ESTUDIO INTRODUCTORIO A LA CUESTIÓN JUDÍA,
DE BRUNO BAUER Y KARL MARX
1. La Cuestión Judía de Bruno Bauer ha pasado a la historia como un texto del que muchos hablan y pocos leen. Conocemos, sí, la respuesta de Marx que, debido al renombre de su autor, ha conseguido eclipsar totalmente la pregunta a la que responde. Y la pregunta no es sino el texto de Bruno Bauer. Estamos tan convencidos de que lo importante es el discurso marxiano que no sentimos la curiosidad de saber si ese discurso responde a los problemas que plantea Bauer o si éste es sólo una ocasión que aprovecha Marx para hacernos oír su voz sobre las preocupaciones políticas y filosóficas que le ocupaban hacia 1843-1844.
Sintomático de este desinterés histórico es el contraste entre las muchas ediciones en alemán de Sobre la Cuestión Judía (Zur Judenfrage), de Marx, y el estancamiento de la obra de Bauer, La Cuestión Judía (Die Judenfrage), en su primera edición. En castellano la cuestión es todavía más sangrante puesto que escasean las traducciones de los textos de Bauer y no es fácil dar con ellos.
Lo que esta edición ofrece son los dos textos de Bauer en castellano y una nueva traducción del marxiano. Estamos convencidos de que la respuesta de Marx adquiere nueva luz vista desde el texto que quiere responder y también de que la postura de Bruno Bauer es algo más que ocasión para que Marx despliegue su discurso.
Bruno Bauer (1809-1882), «el más radical de los críticos de la religión y el más conservador de los jóvenes hegelianos», es una compleja personalidad muy presente en la Alemania intelectual del Vormarz o tiempo de la Restauración que va desde el Congreso de Viena de 1815 a la Revolución de marzo de 1848. Teólogo protestante y filósofo hegeliano, comenzó su carrera buscando una mediación entre filosofía y religión en base a un método especulativo y ortodoxo. Pronto se convenció de que así no conseguía poner científicamente en evidencia lo histórico del cristianismo. Se dedicó entonces a una crítica sin contemplaciones de la filosofía hegeliana y de la historia protestante, apoyándose en un método crítico cuyo lema era: «hay que acabar con la teología». Esa crítica, que le costó la cátedra en Berlín y luego la docencia en Bonn, era eminentemente idealista. Pese a algún escarceo con la política práctica lo suyo era una revolución del espíritu. Expresión de ese compromiso teológico-político es el escrito La Cuestión Judía. En otro escrito, Senderos de la crítica pura (Feídzüge der reinen Kritik), expone lo que entiende por crítica. Después de enfrentarse a toda representación positiva del cristianismo, la toma con la crítica atea que él ha practicado y con la negación abstracta del ateísmo, porque la crítica tenía que enfrentarse a todo, incluso a sí misma. Fiel a ese método podía ver en la Revolución Francesa el inicio de la libertad y también su negación. Aunque su carrera está surcada por los mismos quiebros que augura la radicalidad de su crítica, hay, sin embargo, un hilo conductor: crítica radical del cristianismo y voluntad de secularizar sus contenidos en la perspectiva de una nueva interpretación de Europa. El nuevo humanismo que persigue nace en el preciso momento en que muere Dios, una idea que heredará Nietzsche. Frustrados sus proyectos académicos y colocado en un rincón de la historia por críticas como las del propio Marx, antiguo amigo y hasta discípulo (de él había aprendido Marx la significación del Segundo Isaías, por ejemplo), Bauer se sintió siempre como el hombre libre por excelencia, presto a pagar el precio del aislamiento por una conocimiento científico que llevaba a la conciencia de la libertad por el camino de la autocrítica. Dada la centralidad de la religión o, mejor, de la crítica política de la religión, Bruno Bauer puede ser considerado una figura particular de la teología-política.
Cuando escribe Die Judenfrage (1843) Bauer ya ha roto los puentes o, mejor, se los han roto: en 1842 le retiran la venia legendi como profesor de teología de la Universidad de Bonn y escribe en el Rheinische Zeitung, el periódico de oposición más importante, cuyo redactor jefe era su antiguo discípulo Karl Marx. La réplica de Marx sobreviene poco después cuando éste ha declarado la guerra al antiguo amigo y maestro.
2. En La Cuestión Judía Bauer es consciente de que vive un tiempo de crisis en el que lo viejo debe morir para que nazca lo nuevo. A esa conciencia él la llama Kritik, con lo que pensarse es pensar su tiempo. Como lo que está en crisis es la política o, más exactamente, la figura del Estado alemán, un Estado cristiano, la crítica filosófica acaba siendo una teología política[1]. La raíz polémica de la crisis moderna estaría en la relación entre el Estado y la religión.
¿Por qué entonces La Cuestión Judía? Parecería más lógico un libro sobre La Cuestión Cristiana ya que la confesión del Estado en ese Vormarz no era la judía sino la protestante. La razón no hay que buscarla en una especie de ajuste de cuentas con el judaísmo, propio de un espíritu antisemita, aspecto éste sobre el que luego volveremos, sino en otras razones más circunstanciales. La cuestión judía era un tema candente que ocupaba a la opinión pública y era también un asunto al que difícilmente podía escapar un joven hegeliano ya que ahí se daban cita todos los componentes de la filosofía hegeliana: la política, la religión y la filosofía.
Lo que estaba en juego era la «emancipación» de los judíos, esto es, el reconocimiento de los derechos políticos y cívicos que los judíos habían perdido, tras la derrota de Napoleón, en 1815. El término de «emancipación» tenía en ese momento un peso específico: era la respuesta racional a los problemas políticos planteados por la disolución del «ancien régime», basado en un orden estamental. La disolución de ese mundo da origen, por un lado, a un poder centralizador y soberano y por otro, a una masa de gente, formalmente libres (porque pueden disponer libremente de su fuerza de trabajo) e iguales (porque ninguno pinta nada ante el soberano). El espacio político en el que se mueve esa masa de gente no se resigna a una interpretación empobrecedora de su libertad e igualdad, sino que pugna por la conquista de los derechos ciudadanos. La «emancipación» es el reconocimiento de que la gente de la sociedad civil son los sujetos de los derechos ciudadanos.
El hecho de que los judíos sean parte de esa gente a los que se les niegan los derechos políticos explica que estemos ante un problema sin resolver. Es el problema judío.
Bruno Bauer señala como clave del problema el trasfondo religioso. Conviene leer en paralelo el texto relativo a los judíos con otro, contemporáneo, dedicado a los cristianos y titulado Das endeckte Christentum, texto destruido antes de su publicación, pero del que se conservó una copia[2]. La crítica al cristianismo no es ahí menos radical que la que se hace al judaísmo en el texto que nos ocupa.
Lo que se desprende de ambos textos es que, para Bauer, la religión es el principio de la exclusión y eso vale para el judaísmo y el cristianismo, pero más para éste que para aquél. La diferencia es que, para el judío, el no-judío es un gentil, mientras que para el cristiano, el no-cristiano pierde la condición humana. Es verdad que, a primera vista, el cristianismo representa una forma de universalismo. Como dice Pablo «ya no hay más judío ni griego, ni esclavo ni libre, varón y hembra, pues todos vosotros hacéis todos uno» (Gal 3, 28). El cristianismo universaliza la promesa hecha otrora al pueblo judío y convierte, como dirá Hegel, a cualquier pueblo en candidato para «pueblo elegido». Ahora bien, la universalidad de la que se nos habla, señala Bauer, es muy particular: «la universalidad religiosa». El cristianismo, en efecto, abre las puertas de su credo a cualquier ser humano. Pero ¿en qué consiste esa apertura? En acceder a un club en el que se entra libremente pero que gestiona en exclusiva la posibilidad de realizarse como hombre. El cristianismo es, por eso, profundamente ambiguo porque al tiempo que presenta el bautismo (es decir, la incorporación a la comunidad de creyentes) como un acto libre, predica con claridad que esa incorporación es la vía para una vida humana plenamente lograda. La conclusión es que quien no sea cristiano queda excluido de la humanidad del hombre y está condenado al fracaso existencial. Si el judío excluye a los demás de la elección, el cristianismo lo hace de la condición humana, por eso su exclusión es mayor. El universalismo cristiano excluye al hombre. Si el cristianismo se presenta como la superación del judaísmo, hay que concederle que tiene razón en asuntos de exclusiones: lo suyo es la exclusión universal. «Que la inhumanidad haya llegado más lejos en el cristianismo que en ninguna otra religión y haya alcanzado estas cimas, se debe al hecho de que había concebido el concepto de humanidad de una manera ilimitada. Al identificarse religiosamente con él condena al ser humano, que sólo quiera ser eso, a la inhumanidad[3]».
El cristianismo, gracias a su universalidad religiosa, inaugura la dialéctica humano-inhumano, de la que tomará buena nota Carl Schmitt, hasta llegar a la definición de la política como «enfrentamiento entre el amigo y el enemigo». Massimiliano Tomba, en su excelente introducción, evoca un texto de san Bernardo que ratifica esta constante del cristianismo: «in morte pagani christianus gloriatur quia Christus gloriatur» (M. Tomba, 2004, 15). La muerte del pagano es un timbre de gloria para el cristiano porque es de por sí un enemigo de Cristo.
La crítica a la religión de Bauer tiene una intencionalidad política. El principio de exclusión, consubstancial a la religión, contamina la política. Queda por saber si la contaminación afecta sólo al Estado cristiano o alcanza a la figura misma del Estado porque, como luego dirá Nietzsche, la autoridad del Estado le viene de la religión hasta el punto de que «si desapareciera la religión, el Estado perdería su antiguo velo de Isis y no incitaría a reverencia alguna» (Tomba, 2004, 17). Esta fluidez entre religión y política que permite considerar «religiosa» la autoridad del Estado, incluso la del Estado laico, es un dato del que tomará buena nota el polemista Karl Marx en su respuesta a Bauer.
3. Ya hemos dicho que Bauer es la pregunta a la que responde Marx. Habría que matizar esta afirmación diciendo que también el escrito de Bauer es la respuesta a unos provocadores artículos de Carl H. Hermes, publicados en el diario Kolnische Zeitung, en 1842. Este defensor de la política conservadora de Federico Guillermo IV rechaza contundentemente el reconocimiento de los derechos políticos a los judíos argumentando que no hay más Estado posible que el cristiano y en éste no tienen cabida sus enemigos, es decir, los judíos. Esta tesis es el detonante de un escrito apasionado que pasamos a analizar ahora.
3.1. Para empezar, Bruno se plantea la emancipación de los judíos, con seriedad pero sin complacencia. Eso quiere decir que si el obstáculo es la religión, habrá que sacar todas las consecuencias institucionales y personales, como enseguida veremos.
Prueba de que su apuesta por la emancipación de los judíos no es complaciente es echarles en cara desde los primeros párrafos sus escasos merecimientos: han sido opresores cuando han podido y han ido a contracorriente de la historia sin renunciar a sus logros. Ahí está el caso de España, de la que se les expulsó injustamente. Que no vengan ahora lamentándose de la decadencia de España porque ellos, de haberse quedado, no hubieran movido un dedo para impedirla. Y el caso de Polonia: les dieron la mano y se tomaron el pie. Les permitieron abrir destilerías y se han apoderado de la cerveza. La cosa tiene a sus ojos gran importancia porque en la cerveza «radica la fuerza moral de sus habitantes», de suerte que apoderarse de la cerveza es como apropiarse del alma polaca. Menos mal que Bauer, llegado a este punto, se pregunta cómo es que los polacos han podido colocar su almario en una jarra de cerveza, pero, dicho esto, afea el comportamiento de los judíos que nada hicieron para impedir la reducción de un alma colectiva a un barril de cerveza. Y ya, lanzado a la crítica, les recuerda que poco han aportado a la historia del arte, poco han aprendido del sufrimiento, y nula es su habilidad para relacionarse con los demás pueblos[4].
3.2. Pese a todo tienen derecho a exigir la emancipación. El problema es cómo. Estamos en Alemania, que a la sazón dispone de un Estado confesional. ¿Consistirá la solución en admitirles en el club de ciudadanos, reservado hasta ahora a los cristianos? Es el camino de la asimilación que desde Mendelssohn tantos judíos han recorrido, una vez que habían interiorizado, contra el propio Mendelssohn, que no se podía ser al mismo tiempo judío y moderno.
