Capítulo 8

Las calles estaban desiertas; el fuerte viento helado desalentaba a los paseantes nocturnos. Las aceras estaban limpias, pero la nieve, acumulada en las orillas, se había congelado, tornando dificultoso caminar en algunos puntos. Dejaron los autos estacionados en la casa de Rachel y caminaron en silencio hasta la casa de Sara, donde Jason esperó afuera, mientras ella se cambiaba los zapatos por las botas de cuero que la protegían hasta las pantorrillas. Ambos sabían por qué el no entraba.

—¿Te agradaría pasear por el cementerio de la vieja iglesia? —preguntó Sara.

—Por donde tú quieras.

Marcharon uno al lado del otro, pero sin rozarse, juntos pero solos con sus pensamientos. Ninguno quería empezar a hablar para no tener que arrepentirse de lo dicho.

La zona mercantil estaba clausurada por el festejo; ni siquiera la gasolinera atendía a sus clientes. Jason se levantó las solapas del abrigo y Sara se envolvió la bufanda alrededor del cuello. El viento azotaba sus rostros, pero ninguno pareció notarlo.

—Con cuidado, este lugar está resbaladizo. —Jason la tomó del brazo para luego, no soltarlo.

Main Street serpenteaba por el pueblo, conduciéndolos a los suburbios, donde la iglesia se erguía como centinela sobre el cementerio, ya antiguo, cuando los granjeros concurrían a los servicios en coches tirados por caballos. La oscuridad tormentosa del cielo robaba todo encanto al pequeño camposanto, pero Sara se sentía atraída por su desolación. Entraron por el portón de madera. La nieve que salpicaba la hierba marchita, se había derretido y vuelto a escarchar, en manchones veteados de barro que rodeaban las austeras lápidas cinceladas.

—No es un sitio muy alegre —comentó Jason.

—No, pero es muy antiguo y es un sitio histórico. Aquí está mi lugar favorito. —Sara se dirigió a un grupo de lápidas similares entre sí.

—Abigail, esposa de Joshua. —Jason leyó la inscripción casi borrada por el tiempo—. Y aquí, Patience, esposa de Joshua. Y Elisabeth, esposa de Joshua. Indudablemente, gastaba a sus esposas. ¿Por qué es tu favorito?

—Creo que favorito no es la palabra adecuada. Me llega, porque es muy triste. Mira lo jóvenes que eran las dos primeras. Quizá murieron al dar a luz. No puedo dejar de preguntarme cuáles eran sus pensamientos, qué sentían acerca de la vida.

—Las mujeres de esa época no tenían demasiado tiempo para sentarse a filosofar sobre la vida. Él sólo poner una comida a la mesa era una tarea que les llevaba el día entero.

—Tú siempre piensas en lo práctico —lo acusó.

—¿Es tan terrible? Ojalá pudiera convencerte de que fueras práctica. Tal vez, entonces comprendieras que deseamos lo mismo: uno al otro.

Ella se alejó, avanzando entre parcelas cercadas por antiguas rejas de hierro, sin mirar atrás para comprobar si Jason la seguía. Dolida por su actitud, Sara no deseé señalarle el sitio donde yacía el Soldado de la Guerra Civil o mostrarle el solar donde descansaban sus antepasados.

Sara se movió con rapidez, a pesar de lo difícil que era hacerlo, pero necesitaba consumir su frustración. El muro de piedra mostraba depresiones irregulares en los parajes donde las rocas se habían derrumbado, sin ser remplazadas. Pasó por una sección particularmente baja y siguió por un áspero sendero por detrás del cementerio. Más lejos aun, se vislumbraba una hondonada oculta tras los árboles, por donde corría un arroyo cristalino. Cuando Jason le dio alcance, la tomó del brazo y la obligó a aminorar la marcha. El sendero era demasiado angosto para los dos, y Jason caminó detrás de ella hasta llegar a una pasarela de madera carcomida por los años y que cruzaba por encima del agua.

—No corras —dijo él—. El cielo amenaza tormenta.

—No estoy lista para regresar.

—De acuerdo. Nos quedaremos aquí por un rato.

Jason le rodeó los hombros con su brazo, temblando con ella al recibir un nuevo impacto del viento. Algunos copos de nieve bombardearon las vigas de madera de la pasarela, pegándose como azúcar espolvoreada sobre su pastel.

—No sé cómo voy a partir sin ti —arguyó él, abrazándola con más fuerza.

—No te vayas, Jason. Hay casas por todas partes. Puedes trabajar acá.

