SOBRE LA CUESTIÓN JUDÍA[55]
Karl Marx
I
Los judíos alemanes aspiran a la emancipación. ¿A qué emancipación aspiran? A la emancipación civil, a la emancipación política.
Bruno Bauer les contesta:
En Alemania nadie está políticamente emancipado. Nosotros mismos carecemos de libertad. ¿Cómo hemos de emanciparos a vosotros? Vosotros los judíos sois egoístas si exigís una emancipación especial para vosotros en tanto judíos. Debierais como alemanes trabajar por la emancipación política de Alemania y como hombres por la emancipación humana, y no sentir el tipo especial de vuestra opresión y de vuestra ignominia como excepción a la regla sino más bien como su confirmación.
¿O exigen los judíos que se les equipare a los súbditos cristianos?
De ese modo reconocen la legitimidad del Estado cristiano, reconocen su régimen de sojuzgamiento general. ¿Por qué les desagrada su yugo particular si les agrada el yugo general? ¿Por qué debe interesarse el alemán por la liberación del judío si el judío no se interesa por la del alemán?
El Estado cristiano sólo conoce privilegios. El judío posee en él el privilegio de ser judío. Tiene, como judío, derechos que no tienen los cristianos. ¿Por qué aspira a derechos que no tiene y que los cristianos disfrutan?
Cuando el judío pretende que se le emancipe del Estado cristiano exige que el Estado cristiano abandone su prejuicio religioso. ¿Acaso él, el judío, abandona el suyo? ¿Tiene, entonces, derecho a exigir de otros que abdiquen de su religión?
El Estado cristiano no puede, por su naturaleza y condición, emancipar a los judíos; pero además —añade Bauer—, el judío no puede por su condición y naturaleza ser emancipado. Mientras el Estado siga siendo cristiano y el judío judío serán ambos igualmente incapaces tanto de otorgar la emancipación como de recibirla.
El Estado cristiano sólo puede comportarse con relación al judío a la manera del Estado cristiano, es decir, a la manera del privilegio, consintiendo la segregación del judío frente a los demás súbditos, pero haciendo que sienta la presión de las otras esferas separadas y que la sienta más intensamente cuanto mayor es el antagonismo religioso del judío frente a la religión dominante. Pero también el judío, de su parte, sólo puede comportarse respecto al Estado más que a la manera judía, es decir, como un extraño al Estado, oponiendo a la nacionalidad real su nacionalidad quimérica y a la ley real su ley ilusoria, creyéndose con derecho a mantenerse separado de la humanidad, no participando, por principio, del movimiento histórico, aferrándose a un futuro que nada tiene en común con el futuro general del hombre, considerándose un miembro del pueblo judío y considerando al pueblo judío como el pueblo elegido.
¿A título de qué aspiráis, pues, los judíos a la emancipación? ¿En virtud de vuestra religión? Ella es la enemiga mortal de la religión del Estado. ¿En cuanto ciudadanos? En Alemania no hay ciudadanos. ¿En cuanto hombres? No sois hombres, tan poco como aquellos a quienes apeláis.
Bauer ha planteado de nuevo la cuestión de la emancipación de los judíos, después de ofrecer una crítica de los planteamientos y soluciones dadas hasta ahora. ¿De qué modo está constituido, se pregunta, el judío a quien se trata de emancipar y el Estado cristiano que ha de emanciparlo? Y contesta con una crítica de la religión judía, analiza la antítesis religiosa entre el judaísmo y el cristianismo y aclara la esencia del Estado cristiano, todo ello con audacia, agudeza, espíritu y profundidad, y con un estilo tan preciso como denso y enérgico.
¿Cómo resuelve, pues, Bauer la cuestión judía? ¿Cuál es el resultado? La formulación de una cuestión es su solución. La crítica de la cuestión judía es la respuesta a la cuestión judía. Y el resultado, resumido, es el siguiente: tenemos que emancipamos a nosotros mismos antes de poder emancipar a otros.
La forma más rígida de la antítesis entre el judío y el cristiano es la antítesis religiosa. ¿Cómo se resuelve una antítesis? Haciéndola imposible. ¿Cómo se hace imposible una antítesis religiosa? Aboliendo la religión. Tan pronto como el judío y el cristiano reconozcan que sus respectivas y antagónicas religiones no son más que diferentes fases del desarrollo del espíritu humano, diferentes pieles de serpiente que ha cambiado la historia, y en el hombre la serpiente que muda en ellas de piel, se encuentra ya no en un plano religioso sino solamente en un plano crítico, científico, en un plano humano. La ciencia es, entonces, su unidad. Pero las antítesis en el plano de la ciencia se resuelven por la ciencia misma.
El judío alemán se enfrenta a la falta de emancipación política en general y a la acusada cristiandad del Estado. Para Bauer la cuestión judía tiene, sin embargo, una significación general, independiente de las específicas circunstancias alemanas. Ella es la cuestión de la relación de la religión hacia el Estado, de la contradicción entre las ataduras religiosas y la emancipación política. La emancipación de la religión se plantea como condición, tanto para el judío que quiere emanciparse políticamente como para el Estado que ha de emancipar y que al mismo tiempo ha de ser emancipado.
Bien, se dice, y lo dice el mismo judío, el judío debe ser emancipado, pero no como judío, no porque es judío, no porque profese un principio general humano tan excelente de moralidad; el judío, más bien, se ubicará en un segundo plano detrás del ciudadano, y será ciudadano a pesar de ser judío y de continuar siéndolo; es decir, es y seguirá siendo judío a pesar de ser ciudadano y vivir dentro de relaciones generales humanas; su naturaleza judía y limitada triunfa siempre y en último término sobre sus deberes humanos y políticos. Se mantiene el prejuicio, a pesar de dominar sobre él los principios generales. Pero si él se mantiene dominará, más bien, a todo lo demás. «Sólo sofísticamente, en apariencia, podría el judío seguir siendo judío en la vida del Estado; por tanto, si quisiera seguir siendo judío, la mera apariencia sería lo esencial y lo que triunfaría; es decir, su vida en el Estado sería una mera apariencia o una excepción momentánea frente a la esencia y la regla» [«La capacidad de los judíos y cristianos de hoy para ser libres», Veintiún pliegos, p. 57].
Veamos, de otra parte, cómo plantea Bauer la función del Estado:
Francia [dice] nos ha ofrecido recientemente (debates sostenidos en la Cámara de Diputados del 26 de diciembre de 1840) con relación a la cuestión judía —como de continuo en todas las demás cuestiones políticas desde la revolución de julio— el espectáculo de una vida que es libre pero que revoca su libertad en la ley, es decir, la declara una apariencia y, de otra parte, refuta su ley libre con los hechos [«Cuestión judía», p. 64].
En Francia, libertad general no es todavía ley, la cuestión judía aún no ha sido resuelta tampoco, porque la libertad legal —el que todos los ciudadanos son iguales— se ve coartada en la realidad, todavía dominada y escindida por los privilegios religiosos, y esta falta de libertad de la vida repercute sobre la ley y la obliga a sancionar la división de los ciudadanos, en sí libres, en oprimidos y opresores [p. 65].
¿Cuándo, entonces, se resolvería para Francia la cuestión judía?
El judío, por ejemplo, debería necesariamente dejar de ser judío si su ley no le impidiera cumplir con sus deberes para con el Estado y sus conciudadanos, ir, por ejemplo, en sábado a la Cámara de Diputados y participar en las deliberaciones públicas. Tendría que abolirse todo privilegio religioso en general, también, por lo tanto, el monopolio de una iglesia privilegiada, y cuando algunos o varios o incluso la gran mayoría se creyeran obligados a cumplir con sus deberes religiosos, este cumplimiento de estos deberes debería dejárselo a su propio arbitrio como asunto puramente privado [p. 65]. No hay ninguna religión ya, cuando no hay ninguna religión privilegiada. Quitad a la religión su fuerza excluyente, y ya no existirá [p. 66]. Del mismo modo que el señor Martín du Nord veía en la propuesta encaminada a suprimir la mención del domingo en la ley una noción dirigida a declarar que el cristianismo ha dejado de existir, con el mismo derecho (y este derecho está perfectamente fundamentado) la declaración de que la ley del sabbath ya no tiene fuerza obligatoria para el judío equivaldría a proclamar la abolición del judaísmo [p. 71].
