañía de un muchacho con el que sí pude hacerme entender. Amable y bien dispuesto, se prestó a acompañarme hasta el local donde, al parecer, se hallaba su vecino y amigo. «Marcos -según el joven árabe- estaba trabajando en la puesta a punto de un restaurante.»
Después de un presuroso callejeo nos adentramos en un desahogado sa-lón en obras. A la parca luz de algunas bombillas enroscadas a las colum-nas, confundidos en una atmósfera de yeso fresco y madera recién aserra-da, cuatro individuos trajinaban tablones y martillos. Uno de ellos, encorva-do hacia un caldero de cemento, canturreaba una doliente melodía árabe.
Cerré los puños, comido por la emoción. ¿Cuál de aquellos afanosos obre-ros era el depositario de lo que tanto ansiaba?
Tras identificar a nuestro hombre, mi acompañante sorteó a los operarios más próximos, saludándolos con sendas y amistosas palmadas en las es-paldas. Le vi llegar hasta el que removía la masa e, inclinándose, le susurró algo al oído. Ambos se incorporaron, observándome desde la penumbra. La irregular iluminación le preservó de mi desatada curiosidad. Pero me quedé quieto, tal y como me había sugerido el improvisado guía.
Digo yo que el tronar de mi corazón tuvo que ser escuchado en un amplio radio. Pero nadie alteró su faena.
Concluido el breve diálogo, el que hacía de albañil arrojó la paleta en el mortero y, restregando las manos en los flancos del pantalón, avanzó hacia mí.
No pude remediarlo. Me eché a temblar. ¿Había llegado el gran momen-to? ¿Qué podía decirle? ¿Cómo atacar tan peregrina y críptica historia?
Un foco amarillento, compasivo ante mi desazón, borró al fin la negrura de la silueta que se acercaba, mostrándome al hombre. Parecía instalado en esa edad indefinida que sólo florece a partir de los cincuenta. Como buen árabe, conservaba una ensortijada y generosa mata de pelo negro, algo ce-nicienta y descuidada. Un vientre campanudo hinchaba una camisa caqui, salpicada aquí y allá por lamparones de cal, robando altura y prestancia a su escaso metro y sesenta centímetros. Un rostro terso, más ancho que al-to, formaba un todo con el fornido cuello. Y en mitad de la bronceada piel, unos ojillos recogidos, en perpetuo ir y venir pero, a la par, sonrientes y confiados, como en todo hombre de bien.
Presumo de pocas virtudes. Sólo, y arriesgando mucho, de destapar a las gentes con un par de atentas miradas. Pues bien, este pequeño don -fruto del oficio- me hizo confiar. Espontáneamente me tendió su maciza y vigoro-sa mano, y yo, como un torpe paquebote a la deriva, sólo acerté a corres-ponder, estrechándola con fuerza. Creo no equivocarme cuando digo que, en general, un sincero e intenso gesto de esta índole abre muchas puertas; sobre todo las de la amistad. Aquel apretón de manos, a pesar del mutuo desconocimiento, se prolongó más de lo normal. Tanto el guía como yo -lo sé- sintonizamos.
-Usted dirá...
La voz recia de Marcos, sin un ápice de reserva, me animó. Le sonreí. Y el buen hombre, expectante, hizo otro tanto.
-Verá-, -arranqué finalmente, sin saber muy bien qué rumbo tomar-, de-searía conversar con usted.
-¿Conmigo?
-No se alarme -atajé- Se trata de un asunto privado que requiere un poco de calma. Nada grave.
Me maravilló que no profundizara o que -cargado de razón- no tanteara mi insólita visita con algunas preguntas de rigor.
-Puede esperar un minuto?
Asentí, creo, con un vago movimiento de cabeza. La tensión me tenía embarullado.
Se despidió de la compañía y, marcando la salida con ambas manos, nos invitó a precederle.
-Iremos a mi casa -puntualizó.
El joven árabe y yo obedecimos en silencio. A los pocos minutos, seña-lando a sus espaldas y con una franqueza que jalonaría todo el encuentro, abrió su corazón, lamentándose de la crisis por la que atravesaba el sector turístico en aquellos momentos. La falta de trabajo les había impulsado -a él y a otros guías de Belén- a pluriemplearse en la aventura del restauran-te. Me gustó el detalle y la confianza. Marcos era un hombre sin doblez. Abierto, incluso, con los que no conocía. El gesto me espoleó. Camino del domicilio tomé la firme decisión de entrarle sin tapujos ni medias verdades.
El muchacho que me había hecho tan providencial servicio nos dejó solos. Un par de minutos después casi sin poder creerlo- me vi sentado &ente al guía belenita, en su austero y solitario hogar.
A pesar de mis buenos propósitos, el asunto se resistió. Me sentía despla-zado, impotente y hasta ridículo. ¿Cómo explicarle quién era y por qué es-taba allí?
Penetrante y sagaz como un halcón, Marcos adivinó el revoltijo de nervios que enroscaba mis manos. Se levantó y, cordial y entregado, me ofreció un té.
No podría jurarlo. Sin embargo, a través del vaporoso humo de la infu-sión, creí intuir en su mirada el porqué de mi visita. Yo mismo me censuré. Eso era imposible. No obstante, aquella «luz» y el atronador silencio de sus ojos siguieron inquietándome. En definitiva, me tendieron un salvador puente.
Le hablé de mí. De mi trabajo y del histórico día en que conocí al mayor. No hubo interrupciones. Dejó que me explayara. Su imperturbable atención, distendida sólo por alguna que otra sonrisa de complicidad, me convenció de que no hablaba en vano. De no haber sido el hombre que buscaba, ¿qué sentido tenía tan paciente y generosa escucha? Al detallarle, por ejemplo, mis venturas y desventuras en la resolución del criptograma, lo razonable por su parte habría sido cortar tan prolijas y extrañas explicaciones. Al con-trario. Mis enredos en Washington le cautivaron.
Apuré el reconfortante té y, sin mediar palabra, me sirvió una segunda taza, invitándome, con su respetuoso mutismo, a que prosiguiera. Lo hice como un potro salvaje, sin orden ni concierto y con una exaltación progresi-va que, por supuesto, no escapó a su inteligencia.