Antes de responder a la pregunta, Bruno Bauer recuerda cómo han sido las relaciones entre judíos y cristianos. El cristianismo se presenta en la historia como el cumplimiento del judaísmo, siendo aquél la preparación de éste. Lo que en verdad cumplimenta o acaba el cristianismo es la desconfianza en el hombre y en el mundo ya insinuada en el judaísmo: si el judaísmo no se fía de los demás pueblos, el cristianismo desconfía del hombre en cuanto hombre. La razón es que, aunque cualquier hombre pueda acceder a los bienes sobrenaturales que predica, sólo los logra haciéndose cristiano, de suerte que el no cristiano se frustrará como hombre porque el fin propio del hombre es sobrenatural. Esta lógica se ve muy bien a propósito de los alimentos: para el judío los hay puros e impuros; para el cristiano todos son puros, pero ninguno vale nada, pues el único alimento capaz de satisfacer las necesidades del hombre es… espiritual.
Con este razonamiento Bauer quiere llegar al punto de afirmar que la emancipación de los judíos no puede consistir en entrar en el club de los ciudadanos cristianos porque allí la emancipación ciudadana brilla por su ausencia. En un Estado confesionalmente cristiano ni los cristianos son ciudadanos.
Para que no parezca excesiva su crítica al Estado cristiano, echa mano de un judío converso, W.B. Fränkel, autor de La imposibilidad de la emancipación de los judíos en el Estado cristiano, 1842. El autor sostiene que el Estado cristiano puede admitir al judío tan sólo si se presenta como hombre, es decir, si rompe con sus raíces. Si el Estado cristiano prefiere al hombre judío, es decir, al sujeto humano despojado de su creencia, no es porque apueste por el sujeto humano autónomo (como haría el Natán de Lessing), sino porque el ser judío es incompatible con la ciudadanía. Otro tanto ocurre con el judío como pueblo. De nada vale proclamarse pueblo elegido, ni tampoco universalizar la elección, porque para el Estado cristiano todas las nacionalidades son insignificantes porque «sólo quiere una, una nacionalidad maravillosa: aquella en la que palidece toda nacionalidad real y toda otra nacionalidad quimérica» (vide infra, p. 55), a saber, la comunidad de creyentes.
Los judíos, por tanto, nada tienen que buscar en el Estado cristiano porque las relaciones entre judíos y cristianos son de exclusión. Tan es así que esa relación inspira la definición de la política como enfrentamiento entre amigo-enemigo[5].
El carácter excluyente de la religión afecta al Antiguo y al Nuevo Testamento. Bauer se hace eco de la opinión de quienes piensan que un Estado confesional es incompatible con el Evangelio, opinión a la que se apuntará el mismo Marx cuando dice «que el Estado cristiano es la negación cristiana del Estado». Nada de eso dice Bauer: la exclusión está dada en los Evangelios que prescriben «La negación sobrenatural de sí mismo, la sumisión a la autoridad de la revelación, que uno se aparte del Estado, la supresión de las relaciones laicas» (vide infra, p. 57), es decir, en el Evangelio están dadas la sumisión a la autoridad, la negación de la soberanía de la voluntad popular y la consideración de los derechos como privilegios.
De lo dicho se deduce que un Estado confesional, como era el alemán, tenía que excluir a lo no-cristiano. En buena lógica cabría deducir de este planteamiento que si el Estado confesional era excluyente no tenía por qué serlo un Estado laico. La solución a la cuestión judía sería entonces un Estado laico. Esa era la postura que mantenían los liberales, postura compartida en 1842 por el propio Bauer cuando contraponía al Estado cristiano «el verdadero Estado liberal[6]». Esta posición estaría muy cerca de nuestra mentalidad: los Estados laicos son religiosamente neutrales y por tanto, no tienen problema alguno en que judíos, cristianos o ateos sean ciudadanos.
Lo que le lleva a cambiar de opinión es el alcance de la religión que no se para en el límite de las creencias sino que contamina lo que está fuera de ella, es decir, el vasto mundo del Estado, también del Estado laico. Todo Estado es excluyente y, en ese sentido, «religioso». Las razones de la exclusión son fluctuantes: tan pronto se colocan en la estructura amigo-enemigo que le caracteriza, como en el hecho de que dejan subsistir a la religión como «asunto privado», sin olvidar la complicidad entre Estado y Ley. Expliquemos esto. Un Estado es una comunidad basada en la sangre y en la tierra que se enfrenta a otra comunidad conformada por su tierra y su sangre. Ahí ya está servido el principio de la exclusión, independientemente de si es o no es confesional. Otro tanto ocurre con la reducción de la religión a la sacristía que pretende el Estado laico. En el caso de que la religión sea la que profesa la mayoría de la población, saldrá de la sacristía y acabará condicionando la vida de todos. Es lo que está pasando en Francia. De poco ha servido la Revolución de julio de 1840, con su anuncio de que el Estado se emancipa de la religión. Como el cristianismo es mayoritario los diputados cristianos están imponiendo leyes confesionales que no respetan la neutralidad del Estado[7]. Finalmente, el papel de la ley: un Estado gobierna a golpe de leyes. La ley toma un determinado momento de la vida de un pueblo y lo absolutiza en el sentido de que lo convierte en norma para otros momentos. Toda ley supone de alguna manera un atentado al principio de la vida social, que no eterniza un momento sino que lo supera en el tiempo.
En todas esas explicaciones hay un momento de exclusión: del otro, del minoritario, de lo que ha de venir. Lo misterioso es que llame a eso «religioso». Bauer lo explicaría diciendo que si la religión es exclusión, toda exclusión es religiosa. La ecuación sólo tendría sentido si no hubiera más formas de exclusión que las que procedieran de la religión, pero ya vemos que no es así. Si a pesar de todo Bauer insiste es porque entiende que la exclusión religiosa es un exceso que ilumina otras formas más encubiertas de exclusión. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera porque Marx va a heredar este planteamiento, tomando lo definido por la definición. Conviene tenerlo en cuenta para entender la lógica de su razonamiento.
Pero algo se está moviendo: los judíos desean y se movilizan por la emancipación; y hay cristianos que están por la labor. Tras lo dicho, la solución no puede consistir en una integración de los judíos en el club privado del Estado cristiano porque en ese Estado ni los cristianos son ciudadanos, es decir, no son sujetos de derechos aunque disfruten de privilegios que no tienen los demás. Antes de entrar en la propuesta de Bruno Bauer, conviene repasar el segundo escrito de Bauer al que se refiere Marx en su respuesta a La Cuestión Judía.
3.3. Tiene por título «La capacidad de ser libre de los judíos y cristianos de hoy», escrito en 1843.
Bajo el señuelo de la «cuestión judía» lo que se ventila es un hecho mayor, el de la emancipación de un pueblo, entendiendo por tal no sólo sacudirse el yugo que le esclaviza sino también el acceso a las libertades que les pertenecen. La emancipación es al tiempo liberación de la esclavitud y conquista de derechos.
Esto no es un asunto exclusivo de judíos. Afecta a los judíos y también a los cristianos porque unos y otros se han colocado fuera de los límites de una subjetividad humana capaz de convertirse en sujeto de los derechos cívicos. Los cristianos se bautizan porque sin ese gesto no consiguen medios adecuados para lograrse, dado que su fin es supernatural; los judíos, por su parte, se circuncidan, colocándose así fuera de la condición humana, dando a entender que éste es un lugar insuficiente para las aspiraciones de un pueblo que se cree elegido.
Unos y otros se han colocado fuera de la subjetividad moderna. La pregunta que entonces se hace Bauer es: ¿quién lo tiene más fácil a la hora de conectar con esa subjetividad emancipada, es decir, a la hora de desembarazarse de lo que les oprime y de alcanzar lo que les pertenece?
La respuesta de Bauer es que lo tienen mejor los cristianos por las siguientes razones. En primer lugar, porque ellos han protagonizado la crítica ilustrada de la religión y eso es un punto ya que han reconocido cuál es el origen de todos los problemas. En segundo lugar, porque de sus filas han salido los que han elaborado la teoría de una esencia humana común y anterior a toda diferencia. Es el Natán de Lessing el que se pregunta: «¿no somos acaso hombres antes que judíos, cristianos o musulmanes?». En tercer lugar, porque la Ilustración hunde sus raíces en el cristianismo, es decir, es en buena medida una secularización del cristianismo. Es verdad, señala al final, que hay que distinguir entre católicos y protestantes. Los primeros, muy sensibles a la dimensión política e histórica del cristianismo, están predispuestos a la crítica de la religión si ésta opta por una facción política opuesta; pero también es verdad que su crítica tiende a ser superficial, pues está en función de intereses coyunturales. Los protestantes, por el contrario, son más reacios a la crítica de la religión porque se lo creen más, pero tienen la ventaja de que cuando dan el paso van al fondo y por eso son los críticos más radicales de la religión.
Lo que se desprende de este planteamiento es que la Ilustración es poscristiana porque es secularización del cristianismo, particularmente de su idea de humanidad. Claro que éste también es lo contrario: la negación de la humanidad del hombre, es decir, la expresión de la in-humanidad porque cifra lo propio del hombre en una esencia divina que condena lo profano a la inhumanidad. Pero pese a todo, o gracias a esto, el cristianismo ha introducido una dinámica de universalidad que le trasciende. En definitiva, el cristianismo lo tiene más fácil que el judaísmo porque para emanciparse le basta abandonar su fe, mientras que el judío tiene que romper con sus raíces. El cristiano sólo tiene que pasar de la creencia a la secularización de esa creencia, mientras que el judío tiene que adaptarse a una cultura social y política, a un mundo de valores que son extraños a su tradición. Para emanciparse no le basta la asimilación sino que se le exige una integración que sólo es posible negándose como judío.
3.4. Es hora de volver a la propuesta de Bauer para resolver la cuestión judía. La podemos resumir en los siguientes puntos:
1.º La emancipación no es una cuestión de judíos, sino de judíos y cristianos, es decir, afecta a todo el mundo porque en un Estado cristiano nadie es ciudadano, ni siquiera ese cristiano al que se le reconocen todos los derechos cívicos. La razón de esa incapacidad hay buscarla en la religión. La religión es un asunto fundamental para Bauer tanto en su fase de profesor de teología como en la de ateo militante. La crítica de la religión era para la izquierda hegeliana el principio de toda crítica. Para Bauer, como para Marx, el Feuer-bach (literalmente «arroyo de fuego») de La esencia del cristianismo era un camino obligado. Pues bien, lo problemático de la religión es la exclusión. No sabe afirmarse sin negar al otro: el judío niega a los demás hombres en nombre de la elección; el cristianismo niega la humanidad del hombre en nombre de la supernaturalidad a la que está llamado so pena de frustrarse como hombre. Un Estado basado en esa premisa está abocado a entender la política como un enfrentamiento entre hombres (de ahí el interés de Schmitt por Bauer) y como negación de lo público, esto es, de un bien común humano —de ahí aquello de Tertuliano, «nec ulla magis res aliena quam publica[8]» (nada más ajeno a la religión que lo público).
Si queremos hablar de un Estado que represente la emancipación política del hombre, hay que eliminar en él lo que excluya, esto es, la religión. Y esto afecta, por supuesto, al Estado y también al hombre. El ciudadano emancipado sólo puede darse en un Estado que destierre la religión, incluso del ámbito privado, y entre individuos que renuncien a la religión.
2.° Si hubo un momento, hacia 1842, en el que Bauer identificaba ese Estado liberado de la religión con un Estado laico o liberal, pronto desecha la idea porque ese Estado reconocía un lugar a la religión al declararla «asunto privado». Ahora bien, por mucho que un Estado laico declare a la religión «asunto privado», si esa religión es de la mayoría acabará contaminando al Estado y recuperando, aunque sea oficiosamente, el carácter de religión de Estado. Es lo que pasa en Francia, tras la Revolución de Julio. Se ha proclamado solemnemente la emancipación del Estado respecto a la religión, pero en la Asamblea Nacional se fabrican leyes que elevan a derecho el hecho de ser una mayoría católica: se hace del día santo cristiano, el domingo, día de descanso porque es lo que corresponde a un país de mayoría católica.