Bauer exige pues, de una parte, que el judío abandone el judaísmo y que el hombre en general abandone la religión, para ser emancipado como ciudadano. De otra parte, consecuentemente vale para él la abolición política de la religión como la abolición de la religión en general. El Estado que presupone la religión no es todavía un verdadero Estado, un Estado real. «Cierto que la creencia religiosa ofrece garantías al Estado. Pero ¿a qué Estado? ¿A qué tipo de Estado?» (p. 97).
En este punto se pone de manifiesto la formulación unilateral de la cuestión judía.
No bastaría de ninguna manera con investigar quién ha de emancipar y quién ha de ser emancipado. La crítica debería preguntarse, además, otra cosa, a saber: de qué clase de emancipación se trata y qué condiciones son inherentes a la naturaleza de la emancipación a que se aspira. La crítica de la emancipación política misma era, en primer lugar, la crítica final de la cuestión judía y su verdadera disolución en la cuestión general de la época.
Por no situar el problema a este nivel Bauer incurre en contradicciones. Pone condiciones que no están fundamentadas en la esencia de la emancipación política misma. Formula preguntas ajenas a su tarea y resuelve tareas que dejan su pregunta sin contestar. Cuando Bauer dice de los adversarios de la emancipación de los judíos: «Su error consistía solamente en presuponer que el Estado cristiano es el único verdadero y en no someterlo a la misma crítica con que enfocaban el judaísmo» (p. 3), encontramos que el error de Bauer reside en que somete a la crítica solamente al «Estado cristiano» y no al «Estado en general», en que no investiga la relación entre la emancipación política y la emancipación humana, y por ello pone condiciones que sólo pueden explicarse por la confusión crítica de la emancipación política con la emancipación humana general. Si Bauer pregunta a los judíos: ¿tenéis, desde vuestro punto de vista, el derecho a aspirar a la emancipación política?, nosotros preguntamos, a la inversa: ¿tiene el punto de vista de la emancipación política el derecho a exigir del judío la abolición del judaísmo y del hombre en general la abolición de la religión?
La cuestión judía muestra una fisonomía diferente según el Estado en que se encuentra el judío. En Alemania, en donde no existe un Estado político, un Estado como Estado, la cuestión judía es una cuestión puramente teológica. El judío se encuentra en contraposición religiosa con el Estado, que reconoce como su fundamento el cristianismo. Este Estado es un teólogo ex profeso. La crítica es aquí crítica de la teología, una crítica de doble filo, crítica de la teología cristiana y de la teología judía. Pero de este modo seguimos moviéndonos dentro de la teología, por mucho que queramos movernos críticamente dentro de ella.
En Francia, en el Estado constitucional, la cuestión judía es la cuestión del constitucionalismo, la cuestión de la emancipación política a medias. Puesto que aquí se conserva la apariencia de una religión de Estado aunque sea bajo una fórmula que nada dice y es contradictoria consigo misma, en la fórmula de una religión de la mayoría, la relación de los judíos ante el Estado conserva la apariencia de una contraposición religiosa, teológica.
Sólo en los estados libres de Norteamérica —por lo menos, en una parte de ellos— pierde la cuestión judía su significación teológica para convertirse en una verdadera cuestión secular. Sólo donde existe el Estado político plenamente desarrollado puede manifestarse en su plenitud, en su pureza, la relación del judío, y en general del hombre religioso, hacia el Estado político, es decir, la relación de la religión hacia el Estado. La crítica de esta actitud deja de ser una crítica teológica tan pronto como el Estado deja de comportarse de un modo teológico hacia la religión, tan pronto se comporta hacia la religión como Estado, es decir, políticamente. La crítica se convierte entonces en crítica del Estado político. En este punto, allí donde la cuestión deja de ser teológica, la crítica de Bauer deja de ser crítica. «Il n’existe aux États-Unis ni religion de l’État, ni religion déclarée celle de la majorité, ni prééminence d’un culte sur un autre. L’État est étranger á tous les cultes[56]» (Marie ou l'esclavage aux États-Unis, etc., G. de Beaumont, Paris, 1835, p. 214). Más aún, existen algunos estados norteamericanos en los que «la constitution n’impose pas les croyances religieuses et la practique dun cultre comme condition des privileges politiques[57]» (op. cit., p. 225). Sin embargo, «on ne croit pas aux États-Unis qu’un homme sans religion puisse être un honnête homme[58]» (op. cit., p. 224). Norteamérica es, sin embargo, el país de la religiosidad, como unánimemente aseguran Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton. Los estados norteamericanos nos sirven, a pesar de esto, solamente de ejemplo. La cuestión es: ¿cómo se comporta la plena emancipación política en relación con la religión? Si hasta en el país de la emancipación política plena nos encontramos no sólo con la existencia de la religión sino con su existencia lozana y vital, se presenta en ello la prueba de que la existencia de la religión no contradice la plenitud del Estado. Pero como la existencia de la religión es la existencia de un defecto, no podemos seguir buscando la fuente de este defecto sólo en la esencia del Estado mismo. La religión no vale ya para nosotros como el fundamento sino tan sólo como el fenómeno de la limitación secular. Nos explicamos por ello las ataduras religiosas de los ciudadanos libres a partir de sus ataduras seculares. No afirmamos que deban acabar con su limitación religiosa para poder acabar sus barreras seculares. Afirmamos que ellos acaban con su limitación religiosa tan pronto como acaban con sus barreras temporales. No convertimos las cuestiones seculares en cuestiones teológicas. Convertimos las cuestiones teológicas en seculares. Después de que la historia se ha visto disuelta durante suficiente tiempo en la superstición, disolvemos la superstición en la historia. El problema de la relación de la emancipación política con la religión se convierte, para nosotros, en el problema de la relación de la emancipación política con la emancipación humana. Criticamos la debilidad religiosa del Estado político al criticar el Estado político, sin considerar las debilidades religiosas en su estructura secular. Humanizamos la contradicción del Estado con una determinada religión, por ejemplo con el judaísmo, viendo en ella la contradicción del Estado con determinados elementos seculares, la contradicción del Estado con la religión en general, la contradicción del Estado con sus premisas en general.
La emancipación política del judío, del cristiano y del hombre religioso en general, es la emancipación del Estado del judaísmo, del cristianismo y, en general, de la religión. En su forma, a la manera peculiar a su esencia, como Estado, el Estado se emancipa de la religión al emanciparse de la religión de Estado, es decir, cuando el Estado como tal Estado no reconoce ninguna religión, cuando el Estado se reconoce más bien como tal Estado. La emancipación política de la religión no es la emancipación de la religión llevada a fondo y exenta de contradicciones, porque la emancipación política no es la emancipación humana plenamente realizada y exenta de contradicciones.
El límite de la emancipación política se manifiesta inmediatamente en el hecho de que el Estado se puede liberar de un límite sin que el hombre se libere realmente de él, en que el Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre. El mismo Bauer concede tácitamente esto cuando establece la siguiente condición de la emancipación política:
Todo privilegio religioso en general, por tanto también el monopolio de una iglesia privilegiada, debería abolirse, y si algunos o muchos o incluso la gran mayoría se creyeran obligados a cumplir con deberes religiosos, el cumplimiento de estos deberes debería dejarse a su propio arbitrio como asunto puramente privado.
Por tanto, el Estado puede haberse emancipado de la religión incluso aun cuando la gran mayoría siga siendo religiosa. Y la gran mayoría no dejará de ser religiosa por el hecho de que su religiosidad sea algo puramente privado.
Pero el comportamiento del Estado hacia la religión, a saber del Estado libre, sólo es el comportamiento de los hombres que forman el Estado hacia la religión. De lo que se sigue que el hombre se libera por medio del Estado, se libera políticamente de una barrera, poniéndose en contradicción consigo mismo, al sobreponerse a esta barrera de una manera abstracta y limitada, de una manera parcial. Se sigue, además, de aquí que el hombre al liberarse políticamente se libera dando un rodeo, a través de un medio, así sea un medio necesario. Y se sigue, finalmente, que el hombre, aun cuando se proclame ateo por mediación del Estado, es decir, cuando proclama el Estado ateo, sigue sujeto a las ataduras religiosas, precisamente porque sólo se reconoce a sí mismo mediante un rodeo, a través de un medio. La religión es, justamente, el reconocimiento del hombre a través de un rodeo, a través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador sobre quien el hombre descarga toda su divinidad, toda su servidumbre religiosa, así también es el Estado el mediador en el que ubica toda su no-divinidad, toda su no-servidumbre humana.
