«Después de un presuroso callejeo nos adentramos en un desahogado sa-lón en obras. A la parca luz de algunas bombillas enroscadas a las colum-nas, confundidos en una atmósfera de yeso fresco y madera recién serrada, cuatro individuos trajinaban tablones y martillos. Uno de ellos, encorvado hacia un caldero de cemento, canturreaba una doliente melodía árabe.
»Cerré los puños, comido por la emoción. ¿Cuál de aquellos afanosos obreros era el depositario de lo que tanto ansiaba?
»Tras identificar a nuestro hombre, mi acompañante sorteó a los opera-rios más próximos, saludándoles con sendas y amistosas palmadas en las espaldas. Le vi llegar hasta el que removía la masa e, inclinándose, le susu-rró algo al oído. Ambos se incorporaron, observándome desde la penumbra. La irregular iluminación le preservó de mi desatada curiosidad. Pero me quedé quieto, tal y como había sugerido el improvisado guía.
»Digo yo que el tronar de mi corazón tuvo que ser escuchado en un am-plio radio. Pero nadie alteró su faena.
»Concluido el breve diálogo, el que hacía de albañil arrojó la paleta en el mortero y, restregando las manos en los flancos del pantalón, avanzó hacia mí.
»No pude remediarlo. Me eché a temblar. ¿Había llegado el gran momen-to? ¿Qué podía decirle? ¿Cómo atacar tan peregrina y críptica historia?»

ESPAÑA

Sí, aquél fue un momento de alta tensión. En segundos, todo quedó olvi-dado: las interminables jornadas de nerviosa y, a veces, irritante búsqueda; las dilatadas horas sobre aquel papel y el refractario enigma; la soledad de los caminos y hasta los múltiples conatos de desesperación y de intento de abandono. Como en una pesadilla, en un abrir y cerrar de ojos, todo eso entró en las páginas del recuerdo. Pero bueno será -en honor y agradeci-miento a cuantos se han sentido atraídos por este enigma o me han alenta-do a no desfallecer en semejante empresa- que relate, aunque sólo sea su-cintamente, algunos de los pasos, sucesos y desventuras en que me vi comprometido por obra y gracia del criptograma que cierra mi anterior li-bro: Caballo de Troya 2.
Sin duda, aquellas personas que hayan leído el primero de los Caballos recordarán cómo, para hacerme con el fascinante Diario del mayor nortea-mericano, en el que se narran los once últimos días de la vida de Jesús de Nazaret, fue menester una casi franciscana paciencia. En aquella labor poli-cíaca jugaron un papel decisivo un total de cinco enigmáticas y aparente-mente absurdas cinco frases:

*EL CENTINELA QUE VELA ANTE LA TUMBA TE REVELARÁ EL RITUAL DE ARLINGTON.
*LLAVE Y RITUAL CONDUCEN A BENJAMIN.
*ABRE TUS OJOS ANTE JOHN FITZGERALD KENNEDY.
*EL HERMANO DUERME EN 44-W. LA SOMBRA DEL NÍSPERO LE CUBRE AL ATARDECER.
*PASADO Y FUTURO SON MI LEGADO.

Pues bien, como decía, el juego favorito del mayor -los criptogramas- no había concluido. El manuscrito aparecía bruscamente interrumpido, justo al final de la histórica jornada del domingo 16 de abril del año 30 de nuestra era, tras la primera de las misteriosas apariciones del Resucitado a sus once íntimos. Inexplicablemente, al menos para mí, la narración quedaba seccio-nada en el punto en que los apóstoles y la «cuna» se disponían a viajar hacia el norte: a la Galilea. Por todo final, después de una patética súplica -«¡Dios de los cielos, dame fuerzas para proseguir mi relato! »-, el mayor remataba su Diario con este segundo y no menos inquietante enigma:

MIRA, ENVÍO Mi MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.
HAZOR ES SU NOMBRE Y SUS ALAS TE LLEVARÁN
AL GUÍA MARCOS 6.2.0.
EL NÚMERO SECRETO DE SUS PLUMAS
ES EL NÚMERO SECRETO DEL GUÍA,
EL QUE HA DE PREPARAR TU CAMINO, MARCOS 1.2.

Como es natural, yo conocía esta supuesta clave mucho antes de que vie-ra la luz pública, en marzo de 1986. Entonces no podía concebir el porqué de tan dramático y exasperante final. ¿Qué había sucedido? ¿Terminaba ahí la aventura de Jasón? Todo parecía señalar que no; que el Diario profundi-zaba en las restantes apariciones del Maestro. ¿0 era sólo mi ardiente deseo de seguir conociendo nuevos detalles sobre Jesús? Durante un tiempo, muy a pesar mío, viví con una inseparable sensación de rabia. Casi de frustra-ción. No me sentía con fuerzas para desplegar una segunda e incierta ex-ploración del criptograma. Y poco faltó para que, sin haberlo intentado si-quiera, olvidara allí mismo y para siempre este nuevo desafío. Pero está visto que cada ser humano viene a este mundo con una o varias áreas de las que nada ni nadie pueden apartarle. Ni siquiera uno mismo. Y mi desti-no, evidentemente, es salir de una aventura para meterme en otra...
El caso es que -tal y como me temía- aquel distanciamiento de la postrera clave del mayor fue temporal. Esa «fuerza» que vive en mí se encargó de disipar los iniciales sentimientos de impotencia y de desengaño, arrastrán-dome, sutil y magistralmente, hacia lo inevitable. Y un buen día aparqué mis otras indagaciones y pesquisas, aceptando el reto.

No sé si merece la pena redundar en ello. Mis primeras escaramuzas con este segundo enigma fueron tan estériles como descorazonadoras. Durante semanas no hice otra cosa que marcarlo y marearme. Ahora, con la ventaja del tiempo transcurrido, comprendo que, en aquellos días, incurrí en dos errores. Influido por el primero de los criptogramas, sospechando, incluso, que ambos guardaban relación, luché por descubrir alguna pista que me condujera a una nueva llave o apartado de Correos. Deseaba que el desen-lace de este misterio pudiera materializarse en otro maravilloso mazo de fo-lios manuscritos. Es decir, en lo que suponía la continuación del Diario del mayor. Éstas, como digo, fueron las dos primeras y lamentables equivoca-ciones que retrasarían mi labor.
Desde el principio hubo una frase que me trastornó: «el que ha de prepa-rar tu camino, MARCOS 1.2». ¿Qué demonios encerraba? ¿Cuál era ese ca-mino? ¿0 no se trataba de un camino, tal y como yo presumía? Ahora lo veo con nitidez. Ojalá entonces hubiera sido tan hábil como para olvidar la pre-concebida idea de un legado, centrando mis fuerzas en otras «posibilida-des». Pero las cosas debían seguir su curso natural.
Ni que decir tiene que consumí decenas de horas arañando hasta la más nimia e inverosímil de las hipotéticas combinaciones de letras, palabras y frases. Como en el primer desafío, hice bailar los vocablos del criptograma, buscando una secreta lectura del mismo. Me estrellé una y otra vez. Aquello no guardaba el menor sentido. Ni en el original, en inglés, ni en castellano, supe hilvanar una sola frase que arrojara un poco de luz a mi fatigado cere-bro. Pensé en ocasiones que quizá me empeñaba en penetraciones tan pro-fundas y retorcidas como inútiles. Tal vez la solución se hallaba en la «su-perficie» de¡ enigma. Pero, empecinado en tales maquinaciones, tardé mu-cho tiempo en comprenderlo.
Recuerdo, repasando ahora mis notas, que hubo un momento en el que llegué a tomar el verdadero camino. Prescindiendo de los tres exasperantes «MARCOS» y de sus respectivas numeraciones, el mensaje del mayor -aceptándolo como tal- presentaba cierta lógica, dentro del hermetismo de cualquier criptograma. Desde esta perspectiva y leído de corrido, el texto decía así:
«Mira, envío mi mensajero delante de ti. Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía. El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que ha de preparar tu camino. »
La más elemental deducción -digamos que leyendo «en superficie»- puso ante mí dos «personajes» aparentemente distintos: el mensajero, cuyo nombre era Hazor, y un guía. Pujando por desenmarañar las intenciones de mi amigo, el mayor, consideré un sinfín de hipótesis. ¿Quién era el tal Hazor, mensajero alado? ¿Qué significaba que lo «enviaba delante de mí»? ¿Era menester esperar a que algo o alguien apareciera en mi presencia? Desde el primer instante rechacé la última incógnita. Conociendo un poco el laberíntico estilo del ex oficial de la Fuerza Aérea norteamericana, era más que dudoso que quien se enfrentara al enigma debiera sentarse y aguardar la misteriosa aparición del citado Hazor.. El mayor, de nuevo, jugaba con los símbolos. Y ése era el problema. Evidentemente, prosiguiendo con esa interpretación literal, el mensajero disponía de alas y de plumas. Pensé en un azor, en la conocida ave de rapiña. Pero, amén de la H sobrante, la ar-dua tarea de contar el número de plumas de estas rapaces me hizo desistir. Consulté a expertos ornitólogos. Las respuestas -como imaginaba- fueron desalentadoras: resultaba muy difícil, casi imposible, hallar dos azores con el mismo número de plumas. Claro que también podía tratarse de un azor de piedra, o de una pintura de dicha ave, enclavados en Dios sabe. qué lu-gar del mundo. La posible pista se me antojó tan endeble como fatigosa. Y poco a poco se disipó entre mis manos.
Fue en aquellos días de 1985 cuando, siguiendo el rastro del «mensaje-ro», en una de las primeras consultas bibliográficas, se levantó ante mí co-mo un presagio. «Hazor» o «Hasar» existía. Leí aquella documentación atropelladamente. Se trataba de una remota ciudad bíblica, localizada en lo alto de un tell o colina artificial, denominado «Tell el-Qedah o Tell Waqqas, entre los lagos el-Húleh y Tiberíades, al norte de Israel. Como decía, fueron instantes de lucidez y de lógica excitación. ¿Una ciudad bíblica llamada Hazor? Quizá ahí estuviera la clave. Pero, desafortunadamente, al volver sobre el enigma, mis tímidas esperanzas naufragaron. Allí se hablaba de un mensajero, no de una ciudad. Era muy posible que. el mayor hubiera cono-cido Hazor, pero ¿cómo asociar la hipótesis de un ser con alas y unas ruinas arqueológicas? Mi proverbial torpeza y quizá un asfixiante sentido de la ra-cionalidad sepultaron lo que, sin lugar a dudas, había sido una excelente in-tuición. ¡Cuándo aprenderé a dejarme llevar por ese oculto y maravilloso sentido!
Además, y para terminar de sofocar esta luz inicial, los tres «MARCOS» y los números adyacentes cayeron sobre mí como otras tantas losas. Senci-llamente, me perdí en la astuta trampa del mayor. Desde un principio, casi desde la primera lectura del criptograma, varias de las frases -con el ladino remate del Marcos 1.2 o Marcos 6.2.0- me llevaron inexorablemente a la Biblia. Repasé el Evangelio de Marcos y comprobé cómo parte del capítulo uno, versículo dos, era idéntico a lo escrito por el mayor en la primera, se-gunda y última líneas. El citado evangelista dice textualmente en 1,2: «Co-mienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: "Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de pre-parar tu camino."»
En cuanto a la segunda supuesta cita del Nuevo Testamento (Marcos 6.2.0), la lectura de la misma sólo contribuyó a encharcar mi ánimo. Para empezar, no existe tal cita. Y me explico. No existe como Marcos 6.2.0. Sí como Marcos 6,2. El escritor sagrado, en su capítulo seis, versículo dos, di-ce así: «Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga. La multi-tud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: "¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos?"»

No pude o no supe descifrar la posible conexión entre ambos textos. Había, además, otro pequeño-gran detalle que me sublevaba. Consulté a varios escrituristas bíblicos y todos fueron rotundos: los dígitos de las citas del Antiguo o Nuevo Testamento jamás se presentan separados por puntos. Siempre por una coma y un guión o con el primero de los números -el co-rrespondiente al capítulo-, en una tipografía más acusada. El mayor había manejado la Biblia. La conocía muy bien. ¿Cómo interpretar entonces aquel fallo? ¿0 no era tal? En este caso, ¿qué había querido decir con esas tres ci-fras -6.2.0- amarradas, o supuestamente amarradas, al nombre de Marcos?
Obstinado, me aventuré en el tortuoso mundo de las citas bíblicas, bata-llando por desvelar las posibles ramificaciones de aquellos dos pasajes de Marcos. Y de un texto fui saltando a otro, en una loca carrera, cada vez más vertiginosa. Quizá fuera mi afán por encadenar las pistas -o quizá la indu-dable «magia» del criptograma, tal y como se verá más adelante- lo que, de vez en cuando, me hacía ver insospechadas y asombrosas vinculaciones entre muchas de las citas consultadas. Por suerte y por desgracia, a princi-pios del año 1986 -una vez publicado Caballo de Troya 2-, comencé a reci-bir decenas de cartas, informaciones y sugerencias en torno al enigma. To-do aquello, durante algún tiempo, terminó por conducirme a un peligroso y permanente estado de excitación y nerviosismo, muy próximo a la locura. Sin embargo, algunas de las ideas proporcionadas por los lectores, aunque no condujeran a la solución última y material del criptograma, apuntaron «algo» que yacía en lo más hondo del mensaje y que, como señalaba ante-riormente, le confiere un halo mágico. Como si no hubiera sido confeccio-nado por una mente humana. Como si encerrara entre sus palabras y letras varios y preciosos tesoros> sólo distinguibles con las «herramientas» de la Kábala, de la Numerología o de la imaginación. Pero vayamos paso a pa-so...
Gracias al cielo, mis incursiones en la Biblia -siempre a la caza y captura de alguna clave segura- concluyeron a las pocas semanas y como conse-cuencia de un cansancio total. El encadenamiento de citas, amén de las mil posibles interpretaciones, todas ellas subjetivas, no me llevó a nada palpa-ble o concreto. Una de estas pesquisas -pacientemente trazada por uno de mis lectores: Luis Astolfi, levantó, en parte, mi malparado ánimo. Partiendo del primero de los textos de Marcos (1,2), fuimos a parar a otro de Mala-quías (3, 1) en el que puede leerse: «He aquí que voy a enviar un mensaje-ro, que preparará el camino delante de mí ... »
A su vez, como había tenido oportunidad de experimentar en decenas de ejemplos precedentes, este pasaje nos catapultó a otro, también de Mala-quías (4,5), aparentemente enganchado al primero: «He aquí que yo envia-ré a Elías, el profeta, antes de que venga el día de Yavé, grave y terrible.» Y de ahí, con la esperanza de que Elías pudiera significar algo en la cada vez más intrincada tela de araña del enigma, fuimos saltando a Malaquías (3,23), a Mateo (11, 10- 14), con una nueva aportación referida a la huida a Egipto, a Mateo (17,113), a Marcos (9,2-13), otra vez a Malaquías (3,1), a Lucas (1,17-76), a Juan (1,6-26), a Isaías (63,9), etc. Paralelamente, de Marcos (6,2) podía uno introducirse en textos de Mateo (13,53-58) y de Lu-cas (4,1630).-y así, casi, hasta el infinito. De todas formas, Astolfi concluía su exposición con unas frases que reproduzco literalmente y que, como di-go, constituían una posibilidad. Una difícil y remota posibilidad que yo había valorado anteriormente en aquel «manicomio».
«De todo esto deduzco -decía mi amable comunicante- que Hazor está en la sinagoga. El azor es una ave. Ignoro por qué está con H. Puede ser que en las sinagogas (o en una en particular) exista la imagen simbólica del azor, con plumas, cuyo número tiene algo que ver con Elías o Juan el Bau-tista. Como no conozco ninguna sinagoga próxima, me he detenido aquí.
»La cosa sería investigar en sinagogas y buscar un azor (imagen u otra cosa), ver si la H tiene algo que ver, contar las plumas que tengan sus alas (supongo que serán limitadas, al ser una imagen), o ver si tiene algún nú-mero simbólico asociado, y ese número enlazarlo con el guía Elías o Juan el Bautista (que ignoro lo que puede representar). Ello preparará el camino. »
La sugerencia me inyectó ánimos. Desenterré la vieja pista y, por espacio de algunos días, busqué afanosamente.

Fue inútil. Ni los rabinos a quienes pregunté, ni la Asociación para la Amistad Hispano-Judía, ni mis amigos en Ismael supieron orientarme. Y el asunto del azor en las sinagogas, del «guía» Elías o Juan el Bautista, fue ar-chivado. Había que abrir nuevos senderos, nuevas posibilidades. Pero ¿cuá-les?, ¿en qué dirección?
Algo sí había aprendido en aquel caótico ir y venir por la Biblia, deslum-brado por las alusiones evangélicas del mayor: éstas, casi con seguridad, no guardaban relación alguna con la solución del criptograma. Mi corazón me decía que eran un puro espejismo. Un truco. Quizá parte del juego. Y ese firme pero subterráneo sentimiento seguía recordándome una palabra, una pista -«Hazor»- que yo, con idéntica obstinación, relegaba una y otra vez. Para qué engañarme y engañar al lector. Desde un principio, desde que supe de la existencia de la ciudad bíblica, comprendí que debía viajar a Israel. Pero antes, quizá por mi exacerbado espíritu analítico, traté de apu-rar hasta la última probabilidad.
En algún momento de esta desordenada exposición -que refleja en cierta medida lo atropellado y confuso de mi propia búsqueda- he hecho alusión a la indudable «magia» contenida en el enigma. Pues bien, ésta sería otra de las causas de mis continuos y prolongados escarceos en direcciones aparen-temente improductivas, de cara a la resolución del criptograma, pero todas ellas fascinantes. No me cansaré de repetirlo: el «mensaje» parece tener vida propia. Encierra y oculta otros «mensajes» secundarios que -me cons-ta porque obran en mi poder- han maravillado a cuantos lectores han tenido la paciencia e instinto de descubrirlos y «trabajarlos». Una de esas sorpre-sas llegó hasta mí de la mano de la Kábala.

Aunque siga siendo un lobo solitario en muchas de mis aventuras e inda-gaciones, hace tiempo que comprendí que el trabajo en equipo arroja siem-pre resultados altamente provechosos. De ahí que, sin titubeos, desde el momento en que hice mío el nuevo desafío del mayor, solicitara la opinión y generosa ayuda de un escogido grupo de expertos en las más dispares dis-ciplinas. Y los kabalistas, naturalmente, aceptaron lo que, a primera vista, sólo se presentaba como un juego.
Resultaría agotador desmenuzar aquí las asombrosas deducciones que, uno tras otro, fueron destilando del enigma estos estudiosos de la «otra ca-ra» de la Biblia. Sirva como una pequeña muestra de cuanto afirmo el arranque de una de las misivas, obra de un eminente médico -el doctor La-rrazábal-, en respuesta a mis requerimientos.
« Lo primero que llama la atención -escribía este magnífico investigador de la Cábala, en relación al criptograma- es el nombre del mensajero: HAZOR. ¡Qué raro pájaro!, porque en español azor no se escribe con hache. Luego, este nombre está camuflado y quiere decir otra cosa.
»Esta forma de ocultar palabras es frecuente en los libros sagrados y se resuelve mediante una operación Bamada «Gilgul", que en hebreo significa "trasposición" o «revolución" y que consiste en trasponer el orden de las le-tras de la palabra para hallar su real significado. Por ejemplo: el Éxodo dice "enviaré ante ti a Milaki (el ángel)". Por trasposición obtenemos Mikael, el arcángel guía y protector del pueblo hebreo.
»Así, por trasposición de la palabra HAZOR, obtenemos “Z0HAR", que en hebreo significa luz". El Zohar, junto al Sepher Ietz¡rah, constituyen los dos principales tratados de Kábala teórica, así como el Tarot y las Schemanp-horas lo son de la Kábala práctica o aplicada.
»De forma que ya tenemos el nombre del "mensajero"; ahora vamos a contar sus "plumas" para ver si averiguamos la naturaleza del "guía" y del "camino".
»La palabra "Zohar" consta, como ves, de tres letras hebreas, que tienen los siguientes valores numéricos: "resch" = 200; "hé" = 5 y "zain" = 7. 0 sea, sumados, 212. Éstas serían las "plumas del hazor” y su número secre-to (2 + 1 + 2), el 5. Si ahora te acuerdas de lo que te escribí en mi carta anterior, el "cinco" constituye el número secreto de Jesús. Recordarás que te decía que Yavé era el gran nombre de cuatro letras -el "cuatro"-, mien-tras que "Iesuhé" era el cinco", y la gran relación que existía entre ambos nombres. No insistiré en ello. Este "cinco", repito, es el número secreto de Jesús, porque su valoración numérica, correspondiente a cada letra hebrea, arroja la suma total de "2". Esto es lógico, al ser la manifestación de¡ Verbo o segunda persona de la Trinidad divina. El "dos", por tanto, sería su núme-ro "natural", mientras que el "cinco" sería el secreto, motivado por provenir de su gran nombre de cinco letras...
»De este modo, las alas del "hazor" nos han llevado al guía que ha venido a preparar nuestro camino. De este Guía no te comento nada; tú lo conoces mejor que yo, y sabes que Él mismo es el camino...
»Pero prosigamos y veamos qué nos dice el Zohar del "camino». Para ello vamos a utilizar un procedimiento distinto. En vez de tomar los valores nu-méricos cabalísticos de las tres letras de la palabra, vamos a disponer, sim-plemente, de los números de orden en que dichas letras aparecen en el al-fabeto hebreo. Así, "resch" es la letra 20. "Hé" es la 5 y "zain" la 7. De mo-do que 20 + 5 + 7 = 32 (que también daría "5"). Tenemos de este modo el número principal que se desprende del contenido del análisis del Zohar: el 32. Son, precisamente, los 32 "senderos" del Sepher Ietz¡rah o Libro de la Formación ... »
El estudio, apasionante, alcanza cotas inimaginables, sólo comprensibles para aquellos que conocen los misterios de la Kábala. Pero no voy a exten-derme en los «hallazgos» de mi buen amigo y consejero el doctor Larrazá-bal. Me encanta que el lector juegue y participe conmigo, aunque sólo sea mínimamente, en todas y cada una de mis obras. Y ésta es otra magnífica oportunidad para que, quien lo desee o se sienta atraído por lo oculto, acepte el desafío y prosiga, por sí mismo, la «exploración» del enigma a través de los insospechados senderos cabalísticos. De seguro, su sorpresa será tan grande como la mía.
De momento, estos descubrimientos -desde el prisma de la Kábala- me permitieron disponer de algo más concreto: el número secreto de las plu-mas de Hazor, el mensajero, era el 212. En consecuencia, el del no menos escurridizo «guía» tenía que ser el mismo: o 212 o la suma de éstos. Pero el asunto, lejos de clarificarse, siguió enturbiándose. Aceptando que hubiera hallado el «número secreto», ¿cuál era el siguiente paso? El enigma decía con claridad que «las alas de Hazor, el mensajero, me llevarían esas alas? Por al guía». La cuestión era: ¿dónde encontrar otro lado -aunque careciese de pruebas en contra de la deducción del médico y kabalista-, la sugerencia de que el guía podía ser Jesús de Nazaret se me antojaba difusa. Demasia-do espiritual. Ése no era el estilo del mayor...
Así y con todo, a pesar de la nube de dudas que empañaba mi horizonte, no tuve más remedio que maravillarme ante el insospechado y hermético potencial de aquellas ocho frases. ¿Cómo, de qué manera, había concebido el mayor semejante enigma? ¿Fue consciente, en el momento de su elabo-ración, de tan secreta y sugerente lectura kabalística?
Puestos a barajar hipótesis, hubo ocasiones en las que, sinceramente, dudé incluso de la paternidad del ex oficial norteamericano respecto del mensaje. Obviamente, terminaría rechazando tales pensamientos. Aquélla era la letra de mi amigo, el mayor. Y allí había -¡tenía que haber algo oculto que no lograba desentrañar. Y por enésima vez en aquellos meses, a la vis-ta del estéril paso de los días, caí en otro oscuro período de desaliento. La situación era calcada a la vivida en las semanas que precedieron a la reso-lución del primer criptograma, Quizá, más dolorosa si cabe. Estaba perdido. Clavado en mi alma, el enigma se transformó en un fantasma. Y viajaba conmigo, de día y de noche. Cada letra, cada palabra, se levantaban como espesos barrotes de una cárcel. Lo veía, como una obsesionante alucina-ción, en cualquiera de mis movimient6s. Pero el Destino no permite que un ser humano languidezca o quede sepultado para siempre en la confusión. Y por los caminos y en los momentos más insospechados se destaca una ma-no, una voz, un amigo o una idea que te devuelve el ánimo, y, lo que es más importante, la esperanza. Y eso fue lo que me sucedió en plena prima-vera de 1986.