Decididamente hay que hablar de un Estado sin religión y eso le lleva a pensar una política sin Estado. El Estado, incluso uno ateo, es «religioso». Bauer se adelanta a lo que luego dirá Nietzsche: «la creencia en un orden divino de las cosas políticas, en un misterio en la existencia del Estado, es de origen religioso: si la religión desaparece, el Estado perderá irremisiblemente su antiguo velo de Iris y ya no infundirá respeto[9]». El Estado recibe de la religión el reconocimiento de valor absoluto; sin la religión pierde esa autoridad y por tanto, su razón de ser. ¿Qué es lo insoportable de esa autoridad del Estado? Su actividad legislativa, dirá Bauer. El Estado ejerce mediante leyes que son de obligado cumplimiento por todos y para siempre (mientras no sean sustituidas por otras). Eso, bien mirado, es una operación temeraria, pues lo que se pretende es absolutizar un momento de modo y manera que lo que es bueno o conveniente en un momento y en unas circunstancias debe serlo en todas y para siempre. La ley, con esas pretensiones, niega la vitalidad de la vida, el flujo cambiante del tiempo y sobre todo, la capacidad creativa de la subjetividad. Si identificamos ley con derecho corremos el peligro de concebir los derechos políticos como regalos de la autoridad y no como conquistas del sujeto[10]. En eso el Estado es religioso, es como la religión.
Nada extraño entonces que Bauer concitara la animadversión de todos los sectores: la de los cristianos, porque se les identificaba con la exclusión; la de los judíos, porque se les consideraba incapaces de luchar por sus derechos; la de los antijudíos, porque con la crítica al cristianismo se hacía el juego a los judíos; la de los liberales, porque no se valoraba la universalidad de su neutralidad religiosa… Bauer, por su parte y pese a toda la marginación de la que era objeto, tenía clara conciencia de su aportación a la crítica de su tiempo. Había sabido mostrar con argumentos de peso el carácter excluyente de la religión, una exclusión que alcanzaba a las creencias pero también al mismo Estado.
3.° Si todos, judíos y cristianos, tienen ante sí la tarea de conquistar los derechos ciudadanos, no todos están en las mismas circunstancias. A primera vista lo tienen más fácil los cristianos porque el mundo emancipado ha salido de sus filas. Los críticos de la religión vienen del cristianismo y la Ilustración es una secularización del cristianismo. Si la modernidad es poscristiana, el cristiano de alguna manera se siente en casa siendo moderno, basta que arregle sus cuentas con la religión. El judío lo tiene más difícil. Pese a los esfuerzos de Moses Mendelssohn por conciliar judaísmo y modernidad, lo cierto es que el judío ha tenido en un momento u otro de vida que enfrentarse a la disyuntiva de ser moderno o de ser judío. Para ser moderno no quedaba más camino que la asimilación.
Tenía, pues, ventaja el cristiano; le bastaba arreglar sus cuentas con la religión y zambullirse en un mundo cuya escala de valores y referentes sociales eran (pos)cristianos: ¿día de descanso?, el domingo; ¿fiestas?, las suyas; ¿calendario?, el gregoriano; ¿valores sociales?, los propios de una sociedad protestante, etc. También tenía un inconveniente: confundir emancipación con cristianismo secularizado, sintiéndose liberado de la tarea de conquistar la libertad y de crear un mundo nuevo (una nueva política, una nueva ética) a partir de su subjetividad libre.
Inversa era la situación del judío: para ser moderno tenía que romper con sus raíces. No le bastaba con cambiar a Jesús por Moisés, tenía que integrarse en una cultura cuyos contenidos, y no sólo los culinarios, le producían «duelos y quebrantos». Pero, a cambio, tenía la ventaja de no llamarse a engaño: la emancipación no era la cómoda inserción en un mundo muy parecido al anterior, sino una recreación.
4.º Bruno Bauer es portador de una teología política que pone el acento en la conciencia, de ahí que Marx descalifique luego esta estrategia por «idealista». La razón hay que buscarla en la convicción de los jóvenes hegelianos según la cual el principio de toda emancipación es la crítica de la religión. Cualquier categoría asociada al concepto de universalidad, como por ejemplo «emancipación», tenía que saldar sus cuentas con la raíz de toda exclusión e intolerancia, a saber, la religión.
La consecuencia política de este primado de la subjetividad autónoma era, por un lado, entender la libertad y los derechos del hombre como una conquista y no como una concesión del Estado, porque entonces el derecho se convierte en un privilegio y eso es como pan para hoy y hambre para mañana. Si son concedidos pueden ser negados. Los derechos deben ser conquistados, mejor dicho, han tenido que ser conquistados porque no son naturales ni eternos. Prueba de que no son eternos es que «la idea de derechos humanos ha sido descubierta el siglo pasado»; y de que no son naturales, sino históricos, es que han tenido que ser conquistados en dura lucha «contra las tradiciones históricas». Muy a pesar de lo que dice la Déclaration de 1789, el hombre no nace libre, ni igual, sino que se hace igual y libre a base de un esfuerzo que nace de la propia conciencia y en contra de lo que dicen y hacen las tradiciones, particularmente las religiosas. Los llamados derechos humanos no son «regalo de la naturaleza», sino «el premio del esfuerzo[11]». Como se ve, el «idealismo» de Bauer no le impide criticar la dominante interpretación de los derechos humanos, tan idealista ella, pues se empeña en afirmar que los hombres nacen libres e iguales cuando la verdad es que nacen desiguales y, la mayoría, no libres.
La segunda consecuencia de esta subjetividad autónoma es la crítica de cualquier forma política —el Estado, por ejemplo— que no sea entendida como emanación de la libre voluntad de los ciudadanos. Con esto Bauer inicia una crítica que no se limita al Estado cristiano, que no se para en el Estado emancipado, sino que alcanza al Estado en cuanto tal[12].
5.º Decíamos que Bruno Bauer es considerado «el más radical de los críticos de la religión y el más conservador de los jóvenes hegelianos». Cuando se erige la Kritik en forma de pensar no hay descanso posible. Acompañará a la Revolución Francesa en la demolición de los privilegios del «ancien régime», pero no se quedará de brazos cruzados cuando esta Revolución funde nuevos privilegios o haya quien se busque la vida al margen de ese movimiento de la historia para mantener y prolongar el mundo de ayer. Bruno se pone del lado de la Convention que en 1774 declaraba: «l’humanité consiste à exterminer ses ennemis». Es como si Bauer sólo considerara sujeto humano al que se libera del yugo de la esclavitud y lucha por la conquista de sus derechos, es decir, que «sólo posee libertad quien la conquista y la merece[13]». Ahora bien, si la libertad sólo puede ser conquistada y no regalada, aquel que no luche por ella queda a merced de quien se expone por ella o, dicho de otra manera, quien lucha por la libertad está legitimado para imponerse a los demás. Con esta reinterpretación de la dialéctica amo-esclavo de Hegel, este discípulo suyo abre un peligroso capítulo de lo que se ha llamado «la dictadura republicana». Cuando llegue la segunda gran revolución francesa del siglo XIX, la de febrero de 1848, y Bauer experimente que una cosa es hacer la revolución y otra gestionar el triunfo, que una cosa es derrocar al opresor y otra gobernar revolucionariamente, sacará a relucir su lado más oscuro y se pronunciará a favor del terror para imponer el bien por la fuerza (Tomba, 2004, 39).
4. Pero todavía estamos en 1843 y en ese momento dulce de la Kritik se oye la voz de bronce de un antiguo amigo de Bruno Bauer, presto a romper lazos afectivos en nombre de las ideas. Es Karl Marx.
Karl Marx se encontraba en ese momento en una grave encrucijada. Desde hacía unos meses, desde 1842, escribía en la Rheinische Zeitung sus primeros artículos contestatarios protestando contra la censura impuesta por una ley de 1841, la misma que puso al periódico fuera de la ley en marzo de 1843. Decepcionado con su patria, Marx decide expatriarse a Francia. «Estoy harto, dice, de la hipocresía, de la imbecilidad, del brutal autoritarismo. Basta ya de tanta docilidad, superficialidad, retiradas y peleas de boquilla. Yo nada puedo hacer en Alemania. Aquí acaba uno falsificándose a sí mismo». La frustración política se produce en un momento de máxima creatividad intelectual. En 1843 redacta la Crítica del Estado hegeliano. Del mismo año son Sobre la Cuestión Judía y la Introducción a la «Crítica de la Filosofía del Derecho» de Hegel, a los que seguirán, ya en 1844, Los Manuscritos de París de 1844 y La Sagrada Familia, en colaboración con Engels. Desaparece el periódico renano pero nacen, gracias al entusiasmo de Arnold Ruge y del propio Marx, los Anales franco-alemanes, publicados en París, en marzo de 1844, con tan mala fortuna que sólo saldrá a la calle una sola vez. Estaba pensado como un proyecto bilingüe soportado por escritores franceses y alemanes. Pero los franceses (Louis Blanc, Proudhon, Lamennais, etc.) no comparecieron y los alemanes no llegaban a ponerse de acuerdo sobre la línea a seguir. Marx hace el gasto del número al publicar en ese primer y último número dos artículos suyos (la réplica a Bruno Bauer sobre la cuestión judía y la crítica a la filosofía hegeliana del derecho). También aparece un artículo de Engels sobre economía política, de gran trascendencia, porque señala el camino «materialista» que acabará siguiendo un Karl Marx todavía muy libresco. Moses Hess, «el rabino rojo» que se encuentra lejos aún de su conversión sionista —de hecho está trabajando sobre La esencia del dinero, en el que se trata la relación entre judaísmo y dinero, un enfoque del que Marx se hará eco en el texto que comentamos—, contribuye al número con un escrito titulado «Cartas desde París» que es una aproximación a la historia del movimiento obrero. El número fue recogido con interés por los cercanos, desinterés por los alejados y preocupación por los conservadores. El gobierno prusiano prohíbe su difusión en Alemania y compra todos los ejemplares disponibles en la frontera, mandando arrestar a sus promotores. El artículo de Marx, Zur Judenfrage, escrito en alemán y pudiéndose distribuir sólo en Francia, no debió de tener gran influencia. Es verdad que fue reeditado en 1902 pero es ahora cuando mayor atención se le está prestando.
El primer y único número de los Anales supuso un serio revés para Marx, desde luego económico, que venía a sumarse a otros varios. Cuentan que en el verano de 1841, dos jóvenes montados en un pollino se paseaban medio borrachos por las calles de Bonn, con el propósito manifiesto de provocar a la burguesía de la ciudad. Eran Bruno Bauer, profesor expulsado de la Universidad de Berlín, de 33 años, y un amigo y discípulo suyo, apodado «El Moro» aunque su nombre real era Karl Marx, de 23 años, que acababa de doctorarse en filosofía por la Universidad de Jena, adonde se fue el estudiante de Berlín para evitar a Schelling, santo y seña por aquel entonces del pensamiento conservador berlinés. El profesor, que se había adscrito a la «izquierda hegeliana», radicalizando la crítica de la religión, tuvo que buscarse refugio en Bonn, cuya universidad terminó también por despedirle porque tampoco ella podía digerir la negación de la historicidad de Cristo, ni endosar al cristianismo la responsabilidad por la infelicidad humana, dos tesis que ahora defendía con ahínco el que fuera hasta hacía poco teólogo protestante. La expulsión también afectó a su joven amigo, Marx, que esperaba hacer carrera académica al amparo de Bauer. No le quedaba más salida que la prensa, las revistas y los libros para difundir sus ideas. De ahí que se incorporara al proyecto del Rheinische Zeitung, el nuevo periódico que buscaba la alianza entre la izquierda hegeliana y la sociedad liberal.
Marx, que todavía no es marxista, se mueve al principio con una cierta holgura dentro de ese arco ideológico[14], hasta que su crítica de la «emancipación política», es decir, del Estado burgués, le coloca al borde del proyecto. Es un tiempo rico en experiencia, pues el joven escritor ha podido pulsar los intereses reales de la sociedad y el sentido de las instituciones políticas. Para alguien como él que quería transformar una realidad que apenas conocía, fue enriquecedor saber cómo la ley castigaba por robar un haz de leña. Entonces empezó a rondarle por la cabeza la idea de si el robo no sería más bien la propiedad, ese moderno derecho de propiedad que anulaba de un plumazo el derecho consuetudinario que permitía a los pobres llevarse a casa la leña caída. El nuevo derecho convertía en delito el inveterado derecho de los pobres a participar en una mínima medida del bien común ofrecido a todo hombre por la madre naturaleza[15]. De aquí salta a los Anales, lugar en el que hay que situar la respuesta al amigo de otros tiempos y antiguo maestro. Marx era especialista en matar amistades por una idea y así ocurrirá con Bruno Bauer, a quien a partir de ahora fustigará sin piedad, llegando a ser «san Bruno» en La Sagrada Familia. Los feroces lobos de la izquierda hegeliana son en realidad mansos corderos que en nada alteran la contundencia de la realidad.