La elevación política del hombre por encima de la religión participa de todas las deficiencias y todas las ventajas de la elevación política en general. El Estado como Estado anula, por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara de manera política la propiedad privada como abolida cuando suprime el censo de fortuna para el derecho de elegir y ser elegido, como ha sucedido ya en muchos estados norteamericanos. Hamilton interpreta con toda exactitud este hecho, desde el punto de vista político, cuando dice:
La gran masa ha triunfado sobre los propietarios y la riqueza del dinero. ¿Acaso no se suprime idealmente la propiedad privada cuando el desposeído se convierte en legislador de los que poseen? El censo de fortuna es la última forma política de reconocimiento de la propiedad privada.
Sin embargo, con la anulación política de la propiedad privada no sólo no se la destruye sino que incluso se la presupone. El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social, de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, el estamento, la cultura y la ocupación como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de la soberanía popular, al tratar a todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura y la ocupación actúen a su modo, es decir, como propiedad privada, como cultura y como ocupación, y hagan valer su naturaleza especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo existe bajo estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos. Por eso Hegel determina muy correctamente la relación del Estado político hacia la religión cuando dice:
Para que el Estado cobre existencia como la realidad ética del espíritu que se sabe a sí misma, es necesario que se distinga de la forma de la autoridad y de la fe; y esta distinción sólo se manifiesta en la medida en que el lado eclesiástico llega a separarse en sí mismo; sólo así, por encima de las Iglesias especiales, ha conquistado y lleva a la existencia el Estado la generalidad del pensamiento, el principio de su forma [Hegel, Filosofía del Derecho, 1.ª edición, p. 346].
En efecto, sólo así, por encima de los elementos especiales, se constituye el Estado como generalidad.
El Estado político acabado es por su esencia la vida genérica del hombre por oposición a su vida material. Todas las premisas de esta vida egoísta permanecen al margen de la esfera del Estado en la sociedad burguesa, pero como propiedades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo el hombre lleva, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, celestial y terrenal; la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser comunitario, y la vida en la sociedad burguesa, en la que actúa como particular, considera a los otros hombres como medios, se degrada a sí mismo como medio y se convierte en juguete de poderes extraños. El Estado político se comporta con respecto a la sociedad burguesa de un modo tan espiritualista como el cielo con respecto a la tierra. Se encuentra con respecto a ella en la misma contraposición y la supera del mismo modo que la religión supera a la limitación del mundo profano, es decir, reconociéndola también de nuevo, restaurándola y dejándose necesariamente dominar por ella. El hombre en su inmediata realidad, en la sociedad civil, es un ser profano. Aquí, donde vale ante sí mismo y ante los otros como individuo real, es él una manifestación no verdadera.
Por el contrario, en el Estado, donde el hombre vale como un ser genérico, es el miembro imaginario de una soberanía imaginaria, se le ha despojado de su vida individual real y se le ha dotado de una generalidad irreal.
El conflicto en que se encuentra el hombre como creyente de una religión especial y su ciudadanía, y los demás hombres en cuanto miembros de la comunidad, se reduce al divorcio secular entre el Estado político y la sociedad burguesa. Para el hombre, en tanto bourgeois, «la vida dentro del Estado es sólo apariencia o una excepción momentánea contra la esencia y la regla». Cierto que el bourgeois, como el judío, sólo se mantiene sofísticamente dentro de la vida del Estado, del mismo modo que el citoyen sólo sofísticamente sigue siendo judío o bourgeois; pero esta sofística no es personal. Es la sofística del Estado político mismo. La diferencia entre el hombre religioso y el ciudadano es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el terrateniente y el ciudadano, entre el individuo viviente y el ciudadano. La contradicción en que se encuentra el hombre religioso con el hombre político es la misma contradicción en que se encuentra el bourgeois y el citoyen, entre el miembro de la sociedad burguesa y su piel de león política.
Bauer deja en pie esta pugna secular a que se reduce, a fin de cuentas, la cuestión judía, la relación del Estado político hacia sus premisas, ya sean éstas elementos materiales, como la propiedad privada, etc., o elementos espirituales, como la cultura y la religión, la pugna entre el interés general y el interés privado, el divorcio entre el Estado político y la sociedad burguesa; deja en pie estas antítesis seculares, mientras polemiza contra su expresión religiosa.
Precisamente su fundamento, la necesidad que asegura a la sociedad burguesa su existencia y garantiza su necesidad, expone su existencia a permanentes peligros, mantiene en ella un elemento inseguro y provoca aquella mezcla, sujeta a constantes cambios, de pobreza y riqueza, de penuria y prosperidad, provocan el cambio en general [p. 8].
Compárese todo el capítulo «La sociedad burguesa» (pp. 8-9), elaborado en base a lineamientos generales de la Filosofía de Derecho de Hegel. La sociedad burguesa, en su contraposición al Estado político, se reconoce como necesaria porque el Estado político se reconoce como necesario.
La emancipación política representa, de todos modos, un gran progreso. No es ciertamente la forma última de la emancipación humana en general, pero sí es la forma última de la emancipación humana dentro del orden del mundo actual. Se entiende que aquí hablamos de la emancipación real, de la emancipación práctica.
El hombre se emancipa políticamente de la religión al desterrarla del derecho público al derecho privado. Ella ya no es el espíritu del Estado, donde el hombre —si bien de un modo limitado, bajo una forma especial y en una esfera especial— se comporta como ser genérico, en comunidad con otros hombres; se ha convertido en el espíritu de la sociedad burguesa, de la esfera del egoísmo, del bellum omnium contra omnes[59]. No es ya la esencia de la comunidad, sino la esencia de la diferencia. Se ha convertido en la expresión de la separación del hombre de su comunidad, de sí mismo y de los otros hombres, lo que originariamente era. No es más que la confesión abstracta de la especial inversión, del capucho privado, de la arbitrariedad. La dispersión infinita de la religión en Norteamérica, por ejemplo, le da ya exteriormente la forma de un asunto puramente individual. Ella se ha degradado al número de los intereses privados y ha sido desterrada de la comunidad como comunidad. Pero no nos engañemos acerca de los límites de la emancipación política. La escisión del hombre en el hombre público y el hombre privado, la dislocación de la religión con respecto al Estado, para desplazarla a la sociedad burguesa, no constituye una fase sino la plenitud de la emancipación política, la cual, por lo tanto, ni suprime ni aspira a suprimir la religiosidad real del hombre.
La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el protestante y en el ciudadano, en el hombre religioso y en el ciudadano, esta desintegración no es ninguna mentira contra la ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política sino que es la emancipación política misma, es la forma política de emanciparse de la religión. Es cierto que en las épocas en que el Estado político surge violentamente como Estado político del seno de la sociedad burguesa, en que la autoliberación humana aspira a realizarse bajo la forma de autoliberación política, puede y debe avanzar el Estado hacia la supresión de la religión, hasta la destrucción de la religión, pero sólo como avanza hacia la abolición de la propiedad privada, hacia el precio máximo, hacia la confiscación, hacia el impuesto progresivo, hacia la abolición de la vida, hacia la guillotina. En los momentos de su amor particular propio la vida política trata de aplastar su premisa, la sociedad burguesa y sus elementos, y a constituirse en la vida genérica real y no contradictoria del hombre. No lo logra sino a través de la violenta contradicción con sus propias condiciones de vida, sólo declarando la revolución como permanente y el drama político termina, por tanto, no menos necesariamente con la restauración de la religión, de la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, así como la guerra termina con la paz.
No es, en efecto, el así llamado Estado cristiano, que reconoce el cristianismo como su fundamento, como religión de Estado y se comporta, por tanto, en forma excluyente hacia otras religiones, el Estado cristiano acabado, sino más bien el Estado ateo, el Estado democrático, el Estado que relega a la religión entre los restantes elementos de la sociedad burguesa. Al Estado que todavía es teólogo, que mantiene todavía de un modo oficial la profesión de fe del cristianismo, que todavía no se atreve a proclamarse como Estado, no le ha sido posible todavía expresar en forma secular, humana, en su realidad como Estado, el fundamento humano cuya expresión superabundante es el cristianismo. El llamado Estado cristiano sólo es, sencillamente, el no-Estado, porque no es posible realizar en creaciones verdaderamente humanas el cristianismo como religión, sino sólo el fondo humano de la religión cristiana.