Hubo un par de detalles, eso sí, que oscurecieron su mirada, traicionán-dole. El primero fue la alusión a la muerte del ex oficial de la Fuerza Aérea norteamericana. El segundo, la sorda batalla con la Inteligencia militar ju-día. Poco faltó para que, ante tan elocuente hundimiento obviara el resto de la historia, pasando a la cuestión que me consumía. Pero, no deseando for-zar los acontecimientos, rematé la narración. El último movimiento consistió en mostrarle el cuaderno «de campo», con el texto del segundo enigma y los dibujos del «ángel de Hazor». Tomó, en efecto, el bloc, repasando el criptograma con brevedad. Acto seguido, en tono grave, me rogó que le mostrara el pasaporte. La inesperada petición me pilló a contrapié.
-Tranquilo -terció, suavizando el calibre de sus palabras- Se trata de una mera comprobación.
Mi desconcierto siguió vivo. ¿Me había equivocado de persona? ¿Era el tal Marcos otro esbirro de los servicios de información? La explicación del guía puso punto final a mi inquietud.
-Compréndalo -sonrió satisfecho, devolviéndome el documento- Debo es-tar seguro...
-Entonces, usted...
Mi estallido de alegría le conmovió. Pero no dijo nada. Abandonó su asiento y, dirigiéndose a la ventana, meditó unos instantes. Al volverse, su pregunta enfrió mi expectación.
-¿Cree posible que le hayan seguido hasta aquí?
Negué con firmeza.
-Y otro asunto que me intranquiliza. ¿Saben o sospechan «ellos» mi iden-tidad?
Repetí la negativa, poniéndole en antecedentes de mi silencio en la Ofici-na de Turismo y de cómo había dado con su persona. Marcos sabía de la astucia de los servicios de Inteligencia de Israel y las aclaraciones no apa-garon su desasosiego. Sin embargo, al menos por el momento, dejó de lado el espinoso asunto. Su faz recobró la primitiva luminosidad y, tendiéndome ambas manos, resumió lo único que ansiaba oír en aquel momento:
-Hace años que espero esta visita...
Aunque la intuición había abierto mi alma desde tiempo atrás, la garganta quedó anudada por la emoción. Fui incapaz de responder. Tomé sus manos y, sencillamente, las estreché, transmitiéndole así los meses de pesadilla, desaliento y esperanza. Las miradas hablaron por sí solas. A partir de ese imborrable momento, fue él quien tomó la iniciativa, sacándome de dudas. Había conocido al mayor a lo largo del año 1973, en Jerusalén, y por moti-vos ajenos a los que ahora nos reunían. Entre ellos nació una corriente de hermandad y, años más tarde, desde el remoto Yucatán, volvió a tener no-ticias del viejo piloto norteamericano. Le encomendó la custodia de «algo» que sólo podría ser entregado al hombre o mujer que acreditara haber re-suelto y despejado el criptograma que obraba en mi poder. La última «cla-ve» del enigma era él mismo. Desde que «aquello» llegara a su poder, a pesar de sus intentos por conectar con el mayor, no había vuelto a tener noticias suyas. ignoraba que hubiera fallecido y, por supuesto, que existiera un primer mensaje.
Leal y prudente donde los haya, Marcos me aseguró que jamás desprecin-tó el «envío» de nuestro común amigo. Le creí.
Y ardiendo en deseos de hacerme con el misterioso «legado», le supliqué que me lo mostrara. Sonrió con benevolencia, disculpando mi fogosidad. Al punto, sin rodeos, me hizo comprender que aquella justa entrega debía consumarse en el momento y lugar adecuados. Acepté sus razonables pre-cisiones. El Agaf, con seguridad, podía estar al acecho. Si me presentaba esa noche en el hotel con el preciado «cargamento» -ésas fueron sus pala-bras-, mis sacrificios, los suyos y los del mayor corrían el riesgo de ser in-molados, en beneficio de los servicios de Inteligencia. Merecía la pena espe-rar.
-Éste es mi plan -simplificó, exponiendo la idea que acababa de concebir y que, así, de bote y voleo, me hizo soltar una carcajada, si no recordaba mal, la primera de este infeliz en toda su estancia en la Tierra Prometida. Accedí ilusionado. «Aquello» resultaba excitante y, sobre todo, eficaz. Me sometí a su voluntad y no volví a interrogarle ni a presionar acerca de «lo que le había encomendado el mayor». Un «legado» cuya naturaleza presen-tía.
La tertulia -sembrada de confidencias- se prolongaría hasta altas horas de la madrugada. Fue así como entramos en el mutuo conocimiento de hechos y circunstancias, íntimamente ligados al mayor, que, amén de enriquecer-nos, multiplicaron -si cabe- nuestra sincera estima hacia aquel hombre sin-gular y aguerrido.
Pasadas las cuatro horas, un segundo taxista belenita orillaba su turismo en el cruce de las calles Smolenskin y Keren Hayesod, a trescientos metros del Moriah Jerusalén. Por seguridad, despedí al chofer y amigo de Marcos en un lugar lo suficientemente retirado del hotel como para conjurar cual-quier tropiezo o «malsana curiosidad»...
Caminé decidido. La zona, iluminada y dormida, parecía en paz. En los aledaños del Moriah no se distinguía un solo vehículo. Crucé frente a la rampa del aparcamiento subterráneo y, de pronto, sentí miedo. Me detuve. Inspeccioné la oscura y solitaria boca del parking, sin divisar al guarda. ¿Qué hacía? ¿Entraba por el sótano? Desde allí, con la ayuda de los ascen-sores, el acceso a la habitación era menos comprometido. Finalmente, re-nuncié. Mi apaleado corazón no hubiera resistido otro «susto». Además, ¿qué importaba que me vieran entrar por el vestíbulo? A estas alturas del «negocio» todo estaba consumado.... para bien o para mal.
Encogido y receloso empujé despacio la puerta giratoria. En el vestíbulo, a media luz, no respiraba una alma. Miento: a la izquierda, en uno de los butacones, roncaba un vigilante. Salvé de puntillas los siete u ocho metros que me separaban de los elevadores y, escurridizo como una serpiente, me quité de en medio. Ninguno de los recepcionistas -posiblemente tan arroba-dos como el agente de seguridad detectó el retorno de aquel trasnochador. Pero los sobresaltos -en el fondo soy un ingenuo- seguirían llegando...
Feliz como unas castañuelas, me dispuse a descansar. Me planté ante la puerta de la habitación y, de pronto, medio mundo se vino abajo: había ol-vidado la llave en conserjería.
-¡Ésta sí que es buena!...
No supe si reír o llorar. El nuevo registro de mis ropas fue tan inútil como el primero. ¡Increíble! En segundos, la euforia se transformó en cólera. Los que me conocen saben que ya sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésa fue una sonada ocasión para ejercitar una de mis actividades predilec-tas: maldecir mi sombra y mi proverbial despiste.