Aquellas dos cartas fueron un revulsivo. Yo seguía recibiendo una abulta-da correspondencia. La mayor parte de mis comunicantes -casi todos de buena fe-, tan inquietos y deseosos de desvelar el misterio como yo mismo, me abrumaban con un variopinto rol de posibles pistas y soluciones. Más adelante me referiré a algunas de las más insólitas. La cuestión es que, como venía diciendo, dos de estas misivas hicieron el milagro de oxigenar mi espíritu, devolviéndome a la lucha. Una, procedente de Corrientes, en Argentina, insistía en la necesidad de que prestara toda mi atención a la ciudad bíblica de Hazor. Pero lo que más me emocionó de la carta que fir-maba Eduardo Alfredo López fue este brevísimo párrafo: «... Estoy orando por usted. He colgado el enigma en una bolsita de nylon en mi mano y lo he atado en un cordón a mi muñeca. Lo llevo orando en todas partes: en el bus, mientras trabajo ... » Quizá pueda parecer una nimiedad. Para mí, y para mi cansado corazón, fue una descarga eléctrica.
La segunda caria llegó el 20 de abril. Procedía de Dublín. Venía firmada por María-Ángel, una excelente amiga. A principios de ese año yo había vi-sitado Irlanda y, dejándome llevar por una intuición, puse en sus manos el enigma. Creo, si la memoria no me falla, que fue una de las escasas perso-nas que tuvo conocimiento del mensaje del mayor antes de que apareciera publicado en mi segundo volumen. Y, sinceramente, ante el dilatado silen-cio de mi amiga, casi olvidé el asunto. Mi sorpresa, al recibir su mensaje, fue total. El arduo trabajo de investigación de la joven abría un nuevo y desconcertante camino, que venía a ratificar ese mágico halo del criptogra-ma.
«Cuando me diste el enigma -decía en su carta- no sabía qué hacer con él. Estuve a punto de no hacerle ni caso, hasta que se me ocurrió darle a cada letra un valor numérico. Así, la "a" valía 1, la "b" 2, etc., hasta la "z". (No tuve en cuenta la "ch", ni la "rr", ni la "w".)
»El segundo paso fue sumar esos valores, reduciendo siempre el resulta-do a un solo dígito, con lo que cada frase equivalía a un número concreto... La primera sumaba 'T'. La segunda "7". La tercera "8". La cuarta "6". La quinta "2". La sexta "7". La séptima "3" y la última frase, también "3". Es decir, 37. 0, lo que es lo mismo, 3 + 7 = 10 = 'T'. ¡La unidad! ... »
Este descubrimiento de María-Ángel, insisto, fue providencial. Me estimu-ló, rescatándome de las pesadas tinieblas. Y de la noche a la mañana, la «fuerza» que vive en mí me arrastró a una febril búsqueda. ¿Estaba la clave en los números? A partir de esos momentos probé todo tipo de conversio-nes y combinaciones numéricas. Desde una visión ocultista, el hecho de que el criptograma sumara «UNO» era altamente significativo. Los expertos en Numerología y Kábala lo saben bien... Puse el problema en manos de ma-temáticos y especialistas en ordenadores y el «mágico» halo del enigma re-apareció en todo su esplendor. «Aquello» era desconcertante. Enloquece-dor. El total de letras en español -contabilizando los números de las citas, o supuestas citas bíblicas, como otras tantas letras- era de 170. En la versión original, la inglesa, y siguiendo el mismo procedimiento, el volumen total de dígitos o símbolos a manejar era de 184. Pues bien, teniendo en cuenta ca-da uno de los abecedarios -español e inglés-, las combinaciones posibles para cada caso resultaron espeluznantes: 29170 para el castellano y 27184 para el inglés. Los sucesivos intentos de los hábiles programadores de com-putadoras para obtener la combinación concreta que configura el enigma, partiendo de los mencionados parámetros, fueron estrellándose irremisi-blemente. El dictamen fue demoledor: cualquier ordenador de mediana ca-pacidad necesitaría del orden de ¡trescientos años! para obtener esa combi-nación específica, teniendo en cuenta, por supuesto, que la construcción de la misma podría fraguarse en cualquier instante de esos tres siglos. Y la vie-ja interrogante no se hizo esperar: ¿cómo un ser humano pudo concebir un texto de tan diversas y simultáneas lecturas secretas? Los especialistas en informática replicaron con la única respuesta al alcance de la ciencia: todo es fruto del azar. Guardé silencio. En lo más íntimo de mi ser, yo sabía que la casualidad jugaba un insignificante papel en todo aquello. Probablemen-te, ninguno.
La pista de Irlanda, en suma, resultó doblemente útil. Me levantó de en-tre mis propias cenizas y, definitivamente, por eliminación, me situó en un rumbo que yo había dejado atrás: Hazor. Y digo por eliminación porque, al fin y a la postre, todas aquellas sugestivas posibilidades -Kábala, Numero-logía, etc-, aunque intrigantes y dignas de estudio, no conducían a un final como el que deseaba y necesitaba. Mi obsesión era más prosaica: acertar con una clave que pusiera en mis manos el resto del Diario del mayor. Y Hazor -fuera lo que fuera- se me antojaba algo concreto, físico, tangible. Los laboriosos estudios de Numerología, además, habían situado ante mí otra sutil información, muy del estilo de Jasón. Al manejar el texto en inglés del criptograma, en uno de los cómputos verticales, lo vi con claridad. La primera palabra de cada una de las ocho frases formaban una sentencia con cierta lógica: «LOOK AHEAD HAZOR AND TO THE IS HE» (MIRA DELANTE DE HAZOR Y A ÉL ES ÉL). Instintivamente desdoblé la construcción en dos partes: «Mira delante de Hazor y a él. Es él.» Y recordé cómo, en el primer enigma, el mayor se había servido de este sistema para reafirmar su men-saje: «La llave abre el pasado. » Yo había advertido la existencia de esta forzada frase durante los primeros tanteos, cuando sometí los vocablos y dígitos del criptograma a toda suerte de saltos y permutaciones. Pero en-tonces, ajeno al verdadero peso de Hazor, no reparé en ello. Ahora, en cambio, tomaba una especial dimensión. El mayor parecía insistir en la trascendencia de dicha palabra. «Mira delante de Hazor .. » No había duda. El objetivo era Hazor. Era menester localizarlo, situarse ante él y analizarlo.
Yo fui el primer sorprendido ante aquella súbita e incontenible oleada de entusiasmo y coraje. Era tan absurdo como paradójico. Ardía en deseos de investigar algo que ni siquiera sabía dónde buscar.. Es cierto que existía un hipotético indicio: las ruinas arqueológicas israelitas. Pero sólo se trataba de eso: de un indicio. A pesar de ello, a pesa¡- de los reproches de mi sentido común, tomé la firme decisión de viajar a Israel. En el fondo no tenía otra alternativa: o me dejaba llevar por la intuición o perdía la batalla.

Mi endeble memoria no me permite recordar con precisión cómo nació en mí aquella atrevida idea. El caso es que, días antes de la partida, activé un plan que -no sé si acertadamente- fue concebido como una cortina de humo. Llamé al entonces embajador judío en Madrid y, sin rodeos, le rogué que me concediera una entrevista. Conocía a Samuel Hadas mucho antes de que fuera designado para este cargo y, desde nuestro primer encuentro, reconocí en él las formas y el talante de un hombre abierto y eminentemen-te bueno. Su ayuda en otras investigaciones y consultas fue siempre cru-cial. Mi ardiente imaginación intuía que aquel inminente viaje a Tierra Santa podía «complicarse». La verdad: en aquellos momentos no me apetecía pa-sar por otro trago como el sufrido en Washington a la hora de sacar del país los documentos manuscritos por el mayor. Era consciente de la eficacia de los servicios israelíes de Información -los mejores del mundo, sin duda- y elegí «cubrirme las espaldas», siendo yo quien tomara la iniciativa de anun-ciarles cuáles eran mis propósitos. Naturalmente -y esto formaba parte del plan, a la hora de revelar a Hadas mis objetivos, no podía insinuar siquiera el auténtico motivo de aquella nueva aventura: el enigma.
Y horas antes de mi salida hacia Tel Aviv, el embajador hizo un hueco en sus ocupaciones, recibiéndome en su despacho de la calle de Velázquez, en la capital de España. Me escuchó con gran atención y cariño, mostrándose especialmente interesado por uno de los capítulos: una marcha, a pie, des-de Nazaret a Belén de Judá, en un intento de reconstrucción del histórico viaje de María y José, con motivo del famoso censo del emperador Augusto. Samuel había leído algunos de mis libros, incluyendo los Caballos de Troya, y, supongo, aceptó como inevitable que un loco aventurero como yo quisie-ra embarcarse en semejante caminata -algo más de 170 kilómetros-, así como en otras investigaciones relacionadas con un posible tercer volumen acerca de la vida de Cristo. Unas investigaciones de las que le hablé muy por encima. No es que pretenda justificarme, pero, a mi manera, le dije la verdad. En «esas otras indagaciones» dormitaba la razón de las razones de mi próximo periplo.
Prudentemente, y como muestra de sinceridad, le proporcioné una copia del mapa, con la ruta a seguir desde Nazaret a Belén, por la margen dere-cha del río Jordán, así como los nombres de algunos de los hoteles en los que calculaba podía alojarme. Deseaba que mi comportamiento, al menos en apariencia, resultara transparente. Una vez en Israel, y volcado en la in-vestigación, Dios diría...
Aquellas jornadas previas al viaje fueron singularmente excitantes. Un familiar hormigueo y nerviosismo, premonitorios siempre de cercanas aven-turas, se instalaron en mi espíritu, no concediéndome respiro. Sabía, presa-giaba, que «algo» muy especial me aguardaba al otro lado del Mediterrá-neo.
Repasé una y otra vez el difuso plan de trabajo, procurando, intenciona-damente, que la referida caminata en solitario llegara a conocimiento de personas y círculos muy específicos. Casi sin proponérmelo, por sí misma, la audaz idea de repetir el viaje de los padres de Jesús a Judea fue adue-ñándose de mi corazón, alzándose como una magnífica excusa, que desvió cualquier otra sospecha respecto a tan repentino viaje. Y llegué, incluso, a ilusionarme con lo que, en principio, sólo era una maniobra de distracción. «Si fracasaba en mi auténtica misión -me dije a mí mismo-, siempre podía quedarme el consuelo de esa otra aventura. » Tal razonamiento, a decir verdad, no logró tranquilizarme. Mal empezaba si, antes de partir, preten-día engañarme y justificar el viaje con un proyecto ajeno a lo que llevaba entre manos. Traté de mentalizarme. Mi primer y principal deseo era resol-ver la clave del mayor. Él, según el texto del criptograma, «enviaba un mensajero delante de mí.- Su nombre era Hazor. Y sus alas deberían lle-varme al guía». Esto era lo único que contaba.
Y al fin, a las 13 horas y 16 minutos del 19 de noviembre de 1986, el Air-bus Islas Cíes, de la compañía Iberia, alcanzaba los 188 nudos por hora. Era la velocidad límite, sin retorno, antes de lanzarse al aire. Para mí signi-ficaba también el «no retorno»... La suerte estaba echada.
Sonreí para mis adentros. Mientras el comandante De La Torre nos levan-taba hacia el nivel de crucero previsto -33 000 pies-, alejándonos de la cos-ta barcelonesa, rumbo a Italia reparé en el número de aquel vuelo: el 888. Era curioso, «188» es la equivalencia numérica del nombre de Jesús, en griego.
Y aunque a lo largo de mis cuarenta años he acumulado abundantes pruebas como para no creer en la casualidad, la verdad es que no presté mayor consideración a tan curiosa coincidencia. No podía pasarme la vida sujeto a la tiranía de los números y a sus hipotéticos «mensajes» secretos. Así que, sin más, registré el asunto en mi cuaderno de «campo», convenci-do -eso sí- de que, cuando menos, iniciaba mi andadura con buen pie. (¡Torpe de mí! Los fracasos no tardarían en devolverme a la cruda realidad ... ) Pero por delante aparecían cuatro largas y apacibles horas de vuelo y procuré aprovecharlas al máximo, dejándome arrastrar en un torbellino de ideas, sueños y proyectos. Las dudas, sin embargo, agazapadas en una de mis gruesas carpetas de trabajo, seguían al acecho. En aquellos momentos no podía ser de otra forma. Y al ojear algunas de las anotaciones y canas de los lectores de mis dos Caballos anteriores, el desasosiego me traicionó. «¿Estaba viajando en una dirección equivocada? ¿Y si no fuera Israel mi lu-gar de reunión con Hazor?»
Hice ademán de cerrar la documentación y fijar mis sentidos en Palestina. No pude. Aquellas sugerencias habían merecido y merecían aún mi respeto. Algunas de estas atentas misivas me hacían ver la sospechosa semejanza entre HAZOR Y JASÓN, el nombre de «guerra» del mayor. Y me alertaban ante la posibilidad de buscar en las selvas mayas del Yucatán, donde mi enigmático amigo había apurado sus últimos días.
La proposición no era descabellada. ¿Y si el «mensajero» fuera un símbo-lo alado, un ídolo o, incluso, el mismísimo Laurencio Rodarte, fiel compañe-ro del mayor hasta su muerte?
Otra de las comunicaciones -de Santiago de los Santos, de Valencia me dibujaba un panorama diametralmente opuesto, pero tan sugestivo como el anterior. En una minuciosa búsqueda de la palabra Hazor, este amigo -como sucediera con otros lectores- había detectado «algo» interesante. Y repasé su carta por enésima vez...
«... Como supongo usted sabrá -decía textualmente-, Hazor es una anti-gua ciudad de Palestina, en Galilea. Pero lo que más retuvo mi atención fue el hecho de que en 1959 fueran descubiertas en su término las ruinas de 21 ciudades, construidas una sobre otra. ¡Otra vez el dichoso número! ... » (El «2l», como quizá recuerde el lector, constituyó una de las claves -el ritual del centinela del cementerio norteamericano de Arlington- a la hora de re-solver el primer criptograma.)
«... Aquí me atasqué -proseguía De los Santos- Tardé una semana en comprender de qué forma las "alas" de Hazor podrían llevarme al "guía". La clave estaba en MARCOS 6.2.0, "porque Herodes respetaba a Juan y lo pro-tegía". Todo fue fácil al descubrir que la ciudad fue fortificada por el rey Sa-lomón. Las "alas" tenían que ser las murallas, y el guía, Salomón. El "núme-ro secreto de sus plumas", era, evidentemente, el número de ciudades construidas una sobre otra. Para confirmarlo tenía que descubrir "el número secreto del guía", lo cual fue relativamente fácil, con la ayuda de una enci-clopedia. Salomón, además de ser el nombre del famoso rey, es un archi-piélago de Oceanía, situado en el Pacífico, entre los 5' y 12' de latitud Sur y los 154', 40' y 162', 30' de longitud Este. La parte británica del archipiélago está administrada por un consejo ejecutivo de ocho miembros y un consejo legislativo de ¡21! ¡Curiosa coincidencia!
»Era evidente que Salomón tenía que decirme dónde encontrar el resto del Diario. Y todo debía guardar relación con el número 2 1. La única vía, por tanto, tenía que ser su libro: los Proverbios. Pero, viendo que en dicho libro no hay 21 capítulos, decidí concentrar mi atención en los versículos. Mi sorpresa fue mayúscula al leer en Proverbios 1,2 1: "... desde lo alto de los muros llama, a la entrada de las puertas de la ciudad". El enigma estaba resuelto ... »
Quizá se debiera a mi natural desconfianza, o a mi no menos acusada torpeza, pero la cuestión es que yo no lo vi tan claro. Así, y con todo, tomé buena nota e hice mías las reflexiones e inquietudes de este esforzado lec-tor.
En otra de las comunicaciones, las cosas se complicaban todavía más. Hazor podía ser entendido como un antiguo instrumento musical, usado por los hebreos. Una especie de arpa de diez cuerdas oblicuas, semejante al kinnor y destinado a acompañar al nabel. Y aquí surgía la posibilidad: Na-bel, una ciudad de Túnez, a dos kilómetros del golfo de Hammamet...
¿Debía buscar en las ruinas de Nabel? ¿0 era en Venecia? Según este co-municante, «San Marcos es el patrono de dicha ciudad italiana, siendo re-presentado con un león alado. Por otra parte, Venecia se encuentra a esca-sos kilómetros del meridiano situado a 12' Este del de Greenwich. (Recor-demos Marcos 1.2.) Y Venecia, además, dispone de un gheto judío, con una sinagoga. (Recordemos Marcos 6.2.0: «y el sábado se puso a enseñar en la sinagoga».)
Hubo quien apuntó otro no menos inquietante sendero: el de Egipto. En la mitología de este país, la vaca Hathor -¿Hazor?- podría conducirme a Horus, una diosa con cabeza de halcón... ¿Había equivocado el rumbo? ¿Era en Egipto donde debía investigar? ¿Y si todo aquel enredo -como insinuaba otro lector- obedeciera al deseo del mayor de transmitir una fecha, un nú-mero de teléfono o una determinada combinación de una caja de seguri-dad? Como muy bien descubría Ramón Ramos, de Canarias, entre los «jue-gos» a que se prestaban los números del enigma, uno de ellos, por ejem-plo, podía ser interpretado como «12,6,2.012» (12 de junio del año 2012, en la lectura española, o 6 de diciembre del mismo año, si consideramos la costumbre inglesa). ¿Una fecha? ¿Y qué podía significar? Según los docu-mentos que obraban en mi poder, el Diario -al menos la parte que yo cono-cía- había sido concluido en abril de 1979.
Resté, sumé, multipliqué e hice mil cábalas con ésta y otras secuencias numéricas. No hubo resultados o fueron tan pobres e inciertos que sólo contribuyeron a emborronar el rompecabezas. Sólo una de las operaciones -al sustraer 1979 de 2 012- parecía querer decir algo: 33 años o, sumando ambos dígitos, «6». Este número me tenía y me tiene trastornado.. Y no me falta razón, tal y como descubriría poco después. He llegado a pensar, dada la mágica naturaleza del criptograma, que quizá esa fecha -12 de ju-nio o 6 de diciembre del año 2012- sea un momento de gran trascendencia, aunque ignoro por qué ni para quién... Todo será cuestión de esperar y comprobar.
Y conforme nos fuimos aproximando a Tel Aviv, digo yo que, como un providencial milagro, este huracán de dudas se desvaneció. Y mi mente, en blanco, olvidó la aparente tela de araña del enigma para dibujar un único afán: Hazor.
Y a las 17 horas y 15 minutos (hora española), al tomar tierra en el aero-puerto israelí de Ben Gurión, mi corazón se estremeció. Y una familiar e in-agotable «fuerza» me hizo vibrar. Había llegado el momento de la verdad.