El así llamado Estado cristiano es la negación cristiana del Estado, pero de ningún modo la realización estatal del cristianismo. El Estado que sigue reconociendo el cristianismo en forma de religión no lo reconoce en forma de Estado, pues él se comporta todavía religiosamente ante la religión, es decir, no es la ejecución real del fundamento humano de la religión porque apela todavía a la irrealidad, a la forma imaginaria de este meollo humano. El así llamado Estado cristiano es el Estado imperfecto y la religión cristiana le sirve de complemento y para santificación de su imperfección. La religión se convierte para él, por tanto, necesariamente en un medio, y él es el Estado de la hipocresía. Hay una gran diferencia entre que el Estado acabado cuente la religión entre sus premisas por razón de la deficiencia implícita en la esencia general del Estado o que el Estado imperfecto declare la religión como su fundamento por razón de la deficiencia implícita en su existencia especial como Estado deficiente. En el último caso la religión se convierte en política imperfecta. En el primer caso se muestra en la religión la imperfección misma de la política acabada. El así llamado Estado cristiano necesita de la religión cristiana para perfeccionarse como Estado. El Estado democrático, el Estado real, no necesita de la religión para su plenitud. Él puede abstraerse de la religión ya que en él el fundamento humano de la religión se realiza de un modo secular. El así llamado Estado cristiano, en cambio, se comporta políticamente hacia la religión y religiosamente hacia la política. Si degrada a mera apariencia la forma del Estado, degrada igualmente la religión a apariencia.
Para aclarar esta antítesis examinemos la construcción de Bauer del Estado cristiano, que ha surgido de la contemplación del Estado cristiano-germánico.
Últimamente —dice Bauer— suele remitirse, para demostrar la imposibilidad o la inexistencia de un Estado cristiano, a aquellas sentencias de los Evangelios que el Estado actual no sólo no acata sino que ni siquiera tampoco puede acatar si no quiere disolverse totalmente como Estado. «Pero la cosa no se resuelve tan fácilmente. ¿Qué exigen, pues, aquellas sentencias evangélicas? La negación sobrenatural de sí mismo, la sumisión a la autoridad de la revelación, la repulsa del Estado, la supresión de las relaciones seculares. Pues bien, todo esto es lo que exige y lleva a cabo el Estado cristiano. Él se ha apropiado del espíritu del Evangelio y si no lo predica con las mismas palabras con que el Evangelio lo expresa, esto proviene sencillamente de que manifiesta este espíritu en formas estatales, es decir, lo manifiesta en formas que, aunque ciertamente están tomadas de la naturaleza del Estado y de este mundo, son reducidas a la apariencia en el renacimiento religioso que tiene que experimentar. Es la repulsa del Estado, que se cumple empleando las formas del Estado» [p. 55].
A continuación desarrolla Bauer cómo el pueblo del Estado cristiano no es más que un no-pueblo, no tiene ya voluntad propia, pero posee su verdadera existencia en la cabeza a que se halla sometido, la cual, sin embargo, le es ajena por su origen y naturaleza, es decir, que le ha sido dada por Dios y se la ha puesto al frente de él sin su intervención, del mismo modo que las leyes de este pueblo no son su obra sino revelaciones positivas, que su jefe requiere de mediadores privilegiados para entenderse con el verdadero pueblo propiamente tal, así como esta misma masa se desintegra en una multitud de sectores especiales que forma y determina el azar, que se diferencian entre sí por sus intereses, sus pasiones y prejuicios especiales, como privilegio el excluirse los unos de los otros, etc. (p. 56).
Pero el mismo Bauer dice:
La política, cuando no quiere ser nada más que religión, no puede ser política, tan poco como podemos considerar asunto doméstico el lavar las ollas si se lo considera un rito religioso [p. 108]. Pero en el Estado cristiano-germánico la religión es «asunto doméstico», así como los «asuntos domésticos» son religión. En el Estado cristiano-germánico el poder de la religión es la religión del poder.
La separación del «espíritu del Evangelio» de la «letra del Evangelio» es un acto irreligioso. El Estado que hace hablar al Evangelio en la letra de la política, en otra letra que la del Espíritu Santo, comete un sacrilegio, si no a los ojos humanos sí a los ojos de su propia religión. Al Estado que profesa el cristianismo como su norma suprema y reconoce la Biblia como su Carta Constitucional se le deben oponerlas palabras de la Sagrada Escritura, pues la Escritura es sagrada hasta en la letra. Este Estado, tanto como la basura humana sobre la cual descansa, incurre en una dolorosa contradicción, insuperable desde el punto de vista de la conciencia religiosa, cuando se le remite a aquellas sentencias del Evangelio que «no sólo no acata sino que tampoco puede acatar si no quiere disolverse totalmente como Estado». ¿Y por qué no quiere disolverse totalmente? Él mismo no puede ni contestarse ni contestar a otros a este respecto. Ante su propia conciencia, el Estado cristiano oficial es un deber ser, cuya realización resulta inalcanzable, que sólo acierta a completar la realidad de su existencia mintiéndose a sí mismo y que, por tanto, sigue siendo constantemente ante sí mismo un objeto problemático en el que no se puede confiar. Por eso la crítica está en su pleno derecho al obligar a reconocer lo torcido de su conciencia al Estado que apela a la Biblia cuando ni él mismo ya sabe si es una imaginación o una realidad, desde el momento en que la infamia de sus fines seculares, a los que la religión sirve solamente de disfraz, se hallan en insoluble contradicción con la honorabilidad de su conciencia religiosa, que ve en la religión el final del mundo. Este Estado sólo puede redimirse de su tormento interior convirtiéndose en esbirro de la Iglesia católica. Frente a ella, una Iglesia que considera al poder secular como un cuerpo a su servicio, el Estado es impotente, impotente el poder secular que pretende ser el imperio del espíritu religioso.
En el así llamado Estado cristiano vale, ciertamente, la enajenación, pero no el hombre. El único hombre que aquí vale, el rey, es un ser específicamente distinto de los demás hombres, y es, además, un ser de por sí religioso, en relación directa con el cielo, con Dios. Las relaciones dominantes aquí siguen siendo relaciones creyentes. Por tanto, el espíritu religioso no se ha secularizado todavía realmente.
Pero el espíritu religioso no puede tampoco llegar a secularizarse realmente, pues, ¿qué es él mismo sino la forma no secular de un grado del desarrollo del espíritu humano? El espíritu religioso sólo puede llegar a realizarse en la medida en que el grado de desarrollo del espíritu humano, del que es expresión religiosa, se destaca y se constituye en su forma secular. Esto sucede en el Estado democrático. El fundamento de este Estado no es el cristianismo sino el fundamento humano del cristianismo. La religión sigue siendo la conciencia ideal, no secular, de sus miembros, porque es la forma del grado humano de desarrollo que en él se realiza.
Los miembros del Estado político son religiosos por el dualismo entre la vida individual y la vida genérica, entre la vida de la sociedad burguesa y la vida política: son religiosos en cuanto que el hombre se comporta hacia la vida del Estado, que se halla en el más allá de su individualidad real, como hacia su vida verdadera; religiosos en cuanto la religión es aquí el espíritu de la sociedad burguesa, la expresión del divorcio y el distanciamiento del hombre respecto del hombre.
La democracia política es cristiana en cuanto en ella el hombre, no sólo un hombre sino todo hombre, vale como ser soberano y supremo, pero el hombre en su manifestación no cultivada y no social, el hombre en su existencia casual, el hombre tal y como anda y se yergue, el hombre tal y como se ha corrompido por toda la organización de nuestra sociedad, se ha perdido a sí mismo, se ha enajenado, se ha entregado al imperio de relaciones y elementos inhumanos; en una palabra, el hombre que aún no es un ser genérico real. La imagen fantástica, el sueño, el postulado del cristianismo, la soberanía del hombre, pero como de un ser extraño, diferente del hombre real, es en la democracia realidad sensible, presente, máxima secular.
La misma conciencia religiosa y teológica se considera en la democracia plena tanto más religiosa, tanto más teológica, cuanto al parecer no tiene significación política y objetivos terrenales, cuanto más es, al parecer, asunto del espíritu retraído del mundo, expresión de la limitación del entendimiento, producto de la arbitrariedad y de la fantasía, cuanto más es realmente vida del más allá. El cristianismo alcanza aquí la expresión práctica de su significación religiosa-universal, agrupando unas junto a otras las más dispares concepciones del mundo en la forma del cristianismo, y más aún por el hecho de que no plantea a otros ni siquiera la exigencia del cristianismo sino tan sólo la de la religión en general, de cualquier religión (cfr. la citada obra de Beaumont). La conciencia religiosa se regala en la riqueza de la antítesis religiosa y de la pluralidad religiosa.
