«Después de un presuroso callejeo nos
adentramos en un desahogado sa-lón en obras. A la parca luz de
algunas bombillas enroscadas a las colum-nas, confundidos en una
atmósfera de yeso fresco y madera recién serrada, cuatro individuos
trajinaban tablones y martillos. Uno de ellos, encorvado hacia un
caldero de cemento, canturreaba una doliente melodía
árabe.
»Cerré los puños, comido por la emoción.
¿Cuál de aquellos afanosos obreros era el depositario de lo que
tanto ansiaba?
»Tras identificar a nuestro hombre, mi
acompañante sorteó a los opera-rios más próximos, saludándoles con
sendas y amistosas palmadas en las espaldas. Le vi llegar hasta el
que removía la masa e, inclinándose, le susu-rró algo al oído.
Ambos se incorporaron, observándome desde la penumbra. La irregular
iluminación le preservó de mi desatada curiosidad. Pero me quedé
quieto, tal y como había sugerido el improvisado
guía.
»Digo yo que el tronar de mi corazón tuvo
que ser escuchado en un am-plio radio. Pero nadie alteró su
faena.
»Concluido el breve diálogo, el que hacía de
albañil arrojó la paleta en el mortero y, restregando las manos en
los flancos del pantalón, avanzó hacia mí.
»No pude remediarlo. Me eché a temblar.
¿Había llegado el gran momen-to? ¿Qué podía decirle? ¿Cómo atacar
tan peregrina y críptica historia?»
ESPAÑA
Sí, aquél fue un momento de alta tensión. En
segundos, todo quedó olvi-dado: las interminables jornadas de
nerviosa y, a veces, irritante búsqueda; las dilatadas horas sobre
aquel papel y el refractario enigma; la soledad de los caminos y
hasta los múltiples conatos de desesperación y de intento de
abandono. Como en una pesadilla, en un abrir y cerrar de ojos, todo
eso entró en las páginas del recuerdo. Pero bueno será -en honor y
agradeci-miento a cuantos se han sentido atraídos por este enigma o
me han alenta-do a no desfallecer en semejante empresa- que relate,
aunque sólo sea su-cintamente, algunos de los pasos, sucesos y
desventuras en que me vi comprometido por obra y gracia del
criptograma que cierra mi anterior li-bro: Caballo de Troya
2.
Sin duda, aquellas personas que hayan leído
el primero de los Caballos recordarán cómo, para hacerme con el
fascinante Diario del mayor nortea-mericano, en el que se narran
los once últimos días de la vida de Jesús de Nazaret, fue menester una casi franciscana paciencia. En
aquella labor poli-cíaca jugaron un papel decisivo un total de
cinco enigmáticas y aparente-mente absurdas cinco
frases:
*EL CENTINELA QUE VELA ANTE LA TUMBA TE
REVELARÁ EL RITUAL DE ARLINGTON.
*LLAVE Y RITUAL CONDUCEN A
BENJAMIN.
*ABRE TUS OJOS ANTE JOHN FITZGERALD
KENNEDY.
*EL HERMANO DUERME EN 44-W. LA SOMBRA DEL
NÍSPERO LE CUBRE AL ATARDECER.
*PASADO Y FUTURO SON MI
LEGADO.
Pues bien, como decía, el juego favorito del
mayor -los criptogramas- no había concluido. El manuscrito aparecía
bruscamente interrumpido, justo al final de la histórica jornada
del domingo 16 de abril del año 30 de nuestra era, tras la primera
de las misteriosas apariciones del Resucitado a sus once íntimos.
Inexplicablemente, al menos para mí, la narración quedaba
seccio-nada en el punto en que los apóstoles y la «cuna» se
disponían a viajar hacia el norte: a la Galilea. Por todo final,
después de una patética súplica -«¡Dios de los cielos, dame fuerzas
para proseguir mi relato! »-, el mayor remataba su Diario con este
segundo y no menos inquietante enigma:
MIRA, ENVÍO Mi
MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS
1.2.
HAZOR ES SU NOMBRE Y SUS ALAS TE
LLEVARÁN
AL GUÍA MARCOS
6.2.0.
EL NÚMERO SECRETO DE SUS
PLUMAS
ES EL NÚMERO SECRETO DEL
GUÍA,
EL QUE HA DE PREPARAR TU CAMINO, MARCOS
1.2.
Como es natural, yo conocía esta supuesta
clave mucho antes de que vie-ra la luz pública, en marzo de 1986.
Entonces no podía concebir el porqué de tan dramático y exasperante
final. ¿Qué había sucedido? ¿Terminaba ahí la aventura de Jasón?
Todo parecía señalar que no; que el Diario profundi-zaba en las
restantes apariciones del Maestro. ¿0 era sólo mi ardiente deseo de
seguir conociendo nuevos detalles sobre Jesús? Durante un tiempo,
muy a pesar mío, viví con una inseparable sensación de rabia. Casi
de frustra-ción. No me sentía con fuerzas para desplegar una
segunda e incierta ex-ploración del criptograma. Y poco faltó para
que, sin haberlo intentado si-quiera, olvidara allí mismo y para
siempre este nuevo desafío. Pero está visto que cada ser humano
viene a este mundo con una o varias áreas de las
que nada ni nadie pueden apartarle. Ni siquiera uno mismo. Y mi
desti-no, evidentemente, es salir de una aventura para meterme en
otra...
El caso es que -tal y como me temía- aquel
distanciamiento de la postrera clave del mayor fue temporal. Esa
«fuerza» que vive en mí se encargó de disipar los iniciales
sentimientos de impotencia y de desengaño, arrastrán-dome, sutil y
magistralmente, hacia lo inevitable. Y un buen día aparqué mis
otras indagaciones y pesquisas, aceptando el
reto.
No sé si merece la pena redundar en ello.
Mis primeras escaramuzas con este segundo enigma fueron tan
estériles como descorazonadoras. Durante semanas no hice otra cosa
que marcarlo y marearme. Ahora, con la ventaja del tiempo
transcurrido, comprendo que, en aquellos días, incurrí en dos
errores. Influido por el primero de los criptogramas, sospechando,
incluso, que ambos guardaban relación, luché por descubrir alguna
pista que me condujera a una nueva llave o apartado de Correos.
Deseaba que el desen-lace de este misterio pudiera materializarse
en otro maravilloso mazo de fo-lios manuscritos. Es decir, en lo
que suponía la continuación del Diario del mayor. Éstas, como digo,
fueron las dos primeras y lamentables equivoca-ciones que
retrasarían mi labor.
Desde el principio hubo una frase que me
trastornó: «el que ha de prepa-rar tu camino, MARCOS 1.2». ¿Qué
demonios encerraba? ¿Cuál era ese ca-mino? ¿0 no se trataba de un
camino, tal y como yo presumía? Ahora lo veo con nitidez. Ojalá
entonces hubiera sido tan hábil como para olvidar la pre-concebida
idea de un legado, centrando mis fuerzas en otras «posibilida-des».
Pero las cosas debían seguir su curso
natural.
Ni que decir tiene que consumí decenas de
horas arañando hasta la más nimia e inverosímil de las hipotéticas
combinaciones de letras, palabras y frases. Como en el primer
desafío, hice bailar los vocablos del criptograma, buscando una
secreta lectura del mismo. Me estrellé una y otra vez. Aquello no
guardaba el menor sentido. Ni en el original, en inglés, ni en
castellano, supe hilvanar una sola frase que arrojara un poco de
luz a mi fatigado cere-bro. Pensé en ocasiones que quizá me
empeñaba en penetraciones tan pro-fundas y retorcidas como
inútiles. Tal vez la solución se hallaba en la «su-perficie» de¡
enigma. Pero, empecinado en tales maquinaciones, tardé mu-cho
tiempo en comprenderlo.
Recuerdo, repasando ahora mis notas, que
hubo un momento en el que llegué a tomar el verdadero camino.
Prescindiendo de los tres exasperantes «MARCOS» y de sus
respectivas numeraciones, el mensaje del mayor -aceptándolo como
tal- presentaba cierta lógica, dentro del hermetismo de cualquier
criptograma. Desde esta perspectiva y leído de corrido, el texto
decía así:
«Mira, envío mi mensajero delante de ti.
Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía. El número
secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que ha de
preparar tu camino. »
La más elemental deducción -digamos que
leyendo «en superficie»- puso ante mí dos «personajes»
aparentemente distintos: el mensajero, cuyo nombre era Hazor, y un
guía. Pujando por desenmarañar las intenciones de mi amigo, el
mayor, consideré un sinfín de hipótesis. ¿Quién era el tal Hazor,
mensajero alado? ¿Qué significaba que lo «enviaba delante de mí»?
¿Era menester esperar a que algo o alguien apareciera en mi
presencia? Desde el primer instante rechacé la última incógnita.
Conociendo un poco el laberíntico estilo del ex oficial de la
Fuerza Aérea norteamericana, era más que dudoso que quien se
enfrentara al enigma debiera sentarse y aguardar la misteriosa
aparición del citado Hazor.. El mayor, de nuevo, jugaba con los
símbolos. Y ése era el problema. Evidentemente, prosiguiendo con
esa interpretación literal, el mensajero disponía de alas y de
plumas. Pensé en un azor, en la conocida ave de rapiña. Pero, amén
de la H sobrante, la ar-dua tarea de contar el número de plumas de
estas rapaces me hizo desistir. Consulté a expertos ornitólogos.
Las respuestas -como imaginaba- fueron desalentadoras: resultaba
muy difícil, casi imposible, hallar dos azores con el mismo número
de plumas. Claro que también podía tratarse de un azor de piedra, o
de una pintura de dicha ave, enclavados en Dios sabe. qué lu-gar
del mundo. La posible pista se me antojó tan endeble como fatigosa.
Y poco a poco se disipó entre mis manos.
Fue en aquellos días de 1985 cuando,
siguiendo el rastro del «mensaje-ro», en una de las primeras
consultas bibliográficas, se levantó ante mí co-mo un presagio.
«Hazor» o «Hasar» existía. Leí aquella documentación
atropelladamente. Se trataba de una remota ciudad bíblica,
localizada en lo alto de un tell o colina artificial, denominado
«Tell el-Qedah o Tell Waqqas, entre los lagos el-Húleh y
Tiberíades, al norte de Israel. Como decía, fueron instantes de
lucidez y de lógica excitación. ¿Una ciudad bíblica llamada Hazor?
Quizá ahí estuviera la clave. Pero, desafortunadamente, al volver
sobre el enigma, mis tímidas esperanzas naufragaron. Allí se
hablaba de un mensajero, no de una ciudad. Era muy posible que. el
mayor hubiera cono-cido Hazor, pero ¿cómo asociar la hipótesis de
un ser con alas y unas ruinas arqueológicas? Mi proverbial torpeza
y quizá un asfixiante sentido de la ra-cionalidad sepultaron lo
que, sin lugar a dudas, había sido una excelente in-tuición.
¡Cuándo aprenderé a dejarme llevar por ese oculto y maravilloso
sentido!
Además, y para terminar de sofocar esta luz
inicial, los tres «MARCOS» y los números adyacentes cayeron sobre
mí como otras tantas losas. Senci-llamente, me perdí en la astuta
trampa del mayor. Desde un principio, casi desde
la primera lectura del criptograma, varias de las frases -con el
ladino remate del Marcos 1.2 o Marcos 6.2.0- me llevaron
inexorablemente a la Biblia. Repasé el Evangelio de Marcos y
comprobé cómo parte del capítulo uno, versículo dos, era idéntico a
lo escrito por el mayor en la primera, se-gunda y última líneas. El
citado evangelista dice textualmente en 1,2: «Co-mienzo del
Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en
Isaías el profeta: "Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que
ha de pre-parar tu camino."»
En cuanto a la segunda supuesta cita del
Nuevo Testamento (Marcos 6.2.0), la lectura de la misma sólo
contribuyó a encharcar mi ánimo. Para empezar, no existe tal cita.
Y me explico. No existe como Marcos 6.2.0. Sí como Marcos 6,2. El
escritor sagrado, en su capítulo seis, versículo dos, di-ce así:
«Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La
multi-tud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: "¿De dónde le
viene esto? y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos
milagros hechos por sus manos?"»
No pude o no supe descifrar la posible
conexión entre ambos textos. Había, además, otro pequeño-gran
detalle que me sublevaba. Consulté a varios escrituristas bíblicos
y todos fueron rotundos: los dígitos de las citas del Antiguo o
Nuevo Testamento jamás se presentan separados por puntos. Siempre
por una coma y un guión o con el primero de los números -el
co-rrespondiente al capítulo-, en una tipografía más acusada. El
mayor había manejado la Biblia. La conocía muy bien. ¿Cómo
interpretar entonces aquel fallo? ¿0 no era tal? En este caso, ¿qué
había querido decir con esas tres ci-fras -6.2.0- amarradas, o
supuestamente amarradas, al nombre de
Marcos?
Obstinado, me aventuré en el tortuoso mundo
de las citas bíblicas, bata-llando por desvelar las posibles
ramificaciones de aquellos dos pasajes de Marcos. Y de un texto fui
saltando a otro, en una loca carrera, cada vez más vertiginosa.
Quizá fuera mi afán por encadenar las pistas -o quizá la indu-dable
«magia» del criptograma, tal y como se verá más adelante- lo que,
de vez en cuando, me hacía ver insospechadas y asombrosas
vinculaciones entre muchas de las citas consultadas. Por suerte y
por desgracia, a princi-pios del año 1986 -una vez publicado
Caballo de Troya 2-, comencé a reci-bir decenas de cartas,
informaciones y sugerencias en torno al enigma. To-do aquello,
durante algún tiempo, terminó por conducirme a un peligroso y
permanente estado de excitación y nerviosismo, muy próximo a la
locura. Sin embargo, algunas de las ideas proporcionadas por los
lectores, aunque no condujeran a la solución última y material del
criptograma, apuntaron «algo» que yacía en lo más hondo del mensaje
y que, como señalaba ante-riormente, le confiere un halo mágico.
Como si no hubiera sido confeccio-nado por una
mente humana. Como si encerrara entre sus palabras y letras varios
y preciosos tesoros> sólo distinguibles con las «herramientas»
de la Kábala, de la Numerología o de la imaginación. Pero vayamos
paso a pa-so...
Gracias al cielo, mis incursiones en la
Biblia -siempre a la caza y captura de alguna clave segura-
concluyeron a las pocas semanas y como conse-cuencia de un
cansancio total. El encadenamiento de citas, amén de las mil
posibles interpretaciones, todas ellas subjetivas, no me llevó a
nada palpa-ble o concreto. Una de estas pesquisas -pacientemente
trazada por uno de mis lectores: Luis Astolfi, levantó, en parte,
mi malparado ánimo. Partiendo del primero de los textos de Marcos
(1,2), fuimos a parar a otro de Mala-quías (3, 1) en el que puede
leerse: «He aquí que voy a enviar un mensaje-ro, que preparará el
camino delante de mí ... »
A su vez, como había tenido oportunidad de
experimentar en decenas de ejemplos precedentes, este pasaje nos
catapultó a otro, también de Mala-quías (4,5), aparentemente
enganchado al primero: «He aquí que yo envia-ré a Elías, el
profeta, antes de que venga el día de Yavé, grave y terrible.» Y de
ahí, con la esperanza de que Elías pudiera significar algo en la
cada vez más intrincada tela de araña del enigma, fuimos saltando a
Malaquías (3,23), a Mateo (11, 10- 14), con una nueva aportación
referida a la huida a Egipto, a Mateo (17,113), a Marcos (9,2-13),
otra vez a Malaquías (3,1), a Lucas (1,17-76), a Juan (1,6-26), a
Isaías (63,9), etc. Paralelamente, de Marcos (6,2) podía uno
introducirse en textos de Mateo (13,53-58) y de Lu-cas (4,1630).-y
así, casi, hasta el infinito. De todas formas, Astolfi concluía su
exposición con unas frases que reproduzco literalmente y que, como
di-go, constituían una posibilidad. Una difícil y remota
posibilidad que yo había valorado anteriormente en aquel
«manicomio».
«De todo esto deduzco -decía mi amable
comunicante- que Hazor está en la sinagoga. El azor es una ave.
Ignoro por qué está con H. Puede ser que en las sinagogas (o en una
en particular) exista la imagen simbólica del azor, con plumas,
cuyo número tiene algo que ver con Elías o Juan el Bau-tista. Como
no conozco ninguna sinagoga próxima, me he detenido
aquí.
»La cosa sería investigar en sinagogas y
buscar un azor (imagen u otra cosa), ver si la H tiene algo que
ver, contar las plumas que tengan sus alas (supongo que serán
limitadas, al ser una imagen), o ver si tiene algún nú-mero
simbólico asociado, y ese número enlazarlo con el guía Elías o Juan
el Bautista (que ignoro lo que puede representar). Ello preparará
el camino. »
La sugerencia me inyectó ánimos. Desenterré
la vieja pista y, por espacio de algunos días, busqué
afanosamente.
Fue inútil. Ni los rabinos a quienes
pregunté, ni la Asociación para la Amistad Hispano-Judía, ni mis
amigos en Ismael supieron orientarme. Y el asunto del azor en las
sinagogas, del «guía» Elías o Juan el Bautista, fue ar-chivado.
Había que abrir nuevos senderos, nuevas posibilidades. Pero
¿cuá-les?, ¿en qué dirección?
Algo sí había aprendido en aquel caótico ir
y venir por la Biblia, deslum-brado por las alusiones evangélicas
del mayor: éstas, casi con seguridad, no guardaban relación alguna
con la solución del criptograma. Mi corazón me decía que eran un
puro espejismo. Un truco. Quizá parte del juego. Y ese firme pero
subterráneo sentimiento seguía recordándome una palabra, una pista
-«Hazor»- que yo, con idéntica obstinación, relegaba una y otra
vez. Para qué engañarme y engañar al lector. Desde un principio,
desde que supe de la existencia de la ciudad bíblica, comprendí que
debía viajar a Israel. Pero antes, quizá por mi exacerbado espíritu
analítico, traté de apu-rar hasta la última
probabilidad.
En algún momento de esta desordenada
exposición -que refleja en cierta medida lo atropellado y confuso
de mi propia búsqueda- he hecho alusión a la indudable «magia»
contenida en el enigma. Pues bien, ésta sería otra de las causas de
mis continuos y prolongados escarceos en direcciones aparen-temente
improductivas, de cara a la resolución del criptograma, pero todas
ellas fascinantes. No me cansaré de repetirlo: el «mensaje» parece
tener vida propia. Encierra y oculta otros «mensajes» secundarios
que -me cons-ta porque obran en mi poder- han maravillado a cuantos
lectores han tenido la paciencia e instinto de descubrirlos y
«trabajarlos». Una de esas sorpre-sas llegó hasta mí de la mano de
la Kábala.
Aunque siga siendo un lobo solitario en
muchas de mis aventuras e inda-gaciones, hace tiempo que comprendí
que el trabajo en equipo arroja siem-pre resultados altamente
provechosos. De ahí que, sin titubeos, desde el momento en que hice
mío el nuevo desafío del mayor, solicitara la opinión y generosa
ayuda de un escogido grupo de expertos en las más dispares
dis-ciplinas. Y los kabalistas, naturalmente, aceptaron lo que, a
primera vista, sólo se presentaba como un
juego.
Resultaría agotador desmenuzar aquí las
asombrosas deducciones que, uno tras otro, fueron destilando del
enigma estos estudiosos de la «otra ca-ra» de la Biblia. Sirva como
una pequeña muestra de cuanto afirmo el arranque de una de las
misivas, obra de un eminente médico -el doctor La-rrazábal-, en
respuesta a mis requerimientos.
« Lo primero que llama la atención -escribía
este magnífico investigador de la Cábala, en relación al
criptograma- es el nombre del mensajero: HAZOR.
¡Qué raro pájaro!, porque en español azor no se escribe con hache.
Luego, este nombre está camuflado y quiere decir otra
cosa.
»Esta forma de ocultar palabras es frecuente
en los libros sagrados y se resuelve mediante una operación Bamada
«Gilgul", que en hebreo significa "trasposición" o «revolución" y
que consiste en trasponer el orden de las le-tras de la palabra
para hallar su real significado. Por ejemplo: el Éxodo dice
"enviaré ante ti a Milaki (el ángel)". Por trasposición obtenemos
Mikael, el arcángel guía y protector del pueblo
hebreo.
»Así, por trasposición de la palabra HAZOR,
obtenemos “Z0HAR", que en hebreo significa luz". El Zohar, junto al
Sepher Ietz¡rah, constituyen los dos principales tratados de Kábala
teórica, así como el Tarot y las Schemanp-horas lo son de la Kábala
práctica o aplicada.
»De forma que ya tenemos el nombre del
"mensajero"; ahora vamos a contar sus "plumas" para ver si
averiguamos la naturaleza del "guía" y del
"camino".
»La palabra "Zohar" consta, como ves, de
tres letras hebreas, que tienen los siguientes valores numéricos:
"resch" = 200; "hé" = 5 y "zain" = 7. 0 sea, sumados, 212. Éstas
serían las "plumas del hazor” y su número secre-to (2 + 1 + 2), el
5. Si ahora te acuerdas de lo que te escribí en mi carta anterior,
el "cinco" constituye el número secreto de Jesús. Recordarás que te
decía que Yavé era el gran nombre de cuatro letras -el "cuatro"-,
mien-tras que "Iesuhé" era el cinco", y la gran relación que
existía entre ambos nombres. No insistiré en ello. Este "cinco",
repito, es el número secreto de Jesús, porque su valoración
numérica, correspondiente a cada letra hebrea, arroja la suma total
de "2". Esto es lógico, al ser la manifestación de¡ Verbo o segunda
persona de la Trinidad divina. El "dos", por tanto, sería su
núme-ro "natural", mientras que el "cinco" sería el secreto,
motivado por provenir de su gran nombre de cinco
letras...
»De este modo, las alas del "hazor" nos han
llevado al guía que ha venido a preparar nuestro camino. De este
Guía no te comento nada; tú lo conoces mejor que yo, y sabes que Él
mismo es el camino...
»Pero prosigamos y veamos qué nos dice el
Zohar del "camino». Para ello vamos a utilizar un procedimiento
distinto. En vez de tomar los valores nu-méricos cabalísticos de
las tres letras de la palabra, vamos a disponer, sim-plemente, de
los números de orden en que dichas letras aparecen en el al-fabeto
hebreo. Así, "resch" es la letra 20. "Hé" es la 5 y "zain" la 7. De
mo-do que 20 + 5 + 7 = 32 (que también daría "5"). Tenemos de este
modo el número principal que se desprende del contenido del
análisis del Zohar: el 32. Son, precisamente, los 32 "senderos" del
Sepher Ietz¡rah o Libro de la Formación ...