ISRAEL

La noche había caído ya sobre las lejanas luces de Tel Aviv. Crucé despa-cio los escasos metros que nos separaban del edificio termina¡ del aero-puerto, disfrutando de aquel firmamento limpio y sosegado: el mismo que, 1956 años atrás, había contemplado Jesús de Nazaret. Y noté cómo mis ro-dillas temblaban. Israel siempre me ha fascinado. Mucho más, sin lugar a dudas, desde que conozco el Diario del mayor.
Mi objetivo en aquella primera jornada en Tierra Santa era muy simple. Viajar a Jerusalén, instalarme y «tomar posiciones». Había que arrancar por algún sitio y, después de no pocas indecisiones y de doblegar mi instinto periodístico, consideré que lo más práctico era demorar mi exploración a las ruinas bíblicas de Hazor. Mi genética tendencia al análisis -tan propia de los Virgo- me dictaba otra labor previa, esencial para un buen funcionamiento del plan. Antes de marchar al norte convenía estudiar, repasar y bucear en toda la bibliografía existente sobre la cada vez más atrayente Hazor. Es más, en mi diario de «a bordo» aparecía, en rojo, una autorrecomendación, tan vital como el referido chequeo a los textos y documentos arqueológicos: «Interrogar a los especialistas. » Pero, como se verá más adelante, tal y como suele sucederme con frecuencia, un poco meditado giro en las pes-quisas me retrasaría sensiblemente.
En realidad, mis preocupaciones -por si no eran pocas- se vieron incre-mentadas allí mismo, frente a la cinta transportadora de equipajes. Todo parecía discurrir con normalidad -incluyendo la siempre delicada revisión de¡ pasaporte- cuando, de pronto, alguien se plantó ante mí. Recuerdo que me hallaba absorto en la inútil tarea de adelantar mi reloj en una hora, con el propósito de ajustarme al horario de Israel. Y digo « inútil » porque ja-más me he llevado bien con estos artilugios electrónicos...
-Shalom! Bien venido a Israel, señor Benítez...
Levanté la vista y, perplejo, distinguí a un individuo joven, enjuto y de aspecto nórdico. Sonreía socarronamente, divertido quizá ante mi estúpida mueca de asombro. Hablaba un correcto castellano, con ese indeleble y ca-racterístico acento de los argentinos. Dijo llamarse Livie y representar a la agencia de turismo con la que yo había tramitado mi pasaje. Se mostró ex-quisitamente amable y servicial, interesándose de vez en cuando, y con una habilidad muy propia de los servicios de información, por los motivos de mi viaje, lugares que pretendía visitar, amigos o conocidos en Israel y hasta por las características de mi equipo fotográfico. Aquello me puso en guar-dia. Y decidí quitármelo de encima lo antes posible. Mis sospechas resulta-ron casi confirmadas cuando, camino ya de la salida, Livie, espontáneamen-te, me confesó haber leído Caballo de Troya, haciendo generosos elogios del libro. Era muy poco creíble que aquel judío tuviera noticias de mi traba-jo, a no ser que figurara en el dossier que, con toda probabilidad, había sido transmitido desde la embajada israelí en España. Por supuesto, imaginaba que, desde mi visita a Samuel Hadas, la Inteligencia hebrea se hallaba al corriente de mis movimientos. Lo que no alcanzaba a entender era el por-qué de tan fulminante «recibimiento». Horas más tarde, ya en el hotel, tuve un presentimiento.
No sé si mi locuaz amigo se percató de ello. Quiero creer que sí. El caso es que, sumisamente, aceptó mi deseo de viajar en solitario a Jerusalén. Mis continuas evasivas y respuestas a medias evidenciaban mi mal disimu-lada desconfianza. Y el hombre, como digo, cedió aconsejándome -eso sí que, «antes de poner en marcha mis investigaciones, procurara conectar con él o con cualquiera de los organismos oficiales del país». Estaba muy claro. Y, devolviéndole la misma falsa sonrisa, me perdí en el tráfico de Ben Gurión.
Una hora después, el taxista árabe me dejaba a las puertas del hotel Mo-riah Jerusalén, al suroeste, y relativamente cerca de la Ciudad Vieja. El en-cuentro con el supuesto agente secreto israelí me había desconcertado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué aquella estrecha vigilancia? A decir verdad, sólo era un inofensivo periodista, ansioso de recorrer Israel y de reunir in-formación sobre un asunto tan poco comprometido como la vida de Cristo... ¿0 había algo más? Y esa noche, en la soledad de la habitación 724, haciendo un esfuerzo por memorizar mi conversación con el embajador ju-dío en Madrid, saltó a la luz un pequeño detalle. Casi una nimiedad, pero que, al mencionarlo, recuerdo que alteró fugazmente el rostro de Hadas. Por aquellas fechas, entre mis múltiples investigaciones, figuraba una que, a la vista de su tenebrosidad, no dudaría en sepultar en el olvido. Me refiero a la poco clara caída de un avión de Iberia, el 19 de febrero de 1985, en el monte Oíz, en el País Vasco. Jamás he dudado de la profesionalidad y peri-cia de los pilotos, y aquel supuesto accidente, en el que fallecieron 148 per-sonas, la verdad, movió mi insaciable curiosidad. Trabajé silenciosa y meti-culosamente en la posible reconstrucción de los hechos, averiguando algu-nos pormenores tan extraños como alarmantes. Para resumir: según infor-maciones confidenciales de los servicios de Inteligencia de mi país, había un alto índice de probabilidades de que el reactor 727, Alhambra de Granada, hubiera sido derribado por un misil tierra-aire -quizá un Sam-7 o un Strella- disparado por la organización terrorista ETA. Pero lo que, a mi corto enten-der, alarmó al representante diplomático fue el hecho de que yo supiera que uno de los motores, aparecido a una considerable e inexplicable distan-cia, había sido trasladado a Israel. Concretamente a una de las bases mili-tares, con el fin de ser inspeccionado por expertos judíos en terrorismo.
En aquel noviembre de 1986 yo no tenía la menor intención de proseguir las pesquisas de este caso y, mucho menos, de introducirme en la base is-raelí. Pero los judíos, desconfiados por naturaleza, no debieron de pensarlo así. Quizá este inoportuno comentario mío a Hadas fue la causa de tan sutil y, a un tiempo, férrea vigilancia. Si los hebreos sospechaban que mis pro-pósitos no eran del todo transparentes, las dificultades podían acentuarse. Y así fue.
A la mañana siguiente, 20 de noviembre, jueves, tras una noche de agi-tada duermevela, con el corazón encogido por las sospechas, me apresuré a poner en marcha una inmediata acción preventiva. Si mi teléfono se hallaba intervenido, quizá aquellos primeros pasos en Jerusalén tranquilizaran a los hipotéticos escuchas. Seguí al pie de la letra las recomendaciones del em-bajador, poniéndome en contacto con las personalidades e instituciones ofi-ciales que tan gentilmente me había proporcionado. Primero con Salomón Lewinsky, director de la revista Semana. Con un médico llamado Blezcof y, muy especialmente, con el Instituto Central de Relaciones Culturales. En este último, tanto su director doctor Moshe Liba, veterano diplomático- co-mo la amabilísima Rachel Eldar se desvivieron por ayudarme, orientándome y concertando un buen número de citas con destacados arqueólogos, antro-pólogos, profesores universitarios y un largo etcétera. Todo ello, claro está, en beneficio de unas muy saludables e interesantes investigaciones en tor-no a la vida y época de Jesucristo, pero que no constituían la clave de mi presencia en Israel. Sin embargo, por elemental prudencia, accedí encanta-do, enriqueciéndome, justo es reconocerlo, con todas ellas. Esta cadena de reuniones y entrevistas -que se prolongarían durante toda mi estancia en Palestina- ralentizaron, obviamente, mis principales pesquisas. Pero las cir-cunstancias son las circunstancias y, en ocasiones, es preferible acomodar-se a ellas, jugando las siempre insólitas cartas del Destino.
Por supuesto, aunque el «marcaje» de los funcionarios israelitas en aque-llas dos primeras jornadas en Jerusalén fue lo suficientemente intenso y efi-caz como para controlar la mayor parte de mis pasos, no es menos cierto que, en ningún momento, descuidé mi verdadero objetivo: el enigma del mayor Y entre conversación y conversación pude ingeniármelas para visitar la Biblioteca Nacional, la del museo de Israel y otras librerías de la ciudad, siempre en busca de una teórica bibliografía histórica. Tales consultas no extrañaron a los hebreos, permitiéndome así esporádicos respiros y un mí-nimo de libertad de acción. Como es de suponer, en la siempre supuesta in-timidad de estas bibliotecas, mi intención se volcó en Hazor. Revisé catálo-gos, ficheros y estanterías, a la caza de cualquier libro o documento sobre el particular. Pero la abrumadora realidad terminaría- por desarmarme. Los estudios sobre la vieja ciudad cananea eran tan prolijos y abundantes que hubiera necesitado varios meses para su atenta lectura. Sólo en la bibliote-ca del museo de Israel contabilicé hasta un total de 46 fichas relacionadas con Hazor. Para colmo, en uno de aquellos precipitados recorridos por los interminables y densos textos arqueológicos comprobé con desaliento có-mo, en realidad, los especialistas especulaban con la posibilidad de que hubieran existido cinco o seis ciudades con este mismo nombre. Una de ellas -«Ijásór Hádattah» o «Hasor la nueva»- podía ser excluida, ya que ni siquiera se conocía su exacta ubicación en la geografía hebrea. Un razona-miento que sólo gozaba de validez en el supuesto de que el criptograma hiciera referencia a Hazor como tal ciudad. Pero ¿y si no era así? Despejé como pude aquellas angustiosas dudas, aferrándome al instinto.
En cuanto a las restantes «Asor», «Hasor» y «Azor» -poblaciones men-cionadas también en el Antiguo Testamento- decidí apearlas temporalmente de la investigación. Era más cómodo y positivo concentrar las fuerzas en la Hazor más popular y más exhaustivamente trabajada por los arqueólogos: la del norte. Si fracasaba en el intento, tiempo habría de desenterrar las restantes pistas. ¿Había mencionado la palabra «tiempo»? Yo mismo me respondí: mis recursos económicos, como siempre, no eran muy boyantes. Lo del «tiempo» era un consuelo poco fiable...
Debo reconocer que mis rastreos por la bibliografía -fruto quizá del ner-viosismo y de las prisas- fueron de mal en peor. Muchos de los documentos se hallaban en hebreo. otros en alemán y la mayoría en inglés. Aquello limi-tó aún más mis posibilidades. A esta precaria realidad vino a sumarse el pe-sado lastre del que busca e indaga... a ciegas. ¿Qué era lo que debía encon-trar en aquella montaña de libros? ¿Un «mensajero» con alas que obedecía al nombre de Hazor? ¿Y si no tuviera nada que ver con las ruinas en cues-tión? Pero, de no ser así, ¿dónde encaminar mis pasos?
Durante horas, mi estado de ánimo sufrió toda suerte de convulsiones. Veía pasar el tiempo y los resultados, aparentemente, brillaban por su au-sencia. En la medida de mi capacidad y de los minutos disponibles, ojeé al-gunos de los trabajos de Galling, Johanan Aharoni, Trude Dothan, Abel, Ruth Amiran, Maass, Perrot, Moshe Pearlman, Inmanuel Dunayevsky y Yi-gael Yadin, entre otros. Fueron dos días de frenética búsqueda. Sin embar-go, cuando Asher Kupchik, uno de los responsables de la gigantesca Biblio-teca Nacional de Israel, con el que llegué a trabar una cierta amistad, me anunció a primeras horas de la tarde del viernes 21 que la jornada llegaba a su fin, mi desesperanza fue total. ¡Dios mío!, apenas si había tenido acceso -un alocado y superficial acceso- a una decena de libros... En los archivos, burlándose de mí, se escondía una treintena larga de volúmenes, documen-tos, mapas y cientos de fotografías que era menester estudiar. Mi cuaderno de «campo», sí, aparecía repleto de notas sobre la historia, sucesivas exca-vaciones, hallazgos arqueológicos y diferentes hipótesis en torno a la agita-da vida de las 21 ciudades que formaban el tell de Hazor. En suma, una es-téril sucesión de datos, cifras y respetabilísimas consideraciones técnicas que no arrojaron un solo rayo de luz sobre mi congestionado cerebro.
La mansa lluvia y el frío de Jerusalén serenaron un poco mi espíritu. La inminente entrada del sábado lo paralizaría todo en Israel. Así que, mien-tras retornaba al hotel, procuré mentalizarme. Mi resignación, sin embargo, se agotaría bruscamente. No soy hombre que se rinda con prontitud y, atormentado en la penumbra de mi habitación, decidí cambiar el rumbo de las investigaciones. No podía aguardar hasta el domingo para reanudar las consultas en las bibliotecas. Tenía que actuar. Y dejándome llevar por la in-tuición, activé un nuevo plan.

No había tiempo que perder. Localicé a Rachel Eldar y le expuse mi pro-pósito. (Por fortuna para mí, esta mujer no practicaba su religión con el fa-natismo y ortodoxia de algunos círculos judíos que incluso se niegan a des-colgar el teléfono durante la festividad del sabbath. Éste, como creo haber mencionado, se inicia con la puesta del sol del viernes, prolongándose hasta el siguiente ocaso. Durante esas horas, las dificultades para un extranjero como yo podían ser continuas y casi insalvables. Muy pronto tendría ocasión de sufrirlo.)
Desde mi primer contacto con el Instituto Central de Relaciones Cultura-les, y por pura curiosidad científica, yo había manifestado mi deseo de co-nocer y conversar con Shelley Waschsmnn, un eminente arqueólogo, que llevaba la responsabilidad de los trabajos de estudio y restauración de una embarcación descubierta en la orilla oeste del lago de Galilea. Un bote que, según los primeros tanteos de los científicos, podía corresponder a una épo-ca relativamente cercana a la de Jesús. Esta, como otras, fueron simples excusas, como ya dije, para justificar mis ¡das y venidas por Israel. Y ahora me venía de perlas para mi inmediato objetivo. Rachel, con la admirable eficacia de los judíos, había practicado las gestiones precisas para la culmi-nación de dicha entrevista. Shelley se mostró conforme, invitándome a su casa de Cesarea. Aquel súbito cambio en los planes no pareció alarmar a la funcionaria. Era lógico que deseara aprovechar las horas muertas del sába-do con un asunto como aquél. Además, Cesarea se encuentra al norte de Jerusalén. Justo en dirección opuesta al emplazamiento de la base militar que -se suponía- yo no podía pisar..
Gentilmente, y con una subterránea habilidad, Rachel intentó averiguar cuánto tiempo pensaba quedarme en la ciudad costera de Cesarea, si dis-ponía de un medio de transporte y si tenía intención de alojarme en algún hotel próximo. No supe satisfacer su curiosidad. En parte porque ni yo mismo lo sabía, y, sobre todo, porque no estaba en mi ánimo revelarle mis auténticas intenciones. Algo confusa, me recordó una serie de visitas pre-vistas para los días inmediatos, «recomendándome» que le telefoneara a mi regreso. Reconozco que soy hábil para persuadir y asumo también mi gran pecado de incumplidor de promesas. Así que, dócilmente, le prometí cuanto deseó. Cumplirlo o no, era harina de otro costal...
Dispuse un elemental y austero equipaje y, confiado, inicié las gestiones para salir esa misma tarde hacia Cesarea. La fatalidad congeló cada uno de mis movimientos. Casi había olvidado que era sábado. En el hotel me insi-nuaron -como única vía para hacerme con un vehículo que contratara a un chofer árabe. Es triste. En muchas de estas pesquisas, las mayores pérdi-das de tiempo, de dinero y de fuerza, son desencadenadas por contratiem-pos de esta o similar naturaleza.
En esos instantes, mientras dialogaba con aquella atractiva y severa re-cepcionista, algunas de sus preguntas pasaron casi inadvertidas para mí. Respondí seca y mecánicamente que no pensaba dejar el hotel y que sólo se trataba de una excursión de fin de semana. Fue después, al marcar el te-léfono de uno de mis amigos árabes de Jerusalén -Anthony Salman, director de una agencia de viajes-, cuando las palabras de la hebrea resucitaron en mi memoria. Me estremecí. Pero, automáticamente, me reproché a mí mismo tanta suspicacia. ¿Es que empezaba a ver espías por todas partes?
La cuestión quedó zanjada. Anthony me procuraría ese coche. Pero con dos condiciones: dado lo avanzado del día, sólo podría estar listo a primera hora de la mañana del sábado y con la inexcusable obligación de contratar a un chofer y a un guía, igualmente árabes. Aquello me sublevó. Pero no tenía alternativa. Y esa noche, mientras repasaba el plan, me propuse dar-les esquinazo en el momento oportuno. No veía muy claro el porqué de aquellas exigencias. Y mi natural desconfianza se impuso.
Los recelos -ya no sé si infundados- crecieron lo suyo cuando, en la ma-ñana de ese sábado, 22 de noviembre, un tal Michael se presentó a mí co-mo el guía designado por Salman. Había vivido en España, hablaba caste-llano y, durante el centenar largo de kilómetros que nos separaban de Ce-sarea, se mostró igualmente interesado en mis actividades profesionales y, en especial, en mi plan de trabajo para esos días. Le correspondí con la misma amabilidad, pero sin soltar prenda sobre mis auténticos objetivos. Tanto y tan específico interés por mi labor como periodista y escritor no era normal. Así que, sin pensarlo dos veces, opté por desembarazarme de mis acompañantes antes de la caída del sol.
Tras la instructiva reunión con Wasclismann, el arqueólogo judío-canadiense, ordené al silencioso conductor que tomara la carretera de Na-zaret. No hubo muchas preguntas. Al atacar el último repecho que desem-boca en la entrañable ciudad de Jesús, les indiqué que detuvieran el auto-móvil a las puertas del hotel Nazaret, en las afueras de la población. Y an-tes de que pudieran reaccionar, me despedí de ellos, informándoles que prescindía de sus servicios y que, si lo deseaban, podían regresar a Jerusa-lén. Ni siquiera me atreví a mirar atrás. Al cruzar la puerta del oscuro y ve-tusto albergue, guía y chofer continuaban enzarzados en una airada discu-sión, en árabe, que, naturalmente, no comprendí.
En realidad, aquélla era una vieja táctica. Siempre que emprendo una in-vestigación -digamos que «comprometida»- tengo la precaución de reservar habitaciones en dos o tres hoteles, simultáneamente. A veces compensa.
La noche dominaba ya las calles de Nazaret y, muy a pesar mío, tuve que resignarme y aguardar al nuevo día. La luz era vital para mi siguiente y trascendental pesquisa.
Creo que, a estas alturas, estoy hecho y sobradamente dispuesto a amol-darme a todo tipo de alojamientos. Sinceramente, después de quince años de infatigables correrías por el mundo, entiendo que he visto y sufrido más, incluso, de lo aconsejable. Pero la tristeza de aquel hotel nazareno no pue-de ser descrita. Así que, incapaz de soportarlo, me lancé a la casi desierta ciudad. Nazaret, como tantos otros lugares santos, no es, ni remotamente, lo que uno pueda imaginar. El turismo, la civilización y los siglos han liqui-dado todo vestigio de la aldea que cobijó al Hijo del Hombre durante más de veinte años. Hoy, dominada por una mayoría árabe, es sólo un lugar de obligado y siempre vertiginoso paso de peregrinaciones de toda índole y confesión. únicamente aquel cielo azabache, que las desordenadas colinas sobre las que se asienta la localidad hacen más cercano, puede estremecer de emoción a un visitante medianamente despierto. La miríada de estrellas, vivas entonces por el frío de Galilea, son las mismas que velaron los queha-ceres e inquietudes de ese personaje que, como al mayor, me tiene atrapa-do.
Mis pasos, como en ocasiones precedentes, me llevaron a la basílica de la Anunciación. Y no por un afán de orar –cosa que debería practicar más a menudo-, sino por saludar a algunos de los pacientes y venerables francis-canos. A pesar del escaso tiempo transcurrido en Israel, las tensiones habí-an sido lo suficientemente intensas como para necesitar unos gramos de compañía. Gracias al cielo, aquel apacible rato de tertulia con los padre Ra-fael y Uriarte resultaría doblemente útil. De un lado, como digo, llenó mi so-ledad. Días más tarde serviría como coartada, sacándome de un serio aprie-to... Pero no debo saltarme los acontecimientos.
La inquietud y el nerviosismo pudieron conmigo. Así que, tras otra noche en vela, salté de la cama, esperando el amanecer. A las 5 horas y 39 minu-tos de aquel domingo, una difusa luz naranja ascendió por detrás de las co-linas, despertando a la ciudad.
Dos horas después, tras no pocos regateos, logré convencer y contratar a uno de los taxistas. Tentado estuve de prescindir de aquellos tozudos ára-bes y servirme del bus 431 que hace la ruta hasta Tiberiades, costeando después por la orilla occidental del lago. Pero, según mis informaciones, es-tos autocares públicos circulaban muy lejos de mi verdadero punto de des-tino. No había opción. El trato fue cerrado y, tras desembolsar los seiscien-tos dólares, Solimán Hakim, mi nuevo guía, se deshizo en parabienes y re-verencias -todo ello en una caótica mezcla de inglés, italiano y árabe-, ju-rándome por su salud que no me arrepentiría de tan sabia decisión.
El cielo, celeste, prometía una jornada tibia y luminosa. Me acomodé jun-to al parlanchín Solimán y, respondiendo con monosílabos a su incontenible verborrea, vi desaparecer a mis espaldas los últimos contrafuertes de Naza-ret. «Éste -me animé- tiene que ser un día decisivo ... »
El potente Mercedes desafiaba bien las curvas. Y en poco más de diez mi-nutos dejó en lontananza Caná (hoy conocida por Kafr Karmá) y sus abrup-tos y blancos despeñaderos, en dirección al cruce de Haifa-Tiberiades, en la ruta 77. Veinte minutos después llaneábamos a toda velocidad hacia el mar de Galilea. Siguiendo mis instrucciones, Solimán evitó el populoso núcleo urbano de Teverya o Tiberíades, rodeando el lago por la carretera 90. Poco faltó para que, obedeciendo otro de mis típicos impulsos, interrumpiera el viaje y aprovechara la ocasión presentándome en la Jefatura de la Policía, en la mencionada ciudad de Tiberíades. Al exponerles mi propósito de re-construir, en solitario, la caminata de María y José desde Nazaret a Belén de Judá, tanto en el consulado de España en Jerusalén como el doctor Liba me recomendaron que -dado lo peligroso de la zona del río Jordán, fronteri-za con Jordania- acudiera a las autoridades policiales y militares judías, con el fin de explicarles mi proyecto y obtener así los imprescindibles salvocon-ductos. Pero vencí la tentación. Lo primero era lo primero...
Y, de pronto, el mar de Galilea se presentó a mi derecha. Aquel azul in-móvil, pintado de verde y bruma en sus lejanas orillas, me recordó que via-jaba por los que, un día, fueron escenarios de buena parte de la vida terre-na del Maestro. Y una contenida emoción encendió mi espíritu. Aquellos la-res sí conservaban toda su pureza, todo el poder y todo el magnetismo de los campos, laderas, senderos o aguas por los que se había movido Jesús. Y me prometí buscar un respiro y descender de nuevo a las negras y pedre-gosas «costas» de aquel mar. Necesitaba respirar su brisa. Sentir los ligeros pasos del Maestro y el tímido chapoteo de las olas entre los guijarros de ba-salto.
Solimán me sacó de tan apacibles y reconfortantes pensamientos, seña-lándome el kibbutz Ginnosar, al borde del lago. Shelley Waschsmann, en efecto, me había informado que la mal llamada «barca de Jesús» -descubierta, como ya mencioné, a principios de ese año de 1986 por los hermanos Yuval y Moshe Lufan- había sido transportada hasta un pequeño museo, especialmente abierto y acondicionado en el kibbutz que ahora te-nía ante mí. Allí deberá permanecer, por espacio de siete o nueve años, sumergida en una solución de cera sintética. El árabe, deseando compla-cerme, insistió para que nos detuviéramos en la granja-hotel que constituye el citado kibbutz, pasando a visitar el valioso bote. Una reliquia de inesti-mable valor arqueológico -no en vano se trata de la primera embarcación de los tiempos de Cristo hallada en el referido Kinneret o mar de Galilea-, pero que, desafortunadamente, los intereses crematísticos han catalogado ya como un nuevo motivo de peregrinación religiosa. Así se hace la Historia.
Fui terminante. Era preciso continuar. Mi objetivo era otro y muy distinto. El guía masculló unas ininteligibles palabras en árabe, demostrando su con-trariedad con un bronco acelerón. Mi negativa -gracias al cielo- le mantuvo en silencio durante aquellos últimos 17 kilómetros. Ascendimos a buena marcha, siempre por la ruta 90, y, tras dejar a la izquierda Rosh Pinna, la nevada cumbre del Hermón en el horizonte me anunció la inminente proxi-midad de mi destino. Y los nervios, como una premonición, se desataron en mi estómago.
Solimán sonrió. Me indicó el lugar y redujo la velocidad. A los pocos minutos giraba a la izquierda, abandonando la carretera general e introdu-ciendo el vehículo en una pésima pista que ascendía hasta las mismísimas puertas de aquel gigantesco «triángulo» isósceles.