Pujé por hallar un remedio. Todo menos bajar y delatar mi presencia. También era posible que no ocurriera nada, pero ¿y si ocurría?
El análisis de la necia situación arrojó dos únicas alternativas. Una: inge-niármelas para forzar la puerta. Dos: acomodarse en el pasillo y resistir hasta el alba. La última no fue de mi agrado. Así que, malhumorado, hice inventario de cuanto llevaba encima. El recuento no me estimuló: la carte-ra, el pasaporte, tabaco, un encendedor, el «cuentapasos», una batería de rotuladores -a los que soy tan aficionado- y el cuaderno «de campo», con tres o cuatro hojas sueltas, repletas de nombres y direcciones y prendidas a la masa del bloc mediante sendos clips labiados de acero inoxidable.
-¡Escaso arsenal! -me lamenté- Si al menos el mechero hubiera sido de gasolina...
Como ya había «practicado» en otras locas peripecias, bastaba con inyec-tar el combustible en el ojo de la cerradura y prenderle fuego. En general, dependiendo, claro está, del tipo de engranaje, el pequeño incendio-explosión terminaba por descomponer el mecanismo. Éste no era el caso. Sólo cabía una solución: los «clips». Desbaraté uno de ellos, y con el alam-bre resultante, confeccioné una ganzúa. Fue absurdo que mirase a uno y otro lado del solitario corredor. ¿Quién podía mirarme a tan intempestiva hora?
La rústica «llave» hurgó en los entresijos del pomo, a la búsqueda del pestillo. A la tercera o cuarta acometida, un musical clic vino a recompen-sarme, franqueando el paso.
El Destino, aunque uno ya no sabe qué pensar, lo tenía todo calculado. Incluso, que yo no recogiera la llave de mi habitación, dando a entender -a propios y extraños- que había pasado la noche fuera.
Lo suponía. A primerísima hora de la mañana del viernes, cuando me dis-ponía a salir, sonó el teléfono. Imaginé el origen de la llamada y, haciendo caso omiso, escapé de la habitación, abriendo así la operación planeada por Marcos.
De momento creí oportuno seguir ocultando mi presencia en el hotel. Así que, con el fin de soslayar engorrosos encuentros, me dirigí directamente al aparcamiento subterráneo. Allí me aguardaba otra sorpresa. Conforme ga-naba la salida, uno de los vehículos -aparcado a escasa distancia de la ba-rrera de control- reclamó mi interés. Al poco, alerta, fui a ocultarme al am-paro de una de las columnas. No cabía duda. ¡Era el Mercedes 300-D! Es-cudriñé temeroso su interior. Nadie lo ocupaba. Tampoco en los alrededores había rastro de los pegajosos agentes. Era obvio que la situación del vehí-culo en el sótano -tan estratégicamente dispuesto para una fulminante par-tida- no era casual. En la calle, frente a las puertas del hotel o en sus proximidades, habría llamado mi atención de inmediato. Por otra parte, si se hallaba desierto, ¿dónde ubicar a sus pasajeros? «No muy lejos», calcu-lé.
Si «ellos» estaban al tanto de mi prolongada ausencia, lo lógico era supo-ner que, en tales momentos, merodeasen por el vestíbulo. La llave conti-nuaba en conserjería...
¿Qué camino debía tomar? Por supuesto, rechacé la idea de presentarme en el vestíbulo. ¿Y si vigilaban el exterior? No había elección. Correría el riesgo. Salí del escondite y aposté por la rampa del subterráneo.
El empleado del peaje -derrotado por el largo turno de noche que ahora expiraba- me lanzó una rutinaria y cansina mirada. Le saludé con un escue-to movimiento de cabeza y, de repente, mi vista tropezó con algo que -quién sabe- quizá pudiera servir. Le hice una señal para que abriera el cris-tal de la garita y, una vez frente al aburrido y somnoliento personaje, le sonreí, señalándole una gorra azul que colgaba del respaldo de la silla.
-¿Está en venta?
La pregunta le dejó perplejo. Y antes de que abriera la boca le mostré cinco billetes de diez dólares.
-Perdone -arremetí-, es que soy coleccionista...
El individuo debió de tomarme por un adinerado y chiflado turista. Y sin encomendarse a Dios ni al diablo atrapó el dinero, entregándome la polvo-rienta y descolorida prenda. Incrédulo, contó los papeles. Para cuando quiso articular palabra, yo me alejaba del parking con la gorra calada hasta las cejas. (A mi regreso a España, al comentar la anécdota con la persona que más quiero, ésta, inteligentemente, me hizo ver que una gorra no es el me-dio más discreto para pasar inadvertido. Le di la razón. En ese caso fue la Providencia quien permitió que saliera indemne del trance.) Sea como fue-re, lo bueno y provechoso es que, a la hora pactada, me reunía con una de las relaciones públicas de la Universidad Hebrea -Gina S, de acuerdo con lo prometido al Instituto de Relaciones Culturales. Tal y como le detallé a Mar-cos, convenía seguir dando una de cal y otra de arena... La joven judía me introdujo en la Academia Rubin de Música, ayudándome a localizar una pe-regrina serie de libros sobre instrumentos bíblicos musicales. Satisfecha mi curiosidad, le rogué que me acompañara al Moriah. Y a las once horas, to-mándola por el brazo, irrumpimos en el hotel. El trasiego de turistas no me permitió explorar el vestíbulo con precisión. Si la Inteligencia militar se hallaba en el lugar, nunca lo supe. Recibí la llave y, sin soltar a Gina, la convencí para que subiera. No recuerdo muy bien la excusa, pero creo que le hablé de un libro hebreo, escrito por el gran especialista en el mar de Ti-beríades, Mendel Nun, que yo había comprado días antes y sobre el que precisaba cierta información. La noble y complaciente mujer se brindó en-cantada. Pero antes de tomar el ascensor, rizando el rizo, solté su brazo y, regresando hasta el mostrador de conserjería, me interesé por la fórmula más rápida para hacer llegar a la habitación una botella de champaña y dos copas. El comentario, en un tono de voz más elevado de lo habitual, surtió efecto. Varios de los recepcionistas, al oírme, fijaron sus miradas, alternati-vamente, en mi acompañante y en un servidor. Las sonrisitas que dejé a mi espalda fueron la guinda de la estratagema.