En la evolución del pensamiento marxiano, estos años que nos ocupan son de capital importancia. El crítico ilustrado comienza a sentirse incómodo dentro de las lindes marcadas por la izquierda hegeliana. De momento expresa esa crítica a los planteamientos ilustrados distinguiendo entre una «emancipación política», que sería el Estado ilustrado, laico y liberal, y una «emancipación humana» de la que hay poca noticia y cuyos rasgos siguen siendo marcadamente difusos.
Pero lo que sí tiene claro Marx en este momento de su pensamiento es el modo de proceder, de seguir avanzando. Más que soñar con un mundo nuevo, como hacen los jóvenes idealistas, lo que hay que hacer es sacudir el sueño que nos inmoviliza. Despertar, liberarse de las ataduras y contradicciones de nuestro tiempo, en vez de soñar sueños gratuitos. ¿Era necesario centrarse en la cuestión judía para hacer frente a las grandes contradicciones y desafíos de su tiempo? Desde luego que la cuestión judía era un problema muy real. El propio padre de Marx tuvo que convertirse al protestantismo para poder ejercer su profesión de abogado. La privación de los derechos políticos a judíos era un asunto que estaba sobre la agenda política del país. Por otro lado, Marx, aunque ateo y asimilado, se sentía judío. Que él disfrutara de esos derechos civiles, mientras los de su raza, por el mero hecho de serlo, quedaban fuera, no podía dejarle satisfecho. Y, finalmente, más allá de la implicación personal el problema en cuestión era un caso de libro para tratar un problema de fondo: de qué tipo de emancipación hablamos y quién es el sujeto político de esa nueva concepción política.
Su experiencia como periodista en el Rheinische Zeitung le ha permitido entender el nudo gordiano de la emancipación política. Se consigue, en el mejor de los casos, el reconocimiento de la igualdad entre todos los hombres. Ya no hay privilegios de cuna, todos nacemos iguales, todos iguales ante la ley y ante el soberano. Es un gran avance, pero que tiene un precio porque resulta que las desigualdades sociales siguen: ¿cómo casan la igualdad «formal» y las desiguales «materiales»? Pues se las arreglan al precio de considerar las desigualdades como algo privado, algo que escapa a la significación y a la preocupación política. Son cosas de la vida de cada cual. A Marx esa despolitización de las desigualdades no le convence y eso está en el fondo de la cuestión judía que tiene, sí, un elemento religioso pero en el que hay que detenerse lo justo para ir al grano, que es político.
5. Veamos entonces cómo articula Marx la respuesta a Bauer.
El texto de Marx pertenece al género polémico. El autor es un joven brioso, consciente de sus posibilidades y decidido a explotarlas hasta el final. Da por descontado que muchos van a sentirse contrariados, así que decide ir de frente, sin resquicio para las ambigüedades. Cuando «el Moro» polemiza no hay amigos y eso también vale para lo que quede de la amistad con Bruno Bauer. Antes de entrar en la refriega rinde, sin embargo, homenaje a la vieja amistad con un gesto amable. «Bauer plantea en términos nuevos —confiesa de entrada— el problema de la emancipación de los judíos, después de ofrecernos una crítica de los planteamientos y las soluciones anteriores del problema». ¿Cuál es la novedad? Remitir el problema de la emancipación política a la emancipación o liberación de la religión. Los demás habían tratado de negociar la ciudadanía del judío sin tocar el problema de la confesionalidad del Estado. Bauer se planta y señala con el dedo la raíz el problema.
¿Cómo la entiende Bauer? Marx selecciona dos textos del contrincante que responden con toda claridad a la pregunta. El primero de ellos explica que la emancipación de la religión alcanza al judío como judío. Para hablar de emancipación con rigor el judío tiene que liberarse de su judaísmo. No hay emancipación política posible si el sujeto de la misma sigue siendo creyente «en la intimidad», porque esa creencia, incluso muy a su pesar, acabará contaminando la subjetividad política del hombre que hay detrás del creyente. El segundo se refiere a la emancipación de la religión por parte del Estado. No bastan las medias distintas, es decir, no basta el Estado aconfesional, es necesario un Estado sin religión. El texto recuerda algunos debates parlamentarios en la Francia de 1840 en los que se hace valer el hecho de que la mayoría de los franceses son cristianos para recortar los contenidos laicos de un Estado oficialmente emancipado o liberado de la religión.
Marx toma rápidamente posición sobre las tesis que defienden estos dos textos. Comparte la crítica al Estado confesional pero con un argumento que previamente había desechado Bauer. Marx piensa que el Estado que responde al espíritu cristiano no es el confesional, sino el laico (que en su jerga es llamado «Estado ateo, Estado democrático») por la sencilla razón de que sólo éste expresa «en forma secular, humana, en su realidad como Estado, el fundamento humano cuya expresión superabundante es el cristianismo». Bauer se pasa de la raya en su crítica de la religión pidiendo que ésta desaparezca del Estado y de los ciudadanos. El duro polemista que es Marx se arranca con esta matizada explicación: «La emancipación política representa, de todos modos, un gran progreso […] El hombre se emancipa políticamente de la religión al desterrarla del derecho público al derecho privado[16]». Lo que está diciendo es que la emancipación política, entendida como la constitución de un Estado laico, es un gran progreso respecto a las teocracias medievales y también respecto a las democracias confesionales. Y nada impide que en un Estado así, políticamente emancipado, la religión sea un asunto privado inviolable. Bauer se excede al exigir del ciudadano que renuncie a la religión.
Si Bauer pone todos los huevos en el cesto de la crítica de la religión es porque el antiguo profesor de teología sigue oficiando de teólogo, aunque ahora se confiese ateo. Tiene el mérito de haber visto la relación entre religión y política, pero ha caído en la trampa, propia del profesor de teología, de tratar religiosamente los problemas políticos en lugar de tratar políticamente los problemas teológicos o religiosos[17]. Si se reducen los problemas políticos a teológicos, lo suyo será radicalizar la crítica de la religión, si queremos acabar con los conflictos políticos. A Marx eso le suena a puro idealismo. Como ya se ha dicho, todavía Marx no es marxista, es decir, no ha descubierto el materialismo histórico y la importancia de la infraestructura económica, pero ya tiene claro que la crítica de la religión tiene que disolverse en crítica política de la religión. A estas alturas no se fía del anticlericalismo burgués, del ateísmo doctrinario, ni de los catecismos positivistas[18]. Como buen ilustrado alemán y lector de Feuerbach da importancia a la religión, pero la toma como el humo que remite a un fuego. El ateísmo del ciudadano y del Estado no garantizan la igualdad de derechos políticos porque los problemas del Estado no son exactamente los de la religión.
Lo que les diferencia es, por un lado, el lugar que uno y otro dan a lo político: mientras que Marx le concede consistencia propia, Bauer lo disuelve en religión; y, por otro lado, el alcance de la emancipación: Bauer está hablando de la emancipación política, es decir, del reconocimiento por el Estado de los derechos políticos, mientras que Marx está pensando en la emancipación humana. La emancipación política tiene que ajustar sus cuentas con el Estado confesional, pero la emancipación humana tiene que hacerse cargo de todas aquellas contradicciones políticas, laicas o confesionales, que ataquen o cuestionen el protagonismo histórico del hombre. No explica mucho Marx en qué consiste esa emancipación humana; de lo que sí es consciente es de las trampas que tiende al hombre de la calle la figura del Estado. Eso es lo que no ha visto Bauer y ése es el terreno en el que él quiere situar el problema de la emancipación del judío y del cristiano y del hombre tout court.
Analicemos al Estado laico, figura representativa de la emancipación política. Curiosamente, la crítica política del Estado no va a dejar de lado a la religión. Marx no abandona ese tablero porque es el lenguaje que entienden los alemanes y el que está manejando Bauer. En Francia, con un Estado laico, el debate hubiera sido meramente político; aquí hay que echar mano de la religión, pero sin renunciar, eso sí, a lo que dice la crítica alemana de la religión que, tal y como la formula Feuerbach, ha sido mucho más radical que la francesa Lo que dice esa crítica es precisamente que hay que tratar políticamente a la religión.
Marx pone a prueba su método en dos puntos particularmente sensibles: en el análisis del judío que debe ser emancipado y en el del Estado ya emancipado. Veámoslo. ¿De qué judío estamos hablando cuando planteamos su emancipación? Marx lo tiene muy claro: no habla del Sabbatsjude sino del Alltagsjude, no del judío creyente, sino del judío cotidiano, es decir, «el judío real mundano» (vide infra, p. 157). Las claves de los problemas hay que buscarlas en la vida cotidiana. Esto no es una ocurrencia del sentido común sino un principio filosófico que Marx expone en el otro texto que publica en los Anales. «El fundamento de la crítica irreligiosa es: el hombre hace la religión; la religión no hace al hombre […] el hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad. Este Estado, esta sociedad, producen la religión, una conciencia invertida del mundo, porque son un mundo invertido» (Marx-Engels, 1974, 93). El papel de la filosofía ante una expresión religiosa es desenmascarar las raíces profanas del fenómeno que en un juego de prestidigitación nos hace ver, como figuras celestiales, lo que no es más que interés material. Y, ¿cómo es el judío en su existencia terrena, es decir, más allá de sus creencias? Alguien entregado al dinero. Esto tiene consecuencias para el debate con Bauer. Si la solución que plantea Bauer para conseguir la emancipación del judío es liberarle de su judaísmo, en rigor de lo que habría que liberarle es de la usura y del dinero, algo difícil en una sociedad basada precisamente en la usura y en el dinero. Porque esta sociedad, marcadamente cristiana, lo que ha hecho ha sido universalizar el «espíritu» del judaísmo[19]. Bien vistas las cosas hasta se podría decir que la cuestión de la emancipación del judío es una cuestión falsa, pues nadie como el judío ha contribuido tanto a crear esta sociedad del dinero y nadie como él se siente tan a gusto.
Si alguien quiere superar las reglas de juego de esta sociedad, propia de un Estado laico, lo que tendrá que plantearse no es la anulación de las creencias, judías o cristianas, sino la eliminación del «espíritu» que anima a esa sociedad y que no es otro que el dinero y la usura.
La misma lógica aplica al análisis crítico del Estado. El gran error de Bauer, según Marx, es no haber distinguido entre Estado y sociedad, es decir, no haber comprendido que la política —los problemas y las soluciones políticos— se da en la esfera del Estado y en el ámbito de la sociedad. Bauer reducía la política al Estado, por eso llegó a pensar que el problema judío se solucionaba con un Estado que no fuera religioso. Pero con eso, replica Marx, no se solucionan los problemas emancipatorios del «judío cotidiano». ¿Por qué? Porque ese judío está condenado a llevar una doble existencia, realmente contradictoria, en el interior de cualquier sociedad que forme parte de un Estado laico. Entramos en el fondo de la tesis de Marx, que él formula así: «Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, el hombre lleva, no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida, una doble vida, celestial y terrenal; la vida en la comunidad política, en la que se considera como ser comunitario, y la vida en la sociedad burguesa, en la que actúa como particular» (vide infra, p. 137). Lo que está diciendo es que el miembro de un Estado laico lleva una doble existencia: por un lado es tratado como citoyen, es decir, como sujeto de todos los derechos civiles y políticos, algo que se reconoce por igual a todos y cada uno de los miembros de ese Estado; y por otro, tiene la vida que le permiten sus medios. Es la existencia del hombre considerado como individuo del que bien se dice que «tanto vales cuanto tienes», condenado a valerse por sí mismo y presto a considerar a los demás como medios para sus intereses egoístas. A esa existencia del hombre singular Marx la llama bourgeois, que no hay que traducir por ciudadano o miembro del burgo, sino por mero «hombre[20]».
Esta terminología había sigo muy usada en el debate político francés del siglo XIX, desencadenado por Benjamin Constant con su obra La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Constant —haciéndose eco del dicho de Hegel: «los antiguos eran éticos pero no morales»— recordaba que los modernos ponen el acento en los intereses singulares mientras que los antiguos, en los de la polis. Hegel ve a la sociedad civil como un sistema de necesidades que funciona gracias al enfrentamiento entre los individuos, ya que cada cual persigue lo suyo. La sociedad civil, que da cobijo al bourgeois, es el reino del interés egoísta gobernado por una providencia o mano invisible que hace que la búsqueda del interés propio redunde en beneficio colectivo.