—Sara, por favor, compréndeme. El trabajo que realizo es altamente especializado. No puedo trabajar en Banbury.

—Y yo no puedo dejarlo.

—Como mi esposa no tendrías por qué temer a los nuevos pueblos o ciudades. Me tendrías a mí para ayudarte a adaptarte a ellos.

Metió los guantes en el bolsillo, le tomó el rostro entre las manos y la besó con tal ternura que la hizo estremecer.

—Cásate conmigo, Sara. Por favor.

—Lo deseo, Jason, pero...

—¿Pero?

—Debemos vivir en un sitio. No obligaré a mis hijos a cambiar de escuela en escuela, de ciudad en ciudad, siempre siendo extraños.

—Nuestros hijos amarán las nuevas experiencias. Aprenderán a sobrevivir a cualquier situación.

—No, Jason, me pides que sacrifique el estilo de vida que amo, pero no transiges en cambiar el tuyo.

—¿Me estás diciendo que soy egoísta?

—Quizá. No lo sé.

—Sara, sinceramente no puedes creer que haría feliz a alguno de los dos el que yo abandone mi carrera. No puedo ir a trabajar a un banco. He dedicado muchos años de mi vida para llegar a donde estoy. Lo que hago con los edificios históricos, nadie puede hacerlo mejor. ¿En realidad, me pides que lo abandone?

—No, no puedes. Lo entiendo; pero sé que jamás seré una emigrante, una nómade que no pertenece a ningún sitio, y no tendré hijos si deben vivir de ese modo.

Estaba tan agitada, que al volver el rostro para alejarlo del de Jason, la nieve la golpeó con furia, pero ni siquiera lo notó.

—No todos los niños se encierran en una cápsula cuando se los expone al mundo de la realidad —argumentó él—. Tu hermano se unió a la Marina; él debe haber disfrutado de los viajes de tus padres.

—¡Yo no soy mi hermano!

—Pero utilizas hijos inexistentes como excusa para esconderte de la vida.

—¡No es así! Tengo tanto derecho como tú a elegir mi vida.

—¿Qué tiene este lugar que te atrapó de esta manera? Podrías cambiar Banbury por millares de otros pueblos de Nueva Inglaterra y no distinguir la diferencia.

—Tú hablas de edificios; yo hablo de la gente.

—Por lo que puedo apreciar, tus amigos son bastante mayores como para ser tus padres. Excepto Roger. ¿Tiene él algo que ver en esto?

Sara meneó la cabeza; no deseaba hablar de Roger.

—Quizá lo tenga —continuó Jason irónico—. Si Roger no existiera, lo inventarías, del mismo modo que creaste un pintoresco pueblecito en tu imaginación.

—¿Qué quieres decir? —Sara sintió que la sangre fluía a su rostro, impulsada por la ira.

—Banbury es un espejismo. Lo que en realidad es y lo que crees que es, son dos cosas diferentes. Vives en un cuento de hadas, Sara, con tu propia versión del Príncipe Azul. Hasta el nombre del lugar es un romántico desatino. "Cabalga sobre un corcel hacia Banbury Cross."

—Si eso es lo que piensas, puedes dejarme sola. Es lo que quise que hicieras desde el principio.

—¿De veras? Lo dudo.

Sara se dio vuelta, furiosa, y corrió por los tablones húmedos de la pasarela. Las suelas de cuero de sus botas, resbalaron por la madera cubierta de escarcha y quedó tendida sobre el puente.

—Querida, deja que te ayude —rogó él, acunándola en sus brazos luego de arrodillarse junto a ella.

—No me lastimé —replicó, reprimiendo las lágrimas.

Jason la ayudó a ponerse de pie y se preocupó al verla encogerse de dolor.

—Mi tobillo.

—No te apoyes en él.

—No, está bien. Supongo que está torcido.

—Apóyate en mí.

Sara se rehusó, descendiendo por el sendero sin ayuda, a pesar de las punzadas de dolor que le atravesaban el tobillo.

—Apuesto lo que quieras a que el tobillo te duele terriblemente —aseguró él—. Tu terquedad te meterá en serios problemas algún día, Gilman, Sara.

—Oh, déjame en paz —respondió, tragando las lágrimas de dolor.

—¿Es ésa la solución que tienes para todo? ¿Correr y esconderte en un rincón?

—¡Me pones frenética! —Sara se volvió para enfrentarlo con las mejillas cuarteadas por lágrimas amargas y ardientes.

—Oh, Sara.

Envuelta en sus brazos, sollozó contra su pecho, mientras la nieve caía cada vez con más fuerza.