Una vez en la habitación, me liberé de la chaqueta e invitándola a tomar asiento, puse en sus manos el referido volumen de Nun: Sea of Kinnereth. Le pedí que lo hojeara, aclarándole que necesitaba una traducción de la bi-bliografía. La verdad es que ni siquiera sabía si el libro aportaba relación bi-bliográfica alguna. Gina, creo que algo decepcionada, puso manos a la obra, al tiempo que cruzaba sus piernas provocativamente. No sé qué pudo pen-sar. Quizá que le había tocado en suerte un tímido o un excéntrico. En par-te, acertó. Simulé que buscaba algo. Me hice con la documentación, las tar-jetas de crédito y algunos dólares y, con el manido pretexto de bajar a comprar cigarrillos, desaparecí de su atónita mirada.
El resto fue menos angustioso. Repetí el descenso hasta el sótano, ale-jándome de¡ hotel por la boca del aparcamiento. El Mercedes continuaba en el mismo lugar. Eran las once y veinte. Quince minutos más tarde -con al-gún que otro remordimiento de conciencia, todo hay que decirlo- embarca-ba en el bus 22, en la puerta de Jaffa, con destino a Belén.
En aquellos once o doce kilómetros de viaje como justo castigo a mi per-versidad- otra duda se desató en mi corazón: ¿y si la relaciones públicas husmeaba en mis papeles? El recuerdo del cuaderno «de campo» sobre el escritorio de la habitación me descompuso.
A las doce y media, con algo de retraso, irrumpía en la basílica de la Nati-vidad. Marcos y un franciscano amigo suyo cuya identidad debe quedar oculta, me aguardaban en un pequeño recibidor. Solicité perdón y una tre-gua. Necesitaba oxígeno.
El buen guía me recibió con la mejor de sus sonrisas. Me preguntó si todo había ido bien y, sin más preámbulos, señaló una de las sillas.
-No hay tiempo que perder -ordenó.
Obedecí. Y tomando las ropas que descansaban sobre el asiento, las le-vanté a la altura de la cara, sin poder reprimir una risa nerviosa. El fraile, disculpando mi torpeza, se apresuró a ayudarme. Eché de menos un espe-jo.
-Perfecto -sentenciaron al unísono.
-¿Seguro que resultará?
Marcos me miró fijamente, tratando de infundirme ánimos.
-¡Resultará! Ahora conviene esperar -dudó-, al menos una hora...
Resignado, agradecí su paciencia y dedicación. En esos momentos, em-bebido en la contemplación del hábito franciscano que me cubría y que for-maba parte del plan, no presté atención a lo que, desde el principio, ocu-pando buena parte de la mesa del recibidor, presidía la estancia. Fue el árabe cristiano quien me arrastró hasta la abultada bolsa marrón oscura. Una vez frente a ella, abrió la palma de mi mano derecha y, radiante, dejó caer una llave. Tardé en comprender.
-Promesa cumplida -balbuceó con un hilo de voz-; que Dios (el de todos) te bendiga...
Le miré de hito en hito.
-Entonces..., esto...
Mis palabras, atropellándose unas a otras, le hicieron sonreír. Asintió con la cabeza, cerrando mis dedos en torno a la fría y diminuta llave plateada.
-Esto es...
Aquellos dos vocablos golpearon la austeridad de la sala. No podía creer-lo. No podía...
Acaricié la tela, sin atreverme a palpar. Una cremallera y un candado, ca-si de juguete, cerraban la valija.
Miré a Marcos. Mis ojos, más elocuentes que las escasas y desperdigadas frases que acerté a construir, le gritaron «Gracias».
Hice ademán de abrirla. Contundente, el guía me detuvo.
-Por favor -rogó con firmeza-. Han sido siete años de fidelidad a nuestro común amigo... Prefiero ignorar el contenido.
Fui yo quien, en esta ocasión, asintió en silencio. Un espinoso bolo cuajó en mi garganta y todo mi ser fue vapuleado. Mi admiración no tuvo límites.
Ante el mudo franciscano, Marcos me obligó a tomar asiento y, dando un giro de 180 grados a su tono, lanzó algo que me dejó perplejo y que, con el paso del tiempo, terminé por aceptar.
-Y ahora, escúchame bien. Por tu propia seguridad, y Por la mía, ¡yo no sé na-da! ¡Na-da! Su mirada, inexplicablemente encendida, remarcó el én-fasis de la palabra «nada».
-Nunca conocí al mayor. Nunca me dio na-da. Nunca te entregué na-da. Sé que lo entenderás. Si alguien me pregunta, me encogeré de hombros. No puedo negar que te conozco. Pero sólo serás un periodista en busca de emociones e historias fantásticas. ¿Comprendido?
La dureza de las aseveraciones se reflejó en mi rostro. Y mi amigo, pe-leando consigo mismo, me dio la espalda, yendo a sentarse al otro extremo de la cámara.
Minutos más tarde, envueltos en una silenciosa y embarazosa espera, consultó su reloj, indicando que debíamos actuar. Cruzamos el sector cris-tiano de la basílica, accediendo al exterior por la fachada opuesta a la ex-planada. Desde allí, por un tortuoso laberinto de callejuelas sin aceras, el guía y el auténtico franciscano me escoltaron hasta una oficina de viajes. Marcos y yo habíamos convenido que mi partida de Israel debía ser fulmi-nante. No era saludable tentar la fortuna. Cerrado el vuelo para el domingo, poco antes de las dos de la tarde me acomodaba en uno de los transportes públicos con destino a Jerusalén. La aparente frialdad de aquella despedida me sumió en una dolorosa melancolía. ¿Volvería a verle? A pesar de las apariencias, siempre seré un sentimental... Y hablando de «apariencias», al descender en la Central Bus Station, en los límites de Yafo, la proximidad de un reducido grupo de franciscanos me hizo palidecer. Afortunadamente no se percataron de la presencia de aquel falso «hermano» de orden, ale-jándose en uno de los sherouts, o taxis colectivos. Recuperado el resuello, ajusté el ceñidor, recomponiendo los arrugados pliegues del hábito. Hacia las tres de la tarde, aquel «monje», inquieto y feliz, se colaba en el parking del Moriah, ante la displicente mirada del vigilante. Lo primero que reclamó mi atención fue el Mercedes. Mejor dicho, su ausencia. La desaparición del vehículo me inquietó. Abracé la bolsa con pasión, jurándome que, a partir de esos instante, no cometería una sola locura más. Ni yo mismo me lo creí...
Gina, harta o enfurecida por mi espantada, había volado. Nunca volví a verla. Y dudo en lo más profundo que tenga valor para concertar un segun-do encuentro.