Fue inevitable. Mi corazón presentía algo. Y las palmas de mis manos co-menzaron a gotear.
Solimán, con un recuperado buen humor, me rogó que esperase en el co-che. Descendió con parsimonia y se encaminó al austero chamizo que hacía las veces de puesto de control. Un aburrido guarda nos recibió con curiosi-dad. Las visitas no debían de ser muy frecuentes en aquel apartado rincón de Galilea. Mucho menos, la de un supuesto turista extranjero que, ade-más, llegaba en solitario. Ignoro lo que hablaron, pero a juzgar por los as-pavientos del guía y las intermitentes e incisivas miradas que me lanzara el guarda; o fui tomado por un excéntrico millonario o por algo peor.. Satisfe-cho el obligado ceremonial, el cetrino y espigado guarda -siempre sin qui-tarme ojo- procedió a levantar la pequeña barrera y a franquearme el paso.
Solimán, visiblemente satisfecho, me extendió los tres tickets. Acto se-guido penetró en la explanada que se abría ante nosotros. Eran las nueve de la mañana.
Leí los boletos sin terminar de creérmelo. En todos ellos -en el azul, el verde y el marrón- aparecía la misma tipografía: « National Parks Authori-ty», y un nombre largamente acariciado: «Tell-HAZOR.»
El Mercedes se detuvo. Sentí miedo. Allí, en el lugar más insospechado de aquella meseta, podía estar la clave del enigma. «Mira, envío mi mensajero delante de ti, MARCOS 1.2. Hazor es su nombre y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0. El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía, el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.»
El criptograma, permanentemente instalado en mi memoria, sonó esta vez con un timbre especial. Me estremecí. ¿Encontraría allí lo que tanto an-siaba? Pero ¿qué era lo que buscaba?
El árabe me observó sin comprender. Mis dedos temblaban, y yo, con la vista fija en el horizonte, parecía atornillado al asiento.
-¿Le ocurre algo, señor?
No recuerdo haberle contestado. Y Solimán, intrigado, presionó mi brazo izquierdo, insistiendo:
-¡Señor .. ! ¿Se encuentra bien?
-¿Cómo?... ¡Ah! Sí -balbuceé al fin, saliendo de aquella especie de blo-queo mental.
Hice acopio de fuerzas y, decidido, abandoné el automóvil. Abrí mi inse-parable bolsa de las cámaras y, buscando apaciguar mi excitación, dediqué unos minutos a la revisión del equipo. El guía, curioso, me dejó hacer, pen-diente de cada uno de mis movimientos. Colgué una de las máquinas de mi cuello y, tras comprobar el buen funcionamiento de la brújula, cinta métri-ca, medidor de pasos y otros artilugios, me situé frente a las ruinas. ¿Por dónde empezar? «Hazor es su nombre ... » Sí, al fin estaba en Hazor. Pero ¿qué quería insinuar el mayor?
No tenía ni la más remota idea del tiempo que debería consumir en aque-lla exploración. Así que, con el firme propósito de gozar de una entera liber-tad de acción, hice ver a Solimán que mi visita podía alargarse y que lo más prudente era que organizara su jornada como creyera oportuno. Pero el guía se negó a moverse de su sitio. Me encogí de hombros y, dándole la es-palda, avancé hacia el corazón del tell. Por lo que llevaba leído y estudiado, aquella pequeña colina artificial, de 40 metros de altitud en su zona más elevada, fue construida hace más de cinco mil años, desempeñando lo largo de su historia- un papel de gran importancia estratégica en el nudo natural de comunicaciones en que se hallaba enclavada. Por allí habían discurrido los caminos de Damasco a Megiddo y de Sidón a Beisán. La transparencia y luminosidad de aquel día permitían divisar, al oeste, las tierras azules del Líbano y, al este, las verdes laderas de las alturas de Golán. Pero mi objeti-vo quizá se encontraba allí mismo: en aquella meseta o plataforma que, a vista de pájaro, recordaba la figura de un descomunal y ocre triángulo isós-celes, dominando una feraz campiña. A las puertas de las ruinas consulté algunas de las notas contenidas en mi cuaderno «de campo». Las respeta-bles dimensiones de la ciudad fortaleza me acobardaron: 470 metros de oeste a este y 175 de norte a sur, en su parte más ancha. Hacia el oeste -es decir, en el imaginario vértice del triángulo- la meseta pierde altura en sucesivas terrazas. Y todo ello sabiamente cercado por los restos de muros y fosos. En definitiva, un apretado y monumental conglomerado de restos arqueológicos que, según los expertos, pertenece a veintiún asentamientos humanos y, obviamente, a otros tantos y remotos períodos de la Historia . Demasiado para mi escasa capacidad e información...
En este singular tipo de búsqueda -lo sé por experiencia- la disciplina y el método son de vital importancia. Conviene proceder con extrema calma, sin despreciar detalle alguno, por muy insustancial o pueril que pueda parecer. Y sin perder de vista tales premisas arranqué con lo que podría calificar co-mo una inicial «torna de contacto» con el lugar. El molesto handicap, no me cansaré de insistir en ello, de no saber lo que buscaba, tensó aún más mis sentidos. Quizá la pista de las «alas» era el único y endeble apoyo en tan loca investigación. Y lentamente, como si una «fuerza» extrahumana hubie-ra congelado el tiempo, empecé aquella nueva fase de mi labor.
La oblicua luz de la mañana había despertado a un ejército de sombras, que corrían perezosamente hacia el oeste. Y los amarillos, ocres y blancos del laberinto arqueológico fueron avivándose. Tomé el estrecho sendero arenoso que rodea la meseta por el acantilado norte, con los ojos y el cora-zón entregados a cuanto me rodeaba. Era el único visitante y ello me per-mitía una total libertad de movimientos.
«Hazor es su nombre ... »
A primera vista, aquel caótico entramado de muros, patios, palacios se-miderruídos, de columnatas segadas por la destrucción y los siglos, edificios públicos sin techumbre y de los restos a medio levantar del fortín helenísti-co, no parecía apuntar indicio o señal algunos que atraparan mi atención. Eran sólo piedras. Pilares y basamentos dormidos, importunados ahora, aquí y allá, por el monótono crujir de la arenisca bajo mis botas. Aquellos iniciales minutos de infructuosa búsqueda aceleraron mi ánimo. Debía con-servar la calma. Y reanudé la lenta marcha, bordeando la fortaleza en todo su perímetro.
« ... y sus alas te llevarán al guía. »
El mensaje del mayor -¿o eran imaginaciones mías? continuaba en primer plano, derramándose, con mi vista, en cada bloque de piedra, en cada es-quina, en cada sombra...
Al filo de las diez horas, cuando estaba a punto de cerrar la primera gira de inspección, unas húmedas y toscas escalinatas, ubicadas en la cara este de la explanada y que se perdían en las entrañas de Hazor, me hicieron ti-tubean Unos carteles amarillos, en hebreo e inglés, anunciaban la entrada a un túnel. Y un soplo de esperanza me hizo temblar. Pero me contuve. Pri-mero debía «peinar» la superficie de la ciudad fortaleza.
Al recalar en el punto de partida consulté el medidor de pasos. La aguja marcaba 402. Aquel dato, la verdad, no revelaba gran cosa. Sumando los dígitos, en efecto, aparecía el misterioso «6». Pero ¿de qué me servía? Ano-té esta y otras imprecisas observaciones y, tras inspirar profundamente, procedí al segundo «asalto». Solimán, a lo lejos, dormitaba en el interior del automóvil. Mentalmente dividí la fortaleza en tres sectores, adentrán-dome en el primero: en el situado al norte. Olvidando toda norma, me des-entendí de los senderillos que zigzagueaban entre las ruinas, acomodándo-me a mis propios impulsos. Salté muros, acaricié las rugosas columnas, trepé a las demolidas casamatas y, sudoroso, busqué incluso desde lo más elevado de las paredes del fortín. Por fortuna, como ya señalé, Hazor se hallaba entonces solitaria y en silencio, y el puesto de control quedaba rela-tivamente apartado. No había riesgo, al menos de momento, de que mi heterodoxa visita pudiera llamar la atención de los vigilantes.
«... y sus alas te llevarán al guía.>,
¿Sus alas? En mi creciente desconcierto llegué a imaginar que el mayor, en su hipotético deambular por aquella meseta, podría haber descubierto algún tipo de alineamiento o de figura geométrica que recordaran unas alas. Siempre con la brújula en la mano-, cambié repetidas veces de posi-ción, oteando el maremágnum de piedra. Fui incapaz de distinguir el menor vestigio. Ni las rudimentarias calles, ni el confuso trazado de la ciudadela, se parecían a lo que yo perseguía. Allí, las únicas «alas» eran las de mi re-calentada imaginación. Descendí sobre el terroso pavimento, repitiendo la exploración a lo largo del segundo y tercer sectores. ¡Era desolador! Si el mayor había jugado con algún símbolo, restos de cerámica o estela funera-ria, estaba claro que debía buscar en otra dirección. Las ruinas de Hazor, al menos lo que llevaba visto, eran sólo eso: unas ruinas desnudas, desprovis-tas de inscripciones, estatuas o ajuares, incapaces de arrojar un poco de luz. Y de pronto, sentado sobre una de las piedras, mientras pugnaba por recapitular, tuve un presentimiento. ¿Y si las fatigosas alas» pertenecieran a algo que había sido desenterrado en Hazor y trasladado a Dios sabe dón-de?
Aquel flash, perturbador, me hundió en el desaliento. Y allí, humillado en mitad de unas remotas ruinas arqueológicas, fui memorizando lo que había visto y leído en la gruesa documentación bibliográfica sobre Hazor. En los tres años de excavaciones, los arqueólogos habían rescatado una miríada de objetos votivos, figurillas de deidades, centenares de vasijas, escarabeos egipcios -uno de ellos, incluso, con el nombre de Amenofis-, relieves religio-sos, máscaras litúrgicas, óstraca, la famosa estrella circunscrita (signo de la realeza), formidables esculturas de leones y, en fin, hasta nueve massebot o estelas, una de ellas con dos enigmáticas manos en actitud de plegaria. Todo un arsenal perteneciente a 21 ciudades y períodos distintos. Y todo ello, si la memoria no me traicionaba, sin la menor relación con unas «alas». Ciertamente, aún quedaba mucho por revisar. Pero & si no conse-guía descubrir un solo motivo alado? ¿Y si las intenciones del criptograma se movían en otra dirección.
Me incorporé y, golpeando el muro con rabia, levanté los ojos al cielo, clamando por una pista. Estaba nuevamente perdido. La «respuesta», aun-que una vez más no supe verla en esos críticos momentos, llegó sutil y puntual. Suspiré y, un tanto avergonzado de mi propio dramatismo, volví a sentarme. Encendí un pitillo y, sin saber por qué, caí de nuevo sobre el cuaderno de «campo». Releí las notas y, poco a poco, al tiempo que me se-renaba, fui aproximándome a un comentario -subrayado en rojo- y que había copiado en España de una carta procedente de Munich. Su autora -M. Klein- escribía a propósito del enigma: «... Claro que, en principio, puede pensarse que Hazor se refiere más bien a un animal o personaje con alas. Por eso dudo un poco de su relación con la ciudad bíblica del mismo nom-bre. Sin embargo, pudiera ser también que cualquier figurita sacada de Hazor y ahora en un museo, tuviera algo que ver con el asunto. »
Evidentemente, no supe interpretar aquel «signo». Me llamó la atención, sí, la curiosa y oportuna «coincidencia» de ideas. Pero ahí quedó todo. En ocasiones, la excesiva autoconfianza o el estúpido engreimiento desembo-can en rotundos fracasos. Aquel desmoronamiento, sin embargo, se esfumó a la par que el cigarrillo. Recompuse mis fuerzas y, como si allí no hubiera pasado nada, me alejé de la ciudadela en dirección este, dispuesto a inten-tarlo en el misterioso túnel que viera dos horas antes.

No es que sea muy practicante de la religión en la que fui educado, pero instintivamente, al poner el pie en el primer escalón, hice la señal de la cruz. La boca del túnel me sobrecogió. ¿Qué me aguardaba en aquellas pro-fundidades?
La excavación practicada por Yadin -siempre respetuosa con los trazados primigenios- desciende en vertical. Se trata de un enorme pozo cuadrangu-lar de poco más de 10 metros de lado, con una sucesión de rampas escalo-nadas, ganadas al terreno rojizo del tell por cada uno de los laterales del mencionado pozo.
Y muy despacio, con el corazón agitado, fui avanzando. Por mera precau-ción, antes de tocar el primer y húmedo peldaño, dispuse el Schritte (medi-dor de pasos), situando la aguja en el cero. La luz entraba sin dificultades hasta el fondo de la perforación, situado a unos doce metros de la superfi-cie. El silencio era completo. Consulté la brújula en cada uno de los estra-tos, pero no advertí alteración alguna. Las paredes, cuidadosamente cepi-lladas por los arqueólogos, no presentaban tampoco otras evidencias o se-ñales que no fueran las lógicamente derivadas de los trabajos de deses-combro y de la humedad. De todas formas, dediqué un tiempo al examen de los diferentes corles existentes en los muros. La experiencia fue nula. En el pozo no pude, o no supe, encontrar un solo detalle que encajara con el criptograma. Pero faltaba una segunda galería.
Al ganar el último de los peldaños me detuve. Frente a mí se abría un co-rredor de unos cinco metros de altura, pésimamente iluminado por algunos mortecinos y espaciados puntos de luz amarillenta. El túnel, ciertamente tenebroso, descendía hacia quién sabe dónde, en un brusco desnivel de 30 o 35 grados. Las paredes chorreaban humedad. Agucé el oído, intentando captar algún sonido. No fue posible. Sólo mi desacompasado ritmo cardíaco retumbaba en mi pecho. Aguardé unos segundos, procurando que mis pupi-las se amoldaran a la oscuridad. Pero no alcancé a distinguir el fondo del pasadizo. Fue entonces, al trastear en la bolsa del equipo fotográfico, en busca de una inexistente linterna, cuando reparé en el cuentapasos. A la luz del mechero, al tiempo que maldecía mi falta de previsión, procedí a desen-gancharlo del cinturón. La aguja se hallaba inmovilizada en 150 pasos. «¿Ciento cincuenta?», repetí en voz alta. El eco se propagó en la oscuridad. Sentí un escalofrío. La suma de los dígitos daba «6». Otra vez el misterioso número... ¿Cómo era posible? ¿Y si el step-pas hubiera errado? Era dudoso. E, ilusionado con tan famélico dato, regresé por donde había bajado, conta-bilizando los escalones.
«... El número secreto de sus plumas es el número secreto del guía. » A la carrera, nervioso por confirmar la cifra, fui remontando las rampas, lle-gando a la superficie sin resuello..¡ Maldito tabaco!...
En efecto. No había error. Las escaleras sumaban 150 peldaños. Me dejé caer contra la barandilla que protegía el último de los vuelos de acceso al pozo y, mientras recuperaba el aliento, fui desgranando algunas hipótesis. Todas, cuando menos, se me antojaron retorcidas. ¿Es que debía asociar las «alas» con aquellas rampas escal6nadas? ¿Podían conducirme al guía? ¿Era el «6» el número secreto de las plumas de las alas de Hazor?
Ahora, al recordar tamañas desventuras, no puedo por menos que sonre-ír. El mayor, casi con seguridad, había visitado las ruinas de Hazor. Sin yo saberlo, al manejar el cómputo de los peldaños, había acertado. Pero, ab-sorto en el hallazgo, perdí de vista un factor, inherente al mayor y a sus enigmas: su natural inclinación al juego del despiste...
Admitiendo la forzada tesis de que tales rampas de tierra fueran las «alas» del «mensajero», y de que el número secreto fuera el seis, dichas escalinatas tenían que llevarme al «guía». Pero ¿quién o qué era el «guía»? ¿Me topaba con él en el subterráneo?
Sólo había una forma de salir de dudas.
En el fondo lo agradecí. Lo averiguado hasta ese momento en Hazor era tan poco relevante que aquella «luz» -o cualquiera otra, por muy pobre que hubiera sido hizo el milagro de devolverme la esperanza. Me precipité esca-leras abajo y, ansioso por penetrar en el túnel, poco faltó para que diera con mis huesos en tierra en uno de los resbaladizos tramos. El susto me hizo recapacitar. Tenía que proceder con cautela. En la boca de la segunda galería seguían reinando el silencio y una pastosa penumbra. Encendedor en mano caminé por el centro del túnel. La acusada pendiente resultaba in-cómoda y, prudentemente, me hice a un lado, pegándome al chorreante e irregular muro de la derecha. Fue una marcha lenta. Expectante. Con la frágil llama azul-amarillenta del mechero explorando cada centímetro cua-drado de piedra. Cada cuatro o cinco pasos cambiaba de pared, repitiendo la minuciosa operación de búsqueda. La abrupta bóveda del subterráneo tampoco revelaba inscripción o indicio alguno.
Sentí frió. La humedad aumentaba. Súbitamente, mientras revisaba uno de los muros a la luz del mechero, creí escuchar algo. Apagué la llama e, inmóvil como una estatua, esperé. El corazón había empezado a palpitar con violencia. Pero aquel fugaz y sordo sonido -algo así como un chapoteo- no se repitió. El fondo de pasadizo continuaba en tinieblas. Era difícil preci-sar sus perfiles y lo que pudiera albergar en lo más profundo. No voy a ocultarlo: una familiar sensación de miedo hizo temblar mis rodillas. Y unas frías gotas -de sudor resbalaron por mis costados.
Peleé conmigo mismo, tratando de razonar. Allí, seguramente, no había nadie. Todo era fruto de la tensión. No salí muy convencido del lance. El instinto -más que la inteligencia- difícilmente se equivoca.
¿Qué hacía? ¿Continuaba avanzando o daba media vuelta, obedeciendo la lógica y natural inclinación a salir de aquel antro? -
Tragué la escasa saliva que me quedaba y, aceptando el imprevisto desa-fío, caminé sigilosamente, sin despegarme del muro derecho. Esta vez lo hice a oscuras. «Si se trataba de una falsa alarma -razoné con dificultad-, tiempo y oportunidad habría de repasar los paños de tierra que restaban por explorar. »
Según mis cálculos, llevaba recorridos unos diez o quince metros, igno-rando cuánto faltaba para la culminación del túnel. Siguiendo una vieja tác-tica, inspiré profundamente y repetidas veces, buscando apaciguar la fre-cuencia cardiaca. Lo logré a medias. Estaba seguro de haber escuchado aquel ruido. Esta idea, unida a las tinieblas y al no menos lúgubre silencio del recinto, habían hecho saltar mis alarmas.
El piso se hacía cada vez más deslizante. Procuré aferrarme a los pedre-gosos entrantes de la pared, no dando un solo paso sin antes tantear la so-lidez del inclinado pavimento. Cuando había ganado veinte o veinticinco metros, otro seco golpe llegó con nitidez. Ahora no había dudas. Era como si una piedra, o algo contundente, topara con un muro. Los escalofríos me recorrieron en oleadas. En un arranque accioné el mechero, al tiempo que lanzaba un inseguro: «¿Quién hay ahí?»
No hubo respuesta. Pero, coincidiendo con el encendido de la llama, dos nuevos golpeteos -más cercanos- me helaron la sangre. Ahora, y sólo aho-ra, rememorando la escena, se me antoja tragicómica. En aquellos instan-tes, consecuencia del miedo y de los nervios, en lo único que reparé fue en una acuciante necesidad de orinar. Obviamente me contuve.
Entorné los ojos y, forzando la vista, creí distinguirá no mucha distancia una informe mezcolanza de sombras verticales y horizontales. ¿Qué demo-nios era aquello?
La curiosidad -nunca he logrado entender la extremada fuerza de tal atri-buto- se impuso al miedo. Sin embargo, necesité algunos segundos para mover las piernas. Con el brazo derecho tenso como un mástil, soportando el doloroso contacto con el recalentado mechero, seguí aproximándome a lo que intuía como el final del subterráneo. El silencio, de nuevo, era total. Un silencio cargado de presagios. Saturado por mi propio miedo.