Por arte de birlibirloque Hegel declaraba reconciliados en el Estado moderno los intereses egoístas de los particulares y los generales de la comunidad. En esa trampa parece caer el propio Bauer cuando afirma que la emancipación del judío se logra con un reconocimiento de su ciudadanía por parte del Estado. Pero no es verdad, dice Marx. El Estado declara que todos los hombres son iguales por derecho y siguen siendo desiguales de hecho. Esa es la gran contradicción del Estado laico. Si Hegel y Bauer han caído en la trampa de infravalorar esa contradicción, incluso de pensar que se superaba gracias a la emancipación religiosa del Estado, es porque han confundido superación con complicidad. En el Estado moderno no se reconcilian citoyen y bourgeois pero sí que se necesitan. Para que funcione la desigualdad de fondo hay que enmarcarla en un Estado que predice la igualdad de formas. La desigualdad social necesita la complicidad de la igualdad política. Para explotar a fondo al trabajador y sacar toda la plusvalía posible a su trabajo éste tiene que vender libremente su fuerza de trabajo. Ese derecho del citoyen impide que se le explote a muerte. Se le necesita vivo y libre para explotarle mejor. Esa es la cruda realidad del citoyen.
Para que ese entramando funcione es necesario que las desigualdades sociales —el mundo del bourgeois— parezcan como algo privado, carente de significación política. La política, es decir, el Estado proclama que los individuos son libres e iguales. Lo que luego hagan con su libertad e igualdad es cosa de ellos. El gesto «revolucionario» de Marx consiste en dar importancia política al mundo del bourgeois[21].
El problema, pues, no es la religión sino el Estado. La crítica al Estado es precisamente lo que va a alejar a Marx de los «jóvenes hegelianos». Si éstos todo lo cifraban en fundarle racional y no religiosamente, Marx entendía que ese Estado tenía el problema de construirse a espaldas de una sociedad que iba a su aire. Lo que ocurría dentro de ella poco tenía que ver con lo que contaba el Estado que debía suceder entre los miembros del Estado. Si, como se ha dicho, para el Estado todos somos iguales, en la sociedad cada cual va a lo suyo y contra los demás, es decir, ahí todos somos desiguales. La religión echa una mano al predicar que los hombres, los mismos que viven en una sociedad del «bellum omnium contra omnes», son hermanos. Pero no hay que perder energías discutiendo con la teología. Ese no es el problema. El problema es esa prestigiosa figura política, el Estado, que se adapta como un guante a esa sociedad pervertida.
Si queremos luchar eficazmente contra el Estado hay que poner los ojos en la sociedad, en esa lógica egoísta que va a su aire y que convierte la con-vivencia en mal-vivencia. No es lo mismo valorar lo que pasa en la sociedad con las gafas del Estado que valorar lo que predica el Estado con las gafas de la sociedad. Lo que hace la moral política de su tiempo es lo primero. Ahí están, por ejemplo, los derechos humanos. Por supuesto que son un paso adelante. No se valora al ser humano por la altura de la cuna sino por el simple y natural hecho de nacer humanos. Pero eso no significa el fin de las desigualdades. Las desigualdades existen y subsisten en la sociedad pero lo que hace la doctrina de los derechos humanos es frivolizarías, hacerlas invisibles, no darles importancia, porque las disuelve en los principios de igualdad o libertad de los derechos humanos. Si ocurriera al revés, si se juzgara la igualdad y libertad que proclaman los principios del Estado en función de cómo viven los seres humanos en la realidad, quedarían profundamente cuestionados. El resultado final es que el Estado sirve de cobertura a la sociedad civil: le presta el prestigio de sus principios para que ésta pueda seguir con su lógica implacable[22].
Y eso es lo que hace Marx. Se fija en la formulación de la declaración de la famosa Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de 1789. Anota que se habla del hombre y del ciudadano. En general se interpreta esa doble referencia como un complemento: hay derechos del hombre, que valen siempre, y del ciudadano, sólo válidos para el ciudadano de cada Estado. No es ésa la interpretación de Marx, que tiene muy presente la sima que se abre entre el concepto de bourgeois y el de citoyen. Ante la doctrina de los derechos comparecen, por un lado, el ciudadano, sujeto de todos los derechos que proporciona la democracia; y, por otro, el hombre, remitido a sus propias posibilidades y egoísmos. Lo que hace, según Marx, la Déclaration es precisamente fundir esas dos existencias del mismo sujeto como si fueran complementarias. Se produce entre los dos términos una endtadis o subsunción del término «hombre» en el de «ciudadano». Lo que se nos viene a decir es que sólo habrá derechos humanos para el ser humano integrado en un Estado.
Y, ¿cuáles serían entonces los derechos del mero hombre, del que no tiene la cobertura del Estado? Los propios «del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad» (vide infra, p. 147). Son, y por este orden, el de libertad-propiedad-igualdad-seguridad. El de libertad consiste en hacer «todo lo que no dañe a otro». El otro no es socio sino mi límite. La aplicación práctica de este concepto de libertad es «el derecho humano de la propiedad privada». Soy libre de hacer con lo mío lo que quiera «sin preocuparme de los demás». Pues bien, «Aquella libertad individual, así como esta aplicación de la misma, constituyen el fundamento de la sociedad burguesa» (vide infra, pp. 148 y 149). Quedan dos derechos humanos más. El de igualdad, que no se opone a desigualdad social o material, sino que hay que relacionarlo con la libertad: es igualdad en la libertad, una deriva «liberal» con severas consecuencias. ¿Y la seguridad, se pregunta Marx? Es el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de la policía, según el cual «toda la sociedad existe sólo para garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad» (vide infra, p. 149). No hay ninguna grandeza, ninguna universalidad, ni solidaridad de la especie en estos derechos. Tan sólo sanción de lo que cada cual ya es y tiene en la sociedad civil.
6. Fiel al método que propusiera a Ruge —«No accedemos a la palestra del mundo doctrinariamente […] Más bien, desarrollamos los nuevos principios del mundo a partir de los principios (ya existentes en el nuevo testamento) del mundo» (Marx-Engels, 1974, 429-430)—. Marx se aplica al análisis y la solución de los problemas presentes como medio para un futuro distinto. Los problemas del presente están dados en el desgarro de su existencia como ciudadano y como individuo. La solución, que él titula «emancipación humana», sólo tiene de momento por contenido la conciencia de la contradicción en la que vive cualquier ser humano dentro de un Estado «políticamente emancipado». No nos dice mucho más.
Los comentaristas, una vez llegados a este punto, suelen decir que Marx está todavía verde, ya que quiere sacudirse el sambenito de «idealista», que él cuelga a Bruno Bauer, pero lo que ofrece no va más allá de una «toma de conciencia», crítica, eso sí. Falta lo que luego vendrá: el análisis económico de las estructuras sociales y la designación de un sujeto social capaz de llevar a cabo «la emancipación humana». Hay que dejar constancia, de todas maneras, que en un escrito de la época, en la Introducción a la «Crítica de la Filosofía del Derecho» de Hegel, ya aparece el proletariado como sujeto de la historia.
Otros, como Miguel Abensour, no pasan tan deprisa por estos escritos porque piensa que en ese momento, entre 1842 y 1844, se produce una reflexión esencial en Marx sobre la esencia de lo político. Es el «momento Machiavelo» de Marx que se articula en torno a tres ejes. En primer lugar, rehabilitación de la vita activa de los antiguos, es decir, del convencimiento de que el hombre logra su excelencia activando su ser político y no vacando en la contemplación; en segundo lugar, afirmación de la república como la forma más natural y universal de la política; y, finalmente, asunción de la temporalidad de la política: ésta es el lugar del conflicto y por tanto del movimiento. La eternidad o eternización de un momento determinado es la tentación más grave no sólo del Estado cristiano, sino del Estado en general.
Abensour detecta una evolución en este corto período de tiempo. En 1842 procede a la emancipación de lo político respecto de lo teológico, para colocar a la política sobre sus pies, como algo consistente y propio. De lo que se trata es «de descubrir la ley de gravitación del Estado, plantear que el centro de gravedad del Estado reside en sí mismo[23]». Es el momento de apoteosis del Estado y de lo político. El Estado y, por tanto, la política que éste despliega, puede hacerse cargo de la vida de los individuos, «por eso puede plantear la autonomía del Estado respecto a la totalidad del campo social. Marx piensa al Estado como una esfera autónoma, incluso como una esfera heterónoma, espiritual, ideal y, en ese sentido, plenamente actuante, capaz de superar los antagonismos y de crear, más allá de las divisiones de la sociedad, una verdadera comunidad» (Abensour, 1997, 32). El Estado aparece, pues, como el producto más logrado de la razón política («la totalidad ética» que decía Hegel), el lugar en el que lo privado se transforma en público y lo material en espiritual, por eso ahí ya no dominan los intereses sino la razón. Es el lugar del hombre libre[24].
En 1843 las cosas cambian. Es como si una vez conquistada la cima de la autonomía del Estado (venciendo la resistencia secular de las teorías más o menos teocráticas), tuviera que abandonarla por nuevas y más ambiciosas metas. Pasa del descubrimiento del Estado a su crítica, consciente de que el Estado lo puede fagocitar todo. Contra la tentación de estatolatría, plantea la revolución copernicana en política cuyo eje es, como ya viera Copérnico, el hombre. La crítica al Estado no significa despido de la política y apología de «las cuestiones sociales» o ecológicas. Hay, eso sí, una deriva del Estado hacia la sociedad, pero no para exaltar el papel de la familia o de la sociedad civil, sino para buscar un sujeto, un hogar de toda la actividad política. Si en la etapa anterior la universalidad de lo político consistía en la mirada omniabarcante del Estado, que se sentía competente en todo, ahora se busca esa universalidad en el sujeto: que quien tenga que someterse a una ley sea el mismo que la decide. Marx lo que está buscando es al sujeto político, al demos, al demos total: «los individuos en tanto que componen la multitud… son los que constituyen el Estado» (Abensour, 1997, 49). No hay renuncia a lo político si por ello entendemos búsqueda de reglas de convivencia que tengan validez universal, lo que ocurre es que esas reglas no las identifica con el Estado. El Estado puede ser una concreción de esas exigencias de una vida libre en común, pero el Estado no puede pretender que las normas que él adopte agoten o hagan superflua la política. Hay un desplazamiento del absoluto político al absoluto democrático[25]. La respuesta a la cuestión judía planteada por Bruno Bauer se produce cuando Marx se encuentra en esta encrucijada intelectual[26].
Lo que llama la atención es que Marx no para cuando ya ha hecho ver a Bauer que de poco vale el Estado políticamente emancipado puesto que ahí la emancipación del judío deja mucho que desear. No hay que perder mucho tiempo con la crítica del cielo; donde está el misterio es en la terrenalidad del Estado laico. Esto dice, pero no le basta. En este escrito Marx luce su casta de polemista y no quiere abandonar la presa una vez cazada. ¿No decía Bauer que lo que impide la emancipación política del judío y del cristiano es la religión? Seamos indulgentes y, por una vez, tomémosle en serio y sigámosle en su propuesta de depurar al Estado y a los ciudadanos de todo rastro religioso. Bueno, pues lo que nos encontramos al final de esa faena es un Estado… religioso. Todos los esfuerzos de Bauer han sido inútiles. «Los miembros del Estado político son religiosos por el dualismo entre la vida individual y la vida genérica, entre la vida de la sociedad burguesa y la vida política: son religiosos en cuanto que el hombre se comporta hacia la vida del Estado, que se halla en el más allá de su individualidad real, como hacia su vida verdadera; religiosos en cuanto la religión es aquí el espíritu de la sociedad burguesa, la expresión del divorcio y el distanciamiento del hombre respecto del hombre» (vide infra, p. 143). Marx sostiene que el Estado laico es religioso porque funciona como la religión. ¿No exagera Marx, llevado por el calor dialéctico, al llamar «religioso» a un Estado del que se ha expulsado (de las instituciones y de los individuos) toda referencia religiosa? Marx no utilizaba el término «religioso» metafóricamente. Estaba convencido de que la esencia del Estado es religiosa porque para él, como para todos los discípulos de Feuerbach, la religión no se define por sus contenidos doctrinales, sino por el procedimiento[27]. Lo que hace la religión es proyectar una parte de sí fuera de sí, concediendo a esa parte una existencia autónoma y superior. El hombre oprimido y necesitado se inventa un ente todopoderoso que sólo es su sueño pero ante el que se inclina Es lo que pasa en política: el hombre vive una existencia miserable y se inventa un mundo ideal, el Estado emancipado, en el que desaparecen las desigualdades. Es una forma simple de entender la religión pero en la que coincidían los «jóvenes hegelianos». La religión que Bauer había expulsado por la puerta se le cuela por las ventanas. Bauer ha hecho un largo recorrido para terminar donde empezó.