Le di dos vueltas a la cerradura y, nervioso, deposité la bolsa sobre la cama, dedicando un tiempo indefinido al chequeo de la habitación y de mis enseres. Todo seguía en su lugar, intacto y sin viso de haber sido curiosea-do. Más sereno, me deshice del sayal. La valija -como un ser vivo- había empezado a «hablar», magnetizándome.
Fue todo un ritual. Aunque herrumbroso, el candado se abrió con docili-dad. Jugueteé con él entre mis temblorosas manos, lanzando una lasciva mirada al bulto. A juzgar por el porte, color, resistencia de la lona y por las correas de sujeción, parecía un típico petate, como los utilizados por el ejército judío.
Y suave, ceremoniosamente, fui desengranando la cremallera.
El inesperado repiqueteo del teléfono hizo brincar mi corazón, propinán-dome un susto de muerte. Dudé. Pero, acogiéndome a los todavía calientes y sinceros deseos de no enredar más la cosa, terminé por descolgar. Era Rachel. Como siempre, se mostró encantadora. Posiblemente desconocía mis andanzas. Y con una contagiosa excitación me anunció que, venciendo las reticencias de los expertos en medicina antigua de Israel, éstos habían claudicado, aceptando una cita para la mañana siguiente. Tuve que trastear en la memoria. La tensión y sinsabores de las últimas horas habían blo-queado mi cerebro, perdiendo la noción de aquella otra actividad «parale-la».
-Claro. ... sí.... por descontado... Mil gracias... ¿A qué hora?... OK ... To-mo nota... Muy bien.... allí estaré..., sí, museo de la Medicina Antigua...
El asunto, automáticamente archivado y relegado, resucitaría horas más tarde cuando, empeñado en un necio y delicado plan de «distracción» de la Inteligencia militar, tuve la nefasta idea de adoptarlo como «señuelo». ¡En mala hora!
Lo sabía. La intuición no me defraudó. Al examinar el interior de la bolsa, cuatro gruesos paquetes aparecieron ante mi. Eran sumamente pesados. Medían alrededor de 30 centímetros de longitud por 20 o 25 de anchura y otro tanto de profundidad. Tomé uno, acariciando la basta tela de estopa que, cosida por uno de los laterales, lo envolvía y cerraba herméticamente. El fuego de la curiosidad me hizo sudar.
« ¡Dios mío! »
Lo deposité sobre la colcha, rescatando el resto. Prácticamente no advertí diferencias sustanciales. Medían y pesaban por un igual. Y todos, como el primero, se hallaban cubiertos por una arpillera, tipo saco, amarillenta y primorosamente zurcida con un azulado y resistente nylon. Fui alineándolos sobre la cama y, durante cinco o diez minutos -el tiempo perdió su flecha y medida-, permanecí embelesado, dejando libres recuerdos y sensaciones. Lo confieso: fue una íntima concesión; como el preludio de un juego amoro-so...
«¡Dios mío! ¡Gracias! ¡Gracias.... gracias! »
¡Cuán dispares sentimientos pueden acosar a un tiempo! Gratitud, ansie-dad, miedo...
Lo sabía. Sin abrirlo, yo conocía la naturaleza del legado del mayor. ¿0 fue mi febril deseo el que obró el milagro?
Al fin, saboreando cada movimiento, elegí uno de los paquetes. Rasgué la costura y, con la delicadeza con que se desnuda a un bebé, retiré la coraza de estopa.
« ¡Bendito seas! »
Una etiqueta adhesiva sobresalió al punto sobre una espesa funda de plástico negro. A mano, en rojo, podía leerse un número: «2.» Incompren-siblemente, olvidé este primer paquete, descosiendo el resto. La estructura que los envolvía era idéntica: una resistente e impermeable capa -que re-sultó doble- de material plástico, refractaria a la luz. Cada envoltorio pre-sentaba también un número: del 1 al4.
Me decanté por el primero. (Era muy capaz de empezar por el último.) Con las endebles tijerillas del neceser perforé una de las esquinas y rasgué el plástico.
«¡Bendito, bendito seas!»
.En una reacción difícil de catalogar, salté de la cama, abandonando el paquete. Me situé frente al ventana¡ y, levantando las manos hasta tocar el cristal, indagué en el borrascoso cielo de Jerusalén, llegando, incluso, a abolir las nubes. Mi espíritu e inteligencia viajaron mucho más allá, hasta reunirse con el hombre que había sido capaz de descubrirme a un Jesús de Nazaret «nuevo», «humano», «inconmensurable» y «divino». Y unas silen-ciosas y apacibles lágrimas corrieron por mis mejillas.
Aquel envoltorio contenía un apretado mazo de folios, manuscritos, con una lacónica y única frase por encabezamiento:
«DIARIO DE ... » (con el nombre del mayor).
Los picudos rasgos, en efecto, le delataron. Aquélla era su letra. Y borra-cho de alegría desvelé los restantes paquetes.
«¡Dios santo!»
Contenían mucho más de lo que esperaba. Fui incapaz de contarlos, pero sé que rebasaban los tres mil folios. Se hallaban minuciosamente clasifica-dos, amarrando la narración -eso deduje en una apresurada y saltarina lec-tura- a una rígida secuencia cronológica de los sucesos vividos por los pro-tagonistas de la Operación Caballo de Troya. Una operación -en buena hora- que había desafiado todos los límites imaginables.
Bien entrada la noche, muy a pesar mío, tuve que suspender el increíble relato del mayor. De pronto, la árida realidad se precipitó sobre mí. Una cuestión -anestesiada por el fragor de la lectura- despertó en mi interior, retorciéndose como una víbora: ¿Y si el legado caía en manos judías?
Me estremecí. Aquella fascinante historia, así como la identidad de los pi-lotos norteamericanos que la hicieron posible, podían interesar -¡y de qué forma!- a los servicios secretos de Israel, tan compenetrados con la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA).
Durante largo rato, con la mente cuarteada por la preocupación, paseé arriba y abajo de la habitación, luchando por dirimir el problema. Era obvio que, en cualquier registro, aquellos papeles atraerían el interés de los mili-tares o de los servicios de Información israelíes. Había que encontrar una fórmula, un camino, algo que actuara de pantalla, desviando su atención.
Y con evidente desatino, apoyándome en la cita del museo de la Medicina Antigua de Israel, fui gestando un plan «de ataque y defensa», tan desabri-do como gravemente peligroso.
Esa misma noche, antes de caer rendido, después de una exhaustiva re-visión de la impedimenta, llegué a la conclusión de que sólo había un medio para disfrazar -en la medida de lo posible- aquel ingente material escrito. Su ejecución quedó pospuesta para la siguiente jornada.