»
El estudio, apasionante, alcanza cotas
inimaginables, sólo comprensibles para aquellos que conocen los
misterios de la Kábala. Pero no voy a exten-derme en los
«hallazgos» de mi buen amigo y consejero el doctor Larrazá-bal. Me
encanta que el lector juegue y participe conmigo, aunque sólo sea
mínimamente, en todas y cada una de mis obras. Y ésta es otra
magnífica oportunidad para que, quien lo desee o se sienta atraído
por lo oculto, acepte el desafío y prosiga, por sí mismo, la
«exploración» del enigma a través de los insospechados senderos
cabalísticos. De seguro, su sorpresa será tan grande como la
mía.
De momento, estos descubrimientos -desde el
prisma de la Kábala- me permitieron disponer de algo más concreto:
el número secreto de las plu-mas de Hazor, el mensajero, era el
212. En consecuencia, el del no menos escurridizo «guía» tenía que
ser el mismo: o 212 o la suma de éstos. Pero el asunto, lejos de
clarificarse, siguió enturbiándose. Aceptando que hubiera hallado
el «número secreto», ¿cuál era el siguiente paso? El enigma decía
con claridad que «las alas de Hazor, el mensajero, me llevarían
esas alas? Por al guía». La cuestión era: ¿dónde encontrar otro
lado -aunque careciese de pruebas en contra de la deducción del
médico y kabalista-, la sugerencia de que el guía podía ser Jesús
de Nazaret se me antojaba difusa. Demasia-do espiritual. Ése no era
el estilo del mayor...
Así y con todo, a pesar de la nube de dudas
que empañaba mi horizonte, no tuve más remedio que maravillarme
ante el insospechado y hermético potencial de aquellas ocho frases.
¿Cómo, de qué manera, había concebido el mayor semejante enigma?
¿Fue consciente, en el momento de su elabo-ración, de tan secreta y
sugerente lectura kabalística?
Puestos a barajar hipótesis, hubo ocasiones
en las que, sinceramente, dudé incluso de la paternidad del ex
oficial norteamericano respecto del mensaje. Obviamente, terminaría
rechazando tales pensamientos. Aquélla era la letra de mi amigo, el
mayor. Y allí había -¡tenía que haber algo oculto que no lograba
desentrañar. Y por enésima vez en aquellos meses, a la vis-ta del
estéril paso de los días, caí en otro oscuro período de desaliento.
La situación era calcada a la vivida en las semanas que precedieron
a la reso-lución del primer criptograma, Quizá, más dolorosa si
cabe. Estaba perdido. Clavado en mi alma, el enigma se transformó
en un fantasma. Y viajaba conmigo, de día y de noche. Cada letra,
cada palabra, se levantaban como espesos barrotes de una cárcel. Lo
veía, como una obsesionante alucina-ción, en cualquiera de mis
movimient6s. Pero el Destino no permite que un ser humano
languidezca o quede sepultado para siempre en la confusión. Y por
los caminos y en los momentos más insospechados se destaca una
ma-no, una voz, un amigo o una idea que te devuelve el ánimo, y, lo
que es más importante, la esperanza. Y eso fue lo
que me sucedió en plena prima-vera de
1986.
Aquellas dos cartas fueron un revulsivo. Yo
seguía recibiendo una abulta-da correspondencia. La mayor parte de
mis comunicantes -casi todos de buena fe-, tan inquietos y deseosos
de desvelar el misterio como yo mismo, me abrumaban con un
variopinto rol de posibles pistas y soluciones. Más adelante me
referiré a algunas de las más insólitas. La cuestión es que, como
venía diciendo, dos de estas misivas hicieron el milagro de
oxigenar mi espíritu, devolviéndome a la lucha. Una, procedente de
Corrientes, en Argentina, insistía en la necesidad de que prestara
toda mi atención a la ciudad bíblica de Hazor. Pero lo que más me
emocionó de la carta que fir-maba Eduardo Alfredo López fue este
brevísimo párrafo: «... Estoy orando por usted. He colgado el
enigma en una bolsita de nylon en mi mano y lo he atado en un
cordón a mi muñeca. Lo llevo orando en todas partes: en el bus,
mientras trabajo ... » Quizá pueda parecer una nimiedad. Para mí, y
para mi cansado corazón, fue una descarga
eléctrica.
La segunda caria llegó el 20 de abril.
Procedía de Dublín. Venía firmada por María-Ángel, una excelente
amiga. A principios de ese año yo había vi-sitado Irlanda y,
dejándome llevar por una intuición, puse en sus manos el enigma.
Creo, si la memoria no me falla, que fue una de las escasas
perso-nas que tuvo conocimiento del mensaje del mayor antes de que
apareciera publicado en mi segundo volumen. Y, sinceramente, ante
el dilatado silen-cio de mi amiga, casi olvidé el asunto. Mi
sorpresa, al recibir su mensaje, fue total. El arduo trabajo de
investigación de la joven abría un nuevo y desconcertante camino,
que venía a ratificar ese mágico halo del
criptogra-ma.
«Cuando me diste el enigma -decía en su
carta- no sabía qué hacer con él. Estuve a punto de no hacerle ni
caso, hasta que se me ocurrió darle a cada letra un valor numérico.
Así, la "a" valía 1, la "b" 2, etc., hasta la "z". (No tuve en
cuenta la "ch", ni la "rr", ni la "w".)
»El segundo paso fue sumar esos valores,
reduciendo siempre el resulta-do a un solo dígito, con lo que cada
frase equivalía a un número concreto... La primera sumaba 'T'. La
segunda "7". La tercera "8". La cuarta "6". La quinta "2". La sexta
"7". La séptima "3" y la última frase, también "3". Es decir, 37.
0, lo que es lo mismo, 3 + 7 = 10 = 'T'. ¡La unidad! ...
»
Este descubrimiento de María-Ángel, insisto,
fue providencial. Me estimu-ló, rescatándome de las pesadas
tinieblas. Y de la noche a la mañana, la «fuerza» que vive en mí me
arrastró a una febril búsqueda. ¿Estaba la clave en los números? A
partir de esos momentos probé todo tipo de conversio-nes y
combinaciones numéricas. Desde una visión ocultista, el hecho de
que el criptograma sumara «UNO» era altamente
significativo. Los expertos en Numerología y Kábala lo saben
bien... Puse el problema en manos de ma-temáticos y especialistas
en ordenadores y el «mágico» halo del enigma re-apareció en todo su
esplendor. «Aquello» era desconcertante. Enloquece-dor. El total de
letras en español -contabilizando los números de las citas, o
supuestas citas bíblicas, como otras tantas letras- era de 170. En
la versión original, la inglesa, y siguiendo el mismo
procedimiento, el volumen total de dígitos o símbolos a manejar era
de 184. Pues bien, teniendo en cuenta ca-da uno de los abecedarios
-español e inglés-, las combinaciones posibles para cada caso
resultaron espeluznantes: 29170 para el castellano y 27184 para el
inglés. Los sucesivos intentos de los hábiles programadores de
com-putadoras para obtener la combinación concreta que configura el
enigma, partiendo de los mencionados parámetros, fueron
estrellándose irremisi-blemente. El dictamen fue demoledor:
cualquier ordenador de mediana ca-pacidad necesitaría del orden de
¡trescientos años! para obtener esa combi-nación específica,
teniendo en cuenta, por supuesto, que la construcción de la misma
podría fraguarse en cualquier instante de esos tres siglos. Y la
vie-ja interrogante no se hizo esperar: ¿cómo un ser humano pudo
concebir un texto de tan diversas y simultáneas lecturas secretas?
Los especialistas en informática replicaron con la única respuesta
al alcance de la ciencia: todo es fruto del azar. Guardé silencio.
En lo más íntimo de mi ser, yo sabía que la casualidad jugaba un
insignificante papel en todo aquello. Probablemen-te,
ninguno.
La pista de Irlanda, en suma, resultó
doblemente útil. Me levantó de en-tre mis propias cenizas y,
definitivamente, por eliminación, me situó en un rumbo que yo había
dejado atrás: Hazor. Y digo por eliminación porque, al fin y a la
postre, todas aquellas sugestivas posibilidades -Kábala,
Numero-logía, etc-, aunque intrigantes y dignas de estudio, no
conducían a un final como el que deseaba y necesitaba. Mi obsesión
era más prosaica: acertar con una clave que pusiera en mis manos el
resto del Diario del mayor. Y Hazor -fuera lo que fuera- se me
antojaba algo concreto, físico, tangible. Los laboriosos estudios
de Numerología, además, habían situado ante mí otra sutil
información, muy del estilo de Jasón. Al manejar el texto en inglés
del criptograma, en uno de los cómputos verticales, lo vi con
claridad. La primera palabra de cada una de las ocho frases
formaban una sentencia con cierta lógica: «LOOK AHEAD HAZOR AND TO
THE IS HE» (MIRA DELANTE DE HAZOR Y A ÉL ES ÉL). Instintivamente
desdoblé la construcción en dos partes: «Mira delante de Hazor y a
él. Es él.» Y recordé cómo, en el primer enigma, el mayor se había
servido de este sistema para reafirmar su men-saje: «La llave abre
el pasado. » Yo había advertido la existencia de esta forzada frase
durante los primeros tanteos, cuando sometí los vocablos y
dígitos del criptograma a toda suerte de saltos y
permutaciones. Pero en-tonces, ajeno al verdadero peso de Hazor, no
reparé en ello. Ahora, en cambio, tomaba una especial dimensión. El
mayor parecía insistir en la trascendencia de dicha palabra. «Mira
delante de Hazor .. » No había duda. El objetivo era Hazor. Era
menester localizarlo, situarse ante él y
analizarlo.
Yo fui el primer sorprendido ante aquella
súbita e incontenible oleada de entusiasmo y coraje. Era tan
absurdo como paradójico. Ardía en deseos de investigar algo que ni
siquiera sabía dónde buscar.. Es cierto que existía un hipotético
indicio: las ruinas arqueológicas israelitas. Pero sólo se trataba
de eso: de un indicio. A pesar de ello, a pesa¡- de los reproches
de mi sentido común, tomé la firme decisión de viajar a Israel. En
el fondo no tenía otra alternativa: o me dejaba llevar por la
intuición o perdía la batalla.
Mi endeble memoria no me permite recordar
con precisión cómo nació en mí aquella atrevida idea. El caso es
que, días antes de la partida, activé un plan que -no sé si
acertadamente- fue concebido como una cortina de humo. Llamé al
entonces embajador judío en Madrid y, sin rodeos, le rogué que me
concediera una entrevista. Conocía a Samuel Hadas mucho antes de
que fuera designado para este cargo y, desde nuestro primer
encuentro, reconocí en él las formas y el talante de un hombre
abierto y eminentemen-te bueno. Su ayuda en otras investigaciones y
consultas fue siempre cru-cial. Mi ardiente imaginación intuía que
aquel inminente viaje a Tierra Santa podía «complicarse». La
verdad: en aquellos momentos no me apetecía pa-sar por otro trago
como el sufrido en Washington a la hora de sacar del país los
documentos manuscritos por el mayor. Era consciente de la eficacia
de los servicios israelíes de Información -los mejores del mundo,
sin duda- y elegí «cubrirme las espaldas», siendo yo quien tomara
la iniciativa de anun-ciarles cuáles eran mis propósitos.
Naturalmente -y esto formaba parte del plan, a la hora de revelar a
Hadas mis objetivos, no podía insinuar siquiera el auténtico motivo
de aquella nueva aventura: el enigma.
Y horas antes de mi salida hacia Tel Aviv,
el embajador hizo un hueco en sus ocupaciones, recibiéndome en su
despacho de la calle de Velázquez, en la capital de España. Me
escuchó con gran atención y cariño, mostrándose especialmente
interesado por uno de los capítulos: una marcha, a pie, des-de
Nazaret a Belén de Judá, en un intento de reconstrucción del
histórico viaje de María y José, con motivo del famoso censo del
emperador Augusto. Samuel había leído algunos de mis libros,
incluyendo los Caballos de Troya, y, supongo, aceptó como
inevitable que un loco aventurero como yo quisie-ra embarcarse en
semejante caminata -algo más de 170 kilómetros-, así como en otras
investigaciones relacionadas con un posible tercer volumen acerca
de la vida de Cristo. Unas investigaciones de las que le hablé muy
por encima. No es que pretenda justificarme,
pero, a mi manera, le dije la verdad. En «esas otras indagaciones»
dormitaba la razón de las razones de mi próximo
periplo.
Prudentemente, y como muestra de sinceridad,
le proporcioné una copia del mapa, con la ruta a seguir desde
Nazaret a Belén, por la margen dere-cha del río Jordán, así como
los nombres de algunos de los hoteles en los que calculaba podía
alojarme. Deseaba que mi comportamiento, al menos en apariencia,
resultara transparente. Una vez en Israel, y volcado en la
in-vestigación, Dios diría...
Aquellas jornadas previas al viaje fueron
singularmente excitantes. Un familiar hormigueo y nerviosismo,
premonitorios siempre de cercanas aven-turas, se instalaron en mi
espíritu, no concediéndome respiro. Sabía, presa-giaba, que «algo»
muy especial me aguardaba al otro lado del
Mediterrá-neo.
Repasé una y otra vez el difuso plan de
trabajo, procurando, intenciona-damente, que la referida caminata
en solitario llegara a conocimiento de personas y círculos muy
específicos. Casi sin proponérmelo, por sí misma, la audaz idea de
repetir el viaje de los padres de Jesús a Judea fue adue-ñándose de
mi corazón, alzándose como una magnífica excusa, que desvió
cualquier otra sospecha respecto a tan repentino viaje. Y llegué,
incluso, a ilusionarme con lo que, en principio, sólo era una
maniobra de distracción. «Si fracasaba en mi auténtica misión -me
dije a mí mismo-, siempre podía quedarme el consuelo de esa otra
aventura. » Tal razonamiento, a decir verdad, no logró
tranquilizarme. Mal empezaba si, antes de partir, preten-día
engañarme y justificar el viaje con un proyecto ajeno a lo que
llevaba entre manos. Traté de mentalizarme. Mi primer y principal
deseo era resol-ver la clave del mayor. Él, según el texto del
criptograma, «enviaba un mensajero delante de mí.- Su nombre era
Hazor. Y sus alas deberían lle-varme al guía». Esto era lo único
que contaba.
Y al fin, a las 13 horas y 16 minutos del 19
de noviembre de 1986, el Air-bus Islas Cíes, de la compañía Iberia,
alcanzaba los 188 nudos por hora. Era la velocidad límite, sin
retorno, antes de lanzarse al aire. Para mí signi-ficaba también el
«no retorno»... La suerte estaba echada.
Sonreí para mis adentros. Mientras el
comandante De La Torre nos levan-taba hacia el nivel de crucero
previsto -33 000 pies-, alejándonos de la cos-ta barcelonesa, rumbo
a Italia reparé en el número de aquel vuelo: el 888. Era curioso,
«188» es la equivalencia numérica del nombre de Jesús, en
griego.
Y aunque a lo largo de mis cuarenta años he
acumulado abundantes pruebas como para no creer en la casualidad,
la verdad es que no presté mayor consideración a tan curiosa
coincidencia. No podía pasarme la vida sujeto a
la tiranía de los números y a sus hipotéticos «mensajes» secretos.
Así que, sin más, registré el asunto en mi cuaderno de «campo»,
convenci-do -eso sí- de que, cuando menos, iniciaba mi andadura con
buen pie. (¡Torpe de mí! Los fracasos no tardarían en devolverme a
la cruda realidad ... ) Pero por delante aparecían cuatro largas y
apacibles horas de vuelo y procuré aprovecharlas al máximo,
dejándome arrastrar en un torbellino de ideas, sueños y proyectos.
Las dudas, sin embargo, agazapadas en una de mis gruesas carpetas
de trabajo, seguían al acecho. En aquellos momentos no podía ser de
otra forma. Y al ojear algunas de las anotaciones y canas de los
lectores de mis dos Caballos anteriores, el desasosiego me
traicionó. «¿Estaba viajando en una dirección equivocada? ¿Y si no
fuera Israel mi lu-gar de reunión con
Hazor?»
Hice ademán de cerrar la documentación y
fijar mis sentidos en Palestina. No pude. Aquellas sugerencias
habían merecido y merecían aún mi respeto. Algunas de estas atentas
misivas me hacían ver la sospechosa semejanza entre HAZOR Y JASÓN,
el nombre de «guerra» del mayor. Y me alertaban ante la posibilidad
de buscar en las selvas mayas del Yucatán, donde mi enigmático
amigo había apurado sus últimos días.
La proposición no era descabellada. ¿Y si el
«mensajero» fuera un símbo-lo alado, un ídolo o, incluso, el
mismísimo Laurencio Rodarte, fiel compañe-ro del mayor hasta su
muerte?
Otra de las comunicaciones -de Santiago de
los Santos, de Valencia me dibujaba un panorama diametralmente
opuesto, pero tan sugestivo como el anterior. En una minuciosa
búsqueda de la palabra Hazor, este amigo -como sucediera con otros
lectores- había detectado «algo» interesante. Y repasé su carta por
enésima vez...
«... Como supongo usted sabrá -decía
textualmente-, Hazor es una anti-gua ciudad de Palestina, en
Galilea. Pero lo que más retuvo mi atención fue el hecho de que en
1959 fueran descubiertas en su término las ruinas de 21 ciudades,
construidas una sobre otra. ¡Otra vez el dichoso número! ... » (El
«2l», como quizá recuerde el lector, constituyó una de las claves
-el ritual del centinela del cementerio norteamericano de
Arlington- a la hora de re-solver el primer
criptograma.)
«... Aquí me atasqué -proseguía De los
Santos- Tardé una semana en comprender de qué forma las "alas" de
Hazor podrían llevarme al "guía". La clave estaba en MARCOS 6.2.0,
"porque Herodes respetaba a Juan y lo pro-tegía". Todo fue fácil al
descubrir que la ciudad fue fortificada por el rey Sa-lomón. Las
"alas" tenían que ser las murallas, y el guía, Salomón. El "núme-ro
secreto de sus plumas", era, evidentemente, el número de ciudades
construidas una sobre otra. Para confirmarlo tenía que descubrir
"el número secreto del guía", lo cual fue relativamente fácil, con
la ayuda de una enci-clopedia. Salomón, además de
ser el nombre del famoso rey, es un archi-piélago de Oceanía,
situado en el Pacífico, entre los 5' y 12' de latitud Sur y los
154', 40' y 162', 30' de longitud Este. La parte británica del
archipiélago está administrada por un consejo ejecutivo de ocho
miembros y un consejo legislativo de ¡21! ¡Curiosa
coincidencia!
»Era evidente que Salomón tenía que decirme
dónde encontrar el resto del Diario. Y todo debía guardar relación
con el número 2 1. La única vía, por tanto, tenía que ser su libro:
los Proverbios. Pero, viendo que en dicho libro no hay 21
capítulos, decidí concentrar mi atención en los versículos. Mi
sorpresa fue mayúscula al leer en Proverbios 1,2 1: "... desde lo
alto de los muros llama, a la entrada de las puertas de la ciudad".
El enigma estaba resuelto ... »
Quizá se debiera a mi natural desconfianza,
o a mi no menos acusada torpeza, pero la cuestión es que yo no lo
vi tan claro. Así, y con todo, tomé buena nota e hice mías las
reflexiones e inquietudes de este esforzado
lec-tor.
En otra de las comunicaciones, las cosas se
complicaban todavía más. Hazor podía ser entendido como un antiguo
instrumento musical, usado por los hebreos. Una especie de arpa de
diez cuerdas oblicuas, semejante al kinnor y destinado a acompañar
al nabel. Y aquí surgía la posibilidad: Na-bel, una ciudad de
Túnez, a dos kilómetros del golfo de
Hammamet...
¿Debía buscar en las ruinas de Nabel? ¿0 era
en Venecia? Según este co-municante, «San Marcos es el patrono de
dicha ciudad italiana, siendo re-presentado con un león alado. Por
otra parte, Venecia se encuentra a esca-sos kilómetros del
meridiano situado a 12' Este del de Greenwich. (Recor-demos Marcos
1.2.) Y Venecia, además, dispone de un gheto judío, con una
sinagoga. (Recordemos Marcos 6.2.0: «y el sábado se puso a enseñar
en la sinagoga».)
Hubo quien apuntó otro no menos inquietante
sendero: el de Egipto. En la mitología de este país, la vaca Hathor
-¿Hazor?- podría conducirme a Horus, una diosa con cabeza de
halcón... ¿Había equivocado el rumbo? ¿Era en Egipto donde debía
investigar? ¿Y si todo aquel enredo -como insinuaba otro lector-
obedeciera al deseo del mayor de transmitir una fecha, un nú-mero
de teléfono o una determinada combinación de una caja de
seguri-dad? Como muy bien descubría Ramón Ramos, de Canarias, entre
los «jue-gos» a que se prestaban los números del enigma, uno de
ellos, por ejem-plo, podía ser interpretado como «12,6,2.012» (12
de junio del año 2012, en la lectura española, o 6 de diciembre del
mismo año, si consideramos la costumbre inglesa). ¿Una fecha? ¿Y
qué podía significar? Según los docu-mentos que obraban en mi
poder, el Diario -al menos la parte que yo cono-cía- había sido
concluido en abril de 1979.
Resté, sumé, multipliqué e hice mil cábalas
con ésta y otras secuencias numéricas. No hubo resultados o fueron
tan pobres e inciertos que sólo contribuyeron a emborronar el
rompecabezas. Sólo una de las operaciones -al sustraer 1979 de 2
012- parecía querer decir algo: 33 años o, sumando ambos dígitos,
«6». Este número me tenía y me tiene trastornado.. Y no me falta
razón, tal y como descubriría poco después. He llegado a pensar,
dada la mágica naturaleza del criptograma, que quizá esa fecha -12
de ju-nio o 6 de diciembre del año 2012- sea un momento de gran
trascendencia, aunque ignoro por qué ni para quién... Todo será
cuestión de esperar y comprobar.
Y conforme nos fuimos aproximando a Tel
Aviv, digo yo que, como un providencial milagro, este huracán de
dudas se desvaneció. Y mi mente, en blanco, olvidó la aparente tela
de araña del enigma para dibujar un único afán:
Hazor.
Y a las 17 horas y 15 minutos (hora
española), al tomar tierra en el aero-puerto israelí de Ben Gurión,
mi corazón se estremeció. Y una familiar e in-agotable «fuerza» me
hizo vibrar. Había llegado el momento de la
verdad.