Hemos mostrado, pues, que la emancipación política con respecto a la religión deja en pie la religión, aunque no una religión privilegiada. La contradicción en que el creyente de una religión particular se encuentra con su ciudadanía no es más que una parte de la general contradicción secular entre el Estado político y la sociedad burguesa. La plenitud del Estado cristiano es el Estado que se reconoce como Estado y se abstrae de la religión de sus miembros. La emancipación del Estado con respecto a la religión no es la emancipación del hombre real con respecto a ella.
Por ello no decimos, con Bauer, a los judíos: no podéis emanciparos políticamente sin emanciparos radicalmente del judaísmo. Más bien les decimos: porque podéis emanciparos políticamente sin desprenderos radical y absolutamente del judaísmo, por ello la emancipación política no es la emancipación humana. Si vosotros, judíos, queréis emanciparos políticamente sin emanciparos humanamente a vosotros mismos, la solución a medias y la contradicción no radica en vosotros sino en la esencia y en la categoría de la emancipación política. Si estáis presos en esta categoría participáis de una situación general de encadenamiento. Así como el Estado evangeliza cuando, a pesar de ser ya Estado, se comporta cristianamente hacia los judíos, así también el judío politiza cuando, a pesar de ser judío, reclama derechos de ciudadanía del Estado.
Pero si el hombre, aunque sea judío, puede emanciparse políticamente y adquirir derechos de ciudadanía del Estado, ¿puede reclamar y obtener los así llamados derechos humanos? Bauer niega esto.
El problema está en saber si el judío en tanto tal, es decir, el judío que confiesa él mismo sentirse obligado por su verdadera esencia a vivir eternamente aislado de otros, sea capaz de obtener y conceder a otros los derechos generales del hombre.
La idea de los derechos humanos fue descubierta para el mundo cristiano apenas en el siglo pasado. No es una idea innata al hombre, más bien éste la conquista en lucha contra las tradiciones históricas en las que el hombre fue educado hasta ahora. Los derechos humanos no son, pues, un don de la naturaleza, un regalo de la historia anterior, sino el fruto de la lucha contra el azar del nacimiento y contra los privilegios que la historia hasta ahora venía transmitiendo hereditariamente de generación en generación. Son el resultado de la cultura y sólo puede poseerlos quien haya sabido adquirirlos y merecerlos.
¿Puede, pues, realmente el judío llegar a poseerlos? Mientras siga siendo judío, la esencia limitada que hace de él un judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe vincularlo a los demás hombres y separarlo de los que no son judíos. El declara a través de esta separación que la esencia especial que hace de él un judío es su verdadera suprema esencia, ante la que tiene que retroceder la esencia humana.
Y del mismo modo, no puede el cristiano, en cuanto cristiano, conceder ninguna clase de derechos humanos [pp. 19-20].
Según Bauer, el hombre tiene que sacrificar el privilegio de la fe para poder recibir los derechos generales del hombre. Observemos un momento los así llamados derechos humanos, por cierto, los derechos humanos bajo su forma auténtica, bajo la forma que les dieron sus descubridores, los norteamericanos y los franceses. Estos derechos humanos son, en parte, derechos políticos, derechos que sólo pueden ejercerse en comunidad con otros hombres. Su contenido lo constituye la participación en la comunidad, y concretamente en la comunidad política, en el Estado. Ellos entran en la categoría de la libertad política, en la categoría de los derechos civiles, que no presuponen, ni mucho menos, como hemos visto, la abolición positiva y libre de contradicciones de la religión; así pues, también, por tanto, la del judaísmo. Queda por considerar la otra parte de los derechos humanos, los droits de l’homme[60], en cuanto se distinguen de los droits du citoyen[61]. Entre ellos se encuentra la libertad de conciencia, el derecho de practicar cualquier culto. El privilegio de la fe es reconocido expresamente bien como un derecho humano, bien como consecuencia de un derecho humano, de la libertad.
Déclaration des droits de l’homme et du citoyen[62], 1791, art. 10: «Nul ne droit être inquieté pour ses opinions même religieuses[63]». Y en el título I de la Constitución de 1791 se garantiza como derecho del hombre: «La liberté a tout homme d’exercer le culte religieux auquel it est attaché[64]».
La Déclaration des droits de l’homme, etc., 1793, incluye entre los derechos humanos, art. 7: «Lelibre exercise des cultes[65]». Más aún, en lo que atañe al derecho de publicar sus pensamientos y opiniones, reunirse, ejercer un culto, se dice incluso: «la nécessité d’énoncer ces droits suppose ou la présence ou le souvenir récent du despotisme[66]». Compárese la Constitución de 1795, título XIV, art. 354.
Constitución de Pensilvania, art. 9 § 3:
Todos los hombres han recibido de la naturaleza el derecho imprescriptible de adorar al Todopoderoso con arreglo a las inspiraciones de su conciencia y nadie puede, legalmente, ser obligado a practicar, instituir o sostener en contra de su voluntad ningún culto o ministerio religioso, ni fiscalizar las potencias del alma.
Constitución de New Hampshire, arts. 5 у 6:
Entre los derechos naturales, algunos son inalienables por naturaleza, ya que no pueden ser sustituidos por otros. Y entre ellos figuran los derechos de conciencia [Beaumont, op. cit., pp. 213-214].
Tan ajena es al concepto de los derechos humanos la incompatibilidad con la religión que, lejos de ello, se incluye expresamente entre los derechos humanos el derecho a ser religioso, a serlo de cualquier modo y a practicar el culto de su particular religión. El privilegio de la fe es un derecho humano general.
Los droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen como tales de los droits du citoyen, de los derechos civiles. ¿Cuál es el homme a quien aquí se distingue del citoyen? Ningún otro sino el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué es llamado el miembro de la sociedad burguesa «hombre», llanamente hombre, hombre por naturaleza, y se nombran sus derechos derechos del hombre? ¿A partir de qué explicamos este hecho? De las relaciones entre el Estado político y la sociedad burguesa, de la esencia de la emancipación política.
Constatemos ante todo el hecho de que los llamados derechos del hombre, los droits de l’homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad. La más radical de las constituciones, la Constitución de 1793, puede proclamar:
Déclaration des droits de l’homme et du citoyen
Art. 2: Ces droits, etc. (les droits naturels et imprescriptibles),
sont: l’égalité, la liberté, la sûreté, la propriété[67].
¿En qué consiste la liberté?
Art. 6: «La liberté est le pouvoir qui appartient a l’homme de faire tout ce qui ne nuit pas aux droits d’autrui[68]» o, según la Declaración de los Derechos del Hombre de 1791: «La liberté consiste à pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas à autrui[69]».
La libertad es, por tanto, el derecho de hacer y emprender todo lo que no dañe a otro. El límite dentro del cual puede moverse todo hombre sin perjudicar al otro lo determina la ley, así como la cerca señala la divisoria entre dos tierras. Se trata de la libertad del hombre como mónada aislada, replegada sobre sí misma. ¿Por qué es el judío incapaz, según Bauer, de recibir los derechos humanos? «Mientras siga siendo judío, la esencia limitada que hace de él un judío tiene necesariamente que triunfar sobre la esencia humana que, en cuanto hombre, debe vincularle a los demás hombres y separarlo de los no judíos». Pero el derecho humano de la libertad no se basa en el vínculo del hombre con el hombre sino, más bien, en la separación del hombre con respecto al hombre. Es el derecho a esta separación, el derecho del individuo delimitado, limitado a sí mismo.
La aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada.
¿En qué consiste el derecho humano de la propiedad privada? Art. 16 (Constitución de 1793):
Le droit de propriété est celui qui appartient a tout citoyen de jouir et de disposer a son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie[70].
El derecho humano de la propiedad privada es, pues, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él arbitrariamente (a son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual, así como esta aplicación de la misma, constituyen el fundamento de la sociedad burguesa, que hace que todo hombre encuentre en otros hombres no la realización sino, más bien, la limitación de su libertad. Y proclama por encima de todo el derecho humano «de jouir et de disposer a son gré de ses biens, de ses revenus, du fruit de son travail et de son industrie».
Quedan todavía los otros derechos humanos, la égalité y la sûreté.
La égalité, considerada aquí en su sentido no político, no es nada más que la igualdad de la liberté descrita más arriba, a saber: que todo hombre es considerado por igual como una mónada que descansa en sí misma. La Constitución de 1795 determina del siguiente modo el concepto de esta igualdad, de acuerdo con su significación:
Art. 3 (Constitution de 1795): «L’égalité consiste en ce que la loi est la même por tous, soit quelle protege, soit qu’elle punisse[71]».
¿Y la sûreté?
Art. 8 (Constitution de 1795): «La sûreté consiste dans la protection accordé par la société a chacun de ses membres pour la conservation de sa personne, de ses droits et de ses propriétés[72]».