La calle Straus, sede del museo de la Medicina Antigua de Israel, desem-boca en la vía Hanevim, a cosa de veinte o treinta minutos -a pie- del Mo-riah. La mañana, tibia y azul, invitaba a pasear. Así que, cargado de ilusio-nes y proyectos, tras un sólido desayuno, me encaminé al lugar de la reu-nión. En el hotel, la sombra del sabbath había relajado el frenético ir y venir de los turistas. Por más que curioseé, no tuve suerte. El «cara de luna» y su «amigo», el del cabello hirsuto como un césped recién cortado, no se hallaban en el vestíbulo. Al menos no supe localizarlos. Naturalmente, des-pués del incidente del autobús, cabía la posibilidad de que hubieran sido re-levados. Aquélla, por el momento, no constituía mi mayor preocupación. Los pensamientos -conforme avanzaba hacia el número 10 de la menciona-da calle Straus- navegaban en otra dirección. Tenía que lograrlo. Era me-nester «desviar» el punto de mira de la Inteligencia judía de tal forma que, en caso de registro, su objetivo fuera «algo» muy ajeno a los tres mil y pico de folios que formaban «mi» tesoro. Quizá en aquel museo encontrase lo que necesitaba.
En el cruce con Jaffa, la fortuna siguió sonriéndome. Una papelería regen-tada por árabes me suministraría los botes de cola y pegamento que preci-saba. Y a las 9.30 horas, con una puntualidad impropia de mí, hacía sonar el timbre de la puerta del museo, en los bajos del inmueble.
Las diligentes gestiones de Rachel resultaron inmejorables. El doctor Sa-muel S. Kottek, especialista en medicina antigua, y el director me recibieron con los brazos abiertos. Ahora, sinceramente, me duele haber traicionado su generosidad.
Durante más de una hora trabajamos en los puntos que me interesaban (?), recopilando una sobrada relación de volúmenes y expertos en los más variopintos diagnósticos, dolencias y fármacos de la antigua Canaán. Pero no era aquello lo que me urgía. Desde el momento de las presentaciones le había echado el ojo a una de las salas del reducido y, en cierto modo, des-tartalado museo, en la que, en media docena de vitrinas, se exhibía toda suerte de artilugios, cachivaches e instrumental médico-mágico-quirúrgico de muy distintas épocas y culturas.
Mi cerebro, con una frialdad enfermiza, continuó trabajando. Finalmente se presentó la ocasión. Kottek me invitó a pasar a la modesta sala que, co-mo digo, constituía la zona noble del museo, dejándome en las eficientes manos -sibilinas, añadiría, a juzgar por lo que ocurriría poco después- de la anciana responsable de las piezas. Una servicial y encantadora mujer, cuyo nombre no recuerdo, que se desviviría por mostrarme lo más granado de la exposición. Ése fue su involuntario error. Samuel se excusó y regresó al despacho donde habíamos conversado. Por espacio de casi una hora, mi an-fitriona fue acompañándome -vitrina a vitrina- hasta cerrar el repaso. No habían transcurrido ni quince minutos desde el arranque de dicha visita cuando, al asomarme a una de las mesas ubicadas en la esquina derecha de la sala, una batería de amuletos de bronce, plata y marfil activó mi ma-quiavélico ánimo.
«Esto podría servir .. », medité en mi inconsciencia.
La hebrea, complaciente, levantó la cubierta de vidrio, tomando algunas de las antiquísimas reliquias cananeas. Las examiné con fruición, demos-trando un exagerado interés por sus orígenes y fundamentos. Ante él ardor de mis palabras, la guardiana -deseosa de redondear mi visitase separó un instante de mi lado. Las manos comenzaron a sudarme.
«Sí, esto es ... »
La maquinación echó a andar, incontenible. Pero cuando estaba a punto de materializar la inicua maniobra, la señora reclamó mi atención. De algún armario había rescatado una pequeña caja de cartón blanco que, con devo-ción, fue a depositar sobre otra de las vitrinas centrales. Desistí por el mo-mento.
Contrariado y hecho un manojo de nervios, me reuní con ella. La caja contenía docena y media de cartuchos de unos seis o siete centímetros de longitud, numerados a mano. Consultó una lista mecanografiada y pegada a la cara interna de la tapa del recipiente, eligiendo -estimo que intenciona-damente- uno de los más antiguos y valiosos: el 15. Retiró el papel que lo envolvía, poniendo en mis pecadoras manos un estrecho pergamino de casi medio metro de longitud, plagado de caracteres y símbolos hebreos.
-Tiene dos mil años -sentenció orgullosa- Creemos que se trata de un amuleto.
La belleza del lechoso y áspero tesoro me cegó. Y sobre la marcha cambié de «objetivo». Aquello resultaba más excitante y atractivo. Incluso más fácil de ocultar.
Ante mi insaciable curiosidad, la anciana -incapaz de traducir el hebreo arcaico- se disculpó, saliendo de la sala. Fueron unos segundos dramáticos. ¿Qué hacía? ¿Me apoderaba del pergamino? Pero ¿cómo sustraerlo sin que lo notaran?
Kottek acudió encantado. Sus explicaciones -amuleto en mano- no resul-taron muy explícitas. Tomé cuantas notas pude, sin saber muy bien de qué me hablaba. Toda mi inteligencia una vez tomada la reprobable decisión se hallaba polarizada en un inconfesable sentido. Pronto me arrepentiría...
Por supuesto, era imposible atrapar el pergamino mientras Samuel o la guardiana permanecieran junto a mí. Esperé. El encuentro con los cartu-chos concluyó y, sin prisas, continuamos la inspección. La caja, con los ro-llos a la vista, quedó temporalmente olvidada sobre la vitrina. En tres opor-tunidades, mientras dibujaba algunas de las piezas en el cuaderno «de campo», la hebrea tuvo que prescindir de mi «gratísima compañía», recla-mada por el teléfono y por el propio Kottek. En las dos primeras ocasiones, a causa del pavor que me invadía o de lo precipitado de sus retornos, mis movimientos fueron nulos. Pero en la tercera y última salida de la anciana, muy cerca de la caja y temblando como un junco, introduje la mano entre los cartuchos y me apoderé del 15. Sin pulso, me alejé de la vitrina, pegan-do la nariz al cristal de un mueble contiguo. Imposible fingir que tomaba apuntes. El rotuladoí1 resbaló entre mis húmedos dedos, acelerando mi ta-quicardia. Sin embargo, con una sangre fría repugnante, soporté el regreso de la mujer y sus postreras explicaciones. La visita había terminado. Con la mente nublada, con una única obsesión: escapar del museo, agradecí las atenciones de todos y estreché sus manos. A punto de desvanecerme llegué a tocar la manilla de la puerta de salida. Samuel, atentísimo, me invitó a volver cuando lo deseara. Balbuceé algo -no sé muy bien qué-, y, aterrori-zado, me dispuse a salir. En ese crucial momento, el director salió precipi-tadamente de su despacho, dirigiendo a Kottek unas frases en hebreo. Y éste, asintiendo, me retuvo por el brazo, abortando mi «fuga». Creí morir de vergüenza.