7. La respuesta de Marx tiene en cuenta dos escritos de Bauer. En el segundo de ellos —«La capacidad de ser libres de los judíos y cristianos de hoy»— se plantea la cuestión de quiénes están mejor preparados para la emancipación: ¿los judíos?, ¿los cristianos? La cuestión le permite a Bauer dejar sentada la tesis de que tanto unos como otros necesitan emanciparse, es decir, liberarse de quien y de lo que les oprime. La circuncisión de los primeros y el bautismo de los segundos son la prueba de que todos están lejos de esa subjetividad autónoma porque, circuncidándose, abandonan la condición humana común y, bautizándose, dicen instalarse en un orden superior o sobrenatural que tampoco es el del común de los mortales. La tesis de Bauer es que lo tienen más fácil los cristianos por las siguientes razones: han protagonizado la crítica de la religión y eso es señal de libertad; han sido capaces de captar la esencia humana común, anterior a toda diferencia o, como diría Lessing, que «antes que judíos, musulmanes o cristianos, somos hombres»; y, finalmente, es innegable que la Ilustración hunde sus raíces en el cristianismo.
A Bauer le sale su hegelianismo, de ahí el convencimiento de que la modernidad es poscristiana, en el sentido de que es una secularización del cristianismo. El concepto moderno de una humanidad que es universal, porque se ha liberado de la dependencia de todo credo, es impensable, como hemos visto, sin la universalidad del cristianismo que convoca a todos, independientemente de su raza, lengua o condición social. Claro que la modernidad es también lo otro del cristianismo, su negación más radical. Nada más opuesto a esa humanidad universal que la forma in-humana que tiene el cristianismo de entender al hombre: sólo le valora en tanto en cuanto acepta la oferta que le hace de un orden superior. Si la rechaza, queda relegado a lo in-humano. Pero incluso esa in-humanidad es lo más próximo al hombre ilustrado, porque basta abandonar la creencia religiosa para que se encuentre con la humanidad compartida por todos los hombres. El judío lo tiene más complicado: tiene que abandonar su creencia y sus raíces étnicas que le atan a una comunidad particular y por tanto, le alejan de la comunidad de los hombres. «El deber del cristiano —dice Bauer al final del escrito— es […] dejar de ser cristiano y convertirse en un ser humano, en alguien libre. Por su parte, el judío tiene que renunciar por la humanidad, por el resultado del desarrollo y de la disolución del cristianismo, al privilegio quimérico de su nacionalidad, a su ley fantástica y disparatada (aunque este sacrificio le resulte difícil, ya que ha de renunciar a sí mismo y negar al judío)» (vide infra, pp. 125-126).
Marx no está de acuerdo. Quien está mejor dispuesto es el judío, siempre y cuando pensemos en el judío cotidiano y no en el que va a la sinagoga los sábados, es decir, si por judío entendemos no lo que cree, ni lo que reza, sino lo que hace y cómo vive. Observándole en su quehacer diario, constatamos que su dios es el dinero[28], es decir, está en perfecta sintonía con la sociedad moderna. Más aún, nadie como el judío ha contribuido a la creación de esta sociedad. Es absurdo que se niegue el derecho a circular libremente, a desarrollar cualquier profesión, a vivir en cualquier parte, precisamente a quien más se ha esforzado en poner en circulación el dinero que todo lo mueve[29]. No deberíamos pelearnos por el reconocimiento del judío; deberíamos sorprendernos de que no haya sido declarado miembro de honor, viene a decir Marx. Quizá haya que buscar la explicación en esa relación tan extraña que mantienen el dinero y el poder: el dinero es tanto más poderoso cuanto menos poder ostente, cuanto más alejado de la política se muestre. Lo mismo el judío.
Pero que nadie piense que el judío se ha quedado cruzado de brazos. Se ha emancipado a su manera, «a la judía»: ha tirado de lo que le dejan tener, a saber, dinero y cultura, y así se ha impuesto a los demás. Gracias al judío el dinero se ha convertido en el valor universal. Marx lo expresa diciendo que ese dinero que inicialmente era el espíritu del judaísmo se ha universalizado haciéndose cristiano, convirtiéndose en el espíritu del cristianismo y de la sociedad poscristiana[30]. De esa manera «los judíos —aclara— se han emancipado en la medida en que los cristianos se han hecho judíos».
8. La Cuestión Judía es un texto situado, es decir, nace en un contexto muy particular. Preocupa la falta de derechos políticos de los judíos y entonces sale a la palestra Bruno Bauer con la propuesta de un Estado laico, entendido de una forma radical puesto que exige no sólo la aconfesionalidad del Estado, sino también la desreligiosización de los ciudadanos.
En ese momento interviene Marx para decir que en un Estado laico el judío no tiene que romper con sus raíces religiosas. Otra cosa sería si tuviéramos que hablar de la emancipación humana y no sólo política. Ahí no tendría sentido la religión, pero no por razones teológicas, sino políticas y económicas: sin miserias reales ni formas de opresión políticas, no hay lugar para refugios ideológicos.
Ese contexto ha desaparecido. Hoy ya no es tema de debate el reconocimiento de los derechos políticos de los judíos. A pesar de todo, el interés por este texto no sólo se mantiene sino que aumenta. La razón hay que buscarla en la vigencia de aspectos que no son objeto de una reflexión directa en el debate entre Bauer y Marx, pero que tienen que ver con el mismo. Es una lectura de La Cuestión Judía desde el destino que ha tenido el pueblo judío en el siglo XX. Quien esto haga está obligado a preguntarse cómo se tratan ahí, entre otros temas, el del antisemitismo y el de la cuestión nacional.
8.1. El antisemitismo. Ya hemos dicho que este escrito es particularmente beligerante. Hay momentos en que la beligerancia dialéctica alcanza niveles extremos. Ocurre esto cuando Marx rebate la tesis de Bauer según la cual los cristianos estarían mejor preparados que los judíos para la emancipación política. Claro que Marx no les hace ningún favor a los judíos al colocarlos en cabeza, pues funda su mejor disposición para la emancipación política en su complicidad con el dinero, santo y seña de esa emancipación: «¿Cuál es el fundamento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. ¿Cuál es el culto secular del judío? La usura. ¿Cuál su dios secular? El dinero. Así pues, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, sería la autoemancipación de nuestro tiempo» (vide infra, p. 157). La primera impresión que producen estas cuatro líneas es la de que estamos ante una retórica antisemita que viene a sumarse a viejos y fatales tópicos sobre los judíos[31]. Para algunos no se trata sólo de una primera impresión, sino que creen ver en el fondo del texto una convicción antisemita que ha tenido fatales consecuencias. Isaías Berlin, por ejemplo, vierte sobre un Marx antisemita todos sus afectos antimarxistas: «Marx nove en los judíos… más que un amasijo de parásitos y una banda de prestamistas[32]». Durante mucho tiempo el antisemitismo campaba en el seno de pensamientos conservadores; gracias, entre otros, a Marx, el antisemitismo se ha instalado también entre gentes de izquierda y eso explicaría la dificultad que tiene la progresía europea para entender el conflicto palestino-israelí. Las cosas son, sin embargo, más complejas. ¿Era el Marx de La Cuestión Judía un antisemita? Hay que reconocer, de entrada, que Marx participa acríticamente de muchos tópicos antijudíos de su época, pero para enjuiciar su postura conviene tener en cuenta estos dos hechos. Uno es casi trivial pero significativo: le han pedido que firme un escrito a favor de los judíos renanos y de su participación en la vida política. Él lo hace con un orgullo consecuente: «acabo de recibir la visita del jefe de la comunidad judía de aquí. Me pide que redacte una petición destinada a la Dieta en nombre de los judíos y yo voy a hacerlo. Pese a la repugnancia que me procura la fe judía, entiendo que la concepción de Bauer me parece todavía muy abstracta. Hay que hacer al Estado cristiano todos los rotos posibles y enfrentarle a la razón en la medida de nuestras fuerzas. Hay que intentarlo, y la exasperación aumentará con protestas por cada petición que sea denegada[33]». Marx no se desentiende de la situación de los judíos, explica incluso muchos de los tópicos sobre el interés del judío por el dinero como el resultado de la exclusión social a la que estaban condenados, por eso firma la carta con una complacencia no exenta de orgullo. La segunda afecta al punto de vista desde el que juzga lo judío: no le interesa el Sonntagsjude sino el Alltagsjude, de ahí que se pregunte por el fundamento secular, del culto secular, del dios secular del judío, es decir, no quiere juzgar al judío por su creencia, sino por cómo vive; lo suyo no es un juicio al judaísmo, sino al comportamiento de los judíos o de los cristianos.
¿Tenía razón Marx al hablar así de los judíos? Digamos que en esto Marx no es nada original. Sigue la corriente. Heine también se hacía eco de ella pero con más humor. Naturalmente, decía, que el judaísmo tiene una relación privilegiada con el dinero, pero porque no le respetaba, ni le adoraba, como hacía el pagano que ponía a los pies de ídolos inmóviles todas sus riquezas. «Si en lugar de desperdiciar tanto oro y dinero en esa vil idolatría, lo hubieran colocado a plazo fijo o hubieran comprado bonos del Estado asirio-babilónico en obligaciones a Nabucodonosor, o en acciones egipcias del Canal… todos esos paganos se hubieran hecho más ricos que los judíos[34]». Las duras palabras de Marx responden al papel real que jugaban los judíos en la circulación financiera de un capitalismo naciente. Desde principios de siglo los judíos dirigen grandes bancos de negocios y se convierten en acreedores de muchos Estados. Lo que ocurre en ese momento con los «Rothschild» no es una excepción: ascensión fulgurante de un banco que se ramifica por todo el mundo, que multiplica sus fondos, que se convierte en encrucijada de grandes operaciones financieras y que acaba siendo condecorado por el Vaticano con la Orden de Isabel («Patraña de la Inquisición», señala el autor Jacques Aron) por sus créditos a la Santa Sede (Aran, 2005, 94).
Cuando a principios del siglo XX Max Weber rehaga la historia de la racionalidad occidental y del origen del capitalismo, sopesará cuidadosamente la hipótesis del judaísmo matriz de la modernidad, en general, y del capitalismo, en particular. Es la tesis que defienden otros, por ejemplo, W. Sombart, Die Juden und das Wirschaftsleben, de 1914 (que colocaba al judaísmo y no al protestantismo en la base de ese proceso), o Georg Simmel, Filosofía del dinero, escrito en 1900 (que subraya la relación particular entre dinero y judío). Si Weber acaba descartando al judaísmo no es porque cuestione esa «afinidad electiva» entre dinero y judío, sino porque al ser el judío un «pueblo paria» carece del poder de expansión indispensable para transformar la complicidad judía con el dinero en protagonista de la historia occidental[35]. Cuando Marx publica su artículo lo que hace es sumarse a un debate sobre el dinero que está presente. Moses Hess, el que fuera redactor del Rheinische Zeitung y ahora colaborador de los Anales, está a punto de publicar La esencia del dinero, que saldrá dos años después, en 1845, donde llega a decir que los judíos han tenido «la misión histórica, en la historia natural de la fauna natural, de revelar el animal depredador en la historia de la humanidad[36]». Bensaíd comenta con razón que algo así nunca lo hubiera escrito Marx porque mientras Hess, el futuro adalid del sionismo, se lanza a juicios metafísicos sobre la misión esencial del pueblo judío, Marx no se permite transcender lo que los judíos hacen en la historia. Lo que hacen es dedicarse al y vivir del dinero. Y como han entendido su valor, le mandan por delante para que les abra las puertas que los cristianos cierran al judío. El dinero les ha hecho poderosos y, sobre todo, respetables, es decir, «el judío se ha emancipado a sí mismo a la manera judía» (gracias al dinero). Marx dixit.