—Creo que será mejor que salgamos de este lugar mientras podamos ver hacia adonde vamos —aconsejó él.

Jason la guió con mano firme, confiado en que el sendero los llevaría a la iglesia. Los copos golpeaban contra las lápidas, haciendo la visibilidad cada vez más escasa. Casi cegados por la nieve, cruzaron el cementerio sorteando los monumentos de piedra.

—Revisemos la iglesia —gritó él, por encima del fragor del viento.

Jason corrió el pasador de la puerta de la iglesia de piedra que chirrió con un sonido metálico. Adentro del recinto, el aroma de cera derretida y el aire caldeado, los invitaron a refugiarse allí. Sara dejó de lado toda pretensión de normalidad en su marcha y, saltando sobre un pie, fue hasta un banco en la pared trasera. Se dejó caer exhausta. Podía sentir la hinchazón del tobillo dentro de la bota, pero no comunicó a Jason lo mal que estaba.

Él se arrodilló a sus pies, provocando protestas a las que no dio importancia. Desabrochó la bota y se la sacó con delicadeza.

—¡Diablos! ¡Y caminaste hasta aquí con ese tobillo! —El tono era de reproche y preocupación. Cuando palpó la hinchazón, Sara no pudo contener un grito—. Lo siento. Probablemente está dislocado. —Jason volvió a colocarle la bota sin cerrarla—. Iré a buscar mi auto y te llevaré a casa.

—Nieva mucho y podrías perderte. La gente camina en medio de la ventisca y a veces muere a escasos metros de su casa.

—¿Te preocupas por mí, Sara?

Ella no contestó y, poniéndose de pie, llegó a saltos hasta uno de los ventanales laterales de la nave. Afuera la nieve golpeaba con furia contra los cristales impidiéndole ver las siluetas de las tumbas.

—No debes apoyar ese pie —le aconsejó él.

—Quédate conmigo hasta que deje de nevar —le rogó Sara.

—Lo haré si te sientas.

La llevó hasta el asiento más cercano, un banco oscuro de respaldo muy alto que se extendía hasta la mitad de la iglesia. La madera lucía la pátina que sólo puede dar la edad, brillante pero apagada por el uso de generaciones de feligreses. Sara se deslizó sobre el suave asiento, haciendo un lugar para que Jason se sentara a su lado.

Permanecieron unidos con las manos entrelazadas mientras observaban fijamente el sencillo altar en el santuario.

—Ojalá entendiera —murmuró Jason para sí.

Sara se tensó y él le apretó la mano para serenarla. Una sensación de paz comenzó a invadirla y no quiso quebrarla con palabras.

—Cuántas palabras se han desgranado desde ese púlpito a través de los años —comentó él—. Me pregunto cuántas prendieron y cambiaron las vidas de los oyentes.

—Las palabras pueden ser poderosas.

—Pero los sentimientos son más fuertes. —Jason no se refería a sermones o congregaciones—. Oigo tus palabras pero se contradicen con otras señales que me envías. Creo que me quieres tanto como yo a ti. Creo que me amas.

—Sí, es verdad —musitó Sara.

—Entonces, ¿por qué debe ser a tu manera o nada?

—Eso no es lo que pido. Abandonaré Banbury, pero no para ser arrastrada de un lado al otro como parte de tu equipaje por el resto de mi vida.

—¿No crees que podamos llevar una vida agradable a menos que nos afinquemos en algún sitio para siempre?

Sus palabras lo condenaban; no había nada más que decir.

—Sara, si rompo el contrato de Ohio podrían demandarme. Lo menos que pueden hacerme es arruinar mi reputación.

—Y después de que termines en Ohio, ¿qué sucederá?

—¡No hay forma de saberlo!

Jason le soltó las manos y, poniéndose de pie, se paseó irritado a lo largo de la nave mientras ella permanecía sentada. Hasta que olvidándose del dolor, Sara se acercó a él, lo rodeó con sus brazos y se colgó de su cuello. Permanecieron así por mucho tiempo, tratando de olvidar los problemas que los aquejaban.

—Si supiera por qué sientes ese odio por las mudanzas, podría ayudarte —dijo Jason, desolado, aspirando el aroma de su cabello.

Las escenas del pasado se presentaron a empellones en la mente de Sara. Tomadas separadamente, eran escenas triviales: su madre llorando porque su padre debía separarse de ellos por seis meses; la furia de su hermano porque debía abandonar el equipo de hockey en plena temporada; ella misma comiendo sola en una cafetería escolar llena de estudiantes que se conocían, o caminando por una calle polvorienta, herida porque un falso amigo la había insultado. Nada que dijera podría explicar lo mucho que odiaba ser desconocida, lo mucho que temía infligir esta clase de vida a sus hijos si los tuviera.