-Un momento -tradujo el médico, con una sonrisa de satisfacción- El di-rector desea pedirle un favor..
La palidez de mi rostro, digo yo, debía de ser tal que el galeno, mientras me conducía de nuevo al museo, preguntó con extrañeza:
¿Se encuentra bien?
-A la perfección...
Aquélla fue una mentira de tamaño natural.
Kottek y el responsable del museo me situaron en una de las esquinas de la sala, abriendo ante mí un grueso volumen con las hojas en blanco.
-Nos sentiríamos muy honrados -aclaró el director- si estampara su firma en el libro de oro de la casa...
«¡Dios mío!»
Aquel entrañable gesto colmó la medida de mi propio deshonor. Hice lo que me pedían y, al retirarme, una esquiva mirada a la guardiana, remo-viendo los cartuchos y comprobando la lista de los pergaminos, heló la es-casa sangre que aún circulaba por mis venas. Astuta y desconfiada como un lince, había empezado a pasar revista al insustituible tesoro arqueológico. Estaba perdido.
A las once y treinta de aquella nefasta mañana ponía los pies en la calle, huyendo como una rata. Mis pensamientos, lacerados por un instantáneo arrepentimiento, no daban abasto. «¿Qué nueva locura había perpetrado? ¿Cómo podía ser tan miserable y, lo que era peor, tan insensato y estúpido? »
Casi con seguridad, no tardarían en comprobar que faltaba uno de los pergaminos. « ¡Dios mío! » La angustia me acorraló contra mí mismo. En el tiempo que necesité para alejarme tres o cuatro manzanas, un tétrico film de muy Posibles y más que justas represalias desfiló por mi alma. El desliz podía costarme caro.
Me detuve en mitad de la avenida George V. Dudé. ¿Deshacía lo andado y devolvía el rollo a sus legítimos propietarios? No me atreví. La vergüenza fue superior. «Además -me consolé en el colmo de la necedad-, quizá no hayan advertido su desaparición. Quizá -suponiendo que lo detecten- no sepan qué pensar.»
Por encima de aquellas pueriles lucubraciones, algo se impuso: había que restituir el documento. Una cosa era «jugar» a espías y otra, muy diferente, el hurto de una pieza que, para más, no aportaba nada nuevo a lo ya con-quistado. Ciertamente, el asunto se me había ido de las manos. Sólo espero que mis anfitriones sepan perdonar algún día a este desdichado. En el pe-cado iba ya la penitencia. A partir de aquellos momentos, la desazón, los remordimientos y el terror me torturarían sin piedad.
Pero el mal estaba hecho. Ahora necesitaba actuar con diligencia y sensa-tez. Posiblemente -eso dependía de la Providencia- mi propósito de distraer la atención de los servicios de Inteligencia, en el supuesto de ser asociado a la mencionada desaparición del pergamino, estaba más que garantizado. Las próximas horas me lo dirían.
Y en un arranque, en previsión de que la rapidez de acción de los hom-bres del museo de la Medicina Antigua fuera tan vertiginosa como cabía es-perar, me oculté en un portal, pasando el cartucho al interior del zapato iz-quierdo. Ahora, en frío, sólo puedo sonreír ante tamaña ingenuidad. De haber sido interceptado, los hábiles judíos jamás me hubieran registrado en mitad de la calle. Disponen de otros «medios» -infinitamente más eficaces- para salirse con la suya.
A marchas forzadas, busqué una fórmula que me permitiera reparar el daño y salvar el pellejo. Algo muy típico en mí...
Y creo que di con ella.
Al margen de la implacable desesperación que me corroía, el retorno al hotel no se vio empañado por incidente alguno. Huidizo, temeroso de que alguien, en cualquier momento, pudiera darme el alto, con! a refugiarme en la habitación, maldiciendo mi estampa.
Necesitado de un inmediato consuelo, puse en marcha la primera de las tres fases de la maniobra que había ideado para la devolución del amuleto. Ante lo desproporcionado del «golpe», desistí de mi propósito inicial de desviar el interés del Agaf hacia un objetivo secundario. Si me detenían con el pergamino, no sólo peligraba mi integridad física. En ese más que vero-símil supuesto, los documentos del mayor correrían quizá la misma fortuna que el cartucho...
Había que modificar la táctica. Para empezar, resultaba imprescindible deshacerse del «cuerpo del delito». Pensé en depositarlo, anónimamente, en el Instituto de Relaciones Culturales. En buena lógica, si Kottek y la guardiana me relacionaban con el hurto, el asunto sería trasvasado a las personas que habían gestionado mi cita en el museo. También era factible que dieran cuenta a la policía. En principio -seguí consolándome- no existí-an pruebas de que fuera el autor de la sustracción. ¿Quién sabe? Quizá se había extraviado... El argumento, infantil hasta más no poder, no me con-venció. De lo que no cabía duda era de que, en caso de cacheo, la presencia del pergamino podía suponer la cárcel, la expulsión del país o algo peor.
Tenía que devolverlo, procurando confundir a sus legítimos propietarios. En otras palabras, sin que pudieran demostrar mi paternidad en tan agrio lance.
Un agudo dolor de estómago vino a sumarse a la catarata de temblores cuando -una vez elegida la fórmula menos mala de restitución- me aventu-ré en la planta comercial del hotel, a la búsqueda de los necesarios sellos de Correos. El pequeño estanco-librería se hallaba cerrado. Un rótulo infor-maba del horario de apertura. Faltaba media hora. Fueron unos minutos espesos, con la espada de Damocles de la megafonía sobre mi encogido ánimo, temiendo que, a cada anuncio, la justicia cayera sobre mí. La Provi-dencia tuvo compasión. Y a las 12.30, satisfecha la compra, escapé por el aparcamiento, a la caza de un buzón. A las 12.45, previamente desenrolla-do, plegado por su mitad, arropado entre dos hojas en blanco e introducido en un sobre con el membrete del hotel («Moriah Jerusalem - 39 Keren Hayesod Street. Jerusalem 94188 Israel»), el pergamino caía en el fondo de un solitario y granate poste, con destino a mi domicilio, en España.