ISRAEL
La noche había caído ya sobre las lejanas
luces de Tel Aviv. Crucé despa-cio los escasos metros que nos
separaban del edificio termina¡ del aero-puerto, disfrutando de
aquel firmamento limpio y sosegado: el mismo que, 1956 años atrás,
había contemplado Jesús de Nazaret. Y noté cómo mis ro-dillas
temblaban. Israel siempre me ha fascinado. Mucho más, sin lugar a
dudas, desde que conozco el Diario del
mayor.
Mi objetivo en aquella primera jornada en
Tierra Santa era muy simple. Viajar a Jerusalén, instalarme y
«tomar posiciones». Había que arrancar por algún sitio y, después
de no pocas indecisiones y de doblegar mi instinto periodístico,
consideré que lo más práctico era demorar mi exploración a las
ruinas bíblicas de Hazor. Mi genética tendencia al análisis -tan
propia de los Virgo- me dictaba otra labor previa, esencial para un
buen funcionamiento del plan. Antes de marchar al norte convenía
estudiar, repasar y bucear en toda la bibliografía existente sobre
la cada vez más atrayente Hazor. Es más, en mi diario de «a bordo»
aparecía, en rojo, una autorrecomendación, tan vital como el
referido chequeo a los textos y documentos arqueológicos:
«Interrogar a los especialistas. » Pero, como se verá más adelante,
tal y como suele sucederme con frecuencia, un poco meditado giro en
las pes-quisas me retrasaría sensiblemente.
En realidad, mis preocupaciones -por si no
eran pocas- se vieron incre-mentadas allí mismo, frente a la cinta
transportadora de equipajes. Todo parecía
discurrir con normalidad -incluyendo la siempre delicada revisión
de¡ pasaporte- cuando, de pronto, alguien se plantó ante mí.
Recuerdo que me hallaba absorto en la inútil tarea de adelantar mi
reloj en una hora, con el propósito de ajustarme al horario de
Israel. Y digo « inútil » porque ja-más me he llevado bien con
estos artilugios electrónicos...
-Shalom! Bien venido a Israel, señor
Benítez...
Levanté la vista y, perplejo, distinguí a un
individuo joven, enjuto y de aspecto nórdico. Sonreía
socarronamente, divertido quizá ante mi estúpida mueca de asombro.
Hablaba un correcto castellano, con ese indeleble y ca-racterístico
acento de los argentinos. Dijo llamarse Livie y representar a la
agencia de turismo con la que yo había tramitado mi pasaje. Se
mostró ex-quisitamente amable y servicial, interesándose de vez en
cuando, y con una habilidad muy propia de los servicios de
información, por los motivos de mi viaje, lugares que pretendía
visitar, amigos o conocidos en Israel y hasta por las
características de mi equipo fotográfico. Aquello me puso en
guar-dia. Y decidí quitármelo de encima lo antes posible. Mis
sospechas resulta-ron casi confirmadas cuando, camino ya de la
salida, Livie, espontáneamen-te, me confesó haber leído Caballo de
Troya, haciendo generosos elogios del libro. Era muy poco creíble
que aquel judío tuviera noticias de mi traba-jo, a no ser que
figurara en el dossier que, con toda probabilidad, había sido
transmitido desde la embajada israelí en España. Por supuesto,
imaginaba que, desde mi visita a Samuel Hadas, la Inteligencia
hebrea se hallaba al corriente de mis movimientos. Lo que no
alcanzaba a entender era el por-qué de tan fulminante
«recibimiento». Horas más tarde, ya en el hotel, tuve un
presentimiento.
No sé si mi locuaz amigo se percató de ello.
Quiero creer que sí. El caso es que, sumisamente, aceptó mi deseo
de viajar en solitario a Jerusalén. Mis continuas evasivas y
respuestas a medias evidenciaban mi mal disimu-lada desconfianza. Y
el hombre, como digo, cedió aconsejándome -eso sí que, «antes de
poner en marcha mis investigaciones, procurara conectar con él o
con cualquiera de los organismos oficiales del país». Estaba muy
claro. Y, devolviéndole la misma falsa sonrisa, me perdí en el
tráfico de Ben Gurión.
Una hora después, el taxista árabe me dejaba
a las puertas del hotel Mo-riah Jerusalén, al suroeste, y
relativamente cerca de la Ciudad Vieja. El en-cuentro con el
supuesto agente secreto israelí me había desconcertado. ¿Qué estaba
pasando? ¿Por qué aquella estrecha vigilancia? A decir verdad, sólo
era un inofensivo periodista, ansioso de recorrer Israel y de
reunir in-formación sobre un asunto tan poco comprometido como la
vida de Cristo... ¿0 había algo más? Y esa noche, en la soledad de
la habitación 724, haciendo un esfuerzo por memorizar mi
conversación con el embajador ju-dío en Madrid,
saltó a la luz un pequeño detalle. Casi una nimiedad, pero que, al
mencionarlo, recuerdo que alteró fugazmente el rostro de Hadas. Por
aquellas fechas, entre mis múltiples investigaciones, figuraba una
que, a la vista de su tenebrosidad, no dudaría en sepultar en el
olvido. Me refiero a la poco clara caída de un avión de Iberia, el
19 de febrero de 1985, en el monte Oíz, en el País Vasco. Jamás he
dudado de la profesionalidad y peri-cia de los pilotos, y aquel
supuesto accidente, en el que fallecieron 148 per-sonas, la verdad,
movió mi insaciable curiosidad. Trabajé silenciosa y
meti-culosamente en la posible reconstrucción de los hechos,
averiguando algu-nos pormenores tan extraños como alarmantes. Para
resumir: según infor-maciones confidenciales de los servicios de
Inteligencia de mi país, había un alto índice de probabilidades de
que el reactor 727, Alhambra de Granada, hubiera sido derribado por
un misil tierra-aire -quizá un Sam-7 o un Strella- disparado por la
organización terrorista ETA. Pero lo que, a mi corto enten-der,
alarmó al representante diplomático fue el hecho de que yo supiera
que uno de los motores, aparecido a una considerable e inexplicable
distan-cia, había sido trasladado a Israel. Concretamente a una de
las bases mili-tares, con el fin de ser inspeccionado por expertos
judíos en terrorismo.
En aquel noviembre de 1986 yo no tenía la
menor intención de proseguir las pesquisas de este caso y, mucho
menos, de introducirme en la base is-raelí. Pero los judíos,
desconfiados por naturaleza, no debieron de pensarlo así. Quizá
este inoportuno comentario mío a Hadas fue la causa de tan sutil y,
a un tiempo, férrea vigilancia. Si los hebreos sospechaban que mis
pro-pósitos no eran del todo transparentes, las dificultades podían
acentuarse. Y así fue.
A la mañana siguiente, 20 de noviembre,
jueves, tras una noche de agi-tada duermevela, con el corazón
encogido por las sospechas, me apresuré a poner en marcha una
inmediata acción preventiva. Si mi teléfono se hallaba intervenido,
quizá aquellos primeros pasos en Jerusalén tranquilizaran a los
hipotéticos escuchas. Seguí al pie de la letra las recomendaciones
del em-bajador, poniéndome en contacto con las personalidades e
instituciones ofi-ciales que tan gentilmente me había
proporcionado. Primero con Salomón Lewinsky, director de la revista
Semana. Con un médico llamado Blezcof y, muy especialmente, con el
Instituto Central de Relaciones Culturales. En este último, tanto
su director doctor Moshe Liba, veterano diplomático- co-mo la
amabilísima Rachel Eldar se desvivieron por ayudarme, orientándome
y concertando un buen número de citas con destacados arqueólogos,
antro-pólogos, profesores universitarios y un largo etcétera. Todo
ello, claro está, en beneficio de unas muy saludables e
interesantes investigaciones en tor-no a la vida y época de
Jesucristo, pero que no constituían la clave de mi presencia en
Israel. Sin embargo, por elemental prudencia, accedí
encanta-do, enriqueciéndome, justo es
reconocerlo, con todas ellas. Esta cadena de reuniones y
entrevistas -que se prolongarían durante toda mi estancia en
Palestina- ralentizaron, obviamente, mis principales pesquisas.
Pero las cir-cunstancias son las circunstancias y, en ocasiones, es
preferible acomodar-se a ellas, jugando las siempre insólitas
cartas del Destino.
Por supuesto, aunque el «marcaje» de los
funcionarios israelitas en aque-llas dos primeras jornadas en
Jerusalén fue lo suficientemente intenso y efi-caz como para
controlar la mayor parte de mis pasos, no es menos cierto que, en
ningún momento, descuidé mi verdadero objetivo: el enigma del mayor
Y entre conversación y conversación pude ingeniármelas para visitar
la Biblioteca Nacional, la del museo de Israel y otras librerías de
la ciudad, siempre en busca de una teórica bibliografía histórica.
Tales consultas no extrañaron a los hebreos, permitiéndome así
esporádicos respiros y un mí-nimo de libertad de acción. Como es de
suponer, en la siempre supuesta in-timidad de estas bibliotecas, mi
intención se volcó en Hazor. Revisé catálo-gos, ficheros y
estanterías, a la caza de cualquier libro o documento sobre el
particular. Pero la abrumadora realidad terminaría- por desarmarme.
Los estudios sobre la vieja ciudad cananea eran tan prolijos y
abundantes que hubiera necesitado varios meses para su atenta
lectura. Sólo en la bibliote-ca del museo de Israel contabilicé
hasta un total de 46 fichas relacionadas con Hazor. Para colmo, en
uno de aquellos precipitados recorridos por los interminables y
densos textos arqueológicos comprobé con desaliento có-mo, en
realidad, los especialistas especulaban con la posibilidad de que
hubieran existido cinco o seis ciudades con este mismo nombre. Una
de ellas -«Ijásór Hádattah» o «Hasor la nueva»- podía ser excluida,
ya que ni siquiera se conocía su exacta ubicación en la geografía
hebrea. Un razona-miento que sólo gozaba de validez en el supuesto
de que el criptograma hiciera referencia a Hazor como tal ciudad.
Pero ¿y si no era así? Despejé como pude aquellas angustiosas
dudas, aferrándome al instinto.
En cuanto a las restantes «Asor», «Hasor» y
«Azor» -poblaciones men-cionadas también en el Antiguo Testamento-
decidí apearlas temporalmente de la investigación. Era más cómodo y
positivo concentrar las fuerzas en la Hazor más popular y más
exhaustivamente trabajada por los arqueólogos: la del norte. Si
fracasaba en el intento, tiempo habría de desenterrar las restantes
pistas. ¿Había mencionado la palabra «tiempo»? Yo mismo me
respondí: mis recursos económicos, como siempre, no eran muy
boyantes. Lo del «tiempo» era un consuelo poco
fiable...
Debo reconocer que mis rastreos por la
bibliografía -fruto quizá del ner-viosismo y de las prisas- fueron
de mal en peor. Muchos de los documentos se hallaban en hebreo.
otros en alemán y la mayoría en inglés. Aquello limi-tó aún más mis
posibilidades. A esta precaria realidad vino a sumarse el
pe-sado lastre del que busca e indaga... a
ciegas. ¿Qué era lo que debía encon-trar en aquella montaña de
libros? ¿Un «mensajero» con alas que obedecía al nombre de Hazor?
¿Y si no tuviera nada que ver con las ruinas en cues-tión? Pero, de
no ser así, ¿dónde encaminar mis
pasos?
Durante horas, mi estado de ánimo sufrió
toda suerte de convulsiones. Veía pasar el tiempo y los resultados,
aparentemente, brillaban por su au-sencia. En la medida de mi
capacidad y de los minutos disponibles, ojeé al-gunos de los
trabajos de Galling, Johanan Aharoni, Trude Dothan, Abel, Ruth
Amiran, Maass, Perrot, Moshe Pearlman, Inmanuel Dunayevsky y
Yi-gael Yadin, entre otros. Fueron dos días de frenética búsqueda.
Sin embar-go, cuando Asher Kupchik, uno de los responsables de la
gigantesca Biblio-teca Nacional de Israel, con el que llegué a
trabar una cierta amistad, me anunció a primeras horas de la tarde
del viernes 21 que la jornada llegaba a su fin, mi desesperanza fue
total. ¡Dios mío!, apenas si había tenido acceso -un alocado y
superficial acceso- a una decena de libros... En los archivos,
burlándose de mí, se escondía una treintena larga de volúmenes,
documen-tos, mapas y cientos de fotografías que era menester
estudiar. Mi cuaderno de «campo», sí, aparecía repleto de notas
sobre la historia, sucesivas exca-vaciones, hallazgos arqueológicos
y diferentes hipótesis en torno a la agita-da vida de las 21
ciudades que formaban el tell de Hazor. En suma, una es-téril
sucesión de datos, cifras y respetabilísimas consideraciones
técnicas que no arrojaron un solo rayo de luz sobre mi
congestionado cerebro.
La mansa lluvia y el frío de Jerusalén
serenaron un poco mi espíritu. La inminente entrada del sábado lo
paralizaría todo en Israel. Así que, mien-tras retornaba al hotel,
procuré mentalizarme. Mi resignación, sin embargo, se agotaría
bruscamente. No soy hombre que se rinda con prontitud y,
atormentado en la penumbra de mi habitación, decidí cambiar el
rumbo de las investigaciones. No podía aguardar hasta el domingo
para reanudar las consultas en las bibliotecas. Tenía que actuar. Y
dejándome llevar por la in-tuición, activé un nuevo
plan.
No había tiempo que perder. Localicé a
Rachel Eldar y le expuse mi pro-pósito. (Por fortuna para mí, esta
mujer no practicaba su religión con el fa-natismo y ortodoxia de
algunos círculos judíos que incluso se niegan a des-colgar el
teléfono durante la festividad del sabbath. Éste, como creo haber
mencionado, se inicia con la puesta del sol del viernes,
prolongándose hasta el siguiente ocaso. Durante esas horas, las
dificultades para un extranjero como yo podían ser continuas y casi
insalvables. Muy pronto tendría ocasión de
sufrirlo.)
Desde mi primer contacto con el Instituto
Central de Relaciones Cultura-les, y por pura curiosidad
científica, yo había manifestado mi deseo de co-nocer y conversar con Shelley Waschsmnn, un eminente
arqueólogo, que llevaba la responsabilidad de los trabajos de
estudio y restauración de una embarcación descubierta en la orilla
oeste del lago de Galilea. Un bote que, según los primeros tanteos
de los científicos, podía corresponder a una épo-ca relativamente
cercana a la de Jesús. Esta, como otras, fueron simples excusas,
como ya dije, para justificar mis ¡das y venidas por Israel. Y
ahora me venía de perlas para mi inmediato objetivo. Rachel, con la
admirable eficacia de los judíos, había practicado las gestiones
precisas para la culmi-nación de dicha entrevista. Shelley se
mostró conforme, invitándome a su casa de Cesarea. Aquel súbito
cambio en los planes no pareció alarmar a la funcionaria. Era
lógico que deseara aprovechar las horas muertas del sába-do con un
asunto como aquél. Además, Cesarea se encuentra al norte de
Jerusalén. Justo en dirección opuesta al emplazamiento de la base
militar que -se suponía- yo no podía
pisar..
Gentilmente, y con una subterránea
habilidad, Rachel intentó averiguar cuánto tiempo pensaba quedarme
en la ciudad costera de Cesarea, si dis-ponía de un medio de
transporte y si tenía intención de alojarme en algún hotel próximo.
No supe satisfacer su curiosidad. En parte porque ni yo mismo lo
sabía, y, sobre todo, porque no estaba en mi ánimo revelarle mis
auténticas intenciones. Algo confusa, me recordó una serie de
visitas pre-vistas para los días inmediatos, «recomendándome» que
le telefoneara a mi regreso. Reconozco que soy hábil para persuadir
y asumo también mi gran pecado de incumplidor de promesas. Así que,
dócilmente, le prometí cuanto deseó. Cumplirlo o no, era harina de
otro costal...
Dispuse un elemental y austero equipaje y,
confiado, inicié las gestiones para salir esa misma tarde hacia
Cesarea. La fatalidad congeló cada uno de mis movimientos. Casi
había olvidado que era sábado. En el hotel me insi-nuaron -como
única vía para hacerme con un vehículo que contratara a un chofer
árabe. Es triste. En muchas de estas pesquisas, las mayores
pérdi-das de tiempo, de dinero y de fuerza, son desencadenadas por
contratiem-pos de esta o similar
naturaleza.
En esos instantes, mientras dialogaba con
aquella atractiva y severa re-cepcionista, algunas de sus preguntas
pasaron casi inadvertidas para mí. Respondí seca y mecánicamente
que no pensaba dejar el hotel y que sólo se trataba de una
excursión de fin de semana. Fue después, al marcar el te-léfono de
uno de mis amigos árabes de Jerusalén -Anthony Salman, director de
una agencia de viajes-, cuando las palabras de la hebrea
resucitaron en mi memoria. Me estremecí. Pero, automáticamente, me
reproché a mí mismo tanta suspicacia. ¿Es que empezaba a ver espías
por todas partes?
La cuestión quedó zanjada. Anthony me
procuraría ese coche. Pero con dos condiciones: dado lo avanzado
del día, sólo podría estar listo a primera hora
de la mañana del sábado y con la inexcusable obligación de
contratar a un chofer y a un guía, igualmente árabes. Aquello me
sublevó. Pero no tenía alternativa. Y esa noche, mientras repasaba
el plan, me propuse dar-les esquinazo en el momento oportuno. No
veía muy claro el porqué de aquellas exigencias. Y mi natural
desconfianza se impuso.
Los recelos -ya no sé si infundados-
crecieron lo suyo cuando, en la ma-ñana de ese sábado, 22 de
noviembre, un tal Michael se presentó a mí co-mo el guía designado
por Salman. Había vivido en España, hablaba caste-llano y, durante
el centenar largo de kilómetros que nos separaban de Ce-sarea, se
mostró igualmente interesado en mis actividades profesionales y, en
especial, en mi plan de trabajo para esos días. Le correspondí con
la misma amabilidad, pero sin soltar prenda sobre mis auténticos
objetivos. Tanto y tan específico interés por mi labor como
periodista y escritor no era normal. Así que, sin pensarlo dos
veces, opté por desembarazarme de mis acompañantes antes de la
caída del sol.
Tras la instructiva reunión con Wasclismann,
el arqueólogo judío-canadiense, ordené al silencioso conductor que
tomara la carretera de Na-zaret. No hubo muchas preguntas. Al
atacar el último repecho que desem-boca en la entrañable ciudad de
Jesús, les indiqué que detuvieran el auto-móvil a las puertas del
hotel Nazaret, en las afueras de la población. Y an-tes de que
pudieran reaccionar, me despedí de ellos, informándoles que
prescindía de sus servicios y que, si lo deseaban, podían regresar
a Jerusa-lén. Ni siquiera me atreví a mirar atrás. Al cruzar la
puerta del oscuro y ve-tusto albergue, guía y chofer continuaban
enzarzados en una airada discu-sión, en árabe, que, naturalmente,
no comprendí.
En realidad, aquélla era una vieja táctica.
Siempre que emprendo una in-vestigación -digamos que
«comprometida»- tengo la precaución de reservar habitaciones en dos
o tres hoteles, simultáneamente. A veces
compensa.
La noche dominaba ya las calles de Nazaret
y, muy a pesar mío, tuve que resignarme y aguardar al nuevo día. La
luz era vital para mi siguiente y trascendental
pesquisa.
Creo que, a estas alturas, estoy hecho y
sobradamente dispuesto a amol-darme a todo tipo de alojamientos.
Sinceramente, después de quince años de infatigables correrías por
el mundo, entiendo que he visto y sufrido más, incluso, de lo
aconsejable. Pero la tristeza de aquel hotel nazareno no pue-de ser
descrita. Así que, incapaz de soportarlo, me lancé a la casi
desierta ciudad. Nazaret, como tantos otros lugares santos, no es,
ni remotamente, lo que uno pueda imaginar. El turismo, la
civilización y los siglos han liqui-dado todo vestigio de la aldea
que cobijó al Hijo del Hombre durante más de veinte años. Hoy,
dominada por una mayoría árabe, es sólo un lugar de obligado y
siempre vertiginoso paso de peregrinaciones de toda índole y
confesión. únicamente aquel cielo azabache, que
las desordenadas colinas sobre las que se asienta la localidad
hacen más cercano, puede estremecer de emoción a un visitante
medianamente despierto. La miríada de estrellas, vivas entonces por
el frío de Galilea, son las mismas que velaron los queha-ceres e
inquietudes de ese personaje que, como al mayor, me tiene
atrapa-do.
Mis pasos, como en ocasiones precedentes, me
llevaron a la basílica de la Anunciación. Y no por un afán de orar
–cosa que debería practicar más a menudo-, sino por saludar a
algunos de los pacientes y venerables francis-canos. A pesar del
escaso tiempo transcurrido en Israel, las tensiones habí-an sido lo
suficientemente intensas como para necesitar unos gramos de
compañía. Gracias al cielo, aquel apacible rato de tertulia con los
padre Ra-fael y Uriarte resultaría doblemente útil. De un lado,
como digo, llenó mi so-ledad. Días más tarde serviría como
coartada, sacándome de un serio aprie-to... Pero no debo saltarme
los acontecimientos.
La inquietud y el nerviosismo pudieron
conmigo. Así que, tras otra noche en vela, salté de la cama,
esperando el amanecer. A las 5 horas y 39 minu-tos de aquel
domingo, una difusa luz naranja ascendió por detrás de las
co-linas, despertando a la ciudad.
Dos horas después, tras no pocos regateos,
logré convencer y contratar a uno de los taxistas. Tentado estuve
de prescindir de aquellos tozudos ára-bes y servirme del bus 431
que hace la ruta hasta Tiberiades, costeando después por la orilla
occidental del lago. Pero, según mis informaciones, es-tos
autocares públicos circulaban muy lejos de mi verdadero punto de
des-tino. No había opción. El trato fue cerrado y, tras desembolsar
los seiscien-tos dólares, Solimán Hakim, mi nuevo guía, se deshizo
en parabienes y re-verencias -todo ello en una caótica mezcla de
inglés, italiano y árabe-, ju-rándome por su salud que no me
arrepentiría de tan sabia decisión.
El cielo, celeste, prometía una jornada
tibia y luminosa. Me acomodé jun-to al parlanchín Solimán y,
respondiendo con monosílabos a su incontenible verborrea, vi
desaparecer a mis espaldas los últimos contrafuertes de Naza-ret.
«Éste -me animé- tiene que ser un día decisivo ...
