Capítulo 6

Amaneció con vientos helados que impulsaron pesadas nubes grises sobre el pueblo. Cuando esa tarde Sara salió del banco, el cielo estaba negro y amenazador. El frío la refrescó después de un día de calor sofocante en el banco, pero caminó a paso vivo por la calle Locust, ansiosa por llegar a su hogar antes de que se descargara una tormenta. A una cuadra de su casa vio que el auto deportivo de Jason se detenía frente a su puerta. Él la descubrió en la calle y le bloqueó el paso.

—¿Llegué antes que Roger? —preguntó él.

—Roger no viene hoy —respondió ella, tajante.

—Mejor. Entonces puedes venir a dar un paseo conmigo.

—Estoy cansada, Jason. Preferiría quedarme.

—Yo también estoy cansado. Cansado de venir y no encontrarte en casa. ¿Pasaste un buen fin de semana?

—Encantador. En verdad disfrutamos mucho haciendo compras en una ciudad más grande —comentó ella, despertando la curiosidad de Jason, deliberadamente.

—Oh, ¿y qué ciudad fue ésa? —inquirió él con fingida indiferencia.

—Brattleboro. Ah, a propósito, encontré la cerveza. ¿Gustarías entrar a tomar algo?

—No. ¿Qué hiciste en Brattleboro?

—A la noche fuimos al teatro y vimos un musical excelente. Además cenamos en Whitney. Preparan comidas deliciosas con costillas de primera. Y... hace bastante frío aquí afuera. ¿Estás seguro de que no quieres entrar?

—Vamos a dar un paseo, ¿recuerdas?

—Recuerdo que lo sugeriste, pero no recuerdo haber aceptado.

—Entra al auto, Sara.

—Creí que estabas interesado en oír acerca de las compras navideñas que realizamos la tía Rachel y yo en Brattleboro.

Para ocultar su alivio ante la mención de la tía Rachel, él gruñó, amenazador:

—¿Entras al auto o tengo que levantarte y arrojarte adentro?

Su tono demostró que no era una amenaza ociosa y Sara se rindió subiendo al auto sin protestar. La puerta cerró suavemente aunque ella hizo lo imposible para que demostrara su furia. Lo observó apretando los labios mientras él subía y encendía el motor, pero interiormente estaba satisfecha por la expresión de alivio que cruzó por el rostro de Jason cuando oyó el nombre de Rachel.

Aunque las butacas estaban tan próximas que el brazo de Jason rozaba a veces la manga de su abrigo, anduvieron bastante tiempo como si el otro no existiera, sin siquiera intentar pronunciar palabra.

—¿Adonde vamos? —preguntó ella, cuando dejaron atrás los límites de Banbury.

—A Boston.

—Habla en serio.

—No lo he decidido todavía. A cualquier parte fuera del pueblo. Está empezando a influir en mí.

Ella reprimió el impulso de defender el pueblo, ya que Jason era inmune hasta a las características más salientes: el apacible parque pueblerino, un lugar de reunión de los lugareños con bancos de tablones de madera y un estrado para la orquesta con adornos de brillante enrejado blanco. Él sólo se interesaba en las cosas que pudiera desarmar, pintar, moldear o barnizar. Probablemente, ni siquiera notaba el contorno gris oscuro de la pintoresca cerca de piedra por la que pasaban en ese momento, una de las tantas en el valle boscoso y que marcaba los límites de los pastizales bien cuidados.

—Debes tener algún destino en mente —acotó ella, sintiéndose confinada en medio de la negrura del cielo y la cápsula metálica del auto.

—Podríamos ir por la carretera del Puente Cubierto —replicó él, sin darle importancia.

Los caminos de esa parte del estado serpenteaban sin ningún patrón fijo, haciendo curvas para no partir los campos planeados hacía siglos, rodeando bosquecillos de arces antiquísimos y evitando los bajos muros de piedra. Luego de lo que pareció un largo trecho, Jason se detuvo al costado del camino, a corta distancia del puente cubierto, uno de los muchos que aún salpicaban la campiña de Vermont. En la oscuridad éste semejaba un enorme granero, pero el interior parecía una caverna oscura.