Relativamente aliviado, busqué de nuevo el amparo de mi habitación, pendiente del teléfono y de las consecuencias que -si el Altísimo no reme-diaba- podían derivarse de semejante desvarío.
Misteriosamente, no se registró una sola llamada. Y, destruido, me preci-pité en un sueño convulsivo. Fue lo mejor que pudo sucederme.
Al despertar, convencido de que no debía rendirme por lo que ya era irre-parable, me afané en la labor de «camuflar» el Diario del mayor. De acuer-do con lo planeado, media docena de gruesos y estirados libros -adquiridos días antes- serviría como «vehículo». Desgajé las páginas, y, con más vo-luntad que acierto, encolé los cientos de folios a las pastas de los malogra-dos volúmenes, repartiéndolos equitativamente.
A la hora de la cena, los falsos textos sobre La tierra de la Biblia, Los se-cretos de los mares de la Biblia, ¡Jerusalén!, El atlas de la Biblia, La tierra de Galilea y Animales bíblicos, disimulados entre una veintena de libros au-ténticos, fueron a descansar al fondo de la bolsa marrón, listos para el viaje final.
Ya sólo restaba esperar...
No sé si alcancé a descansar una o dos horas. Fue una noche sin principio ni fin, saturada de presagios, rezumante de temores. Rayando el alba dis-puse el equipaje. El vuelo, desde Tel Aviv, tenía previsto el despegue para las 18 horas. El Destino, irónico y contradictorio, me regalaba un tiempo que no deseaba.
Siguiendo el programa diseñado por Marcos, mientras aplicaba nuevos y severos masajes a las doloridas fibras musculares, repasé los obligados e inminentes «movimientos». Todo, por desgracia, se veía trastornado a raíz del lamentable asunto del museo. Ya sólo podía confiar en la suerte y, des-de luego, en la posibilidad de que las pesquisas y decisiones de los dueños del pergamino resultaran «casualmente» frenadas, aunque sólo fuera por unas horas. El dilatado silencio de los medios oficiales me traía a mal vivir..
Como de costumbre, el comedor del Moriah se hallaba repleto de turistas. Aquél era otro factor clave. Aunque lo sospechaba, tenía que asegurarme: ¿quién o quiénes se encargaban ahora de mi «custodia»? Entre tanto anglo-sajón, latino y oriental, descubrir a los posibles agentes de la Inteligencia militar hebrea fue un cometido condenado al fracaso. Cualquiera de aque-llos glotones comensales -con los que crucé más de una mirada podía ser el hombre. Prudentemente, busqué la compañía de unos foráneos. No podía concederme la licencia de desayunar en solitario. Cuanto más tiempo per-maneciera arropado por extraños, más sólida era la probabilidad de escapar indemne de las garras de mis invisibles controladores.
Al pie del self-service -con notable acierto- fui a escoger a una pareja de risueños japoneses. Yo sabía que las diferentes ramas de los servicios se-cretos judíos difícilmente enrolaban en sus staffs a individuos que no sean de su propia raza. Esta sagrada norma me llevó a confiar en los nipones. Y mire usted por dónde, los ceremoniosos Tatsuhiro Kataoka y Yutaka Matsu-kawa resultaron ser colegas. El primero, como editor de libros de arte, de la firma Kodansha, Ltd. El segundo, como fotógrafo de la misma editorial, con sede en BunkyoKtr (Tokio). Así, al menos, figura en las tarjetas que inter-cambiamos.
La ocasión -ni que pintada- fue exprimida como un limón. Tatsuhiro cono-cía España. En realidad, todo su bagaje «cultural» sobre mi país quedaba reducido a la obra de Picasso, Dalí y al barrio «chino» de Barcelona. Para mí fue más que suficiente, logrando lo que necesitaba: estirar el refrigerio du-rante una hora y, entre risas y chanzas, brindarme como «guía turístico». Los cándidos y providenciales amigos aceptaron de mil amores. De esta forma, tan simple como inesperada, vi cubierta la totalidad de aquella lumi-nosa mañana.
Hacia las tres de la tarde -agradecidos y emocionados como niños por el fastuoso periplo por la Ciudad Vieja nos despedimos «hasta otra».
No había tiempo que perder. Haciendo acopio de fuerzas y de la deshila-chada serenidad que aún conservaba, requerí los servicios de uno de los re-cepcionistas, explicándole que deseaba dormir esa noche en la ciudad de Tiberíades y que, si fuera posible, telefoneara al Golán, confirmando la re-serva. Ante mi insistencia, el judío llevó a cabo la diligencia en aquellos mismos momentos. No hubo problemas. El hotel, en el que me había aloja-do en 1985, disponía de plazas libres. El plan fue rematado con una segun-da consulta: ¿a cuánto podía ascender la tarifa de un taxi hasta dicha po-blación?
Dispuesto el cebo, me encaminé a los ascensores. Faltaba, sin embargo, la operación más «delicada». ¿Cómo confundir a los hipotéticos y descon-fiados miembros del Agaf? Si deambulaban por el hotel no tardarían en ser puntualmente informados de mis supuesto s propósitos de viajar a orillas del mar de Galilea. En ese caso podían suceder dos cosas: que me siguieran o que confiaran la misión a otros agentes, en Tiberíades. El peligro radicaba en lo primero. Sólo tenía una opción. Era arriesgada, pero francamente, a estas alturas, todo me daba igual.
15.30 horas.
Apuré el tiempo al máximo. Si «aquello» daba fruto, disponía de escasos minutos para recoger el equipaje, abonar la factura y embarcar.
15.35.
Me santigüé. Oculté dos cascos de cerveza bajo la sahariana y, a toda ve-locidad, me precipité hacia los elevadores, pulsando la planta del parking. Mi «objetivo» seguía en el mismo lugar, solitario y envuelto en las sombras del subterráneo. De columna en columna, evitando las miradas del guarda del peaje, fui aproximándome al Mercedes.
15.40 horas.
Encorvado y con el corazón en la boca, me aposté al fin en el flanco dere-cho del turismo. Era menester esperar la entrada o salida de algún otro ve-hículo. Preparé las botellas vacías y, situándome frente a la rueda delantera derecha, asomé la nariz por encima del motor. La chapa, caliente,