»
El potente Mercedes desafiaba bien las
curvas. Y en poco más de diez mi-nutos dejó en lontananza Caná (hoy
conocida por Kafr Karmá) y sus abrup-tos y blancos despeñaderos, en
dirección al cruce de Haifa-Tiberiades, en la ruta 77. Veinte
minutos después llaneábamos a toda velocidad hacia el mar de
Galilea. Siguiendo mis instrucciones, Solimán evitó el populoso
núcleo urbano de Teverya o Tiberíades, rodeando el lago por la
carretera 90. Poco faltó para que, obedeciendo otro de mis típicos
impulsos, interrumpiera el viaje y aprovechara la ocasión
presentándome en la Jefatura de la Policía, en la mencionada ciudad
de Tiberíades. Al exponerles mi propósito de re-construir, en solitario, la caminata de María y José desde
Nazaret a Belén de Judá, tanto en el consulado de España en
Jerusalén como el doctor Liba me recomendaron que -dado lo
peligroso de la zona del río Jordán, fronteri-za con Jordania-
acudiera a las autoridades policiales y militares judías, con el
fin de explicarles mi proyecto y obtener así los imprescindibles
salvocon-ductos. Pero vencí la tentación. Lo primero era lo
primero...
Y, de pronto, el mar de Galilea se presentó
a mi derecha. Aquel azul in-móvil, pintado de verde y bruma en sus
lejanas orillas, me recordó que via-jaba por los que, un día,
fueron escenarios de buena parte de la vida terre-na del Maestro. Y
una contenida emoción encendió mi espíritu. Aquellos la-res sí
conservaban toda su pureza, todo el poder y todo el magnetismo de
los campos, laderas, senderos o aguas por los que se había movido
Jesús. Y me prometí buscar un respiro y descender de nuevo a las
negras y pedre-gosas «costas» de aquel mar. Necesitaba respirar su
brisa. Sentir los ligeros pasos del Maestro y el tímido chapoteo de
las olas entre los guijarros de ba-salto.
Solimán me sacó de tan apacibles y
reconfortantes pensamientos, seña-lándome el kibbutz Ginnosar, al
borde del lago. Shelley Waschsmann, en efecto, me había informado
que la mal llamada «barca de Jesús» -descubierta, como ya mencioné,
a principios de ese año de 1986 por los hermanos Yuval y Moshe
Lufan- había sido transportada hasta un pequeño museo,
especialmente abierto y acondicionado en el kibbutz que ahora
te-nía ante mí. Allí deberá permanecer, por espacio de siete o
nueve años, sumergida en una solución de cera sintética. El árabe,
deseando compla-cerme, insistió para que nos detuviéramos en la
granja-hotel que constituye el citado kibbutz, pasando a visitar el
valioso bote. Una reliquia de inesti-mable valor arqueológico -no
en vano se trata de la primera embarcación de los tiempos de Cristo
hallada en el referido Kinneret o mar de Galilea-, pero que,
desafortunadamente, los intereses crematísticos han catalogado ya
como un nuevo motivo de peregrinación religiosa. Así se hace la
Historia.
Fui terminante. Era preciso continuar. Mi
objetivo era otro y muy distinto. El guía masculló unas
ininteligibles palabras en árabe, demostrando su con-trariedad con
un bronco acelerón. Mi negativa -gracias al cielo- le mantuvo en
silencio durante aquellos últimos 17 kilómetros. Ascendimos a buena
marcha, siempre por la ruta 90, y, tras dejar a la izquierda Rosh
Pinna, la nevada cumbre del Hermón en el horizonte me anunció la
inminente proxi-midad de mi destino. Y los nervios, como una
premonición, se desataron en mi estómago.
Solimán sonrió. Me indicó el lugar y redujo
la velocidad. A los pocos minutos giraba a la izquierda,
abandonando la carretera general e introdu-ciendo
el vehículo en una pésima pista que ascendía hasta las mismísimas
puertas de aquel gigantesco «triángulo»
isósceles.
Fue inevitable. Mi corazón presentía algo. Y
las palmas de mis manos co-menzaron a
gotear.
Solimán, con un recuperado buen humor, me
rogó que esperase en el co-che. Descendió con parsimonia y se
encaminó al austero chamizo que hacía las veces de puesto de
control. Un aburrido guarda nos recibió con curiosi-dad. Las
visitas no debían de ser muy frecuentes en aquel apartado rincón de
Galilea. Mucho menos, la de un supuesto turista extranjero que,
ade-más, llegaba en solitario. Ignoro lo que hablaron, pero a
juzgar por los as-pavientos del guía y las intermitentes e
incisivas miradas que me lanzara el guarda; o fui tomado por un
excéntrico millonario o por algo peor.. Satisfe-cho el obligado
ceremonial, el cetrino y espigado guarda -siempre sin qui-tarme
ojo- procedió a levantar la pequeña barrera y a franquearme el
paso.
Solimán, visiblemente satisfecho, me
extendió los tres tickets. Acto se-guido penetró en la explanada
que se abría ante nosotros. Eran las nueve de la
mañana.
Leí los boletos sin terminar de creérmelo.
En todos ellos -en el azul, el verde y el marrón- aparecía la misma
tipografía: « National Parks Authori-ty», y un nombre largamente
acariciado: «Tell-HAZOR.»
El Mercedes se detuvo. Sentí miedo. Allí, en
el lugar más insospechado de aquella meseta, podía estar la clave
del enigma. «Mira, envío mi mensajero delante de ti, MARCOS 1.2.
Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0. El
número secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que
ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.»
El criptograma, permanentemente instalado en
mi memoria, sonó esta vez con un timbre especial. Me estremecí.
¿Encontraría allí lo que tanto an-siaba? Pero ¿qué era lo que
buscaba?
El árabe me observó sin comprender. Mis
dedos temblaban, y yo, con la vista fija en el horizonte, parecía
atornillado al asiento.
-¿Le ocurre algo,
señor?
No recuerdo haberle contestado. Y Solimán,
intrigado, presionó mi brazo izquierdo,
insistiendo:
-¡Señor .. ! ¿Se encuentra
bien?
-¿Cómo?... ¡Ah! Sí -balbuceé al fin,
saliendo de aquella especie de blo-queo
mental.
Hice acopio de fuerzas y, decidido, abandoné
el automóvil. Abrí mi inse-parable bolsa de las cámaras y, buscando
apaciguar mi excitación, dediqué unos minutos a la revisión del
equipo. El guía, curioso, me dejó hacer, pen-diente de cada uno de
mis movimientos. Colgué una de las máquinas de mi cuello y, tras comprobar el buen funcionamiento de la
brújula, cinta métri-ca, medidor de pasos y otros artilugios, me
situé frente a las ruinas. ¿Por dónde empezar? «Hazor es su nombre
... » Sí, al fin estaba en Hazor. Pero ¿qué quería insinuar el
mayor?
No tenía ni la más remota idea del tiempo
que debería consumir en aque-lla exploración. Así que, con el firme
propósito de gozar de una entera liber-tad de acción, hice ver a
Solimán que mi visita podía alargarse y que lo más prudente era que
organizara su jornada como creyera oportuno. Pero el guía se negó a
moverse de su sitio. Me encogí de hombros y, dándole la es-palda,
avancé hacia el corazón del tell. Por lo que llevaba leído y
estudiado, aquella pequeña colina artificial, de 40 metros de
altitud en su zona más elevada, fue construida hace más de cinco
mil años, desempeñando lo largo de su historia- un papel de gran
importancia estratégica en el nudo natural de comunicaciones en que
se hallaba enclavada. Por allí habían discurrido los caminos de
Damasco a Megiddo y de Sidón a Beisán. La transparencia y
luminosidad de aquel día permitían divisar, al oeste, las tierras
azules del Líbano y, al este, las verdes laderas de las alturas de
Golán. Pero mi objeti-vo quizá se encontraba allí mismo: en aquella
meseta o plataforma que, a vista de pájaro, recordaba la figura de
un descomunal y ocre triángulo isós-celes, dominando una feraz
campiña. A las puertas de las ruinas consulté algunas de las notas
contenidas en mi cuaderno «de campo». Las respeta-bles dimensiones
de la ciudad fortaleza me acobardaron: 470 metros de oeste a este y
175 de norte a sur, en su parte más ancha. Hacia el oeste -es
decir, en el imaginario vértice del triángulo- la meseta pierde
altura en sucesivas terrazas. Y todo ello sabiamente cercado por
los restos de muros y fosos. En definitiva, un apretado y
monumental conglomerado de restos arqueológicos que, según los
expertos, pertenece a veintiún asentamientos humanos y, obviamente,
a otros tantos y remotos períodos de la Historia . Demasiado para
mi escasa capacidad e información...
En este singular tipo de búsqueda -lo sé por
experiencia- la disciplina y el método son de vital importancia.
Conviene proceder con extrema calma, sin despreciar detalle alguno,
por muy insustancial o pueril que pueda parecer. Y sin perder de
vista tales premisas arranqué con lo que podría calificar co-mo una
inicial «torna de contacto» con el lugar. El molesto handicap, no
me cansaré de insistir en ello, de no saber lo que buscaba, tensó
aún más mis sentidos. Quizá la pista de las «alas» era el único y
endeble apoyo en tan loca investigación. Y lentamente, como si una
«fuerza» extrahumana hubie-ra congelado el tiempo, empecé aquella
nueva fase de mi labor.
La oblicua luz de la mañana había despertado
a un ejército de sombras, que corrían perezosamente hacia el oeste.
Y los amarillos, ocres y blancos del laberinto arqueológico fueron
avivándose. Tomé el estrecho sendero arenoso que
rodea la meseta por el acantilado norte, con los ojos y el cora-zón
entregados a cuanto me rodeaba. Era el único visitante y ello me
per-mitía una total libertad de
movimientos.
«Hazor es su nombre ...
»
A primera vista, aquel caótico entramado de
muros, patios, palacios se-miderruídos, de columnatas segadas por
la destrucción y los siglos, edificios públicos sin techumbre y de
los restos a medio levantar del fortín helenísti-co, no parecía
apuntar indicio o señal algunos que atraparan mi atención. Eran
sólo piedras. Pilares y basamentos dormidos, importunados ahora,
aquí y allá, por el monótono crujir de la arenisca bajo mis botas.
Aquellos iniciales minutos de infructuosa búsqueda aceleraron mi
ánimo. Debía con-servar la calma. Y reanudé la lenta marcha,
bordeando la fortaleza en todo su
perímetro.
« ... y sus alas te llevarán al guía.
»
El mensaje del mayor -¿o eran imaginaciones
mías? continuaba en primer plano, derramándose, con mi vista, en
cada bloque de piedra, en cada es-quina, en cada
sombra...
Al filo de las diez horas, cuando estaba a
punto de cerrar la primera gira de inspección, unas húmedas y
toscas escalinatas, ubicadas en la cara este de la explanada y que
se perdían en las entrañas de Hazor, me hicieron ti-tubean Unos
carteles amarillos, en hebreo e inglés, anunciaban la entrada a un
túnel. Y un soplo de esperanza me hizo temblar. Pero me contuve.
Pri-mero debía «peinar» la superficie de la ciudad
fortaleza.
Al recalar en el punto de partida consulté
el medidor de pasos. La aguja marcaba 402. Aquel dato, la verdad,
no revelaba gran cosa. Sumando los dígitos, en efecto, aparecía el
misterioso «6». Pero ¿de qué me servía? Ano-té esta y otras
imprecisas observaciones y, tras inspirar profundamente, procedí al
segundo «asalto». Solimán, a lo lejos, dormitaba en el interior del
automóvil. Mentalmente dividí la fortaleza en tres sectores,
adentrán-dome en el primero: en el situado al norte. Olvidando toda
norma, me des-entendí de los senderillos que zigzagueaban entre las
ruinas, acomodándo-me a mis propios impulsos. Salté muros, acaricié
las rugosas columnas, trepé a las demolidas casamatas y, sudoroso,
busqué incluso desde lo más elevado de las paredes del fortín. Por
fortuna, como ya señalé, Hazor se hallaba entonces solitaria y en
silencio, y el puesto de control quedaba rela-tivamente apartado.
No había riesgo, al menos de momento, de que mi heterodoxa visita
pudiera llamar la atención de los
vigilantes.
«... y sus alas te llevarán al
guía.>,
¿Sus alas? En mi creciente desconcierto
llegué a imaginar que el mayor, en su hipotético deambular por
aquella meseta, podría haber descubierto algún tipo de alineamiento
o de figura geométrica que recordaran unas alas.
Siempre con la brújula en la mano-, cambié repetidas veces de
posi-ción, oteando el maremágnum de piedra. Fui incapaz de
distinguir el menor vestigio. Ni las rudimentarias calles, ni el
confuso trazado de la ciudadela, se parecían a lo que yo perseguía.
Allí, las únicas «alas» eran las de mi re-calentada imaginación.
Descendí sobre el terroso pavimento, repitiendo la exploración a lo
largo del segundo y tercer sectores. ¡Era desolador! Si el mayor
había jugado con algún símbolo, restos de cerámica o estela
funera-ria, estaba claro que debía buscar en otra dirección. Las
ruinas de Hazor, al menos lo que llevaba visto, eran sólo eso: unas
ruinas desnudas, desprovis-tas de inscripciones, estatuas o
ajuares, incapaces de arrojar un poco de luz. Y de pronto, sentado
sobre una de las piedras, mientras pugnaba por recapitular, tuve un
presentimiento. ¿Y si las fatigosas alas» pertenecieran a algo que
había sido desenterrado en Hazor y trasladado a Dios sabe
dón-de?
Aquel flash, perturbador, me hundió en el
desaliento. Y allí, humillado en mitad de unas remotas ruinas
arqueológicas, fui memorizando lo que había visto y leído en la
gruesa documentación bibliográfica sobre Hazor. En los tres años de
excavaciones, los arqueólogos habían rescatado una miríada de
objetos votivos, figurillas de deidades, centenares de vasijas,
escarabeos egipcios -uno de ellos, incluso, con el nombre de
Amenofis-, relieves religio-sos, máscaras litúrgicas, óstraca, la
famosa estrella circunscrita (signo de la realeza), formidables
esculturas de leones y, en fin, hasta nueve massebot o estelas, una
de ellas con dos enigmáticas manos en actitud de plegaria. Todo un
arsenal perteneciente a 21 ciudades y períodos distintos. Y todo
ello, si la memoria no me traicionaba, sin la menor relación con
unas «alas». Ciertamente, aún quedaba mucho por revisar. Pero &
si no conse-guía descubrir un solo motivo alado? ¿Y si las
intenciones del criptograma se movían en otra
dirección.
Me incorporé y, golpeando el muro con rabia,
levanté los ojos al cielo, clamando por una pista. Estaba
nuevamente perdido. La «respuesta», aun-que una vez más no supe
verla en esos críticos momentos, llegó sutil y puntual. Suspiré y,
un tanto avergonzado de mi propio dramatismo, volví a sentarme.
Encendí un pitillo y, sin saber por qué, caí de nuevo sobre el
cuaderno de «campo». Releí las notas y, poco a poco, al tiempo que
me se-renaba, fui aproximándome a un comentario -subrayado en rojo-
y que había copiado en España de una carta procedente de Munich. Su
autora -M. Klein- escribía a propósito del enigma: «... Claro que,
en principio, puede pensarse que Hazor se refiere más bien a un
animal o personaje con alas. Por eso dudo un poco de su relación
con la ciudad bíblica del mismo nom-bre. Sin embargo, pudiera ser
también que cualquier figurita sacada de Hazor y ahora en un museo,
tuviera algo que ver con el asunto. »
Evidentemente, no supe interpretar aquel
«signo». Me llamó la atención, sí, la curiosa y oportuna
«coincidencia» de ideas. Pero ahí quedó todo. En ocasiones, la
excesiva autoconfianza o el estúpido engreimiento desembo-can en
rotundos fracasos. Aquel desmoronamiento, sin embargo, se esfumó a
la par que el cigarrillo. Recompuse mis fuerzas y, como si allí no
hubiera pasado nada, me alejé de la ciudadela en dirección este,
dispuesto a inten-tarlo en el misterioso túnel que viera dos horas
antes.
No es que sea muy practicante de la religión
en la que fui educado, pero instintivamente, al poner el pie en el
primer escalón, hice la señal de la cruz. La boca del túnel me
sobrecogió. ¿Qué me aguardaba en aquellas
pro-fundidades?
La excavación practicada por Yadin -siempre
respetuosa con los trazados primigenios- desciende en vertical. Se
trata de un enorme pozo cuadrangu-lar de poco más de 10 metros de
lado, con una sucesión de rampas escalo-nadas, ganadas al terreno
rojizo del tell por cada uno de los laterales del mencionado
pozo.
Y muy despacio, con el corazón agitado, fui
avanzando. Por mera precau-ción, antes de tocar el primer y húmedo
peldaño, dispuse el Schritte (medi-dor de pasos), situando la aguja
en el cero. La luz entraba sin dificultades hasta el fondo de la
perforación, situado a unos doce metros de la superfi-cie. El
silencio era completo. Consulté la brújula en cada uno de los
estra-tos, pero no advertí alteración alguna. Las paredes,
cuidadosamente cepi-lladas por los arqueólogos, no presentaban
tampoco otras evidencias o se-ñales que no fueran las lógicamente
derivadas de los trabajos de deses-combro y de la humedad. De todas
formas, dediqué un tiempo al examen de los diferentes corles
existentes en los muros. La experiencia fue nula. En el pozo no
pude, o no supe, encontrar un solo detalle que encajara con el
criptograma. Pero faltaba una segunda
galería.
Al ganar el último de los peldaños me
detuve. Frente a mí se abría un co-rredor de unos cinco metros de
altura, pésimamente iluminado por algunos mortecinos y espaciados
puntos de luz amarillenta. El túnel, ciertamente tenebroso,
descendía hacia quién sabe dónde, en un brusco desnivel de 30 o 35
grados. Las paredes chorreaban humedad. Agucé el oído, intentando
captar algún sonido. No fue posible. Sólo mi desacompasado ritmo
cardíaco retumbaba en mi pecho. Aguardé unos segundos, procurando
que mis pupi-las se amoldaran a la oscuridad. Pero no alcancé a
distinguir el fondo del pasadizo. Fue entonces, al trastear en la
bolsa del equipo fotográfico, en busca de una inexistente linterna,
cuando reparé en el cuentapasos. A la luz del mechero, al tiempo
que maldecía mi falta de previsión, procedí a desen-gancharlo del
cinturón. La aguja se hallaba inmovilizada en 150 pasos.
«¿Ciento cincuenta?», repetí en voz alta. El eco
se propagó en la oscuridad. Sentí un escalofrío. La suma de los
dígitos daba «6». Otra vez el misterioso número... ¿Cómo era
posible? ¿Y si el step-pas hubiera errado? Era dudoso. E,
ilusionado con tan famélico dato, regresé por donde había bajado,
conta-bilizando los escalones.
«... El número secreto de sus plumas es el
número secreto del guía. » A la carrera, nervioso por confirmar la
cifra, fui remontando las rampas, lle-gando a la superficie sin
resuello..¡ Maldito tabaco!...
En efecto. No había error. Las escaleras
sumaban 150 peldaños. Me dejé caer contra la barandilla que
protegía el último de los vuelos de acceso al pozo y, mientras
recuperaba el aliento, fui desgranando algunas hipótesis. Todas,
cuando menos, se me antojaron retorcidas. ¿Es que debía asociar las
«alas» con aquellas rampas escal6nadas? ¿Podían conducirme al guía?
¿Era el «6» el número secreto de las plumas de las alas de
Hazor?
Ahora, al recordar tamañas desventuras, no
puedo por menos que sonre-ír. El mayor, casi con seguridad, había
visitado las ruinas de Hazor. Sin yo saberlo, al manejar el cómputo
de los peldaños, había acertado. Pero, ab-sorto en el hallazgo,
perdí de vista un factor, inherente al mayor y a sus enigmas: su
natural inclinación al juego del
despiste...
Admitiendo la forzada tesis de que tales
rampas de tierra fueran las «alas» del «mensajero», y de que el
número secreto fuera el seis, dichas escalinatas tenían que
llevarme al «guía». Pero ¿quién o qué era el «guía»? ¿Me topaba con
él en el subterráneo?
Sólo había una forma de salir de
dudas.
En el fondo lo agradecí. Lo averiguado hasta
ese momento en Hazor era tan poco relevante que aquella «luz» -o
cualquiera otra, por muy pobre que hubiera sido hizo el milagro de
devolverme la esperanza. Me precipité esca-leras abajo y, ansioso
por penetrar en el túnel, poco faltó para que diera con mis huesos
en tierra en uno de los resbaladizos tramos. El susto me hizo
recapacitar. Tenía que proceder con cautela. En la boca de la
segunda galería seguían reinando el silencio y una pastosa
penumbra. Encendedor en mano caminé por el centro del túnel. La
acusada pendiente resultaba in-cómoda y, prudentemente, me hice a
un lado, pegándome al chorreante e irregular muro de la derecha.
Fue una marcha lenta. Expectante. Con la frágil llama
azul-amarillenta del mechero explorando cada centímetro cua-drado
de piedra. Cada cuatro o cinco pasos cambiaba de pared, repitiendo
la minuciosa operación de búsqueda. La abrupta bóveda del
subterráneo tampoco revelaba inscripción o indicio
alguno.
Sentí frió. La humedad aumentaba.
Súbitamente, mientras revisaba uno de los muros a la luz del
mechero, creí escuchar algo. Apagué la llama e, inmóvil como una
estatua, esperé. El corazón había empezado a palpitar con violencia. Pero aquel fugaz y sordo sonido -algo así como
un chapoteo- no se repitió. El fondo de pasadizo continuaba en
tinieblas. Era difícil preci-sar sus perfiles y lo que pudiera
albergar en lo más profundo. No voy a ocultarlo: una familiar
sensación de miedo hizo temblar mis rodillas. Y unas frías gotas
-de sudor resbalaron por mis
costados.
Peleé conmigo mismo, tratando de razonar.
Allí, seguramente, no había nadie. Todo era fruto de la tensión. No
salí muy convencido del lance. El instinto -más que la
inteligencia- difícilmente se equivoca.
¿Qué hacía? ¿Continuaba avanzando o daba
media vuelta, obedeciendo la lógica y natural inclinación a salir
de aquel antro? -
Tragué la escasa saliva que me quedaba y,
aceptando el imprevisto desa-fío, caminé sigilosamente, sin
despegarme del muro derecho. Esta vez lo hice a oscuras. «Si se
trataba de una falsa alarma -razoné con dificultad-, tiempo y
oportunidad habría de repasar los paños de tierra que restaban por
explorar. »
Según mis cálculos, llevaba recorridos unos
diez o quince metros, igno-rando cuánto faltaba para la culminación
del túnel. Siguiendo una vieja tác-tica, inspiré profundamente y
repetidas veces, buscando apaciguar la fre-cuencia cardiaca. Lo
logré a medias. Estaba seguro de haber escuchado aquel ruido. Esta
idea, unida a las tinieblas y al no menos lúgubre silencio del
recinto, habían hecho saltar mis alarmas.