¿Sombras estilizadas? ¿Sombras inmóviles, dibujando un incierto amasijo de líneas (?) verticales y horizontales? ¿0 no estaban inmóviles? Estas interrogantes me acompañaron los últimos metros, al tiempo que -gracias al cielo- la pobrísima radiación de mi encendedor fue rompiendo la negrura. Me detuve. Paseé la diminuta luz a izquierda y derecha y, de improviso, re-cibí un fétido olor. Sujeté la mano derecha con la izquierda, en un esfuerzo por inmovilizar la llama. La candela osciló, agitada por algún tipo de co-rriente. A los pocos minutos descubría ante mí -a cosa de tres o cuatro me-tros- una rudimentaria y semipodrida valla de madera, que me cerraba el paso. Respiré con alivio. Ligeramente encorvado, todavía con los músculos en guardia, me situé frente a los listones que ponían fin a aquella zona del túnel. La barrera apenas si alcanzaba un metro de altura. Me asomé despa-cio y, al extender el mechero, comprendí. Sencillamente, había cubierto los treinta o treinta y cinco metros de un subterráneo que moría en una piscina o cisterna, inundada de una agua hedionda y verdinegra. En cuanto al en-jambre de «sombras», no era otra cosa que un apretado bosque de palos y postes que apuntalaba la techumbre del cubículo a derecha e izquierda. No sabía si reír o llorar. El miedo me había jugado una mala pasada. E, incom-prensiblemente, olvidé los extraños ruidos. La calma volvió a mí y, deseoso de proseguir la búsqueda, dediqué un tiempo a pasear arriba y abajo de la valla de seguridad, examinando las maderas. Todo era normal. Al otro lado el declive del terreno concluía bruscamente. Semienterrados, distinguí cua-tro relucientes y enormes peldaños de basalto que se hundían en la charca. Mi rudimentario sistema de iluminación no me permitía ver más allá de dos o tres metros. En consecuencia, desconocía las dimensiones de la cisterna y lo que pudiera haber al otro lado de las primeras hileras de postes. - Era el momento de considerar mi situación. Frente a la mugrienta valla, respiran-do las nauseabundas emanaciones del agua estancada, fijé la vista y los pensamientos en la negra incógnita que tenía ante mí. Busqué en la memo-ria. La verdad es que apenas si había leído gran cosa sobre aquella parte de las excavaciones de Hazor. Sin duda, se trataba de un antiquísimo sistema hidráulico, ideado para el abastecimiento de una ciudad-fortaleza que, como registra la historia, se vio sometida a diversos y prolongados asedios. Lo asombroso es que, después de tantos siglos, el agua siguiera llenando el fondo del subterráneo. Calculé el camino recorrido, estimando que podía hallarme a 25 o 30 metros de profundidad. Mi gran duda era si debía arriesgarme a continuar la marcha, explorando el resto del túnel. (Lo de «marcha» era un decir, claro. La cerca de madera estaba allí por algo.) Ex-perimenté un incómodo desasosiego. Pero lo atribuí al cúmulo de contrarie-dades que venía padeciendo. «¿Y si la clave del misterio estuviera más allá?» La tiranía del criptograma se dejó sentir por enésima vez. «¿Es que iba a tirar la toalla ante la primera seria dificultad que me cerrase el cami-no?»
La decisión estaba casi asumida cuando, en mitad de la oscuridad, escu-ché un nuevo y misterioso golpe. Fue como un «plof». Prendí el encendedor y, al momento, descubrí el fatigoso avance de unas ondas en la superficie de la cisterna. Algo se había precipitado en las aguas. Y el miedo resucitó. Elevé la llama en un intento de visualizar el techo de la galería. Quizá se tratase de algún desprendimiento, tan habituales en túneles de esta natura-leza. La sola idea de un derrumbe me sobrecogió. Pero, al punto, al recono-cer el rocoso y compacto techo abovedado, rechacé la ocurrencia. Entonces, si no era una piedra lo que acababa de agitar la piscina... El recuerdo de és-te y de los golpes precedentes me acobardó. Como ya señalé, los había ol-vidado. En un santiamén, mi imaginación se encargó de debilitar mis esca-sos ánimos. ¿Y si la charca -cuya profundidad desconocía- ocultaba algún animal? Discutí conmigo mismo. Eso no era razonable. ¿Qué clase de bestia podría sobrevivir en una ciénaga así? Peores cosas había visto. Claro que cabía también la posibilidad de que, en el extremo oculto del túnel... Me au-torrebatí sin miramientos. Eso no tenía mucho sentido. Si la galería conti-nuaba, e incluso disponía de una segunda entrada, ¿por qué suponer que allí, en algún oscuro e incierto nicho del subterráneo, tenía que haber una guarida de perros o animales asilvestrados? Además -remaché con convic-ción-, ese o esos supuestos perros no habrían desaparecido bajo las aguas.
« ... y sus alas te llevarán al guía. »
¡Maldita sea! La curiosidad seguía minando mi sentido común. ¿Qué había al otro lado de la cisterna y del andamiaje de sustentación del túnel? Era menester aclararlo. Si retornaba a la superficie sin intentarlo, jamás me lo perdonaría. Y, lo que era peor, quizá perdiese la ocasión de despejar el enigma.
¡Al diablo con todo! Aseguré la bolsa de las cámaras contra mi espalda, situando la correa en bandolera y, pleno de coraje y de una insensata in-consciencia, salté la cerca.
El terreno, al filo de los peldaños de basalto, era fangoso. A derecha e iz-quierda, hundidos en el barro, se levantaban los primeros puntales de ma-dera. Mi propósito era trepar por ellos y, con toda la precaución del mundo, deslizarme sobre los travesaños hasta el final de los mismos. En aquellos agitados instantes no vi una fórmula mejor para salvar la charca.
Mis manos se humedecieron al palpar los maderos de la izquierda. «Mal asunto», sentencié. A la luz del mechero inspeccioné las bases. Se hallaban deterioradas. Era de esperar. Aquel armazón, dispuesto por los hombres de Yadin, venía soportando un desgaste de treinta años. La humedad de la cis-terna, implacable, lo había corrompido todo o casi todo. Examiné los clavos que soldaban los palos horizontales a los verticales. La mayor parte -corroída por el óxido- no ofrecía mucha seguridad. ¿Resistirían mi peso? Decidí verificarlo. Me apoyé con ambas manos sobre el travesaño más bajo, situado a cosa de ochenta centímetros del terreno, propinándole varios e inmisericordes empellones. La estructura se resintió, crujiendo amenazado-ra. Fue un aviso. Pero no todo terminó ahí. Amén de patinar peligrosamente sobre la curvatura del madero, al tercer o cuarto «embate» escuché un nuevo «plof». Esta vez, a mi derecha y muy próximo. Me revolví frenético. La única respuesta fue otra cansina serie de ondas circulares avanzando hacia mis pies y el silencio. Un silencio que secó mi garganta. El irritante misterio de aquellos golpes empezaba a encolerizarme. Descendí hasta el último de los escalones y, en cuclillas, acerqué la llama a las aguas. Fue in-útil. La negrura era impenetrable. Agité la superficie con la mano izquierda y, al acercar los dedos a la nariz, un agudo olor a podrido me echó para atrás. Permanecí pensativo y expectante, bregando con la oscuridad. Al po-co, por mi izquierda, junto a uno de los postes ubicado a metro y medio, emergieron varias burbujas. Sentí cómo los vellos de la nuca se erizaban. No tuve valor para moverme. Aquellas burbujas, las únicas que había ob-servado desde que llegara a la cisterna, confirmaron mis iniciales sospe-chas. Allí abajo habitaba o se movía algo... Segundos después otro burbu-jeo, más intenso, delató la presencia del supuesto animal junto a la base del poste contiguo. Parecía alejarse hacia el interior de la charca. Temblan-do de miedo, hecho un ovillo sobre el húmedo peldaño, fui abriendo la cre-mallera de la bolsa, tanteando las máquinas. Si «aquello» -lo que fuera- asomaba entre las aguas, un oportuno flashazo me permitiría fotografiarlo y dejarlo temporalmente ciego... En caso de peligro, esa ceguera jugaría a mi favor. Los segundos transcurrieron tensos e interminables. Con los múscu-los agarrotados fui paseando la vista por la ciénaga, esperando que, en cualquier momento, la o las bestias irrumpieran en la superficie. De pronto caí en la cuenta de que me hallaba con medio cuerpo fuera del escalón, prácticamente sobre las aguas. ¿Y si el responsable de las burbujas bucea-ba hasta el filo de la piscina? La repentina y angustiosa idea pulverizó mi menguado valor. Y de un salto retrocedí hasta la valla. El frío sudor y el miedo destilaban ya por los cuatro costados. Pero el túnel continuó en si-lencio. Nada alteró sus aguas. Y despacio, muy despacio, fui recomponiendo mi malparado espíritu. Los que me conocen un poco saben que, a estas al-turas de la vida, sólo me indigno conmigo mismo. Pues bien, ésta fue una de esas ocasiones en la que maldije mi escasa fortaleza de ánimo.
Guardé la cámara fotográfica y, mascullando toda suerte de improperios contra mí mismo, avancé hasta el andamiaje de la derecha. Se habían ter-minado las inspecciones y el rosario de fantasías. «Aquí no hay y no pasa nada -fui repitiéndome mientras me asía a uno de los palos, emprendiendo la escalada- Aquí sólo hay miedo ... »
No me equivocaba en lo del miedo. En lo otro, desgraciadamente, sí.

¡Estúpido de mí! jamás aprenderé. Los primeros movimientos fueron sen-cillos. Molestos y delicados ante lo resbaladizo de los troncos, pero de esca-sa dificultad. El entibado moría a unos cinco metros de la superficie de la charca. Tanteé varios de los travesaños horizontales, eligiendo uno de los más gruesos. Ante la presión de mi pie, gimió levemente. Pero soportó el peso. El largo madero, claveteado a los postes verticales, se hallaba a unos dos metros sobre el nivel de la ciénaga, perdiéndose en la profundidad del túnel. Aquella batería de postes y tablas, al igual que la que había sido plantada en el lateral izquierdo del subterráneo, formaba un intrincado la-berinto de difícil acceso. Los troncos horizontales habían sido dispuestos a medio metro uno de otro, reforzados en el interior de la masa del andamia-je con decenas de estacas, apuntaladas en aspa. Intentar el avance por el centro de la estructura habría sido laborioso en extremo. Así que, en mi afán por ganar tiempo, elegí la cara externa: desnuda y vertical sobre las aguas. Frente a este podrido e improvisado «puente» -a cuestión de cuatro o cinco metros- corría paralela, como digo, la estructura de la izquierda.
Atrapé el mechero entre los dientes y, midiendo cada paso, probando palmo a palmo la integridad y resistencia del tronco al que me aferraba, fui avanzando. La humedad, conforme me adentraba en el interior de la cister-na, fue en aumento. Un moho negruzco envolvía la mayor parte de las ma-deras, deshaciéndose entre mis dedos y suelas. Tomé aliento y, al mirar hacia abajo, la mancha negra de las aguas y el recuerdo de las burbujas me estremecieron. Si alguno de los tramos cedía, mi situación podía ser com-prometida. Espanté tan funestos presagios y, con los cinco sentidos en cada centímetro dé madera, reanudé la marcha.
Todo fue relativamente bien hasta que, a cinco o seis metros de la orilla, al sortear otro de los postes, los viejos golpeteos me helaron la sangre. Pe-gué la cara al madero y, conteniendo la respiración, escuché. Los ruidos, ahora, eran continuos. Encadenados. Muy cercanos. Y percibí cómo todos los vellos de mi cuerpo se erizaban a un tiempo. Tras unos segundos de in-decisión, abrazado al poste con todas mis fuerzas, incliné la cabeza, bus-cando la charca. La oscuridad no me facilitó las cosas. No acertaba a com-prender..
De pronto, algo golpeó mi bolsa. Fue un impacto seco. Violento. Las pier-nas se doblaron y una dolorosa lengua de fuego se propagó por mi vientre. Clavé los dedos en la madera, aterrorizado ante la «agresión» y,,sobre to-do, ante la idea de perder el equilibrio y caer.
¡Dios mío! ¡Algo se movía a mi espalda, pateando y arañando la bolsa de las cámaras! Era pesado y topaba violenta y anárquicamente contra mis ri-ñones. El pánico bloqueó mi garganta. No podía volverme. Ignoraba lo que se revolvía a mis espaldas y, aunque el instinto me ordenaba soltar una de las manos y defenderme, la posibilidad de resbalar y precipitarme en las aguas fue más poderosa. En aquellos eternos segundos noté cómo el ani-mal se asomaba al filo de la bolsa, desequilibrándome. Y ciego por el páni-co, comencé a agitarme, balanceando el equipo a derecha e izquierda con histérica desesperación. En los primeros vaivenes, la «cosa» debió de clavar sus garras en el cuero, resistiendo, imperturbable, las violentas oscilacio-nes. A la quinta o sexta convulsión, la bolsa recobró su peso habitual. El animal, sin duda, había saltado.
Al aminorar la tensión, las fuerzas cayeron en picado. Tuve que abrazar-me al madero, temblando de pies a cabeza. Los escalofríos y aquel miedo cerval habían hundido mis dientes en el encendedor, perforando el plástico. Cerré los ojos, luchando por reprimir la agitada respiración. Pero los golpes continuaban a mi alrededor, quebrando el silencio del túnel y mis desorde-nados intentos de serenarme. Me sentía impotente. Incapaz de avanzar 0 retroceder. Mi obsesión en tan dramáticos momentos era que otro u otros animales pudieran precipitarse sobre mi cuerpo. Evidentemente, los impac-tos en el agua eran provocados por aquellos «invisibles» seres.
No sé cuánto tiempo permanecí aferrado al poste, acobardado e indefen-so. Sólo cuando los topetazos decrecieron, haciéndose más espaciados y distantes, la lucidez volvió a mí. Tenía que actuar. No podía atascarme en lo alto del andamiaje, sin saber a qué atenerme y con la permanente amenaza de una caída en unas aguas infectadas de Dios sabe qué criaturas.
«Sí, lo primero, antes de adoptar una decisión, es iluminar mi entorno. »
El miedo -quien lo haya padecido sabrá comprenderme- tiene estas y otras absurdas consecuencias. Uno habla solo. Y yo empecé a dialogar conmigo mismo, con la voz quebrada, en un fervoroso deseo de «sentirme acompañado».
«... ¡El mechero! Claro ... »
Pero el mecanismo no respondió.
«¡Dios!... ¿Qué pasa?»
Uno, dos, tres golpes a la ruedecilla dentada. Era inútil. Me abracé de nuevo al pestilente y húmedo madero y, a tientas, abrí al máximo el paso del gas. Los estériles fogonazos habían recrudecido el ritmo de los golpes y los chapoteos en la ciénaga.
« ¡Vamos, vamos! »
Al segundo o tercer intento, una larga y trepidante llamarada -al fin- bro-tó impetuosa ante mis ojos. Y con el pulso tembloroso y desarmado, levan-té la candela por encima de mi cabeza, hacia los travesaños superiores. El túnel se iluminó. Al instante, al descubrir lo que bullía sobre los palos y ma-deros, los cabellos y toda mi piel se tensaron como agujas. El pavor y la re-pugnancia me hicieron vomitar entre dolorosas arcadas. Pensé que iba a desmayarme. Y en un supremo intento por conservar el sentido, golpeé mi frente contra el puntal...
« ¡Jesucristo! »

Aquella reacción animal me salvó momentáneamente. Con un agrio sa-bor, sin poder controlar los temblores que me sacudían como un muñeco, me oriné de miedo. Nunca me había ocurrido. Lo confieso.
Con los ojos espantados aproximé la llama al palo horizontal que descan-saba a medio metro de mis erizados cabellos, profiriendo un desgarrador: « ¡Fuera! ... »
El aullido, más que grito, y la proximidad del fuego surtieron efecto, y de-cenas de ratas que pululaban y se amontonaban en el entibado de la galería treparon y huyeron en todas direcciones, empujándose y cayendo a la cié-naga.
Eran ratas grises. Muchas de ellas, enormes como gatos, chorreantes y con sus repulsivos pelajes inhiestos como púas.
Entre escalofríos fui dirigiendo la llamarada arriba y abajo, a derecha e izquierda, tratando de averiguar el número de las que se retorcían y circu-laban veloces por los postes cercanos. Imposible calcularlo. Quizá fueran más de un centenar.
Es curioso. El instinto de conservación tomó las riendas y, mientras agita-ba mi amenazante brazo derecho, una '91 atropellada secuencia de posibles soluciones desfiló por mi capar de allí. En cerebro. Lo más sensato era re-troceder y es alguna ocasión había leído algo sobre tales roedores y sabía de su voracidad, inteligencia y capacidad destructora. También es cierto que raramente atacan o se enfrentan a un enemigo superior. Pero ¿cómo saber si aquella colonia reaccionaría así? ¿Y si estaban hambrientas?
La enloquecida dispersión de los núcleos más próximos me tranquilizó a medias. Estaban tan aterrorizadas como yo, aunque no podía fiarme. Algu-nas, quizá las más viejas, fueron a refugiarse en lo más intrincado del bos-que de palos, desapareciendo en las tinieblas. Otras, en cambio, a pruden-cial distancia del fuego, se revolvían nerviosas, agitando sus peladas colas en el vacío y levantando los puntiagudos hocicos en actitud dudosa. Sus uñas y dientes destellaban a cada movimiento, llenándome de pavor. Varias de las ratas -no supe nunca si las más audaces o hambrientas- se atrevie-ron a cruzar por el poste horizontal más próximo y paralelo al que me ser-vía de asidero. Centímetros antes de llegar a la altura de mis ojos, frenadas por las temblorosas acometidas de la llama que sostenía entre los dedos, daban media vuelta o se sentaban sobre sus cuartos traseros, orientando sus sanguinolentos pabellones auditivos hacia el anárquico ir y venir del mechero. Desafiantes, como digo, algunas llegaban a aventurarse por el travesaño, corriendo veloces frente a mi rostro. En una de las ocasiones, medio enloquecido, acerté a golpear con los nudillos en el espeso pelaje de uno de los animales. Y el fuego prendió en su vientre. La rata se revolvió y, entre chillidos, lanzó una dentellada a la zona incendiada. El dolor la obligó a buscar el poste vertical más cercano y, enroscando su cola en el madero, descendió veloz hacia la charca. El siseo del fuego al contacto con el agua y una pequeña humareda pusieron punto final al lance. Sin poder reprimir mi angustia, estallé en un nuevo y prolongado grito que provocaría otro preci-pitado alejamiento de los roedores. Con asombrosa habilidad, saltando por encima de sus congéneres, muchas de las alimañas, ayudándose siempre de sus colas, tomaron el camino de la ciénaga, corriendo postes abajo hasta zambullirse en sus aguas.
Algo reconfortado (?) por mi pequeño triunfo, deslicé la mano izquierda por el palo vertical y, en cuclillas, intenté iluminar la piscina. Por debajo de mis pies, en los maderos, gracias a Dios, no distinguí ninguno de los escu-rridizos y negros bultos. La cloaca, en cambio, parecía un hervidero. Las ra-tas grises, resistentes nadadoras, se dirigían veloces hacia la orilla y el en-tablado de la izquierda. ¡Dios mío! Si caía al agua podía darme por muer-to...
Y obedeciendo al instinto de conservación, empecé a retroceder, a la bús-queda de tierra firme.