¿Es eso antisemitismo? Notemos que si en una sociedad cristiana el judío se salta la ley que le discrimina y obtiene todos los privilegios de la emancipación en curso es porque los otros, los cristianos, valoran en modo supremo lo que el judío posee. «Los judíos —añade Marx— se han emancipado en la misma medida en que los cristianos se han judializado», es decir, los judíos se han emancipado por el mismo método que los cristianos. Pero antes de seguir por esa línea conviene recoger una precisión. El antisemitismo, propiamente hablando, nace a partir de 1870. Aparece en escena cuando ya se reconocen de una forma completa los derechos de los judíos y éstos entran en masa en la vida política como cualquier otro ciudadano (Aron, 2005, 136). En ese momento se produce una mutación del antijudaísmo religioso —propiciado sobre todo por el odio cristiano al judío— al antisemitismo moderno, con connotaciones racistas y componentes político-económicos[37]. Pues bien, a Marx no le interesa ni la raza, ni la religión. Una y otra obligan a consideraciones esencialistas o eternas sobre el judío que él expresamente descarta. No el Sonntagsjude sino el AIItagsjude (no el judío del descanso semanal, sino el de los días laborables); no el judaísmo en cualquiera de sus versiones doctrinarias, sino el judío en su existencia político-económica.
Si la crítica de antisemita le viene a Marx por la identificación entre judío y dinero, por definir su alma como una letra de cambio, hay que decir: a) que Marx se hace eco de un tópico de su tiempo, b) que no pretende dar ninguna definición del judío, ni del judaísmo, sino reflexionar sobre la figura del judío rico, c) que la crítica afecta por igual al judío y al cristiano. Cuando profundice en la significación del dinero, es decir, en la crítica económica, en los Manuscritos de 1857-1858, «el hombre del dinero» no será el judío sino el cristiano protestante cuyo culto del dinero, la abstinencia, el sacrificio, el ahorro y la frugalidad, el desprecio de los placeres del mundo temporal y transitorio y la caza de los tesoros eternos ilustran a la perfección el sujeto de la acumulación capitalista en esa fase de su desarrollo[38].
Es innegable que hay afectos antijudíos en el escrito de Marx. Se puede, sin embargo, mantener la tesis de que no son antisemitas porque hay algo esencial que los diferencia, tal y como ya vio bien, en 1847, Roman Rosdolsky: «mientras que para el antisemita el judaísmo es visto como una propiedad innata, inmutable, de la sedicente raza judía, o como emanación de un misterioso “espíritu judío” (o religión judía), lo que intenta Marx es deducir “los caracteres étnicos judíos” de su tiempo del papel histórico real que han jugado los judíos en la Edad Media y en los Tiempos Modernos, en cuanto agentes del capital comercial y usurero[39]». Dicho esto, hay algo en la tesis de Marx que no está justificado. Puede hablar, con datos históricos en la mano, de la complicidad entre judaísmo y capitalismo. Admitamos que ha menudeado el tipo del judío que responde al modelo del capitalista: explotador, comerciante, financiero, usurero… ¿se seguiría de esto que todo capitalista es judío y todo judío, capitalista? Marx parece establecer una ecuación perfecta entre judío y capitalista. De ser verdad habría que concluir que el capitalista es judío. Y eso no se sostiene, no sólo porque el capitalismo en tiempos de Marx había superado las formas arcaicas con las que se podía identificar al judío, sino, sobre todo, «porque los judíos, debido a la diferenciación de clases impuestas por el capitalismo, perdieron poco a poco su condición de pueblo comerciante y se convirtieron en… una nacionalidad en sentido moderno» (Bensaíd, 2006, 175), es decir, un pueblo de pobres y ricos, con clases diferenciadas y opuestas.
8.2. La cuestión nacional. En la cita de Rosdolsky asoma una crítica que cuando se hace, en 1847, no parece tener importancia, pero que los acontecimientos posteriores (genocidio nazi, antisemitismo estalinista, creación del Estado de Israel) han colocado en primera línea: la cuestión nacional. Marx ubicó el debate en torno a la cuestión judía en el cruce de caminos entre la emancipación política y la emancipación humana, sin parar mientes en la emancipación nacional. Si alguien como Roman Roldolsky, sensible a la lucha de clases, echó de menos la dimensión nacionalista, es porque ya era un problema Surge entonces la pregunta de si Marx no se habrá dejado llevar por un entusiasmo ilustrado, tan sensible a proyectos universalistas como desconfiados de cualquier querencia doméstica. Recordemos con qué seguridad decía Nathan el Sabio, de Lessing: «¿acaso no somos hombres antes que judíos, musulmanes o cristianos?». Marx era consciente de su opción, por eso, en La Sagrada Familia, ataca la solución nacionalista sin reservas. Considera al nacionalismo un paso adelante respecto a los estamentos medievales, pero ninguna solución puesto que supone «un egoísmo muy opaco, relleno de carne y sangre, un egoísmo natural si se le compara con la pureza del yo fichteano[40]». La sangre evoca la pureza de sangre, la identidad étnica; y la carne, la raza. La salida nacionalista a la cuestión judía alimentaría aquella dialéctica amigo-enemigo que aleja irremediablemente de la emancipación humana.
Marx opta, como hemos visto, por la democratización radical de la sociedad, es decir, por la búsqueda de un demos que sea el sujeto histórico real de la acción política. El hecho de que no aparezca en 1843 no significa que no se le espere. Ese sujeto histórico universal, el proletariado, se anunciará en los Manuscritos del 44 y a la elaboración de su perfil dedicará Marx los esfuerzos de toda una vida. Lo que tiene claro es que no hay más que esta alternativa: o profundizar en el demos político o entrar en un juego de nacionalismos excluyentes. Marx se mantiene en la primera fórmula, por eso, en el Anti-Dühring, se opondrá a las tesis del profesor de Berlín, Eugen Dühring, quien, tras pasar por las filas socialistas, se ha apuntado al antisemitismo moderno que irrumpe en Europa en los años setenta. Su obra, La cuestión judía, cuestión de raza, de moral y de civilización, será luego reivindicada por el nacional-socialismo. Para Dühring hay dos tipos de socialismo: uno, malo, universalista; y, otro, bueno, nacional y racista. Marx denuncia a quienes quieren llevar el virus del antisemitismo al interior del socialismo. No pudo conjurar el peligro. En 1892 tiene lugar en Dresde el primer Congreso Internacional antijudío y ahí se ataca a los judíos pobres que vienen del Este como emigrantes y que pueden engrosar las filas internacionalistas de los trabajadores de la industria. Para Marx y Engels la vocación intemacionalista del movimiento obrero es la mejor respuesta a políticas antisemitas que son, en el fondo, variantes nacionalistas. Difícilmente puede catalogarse a Marx como antisemita.
Moses Hess sí representa la otra propuesta «socialista» a la cuestión nacional. Es redactor del diario Rheinische Zeitung y es él quien contrata a Marx, a quien considera «el más grande de los filósofos, quizá el único verdadero filósofo vivo[41]». Con el periódico busca un acuerdo entre burguesía e izquierda, soñando con que la burguesía alemana haga en Alemania la revolución que protagonizase la francesa en 1789. En 1845 publica La esencia del dinero, en donde vierte juicios sobre la relación esencial entre judaísmo y dinero que Marx nunca se hubiera permitido. Pero las cosas cambian cuando publica, en 1862, Roma y Jerusalén. Ahí aparecen las «luchas de razas» al lado de las «luchas de clases». Según Hess, habría cuatro grandes naciones que serían también cuatro grandes razas: la judía[42], la francesa, la inglesa y la alemana. Judíos y alemanes, hijos de razas originarias, estarían llamados a entenderse, aunque los judíos tuvieran que ser condescendientes con los alemanes, que llevan un cierto retraso histórico. Unos y otros están en condiciones de hacer frente al ideal de la modernidad que es la universalidad abstracta. Aunque tanto Marx como Engels tienen respeto por el viejo amigo, no pueden aceptar ese discurso pseudo-científico sobre las razas que flirtea con las fuerzas más reaccionarias.
Vista la cuestión judía con perspectiva histórica, es decir, a la luz de lo que ha sobrevenido al pueblo judío, hay que reconocer que el universalismo de Lessing y el internacionalismo de Marx, concreciones del asimilacionismo, no han podido o no han sabido hacer frente al ascenso del nacionalismo, matriz del antisemitismo. La significación del genocidio nazi justifica esta pregunta crítica. Lo que habría que investigar es si la respuesta es un nacionalismo judío —el sionismo que plantea Hess— o la estrategia que proponía Franz Rosenzweig: «todos tenemos una casa» y «todos somos más que la casa», es decir, la recuperación del ideal universalista pero teniendo en cuenta el hecho innegable de la pertenencia a una cultura, una religión, una etnia. A su manera Rosenzweig prolonga críticamente la búsqueda marxiana de una «emancipación humana» en contra de la restauración de una «nacionalidad quimérica». Sin poder entrar ahora en este asunto[43], sí conviene referirnos a la significación del holocausto judío respecto a la propuesta de Marx.
8.2.1. La opción internacionalista de Marx, derivada del carácter universalista de su emancipación política, no es sensible a la dimensión nacional del problema judío. El apostaba por una sociedad emancipada en la que el hombre, todo hombre, pudiera realizarse al margen de sus diferencias.
A la vista de lo que ha ocurrido en el siglo XX, obligado es tomarse en serio las diferencias. Lo que en ese siglo ha ocurrido no es la caída del muro de Berlín, acontecimiento que ha debilitado la apuesta marxiana, sino algo mucho más definitivo, la Shoah, el proyecto nazi de destrucción de los judíos europeos. La Shoah ilumina de una manera especial la cuestión judía, objeto de debate entre Bauer y Marx. Vistas las cosas de delante atrás, hay que decir que las propuestas de los dos polemistas se movían en la perspectiva asimilacionista. Uno y otro estaban convencidos de que la emancipación del hombre suponía, en el caso de Bauer, o tenía por consecuencia, en el caso de Marx, la disolución de la diferencia que representaba el ser judío.
El genocidio de seis millones de judíos lleva a muchos a pensar que el reconocimiento de los derechos humanos —y no ya sólo los políticos o civiles— de los judíos sólo es posible con la existencia de un Estado propio, el Estado de Israel. Como dice Emil Fackenheim[44], Auschwitz impone un imperativo categórico a todos los judíos («el mandamiento 614»), a saber, «se prohíbe a los judíos conceder a Hitler victorias póstumas. Se les prescribe sobrevivir como judíos, por miedo a que perezca el pueblo judío». Y la concreción histórica de ese mandato es la existencia del Estado de Israel. Estas son reflexiones de un filósofo que parece coincidir con una opinión muy expandida que relaciona Shoah con Estado de Israel.
La verdad histórica es algo más complicada. Como dice el historiador Georges Bensoussan, el Estado de Israel es un proyecto sionista concebido e incoado antes de la llegada de Hitler al poder. Si analizamos los elementos que caracterizaban al Yishouv[45]; observamos que poco hay en él favorable a la comprensión del significado de la Shoah. Para empezar, el sionismo es un movimiento político, no humanitario, cuyo objetivo era la creación de un Estado propio y no la lucha contra el antisemitismo o el salvamento de los judíos[46]. Los sionistas querían considerar a su pueblo como uno más, con los mismos problemas y los mismos derechos, es decir, lejos de toda la constelación política, moral y religiosa vinculada al discurso del «pueblo que habita solo». Eso les llevaba a rechazar la figura de la diáspora, como si el exilio tuviera que ser la forma de ser del pueblo judío. Como, por otro lado, el sionismo relacionaba la Shoah con la diáspora, se entenderá la frialdad con la que el Yishouv reaccionó ante la tragedia de los judíos europeos. Remitían a los malos hábitos de la diáspora la «pasividad» con la que esos judíos fueron asesinados, como «corderos llevados ante el matadero». Recordemos el contraste, en el film Exodus, dirigido por Otto Preminger, entre el sabra (el nacido en Palestina), fuerte, guerrero, alto y rubio (representado por Paul Newman), y el superviviente de un Lager, pequeño, moreno, desconfiado y traidor. Ben Gourion envía, en septiembre de 1945, a David Shaltiel a Alemania para que inspeccione. El informe confirma todos sus prejuicios: «han sobrevivido los egoístas, los que sólo pensaban en sí mismos. Lo podemos comprender pero difícilmente compartir el sentimiento […] el hecho de estar en un campo no da a nadie el derecho a venir a Palestina. Habrá que reeducarles en el trabajo porque de lo contrario morirán de hambre o robarán o irán a la cárcel» (Bensoussan, 2008, 82).