El piso se hacía cada vez más deslizante.
Procuré aferrarme a los pedre-gosos entrantes de la pared, no dando
un solo paso sin antes tantear la so-lidez del inclinado pavimento.
Cuando había ganado veinte o veinticinco metros, otro seco golpe
llegó con nitidez. Ahora no había dudas. Era como si una piedra, o
algo contundente, topara con un muro. Los escalofríos me
recorrieron en oleadas. En un arranque accioné el mechero, al
tiempo que lanzaba un inseguro: «¿Quién hay
ahí?»
No hubo respuesta. Pero, coincidiendo con el
encendido de la llama, dos nuevos golpeteos -más cercanos- me
helaron la sangre. Ahora, y sólo aho-ra, rememorando la escena, se
me antoja tragicómica. En aquellos instan-tes, consecuencia del
miedo y de los nervios, en lo único que reparé fue en una acuciante
necesidad de orinar. Obviamente me contuve.
Entorné los ojos y, forzando la vista, creí
distinguirá no mucha distancia una informe mezcolanza de sombras
verticales y horizontales. ¿Qué demo-nios era
aquello?
La curiosidad -nunca he logrado entender la
extremada fuerza de tal atri-buto- se impuso al miedo. Sin embargo,
necesité algunos segundos para mover las piernas. Con el brazo
derecho tenso como un mástil, soportando el doloroso contacto con
el recalentado mechero, seguí aproximándome a lo que intuía como el final del subterráneo. El silencio, de
nuevo, era total. Un silencio cargado de presagios. Saturado por mi
propio miedo.
¿Sombras estilizadas? ¿Sombras inmóviles,
dibujando un incierto amasijo de líneas (?) verticales y
horizontales? ¿0 no estaban inmóviles? Estas interrogantes me
acompañaron los últimos metros, al tiempo que -gracias al cielo- la
pobrísima radiación de mi encendedor fue rompiendo la negrura. Me
detuve. Paseé la diminuta luz a izquierda y derecha y, de
improviso, re-cibí un fétido olor. Sujeté la mano derecha con la
izquierda, en un esfuerzo por inmovilizar la llama. La candela
osciló, agitada por algún tipo de co-rriente. A los pocos minutos
descubría ante mí -a cosa de tres o cuatro me-tros- una
rudimentaria y semipodrida valla de madera, que me cerraba el paso.
Respiré con alivio. Ligeramente encorvado, todavía con los músculos
en guardia, me situé frente a los listones que ponían fin a aquella
zona del túnel. La barrera apenas si alcanzaba un metro de altura.
Me asomé despa-cio y, al extender el mechero, comprendí.
Sencillamente, había cubierto los treinta o treinta y cinco metros
de un subterráneo que moría en una piscina o cisterna, inundada de
una agua hedionda y verdinegra. En cuanto al en-jambre de
«sombras», no era otra cosa que un apretado bosque de palos y
postes que apuntalaba la techumbre del cubículo a derecha e
izquierda. No sabía si reír o llorar. El miedo me había jugado una
mala pasada. E, incom-prensiblemente, olvidé los extraños ruidos.
La calma volvió a mí y, deseoso de proseguir la búsqueda, dediqué
un tiempo a pasear arriba y abajo de la valla de seguridad,
examinando las maderas. Todo era normal. Al otro lado el declive
del terreno concluía bruscamente. Semienterrados, distinguí cua-tro
relucientes y enormes peldaños de basalto que se hundían en la
charca. Mi rudimentario sistema de iluminación no me permitía ver
más allá de dos o tres metros. En consecuencia, desconocía las
dimensiones de la cisterna y lo que pudiera haber al otro lado de
las primeras hileras de postes. - Era el momento de considerar mi
situación. Frente a la mugrienta valla, respiran-do las
nauseabundas emanaciones del agua estancada, fijé la vista y los
pensamientos en la negra incógnita que tenía ante mí. Busqué en la
memo-ria. La verdad es que apenas si había leído gran cosa sobre
aquella parte de las excavaciones de Hazor. Sin duda, se trataba de
un antiquísimo sistema hidráulico, ideado para el abastecimiento de
una ciudad-fortaleza que, como registra la historia, se vio
sometida a diversos y prolongados asedios. Lo asombroso es que,
después de tantos siglos, el agua siguiera llenando el fondo del
subterráneo. Calculé el camino recorrido, estimando que podía
hallarme a 25 o 30 metros de profundidad. Mi gran duda era si debía
arriesgarme a continuar la marcha, explorando el resto del túnel.
(Lo de «marcha» era un decir, claro. La cerca de madera estaba allí
por algo.) Ex-perimenté un incómodo desasosiego.
Pero lo atribuí al cúmulo de contrarie-dades que venía padeciendo.
«¿Y si la clave del misterio estuviera más allá?» La tiranía del
criptograma se dejó sentir por enésima vez. «¿Es que iba a tirar la
toalla ante la primera seria dificultad que me cerrase el
cami-no?»
La decisión estaba casi asumida cuando, en
mitad de la oscuridad, escu-ché un nuevo y misterioso golpe. Fue
como un «plof». Prendí el encendedor y, al momento, descubrí el
fatigoso avance de unas ondas en la superficie de la cisterna. Algo
se había precipitado en las aguas. Y el miedo resucitó. Elevé la
llama en un intento de visualizar el techo de la galería. Quizá se
tratase de algún desprendimiento, tan habituales en túneles de esta
natura-leza. La sola idea de un derrumbe me sobrecogió. Pero, al
punto, al recono-cer el rocoso y compacto techo abovedado, rechacé
la ocurrencia. Entonces, si no era una piedra lo que acababa de
agitar la piscina... El recuerdo de és-te y de los golpes
precedentes me acobardó. Como ya señalé, los había ol-vidado. En un
santiamén, mi imaginación se encargó de debilitar mis esca-sos
ánimos. ¿Y si la charca -cuya profundidad desconocía- ocultaba
algún animal? Discutí conmigo mismo. Eso no era razonable. ¿Qué
clase de bestia podría sobrevivir en una ciénaga así? Peores cosas
había visto. Claro que cabía también la posibilidad de que, en el
extremo oculto del túnel... Me au-torrebatí sin miramientos. Eso no
tenía mucho sentido. Si la galería conti-nuaba, e incluso disponía
de una segunda entrada, ¿por qué suponer que allí, en algún oscuro
e incierto nicho del subterráneo, tenía que haber una guarida de
perros o animales asilvestrados? Además -remaché con convic-ción-,
ese o esos supuestos perros no habrían desaparecido bajo las
aguas.
« ... y sus alas te llevarán al guía.
»
¡Maldita sea! La curiosidad seguía minando
mi sentido común. ¿Qué había al otro lado de la cisterna y del
andamiaje de sustentación del túnel? Era menester aclararlo. Si
retornaba a la superficie sin intentarlo, jamás me lo perdonaría.
Y, lo que era peor, quizá perdiese la ocasión de despejar el
enigma.
¡Al diablo con todo! Aseguré la bolsa de las
cámaras contra mi espalda, situando la correa en bandolera y, pleno
de coraje y de una insensata in-consciencia, salté la
cerca.
El terreno, al filo de los peldaños de
basalto, era fangoso. A derecha e iz-quierda, hundidos en el barro,
se levantaban los primeros puntales de ma-dera. Mi propósito era
trepar por ellos y, con toda la precaución del mundo, deslizarme
sobre los travesaños hasta el final de los mismos. En aquellos
agitados instantes no vi una fórmula mejor para salvar la
charca.
Mis manos se humedecieron al palpar los
maderos de la izquierda. «Mal asunto», sentencié. A la luz del
mechero inspeccioné las bases. Se hallaban deterioradas. Era de esperar. Aquel armazón, dispuesto por
los hombres de Yadin, venía soportando un desgaste de treinta años.
La humedad de la cis-terna, implacable, lo había corrompido todo o
casi todo. Examiné los clavos que soldaban los palos horizontales a
los verticales. La mayor parte -corroída por el óxido- no ofrecía
mucha seguridad. ¿Resistirían mi peso? Decidí verificarlo. Me apoyé
con ambas manos sobre el travesaño más bajo, situado a cosa de
ochenta centímetros del terreno, propinándole varios e
inmisericordes empellones. La estructura se resintió, crujiendo
amenazado-ra. Fue un aviso. Pero no todo terminó ahí. Amén de
patinar peligrosamente sobre la curvatura del madero, al tercer o
cuarto «embate» escuché un nuevo «plof». Esta vez, a mi derecha y
muy próximo. Me revolví frenético. La única respuesta fue otra
cansina serie de ondas circulares avanzando hacia mis pies y el
silencio. Un silencio que secó mi garganta. El irritante misterio
de aquellos golpes empezaba a encolerizarme. Descendí hasta el
último de los escalones y, en cuclillas, acerqué la llama a las
aguas. Fue in-útil. La negrura era impenetrable. Agité la
superficie con la mano izquierda y, al acercar los dedos a la
nariz, un agudo olor a podrido me echó para atrás. Permanecí
pensativo y expectante, bregando con la oscuridad. Al po-co, por mi
izquierda, junto a uno de los postes ubicado a metro y medio,
emergieron varias burbujas. Sentí cómo los vellos de la nuca se
erizaban. No tuve valor para moverme. Aquellas burbujas, las únicas
que había ob-servado desde que llegara a la cisterna, confirmaron
mis iniciales sospe-chas. Allí abajo habitaba o se movía algo...
Segundos después otro burbu-jeo, más intenso, delató la presencia
del supuesto animal junto a la base del poste contiguo. Parecía
alejarse hacia el interior de la charca. Temblan-do de miedo, hecho
un ovillo sobre el húmedo peldaño, fui abriendo la cre-mallera de
la bolsa, tanteando las máquinas. Si «aquello» -lo que fuera-
asomaba entre las aguas, un oportuno flashazo me permitiría
fotografiarlo y dejarlo temporalmente ciego... En caso de peligro,
esa ceguera jugaría a mi favor. Los segundos transcurrieron tensos
e interminables. Con los múscu-los agarrotados fui paseando la
vista por la ciénaga, esperando que, en cualquier momento, la o las
bestias irrumpieran en la superficie. De pronto caí en la cuenta de
que me hallaba con medio cuerpo fuera del escalón, prácticamente
sobre las aguas. ¿Y si el responsable de las burbujas bucea-ba
hasta el filo de la piscina? La repentina y angustiosa idea
pulverizó mi menguado valor. Y de un salto retrocedí hasta la
valla. El frío sudor y el miedo destilaban ya por los cuatro
costados. Pero el túnel continuó en si-lencio. Nada alteró sus
aguas. Y despacio, muy despacio, fui recomponiendo mi malparado
espíritu. Los que me conocen un poco saben que, a estas al-turas de
la vida, sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésta fue una de
esas ocasiones en la que maldije mi escasa fortaleza de
ánimo.
Guardé la cámara fotográfica y, mascullando
toda suerte de improperios contra mí mismo, avancé hasta el
andamiaje de la derecha. Se habían ter-minado las inspecciones y el
rosario de fantasías. «Aquí no hay y no pasa nada -fui repitiéndome
mientras me asía a uno de los palos, emprendiendo la escalada- Aquí
sólo hay miedo ... »
No me equivocaba en lo del miedo. En lo
otro, desgraciadamente, sí.
¡Estúpido de mí! jamás aprenderé. Los
primeros movimientos fueron sen-cillos. Molestos y delicados ante
lo resbaladizo de los troncos, pero de esca-sa dificultad. El
entibado moría a unos cinco metros de la superficie de la charca.
Tanteé varios de los travesaños horizontales, eligiendo uno de los
más gruesos. Ante la presión de mi pie, gimió levemente. Pero
soportó el peso. El largo madero, claveteado a los postes
verticales, se hallaba a unos dos metros sobre el nivel de la
ciénaga, perdiéndose en la profundidad del túnel. Aquella batería
de postes y tablas, al igual que la que había sido plantada en el
lateral izquierdo del subterráneo, formaba un intrincado la-berinto
de difícil acceso. Los troncos horizontales habían sido dispuestos
a medio metro uno de otro, reforzados en el interior de la masa del
andamia-je con decenas de estacas, apuntaladas en aspa. Intentar el
avance por el centro de la estructura habría sido laborioso en
extremo. Así que, en mi afán por ganar tiempo, elegí la cara
externa: desnuda y vertical sobre las aguas. Frente a este podrido
e improvisado «puente» -a cuestión de cuatro o cinco metros- corría
paralela, como digo, la estructura de la
izquierda.
Atrapé el mechero entre los dientes y,
midiendo cada paso, probando palmo a palmo la integridad y
resistencia del tronco al que me aferraba, fui avanzando. La
humedad, conforme me adentraba en el interior de la cister-na, fue
en aumento. Un moho negruzco envolvía la mayor parte de las
ma-deras, deshaciéndose entre mis dedos y suelas. Tomé aliento y,
al mirar hacia abajo, la mancha negra de las aguas y el recuerdo de
las burbujas me estremecieron. Si alguno de los tramos cedía, mi
situación podía ser com-prometida. Espanté tan funestos presagios
y, con los cinco sentidos en cada centímetro dé madera, reanudé la
marcha.
Todo fue relativamente bien hasta que, a
cinco o seis metros de la orilla, al sortear otro de los postes,
los viejos golpeteos me helaron la sangre. Pe-gué la cara al madero
y, conteniendo la respiración, escuché. Los ruidos, ahora, eran
continuos. Encadenados. Muy cercanos. Y percibí cómo todos los
vellos de mi cuerpo se erizaban a un tiempo. Tras unos segundos de
in-decisión, abrazado al poste con todas mis fuerzas, incliné la
cabeza, bus-cando la charca. La oscuridad no me facilitó las cosas.
No acertaba a com-prender..
De pronto, algo golpeó mi bolsa. Fue un
impacto seco. Violento. Las pier-nas se doblaron y una dolorosa
lengua de fuego se propagó por mi vientre. Clavé los dedos en la
madera, aterrorizado ante la «agresión» y,,sobre to-do, ante la
idea de perder el equilibrio y caer.
¡Dios mío! ¡Algo se movía a mi espalda,
pateando y arañando la bolsa de las cámaras! Era pesado y topaba
violenta y anárquicamente contra mis ri-ñones. El pánico bloqueó mi
garganta. No podía volverme. Ignoraba lo que se revolvía a mis
espaldas y, aunque el instinto me ordenaba soltar una de las manos
y defenderme, la posibilidad de resbalar y precipitarme en las
aguas fue más poderosa. En aquellos eternos segundos noté cómo el
ani-mal se asomaba al filo de la bolsa, desequilibrándome. Y ciego
por el páni-co, comencé a agitarme, balanceando el equipo a derecha
e izquierda con histérica desesperación. En los primeros vaivenes,
la «cosa» debió de clavar sus garras en el cuero, resistiendo,
imperturbable, las violentas oscilacio-nes. A la quinta o sexta
convulsión, la bolsa recobró su peso habitual. El animal, sin duda,
había saltado.
Al aminorar la tensión, las fuerzas cayeron
en picado. Tuve que abrazar-me al madero, temblando de pies a
cabeza. Los escalofríos y aquel miedo cerval habían hundido mis
dientes en el encendedor, perforando el plástico. Cerré los ojos,
luchando por reprimir la agitada respiración. Pero los golpes
continuaban a mi alrededor, quebrando el silencio del túnel y mis
desorde-nados intentos de serenarme. Me sentía impotente. Incapaz
de avanzar 0 retroceder. Mi obsesión en tan dramáticos momentos era
que otro u otros animales pudieran precipitarse sobre mi cuerpo.
Evidentemente, los impac-tos en el agua eran provocados por
aquellos «invisibles» seres.
No sé cuánto tiempo permanecí aferrado al
poste, acobardado e indefen-so. Sólo cuando los topetazos
decrecieron, haciéndose más espaciados y distantes, la lucidez
volvió a mí. Tenía que actuar. No podía atascarme en lo alto del
andamiaje, sin saber a qué atenerme y con la permanente amenaza de
una caída en unas aguas infectadas de Dios sabe qué
criaturas.
«Sí, lo primero, antes de adoptar una
decisión, es iluminar mi entorno. »
El miedo -quien lo haya padecido sabrá
comprenderme- tiene estas y otras absurdas consecuencias. Uno habla
solo. Y yo empecé a dialogar conmigo mismo, con la voz quebrada, en
un fervoroso deseo de «sentirme
acompañado».
«... ¡El mechero! Claro ...
»
Pero el mecanismo no
respondió.
«¡Dios!... ¿Qué
pasa?»
Uno, dos, tres golpes a la ruedecilla
dentada. Era inútil. Me abracé de nuevo al pestilente y húmedo
madero y, a tientas, abrí al máximo el paso del
gas. Los estériles fogonazos habían recrudecido el ritmo de los
golpes y los chapoteos en la
ciénaga.
« ¡Vamos, vamos! »
Al segundo o tercer intento, una larga y
trepidante llamarada -al fin- bro-tó impetuosa ante mis ojos. Y con
el pulso tembloroso y desarmado, levan-té la candela por encima de
mi cabeza, hacia los travesaños superiores. El túnel se iluminó. Al
instante, al descubrir lo que bullía sobre los palos y ma-deros,
los cabellos y toda mi piel se tensaron como agujas. El pavor y la
re-pugnancia me hicieron vomitar entre dolorosas arcadas. Pensé que
iba a desmayarme. Y en un supremo intento por conservar el sentido,
golpeé mi frente contra el puntal...
« ¡Jesucristo! »
Aquella reacción animal me salvó
momentáneamente. Con un agrio sa-bor, sin poder controlar los
temblores que me sacudían como un muñeco, me oriné de miedo. Nunca
me había ocurrido. Lo confieso.
Con los ojos espantados aproximé la llama al
palo horizontal que descan-saba a medio metro de mis erizados
cabellos, profiriendo un desgarrador: « ¡Fuera! ...
»
El aullido, más que grito, y la proximidad
del fuego surtieron efecto, y de-cenas de ratas que pululaban y se
amontonaban en el entibado de la galería treparon y huyeron en
todas direcciones, empujándose y cayendo a la
cié-naga.
Eran ratas grises. Muchas de ellas, enormes
como gatos, chorreantes y con sus repulsivos pelajes inhiestos como
púas.
Entre escalofríos fui dirigiendo la
llamarada arriba y abajo, a derecha e izquierda, tratando de
averiguar el número de las que se retorcían y circu-laban veloces
por los postes cercanos. Imposible calcularlo. Quizá fueran más de
un centenar.
Es curioso. El instinto de conservación tomó
las riendas y, mientras agita-ba mi amenazante brazo derecho, una
'91 atropellada secuencia de posibles soluciones desfiló por mi
capar de allí. En cerebro. Lo más sensato era re-troceder y es
alguna ocasión había leído algo sobre tales roedores y sabía de su
voracidad, inteligencia y capacidad destructora. También es cierto
que raramente atacan o se enfrentan a un enemigo superior. Pero
¿cómo saber si aquella colonia reaccionaría así? ¿Y si estaban
hambrientas?
La enloquecida dispersión de los núcleos más
próximos me tranquilizó a medias. Estaban tan aterrorizadas como
yo, aunque no podía fiarme. Algu-nas, quizá las más viejas, fueron
a refugiarse en lo más intrincado del bos-que de palos,
desapareciendo en las tinieblas. Otras, en cambio, a pruden-cial
distancia del fuego, se revolvían nerviosas, agitando sus peladas
colas en el vacío y levantando los puntiagudos
hocicos en actitud dudosa. Sus uñas y dientes destellaban a cada
movimiento, llenándome de pavor. Varias de las ratas -no supe nunca
si las más audaces o hambrientas- se atrevie-ron a cruzar por el
poste horizontal más próximo y paralelo al que me ser-vía de
asidero. Centímetros antes de llegar a la altura de mis ojos,
frenadas por las temblorosas acometidas de la llama que sostenía
entre los dedos, daban media vuelta o se sentaban sobre sus cuartos
traseros, orientando sus sanguinolentos pabellones auditivos hacia
el anárquico ir y venir del mechero. Desafiantes, como digo,
algunas llegaban a aventurarse por el travesaño, corriendo veloces
frente a mi rostro. En una de las ocasiones, medio enloquecido,
acerté a golpear con los nudillos en el espeso pelaje de uno de los
animales. Y el fuego prendió en su vientre. La rata se revolvió y,
entre chillidos, lanzó una dentellada a la zona incendiada. El
dolor la obligó a buscar el poste vertical más cercano y,
enroscando su cola en el madero, descendió veloz hacia la charca.
El siseo del fuego al contacto con el agua y una pequeña humareda
pusieron punto final al lance. Sin poder reprimir mi angustia,
estallé en un nuevo y prolongado grito que provocaría otro
preci-pitado alejamiento de los roedores. Con asombrosa habilidad,
saltando por encima de sus congéneres, muchas de las alimañas,
ayudándose siempre de sus colas, tomaron el camino de la ciénaga,
corriendo postes abajo hasta zambullirse en sus
aguas.
Algo reconfortado (?) por mi pequeño
triunfo, deslicé la mano izquierda por el palo vertical y, en
cuclillas, intenté iluminar la piscina. Por debajo de mis pies, en
los maderos, gracias a Dios, no distinguí ninguno de los
escu-rridizos y negros bultos. La cloaca, en cambio, parecía un
hervidero. Las ra-tas grises, resistentes nadadoras, se dirigían
veloces hacia la orilla y el en-tablado de la izquierda. ¡Dios mío!
Si caía al agua podía darme por muer-to...
Y obedeciendo al instinto de conservación,
empecé a retroceder, a la bús-queda de tierra
firme.
«Hazor es su nombre ...
»
Nunca lo he asimilado. ¿Cómo un hombre
atemorizado puede doblegar su natural inclinación a huir y, en
cuestión de segundos, enfrentarse a lo que le acobarda? Quizá ésta
sea una de las maravillosas paradojas de la condi-ción
humana...
La cuestión es que, cuando apenas llevaba
recorridos unos metros, la «fuerza» que siempre me acompaña
resurgió en mí. Y las frases del cripto-grama se entremezclaron con
otros no menos violentos reproches.
«... y sus alas te llevarán al guía.
»
«No, no puedo abandonar ..
»
«... El número secreto de sus
plumas...
«¡Sólo son ratas!»
«... el que ha de preparar tu camino.
»
«¡Es preciso
luchar!»