«Hazor es su nombre ... »
Nunca lo he asimilado. ¿Cómo un hombre atemorizado puede doblegar su natural inclinación a huir y, en cuestión de segundos, enfrentarse a lo que le acobarda? Quizá ésta sea una de las maravillosas paradojas de la condi-ción humana...
La cuestión es que, cuando apenas llevaba recorridos unos metros, la «fuerza» que siempre me acompaña resurgió en mí. Y las frases del cripto-grama se entremezclaron con otros no menos violentos reproches.
«... y sus alas te llevarán al guía. »
«No, no puedo abandonar .. »
«... El número secreto de sus plumas...
«¡Sólo son ratas!»
«... el que ha de preparar tu camino. »
«¡Es preciso luchar!»
¡Maldición! Mi ánimo, muy a pesar mío, empezaba a fortalecerse. Las ra-tas, al menos de momento, no habían dado muestras de agresividad. Quizá pudiera alcanzar el otro extremo del subterráneo. Pero el miedo, tan sólido como el deseo de ganar la cara oculta de la galería, me hizo dudar.
«¡Dios de los cielos! ¡Decídete! Si al menos tuviera algo con que defen-derme ... »
No tenía más remedio que apagar el mechero. La cápsula metálica abra-saba. Pero la sola idea de la oscuridad, rodeado de aquel enjambre de ra-tas, me estremeció. Recordé el cuaderno «de campo». Sí, aquello podía servir. Sus estrechas y alargadas hojas darían un respiro al encendedor.
Arranqué varias de las páginas en blanco y, retorciéndolas, improvisé una antorcha. Estaba decidido. Sujeté el providencial bloc a mi cintura, hun-diéndolo en parte sobre el vientre, y, en otro arrebato, me precipité hacia el interior del túnel. Debía actuar con celeridad. Aquella frágil «tea» no duraría mucho. El fuego devoraba el papel y yo seguía ignorando la profundidad del entibado. Entre escalofríos, aferrado al palo horizontal con la mano izquier-da y dividiendo las miradas entre el poste sobre el que caminaba, las in-quietas ratas y el fuego, conseguí avanzar una docena de pasos. En parte por liberar la tensión y el pánico y también para ahuyentar a los habitantes del subterráneo, acompañé los movimientos de otros tantos y sonoros aulli-dos que hicieron enloquecer al eco, multiplicando las carreras de las alima-ñas y los chapoteos en la ciénaga.
Resistí la proximidad del fuego hasta que, a escasos milímetros de los de-dos, el calor me hizo soltar la antorcha. Las tinieblas se precipitaron sobre el lugar. Arrecié en los gritos, mientras torpemente preparaba una segunda tea. La aparición de la lumbre no apaciguó el frenético bombeo de mi cora-zón. Mi pecho se agitaba violentamente. Escruté los palos inmediatos. Las ratas, cada vez más alteradas, habían dejado de huir, amontonándose con-vulsas y chillonas a tres o cuatro metros por delante de mí. Otras retrocedí-an, evitando los travesaños sobre los que me encontraba. Grité con más fuerza, protegiendo mi cuerpo con el fuego. No entendía aquella peligrosa retención y vuelta atrás de los roedores. ¿Por qué no escapaban hacia 10 más profundo de la galería? La respuesta estaba frente a mí. Confuso y pendiente de las ratas, no lo comprendí hasta chocar casi con ella.
En uno de los avances de la tea creí verla. Sí, ahora estoy seguro. El res-plandor amarillento la iluminó fugazmente. Pero sólo cuando el pie izquier-do fue a topar con ella, el presentimiento se hizo realidad. La más decep-cionante de las realidades.
«¡Oh, no!»
Palpé incrédulo. La rugosidad de la roca fue demoledora. Allí mismo se secaron mis fuerzas y la última gota de esperanza. El túnel finalizaba en una pared cementada, lisa y desnuda. Atónito, moví la tea a diestra y si-niestra, buscando un hueco, un pasadizo, una continuación de la galería. Imposible. Los únicos orificios eran los practicados por los trabajadores de Yadin a la hora de perforar el subterráneo con los maderos de sustentación. Unos boquetes que las ratas se habían encargado de ensanchar, acondicio-nándolos como madrigueras. El crepitar del fuego, chamuscándome los de-dos, me hizo reaccionar. Las brasas escaparon de mi mano y el silencio, las tinieblas y la desolación se abatieron sobre mí. Por un instante había olvi-dado dónde me hallaba. El sentimiento de frustración era total.
¡Qué estupidez la mía!
Ya sólo. cabía volver. Deshacer lo andado. Antes, claro, era preciso salvar aquella veintena de metros, sobre unos maderos semipodridos, resbaladizos e infectados de ratas...
La sensación de inutilidad fue tan profunda que -digo yo- durante los pri-meros minutos eclipsó al miedo. Maquinalmente desgajé las postreras hojas del cuaderno, incendiándolas. La fortuna no estaba de mi lado. Al tantear en el pantalón, con el fin de guardar el mechero, éste se escurrió entre los mojados dedos, cayendo a la ciénaga.
«¡Mierda!»
Fue la gota que, Colmó mi indignación. ¿Cómo iba a cruzar la estructura de madera? Sin la protección del fuego, la manada de roedores podía aba-lanzarse sobre mí... Y un copioso sudor bañó mis sienes. Contemplé la osci-lante llama como hipnotizado. Apenas si tenía antorcha para uno o dos mi-nutos. Sin embargo, el galopante miedo vino a sacudirme y a sacudir mi exhausto cerebro.
Aún quedaban hojas en el cuaderno «de campo». Pero ésas -repletas de anotaciones- eran sagradas. Pensé en sacrificar la cazadora o la camisa... Afortunadamente reparé en otro elemento, de más fácil y cómodo manejo. Trasladé la tea a la mano izquierda y, sin pérdida de tiempo, me apoderé de uno de los rollos de película. Atrapé la cola entre los dientes y tiré del cha-sis. Al segundo golpe, el metro y medio de negativo quedó al descubierto, culebreando entre las piernas.
Debía trabajar con precisión. Sin demoras. Caminé hasta el poste vertical más cercano y, antes de que la endeble antorcha se agotara, envolví chasis y película en las agonizantes llamas. El velado Tri-X se retorció, despren-diendo un penetrante e intoxicante olor.
Las ratas, desorientadas por el súbito cambio de dirección del fuego, se apelotonaron sobre los mástiles por los
-,-que debía cruzar. Dudé. Era preciso apartarlas. Gané otro par de pasos sobre el crujiente travesaño, hostigándolas con el fuego y los gritos. Algu-nas huyeron. Otras, confusas e irritadas, plantaron cara o empezaron a gi-rar sobre sí mismas, como enloquecidas. Temiendo lo peor, eché mano del pañuelo e, incendiándolo, lo arrojé con los restos de la antorcha sobre las más cercanas. El trapo y las pavesas se derramaron entre las ratas, sem-brando la desbandada. El camino quedó libre.
Las verdiazules lenguas de fuego del film seguían su lento y trabajoso as-censo.
Tres, cuatro nuevos pasos.
Me hice con dos rollos más y, al tiempo que barría el madero con el in-flamado Tri-X, vigilando a los roedores y Procurándome un mínimo de visi-bilidad, fui jalando y preparando un segundo film.
Seis, siete pasos más.
Me detuve. Me faltaba el aire. Prendí la siguiente película y, cuando me disponía a cubrir el tramo final, el poste crujió bajo mis pies, cediendo e in-clinándose. Fue casi instantáneo. La película escapó de entre mis dedos, hundiéndose en la ciénaga con un tramo del travesaño. Instintivamente, al percibir el desplome del madero, me aferré al Poste superior.
«¡Jesucristo!»
No pude articular una sola palabra más. El terror anudó mi garganta. Col-gado y balanceándome bregué por izarme hacia el salvador travesaño. Otro siniestro crujido me descompuso. Temeroso de que se quebrara, opté por avanzar, valiéndome de las manos y del impulso del cuerpo en el vacío. El siguiente poste vertical no se hallaba muy lejos. Si lograba alcanzarlo, su-poniendo que los restantes maderos horizontales no hubieran sufrido la misma suerte que el anterior, podría asentar de nuevo mis pies y recuperar el pulso. Gimiendo, resoplando y rezando para que el húmedo poste no se viniera abajo, fui palmeando sobre la madera, con los dedos crispados y pringosos de moho.
«¡Dios mío, ayúdame!»
En uno de los vaivenes, mis pies tropezaron con el ansiado poste.
« ¡Ahí está!... ¡Un poco más! »
Las fuerzas flaqueaban. Tenía que llegar. Contuve el aliento y, apretando las mandíbulas, gané un nuevo palmo. Pero inesperadamente los dedos pi-saron una nervuda y fría pata. Creí morir. Despegué la mano derecha y, en una reacción animal, adelantándome a un posible ataque, tensé los múscu-los, izándome a pulso hasta tocar la base inferior del madero con el cráneo. No sé de dónde saqué las fuerzas y el coraje. Y entre convulsiones, aullando de rabia y pánico, golpeé la oscuridad con el puño cerrado. Una de las des-cargas alcanzó de lleno a la rata, arrojándola al vacío. Tuve el tiempo justo de agarrarme al travesaño, que osciló peligrosamente al aflojar la tensión.
El negro bulto cayó como un plomo, yendo a estrellarse contra mi bota izquierda. Y ágil y precisa, hundió sus uñas en el material, manteniendo el equilibrio sobre el empeine.
«¡Oh, no!»
Lancé un alarido, pateando las tinieblas. Pero la rata, tan grande como mi pie, resistió las embestidas. Si aquella bestia trepaba por el pantalón no tendría más remedio que soltarme del poste...
Un hielo acerado subió por mi columna vertebral. Podía sentir sus uñas perforando la bota. Y noté cómo la pierna izquierda, agotada, perdía fuer-zas. Mi mente se negó a pensar. En segundos me había transformado en un loco salvaje e irracional, dominado por el pavor. Me convulsioné, escupí y pateé a la rata con la bota derecha, inundando el túnel con una catarata de gritos y maldiciones. Medio aplastado, el animal cedió, cayendo finalmente a las aguas. Y presa de una inenarrable desesperación «volé» casi hasta el madero vertical. Y a gatas, ajeno a toda precaución, gimiendo y aullando, me deslicé por el travesaño horizontal sin el menor sentido de la orientación y del punto al que me dirigía.
Segundos después chocaba violentamente contra otro de los postes. Sólo recuerdo que, conmocionado, perdí el equilibrio. Y la temida imagen de la ciénaga me acompañó en la caída.
Puede parecer pueril. El caso es que siempre he creído en la proximidad del «ángel de la guarda». Y en aquella ocasión, con más razón.
Fue el frío lo que me despabiló. Al recuperarme del topetazo me encontré boca abajo, con el rostro semihundido en el barro. Intenté incorporarme, pero la correa de la bolsa y un agudo dolor en la frente me retuvieron en la misma postura.
«¿Qué había sucedido? ¿Dónde estaba?»
Moví las piernas y me asusté. Parte de mi cuerpo se hallaba sumergido en la charca.
«¡Oh, Dios!»
Ahora lo entendía. Rememoré la escena de la rata, la enloquecida carrera sobre el travesaño y el golpe final. La Providencia, al quite, había permitido que cayera al borde de la ciénaga, junto a los escalones de basalto.
Me arrastré fuera del agua y, a trompicones, pasé al otro lado de la cerca. Estaba empapado, sucio de lodo y, lo que era peor, abatido. Caminé como un autómata, remontando la pendiente del subterráneo y no me detuve hasta que, en el fondo del pozo, la tibia luz del día me bañó de pies a cabe-za. Me deshice del equipo, contemplando mis ropas con desolación. El dolor seguía latiendo en mi cabeza, aunque no era lo que más me preocupaba. Me recosté contra la pared y cerré los ojos, dejando que el sol templara mis nervios. Poco faltó para que rompiera a llorar. Todo había sido en vano. Había arriesgado la vida... por nada. Allí, en aquel infierno, sólo había des-cubierto -una vez más- mi solemne torpeza y una ¡limitada capacidad de miedo... El enigma, el mayor y el Destino acababan de burlarse de mí. Des-corazonado, sin ánimos para revisar siquiera las cámaras fotográficas, inicié una cansina ascensión por aquellos malditos e imborrables 150 peldaños. Jamás volvería a Hazor. Jamás...
Pero la convulsa jornada no estaba concluida.

En las ruinas reinaba la paz. Una calma que yo había perdido. Bebí ansio-so de la fresca brisa que bajaba del Hermón y, al pie de los carteles que anunciaban el túnel, levanté los ojos hacia el celeste de los cielos, agrade-ciendo que, después de todo, el buen Dios y sus «intermediarios» hubieran sido misericordiosos.
La plegaria no duró mucho. Los dígitos del reloj -marcando las 13.30 horas- me recordaron que debía regresar. Había perdido la noción y la me-dida del tiempo. A lo lejos, en el vértice del triángulo arqueológico, un gru-po de colegiales, alborozados y parlanchines, visitaba la ciudadela. Me es-tremecí ante la posibilidad de que los niños penetraran en la galería y co-metieran la travesura de saltar la valla de madera. E irremediablemente, a la vista de los muchachos, mis pensamientos volaron junto a mis hijos.
El Mercedes se hallaba cerrado y solitario. Solimán, aburrido quizá por las cuatro horas y media de espera, había desaparecido. Más sereno, aprove-ché para poner en orden mis cosas. Me descalcé, examinando la bota iz-quierda con repugnancia. El material, en efecto, aparecía perforado en dife-rentes puntos. Me negué a recordar. Traté de escurrir la mitad inferior de los pantalones, pero, sin desprenderme de ellos, era casi imposible. El resto del equipo, excepción hecha del cuaderno «de campo», no parecía haber sufrido en demasía. Deposité el calzado y los calcetines en el techo del ve-hículo y, reclinando la espalda en uno de los muros, fui a sentarme en el caldeado suelo de Hazor.
El hematoma de la frente empezaba a hacerse ostensible. Me contemplé de abajo arriba y el viejo sentimiento de frustración vino a mezclarse con el asco. Apestaba.
Sin proponérmelo, encarado al sol, caí en la tentación de analizar y justi-preciar cuanto llevaba recorrido e investigado. El enigma continuaba virgen, distante y sellado. No había ganado un solo paso. Al contrario. Todo estaba consumado. Perdido. No me sentía con ganas de proseguir ¿Para qué? Hazor era un fracaso. Aquellos, sinceramente, fueron los minutos más de-cepcionantes de toda mi aventura en Israel.
Estaba decidido. Retornaría a Jerusalén y, sin más demoras, tomaría el primer vuelo a España. Me daba por vencido. Pero el Destino, evidentemen-te, tenía otros planes.
-¡Hombre de Dios! ¿Dónde se había metido?
La gruesa voz del guía, a mis espaldas, me arrancó providencial, aunque sólo temporalmente, de la oscuridad de tales ideas.
Al volverme, Solimán frunció el entrecejo.
-¿Qué le ha pasado?
Me incorporé, tratando en vano de disimular mi lamentable aspecto. Bo-quiabierto, me miró de hito en hito. Y mudo por la sorpresa, señaló mis pies desnudos, interrogándome con la mirada. Me encogí de hombros y, sin de-masiado entusiasmo ni detalles, insinué que había sufrido un estúpido acci-dente en el fondo de la galería.
La cetrina tez del nazareno se distendió, dando paso a una sonrisa de complicidad. Sus negros ojillos chispearon. No comprendí, Y haciéndome un gesto con la mano, me invitó a regresar al automóvil. Me calcé en silencio y, una vez en el interior del Mercedes, el perspicaz árabe me tendió unas mandarinas. Las devoré.
Solimán esperó unos segundos. Me observó sin el menor pudor y, cuando lo estimó conveniente, me preguntó en tono conciliador:
-¿Qué busca usted realmente ... ?
Mi esquiva mirada y el embarazoso silencio me delataron.
-Quizá yo pueda ayudarle -terció con habilidad.
Sonreí para mis adentros. ¿Cómo podía hacerlo?
-Otros, antes que usted -presionó-, también lo han intentado.
Esta vez le miré de frente.
-¿Otros?... ¿Cuándo?
Había caído en la trampa. Solimán, satisfecho, se arrellanó en el asiento, respondiendo con otra interminable sonrisa.
-Pero ¿de qué me habla? -repliqué en un pésimo y tardío esfuerzo por rectificar.
Separó su mano izquierda del volante y, señalando las ruinas con el índi-ce, sentenció:
-La leyenda habla de un tesoro oculto en las entrañas de Hazor.
Aquello era nuevo para mí. Le animé a continuar.
-En la época helenística, el fortín fue reconstruido, y su guarnición, testi-go de la batalla de Jonatán contra Demetrio. Pues bien, los supervivientes, al parecer, enterraron el botín en algún lugar de la meseta...
Con una sonora carcajada corté sus explicaciones. No pude evitarlo. Me excusé y, negando con la cabeza, le hice ver que desconocía el asunto y que, precisamente, no era un tesoro lo que perseguía. Al menos, un tesoro de aquella naturaleza...
-¿Entonces ... ?
Suspiré con desaliento. Le lancé una breve e inquisidora mirada y, tras unos segundos de reflexión, me dejé llevar. ¿Qué podía perder?
-Tiene razón, Solimán. Busco algo...
Atento, asintió con la cabeza.
-Busco algo que no he sabido descubrir. Algo que ha pertenecido o perte-nece a Hazor.. Algo que tiene alas...
El hombre enmudeció. Por un momento creí que me tomaba por un loco.
-¿Alas, dice usted?
Sin esperar respuesta, se enfrascó en nuevas meditaciones. El corazón me dio un vuelco. ¿Por qué guardaba silencio? ¿Es que había algo? Era in-creíble. En décimas de segundo, un chispazo de esperanza volvía a poner-me en tensión, arrinconando mi aún caliente fracaso.
Aguardé nervioso. Pero el árabe no pestañeó. Eché mano de la cartera y, antes de que abriera la boca, le mostré un billete de cien dólares.
-Si me ayuda a encontrarlo -le anuncié con vehemencia-, si me dice dón-de hallar un ídolo, una pintura, una piedra.... no sé.... algo que presente unas alas, esto será para usted.
Giró la cabeza lentamente. Examinó el dinero con avidez y, saltando del coche, tartamudeó:
-¡No se mueva!... ¡Espere aquí!
Atónito, le vi correr y desaparecer en dirección al puesto de control. Abandoné el automóvil y poco faltó para que saliera tras él. ¿Le había ofen-dido? ¿Por qué aquella violenta reacción? Me eché a temblar. La espera se prolongarla durante una irritante e interminable hora. En ese tiempo tuve oportunidad de fraguar toda serie de hipótesis. Lo más curioso, sin embar-go, es que mi aparente firme propósito de abandonar la empresa se hubiera disipado en un abrir y cerrar de ojos. Nunca he conseguido comprender mis locas contradicciones...
Solimán apareció al fin por la empinada rampa de acceso a las ruinas. Venía a la carrera. Sudoroso, jadeante y pletórico se introdujo en el Merce-des. Le imité y, sin mediar palabra, arrancó, dirigiéndose a la zona de sali-da. Le vi tan ensimismado que no tuve valor para interrogarle. Ardía en de-seos de hacerlo, pero su mutismo me coartó.
Conducía de prisa. Nervioso. Cruzamos ante la garita de control como una exhalación, sepultando al guarda en una blanca nube de polvo. El chofer, impertérrito, desvió la mirada hacia el espejo retrovisor, esbozando una pí-cara sonrisa. Al volverme distinguí la airada figura del funcionario, agitando sus larguiruchos brazos entre la masa de polvo y tierra.
Minutos más tarde, Solimán abandonaba la carretera general, aparcando frente a un moderno y funcional edificio de una planta, alejado poco más de un kilómetro del tell.
-¿Y bien?
Por toda respuesta, el hermético guía alzó sus manos en dirección al edi-ficio, exclamando:
-El museo de Hazor.
¡Santo cielo! Lo había olvidado. Esta vez fui yo quien corrí hacia las puer-tas de cristal, dejándole plantado. ¿Cómo no había caído mucho antes? Allí, con seguridad, me esperaba la solución al criptograma.
«Hazor es su nombre ... »
Temblando de ansiedad irrumpí en el recinto. Al verme, el portero, un hombre entrado en canas, sonrió. Obviamente, estaba al tanto de los ma-nejos de Solimán. Porque al hacer ademán de abonar el obligado ticket de entrada, señaló hacia el Mercedes, reforzando su ancha sonrisa y fran-queándome el paso.
-Comprendo -le correspondí- Gracias...
Lancé una atolondrada ojeada a mi alrededor. La planta baja, que hace las veces de vestíbulo y recepción, apenas contenía una docena de piezas y varias fotografías aéreas de las excavaciones.
-¡Calma! -me ordené con severidad- ¡Mucha calma!
El examen tenía que ser minucioso. Merodeé en torno a las tinas y restos de cerámica, pero no advertí nada de parlicular.
«... y sus alas te llevarán al guía. »
Concentrado en la búsqueda, necesité unos minutos para reparar en lo anómalo de aquella situación. El guía, incomprensiblemente, no se había movido del coche. Le observé a través de los ventanales. No parecía tener intención de salir del automóvil. Era muy extraño. ¿Es que todo su descu-brimiento consistía en el traslado al museo? No, no era lógico. Podría haberse ahorrado las carreras, conduciéndome sencilla y directamente al lugar. Por otra parte, si sabía algo, ¿por qué tanto mutismo? ¿0 es que no le interesaba la sustanciosa propina? Tentado estuve de reunirme con él e interrogarle. La verdad es que, con las prisas y la excitación del momento, no le había concedido la oportunidad de explicarse. Sin embargo -argumenté con cierto enfado- lo normal es que me hubiera seguido hasta el edificio.
La curiosidad se impuso y, olvidando el incidente, me dirigí a las escalina-tas que conducen a la parte superior: al museo propiamente dicho. Poco después lamentaría este nuevo error.
La espaciosa y única sala se hallaba desierta. Inmóvil al pie de la escale-ra, con el pulso acelerado, quise abarcarlo todo en un segundo.
«¡Calma!», me repetí, mientras el sentido común forcejeaba con una de-voradora curiosidad.
«... el número secreto de sus plumas es el número secreto del guía. »
Presentía que la clave del enigma estaba a mi alcance. Casi podía olfa-tearla... ¿0 era mi ansiedad?
Aunque seguía careciendo de información respecto a la naturaleza del «mensajero Hazor», algo en mi interior me decía que, nada más verlo, lo reconocería. Así que, de puntillas, fui asomándome a las vitrinas. Cerámica rojiza de diferentes períodos, puntas de flecha... Nada de aquello contenía el mensaje que necesitaba.
Fui rodeando la estancia, desechando los innumerables cántaros, escudi-llas, telares, mesas de libaciones de basalto y las pesadas ruedas de moli-no, utilizadas en la antigüedad para prensar el grano.
Al llegar a un grupo de estatuas, igualmente basálticas, contuve la respi-ración. Examiné unos negros leones tumbados, esculpidos en pesados blo-ques prismáticos, todos ellos -como el resto del museo- extraídos en las ex-cavaciones de Hazor. La forma de las melenas guardaba cierta semejanza con las de un cuerpo emplumado. Pero las figuras carecían de alas. Saltaba a la vista. Aquello no eran plumas. No obstante, obsesionado, me entretuve en contar las que adornaban una de las monumentales cabezas. El número -205- no me sirvió de mucho. Retrocedí un par de metros, buscando alguna secreta «lectura» en la disposición del conjunto. Tuve que rendirme. Mis ánimos, sin embargo, no decayeron. Tenía que ser paciente.
Consulté mis notas.
«MIRA, ENVÍO MI MENSAJERO
DELANTE DE TI, MARCOS 1.2.»