La seguridad es el más alto concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de la policía, que toda la sociedad existe sólo para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. Es en este sentido que Hegel llama a la sociedad burguesa «el Estado de necesidad y de entendimiento».
Por el concepto de la seguridad la sociedad burguesa no se eleva sobre su egoísmo. La seguridad es, más bien, el aseguramiento del egoísmo.
Ninguno de los así llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre tal y como es miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado en sí mismo, en su interés privado y en su arbitrariedad privada, y separado de la comunidad. Lejos de que se conciba en ellos al hombre como ser genérico, aparece en ellos la vida genérica misma, la sociedad, más bien como un marco externo a los individuos, como limitación de su independencia originaria. El único vínculo que los cohesiona es la necesidad natural, la necesidad y el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta.
Ya es enigmático el que un pueblo que comienza precisamente a liberarse, que comienza a derribar todas las barreras entre los distintos miembros que lo componen y a fundar una comunidad política, que un pueblo tal proclame solemnemente la legitimidad del hombre egoísta, separado de sus semejantes y de la comunidad (Déclaration de 1791); y más aún que reitere esta misma proclamación en un momento en que sólo la más heroica abnegación puede salvar a la nación y se la exige, por tanto, imperiosamente, en un momento en que se pone a la orden del día el sacrificio de todos los intereses de la sociedad burguesa y en que el egoísmo debe ser castigado como un crimen (Declaration des droits de l’homme, etc., de 1795). Pero este hecho resulta todavía más enigmático cuando vemos que los emancipadores políticos rebajan incluso la ciudadanía, la comunidad política, a la condición de simple medio para la conservación de estos así llamados derechos humanos, que, por tanto, se declara al citoyen servidor del hombre egoísta, se degrada la esfera en que el hombre se comporta como comunidad por debajo de la esfera en que se comporta como un ser parcial; finalmente, que no se considere cono verdadero y auténtico hombre al hombre en cuanto ciudadano, sino al hombre en cuanto burgués.
«Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’homme[73]» (Declaration des droits, etc., de 1791, art. 2). «Le gouvernement est institué pour garantir à l’homme la jouissance de ses droits naturels et imprescriptibles[74]» (Declaration, etc., de 1793, art. 1). Portante, incluso en los momentos de su entusiasmo todavía juvenil, exaltada por la fuerza de las circunstancias, la vida política se declara como un simple medio cuyo fin es la vida de la sociedad burguesa. Cierto que su práctica revolucionaria se halla en flagrante contradicción con su teoría. Mientras se proclama la seguridad como un derecho humano se pone públicamente a la orden del día la violación del secreto de la correspondencia, mientras se garantiza la «liberté indéfinie de la presse[75]» (Constitution de 1793, art. 122) como consecuencia del derecho humano, de la libertad individual, se anula totalmente la libertad de prensa, pues «la liberté de la presse ne doit pas être permise lorsqu’elle compromet la liberté politique[76]» (Robespierre el joven, Histoire parlementaire de la Révolution française, Bûchez et Roux, t. 28, p. 159). Es decir, que el derecho humano de la libertad deja de ser un derecho en cuanto entra en colisión con la vida política. Mientras que, según la teoría, la vida política sólo es la garantía de los derechos humanos, de los derechos del hombre individual, se les debe por lo tanto abandonar tan pronto como contradicen a su objetivo, estos derechos humanos. Pero la práctica es sólo la excepción y la teoría la regla. Pero incluso si nos empeñáramos en considerar la práctica revolucionaria misma como el planteamiento certero de la relación queda por resolver el misterio de por qué en la conciencia de los emancipadores políticos se invierten los términos de la relación y aparece el fin como medio y el medio como fin. Esta ilusión óptica de su conciencia sería el mismo misterio, si bien entonces sería un misterio psicológico, teorético.
El enigma se resuelve de un modo sencillo.
La emancipación política es, al mismo tiempo, la disolución de la vieja sociedad sobre la que descansa el Estado enajenado respecto del pueblo, el poder señorial. La revolución política es la revolución de la sociedad burguesa. ¿Cuál era el carácter de la vieja sociedad? Una palabra la caracteriza. El feudalismo. La vieja sociedad burguesa tenía inmediatamente un carácter político, es decir, los elementos de la vida burguesa como, por ejemplo, la posesión o la familia o el tipo y el modo del trabajo, se habían elevado al plano de elementos de la vida estatal, bajo la forma de la propiedad territorial, del estamento y de la corporación. Ellos determinaban en esta forma la relación del individuo hacia el conjunto del Estado, es decir, su relación política o, lo que es lo mismo, su relación de separación y exclusión respecto de las otras partes integrantes de la sociedad: pues aquella organización de la vida del pueblo no elevaba la propiedad, la posesión o el trabajo a la condición de elementos sociales sino que, más bien, llevaba a término su separación del conjunto del Estado y los constituía en sociedades especiales en la sociedad. No obstante, las funciones y condiciones de vida de la sociedad burguesa seguían siendo políticas, aunque políticas en el sentido del feudalismo; es decir, excluían al individuo del conjunto del Estado y convertían la relación especial de su corporación hacia el conjunto del Estado en su propia relación general hacia la vida del pueblo, así como convertían su determinada actividad y situación burguesa en su actividad y situación general. Como consecuencia de esta organización, la unidad del Estado aparece necesariamente como la conciencia, la voluntad y la actividad de la unidad del Estado, el poder general del Estado igualmente como incumbencia especial de un señor separado del pueblo y de sus servidores.
La revolución política, que derrocó este poder señorial y elevó los asuntos del Estado a asuntos del pueblo y constituyó el Estado político como asunto de incumbencia general, es decir, como Estado real, destruyó necesariamente todos los estamentos, corporaciones, gremios, privilegios, que eran también otras tantas expresiones de la separación del pueblo respecto de su comunidad. La revolución política suprimió, con ello, el carácter político de la sociedad burguesa. Rompió la sociedad burguesa en sus partes integrantes más simples, de una parte en los individuos y de otra en los elementos materiales y espirituales que conforman el contenido de vida, la situación civil de estos individuos. Desencadenó el espíritu político, que se hallaba como escindido, dividido y estancado en los diversos callejones de la sociedad feudal; lo aglutinó sacándolo de esta dispersión, lo liberó de su confusión con la vida civil y lo constituyó como la esfera de la comunidad, de la incumbencia general del pueblo en la independencia ideal con respecto a aquellos elementos especiales de la vida civil. La determinada actividad de vida y la situación de vida determinada descendieron hasta una significación puramente individual. Dejaron de conformar la relación general del individuo hacia el conjunto del Estado. La incumbencia pública como tal se convirtió ahora en incumbencia general de cada individuo y la función política en su función general.
Sólo que la plenitud del idealismo del Estado era al mismo tiempo la plenitud del materialismo de la sociedad burguesa. Al sacudirse el yugo político se sacudieron al mismo tiempo los vínculos que mantenían el espíritu egoísta de la sociedad burguesa. La emancipación política fue al mismo tiempo la emancipación de la sociedad burguesa con respecto a la política, su emancipación de la apariencia misma de un contenido general.
La sociedad feudal se había disuelto en su fundamento, en el hombre. Pero en el hombre tal y como realmente era su fundamento, en el hombre egoísta.
Este hombre, el miembro de la sociedad burguesa, es ahora la base, la premisa del Estado político. Y como tal es reconocido por él en los derechos humanos.
Pero la libertad del hombre egoísta y el reconocimiento de esta libertad es más bien el reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales que forman el contenido de su vida.
Por ello, el hombre no fue liberado de la religión sino que obtuvo la libertad religiosa. No se le liberó de la propiedad, obtuvo la libertad de propiedad. No fue liberado del egoísmo del oficio sino que obtuvo la libertad de industria.
La constitución del Estado político y la disolución de la sociedad burguesa en los individuos independientes —cuya relación es el Derecho, así como la relación entre los hombres de los estamentos y los gremios era el privilegio— se lleva a cabo en uno y el mismo acto. Pero el hombre en cuanto miembro de la sociedad burguesa es el hombre no político, aparece necesariamente como el hombre natural. Los droits de l’homme aparecen como droits naturels, pues la actividad autoconsciente se concentra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado pasivo, meramente encontrado, de la sociedad disuelta, objeto de la certeza inmediata y, por tanto, objeto natural. La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin revolucionar estas partes mismas ni someterlas a la crítica. Se comporta hacia la sociedad burguesa, hacia el mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses privados, del derecho privado, como hacia el fundamento de su existencia, como hacia una premisa que ya no está fundamentada y, por tanto, como ante su base natural. Finalmente, el hombre, en cuanto miembro de la sociedad burguesa, es considerado como el hombre propiamente tal, como el homme a diferencia del citoyen, por ser el hombre en su inmediata existencia sensible e individual, mientras que el hombre político sólo es el hombre abstraído, artificial, el hombre como una persona alegórica, moral. El hombre real sólo es reconocido en la forma del individuo egoísta, el verdadero hombre sólo bajo la forma del citoyen abstracto.