¡Maldición! Mi ánimo, muy a pesar mío,
empezaba a fortalecerse. Las ra-tas, al menos de momento, no habían
dado muestras de agresividad. Quizá pudiera alcanzar el otro
extremo del subterráneo. Pero el miedo, tan sólido como el deseo de
ganar la cara oculta de la galería, me hizo
dudar.
«¡Dios de los cielos! ¡Decídete! Si al menos
tuviera algo con que defen-derme ... »
No tenía más remedio que apagar el mechero.
La cápsula metálica abra-saba. Pero la sola idea de la oscuridad,
rodeado de aquel enjambre de ra-tas, me estremeció. Recordé el
cuaderno «de campo». Sí, aquello podía servir. Sus estrechas y
alargadas hojas darían un respiro al
encendedor.
Arranqué varias de las páginas en blanco y,
retorciéndolas, improvisé una antorcha. Estaba decidido. Sujeté el
providencial bloc a mi cintura, hun-diéndolo en parte sobre el
vientre, y, en otro arrebato, me precipité hacia el interior del
túnel. Debía actuar con celeridad. Aquella frágil «tea» no duraría
mucho. El fuego devoraba el papel y yo seguía ignorando la
profundidad del entibado. Entre escalofríos, aferrado al palo
horizontal con la mano izquier-da y dividiendo las miradas entre el
poste sobre el que caminaba, las in-quietas ratas y el fuego,
conseguí avanzar una docena de pasos. En parte por liberar la
tensión y el pánico y también para ahuyentar a los habitantes del
subterráneo, acompañé los movimientos de otros tantos y sonoros
aulli-dos que hicieron enloquecer al eco, multiplicando las
carreras de las alima-ñas y los chapoteos en la
ciénaga.
Resistí la proximidad del fuego hasta que, a
escasos milímetros de los de-dos, el calor me hizo soltar la
antorcha. Las tinieblas se precipitaron sobre el lugar. Arrecié en
los gritos, mientras torpemente preparaba una segunda tea. La
aparición de la lumbre no apaciguó el frenético bombeo de mi
cora-zón. Mi pecho se agitaba violentamente. Escruté los palos
inmediatos. Las ratas, cada vez más alteradas, habían dejado de
huir, amontonándose con-vulsas y chillonas a tres o cuatro metros
por delante de mí. Otras retrocedí-an, evitando los travesaños
sobre los que me encontraba. Grité con más fuerza, protegiendo mi
cuerpo con el fuego. No entendía aquella peligrosa retención y
vuelta atrás de los roedores. ¿Por qué no escapaban hacia 10 más
profundo de la galería? La respuesta estaba frente a mí. Confuso y
pendiente de las ratas, no lo comprendí hasta chocar casi con
ella.
En uno de los avances de la tea creí verla.
Sí, ahora estoy seguro. El res-plandor amarillento la iluminó
fugazmente. Pero sólo cuando el pie izquier-do
fue a topar con ella, el presentimiento se hizo realidad. La más
decep-cionante de las realidades.
«¡Oh, no!»
Palpé incrédulo. La rugosidad de la roca fue
demoledora. Allí mismo se secaron mis fuerzas y la última gota de
esperanza. El túnel finalizaba en una pared cementada, lisa y
desnuda. Atónito, moví la tea a diestra y si-niestra, buscando un
hueco, un pasadizo, una continuación de la galería. Imposible. Los
únicos orificios eran los practicados por los trabajadores de Yadin
a la hora de perforar el subterráneo con los maderos de
sustentación. Unos boquetes que las ratas se habían encargado de
ensanchar, acondicio-nándolos como madrigueras. El crepitar del
fuego, chamuscándome los de-dos, me hizo reaccionar. Las brasas
escaparon de mi mano y el silencio, las tinieblas y la desolación
se abatieron sobre mí. Por un instante había olvi-dado dónde me
hallaba. El sentimiento de frustración era
total.
¡Qué estupidez la
mía!
Ya sólo. cabía volver. Deshacer lo andado.
Antes, claro, era preciso salvar aquella veintena de metros, sobre
unos maderos semipodridos, resbaladizos e infectados de
ratas...
La sensación de inutilidad fue tan profunda
que -digo yo- durante los pri-meros minutos eclipsó al miedo.
Maquinalmente desgajé las postreras hojas del cuaderno,
incendiándolas. La fortuna no estaba de mi lado. Al tantear en el
pantalón, con el fin de guardar el mechero, éste se escurrió entre
los mojados dedos, cayendo a la ciénaga.
«¡Mierda!»
Fue la gota que, Colmó mi indignación. ¿Cómo
iba a cruzar la estructura de madera? Sin la protección del fuego,
la manada de roedores podía aba-lanzarse sobre mí... Y un copioso
sudor bañó mis sienes. Contemplé la osci-lante llama como
hipnotizado. Apenas si tenía antorcha para uno o dos mi-nutos. Sin
embargo, el galopante miedo vino a sacudirme y a sacudir mi
exhausto cerebro.
Aún quedaban hojas en el cuaderno «de
campo». Pero ésas -repletas de anotaciones- eran sagradas. Pensé en
sacrificar la cazadora o la camisa... Afortunadamente reparé en
otro elemento, de más fácil y cómodo manejo. Trasladé la tea a la
mano izquierda y, sin pérdida de tiempo, me apoderé de uno de los
rollos de película. Atrapé la cola entre los dientes y tiré del
cha-sis. Al segundo golpe, el metro y medio de negativo quedó al
descubierto, culebreando entre las piernas.
Debía trabajar con precisión. Sin demoras.
Caminé hasta el poste vertical más cercano y, antes de que la
endeble antorcha se agotara, envolví chasis y película en las
agonizantes llamas. El velado Tri-X se retorció, despren-diendo un
penetrante e intoxicante olor.
Las ratas, desorientadas por el súbito
cambio de dirección del fuego, se apelotonaron sobre los mástiles
por los
-,-que debía cruzar. Dudé. Era preciso
apartarlas. Gané otro par de pasos sobre el crujiente travesaño,
hostigándolas con el fuego y los gritos. Algu-nas huyeron. Otras,
confusas e irritadas, plantaron cara o empezaron a gi-rar sobre sí
mismas, como enloquecidas. Temiendo lo peor, eché mano del pañuelo
e, incendiándolo, lo arrojé con los restos de la antorcha sobre las
más cercanas. El trapo y las pavesas se derramaron entre las ratas,
sem-brando la desbandada. El camino quedó
libre.
Las verdiazules lenguas de fuego del film
seguían su lento y trabajoso as-censo.
Tres, cuatro nuevos
pasos.
Me hice con dos rollos más y, al tiempo que
barría el madero con el in-flamado Tri-X, vigilando a los roedores
y Procurándome un mínimo de visi-bilidad, fui jalando y preparando
un segundo film.
Seis, siete pasos
más.
Me detuve. Me faltaba el aire. Prendí la
siguiente película y, cuando me disponía a cubrir el tramo final,
el poste crujió bajo mis pies, cediendo e in-clinándose. Fue casi
instantáneo. La película escapó de entre mis dedos, hundiéndose en
la ciénaga con un tramo del travesaño. Instintivamente, al percibir
el desplome del madero, me aferré al Poste
superior.
«¡Jesucristo!»
No pude articular una sola palabra más. El
terror anudó mi garganta. Col-gado y balanceándome bregué por
izarme hacia el salvador travesaño. Otro siniestro crujido me
descompuso. Temeroso de que se quebrara, opté por avanzar,
valiéndome de las manos y del impulso del cuerpo en el vacío. El
siguiente poste vertical no se hallaba muy lejos. Si lograba
alcanzarlo, su-poniendo que los restantes maderos horizontales no
hubieran sufrido la misma suerte que el anterior, podría asentar de
nuevo mis pies y recuperar el pulso. Gimiendo, resoplando y rezando
para que el húmedo poste no se viniera abajo, fui palmeando sobre
la madera, con los dedos crispados y pringosos de
moho.
«¡Dios mío,
ayúdame!»
En uno de los vaivenes, mis pies tropezaron
con el ansiado poste.
« ¡Ahí está!... ¡Un poco más!
»
Las fuerzas flaqueaban. Tenía que llegar.
Contuve el aliento y, apretando las mandíbulas, gané un nuevo
palmo. Pero inesperadamente los dedos pi-saron una nervuda y fría
pata. Creí morir. Despegué la mano derecha y, en una reacción
animal, adelantándome a un posible ataque, tensé los múscu-los,
izándome a pulso hasta tocar la base inferior del madero con el
cráneo. No sé de dónde saqué las fuerzas y el coraje. Y entre
convulsiones, aullando de rabia y pánico, golpeé
la oscuridad con el puño cerrado. Una de las des-cargas alcanzó de
lleno a la rata, arrojándola al vacío. Tuve el tiempo justo de
agarrarme al travesaño, que osciló peligrosamente al aflojar la
tensión.
El negro bulto cayó como un plomo, yendo a
estrellarse contra mi bota izquierda. Y ágil y precisa, hundió sus
uñas en el material, manteniendo el equilibrio sobre el
empeine.
«¡Oh, no!»
Lancé un alarido, pateando las tinieblas.
Pero la rata, tan grande como mi pie, resistió las embestidas. Si
aquella bestia trepaba por el pantalón no tendría más remedio que
soltarme del poste...
Un hielo acerado subió por mi columna
vertebral. Podía sentir sus uñas perforando la bota. Y noté cómo la
pierna izquierda, agotada, perdía fuer-zas. Mi mente se negó a
pensar. En segundos me había transformado en un loco salvaje e
irracional, dominado por el pavor. Me convulsioné, escupí y pateé a
la rata con la bota derecha, inundando el túnel con una catarata de
gritos y maldiciones. Medio aplastado, el animal cedió, cayendo
finalmente a las aguas. Y presa de una inenarrable desesperación
«volé» casi hasta el madero vertical. Y a gatas, ajeno a toda
precaución, gimiendo y aullando, me deslicé por el travesaño
horizontal sin el menor sentido de la orientación y del punto al
que me dirigía.
Segundos después chocaba violentamente
contra otro de los postes. Sólo recuerdo que, conmocionado, perdí
el equilibrio. Y la temida imagen de la ciénaga me acompañó en la
caída.
Puede parecer pueril. El caso es que siempre
he creído en la proximidad del «ángel de la guarda». Y en aquella
ocasión, con más razón.
Fue el frío lo que me despabiló. Al
recuperarme del topetazo me encontré boca abajo, con el rostro
semihundido en el barro. Intenté incorporarme, pero la correa de la
bolsa y un agudo dolor en la frente me retuvieron en la misma
postura.
«¿Qué había sucedido? ¿Dónde
estaba?»
Moví las piernas y me asusté. Parte de mi
cuerpo se hallaba sumergido en la charca.
«¡Oh, Dios!»
Ahora lo entendía. Rememoré la escena de la
rata, la enloquecida carrera sobre el travesaño y el golpe final.
La Providencia, al quite, había permitido que cayera al borde de la
ciénaga, junto a los escalones de basalto.
Me arrastré fuera del agua y, a trompicones,
pasé al otro lado de la cerca. Estaba empapado, sucio de lodo y, lo
que era peor, abatido. Caminé como un autómata, remontando la
pendiente del subterráneo y no me detuve hasta que, en el fondo del
pozo, la tibia luz del día me bañó de pies a cabe-za. Me deshice
del equipo, contemplando mis ropas con desolación. El dolor
seguía latiendo en mi cabeza, aunque no era lo
que más me preocupaba. Me recosté contra la pared y cerré los ojos,
dejando que el sol templara mis nervios. Poco faltó para que
rompiera a llorar. Todo había sido en vano. Había arriesgado la
vida... por nada. Allí, en aquel infierno, sólo había des-cubierto
-una vez más- mi solemne torpeza y una ¡limitada capacidad de
miedo... El enigma, el mayor y el Destino acababan de burlarse de
mí. Des-corazonado, sin ánimos para revisar siquiera las cámaras
fotográficas, inicié una cansina ascensión por aquellos malditos e
imborrables 150 peldaños. Jamás volvería a Hazor.
Jamás...
Pero la convulsa jornada no estaba
concluida.
En las ruinas reinaba la paz. Una calma que
yo había perdido. Bebí ansio-so de la fresca brisa que bajaba del
Hermón y, al pie de los carteles que anunciaban el túnel, levanté
los ojos hacia el celeste de los cielos, agrade-ciendo que, después
de todo, el buen Dios y sus «intermediarios» hubieran sido
misericordiosos.
La plegaria no duró mucho. Los dígitos del
reloj -marcando las 13.30 horas- me recordaron que debía regresar.
Había perdido la noción y la me-dida del tiempo. A lo lejos, en el
vértice del triángulo arqueológico, un gru-po de colegiales,
alborozados y parlanchines, visitaba la ciudadela. Me es-tremecí
ante la posibilidad de que los niños penetraran en la galería y
co-metieran la travesura de saltar la valla de madera. E
irremediablemente, a la vista de los muchachos, mis pensamientos
volaron junto a mis hijos.
El Mercedes se hallaba cerrado y solitario.
Solimán, aburrido quizá por las cuatro horas y media de espera,
había desaparecido. Más sereno, aprove-ché para poner en orden mis
cosas. Me descalcé, examinando la bota iz-quierda con repugnancia.
El material, en efecto, aparecía perforado en dife-rentes puntos.
Me negué a recordar. Traté de escurrir la mitad inferior de los
pantalones, pero, sin desprenderme de ellos, era casi imposible. El
resto del equipo, excepción hecha del cuaderno «de campo», no
parecía haber sufrido en demasía. Deposité el calzado y los
calcetines en el techo del ve-hículo y, reclinando la espalda en
uno de los muros, fui a sentarme en el caldeado suelo de
Hazor.
El hematoma de la frente empezaba a hacerse
ostensible. Me contemplé de abajo arriba y el viejo sentimiento de
frustración vino a mezclarse con el asco.
Apestaba.
Sin proponérmelo, encarado al sol, caí en la
tentación de analizar y justi-preciar cuanto llevaba recorrido e
investigado. El enigma continuaba virgen, distante y sellado. No
había ganado un solo paso. Al contrario. Todo estaba consumado.
Perdido. No me sentía con ganas de proseguir ¿Para qué?
Hazor era un fracaso. Aquellos, sinceramente,
fueron los minutos más de-cepcionantes de toda mi aventura en
Israel.
Estaba decidido. Retornaría a Jerusalén y,
sin más demoras, tomaría el primer vuelo a España. Me daba por
vencido. Pero el Destino, evidentemen-te, tenía otros
planes.
-¡Hombre de Dios! ¿Dónde se había
metido?
La gruesa voz del guía, a mis espaldas, me
arrancó providencial, aunque sólo temporalmente, de la oscuridad de
tales ideas.
Al volverme, Solimán frunció el
entrecejo.
-¿Qué le ha pasado?
Me incorporé, tratando en vano de disimular
mi lamentable aspecto. Bo-quiabierto, me miró de hito en hito. Y
mudo por la sorpresa, señaló mis pies desnudos, interrogándome con
la mirada. Me encogí de hombros y, sin de-masiado entusiasmo ni
detalles, insinué que había sufrido un estúpido acci-dente en el
fondo de la galería.
La cetrina tez del nazareno se distendió,
dando paso a una sonrisa de complicidad. Sus negros ojillos
chispearon. No comprendí, Y haciéndome un gesto con la mano, me
invitó a regresar al automóvil. Me calcé en silencio y, una vez en
el interior del Mercedes, el perspicaz árabe me tendió unas
mandarinas. Las devoré.
Solimán esperó unos segundos. Me observó sin
el menor pudor y, cuando lo estimó conveniente, me preguntó en tono
conciliador:
-¿Qué busca usted realmente ...
?
Mi esquiva mirada y el embarazoso silencio
me delataron.
-Quizá yo pueda ayudarle -terció con
habilidad.
Sonreí para mis adentros. ¿Cómo podía
hacerlo?
-Otros, antes que usted -presionó-, también
lo han intentado.
Esta vez le miré de
frente.
-¿Otros?... ¿Cuándo?
Había caído en la trampa. Solimán,
satisfecho, se arrellanó en el asiento, respondiendo con otra
interminable sonrisa.
-Pero ¿de qué me habla? -repliqué en un
pésimo y tardío esfuerzo por rectificar.
Separó su mano izquierda del volante y,
señalando las ruinas con el índi-ce,
sentenció:
-La leyenda habla de un tesoro oculto en las
entrañas de Hazor.
Aquello era nuevo para mí. Le animé a
continuar.
-En la época helenística, el fortín fue
reconstruido, y su guarnición, testi-go de la batalla de Jonatán
contra Demetrio. Pues bien, los supervivientes, al parecer,
enterraron el botín en algún lugar de la
meseta...
Con una sonora carcajada corté sus
explicaciones. No pude evitarlo. Me excusé y, negando con la
cabeza, le hice ver que desconocía el asunto y que, precisamente,
no era un tesoro lo que perseguía. Al menos, un tesoro de aquella
naturaleza...
-¿Entonces ... ?
Suspiré con desaliento. Le lancé una breve e
inquisidora mirada y, tras unos segundos de reflexión, me dejé
llevar. ¿Qué podía perder?
-Tiene razón, Solimán. Busco
algo...
Atento, asintió con la
cabeza.
-Busco algo que no he sabido descubrir. Algo
que ha pertenecido o perte-nece a Hazor.. Algo que tiene
alas...
El hombre enmudeció. Por un momento creí que
me tomaba por un loco.
-¿Alas, dice usted?
Sin esperar respuesta, se enfrascó en nuevas
meditaciones. El corazón me dio un vuelco. ¿Por qué guardaba
silencio? ¿Es que había algo? Era in-creíble. En décimas de
segundo, un chispazo de esperanza volvía a poner-me en tensión,
arrinconando mi aún caliente fracaso.
Aguardé nervioso. Pero el árabe no pestañeó.
Eché mano de la cartera y, antes de que abriera la boca, le mostré
un billete de cien dólares.
-Si me ayuda a encontrarlo -le anuncié con
vehemencia-, si me dice dón-de hallar un ídolo, una pintura, una
piedra.... no sé.... algo que presente unas alas, esto será para
usted.
Giró la cabeza lentamente. Examinó el dinero
con avidez y, saltando del coche,
tartamudeó:
-¡No se mueva!... ¡Espere
aquí!
Atónito, le vi correr y desaparecer en
dirección al puesto de control. Abandoné el automóvil y poco faltó
para que saliera tras él. ¿Le había ofen-dido? ¿Por qué aquella
violenta reacción? Me eché a temblar. La espera se prolongarla
durante una irritante e interminable hora. En ese tiempo tuve
oportunidad de fraguar toda serie de hipótesis. Lo más curioso, sin
embar-go, es que mi aparente firme propósito de abandonar la
empresa se hubiera disipado en un abrir y cerrar de ojos. Nunca he
conseguido comprender mis locas
contradicciones...
Solimán apareció al fin por la empinada
rampa de acceso a las ruinas. Venía a la carrera. Sudoroso,
jadeante y pletórico se introdujo en el Merce-des. Le imité y, sin
mediar palabra, arrancó, dirigiéndose a la zona de sali-da. Le vi
tan ensimismado que no tuve valor para interrogarle. Ardía en
de-seos de hacerlo, pero su mutismo me
coartó.
Conducía de prisa. Nervioso. Cruzamos ante
la garita de control como una exhalación, sepultando al guarda en
una blanca nube de polvo. El chofer, impertérrito, desvió la mirada
hacia el espejo retrovisor, esbozando una pí-cara
sonrisa. Al volverme distinguí la airada figura del funcionario,
agitando sus larguiruchos brazos entre la masa de polvo y
tierra.
Minutos más tarde, Solimán abandonaba la
carretera general, aparcando frente a un moderno y funcional
edificio de una planta, alejado poco más de un kilómetro del
tell.
-¿Y bien?
Por toda respuesta, el hermético guía alzó
sus manos en dirección al edi-ficio,
exclamando:
-El museo de Hazor.
¡Santo cielo! Lo había olvidado. Esta vez
fui yo quien corrí hacia las puer-tas de cristal, dejándole
plantado. ¿Cómo no había caído mucho antes? Allí, con seguridad, me
esperaba la solución al criptograma.
«Hazor es su nombre ...
»
Temblando de ansiedad irrumpí en el recinto.
Al verme, el portero, un hombre entrado en canas, sonrió.
Obviamente, estaba al tanto de los ma-nejos de Solimán. Porque al
hacer ademán de abonar el obligado ticket de entrada, señaló hacia
el Mercedes, reforzando su ancha sonrisa y fran-queándome el
paso.
-Comprendo -le correspondí-
Gracias...
Lancé una atolondrada ojeada a mi alrededor.
La planta baja, que hace las veces de vestíbulo y recepción, apenas
contenía una docena de piezas y varias fotografías aéreas de las
excavaciones.
-¡Calma! -me ordené con severidad- ¡Mucha
calma!
El examen tenía que ser minucioso. Merodeé
en torno a las tinas y restos de cerámica, pero no advertí nada de
parlicular.
«... y sus alas te llevarán al guía.
»
Concentrado en la búsqueda, necesité unos
minutos para reparar en lo anómalo de aquella situación. El guía,
incomprensiblemente, no se había movido del coche. Le observé a
través de los ventanales. No parecía tener intención de salir del
automóvil. Era muy extraño. ¿Es que todo su descu-brimiento
consistía en el traslado al museo? No, no era lógico. Podría
haberse ahorrado las carreras, conduciéndome sencilla y
directamente al lugar. Por otra parte, si sabía algo, ¿por qué
tanto mutismo? ¿0 es que no le interesaba la sustanciosa propina?
Tentado estuve de reunirme con él e interrogarle. La verdad es que,
con las prisas y la excitación del momento, no le había concedido
la oportunidad de explicarse. Sin embargo -argumenté con cierto
enfado- lo normal es que me hubiera seguido hasta el
edificio.
La curiosidad se impuso y, olvidando el
incidente, me dirigí a las escalina-tas que conducen a la parte
superior: al museo propiamente dicho. Poco después lamentaría este
nuevo error.
La espaciosa y única sala se hallaba
desierta. Inmóvil al pie de la escale-ra, con el pulso acelerado,
quise abarcarlo todo en un segundo.
«¡Calma!», me repetí, mientras el sentido
común forcejeaba con una de-voradora
curiosidad.
«... el número secreto de sus plumas es el
número secreto del guía. »
Presentía que la clave del enigma estaba a
mi alcance. Casi podía olfa-tearla... ¿0 era mi
ansiedad?
Aunque seguía careciendo de información
respecto a la naturaleza del «mensajero Hazor», algo en mi interior
me decía que, nada más verlo, lo reconocería. Así que, de
puntillas, fui asomándome a las vitrinas. Cerámica rojiza de
diferentes períodos, puntas de flecha... Nada de aquello contenía
el mensaje que necesitaba.