A pesar de saberme el criptograma de memoria, a pesar de haberlo des-compuesto y desguazado durante cientos de horas, lo intenté una vez más. La palabra «mira» -siempre desde el hipotético punto de vista del autor- podía encerrar un significado puramente literal: mirar o fijar deliberada-mente la vista en un objeto. Claro que, según otra acepción del diccionario, también quería decir «reflexión en un asunto antes de tomar una resolu-ción». Cualquiera de ellas era válida. ¿Insinuaba el mayor que debía con-centrar mis cinco sentidos en «algo» denominado Hazor u oriundo de Hazor? ¿O, por el contrario, se trataba de una advertencia o una invitación a la meditación?
El instinto no titubeó, inclinándose por lo primero.
Hazor tenía que ser «algo». Y «algo» sólido, visible, susceptible de ser medido y contemplado.

«... y sus alas te llevarán al guía MARCOS 6.2.0.»

¿Alas? Ahí estaba el problema. Si aceptaba el término en su sentido natu-ral, lo lógico era pensar en un ser alado. Pero ¿en cuál? ¿En un animal? ¿En un dios? ¿En un hombre o una mujer? ¿En un símbolo?
En cambio, si me ajustaba al segundo significado -«fila o hilera»-, el di-lema se envenenaba. Las ruinas no guardaban una especial simetría, ni fui capaz de descubrir una sola hilera de piedras, columnas o senderos que apuntara o me «llevara» al «guía». Además, si el mayor hubiera concebido el vocablo «alas» como «filas», ¿qué pintaban las «plumas» en el resto del enigma?
Cerré el cuaderno «de campo» y, persuadido de que el «mensajero» era otra cosa -¿quién sabe si una pintura, una moneda o una estatuilla?-, re-anudé las pesquisas.
No era menester demasiada agilidad mental para intuir que lo que se ex-hibe en el museo de Hazor es sólo una mínima parte de lo realmente des-cubierto y rescatado en el tell. En la documentación consultada en Jerusalén aparecía una legión de objetos que no figuraba en aquel modesto museo del norte de Galilea. Esta realidad fue mermando mi entusiasmo. A pesar de ello me enfrenté a cada uno de los utensilios y piezas, «diseccionándolos» milímetro a milímetro. Quizá donde más tiempo consumí fue frente a una tablilla rectangular, pétrea y milenaria en la que había sido practicada una serie de incisiones horizontales y verticales. Se trataba de un juego. Eso re-zaba la leyenda. Una especie de «rayuela» rudimentaria, con un total de 21 cuadraditos en tres hileras: una central con 10, y dos laterales con 5 cada una. La fila de la derecha presentaba un sexto cuadrado, adosado a media altura. En cuatro de esos cuadraditos, el artífice había grabado sendas «X». Sumé, resté y multipliqué las «cruces» de aquel galimatías, hasta que, abu-rrido, me convencí de que tampoco guardaba una relación clara con el crip-tograma. En un primer tanteo, al descubrir que las series de cuadrados su-maban 2 1, me alarmé. Recordé el «ritual del cementerio de Arlington», pe-ro ahí quedó la cosa. ¿Pura coincidencia?
Desestimé igualmente una gran caracola marina, seccionada en el vértice, perforada en dos o tres puntos, y que constituía un viejo instrumento musi-cal: el conocido shofar de la Biblia.
Tampoco los delicados escarabajos sagrados de marfil y de hueso -repletos de inscripciones egipcias- aportaron luz a la investigación.
En cuanto a las estatuillas de bronce, armas, collares y demás abalorios, ni uno solo respondía a lo señalado en el enigma: ni alas, ni plumas, ni nú-meros secretos, ni la más remota pista o indicio.
Mi derrota era total.

Al descender al vestíbulo, la amargura y la decepción se vieron repenti-namente eclipsadas. Solimán departía con el portero. Una oleada de indig-nación endureció mi rostro. Me sentí engañado. Y avancé hacia el guía, dis-puesto a cantarle las cuarenta. El árabe, alertado por su compañero, dio media vuelta y, al descubrir mi irritación, fue perdiendo la sonrisa. Pero no me dejó hablar. Recuperó al momento su buen humor y, alzando las manos en señal de paz, tomó la delantera:
-No me diga nada. Usted, señor, sufre el problema de la juventud...
Le miré desconcertado.
-Usted, amigo, es demasiado impulsivo. Usted no ha encontrado lo que busca porque no confía en Solimán.
Y, tomándome por el brazo, me arrastró al exterior del museo.
-Venga conmigo -fue su único y seco comentario.
No rechisté. Abrió la portezuela del coche y me invitó a sentarme a su la-do. Era asombroso. De la amargura, decepción y enfado había saltado -en cuestión de minutos- al desconcierto y a la expectación. Aquel individuo sa-bía algo. Y yo, como un necio, había vuelto a malgastar un tiempo precioso. Acababa de aprender algo importante: a no abrir la boca y a escuchar.
Sin perder la sonrisa, echó mano de una negra y mugrienta cartera, ex-trayendo algo que, a primera vista, parecía una tarjeta postal. Los nervios me traicionaron. Extendí el brazo para tomarla, pero, divertido, negó con la cabeza, devolviéndola a su lugar. Acto seguido plantó su mano derecha a una cuarta de mi rostro, agitando sus dedos índice y pulgar. Estaba claro. Primero exigía el dinero. Le entregué los cien dólares USA y, siguiendo con aquel mudo pero elocuente «diálogo», le presenté la palma de mi mano de-recha, reclamando la misteriosa tarjeta. Solimán congeló la sonrisa, repi-tiendo el internacional y conocido código que simboliza el dinero. Aquello era demasiado. Le recordé lo convenido. Intenté persuadirle de que, al me-nos, me mostrara primero lo que ocultaba en la cartera. El astuto árabe no mordió el anzuelo. Impasible a mis ruegos, sugerencias y argumentos, con-tinuó silencioso, petrificado en su indomable sonrisa y sacudiendo los de-dos, en una irreductible exigencia de nuevos dólares. Cedí, claro. Era el precio de mi improcedente desconfianza anterior. El guía no lo había olvida-do y ahora, seguro de sí mismo, me tenía contra las cuerdas.
No es que sienta una especial debilidad por el dinero, pero al ver volar el segundo billete de cien dólares presentí que mi modesta economía acababa de sufrir un duro revés. «Bueno me consolé-: aún me queda el recurso de las tarjetas de crédito ... » Mi estancia en Israel podía ser larga y los gastos en estas investigaciones y peripecias son siempre cuantiosos. Pero mi con-fianza en la Divina Providencia -y, repito, en sus «intermediarios»- es casi suicida. Así que, como digo, accedí a sus propósitos.
-¡Buen chico!, -clamó al fin Solimán.
Abrió de nuevo la cartera y, satisfecho, me ofreció lo que, en efecto, no era otra cosa que una reluciente y recién adquirida tarjeta postal de apenas 20 o 30 centavos de dólar.
Chasqueó el segundo billete y, desconfiado, lo levantó hacia el parabrisas, verificando su autenticidad. Me miró curioso y complacido, estudiando mis reacciones.
En la postal aparecían las dos caras de una antiquísima moneda: un sra-ter de plata, acuñado probablemente en la ciudad fenicia de Tiro durante el período persa. Es decir, en la cuarta centuria antes de Cristo.
Mi pulso se aceleró, dando por bien empleados los doscientos dólares.
-iDios santo! -exclamé alborozado.
-¿Era lo que buscaba? -me interrogó feliz.
No supe y no pude responderle. La emoción me tenía preso. Aquello sí podía constituir una pista. Una valiosa pista...

Solimán esperaba que me deshiciera en preguntas. ¿Dónde, cómo, cuán-do había localizado aquellas imágenes? Aunque en mi mente rondaban es-tas y otras cuestiones, me limité a devorar en silencio las caras de la vieja y deteriorada moneda. En especial, la situada a la izquierda de la postal. Y los minutos volaron. Al fin, cortés pero firme, mi acompañante interrumpiría mis divagaciones mentales. Atardecía y, con razón, me preguntó cuáles eran mis intenciones.
-Sí, claro -acerté a balbucir-. Un momento, por favor.
Retorné al museo y, postal en mano, rogué al funcionario que me mos-trara la totalidad de las tarjetas, folletos y
documentación a la venta. No había gran cosa. Amén de la que ya poseía -adquirida allí mismo por el árabe-, el resto del material no respondía a mis inquietudes. En consecuencia, aquél era el único «testimonio alado» exis-tente en el tell de Hazor. Quería, necesitaba, un máximo de seguridad antes de reanudar las investigaciones.
Mientras salía al encuentro del Mercedes y de Solimán -seguramente a ra-íz del cansancio acumulado- tomé la decisión de zanjar nuestra visita a Hazor. Mi cuerpo y espíritu reclamaban un poco de sosiego y una intermi-nable ducha. Después, en el silencio de mi habitación en el hotel, ya vería-mos.
El guía recibió con satisfacción la orden de regresar a Nazaret. En reali-dad, poco o nada quedaba por preguntar respecto a la oportuna postal. Ca-recía de sentido que le Pusiera al corriente de mi objetivo final. Así que, salvo algunos parcos, esporádicos e intrascendentes comentarios, me ence-rré en un mutismo total. Solimán, respetuoso, no insistiría en la historia del tesoro ni en las cábalas que, evidentemente, me traía entre manos.
Nos despedimos entrada la noche. El buen hombre, que parecía haberme tomado cariño, se deshizo en sabios consejos, ofreciéndome la hospitalidad de su hogar y haciéndome prometer que le llamaría y contrataría para futu-ras incursiones por Galilea.
El cansancio terminó doblegándome. Las emociones, sustos y derroche de energías de aquella jornada pasaron factura y, al filo de la una de la ma-drugada, muy a pesar mío, tuve que interrumpir el análisis de la moneda. En sueños, como ocurre con frecuencia, mi mente siguió trabajando y bu-ceando, a la búsqueda de una interpretación. Fue otra noche de pesadillas, en las que se entrecruzaron la lejana voz del mayor -dictándome el cripto-grama-, los angustiosos ataques de cientos de ratas y un gigantesco búho, planeando en silencio sobre las ruinas de Hazor.
Al alba desperté sobresaltado y con el cuerpo molido por las agujetas. Necesité tiempo para recordar dónde estaba. No era la primera vez que ocurría. En otras pesquisas -fruto de las tensiones o de la poderosa dinámi-ca de las mismas-, al despertar en la oscuridad de una habitación, mi con-ciencia, confusa, reclama y consume unos segundos hasta ubicarse en el lugar exacto.
Coloqué la tarjeta postal junto al espejo y, mientras me afeitaba, hice ba-lance de lo asimilado y descubierto en la tarde-noche anterior. La verdad es que no podía sentirme satisfecho. La cara de la moneda situada a la iz-quierda presentaba un búho, con el cuerpo casi de perfil y la cabeza direc-tamente enfrentada al observador. Se trataba probablemente de un búho real o «gran duque», con una larga cola y los característicos penachos de plumas sobre sus respectivos pabellones auditivos. Por detrás de la rapaz nocturna se apreciaba una especie de báculo del que colgaba un apéndice triangular. Casi con seguridad: un espantamoscas.
La efigie de la derecha, bastante más deteriorada, parecía corresponder a una deidad mitológica: alguna suerte de tritón o dios de las aguas cabal-gando a lomos de un caballo con cola de pez. El héroe, guerrero o divinidad se hallaba en actitud de disparar un arco. Por debajo del caballo-pez se apreciaba la superficie del agua y, en el extremo inferior de la moneda, un delfín, orientado en la misma dirección del grupo superior.
Lógicamente, desde el momento en que me enfrenté a la reproducción del stater de plata, mi atención se centró en el búho. Como ya mencioné, era el único indicio, relacionado con Hazor, que presentaba alas y plumas. Mejor dicho, una sola ala. La «estrígida», en escorzo, mostraba únicamente la de la derecha. Esta circunstancia me confundió. El enigma hablaba de «alas», en plural. Para colmo de males, esta única y solitaria ala se hallaba muy desgastada, formando un todo uniforme y monocolor, sin el menor rastro de plumas. A pesar de ello examiné el resto del cuerpo, que sí lucía un nítido y abundante plumaje. La suma final de las plumas -de las que el paso de los siglos había respetado- volvió a sorprenderme. Eran treinta y tres. Es decir, sumando ambos dígitos, «seis». De nuevo aquel enigmático «seis»...
Ahí morían mis hallazgos. Pero no me daba por vencido. Sin la necesaria documentación y sin el imprescindible asesoramiento de los especialistas en numismática, en mitología persa, fenicia, egipcia y asiriobabilónica, era in-útil sacar conclusiones. ¿Qué podían representar aquellos símbolos? Y, muy especialmente, ¿qué secreta interpretación guardaba la imagen del búho real y del espantamoscas egipcio? ¿0 no era tal espantamoscas?
«... y sus alas te llevarán al guía. »
No debo ocultarlo. Esta frase del criptograma -tan precisa- me hizo des-confiar. ¿Y si no fuera el stater de Tiro el «mensajero» anunciado por el mayor? ¿De qué forma una sola ala podría conducirme al «guía»?
El caos ganaba fuerza y terreno por momentos. Tenía que reflexionar y actuar con sagacidad. Para empezar, además de reunir un máximo de in-formación sobre la moneda, resultaba vital la localización de la misma. ¿Dónde había sido depositada? Convenía estudiarla y estudiar su entorno y asentamiento actual con todo rigor. Quién sabe si la ubicación o el propieta-rio dé la milenaria pieza podían arrojar más luz, incluso, que las escenas acuñadas en sus caras.
Por supuesto, ni en el tell de Hazor ni en Nazaret tenía muchas posibilida-des de desenredar la nueva madeja. La mayor parte de los tesoros arqueo-lógicos descubiertos en suelo israelita se encuentran en los magníficos mu-seos de Jerusalén, Nueva York, París y Londres. Y la meseta de Hazor no constituye una excepción. Había que regresar a Jerusalén y empezar prácti-camente de cero.
No lo dudé más. Esa misma mañana, navegando entre la esperanza y el desaliento, cancelé la cuenta, para acto seguido abandonar el hotel y la ciu-dad de Nazaret. Esta vez me decidí por el servicio de autobuses interurba-nos. Mi economía no hubiera resistido el dispendio de un taxi o de un coche de alquiler.
Al mediodía de aquel martes empujaba la puerta giratoria del número 39 de la calle Keren Hayesod en Jerusalén. Como siempre, el vestíbulo del hotel Moriah era un bullicioso punto de encuentro de turistas de los más remotos confines. Y, una vez más, al sortear la pléyade de parlanchines y eufóricos alemanes, japoneses, italianos y norteamericanos, me sentí solo y extraño. ¡Qué ajenos eran mis objetivos a los de aquella humanidad!
David, el único recepcionista capaz de articular algunas frases en español, puso en mis manos varios mensajes, interesándose, curioso y solícito, por el golpe que aún campaba sobre mi frente. Agradecí el gesto, restando im-portancia al asunto. En cuanto a las llamadas telefónicas, todas procedían del Instituto de Relaciones Culturales. Las peripecias en Hazor habían bo-rrado de mi mente las obligaciones contraídas con dicho organismo oficial judío. La situación me incomodó. Busqué una excusa que justificara mi si-lencio. No era fácil. ¿Qué podía argumentar? ¿Cómo explicar satisfactoria-mente el hematoma de mi rostro? Aquel estricto y atosigante control empe-zaba a irritarme. Así que, haciendo caso omiso de los mencionados mensa-jes, me enfrasqué en la lectura de una de las guías turísticas de Jerusalén" Lo razonable era iniciar mis nuevas indagaciones por los más sobresalientes museos de la ciudad. Como segunda opción tenía a los expertos en numis-mática y, por último, a los diferentes departamentos de Arqueología y Anti-güedades de la Universidad Hebrea y del Servicio de Conservación del Pa-trimonio Histórico del Gobierno de Israel. Lo arduo y laborioso de la tarea no me atemorizó. Estaba dispuesto a remover cielo y tierra con tal de en-contrar el stater. Curiosamente, mi búsqueda finalizaría mucho antes de lo previsto...

No tengo muy claro por qué, entre tantos museos, fui a elegir el Rockefe-ller. Quizá por lo avanzado del día y su relativa proximidad al hotel donde me alojaba. En Jerusalén, la casi totalidad de estas instituciones cierra sus puertas entre las cinco y las seis de la tarde. Disponía por tanto de unas tres horas. Por otra parte, en la extensa relación de científicos con los que había empezado a entrevistarme figuraba uno Joe Zías- del departamento de Antigüedades del referido museo Rockefeller, que seguramente podría orientarme. Todo esto, supongo, contribuyó a que, sin más demoras, mar-cara el 278624. La fortuna me respaldó. Zías se hallaba en el museo y me recibiría. Minutos más tarde un taxi me dejaba en el extremo de la calle Su-leiman, frente a las murallas del vértice norte de la Ciudad Vieja. Permanecí unos segundos ensimismado y disfrutando del blanco azulado de aquellos muros. Era imperdonable. En el tiempo que llevaba en la Ciudad Santa no me había regalado un minuto de solaz.
Me encogí de hombros y, tras soportar un minucioso registro del equipo fotográfico, el vigilante del museo retuvo la bolsa. Las medidas de seguri-dad, tanto en el exterior como en el interior del palacete que sirve de sede al museo, estaban plenamente justificadas. Los tesoros allí depositados son excepcionales.
Zías me escuchó con curiosidad, examinando las figuras de la tarjeta pos-tal. No pestañeó. Me observó detenidamente y, desconfiado, preguntó sin rodeos:
-¿Por qué le interesa una pieza tan antigua?
-Es una larga historia -improvisé-. Investigo sobre el mundo mágico e ini-ciático de las viejas civilizaciones semíticas, y ese búho, sin duda, es una pieza clave. Intento localizar la moneda y reunir un máximo de información en torno a su origen y posible significado.
El científico humedeció sus labios con la punta de la lengua y, sin dema-siado convencimiento, abandonó la abarrotada mesa del despacho, buscan-do en una de las estanterías. Ojeó el índice de un grueso libro y, tras locali-zar el capítulo deseado, lo abrió, retornando al sillón con idéntica Parsimo-nia. Lancé una furtiva mirada sobre las páginas que retenían su atención. Entre las cuatro ilustraciones distinguí dos que reproducían monedas. Pero no me atreví a moverme. Mi corazón se aceleró.
Zías, imperturbable, continuó su atenta lectura, retrocediendo dos o tres hojas. La tensión empezaba a lastimarme. ¿Qué había encontrado?
Finalmente, volviendo al punto de partida, me tendió el pesado libro, invi-tándome a que comprobara. Se trataba de un tomo sobre mitología gene-ral, de E Guirand, abierto por las páginas 106 y 107. En dicho capítulo se hacía una exhaustiva descripción de los dioses y héroes mitológicos feni-cios. Y en la citada página 106, en efecto, podían verse dos grabados en blanco y negro con antiquísimas monedas de Arvad, Biblos y Tiro. Una de las piezas -en la ilustración ubicada en la esquina superior izquierda- me dejó atónito. Me precipité sobre el texto del pie de la fotografía. Su lectura me desmoronó. Decía así: «Monedas de Arvad (arriba) y de Tiro (abajo), con temas mitológicos. París, Biblioteca Nacional (Gabinete de Monedas). »
Levanté la vista decepcionado.
-¡Dios santo! -balbuceé- ¡Está depositada en París!
El arqueólogo no pudo contener una burlona sonrisa.
Todas mis esperanzas naufragaron. La moneda se hallaba a seis mil mi-llas de Jerusalén...
-Sí -puntualizó el judío-, ésa sí...
Le miré sin comprender. Y Zías, apuntando con el dedo índice izquierdo hacia el grabado en cuestión, me sugirió que prestara mayor atención a lo que tenía ante mí.
Caí sobre ambas caras de la moneda inferior, la de Tiro, y, efectivamente, al revisarla por segunda vez, comprendí que estaba en un error. Aunque los motivos eran gemelos a los acuñados en la de Hazor, tanto el búho como el jinete y su hipocampo gozaban de un mayor realce y algunas ligerísimas variantes. En la de París, la cabeza del «gran duque» y el espantamoscas, por,,ejemplo, presentaban una inclinación más acusada hacia la izquierda que la reflejada en la moneda del tell. No había duda. Eran diferentes. Sin embargo, la tregua duraría poco. El científico no supo resolver la siguiente y más importante cuestión. Consultó los catálogos del museo y, ante mi de-sesperación, negó con la cabeza. La pieza encontrada en las ruinas de Hazor no se hallaba en las vitrinas ni en los depósitos del Rockefeller.
-¿Ha probado usted en el museo de Israel?
-Lo tengo previsto -repliqué resignado.
Zías tampoco supo darme razón sobre el significado de las figuras. Para él, como buen profesional de la ciencia, el búho, el espantamoscas o el no menos enigmático caballero cabalgando sobre un caballo marino, eran sim-ples alegorías mitológicas. Nada más. Mi insistencia fue inútil. La posible simbología esotérica del stater quedaba relegada al mundo de la fantasía y de los «locos» como un servidor.
A pesar del desplante agradecí su valiosa ayuda. Y el israelita, conmovido quizá por mi terquedad a la hora de seguir buscando la moneda de Hazor, me recomendó que acudiera a Michal Dayagi Mendels, conservador y res-ponsable de los períodos persa y judío del aludido museo de Israel. Con certeza, uno de los museos de mayor relieve del mundo. Un lugar que ja-más olvidaré...