Esta frialdad no significa que se desentendieran de lo ocurrido. En la medida en que el nuevo Estado representaba a todo el pueblo judío, el problema de los judíos europeos era su problema. Ben Zion Dinur, ministro de educación y autor de una ley «sobre la memoria de la Shoah y el heroísmo», en 1953, declara tempranamente que la destrucción de los judíos de Europa justifica el sionismo al tiempo que invalida definitivamente la figura del exilio. Lo que hay que señalar es que esa recepción de la Shoah es muy especial: construyen una memoria colectiva pero sin sitio para las memorias individuales. Se recupera el pasado en tanto en cuanto contribuye a forjar la nueva identidad nacional; por eso, por ejemplo, se pone el acento en el heroísmo del gueto de Varsovia, al tiempo que se silencia la voz de los supervivientes. Es el tiempo de la represión de la memoria y, a la vez, de la omnipresencia de la tragedia.
Todo cambia con el juicio a Eichmann en Jerusalén en 1961. «Para el sionismo —escribe Bensoussan— se trataba de utilizar el proceso de Eichmann para insertar la Shoah en la reconstrucción nacional según este esquema: Israel antiguo - exilio - renacimiento nacional. El exilio o la diáspora era visto como un mero paréntesis, un tiempo desastroso que había desembocado en la catástrofe. La lección que había que sacar era clara: combate nacional por el nuevo Estado, lo que implicaba la aceptación del sacrificio y del riesgo supremo en vistas a asegurar la independencia nacional» (Bensoussan, 2008, 209).
Pero el desarrollo del proceso desborda los cauces establecidos. Aparecen los testigos y se oyen sus relatos. El país se inunda de sentimientos provocados por el descubrimiento de tragedias enormes, vividas por los vecinos, que hasta ahora no habían podido expresarse. Lo reprimido durante tantos años pasa a ser substancia de la comunidad. Aquello ya no se puede perder, ni olvidar. Gershom Scholem se opone a la pena de muerte contra Eichmann para que nadie caiga en la tentación de pensar que con el castigo de un culpable se ha hecho justicia y se puede pasar página. La centralidad de la Shoah para el Estado de Israel, iniciado ahora, encontrará nuevos argumentos en las Guerras de Los Seis Días, de 1967, y del Yom Kippur, de 1973. El israelí ha recuperado la dualidad clásica del judío: miembro de un Estado y judío. Lo que conviene entender es que la nueva relación entre Shoah y Estado de Israel no es una operación cínica de los políticos, sino el resultado de una verdad histórica: si el nazismo perseguía al judío por ser judío, la suerte de los judíos del Yishouv estaba igualmente amenazada, de haber triunfado el nazismo.
Lo que es importante señalar, respecto a nuestro propósito, es que esta imprevista centralidad de la Shoah supone el fracaso del proyecto sionista. Si los fundadores y pioneros del Estado de Israel estaban animados por la idea de que Israel sólo alcanzaría la normalidad cuando se entendiera a sí mismo como uno más —renunciando, por tanto, a todo atisbo de singularidad—, lo que la historia estaba demostrando es que sin la referencia al pasado singular, el Nuevo Estado no podía ser entendido, ni sostenido. La Shoah reconciliaba al Estado de Israel con sus raíces. Ben Gourion es consciente de que la batalla que el sionismo ha declarado a la interpretación de la Shoah la va a perder: «no han querido escucharnos. Con sus muertos [se refiere a los de la Shoah] han logrado sabotear el sueño sionista», declara el 8 de diciembre de 1942 (Bensoussan, 2008, 93). La respuesta a la vieja cuestión judía tampoco es el nacionalismo.
La importancia política de la Shoah ha desbordado todas las expectativas hasta el punto de convertirse en una religión civil. ¿En qué se manifiesta? Hay gestos que lo delatan: la Shoah tiene en Israel más de 400 monumentos; los mandos militares van a visitar el ghetto de Varsovia como quien va en peregrinación; el ejército está presente en los grandes actos de Vad Yashem, etc. Pero además de los gestos está su forma de interpretarla: se potencia la idea de la Shoah como religión civil cuando se la presenta sin historia ni contexto, como un reflejo del mal absoluto. Eso lleva, por un lado, a erigirse en analogado superior del sufrimiento, rebajando los de los demás a una categoría inferior y por otro, a otorgar a Israel una autoridad suprema, incuestionable, en sus actuaciones, colocando a quien le critique en la banda de los antisemitas.
Es un peligro porque anula lo que la singularidad tiene de universal, de ejemplar. Este abuso de la memoria explica que algunos supervivientes reivindiquen el «derecho al olvido», pues ven en esta forma de memoria una amenaza para la democracia[47]. Claro que hay devotos de esta nueva religión civil que nada esperan de la democracia, tal y como pone de manifiesto Jacques Rancière al analizar la tesis de Jean Claude Milner, Les penchants criminels de l’Europe démocratique[48], Para éste la reacción de Europa a la invasión de Irak decretada por los Estados Unidos sería un acto criminal de las democracias occidentales, porque esa paz significaba la destrucción de Israel. La tesis no era fruto de un calentón, sino resultado de la susodicha «religión civil». Según Milner, la democracia que se impone en Europa tras 1945 es el resultado del exterminio de los judíos europeos, ya que sólo fue posible cuando el viejo continente se liberó del obstáculo mayor para esa democracia, que no era ni el comunismo ni el fascismo, sino el pueblo judío.
Para probar esta extraña tesis, Milner recuerda que lo propio de esa nueva democracia es la ruptura de los límites que han tenido a raya a la barbarie. Esos límites o principios han sido los de «filiación» y de «transmisión», es decir, el respeto a las leyes que atañen a la división de género, la reproducción sexual y la filiación. Como estos principios civilizatorios que caracterizan nuestra democracia son claramente judíos y fueron negados de una manera eminente en el genocidio judío, resulta entonces que «la Europa democrática ha nacido del genocidio y es fiel a esa dinámica al pretender someter el Estado judío a las condiciones de su paz que son las condiciones del exterminio de los judíos» (Ranciére, 2005, 16).
Extravagante resulta esta tesis entre otras razones porque Israel ha esgrimido con frecuencia el orgullo, legítimo, de pertenecer a esa democracia que Milner descalifica. Es verdad que no faltan en la historia de Occidente casos de complicidad entre democracia y terror[49]; ni tampoco escasea entre demócratas el «individualismo egoísta», pero de ahí a decir que propio de la democracia es convertir las relaciones sociales fundamentales entre médico y paciente, entre abogado y cliente, entre profesor y alumno, entre sacerdote y feligrés, en una relación contractual o comercial, parece exagerado. Ranciére recuerda que ya el Marx del Manifiesto apuntaba en esa dirección cuando escribía que «la burguesía había desprovisto de su aureola a todas las actividades consideradas hasta entonces venerables y que provocaban un santo respeto. Ha hecho del médico, del jurista, del sacerdote, del poeta, del sabio, asalariados a su servicio». Marx criticaba esas lacras en lo que él llamaba la democracia burguesa, pero afirmando, al mismo tiempo, que la democracia tenía más recorrido.
La significación epocal de Auschwitz no puede caminar por los derroteros «de la Shoah como religión civil». La alternativa es el camino que emprendió Adorno al plantear la aparición de un «nuevo imperativo categórico». De lo que se trata es de repensar la verdad, la política, la moral y la estética, teniendo en cuenta la barbarie experimentada de una forma extrema en Auschwitz. Ese repensar la razón y la acción tiene por objetivo descubrir momentos ignorados hasta entonces, pero siempre presentes, en la barbarie que ha acompañado a la historia del hombre. Auschwitz no es un cuadro sino una ventana que ilumina la estancia del hombre en el mundo. Si Adorno resume esa iluminación como la consideración «del sufrimiento como condición de toda verdad», el sufrimiento es un momento a considerar no sólo en Auschwitz sino en toda la existencia. Y ese sufrimiento no sólo es teórica y prácticamente significativo para las víctimas judías, sino también para las palestinas y para los esclavos negros y para los amerindios conquistados por los españoles y para los colonizados por los franceses. No se puede hablar de «excepcionalidad judía» más que en el sentido que da Walter Benjamin a esa expresión cuando dice, en la Tesis VIII, que para los oprimidos «el estado de excepción es permanente». No hay excepcionalidad sin sujeto identificable y ése es el oprimido, cualquiera que sea, en cualquier tiempo y lugar. Para todos ellos Auschwitz es significativo porque les hace visibles.
9. La Cuestión Judía recoge textos de un debate entre Bruno Bauer y Karl Marx sobre cómo arreglar la situación política de los judíos alemanes en su tiempo. La solución en la que uno y otro se mueven es la de un Estado laico, aunque cada cual lo entiende a su modo, de ahí la polémica. Para Bauer, en efecto, la desconfesionalización no debe afectar sólo a las instituciones, sino también a los ciudadanos. No acepta que la religión sobreviva, como «un asunto privado», por una razón teológica: la religión es, de por sí, excluyente, por eso llevará esa exclusión a la sociedad y a la política que le den cobijo. Marx es menos radical en cuanto a la extensión de la desconfesionalización. No tiene inconveniente en reconocer que en un Estado laico, como el que defiende Bauer, el ciudadano puede seguir siendo creyente y no tiene por qué hacerse ateo. Las cosas cambiarían si en lugar de quedarnos en el campo de lo que él llama emancipación política (cuya figura jurídico-política es el Estado laico), pasamos al de la emancipación humana. Ahí ya no cabe la religión pero no porque la religión sea en su substancia teológica excluyente, sino porque un ser reconciliado, como es el que Marx imagina en esa emancipación humana, no necesita recurrir a una instancia compensatoria como es la religión.
Entre ambos planteamientos hay una diferencia notable. Mientras que para Marx la religión es consecuencia o expresión de la miseria real, para Bauer la religión tiene entidad política propia. El cristianismo es capaz de una teología política que produce efectos políticos. Por lo que sabemos de la historia de las religiones, obligado es reconocer que la religión pudo funcionar como ideología, en sentido marxiano, pero también sabemos que puede ser algo más. Carl Schmitt no andaba equivocado cuando decía que muchas categorías políticas son secularizaciones de lugares teológicos. La intuición de Bauer —que la religión tiene significación política propia y no sólo derivada— merece ser tenida en cuenta.
Pero si La Cuestión Judía despierta hoy tanto interés es porque es leída desde después. Al fin y al cabo, Marx y Bauer se mueven dentro de una estrategia asimilacionista y, como decía Levinas, el genocidio judío del siglo XX «ha acabado con la asimilación». Leer este debate del siglo XIX desde la Shoah significa confrontar las tesis fundamentales del debate con el antisemitismo y con el nacionalismo judío o, más concretamente, con la existencia del Estado de Israel. Bauer dispara por elevación al profesar un ateísmo militante. Marx se hace eco de muchos tópicos antijudíos, aunque difícilmente pueden traducirse sus afectos antijudíos en antisemitismo. Lo prueban su implicación pública y privada a favor de causas judías y su idea de universalidad, implícita en la emancipación humana, en la que se pueden descubrir trazas del judaísmo. En cuanto a la dimensión nacionalista de la cuestión judía, el debate no denota sensibilidad alguna. Al contrario, a Marx el nacionalismo se le representa como la negación de la universalidad. En su estrategia no cabe el sionismo. La creación del Estado de Israel es un producto del sionismo, un movimiento opuesto no sólo al asimilacionismo, a la diáspora, sino también a esa singularidad de «la casa de Jacob» que ha inspirado el universalismo. Pero hemos visto cómo el sionismo fracasa en su pretensión de informar en exclusiva al nuevo Estado. La Shoah, que Ben Gourion había querido mantener a distancia, acaba siendo el centro identificador del nuevo Estado, lo que equivale a decir que el ciudadano de Israel recupera la identidad dual clásica; por un lado, ciudadano de un Estado y, por otro, miembro del pueblo judío.
Alguien ha escrito que en el sionismo y en la diáspora estaban prefiguradas las dos formas políticas fundamentales, a saber, el nacionalismo y el cosmopolitismo[50]. Dos figuras poderosas que acompañan al judío y que siguen ahí, inasimilables e inevitables, desafiando la reflexión política contemporánea.