Fui rodeando la estancia, desechando los
innumerables cántaros, escudi-llas, telares, mesas de libaciones de
basalto y las pesadas ruedas de moli-no, utilizadas en la
antigüedad para prensar el grano.
Al llegar a un grupo de estatuas, igualmente
basálticas, contuve la respi-ración. Examiné unos negros leones
tumbados, esculpidos en pesados blo-ques prismáticos, todos ellos
-como el resto del museo- extraídos en las ex-cavaciones de Hazor.
La forma de las melenas guardaba cierta semejanza con las de un
cuerpo emplumado. Pero las figuras carecían de alas. Saltaba a la
vista. Aquello no eran plumas. No obstante, obsesionado, me
entretuve en contar las que adornaban una de las monumentales
cabezas. El número -205- no me sirvió de mucho. Retrocedí un par de
metros, buscando alguna secreta «lectura» en la disposición del
conjunto. Tuve que rendirme. Mis ánimos, sin embargo, no decayeron.
Tenía que ser paciente.
Consulté mis notas.
«MIRA, ENVÍO MI
MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS
1.2.»
A pesar de saberme el criptograma de
memoria, a pesar de haberlo des-compuesto y desguazado durante
cientos de horas, lo intenté una vez más. La palabra «mira»
-siempre desde el hipotético punto de vista del autor- podía
encerrar un significado puramente literal: mirar o fijar
deliberada-mente la vista en un objeto. Claro que, según otra
acepción del diccionario, también quería decir «reflexión en un
asunto antes de tomar una resolu-ción». Cualquiera de ellas era
válida. ¿Insinuaba el mayor que debía con-centrar mis cinco
sentidos en «algo» denominado Hazor u oriundo de Hazor? ¿O, por el
contrario, se trataba de una advertencia o una invitación a la
meditación?
El instinto no titubeó, inclinándose por lo
primero.
Hazor tenía que ser «algo». Y «algo» sólido,
visible, susceptible de ser medido y
contemplado.
«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS
6.2.0.»
¿Alas? Ahí estaba el problema. Si aceptaba
el término en su sentido natu-ral, lo lógico era pensar en un ser
alado. Pero ¿en cuál? ¿En un animal? ¿En un dios? ¿En un hombre o
una mujer? ¿En un símbolo?
En cambio, si me ajustaba al segundo
significado -«fila o hilera»-, el di-lema se envenenaba. Las ruinas
no guardaban una especial simetría, ni fui capaz de descubrir una
sola hilera de piedras, columnas o senderos que apuntara o me
«llevara» al «guía». Además, si el mayor hubiera concebido el
vocablo «alas» como «filas», ¿qué pintaban las «plumas» en el resto
del enigma?
Cerré el cuaderno «de campo» y, persuadido
de que el «mensajero» era otra cosa -¿quién sabe si una pintura,
una moneda o una estatuilla?-, re-anudé las
pesquisas.
No era menester demasiada agilidad mental
para intuir que lo que se ex-hibe en el museo de Hazor es sólo una
mínima parte de lo realmente des-cubierto y rescatado en el tell.
En la documentación consultada en Jerusalén aparecía una legión de
objetos que no figuraba en aquel modesto museo del norte de
Galilea. Esta realidad fue mermando mi entusiasmo. A pesar de ello
me enfrenté a cada uno de los utensilios y piezas,
«diseccionándolos» milímetro a milímetro. Quizá donde más tiempo
consumí fue frente a una tablilla rectangular, pétrea y milenaria
en la que había sido practicada una serie de incisiones
horizontales y verticales. Se trataba de un juego. Eso re-zaba la
leyenda. Una especie de «rayuela» rudimentaria, con un total de 21
cuadraditos en tres hileras: una central con 10, y dos laterales
con 5 cada una. La fila de la derecha presentaba un sexto cuadrado,
adosado a media altura. En cuatro de esos cuadraditos, el artífice
había grabado sendas «X». Sumé, resté y multipliqué las «cruces» de
aquel galimatías, hasta que, abu-rrido, me convencí de que tampoco
guardaba una relación clara con el crip-tograma. En un primer
tanteo, al descubrir que las series de cuadrados su-maban 2 1, me
alarmé. Recordé el «ritual del cementerio de Arlington», pe-ro ahí
quedó la cosa. ¿Pura coincidencia?
Desestimé igualmente una gran caracola
marina, seccionada en el vértice, perforada en dos o tres puntos, y
que constituía un viejo instrumento musi-cal: el conocido shofar de
la Biblia.
Tampoco los delicados escarabajos sagrados
de marfil y de hueso -repletos de inscripciones egipcias- aportaron
luz a la investigación.
En cuanto a las estatuillas de bronce,
armas, collares y demás abalorios, ni uno solo respondía a lo
señalado en el enigma: ni alas, ni plumas, ni nú-meros secretos, ni
la más remota pista o indicio.
Mi derrota era
total.
Al descender al vestíbulo, la amargura y la
decepción se vieron repenti-namente eclipsadas. Solimán departía
con el portero. Una oleada de indig-nación endureció mi rostro. Me
sentí engañado. Y avancé hacia el guía, dis-puesto a cantarle las
cuarenta. El árabe, alertado por su compañero, dio media vuelta y,
al descubrir mi irritación, fue perdiendo la sonrisa. Pero no me
dejó hablar. Recuperó al momento su buen humor y, alzando las manos
en señal de paz, tomó la delantera:
-No me diga nada. Usted, señor, sufre el
problema de la juventud...
Le miré
desconcertado.
-Usted, amigo, es demasiado impulsivo. Usted
no ha encontrado lo que busca porque no confía en
Solimán.
Y, tomándome por el brazo, me arrastró al
exterior del museo.
-Venga conmigo -fue su único y seco
comentario.
No rechisté. Abrió la portezuela del coche y
me invitó a sentarme a su la-do. Era asombroso. De la amargura,
decepción y enfado había saltado -en cuestión de minutos- al
desconcierto y a la expectación. Aquel individuo sa-bía algo. Y yo,
como un necio, había vuelto a malgastar un tiempo precioso. Acababa
de aprender algo importante: a no abrir la boca y a
escuchar.
Sin perder la sonrisa, echó mano de una
negra y mugrienta cartera, ex-trayendo algo que, a primera vista,
parecía una tarjeta postal. Los nervios me traicionaron. Extendí el
brazo para tomarla, pero, divertido, negó con la cabeza,
devolviéndola a su lugar. Acto seguido plantó su mano derecha a una
cuarta de mi rostro, agitando sus dedos índice y pulgar. Estaba
claro. Primero exigía el dinero. Le entregué los cien dólares USA
y, siguiendo con aquel mudo pero elocuente «diálogo», le presenté
la palma de mi mano de-recha, reclamando la misteriosa tarjeta.
Solimán congeló la sonrisa, repi-tiendo el internacional y conocido
código que simboliza el dinero. Aquello era demasiado. Le recordé
lo convenido. Intenté persuadirle de que, al me-nos, me mostrara
primero lo que ocultaba en la cartera. El astuto árabe no mordió el
anzuelo. Impasible a mis ruegos, sugerencias y argumentos,
con-tinuó silencioso, petrificado en su indomable sonrisa y
sacudiendo los de-dos, en una irreductible exigencia de nuevos
dólares. Cedí, claro. Era el precio de mi improcedente desconfianza
anterior. El guía no lo había olvida-do y ahora, seguro de sí
mismo, me tenía contra las cuerdas.
No es que sienta una especial debilidad por
el dinero, pero al ver volar el segundo billete de cien dólares
presentí que mi modesta economía acababa de
sufrir un duro revés. «Bueno me consolé-: aún me queda el recurso
de las tarjetas de crédito ... » Mi estancia en Israel podía ser
larga y los gastos en estas investigaciones y peripecias son
siempre cuantiosos. Pero mi con-fianza en la Divina Providencia -y,
repito, en sus «intermediarios»- es casi suicida. Así que, como
digo, accedí a sus propósitos.
-¡Buen chico!, -clamó al fin
Solimán.
Abrió de nuevo la cartera y, satisfecho, me
ofreció lo que, en efecto, no era otra cosa que una reluciente y
recién adquirida tarjeta postal de apenas 20 o 30 centavos de
dólar.
Chasqueó el segundo billete y, desconfiado,
lo levantó hacia el parabrisas, verificando su autenticidad. Me
miró curioso y complacido, estudiando mis
reacciones.
En la postal aparecían las dos caras de una
antiquísima moneda: un sra-ter de plata, acuñado probablemente en
la ciudad fenicia de Tiro durante el período persa. Es decir, en la
cuarta centuria antes de Cristo.
Mi pulso se aceleró, dando por bien
empleados los doscientos dólares.
-iDios santo! -exclamé
alborozado.
-¿Era lo que buscaba? -me interrogó
feliz.
No supe y no pude responderle. La emoción me
tenía preso. Aquello sí podía constituir una pista. Una valiosa
pista...
Solimán esperaba que me deshiciera en
preguntas. ¿Dónde, cómo, cuán-do había localizado aquellas
imágenes? Aunque en mi mente rondaban es-tas y otras cuestiones, me
limité a devorar en silencio las caras de la vieja y deteriorada
moneda. En especial, la situada a la izquierda de la postal. Y los
minutos volaron. Al fin, cortés pero firme, mi acompañante
interrumpiría mis divagaciones mentales. Atardecía y, con razón, me
preguntó cuáles eran mis intenciones.
-Sí, claro -acerté a balbucir-. Un momento,
por favor.
Retorné al museo y, postal en mano, rogué al
funcionario que me mos-trara la totalidad de las tarjetas, folletos
y
documentación a la venta. No había gran
cosa. Amén de la que ya poseía -adquirida allí mismo por el árabe-,
el resto del material no respondía a mis inquietudes. En
consecuencia, aquél era el único «testimonio alado» exis-tente en
el tell de Hazor. Quería, necesitaba, un máximo de seguridad antes
de reanudar las investigaciones.
Mientras salía al encuentro del Mercedes y
de Solimán -seguramente a ra-íz del cansancio acumulado- tomé la
decisión de zanjar nuestra visita a Hazor. Mi cuerpo y espíritu
reclamaban un poco de sosiego y una intermi-nable ducha. Después,
en el silencio de mi habitación en el hotel, ya
vería-mos.
El guía recibió con satisfacción la orden de
regresar a Nazaret. En reali-dad, poco o nada quedaba por preguntar
respecto a la oportuna postal. Ca-recía de sentido que le Pusiera
al corriente de mi objetivo final. Así que, salvo algunos parcos,
esporádicos e intrascendentes comentarios, me ence-rré en un
mutismo total. Solimán, respetuoso, no insistiría en la historia
del tesoro ni en las cábalas que, evidentemente, me traía entre
manos.
Nos despedimos entrada la noche. El buen
hombre, que parecía haberme tomado cariño, se deshizo en sabios
consejos, ofreciéndome la hospitalidad de su hogar y haciéndome
prometer que le llamaría y contrataría para futu-ras incursiones
por Galilea.
El cansancio terminó doblegándome. Las
emociones, sustos y derroche de energías de aquella jornada pasaron
factura y, al filo de la una de la ma-drugada, muy a pesar mío,
tuve que interrumpir el análisis de la moneda. En sueños, como
ocurre con frecuencia, mi mente siguió trabajando y bu-ceando, a la
búsqueda de una interpretación. Fue otra noche de pesadillas, en
las que se entrecruzaron la lejana voz del mayor -dictándome el
cripto-grama-, los angustiosos ataques de cientos de ratas y un
gigantesco búho, planeando en silencio sobre las ruinas de
Hazor.
Al alba desperté sobresaltado y con el
cuerpo molido por las agujetas. Necesité tiempo para recordar dónde
estaba. No era la primera vez que ocurría. En otras pesquisas
-fruto de las tensiones o de la poderosa dinámi-ca de las mismas-,
al despertar en la oscuridad de una habitación, mi con-ciencia,
confusa, reclama y consume unos segundos hasta ubicarse en el lugar
exacto.
Coloqué la tarjeta postal junto al espejo y,
mientras me afeitaba, hice ba-lance de lo asimilado y descubierto
en la tarde-noche anterior. La verdad es que no podía sentirme
satisfecho. La cara de la moneda situada a la iz-quierda presentaba
un búho, con el cuerpo casi de perfil y la cabeza direc-tamente
enfrentada al observador. Se trataba probablemente de un búho real
o «gran duque», con una larga cola y los característicos penachos
de plumas sobre sus respectivos pabellones auditivos. Por detrás de
la rapaz nocturna se apreciaba una especie de báculo del que
colgaba un apéndice triangular. Casi con seguridad: un
espantamoscas.
La efigie de la derecha, bastante más
deteriorada, parecía corresponder a una deidad mitológica: alguna
suerte de tritón o dios de las aguas cabal-gando a lomos de un
caballo con cola de pez. El héroe, guerrero o divinidad se hallaba
en actitud de disparar un arco. Por debajo del caballo-pez se
apreciaba la superficie del agua y, en el extremo inferior de la
moneda, un delfín, orientado en la misma dirección del grupo
superior.
Lógicamente, desde el momento en que me
enfrenté a la reproducción del stater de plata, mi atención se
centró en el búho. Como ya mencioné, era el único
indicio, relacionado con Hazor, que presentaba alas y plumas. Mejor
dicho, una sola ala. La «estrígida», en escorzo, mostraba
únicamente la de la derecha. Esta circunstancia me confundió. El
enigma hablaba de «alas», en plural. Para colmo de males, esta
única y solitaria ala se hallaba muy desgastada, formando un todo
uniforme y monocolor, sin el menor rastro de plumas. A pesar de
ello examiné el resto del cuerpo, que sí lucía un nítido y
abundante plumaje. La suma final de las plumas -de las que el paso
de los siglos había respetado- volvió a sorprenderme. Eran treinta
y tres. Es decir, sumando ambos dígitos, «seis». De nuevo aquel
enigmático «seis»...
Ahí morían mis hallazgos. Pero no me daba
por vencido. Sin la necesaria documentación y sin el imprescindible
asesoramiento de los especialistas en numismática, en mitología
persa, fenicia, egipcia y asiriobabilónica, era in-útil sacar
conclusiones. ¿Qué podían representar aquellos símbolos? Y, muy
especialmente, ¿qué secreta interpretación guardaba la imagen del
búho real y del espantamoscas egipcio? ¿0 no era tal
espantamoscas?
«... y sus alas te llevarán al guía.
»
No debo ocultarlo. Esta frase del
criptograma -tan precisa- me hizo des-confiar. ¿Y si no fuera el
stater de Tiro el «mensajero» anunciado por el mayor? ¿De qué forma
una sola ala podría conducirme al «guía»?
El caos ganaba fuerza y terreno por
momentos. Tenía que reflexionar y actuar con sagacidad. Para
empezar, además de reunir un máximo de in-formación sobre la
moneda, resultaba vital la localización de la misma. ¿Dónde había
sido depositada? Convenía estudiarla y estudiar su entorno y
asentamiento actual con todo rigor. Quién sabe si la ubicación o el
propieta-rio dé la milenaria pieza podían arrojar más luz, incluso,
que las escenas acuñadas en sus caras.
Por supuesto, ni en el tell de Hazor ni en
Nazaret tenía muchas posibilida-des de desenredar la nueva madeja.
La mayor parte de los tesoros arqueo-lógicos descubiertos en suelo
israelita se encuentran en los magníficos mu-seos de Jerusalén,
Nueva York, París y Londres. Y la meseta de Hazor no constituye una
excepción. Había que regresar a Jerusalén y empezar prácti-camente
de cero.
No lo dudé más. Esa misma mañana, navegando
entre la esperanza y el desaliento, cancelé la cuenta, para acto
seguido abandonar el hotel y la ciu-dad de Nazaret. Esta vez me
decidí por el servicio de autobuses interurba-nos. Mi economía no
hubiera resistido el dispendio de un taxi o de un coche de
alquiler.
Al mediodía de aquel martes empujaba la
puerta giratoria del número 39 de la calle Keren Hayesod en
Jerusalén. Como siempre, el vestíbulo del hotel Moriah era un
bullicioso punto de encuentro de turistas de los más remotos confines. Y, una vez más, al sortear la pléyade de
parlanchines y eufóricos alemanes, japoneses, italianos y
norteamericanos, me sentí solo y extraño. ¡Qué ajenos eran mis
objetivos a los de aquella
humanidad!
David, el único recepcionista capaz de
articular algunas frases en español, puso en mis manos varios
mensajes, interesándose, curioso y solícito, por el golpe que aún
campaba sobre mi frente. Agradecí el gesto, restando im-portancia
al asunto. En cuanto a las llamadas telefónicas, todas procedían
del Instituto de Relaciones Culturales. Las peripecias en Hazor
habían bo-rrado de mi mente las obligaciones contraídas con dicho
organismo oficial judío. La situación me incomodó. Busqué una
excusa que justificara mi si-lencio. No era fácil. ¿Qué podía
argumentar? ¿Cómo explicar satisfactoria-mente el hematoma de mi
rostro? Aquel estricto y atosigante control empe-zaba a irritarme.
Así que, haciendo caso omiso de los mencionados mensa-jes, me
enfrasqué en la lectura de una de las guías turísticas de
Jerusalén" Lo razonable era iniciar mis nuevas indagaciones por los
más sobresalientes museos de la ciudad. Como segunda opción tenía a
los expertos en numis-mática y, por último, a los diferentes
departamentos de Arqueología y Anti-güedades de la Universidad
Hebrea y del Servicio de Conservación del Pa-trimonio Histórico del
Gobierno de Israel. Lo arduo y laborioso de la tarea no me
atemorizó. Estaba dispuesto a remover cielo y tierra con tal de
en-contrar el stater. Curiosamente, mi búsqueda finalizaría mucho
antes de lo previsto...
No tengo muy claro por qué, entre tantos
museos, fui a elegir el Rockefe-ller. Quizá por lo avanzado del día
y su relativa proximidad al hotel donde me alojaba. En Jerusalén,
la casi totalidad de estas instituciones cierra sus puertas entre
las cinco y las seis de la tarde. Disponía por tanto de unas tres
horas. Por otra parte, en la extensa relación de científicos con
los que había empezado a entrevistarme figuraba uno Joe Zías- del
departamento de Antigüedades del referido museo Rockefeller, que
seguramente podría orientarme. Todo esto, supongo, contribuyó a
que, sin más demoras, mar-cara el 278624. La fortuna me respaldó.
Zías se hallaba en el museo y me recibiría. Minutos más tarde un
taxi me dejaba en el extremo de la calle Su-leiman, frente a las
murallas del vértice norte de la Ciudad Vieja. Permanecí unos
segundos ensimismado y disfrutando del blanco azulado de aquellos
muros. Era imperdonable. En el tiempo que llevaba en la Ciudad
Santa no me había regalado un minuto de
solaz.
Me encogí de hombros y, tras soportar un
minucioso registro del equipo fotográfico, el vigilante del museo
retuvo la bolsa. Las medidas de seguri-dad, tanto en el exterior
como en el interior del palacete que sirve de sede al museo, estaban plenamente justificadas. Los tesoros allí
depositados son excepcionales.
Zías me escuchó con curiosidad, examinando
las figuras de la tarjeta pos-tal. No pestañeó. Me observó
detenidamente y, desconfiado, preguntó sin
rodeos:
-¿Por qué le interesa una pieza tan
antigua?
-Es una larga historia -improvisé-.
Investigo sobre el mundo mágico e ini-ciático de las viejas
civilizaciones semíticas, y ese búho, sin duda, es una pieza clave.
Intento localizar la moneda y reunir un máximo de información en
torno a su origen y posible significado.
El científico humedeció sus labios con la
punta de la lengua y, sin dema-siado convencimiento, abandonó la
abarrotada mesa del despacho, buscan-do en una de las estanterías.
Ojeó el índice de un grueso libro y, tras locali-zar el capítulo
deseado, lo abrió, retornando al sillón con idéntica Parsimo-nia.
Lancé una furtiva mirada sobre las páginas que retenían su
atención. Entre las cuatro ilustraciones distinguí dos que
reproducían monedas. Pero no me atreví a moverme. Mi corazón se
aceleró.
Zías, imperturbable, continuó su atenta
lectura, retrocediendo dos o tres hojas. La tensión empezaba a
lastimarme. ¿Qué había encontrado?
Finalmente, volviendo al punto de partida,
me tendió el pesado libro, invi-tándome a que comprobara. Se
trataba de un tomo sobre mitología gene-ral, de E Guirand, abierto
por las páginas 106 y 107. En dicho capítulo se hacía una
exhaustiva descripción de los dioses y héroes mitológicos
feni-cios. Y en la citada página 106, en efecto, podían verse dos
grabados en blanco y negro con antiquísimas monedas de Arvad,
Biblos y Tiro. Una de las piezas -en la ilustración ubicada en la
esquina superior izquierda- me dejó atónito. Me precipité sobre el
texto del pie de la fotografía. Su lectura me desmoronó. Decía así:
«Monedas de Arvad (arriba) y de Tiro (abajo), con temas
mitológicos. París, Biblioteca Nacional (Gabinete de Monedas).
»
Levanté la vista
decepcionado.
-¡Dios santo! -balbuceé- ¡Está depositada en
París!
El arqueólogo no pudo contener una burlona
sonrisa.
Todas mis esperanzas naufragaron. La moneda
se hallaba a seis mil mi-llas de
Jerusalén...
-Sí -puntualizó el judío-, ésa
sí...
Le miré sin comprender. Y Zías, apuntando
con el dedo índice izquierdo hacia el grabado en cuestión, me
sugirió que prestara mayor atención a lo que tenía ante
mí.
Caí sobre ambas caras de la moneda inferior,
la de Tiro, y, efectivamente, al revisarla por segunda vez,
comprendí que estaba en un error. Aunque los motivos eran gemelos a
los acuñados en la de Hazor, tanto el búho como el jinete y su hipocampo gozaban de un mayor realce y algunas
ligerísimas variantes. En la de París, la cabeza del «gran duque» y
el espantamoscas, por,,ejemplo, presentaban una inclinación más
acusada hacia la izquierda que la reflejada en la moneda del tell.
No había duda. Eran diferentes. Sin embargo, la tregua duraría
poco. El científico no supo resolver la siguiente y más importante
cuestión. Consultó los catálogos del museo y, ante mi
de-sesperación, negó con la cabeza. La pieza encontrada en las
ruinas de Hazor no se hallaba en las vitrinas ni en los depósitos
del Rockefeller.
-¿Ha probado usted en el museo de
Israel?
-Lo tengo previsto -repliqué
resignado.