Rousseau describe acertadamente la abstracción del hombre político, cuando dice:
Celui qui ose entreprende d’instituer un peuple doit se sentir en état de changer pour ainsi dire la nature humaine, de transformer chaque individu, qui par lui-même est un tout parfait et solitaire, en partie d’un plus grand tout dont cet individu reçoive en quelque sorte sa vie et son être, de substituer une existence partielle et morale à l’existence physique et indépendante. Il faut qu’il ôte à l’homme ses forces propres pour lui en donner qui lui soient étrangères et dont il ne puisee faire usage sans le secours d’autri [Contrat social, lib. II, Londres, 1782, p. 67][77].
Toda emancipación es la recuperación del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo.
La emancipación política es la reducción del hombre, de una parte, a miembro de la sociedad burguesa, al individuo egoísta independiente y, de otra, al ciudadano del Estado, a la persona moral.
Sólo cuando el hombre individual real recupera en sí al ciudadano abstracto y se convierte como hombre individual en ser genérico, en su trabajo individual y en sus relaciones individuales, sólo cuando el hombre ha reconocido y organizado sus forces propres[78] como fuerzas sociales y cuando, por tanto, no separa ya de sí la fuerza social en la forma de fuer/а política, sólo entonces se lleva a cabo la emancipación humana.
[Bruno Bauer , Die Judenfrage, Braunschweig, 1843.]
II
CAPACIDAD DE LOS ACTUALES JUDÍOS Y CRISTIANOS PARA SER
LIBRES[79]
Bajo esta forma trata Bauer la relación de la religión judía y la cristiana, así como la relación de las mismas ante la crítica. Su relación ante la crítica es su relación hacia «la capacidad para llegar a ser libres».
De donde se desprende:
El cristiano sólo necesita superar una fase, a saber, su religión, para superar en general la religión, es decir, para llegar a ser libre; el judío, por el contrario, no sólo tiene que romper con su esencia judaica sino también con el desarrollo, con el acabamiento de su religión, con un desarrollo que le ha permanecido extraño [p. 71].
Así pues, Bauer convierte aquí la cuestión de la emancipación de los judíos en una cuestión puramente religiosa. El escrúpulo teológico de quién tiene mejores perspectivas para alcanzar la bienaventuranza, si el judío o el cristiano, se reitera ahora bajo la forma ilustrada: ¿cuál de los dos es más capaz de llegar a emanciparse? La pregunta ya no es, ciertamente: ¿hace el judaísmo o el cristianismo más libre al hombre?, sino más bien la contraria: ¿qué hace más libre al hombre, la negación del judaísmo o la negación del cristianismo?
Si quieren llegar a ser libres, los judíos no deben convertirse al cristianismo sino al cristianismo disuelto y a la religión disuelta en general, es decir, a la ilustración, a la crítica y su resultado, la humanidad libre [p. 70].
Se trata aún para el judío de una profesión de fe, sólo que no es ya ahora la del cristianismo sino la del cristianismo disuelto.
Bauer exige a los judíos que rompan con la esencia de la religión cristiana, exigencia que, como él mismo dice, no proviene del desarrollo de la esencia judía.
Después de que Bauer, al final de la Cuestión judía, concibió el judaísmo simplemente como la burda crítica religiosa del cristianismo, concediéndole por tanto «solamente» una significación religiosa, era de prever que también la emancipación de los judíos se convirtiera, para él, en un acto filosófico-teológico.
Bauer concibe la esencia abstracta ideal del judío, su religión, como toda su esencia. De ahí que concluya, con razón: «El judío no aporta nada a la humanidad cuando desprecia de por sí su ley limitada», cuando supera todo su judaísmo (p. 65).
La relación de los judíos y los cristianos es, por tanto, la siguiente: el único interés del cristiano en la emancipación del judío es un interés general humano, un interés teórico. El judaísmo es un hecho ofensivo para la mirada religiosa del cristiano. Tan pronto como su mirada deja de ser religiosa, deja de ser ofensivo este hecho. La emancipación del judío no es de por sí una tarea para el cristiano.
Por el contrario, el judío, para liberarse, no sólo tiene que llevar a cabo su propia tarea sino además y al mismo tiempo la del cristiano, la Crítica de los sinópticos y la Vida de Jesús, etc.
Ellos mismos deben abrir los ojos: tomarán su destino en sus propias manos, pero la historia no deja que nadie se burle de ella [p. 71].
Nosotros intentamos romper la formulación teológica de la cuestión. La pregunta por la capacidad del judío para emanciparse se nos convierte en la pregunta de cuál es el elemento social específico que hay que superar para superar el judaísmo. Pues la capacidad de emancipación del judío de hoy es la relación del judaísmo ante la emancipación del mundo de hoy. Esta relación se desprende necesariamente de la posición especial del judaísmo en el mundo esclavizado de nuestros días.
Consideremos el judío real mundano; el judío cotidiano, no el judío sabático, como hace Bauer.
No busquemos el misterio del judío en su religión sino el misterio de la religión en el judío real.
¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta.
¿Cuál es el culto secular del judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero.
Así pues, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestro tiempo.
Una organización de la sociedad que acabase con las premisas de la usura y, por tanto, con la posibilidad de la usura, haría imposible al judío. Su conciencia religiosa se disolvería como un vapor turbio en la atmósfera real de la sociedad. De otra parte: si el judío reconoce como nula esta su esencia práctica y trabaja por su anulación, trabaja desde su desarrollo anterior por la emancipación humana pura y simple y se vuelve contra la más alta expresión práctica suprema de la autoenajenación humana.
Reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial presente general que, por el desarrollo histórico, en el cual en este mal sentido los judíos colaboran celosamente, ha sido llevado hasta su clímax actual, llegado al cual necesariamente tiene que disolverse.
La emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad respecto del judaísmo.
El judío ya se ha emancipado a la manera judía. «El judío, que en Viena, por ejemplo, sólo es tolerado, determina por su poder monetario la suerte de todo el imperio». El judío, que puede carecer de derechos en el más pequeño de los Estados alemanes, decide la suerte de Europa.
Mientras que las corporaciones y los gremios cierran sus puertas al judío o no le miran con simpatía, la intrepidez de la industria se ríe de la tozudez de las instituciones medievales [B. Bauer, Cuestión judía, p. 114].
No es éste un hecho aislado. El judío se ha emancipado a la manera judaica, no sólo al apropiarse del poder del dinero sino por cuanto que a través de él y sin él el dinero se ha convertido en una potencia universal y el espíritu práctico judío en el espíritu práctico de los pueblos cristianos. Los judíos se han emancipado en la medida en que los cristianos se han hecho judíos.
Como informa, por ejemplo, el coronel Hamilton, el devoto habitante de Nueva Inglaterra, políticamente libre,
[…] es una especie de Laocoonte que no hace ni el menor esfuerzo para librarse de las serpientes que lo atenazan. Su ídolo es Mammón, al que no adora solamente con sus labios sino con todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu. La tierra no es a sus ojos más que una inmensa bolsa y estas gentes están convencidas de que no tienen en este mundo otra misión que el llegar a ser más ricas que sus vecinos. La usura se ha apoderado de todos sus pensamientos y su única diversión consiste en cambiar los objetos. Cuando viajan llevan a la espalda, por decirlo así, sus mercancías o su escritorio y sólo hablan de intereses y beneficios. Cuando por un momento apartan la mirada de sus negocios lo hacen para olfatear los de los otros.
Más aún, el predominio práctico del judaísmo sobre el mundo cristiano ha alcanzado en Norteamérica la expresión inequívoca y normal de que la prédica del evangelio mismo, de que el magisterio cristiano, se ha convertido en un artículo comercial, y el negociante quebrado que comerciaba con el evangelio se dedica a sus negocios, así como el evangelista enriquecido por pequeños negocios:
Tel que vous voyez à la tête d’une congrégation respectable a commencé par être marchand; son commerce étant tombé, il s’est fait ministre; cet autre a débuté par le sacerdoce, mais dés qu’il a eu quelque somme d’argent à sa disposition, il a laissé la chaire pour le négoce. Aux yeux d’un gran nombre, le ministère religieux est une véritable carrière industrielle [Beaumont, op. cit., pp. 185-186][80].