—Temo... —comenzó ella.

—Conmigo no puedes temer —dijo él, desesperado—. Sara, quizá fuiste tímida en tu infancia, pero ya lo has superado. Puedes manejar cualquier situación. Lo demostraste hoy; yo fui el que se comportó como un latoso atacándote frente a veinte personas en la mesa.

—Eso no fue muy agradable, lo admito. Estaba lista para atravesarte con el tenedor.

—Eres una luchadora. Puedes soportar mi manera de vivir. No tienes por qué esconderte en una casita como una solterona frígida.

—¡Jason!

—Muy bien, como una solterona retirada. Puede sonar mejor pero es exactamente lo mismo. Te alejas de la corriente vital.

Sara se alejó de su lado y apoyó la frente en el vidrio de la ventana.

—¡Sara!

Ella reaccionó a la agonía de su voz, que se elevó hasta las vigas macizas del techo que absorbieron las palabras y dejaron la pena desnuda entre ellos. Entonces Jason se posesionó de su boca manteniendo el encuentro casto de los labios con los ojos nublados por la emoción.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó él.

—No lo sé.

—No puedo continuar así. Debe haber un límite para la tortura que estoy padeciendo.

—Jason ¡no quiero que sufras!

—Lo sé, querida, lo sé. —Se acercó a ella y le acariciadla mejilla, pero ella no reaccionó—. Casi dejó de nevar... Creo que no habrá otra ventisca.

¿Acaso ella había esperado que la ventisca continuara para mantenerlo prisionero?

—Iré hasta la casa de Rachel. Dame las llaves de tu auto y lo traeré, así no tendrás que preocuparte por ir a buscarlo. Cuando llegues a tu casa, pon hielo sobre el tobillo y mantenlo en alto, y llama al médico si te molesta demasiado.

—Sí, claro.

Esperando a Jason los minutos semejaron horas y la paz de la iglesia se le antojó opresiva pues sólo pensaba en el dilema que le planteaba el amor. Pero no tenía solución.

La puerta se abrió de golpe y la sobresaltó.

—Permíteme que te ayude a bajar los escalones. Están resbaladizos —dijo Jason.

Afuera de la iglesia, la tomó en sus brazos y la llevó hacia el auto. Su expresión era distante. Ella lo perdía; lo sentía igual que al frío que le golpeaba el rostro. Conocía las palabras que lo retendrían, pero el miedo y la confusión las mantuvieron encerradas en su garganta.

Jason la llevó hasta su casa. La tristeza era el sentimiento predominante en esos momentos.

—No sé adonde vamos de aquí en más —comentó él, con voz opaca.

—¿Quieres entrar... para hablar?

—¿Hay algo más que decir, Sara?

Él desafiaba los últimos restos de su orgullo, forzándola a responder fría y duramente:

—No, creo que ya dijimos todo.

Jason la dejó de pie en el frío, dándole la espalda sin una mirada de despedida. Con los ojos nublados por las lágrimas, lo vio marchar en busca de su propio auto.

Los días se transformaron en semanas. Sara escondió el almanaque en un cajón y enmudeció la campanilla del teléfono. Se sumergió de lleno en el trabajo del banco; hizo y compró regalos de Navidad para amigos y familiares; horneó suficientes bizcochitos para comer durante meses; fue de compras y creó nuevas decoraciones para la casa utilizando el dinero reservado para la rueca. Y todo para mantenerse ocupada y no pensar.

Llegó el invierno y con él una tos persistente que la atacó, dejándola tan débil que debió acudir el médico para atenderla. La tos disminuyó, pero las ojeras se profundizaron, preocupando a Rachel, quien vigiló a Sara día y noche. Sara agradeció la atención de su tía, pero sus preguntas la molestaban. Cuando sus padres lograron comunicarse con ella por teléfono, supo que Rachel les había informado por carta de su enfermedad. Rió con su padre y a su madre le aseguró que los extrañaba, pero que estaba muy bien. Esperó que le creyeran.

Mantener las manos ocupadas era una tarea fácil: pero Jason ocupaba sus pensamientos y sus sueños, en el trabajo y en su casa. Por más que hiciera no podía apartarlo de su vida. El teléfono jamás sonó sin provocarle un instante de pánico y el timbre de la puerta le llevaba el corazón a la boca. Pero sus temores no tenían fundamento.