Zías tampoco supo darme razón sobre el
significado de las figuras. Para él, como buen profesional de la
ciencia, el búho, el espantamoscas o el no menos enigmático
caballero cabalgando sobre un caballo marino, eran sim-ples
alegorías mitológicas. Nada más. Mi insistencia fue inútil. La
posible simbología esotérica del stater quedaba relegada al mundo
de la fantasía y de los «locos» como un
servidor.
A pesar del desplante agradecí su valiosa
ayuda. Y el israelita, conmovido quizá por mi terquedad a la hora
de seguir buscando la moneda de Hazor, me recomendó que acudiera a
Michal Dayagi Mendels, conservador y res-ponsable de los períodos
persa y judío del aludido museo de Israel. Con certeza, uno de los
museos de mayor relieve del mundo. Un lugar que ja-más
olvidaré...
Dios, o sus «intermediarios», escriben recto
con renglones torcidos. Sabia máxima. Este torpe aprendiz de casi
todo estaba a punto de experimentarlo una vez
más.
Rachel, la servicial funcionaria del
Instituto de Relaciones Culturales, vol-vió a telefonear. Sabía de
mi regreso a Jerusalén y no tuve más remedio que enfrentarme a la
cruda realidad. La jornada se extinguía y, a pesar de mis buenos
propósitos, la siguiente fase de las investigaciones -en el museo
de Israel- tuvo que ser pospuesta. La conversación telefónica con
la hebrea sólo contribuyó a embrollar aún más mi posición.
Necesitaba libertad de movimientos y, ante el desconcierto de la
rígida y disciplinada Rachel, le anuncié mi intención de congelar
las entrevistas hasta nuevo aviso. El único pretexto verosímil que
me vino a la mente fue el de la gran marcha a pie, desde Nazaret a
Belén. Deseaba emprender el proyecto cuanto antes y, en
consecuencia, las reuniones pasarían a un segundo plano. Como en
encuen-tros precedentes, trató de disuadirme, alegando que una
caminata de tales proporciones exigía una preparación e
infraestructura más sólidas y minu-ciosas. No cedí un solo
milímetro. Mejor dicho, en lo único que me mostré conforme fue en
cambiar impresiones con el doctor Liba, director del
insti-tuto, y en aceptar una carta oficial de
dicho organismo que, de alguna ma-nera, respaldara mi aventura e
hiciera las veces de «salvoconducto». Y a primera hora del día
siguiente cruzaba el portal número 6 de la calle Soko-lov,
recibiendo el utilísimo documento, en hebreo, de manos del propio
Moshe Liba. Un documento en el que se detallaban mis objetivos y se
reca-baba la ayuda y colaboración de las autoridades militares de
las zonas por las que tenía previsto transitar. El escrito -yo
entonces no podía imaginarlo siquiera- resultaría providencial en
determinados momentos de la severa e inolvidable marcha de cuatro
días por la margen derecha del rió Jordán. Pe-ro ésta es otra
historia que poco o nada tiene que ver con el enigma del mayor y
que quizá algún día me anime a
contar.
A partir de aquella radiante mañana del
miércoles, el bus número 9 se convertiría en un elemento familiar
para mí. Fueron unas jornadas plenas de emoción, en las que, salvo
contadas ocasiones, el citado autocar repre-sentó mi único nexo de
unión con la calle y con las gentes de Jerusalén. Al tomarlo por
primera vez en la avenida George V, frente al hotel Plaza, mis
pensamientos continuaban volcados en el stater y en sus
refractarias figu-ras. La del búho real, sobre todo, me tenía
obsesionado. ¿Por qué sus plu-mas sumaban «seis»? ¿Podía ser la
ansiada pista? Como refería, los cami-nos de la Providencia son
imprevisibles. Aquella misma noche, de regreso al hotel, me reiría
de mí mismo. Pero sigamos el hilo de los curiosos sucesos que se me
avecinaban.
Yo había visitado el museo de Israel en mi
anterior estancia en el país. Los museos, lo reconozco, son una
vieja debilidad. Al descender al -suroeste de la ciudad, el
espacioso complejo se abrió ante mí como un nue-vo reto. ¿Por dónde
empezar? El museo reúne un total de veintisiete insta-laciones, con
un apretado núcleo de salas dedicado a las más heterogéneas
disciplinas: arte, prehistoria, arqueología judía y asiática,
etnografía, biblio-teca y un largo
etcétera.
Era elemental. Quizá Dayagi, el curator o
conservador de los períodos ju-dío y persa, pudiera alisar mi
labor. Como primera medida resultaba obliga-do ponerlo en
antecedentes y localizar la moneda. Pero, como digo, el Des-tino
tenía otros planes. Michal no se hallaba en su despacho. Y nadie
supo informarme sobre su posible vuelta al museo. Mostré la tarjeta
postal a una de las empleadas del servicio de información y
relaciones públicas, pero, tan ignorante como YO sobre el
particular, me aconsejó que consultara en la biblioteca del centro.
La sugerencia me disgustó. Aquello significaba -casi con seguridad-
una nueva e irreparable pérdida de tiempo y de energías. También
cabía la posibilidad de lanzarse a una ciega búsqueda del stater
por entre las decenas de salas y los cientos de vitrinas. Es
curioso. Lo razo-nable hubiera sido obedecer los sensatos consejos
de mi informante y del sentido común, acudiendo a
los bibliotecarios o a otros arqueólogos y espe-cialistas en
antigüedades. Inexplicablemente, desoyendo los argumentos de mi
conciencia, elegí lo más difícil... y atractivo: emprender la
búsqueda por mis propios medios. Esta peligrosa y supon90 que
genética tendencia mía me ha costado senos reveses. Pero encajé el
desafió. La operación podía ser un rotundo fracaso. Lo sabía. Sin
embargo, este método -como todo lo imprevisto y misterioso- ejerce
sobre mí una influencia dominadora. No he hallado jamás nada más
excitante que la aventura de lo desconocido. Y con un entusiasmo
desbordante descendí las escaleras que conducen a los só-tanos del
pabellón de arqueología. No puedo explicarlo con claridad, pero
«algo» parecía llamarme desde las entrañas del museo. ¡Bendita
intuición! ¿0 no fue la intuición la que guió mis pasos? Nunca lo
sabré...
Consulté el reloj. Las diez horas. El museo
cerraba las puertas a las dieci-siete. Disponía, por tanto, de un
generoso margen, más que sobrado, para explorar las repletas salas
correspondientes a las nueve o diez centurias an-teriores a
Cristo.
«Hazor es su nombre ...
»
Las imágenes de la moneda y el tell de Hazor
eran mis únicas pistas. Len-ta y reposadamente abrí la
investigación, con los cinco sentidos puestos en cualquier pieza,
mapa, escultura o referencia que llevara por nombre Hazor o
Tiro.
«... y sus alas te llevarán al guía.
»
Las doce horas. Las estériles pesquisas
empezaban a barrenar mi ánimo. ¿Y si aquel despliegue resultaba tan
baldío como los anteriores? ¿Qué segu-ridad tenía de que la moneda
de plata había sido contemplada y «utilizada» por el
mayor?
Paso a paso revisé una legión de restos
correspondientes a los períodos del Bronce, remontándome, incluso,
a centurias tan fuera de lugar como las diecisiete y dieciocho
antes de Cristo.
Dejé atrás los vestigios hallados en los
estratos del primer período del Hierro y, a eso de las trece horas,
los acontecimientos se precipitaron. Al pisar la sala 309 de las de
arqueología, el correspondiente cuadro resumen del segundo período
israelita del Hierro (1000 a 586 a. de J.C.) activó mis alertas. El
stater, según los arqueólogos, había sido acuñado hacia el
cua-trocientos antes de nuestra era. Estaba, pues, muy cerca del
posible objeti-vo.
Fiel a la táctica de explorar cada sala
empezando siempre por la derecha de la puerta de acceso, fui
paseando frente a la primera pared, revisando unas diminutas
estatuillas de terracota y una valiosa colección de sellos y
monedas. Doblé la esquina y, al iniciar el
rastreo de la segunda pared, un nombre y una pequeña cabeza de
arcilla me fulminaron. ¡Hazor!
Me precipité sobre la pieza. El rótulo
explicativo hablaba de Astarte, diosa de la fertilidad, encontrada
en las ruinas del tell, de la octava centuria antes de Cristo.
«Claro -me dije a mí mismo-, esta finísima escultura de greda fue
extraída por Yadin en la excavación del IV estrato.» ¡Atención! Sin
darme cuenta había penetrado en una sala en la que Hazor podía
ocupar un lugar prominente. No me equivocaba. En el suelo, junto a
la mutilada representa-ción de Astarte, se exhibía un ciclópeo
dintel de piedra, utilizado en una de las puertas de la
ciudad-fortaleza. Temblé de emoción. Mis sentidos se abrieron a la
par, listos para engullir el más leve de los detalles. Retrocedí
junto a la cabeza de la diosa, subyugado por sus ojos y, en
especial, ante la casi imperceptible y burlona sonrisa de sus
breves y delicados labios. No sé explicarlo. En realidad, ni yo
mismo lo entiendo. Mi vista y mi corazón que-daron atrapados en la
dulce y al mismo tiempo burlesca expresión del rojizo rostro. Tuve
la clara sensación de que, a pesar del vacío de sus ojos, la
di-vinidad me transmitía algo. «Esto es ridículo», concluí al
término de la in-tensa observación. Y girando sobre mis talones,
lancé una mirada a la es-tancia. La enigmática sonrisa de Astarte
-ahora a mi espalda- siguió viva y flotante en mi
memoria.
«Un momento ... »
Aquella intuición -lo sé- no fue cosa de mi
torpe entendimiento. Y la «fuerza» que me acompaña me impulsó a
girar la cabeza, al encuentro de los ojos de la
diosa.
«Un momento ... »
Fui a colocarme a la izquierda del pedestal
que sostenía la figura, tratan-do de seguir la dirección apuntada
por tan fascinantes ojos. No había duda. Astarte «miraba» al centro
geométrico de la sala cuadrangular. La lógica se reveló de
nuevo.
«¡Estás chíflado!», me reproché al
punto.
Muy posible. Pero también era cierto que
muchas de estas «locuras» me han brindado estimulantes sorpresas...
Un familiar relampagueo en las en-trañas me puso sobre aviso. Ya no
podía retroceder. La curiosidad había echado a volar. Me encaré
nuevamente con Astarte y, esta vez, la sutil son-risa se acentuó en
mi imaginación. ¿O no fue cosa de mi
imaginación?
Di media vuelta y, sin atreverme a mover un
músculo, espié el pedestal que se levantaba a cuatro o cinco
metros. ¿Qué contenía? ¿Por qué su sim-ple contemplación alteraba
mi pulso? La situación era ridícula. A fin de cuentas, tarde o
temprano habría llegado hasta él... ¿No estaría exageran-do? ¿Por
qué prestar tanta atención a una oscura sonrisa y a unos ojos de
barro?
Siempre me ha encantado disfrutar de
situaciones límite. Estados que pueden desembocar, o no, en
sorpresas o en logros altamente provechosos. Así que, midiendo cada
Paso, fui acercándome al negro pedestal –probablemente metálico-
sobre el que descansaba una urna cúbica. A su derecha, desde mi
posición, a un nivel inferior al del arca de cristal, un pie
igualmente de metal se abría en un atril.
A mitad de camino me detuve. Estaba seguro,
pero quería cerciorarme. Giré y busqué los ojos de la diosa. En
efecto sostenían la trayectoria que conducía a la columna. Una
punzante mezcla de ansiedad y zozobra me re-tuvo unos segundos. Mi
vista relampagueó por la cara del pedestal, sin des cubrir el
obligado rótulo explicativo. Seguramente se hallaba en el interior
de la urna. La tensión se desencadenó y, de un salto, me arrojé
sobre el ar-ca. El instinto me gritaba que allí, entre las paredes
de vidrio, tenía que es-tar lo que perseguía: la milenaria moneda
de Hazor, con el búho real.
Fue un mazazo. Mi orgullo, fantasía y locas
esperanzas se volatilizaron. No pude despegarme de la urna. En su
interior no aparecía el apreciado stater Tan sólo tres objetos, en
hueso o marfil, pertenecientes a un ajuar femenino. La decepción me
hirió tan profundamente que ni siquiera reparé en las reducidas
etiquetas mecanografiadas que aclaraban la naturaleza y origen de
los utensilios a la vista. Estaba hipnotizado por el desencanto,
con las manos aferradas a las aristas de aquella maldita urna de 45
centímetros de lado. Y allí mismo maldije a la diosa y, obviamente,
mi necia precipita-ción.
Me revolví con rabia y, clavando los ojos en
los de Astarte, me interrogué a mí mismo. ¿Cómo podía ser tan
ingenuo y estúpido a un tiempo? No tenía
solución...
En esos momentos, mientras fulminaba la
pétrea y burlona sonrisa de la divinidad desenterrada en Hazor, el
subconsciente, de manera subliminal, resucitó la imagen de una de
las piezas depositada en la urna.
« ¡Dios! ¿Qué era lo que acababa de
contemplar a mis espaldas?»
Pestañeé nervioso. Y la máscara de arcilla,
como sucediera poco antes, pareció confirmar mis sospechas,
ensanchando su mueca desde la pared y haciéndome
vacilar.
« ¡No, es posible! »
Me incliné hacia la vitrina. Comprobé que lo
que descansaba en su interior no era un mal lance de mi
desenfrenada imaginación y, a renglón seguido, devoré el rótulo que
yacía al pie del objeto.
Una sacudida me hizo retroceder. Demudado,
presa del susto, sólo acerté a escapar de allí, refugiándome en uno
de los ángulos de la sala.
* ¿Qué clase de juego era aquél?
»
*... y sus alas te llevarán al guía.
»
El criptograma se encendió en mi
cerebro.
«¡Era absurdo! ¡Todo lo era ...
!»
«Mira, envío mi mensajero delante de ti ...
»
La cabeza de la diosa. La enigmática
sonrisa. Sus ojos vacíos. Y ahora...
«aquello».
«¡Dios!»
Sabía que estaba prohibido fumar. Pero
encendí un pitillo, dejando que el recio y obediente humo suavizara
los nervios. Lo aplasté con la segunda y relajante bocanada,
retornando decidido hasta la urna.
«¡Increíble!»
Completé una vuelta en tomo a la caja de
cristal, observándola desde dis-tintos
ángulos.
«... el número secreto de sus
plumas.»
Todo parecía encajar. ¿0 era mi alegría la
que, atropellada y falsamente, estaba concibiendo un nuevo
fantasma?
Me supliqué serenidad. Abrí el cuaderno «de
campo» y, casi sin pulso, co-pié la leyenda, en inglés, que
escoltaba mi descubrimiento. Decía textual-mente: «DECORATED BONE
BUNDLE. Hazor, 9th. century B.C.E. Probably part of a mirror or
sceptre, the hadle shows a winged figure grasping the open volutes
of a "tree of life" in relief.
Traducido venía a decir que aquella pieza
-un mango de hueso decorado- procedía de Hazor. Su antigüedad, a
juicio de los arqueólogos, se remonta-ba a la novena centuria antes
de Cristo. El rótulo añadía que, probablemen-te, se trataba de una
parte de un espejo o cetro en la que aparecía, en re-lieve, una
figura alada asiendo las volutas abiertas de un «árbol de la
vida».
¡Una figura alada! ¡Y originaria de Hazor!
¡Un ser con alas, infinitamente más atractivo que el
búho!
Pegué la nariz al cristal, absorto y
maravillado. El delicado relieve -trabajado sobre un cilindro de
hueso de unos 20 centímetros de altura por otros 6 o 7 de diámetro
representaba, en efecto, una especie de ángel con cuatro grandes
alas extendidas. Dos nacían de sus espaldas y las restantes,
dirigidas hacia tierra, de la cintura. Presentaba el típico perfil
egipciobabiló-nico, con los brazos ligeramente despegados del
cuerpo. El derecho exten-dido hacia adelante y el izquierdo hacia
atrás. Las manos, como rezaba la leyenda, agarraban sendas ramas
(?) de un achaparrado arbusto. Aquella criatura híbrida llenaba la
casi totalidad de la superficie del mango. En cuanto al «árbol de
la vida», había sido labrado en la cara
opuesta.
Las dos piezas que acompañaban al «ángel»
-así lo bauticé desde el pri-mer momento- no llamaron mi atención.
Una consistía en una cuchara de marfil, utilizada seguramente en
cosmética, con el mango labrado a base de palmas
invertidas. Un pequeño espejo rectangular situado en el piso de la
urna permitía ver su cara inferior. La otra -también desenterrada
en las rui-nas de Hazor- era una parte de una copa o recipiente
cilíndrico, confeccio-nado igualmente en
marfil.
Pero si el hallazgo del mango de hueso con
el «ángel» fue vital, la obser-vación del dibujo exhibido en el
atril contiguo a la urna lo fue mucho más. Los responsables del
museo, con un acertado y providencial criterio, habían trasladado
al papel el desarrollo íntegro y exacto -minuciosamente exacto
diría yo- del altorrelieve labrado en el mencionado cilindro. Allí,
las caracte-rísticas y detalles del «árbol de la vida» y del
personaje aparecían con total nitidez.
Me arrodillé frente al esquema y, durante
largo rato, permanecí ensimis-mado y saboreando lo que, a primera
vista, parecía una importante clave. Desgraciadamente, a
intervalos, el recuerdo del stater de plata venía a en-turbiar mis
pensamientos. ¿Cuál de los dos tenía que ver con el criptogra-ma?
¿Y si no fuera ninguno? En el museo quedaba mucho por mirar.. Las
circunstancias exigían una especial frialdad. Convenía analizar y
desmenu-zar ambas pistas, siempre a la luz del texto del
mayor.
Mira, envío mi
mensajero
delante de ti, MARCOS
1.2.
Hazor es su nombre
y sus alas te
llevarán
al guía MARCOS
6.2.0.
El número secreto de sus
plumas
es el número secreto del
guía,
el que ha de preparar tu camino, MARCOS
1.2.
Un primer flash me hizo saltar de alegría.
¿Cómo no lo había intuido an-tes? La palabra «mensajero» también
podía ser interpretada o traducida como «ángel». En sentido
literal, ése es su genuino significado. Aquella criatura -con
cuatro alas y aferrada al bíblico «árbol de la vida»- tenía que
simbolizar al famoso ángel guardián del Paraíso: el querubín cuya
misión era custodiar el árbol de la inmortalidad. Tanto si el mango
de hueso había sido obra de judíos como de persas, ambos conocían y
eran depositarios de la misma tradición.
« Mira, envío mi mensajero -¿mi ángel?-
delante de ti. »
¿Estaba, por tanto, ante el «mensajero»
citado en el criptograma?
En cuanto a la tercera frase Hazor es su
nombre»-, quizá el juego de pa-labras del mayor estaba insinuando
que el ángel o mensajero llevaba dicho
nombre.
La cuarta y quinta frases se resistieron. Si
aquél, realmente, era el men-sajero alado, ¿cómo o de qué forma sus
alas podían llevarme al guía?
Impaciente, salté a la sexta y séptima
referencias: las plumas y el núme-ro secreto. Al sumarlas, el
resultado me confundió. Incrédulo, repetí la
ma-niobra.
« ¡No puede ser! Quizá la réplica del atril
sea defectuosa. »
En el fondo, conociendo la eficacia de los
judíos, sabía que tal posibilidad era una quimera. Pero, por
seguridad, fui a reunirme con el original y, con una franciscana
paciencia, conté las plumas esculpidas en el cilindro. No había
error. Y la certeza de que me hallaba ante el «Hazor» del enigma
conquistó terreno en mi corazón.
No podía desperdiciar un minuto. La
imposibilidad de fotografiar la pieza y el dibujo -las cámaras
estaban prohibidas en el museo- me obligó a recurrir a una fórmula
intermedia: copiar el desarrollo. Tiempo habría de localizar la
documentación correspondiente y actuar en
consecuencia.
Perfilada mi rústica «obra de arte» y
ansioso por encerrarme a estudiarla, a punto estuve de tomar el
camino de salida.
Fue menester una carga extra de disciplina.
El magnetismo del «ángel» de la sala 309 tiraba de mí hacia el
hotel. Sin embargo, como digo, un inna-to sentido de la
responsabilidad me amarró al lugar. Había que revisar el resto de
las dependencias. Al menos, apurar aquellas que guardasen rela-ción
con las excavaciones y hallazgos del tell de
Galilea.
Poco antes del cierre del museo -rendido y
excitado di por rematada la exploración. Paradójicamente, la
infructuosa búsqueda me tranquilizó. Nin-guna de las salas
albergaba el menor rastro de cerámica, escultura, pintura o enseres
con representaciones o símbolos alados de Hazor. En cuanto a la
moneda acuñada en Tiro, ni rastro.
Y con un prudencial optimismo lo dispuse
todo para el «asalto» a la enigmática figura del «ángel de Hazor».
¿Había llegado el gran momento?
«El número secreto de sus
plumas
es el número secreto del guía ...
»
Estas sentencias -sexta y séptima
respectivamente fueron mi principal obsesión en aquella larga noche
del miércoles. Admitiendo que el mayor -que podía haber visitado el
museo de Israel exactamente igual que yo hubiera puesto sus ojos en
tan bella y simbólica imagen, convirtiéndola en el eje de su
enigma, ¿qué reservada información había enterrado bajo el concepto
de «número secreto de sus plumas»?
Cada una de las alas superiores presentaba
12 plumas. Ello hacía un total de 24. 0 sea: 2 + 4 = «6».
Curioso.
Las inferiores, en cambio, arrojaban un
resultado diferente. La dibujada junto a la pierna derecha disponía
de 10 plumas. En la cuarta sólo se dis-tinguían 5. Lo
desconcertante es que la suma última -la de las plumas de las
cuatro alas- también daba el mismo dígito: 42. Es decir, 4 + 2 =
«6». Este número -el endiablado «seis»- aparecía invariablemente,
tanto si lle-vaba a cabo las sumas individuales en las alas
superiores o inferiores como en la mencionada adición final. (12 +
12 = 24 = 2 + 4 = 6, que sumado a 10 + 8 = 9 era igual a 6 + 9 = 15
= 1 + 5 = «6».)
Durante horas, aquel aparente juego me
catapultó a un universo de espe-culaciones, maniobrando con las
alas y los números en todas direcciones, por activa y por pasiva,
hasta el agotamiento. La postrera y provisional conclusión fue la
misma que había divisado en los primeros análisis, en la sala 309
del museo de Israel: quizá el número secreto de
las
plumas de aquella criatura fuera el «seis».
(Idéntico al que arro ' jaban los peldaños que conducían a los
túneles de las ruinas de Hazor.)