Dios, o sus «intermediarios», escriben recto con renglones torcidos. Sabia máxima. Este torpe aprendiz de casi todo estaba a punto de experimentarlo una vez más.
Rachel, la servicial funcionaria del Instituto de Relaciones Culturales, vol-vió a telefonear. Sabía de mi regreso a Jerusalén y no tuve más remedio que enfrentarme a la cruda realidad. La jornada se extinguía y, a pesar de mis buenos propósitos, la siguiente fase de las investigaciones -en el museo de Israel- tuvo que ser pospuesta. La conversación telefónica con la hebrea sólo contribuyó a embrollar aún más mi posición. Necesitaba libertad de movimientos y, ante el desconcierto de la rígida y disciplinada Rachel, le anuncié mi intención de congelar las entrevistas hasta nuevo aviso. El único pretexto verosímil que me vino a la mente fue el de la gran marcha a pie, desde Nazaret a Belén. Deseaba emprender el proyecto cuanto antes y, en consecuencia, las reuniones pasarían a un segundo plano. Como en encuen-tros precedentes, trató de disuadirme, alegando que una caminata de tales proporciones exigía una preparación e infraestructura más sólidas y minu-ciosas. No cedí un solo milímetro. Mejor dicho, en lo único que me mostré conforme fue en cambiar impresiones con el doctor Liba, director del insti-tuto, y en aceptar una carta oficial de dicho organismo que, de alguna ma-nera, respaldara mi aventura e hiciera las veces de «salvoconducto». Y a primera hora del día siguiente cruzaba el portal número 6 de la calle Soko-lov, recibiendo el utilísimo documento, en hebreo, de manos del propio Moshe Liba. Un documento en el que se detallaban mis objetivos y se reca-baba la ayuda y colaboración de las autoridades militares de las zonas por las que tenía previsto transitar. El escrito -yo entonces no podía imaginarlo siquiera- resultaría providencial en determinados momentos de la severa e inolvidable marcha de cuatro días por la margen derecha del rió Jordán. Pe-ro ésta es otra historia que poco o nada tiene que ver con el enigma del mayor y que quizá algún día me anime a contar.
A partir de aquella radiante mañana del miércoles, el bus número 9 se convertiría en un elemento familiar para mí. Fueron unas jornadas plenas de emoción, en las que, salvo contadas ocasiones, el citado autocar repre-sentó mi único nexo de unión con la calle y con las gentes de Jerusalén. Al tomarlo por primera vez en la avenida George V, frente al hotel Plaza, mis pensamientos continuaban volcados en el stater y en sus refractarias figu-ras. La del búho real, sobre todo, me tenía obsesionado. ¿Por qué sus plu-mas sumaban «seis»? ¿Podía ser la ansiada pista? Como refería, los cami-nos de la Providencia son imprevisibles. Aquella misma noche, de regreso al hotel, me reiría de mí mismo. Pero sigamos el hilo de los curiosos sucesos que se me avecinaban.
Yo había visitado el museo de Israel en mi anterior estancia en el país. Los museos, lo reconozco, son una vieja debilidad. Al descender al -suroeste de la ciudad, el espacioso complejo se abrió ante mí como un nue-vo reto. ¿Por dónde empezar? El museo reúne un total de veintisiete insta-laciones, con un apretado núcleo de salas dedicado a las más heterogéneas disciplinas: arte, prehistoria, arqueología judía y asiática, etnografía, biblio-teca y un largo etcétera.
Era elemental. Quizá Dayagi, el curator o conservador de los períodos ju-dío y persa, pudiera alisar mi labor. Como primera medida resultaba obliga-do ponerlo en antecedentes y localizar la moneda. Pero, como digo, el Des-tino tenía otros planes. Michal no se hallaba en su despacho. Y nadie supo informarme sobre su posible vuelta al museo. Mostré la tarjeta postal a una de las empleadas del servicio de información y relaciones públicas, pero, tan ignorante como YO sobre el particular, me aconsejó que consultara en la biblioteca del centro. La sugerencia me disgustó. Aquello significaba -casi con seguridad- una nueva e irreparable pérdida de tiempo y de energías. También cabía la posibilidad de lanzarse a una ciega búsqueda del stater por entre las decenas de salas y los cientos de vitrinas. Es curioso. Lo razo-nable hubiera sido obedecer los sensatos consejos de mi informante y del sentido común, acudiendo a los bibliotecarios o a otros arqueólogos y espe-cialistas en antigüedades. Inexplicablemente, desoyendo los argumentos de mi conciencia, elegí lo más difícil... y atractivo: emprender la búsqueda por mis propios medios. Esta peligrosa y supon90 que genética tendencia mía me ha costado senos reveses. Pero encajé el desafió. La operación podía ser un rotundo fracaso. Lo sabía. Sin embargo, este método -como todo lo imprevisto y misterioso- ejerce sobre mí una influencia dominadora. No he hallado jamás nada más excitante que la aventura de lo desconocido. Y con un entusiasmo desbordante descendí las escaleras que conducen a los só-tanos del pabellón de arqueología. No puedo explicarlo con claridad, pero «algo» parecía llamarme desde las entrañas del museo. ¡Bendita intuición! ¿0 no fue la intuición la que guió mis pasos? Nunca lo sabré...
Consulté el reloj. Las diez horas. El museo cerraba las puertas a las dieci-siete. Disponía, por tanto, de un generoso margen, más que sobrado, para explorar las repletas salas correspondientes a las nueve o diez centurias an-teriores a Cristo.
«Hazor es su nombre ... »
Las imágenes de la moneda y el tell de Hazor eran mis únicas pistas. Len-ta y reposadamente abrí la investigación, con los cinco sentidos puestos en cualquier pieza, mapa, escultura o referencia que llevara por nombre Hazor o Tiro.

«... y sus alas te llevarán al guía. »

Las doce horas. Las estériles pesquisas empezaban a barrenar mi ánimo. ¿Y si aquel despliegue resultaba tan baldío como los anteriores? ¿Qué segu-ridad tenía de que la moneda de plata había sido contemplada y «utilizada» por el mayor?
Paso a paso revisé una legión de restos correspondientes a los períodos del Bronce, remontándome, incluso, a centurias tan fuera de lugar como las diecisiete y dieciocho antes de Cristo.
Dejé atrás los vestigios hallados en los estratos del primer período del Hierro y, a eso de las trece horas, los acontecimientos se precipitaron. Al pisar la sala 309 de las de arqueología, el correspondiente cuadro resumen del segundo período israelita del Hierro (1000 a 586 a. de J.C.) activó mis alertas. El stater, según los arqueólogos, había sido acuñado hacia el cua-trocientos antes de nuestra era. Estaba, pues, muy cerca del posible objeti-vo.
Fiel a la táctica de explorar cada sala empezando siempre por la derecha de la puerta de acceso, fui paseando frente a la primera pared, revisando unas diminutas estatuillas de terracota y una valiosa colección de sellos y monedas. Doblé la esquina y, al iniciar el rastreo de la segunda pared, un nombre y una pequeña cabeza de arcilla me fulminaron. ¡Hazor!
Me precipité sobre la pieza. El rótulo explicativo hablaba de Astarte, diosa de la fertilidad, encontrada en las ruinas del tell, de la octava centuria antes de Cristo. «Claro -me dije a mí mismo-, esta finísima escultura de greda fue extraída por Yadin en la excavación del IV estrato.» ¡Atención! Sin darme cuenta había penetrado en una sala en la que Hazor podía ocupar un lugar prominente. No me equivocaba. En el suelo, junto a la mutilada representa-ción de Astarte, se exhibía un ciclópeo dintel de piedra, utilizado en una de las puertas de la ciudad-fortaleza. Temblé de emoción. Mis sentidos se abrieron a la par, listos para engullir el más leve de los detalles. Retrocedí junto a la cabeza de la diosa, subyugado por sus ojos y, en especial, ante la casi imperceptible y burlona sonrisa de sus breves y delicados labios. No sé explicarlo. En realidad, ni yo mismo lo entiendo. Mi vista y mi corazón que-daron atrapados en la dulce y al mismo tiempo burlesca expresión del rojizo rostro. Tuve la clara sensación de que, a pesar del vacío de sus ojos, la di-vinidad me transmitía algo. «Esto es ridículo», concluí al término de la in-tensa observación. Y girando sobre mis talones, lancé una mirada a la es-tancia. La enigmática sonrisa de Astarte -ahora a mi espalda- siguió viva y flotante en mi memoria.
«Un momento ... »
Aquella intuición -lo sé- no fue cosa de mi torpe entendimiento. Y la «fuerza» que me acompaña me impulsó a girar la cabeza, al encuentro de los ojos de la diosa.
«Un momento ... »
Fui a colocarme a la izquierda del pedestal que sostenía la figura, tratan-do de seguir la dirección apuntada por tan fascinantes ojos. No había duda. Astarte «miraba» al centro geométrico de la sala cuadrangular. La lógica se reveló de nuevo.
«¡Estás chíflado!», me reproché al punto.
Muy posible. Pero también era cierto que muchas de estas «locuras» me han brindado estimulantes sorpresas... Un familiar relampagueo en las en-trañas me puso sobre aviso. Ya no podía retroceder. La curiosidad había echado a volar. Me encaré nuevamente con Astarte y, esta vez, la sutil son-risa se acentuó en mi imaginación. ¿O no fue cosa de mi imaginación?
Di media vuelta y, sin atreverme a mover un músculo, espié el pedestal que se levantaba a cuatro o cinco metros. ¿Qué contenía? ¿Por qué su sim-ple contemplación alteraba mi pulso? La situación era ridícula. A fin de cuentas, tarde o temprano habría llegado hasta él... ¿No estaría exageran-do? ¿Por qué prestar tanta atención a una oscura sonrisa y a unos ojos de barro?

Siempre me ha encantado disfrutar de situaciones límite. Estados que pueden desembocar, o no, en sorpresas o en logros altamente provechosos. Así que, midiendo cada Paso, fui acercándome al negro pedestal –probablemente metálico- sobre el que descansaba una urna cúbica. A su derecha, desde mi posición, a un nivel inferior al del arca de cristal, un pie igualmente de metal se abría en un atril.
A mitad de camino me detuve. Estaba seguro, pero quería cerciorarme. Giré y busqué los ojos de la diosa. En efecto sostenían la trayectoria que conducía a la columna. Una punzante mezcla de ansiedad y zozobra me re-tuvo unos segundos. Mi vista relampagueó por la cara del pedestal, sin des cubrir el obligado rótulo explicativo. Seguramente se hallaba en el interior de la urna. La tensión se desencadenó y, de un salto, me arrojé sobre el ar-ca. El instinto me gritaba que allí, entre las paredes de vidrio, tenía que es-tar lo que perseguía: la milenaria moneda de Hazor, con el búho real.
Fue un mazazo. Mi orgullo, fantasía y locas esperanzas se volatilizaron. No pude despegarme de la urna. En su interior no aparecía el apreciado stater Tan sólo tres objetos, en hueso o marfil, pertenecientes a un ajuar femenino. La decepción me hirió tan profundamente que ni siquiera reparé en las reducidas etiquetas mecanografiadas que aclaraban la naturaleza y origen de los utensilios a la vista. Estaba hipnotizado por el desencanto, con las manos aferradas a las aristas de aquella maldita urna de 45 centímetros de lado. Y allí mismo maldije a la diosa y, obviamente, mi necia precipita-ción.
Me revolví con rabia y, clavando los ojos en los de Astarte, me interrogué a mí mismo. ¿Cómo podía ser tan ingenuo y estúpido a un tiempo? No tenía solución...
En esos momentos, mientras fulminaba la pétrea y burlona sonrisa de la divinidad desenterrada en Hazor, el subconsciente, de manera subliminal, resucitó la imagen de una de las piezas depositada en la urna.
« ¡Dios! ¿Qué era lo que acababa de contemplar a mis espaldas?»
Pestañeé nervioso. Y la máscara de arcilla, como sucediera poco antes, pareció confirmar mis sospechas, ensanchando su mueca desde la pared y haciéndome vacilar.
« ¡No, es posible! »
Me incliné hacia la vitrina. Comprobé que lo que descansaba en su interior no era un mal lance de mi desenfrenada imaginación y, a renglón seguido, devoré el rótulo que yacía al pie del objeto.
Una sacudida me hizo retroceder. Demudado, presa del susto, sólo acerté a escapar de allí, refugiándome en uno de los ángulos de la sala.
* ¿Qué clase de juego era aquél? »
*... y sus alas te llevarán al guía. »
El criptograma se encendió en mi cerebro.
«¡Era absurdo! ¡Todo lo era ... !»
«Mira, envío mi mensajero delante de ti ... »
La cabeza de la diosa. La enigmática sonrisa. Sus ojos vacíos. Y ahora... «aquello».
«¡Dios!»
Sabía que estaba prohibido fumar. Pero encendí un pitillo, dejando que el recio y obediente humo suavizara los nervios. Lo aplasté con la segunda y relajante bocanada, retornando decidido hasta la urna.
«¡Increíble!»
Completé una vuelta en tomo a la caja de cristal, observándola desde dis-tintos ángulos.
«... el número secreto de sus plumas.»
Todo parecía encajar. ¿0 era mi alegría la que, atropellada y falsamente, estaba concibiendo un nuevo fantasma?
Me supliqué serenidad. Abrí el cuaderno «de campo» y, casi sin pulso, co-pié la leyenda, en inglés, que escoltaba mi descubrimiento. Decía textual-mente: «DECORATED BONE BUNDLE. Hazor, 9th. century B.C.E. Probably part of a mirror or sceptre, the hadle shows a winged figure grasping the open volutes of a "tree of life" in relief.
Traducido venía a decir que aquella pieza -un mango de hueso decorado- procedía de Hazor. Su antigüedad, a juicio de los arqueólogos, se remonta-ba a la novena centuria antes de Cristo. El rótulo añadía que, probablemen-te, se trataba de una parte de un espejo o cetro en la que aparecía, en re-lieve, una figura alada asiendo las volutas abiertas de un «árbol de la vida».
¡Una figura alada! ¡Y originaria de Hazor! ¡Un ser con alas, infinitamente más atractivo que el búho!
Pegué la nariz al cristal, absorto y maravillado. El delicado relieve -trabajado sobre un cilindro de hueso de unos 20 centímetros de altura por otros 6 o 7 de diámetro representaba, en efecto, una especie de ángel con cuatro grandes alas extendidas. Dos nacían de sus espaldas y las restantes, dirigidas hacia tierra, de la cintura. Presentaba el típico perfil egipciobabiló-nico, con los brazos ligeramente despegados del cuerpo. El derecho exten-dido hacia adelante y el izquierdo hacia atrás. Las manos, como rezaba la leyenda, agarraban sendas ramas (?) de un achaparrado arbusto. Aquella criatura híbrida llenaba la casi totalidad de la superficie del mango. En cuanto al «árbol de la vida», había sido labrado en la cara opuesta.
Las dos piezas que acompañaban al «ángel» -así lo bauticé desde el pri-mer momento- no llamaron mi atención. Una consistía en una cuchara de marfil, utilizada seguramente en cosmética, con el mango labrado a base de palmas invertidas. Un pequeño espejo rectangular situado en el piso de la urna permitía ver su cara inferior. La otra -también desenterrada en las rui-nas de Hazor- era una parte de una copa o recipiente cilíndrico, confeccio-nado igualmente en marfil.
Pero si el hallazgo del mango de hueso con el «ángel» fue vital, la obser-vación del dibujo exhibido en el atril contiguo a la urna lo fue mucho más. Los responsables del museo, con un acertado y providencial criterio, habían trasladado al papel el desarrollo íntegro y exacto -minuciosamente exacto diría yo- del altorrelieve labrado en el mencionado cilindro. Allí, las caracte-rísticas y detalles del «árbol de la vida» y del personaje aparecían con total nitidez.
Me arrodillé frente al esquema y, durante largo rato, permanecí ensimis-mado y saboreando lo que, a primera vista, parecía una importante clave. Desgraciadamente, a intervalos, el recuerdo del stater de plata venía a en-turbiar mis pensamientos. ¿Cuál de los dos tenía que ver con el criptogra-ma? ¿Y si no fuera ninguno? En el museo quedaba mucho por mirar.. Las circunstancias exigían una especial frialdad. Convenía analizar y desmenu-zar ambas pistas, siempre a la luz del texto del mayor.

Mira, envío mi mensajero
delante de ti, MARCOS 1.2.
Hazor es su nombre
y sus alas te llevarán
al guía MARCOS 6.2.0.
El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía,
el que ha de preparar tu camino, MARCOS 1.2.

Un primer flash me hizo saltar de alegría. ¿Cómo no lo había intuido an-tes? La palabra «mensajero» también podía ser interpretada o traducida como «ángel». En sentido literal, ése es su genuino significado. Aquella criatura -con cuatro alas y aferrada al bíblico «árbol de la vida»- tenía que simbolizar al famoso ángel guardián del Paraíso: el querubín cuya misión era custodiar el árbol de la inmortalidad. Tanto si el mango de hueso había sido obra de judíos como de persas, ambos conocían y eran depositarios de la misma tradición.
« Mira, envío mi mensajero -¿mi ángel?- delante de ti. »
¿Estaba, por tanto, ante el «mensajero» citado en el criptograma?
En cuanto a la tercera frase Hazor es su nombre»-, quizá el juego de pa-labras del mayor estaba insinuando que el ángel o mensajero llevaba dicho nombre.
La cuarta y quinta frases se resistieron. Si aquél, realmente, era el men-sajero alado, ¿cómo o de qué forma sus alas podían llevarme al guía?
Impaciente, salté a la sexta y séptima referencias: las plumas y el núme-ro secreto. Al sumarlas, el resultado me confundió. Incrédulo, repetí la ma-niobra.
« ¡No puede ser! Quizá la réplica del atril sea defectuosa. »
En el fondo, conociendo la eficacia de los judíos, sabía que tal posibilidad era una quimera. Pero, por seguridad, fui a reunirme con el original y, con una franciscana paciencia, conté las plumas esculpidas en el cilindro. No había error. Y la certeza de que me hallaba ante el «Hazor» del enigma conquistó terreno en mi corazón.
No podía desperdiciar un minuto. La imposibilidad de fotografiar la pieza y el dibujo -las cámaras estaban prohibidas en el museo- me obligó a recurrir a una fórmula intermedia: copiar el desarrollo. Tiempo habría de localizar la documentación correspondiente y actuar en consecuencia.
Perfilada mi rústica «obra de arte» y ansioso por encerrarme a estudiarla, a punto estuve de tomar el camino de salida.
Fue menester una carga extra de disciplina. El magnetismo del «ángel» de la sala 309 tiraba de mí hacia el hotel. Sin embargo, como digo, un inna-to sentido de la responsabilidad me amarró al lugar. Había que revisar el resto de las dependencias. Al menos, apurar aquellas que guardasen rela-ción con las excavaciones y hallazgos del tell de Galilea.
Poco antes del cierre del museo -rendido y excitado di por rematada la exploración. Paradójicamente, la infructuosa búsqueda me tranquilizó. Nin-guna de las salas albergaba el menor rastro de cerámica, escultura, pintura o enseres con representaciones o símbolos alados de Hazor. En cuanto a la moneda acuñada en Tiro, ni rastro.
Y con un prudencial optimismo lo dispuse todo para el «asalto» a la enigmática figura del «ángel de Hazor». ¿Había llegado el gran momento?

«El número secreto de sus plumas
es el número secreto del guía ... »

Estas sentencias -sexta y séptima respectivamente fueron mi principal obsesión en aquella larga noche del miércoles. Admitiendo que el mayor -que podía haber visitado el museo de Israel exactamente igual que yo hubiera puesto sus ojos en tan bella y simbólica imagen, convirtiéndola en el eje de su enigma, ¿qué reservada información había enterrado bajo el concepto de «número secreto de sus plumas»?
Cada una de las alas superiores presentaba 12 plumas. Ello hacía un total de 24. 0 sea: 2 + 4 = «6». Curioso.
Las inferiores, en cambio, arrojaban un resultado diferente. La dibujada junto a la pierna derecha disponía de 10 plumas. En la cuarta sólo se dis-tinguían 5. Lo desconcertante es que la suma última -la de las plumas de las cuatro alas- también daba el mismo dígito: 42. Es decir, 4 + 2 = «6». Este número -el endiablado «seis»- aparecía invariablemente, tanto si lle-vaba a cabo las sumas individuales en las alas superiores o inferiores como en la mencionada adición final. (12 + 12 = 24 = 2 + 4 = 6, que sumado a 10 + 8 = 9 era igual a 6 + 9 = 15 = 1 + 5 = «6».)
Durante horas, aquel aparente juego me catapultó a un universo de espe-culaciones, maniobrando con las alas y los números en todas direcciones, por activa y por pasiva, hasta el agotamiento. La postrera y provisional conclusión fue la misma que había divisado en los primeros análisis, en la sala 309 del museo de Israel: quizá el número secreto de las
plumas de aquella criatura fuera el «seis». (Idéntico al que arro ' jaban los peldaños que conducían a los túneles de las ruinas de Hazor.)