Según Bauer, constituye una circunstancia mentirosa el que en teoría se le nieguen al judío los derechos políticos mientras en la práctica posee un inmenso poder y ejerce su influencia política al por mayor aunque le sea menoscabada al detalle (Cuestión judía, p. 114).
La contradicción en que se encuentra el poder político práctico del judío con sus derechos políticos es, en general, la contradicción entre la política y el poder del dinero. Mientras que la primera predomina idealmente sobre la segunda, en la práctica se ha convertido en sierva suya.
El judaísmo se ha mantenido al lado del cristianismo no sólo como su crítica religiosa, no sólo como la duda incorporada en el origen religioso del cristianismo, sino igualmente porque el espíritu práctico judío, porque el judaísmo, se ha mantenido en la sociedad cristiana misma y ha alcanzado en ella incluso su máximo desarrollo. El judío, que figura en la sociedad burguesa como un miembro especial, no es sino la manifestación especial del judaísmo de la sociedad burguesa. El judaísmo no se ha conservado a pesar de la historia sino a través de la historia.
La sociedad burguesa engendra constantemente al judío desde sus propias entrañas.
¿Cuál era de por sí el fundamento de la religión judía? La necesidad práctica, el egoísmo.
El monoteísmo del judío es por ello en la realidad el politeísmo de las muchas necesidades, un politeísmo que convierte incluso el retrete en objeto de la ley divina. La necesidad práctica, el egoísmo, es el principio de la sociedad burguesa y se manifiesta como tal en toda su pureza tan pronto como la sociedad burguesa ha terminado de engendrar completamente de su seno el Estado político. El Dios de la necesidad práctica y del egoísmo es el dinero.
El dinero es el celoso Dios de Israel ante el cual no puede prevalecer ningún otro Dios. El dinero envilece a todos los dioses del hombre y los convierte en una mercancía. El dinero es el valor general de todas las cosas, constituido en sí mismo. Él ha despojado, por ello, al mundo entero de su valor peculiar, tanto al mundo de los hombres como a la naturaleza. El dinero es la esencia enajenada del trabajo y de la existencia del hombre, y esta esencia extraña lo domina y es adorada por él.
El Dios de los judíos se ha secularizado, se ha convertido en el Dios del mundo. El cambio es el Dios real del judío. Su Dios es solamente el cambio ilusorio.
La concepción que se tiene de la naturaleza bajo el imperio de la propiedad y el dinero es el desprecio real, la degradación práctica de la naturaleza, que en la religión judía existe ciertamente, pero sólo en la imaginación.
En este sentido, declara Thomas Münzer que es intolerable «que se haya convertido en propiedad a todas las criaturas, a los peces en el agua, a los pájaros en el aire y a las plantas en la tierra, pues también la criatura debe ser libre».
Lo que de un modo abstracto se halla implícito en la religión judía, el desprecio de la teoría, del arte, de la historia y del hombre como fin en sí, es el punto de vista consciente real, la virtud del hombre de dinero. La misma relación de la especie, la relación entre hombre y mujer, etc., se convierte en objeto de comercio. La mujer se convierte en objeto de negociación.
La nacionalidad quimérica del judío es la nacionalidad del comerciante, el hombre de dinero en general.
La ley insondable y sin fundamento del judío sólo es la caricatura religiosa de la moralidad y el derecho en general, sin fundamento e insondables, de los ritos puramente formales de que se rodea el mundo del egoísmo.
También aquí la suprema relación del hombre es la actitud legal, la relación hacia leyes que no rigen para él porque son leyes de su propia voluntad y esencia sino porque imperan y porque su infracción es vengada.
El jesuitismo judaico, ese mismo jesuitismo práctico que Bauer pone de relieve en el Talmud, es la relación del mundo del egoísmo hacia las leyes que lo dominan, cuya astuta elusion constituye el arte fundamental de este mundo.
Más aún, el movimiento de este mundo en el interior de sus leyes es necesariamente una superación permanente de la ley.
El judaísmo no pudo continuar desarrollándose como religión, no pudo seguirse desarrollando teóricamente, porque la concepción del mundo de la necesidad práctica es por su naturaleza limitada y se agota en unos cuantos rasgos.
La religión de la necesidad práctica no podía, según su esencia, encontrar su plenitud en la teoría sino solamente en la práctica, precisamente porque la práctica es su verdad.
El judaísmo no podía crear un mundo nuevo; sólo podía atraer las nuevas creaciones y las nuevas relaciones del mundo a la órbita de su industriosidad, porque la necesidad práctica, cuya inteligencia es el egoísmo, se comporta pasivamente y no se amplía a voluntad sino que se encuentra ampliada con el sucesivo desarrollo de las circunstancias sociales.
El judaísmo alcanza su plenitud con la de la sociedad burguesa, pero la sociedad burguesa sólo llega a su plenitud en el mundo cristiano. Sólo bajo el dominio del cristianismo, que convierte en relaciones puramente externas al hombre todas las relaciones nacionales, naturales, morales y teóricas, podía la sociedad burguesa separarse totalmente de la vida del Estado, desgarrar todos los vínculos genéricos del hombre, suplantar estos vínculos genéricos por el egoísmo, por la necesidad egoísta, disolver el mundo de los hombres en un mundo de individuos atomizados que se enfrentan los unos a los otros hostilmente.
El cristianismo ha surgido del judaísmo. Y ha vuelto a disolverse en él. El cristiano era desde el principio el judío teorizante; el judío es por ello el cristiano práctico y el cristiano práctico se ha vuelto de nuevo judío.
El cristianismo había superado sólo en apariencia el judaísmo real. Era demasiado noble, demasiado espiritualista, para eliminar la rudeza de las necesidades prácticas de otra manera que elevándolas al reino de las nubes.
El cristianismo es el pensamiento sublime del judaísmo, el judaísmo es la aplicación práctica vulgar del cristianismo, pero esta aplicación sólo podía generalizarse una vez que el cristianismo, como la religión ya terminada, hubiera llevado a la plenitud teóricamente la autoenajenación del hombre respecto de sí mismo y de la naturaleza.
Sólo entonces podía el judaísmo llegar a la dominación general y enajenar al hombre enajenado y a la naturaleza enajenada, convertirlos en cosas enajenables, en objetos entregados a la servidumbre de la necesidad egoísta, a la usura.
La venta es la práctica de la enajenación. Así como el hombre, mientras está sujeto a las ataduras religiosas, sólo sabe objetivar su esencia convirtiéndola en un ser fantástico ajeno a él, así también sólo puede comportarse prácticamente, sólo puede producir prácticamente objetos, bajo el imperio de la necesidad egoísta, poniendo sus productos y su actividad bajo el imperio de un ser ajeno y confiriéndoles la significación de un ser ajeno, el dinero.
El egoísmo cristiano de la bienaventuranza se trueca necesariamente en su práctica plena en el egoísmo corporal del judío, la necesidad celestial en la terrenal, el subjetivismo en la utilidad egoísta. No explicamos la tenacidad del judío partiendo de su religión sino, más bien, del fundamento humano de su religión, de la necesidad práctica, del egoísmo.
Porque, en general, la esencia real del judío se ha realizado y secularizado en la sociedad burguesa, por ello la sociedad burguesa no ha podido convencer al judío de la irrealidad de su esencia religiosa, que no es justamente sino la concepción ideal de la necesidad práctica. Así pues, no es, por tanto, en el Pentateuco o en el Talmud sino en la sociedad actual donde encontramos la esencia del judío de hoy, no como un ser abstracto sino como un ser altamente empírico, no sólo como la limitación del judío sino como la limitación judaica de la sociedad.
Tan pronto le sea posible a la sociedad acabar con la esencia empírica del judaísmo, con la usura y sus premisas, será imposible el judío, porque su conciencia carecerá ya de objeto, porque la base subjetiva del judaísmo, la necesidad práctica, se habrá humanizado, porque se habrá superado el conflicto entre la existencia individual sensible y la existencia genérica del hombre.
La emancipación social del judío es la emancipación de la sociedad respecto del judaísmo.
[Bruno Bauer , Die Fahigkeit der heutigen Juden und Christen, frei zu werden.
Veintiún pliegos desde Suiza. Editados por Georg Herwegh. Zurich y Winterthur, 1843, pp. 56-71.]