Caminaron codo con codo pero sin rozarse hasta la estructura protectora, contentos de llegar al refugio contra el viento.

—Adoro los puentes cubiertos —recalcó ella, haciendo un esfuerzo por parecer indiferente—. ¿Puedes imaginarlo dando albergue y refugio a una pareja de enamorados hace un siglo?

—No fueron construidos para que los adolescentes románticos pudieran acariciarse sin ser molestados —replicó cínico—. Los puentes cerrados se hicieron por razones económicas. Era más barato proteger las vigas del piso, que remplazarías frecuentemente.

—Tú sí que sabes cómo desnudar de romance a las cosas, pero aun así, amo este viejo puente.

—El techo puede que sea viejo, pero en la actualidad, sólo es decorativo. Mira abajo y encontrarás nuevas vigas de acero empotradas en concreto. Los armazones de madera se dejaron para los turistas y los pintores domingueros.

—Estás decidido a arruinarlo todo —se quejó Sara.

—No, arruinar no —la corrigió él, poniéndose a su espalda—. Sólo haciéndote ver las cosas como realmente son.

—Está demasiado oscuro aquí —alegó ella, para cambiar de tema y se alejó de su lado—. Un auto no podría vernos.

—No hay tránsito esta noche y si viniera un auto, veríamos las luces y lo oiríamos. Hasta un camión podría pasar sin molestarnos si nos mantenemos de este lado del puente.

—Por lo menos no trates de decirme que estas aberturas no están acá para servir de ventanas sobre el agua —observó Sara, acercándose a un hueco entre los tablones que estaba más arriba de su cintura.

—No diré una palabra en contra de la necesidad de una luz en el interior del puente.

—¡Muchísimas gracias!

Con un movimiento inesperado, él la alzó y la depositó en la saliente sobre la madera áspera, sin otra protección para sus piernas que las medias.

—¡Jason! Bájame de aquí.

—Disfruta de la vista. No me necesitas para bajarte de allí.

—Si me resbalo, ¡me llenaré de astillas!

—Sí, podría ser, pero soy un brujo con la aguja y las pinzas.

—¡Eres un sádico! ¡Aborrezco las astillas! Cuando era pequeña y mi madre debía extraer alguna que me hubiera clavado, cerraba todas las puertas y ventanas para que los vecinos no oyeran mis gritos.

—Debes haber sido terrible. —Se acercó tanto que Sara quedó prisionera en la saliente.

—¡Jason, bájame!

—Algunas personas jamás recuerdan las palabras mágicas.

—Oh, de acuerdo. Por favor.

—Por favor, ¿qué?

—Por favor, bañado en caramelo, bájame de esta maldita saliente astillosa.

—Con gusto.

En cuanto estuvo en el suelo, Sara se deslizó hasta el centro del puente haciendo sonar sus altos tacones. Pero tomando ventaja de la oscuridad reinante, siguió en puntas de pie hasta encontrar un escondite detrás de una viga que sobresalía del muro.

—Sara, sé que estás allí.

Retuvo el aliento al sentirlo a sólo unos pasos de distancia, pero cuando pasó a su lado, se deslizó sin ruido al otro lado del puente.

—Estás jugando con fuego, Gilman, Sara. Cuando gano a las escondidas exijo una prenda.

La risa ahogada de Sara la descubrió y antes de que pudiera cambiar de lugar, él la encontró.

—La prenda —exigió, tomándola de la mano y acercándola a él.

El rostro de Jason estaba tan cerca del suyo que podía sentir el hielo de su aliento en el aire frío. Cuando él intentó besarla, ella eludió la caricia aunque la deseaba.

—No puedes librarte —aseguró él, deslizándole los dedos entre el cabello de la nuca.

Todo su cuerpo respondió al beso que siguió y sin pensar, Sara le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Cuánto tiempo más me privarás de tu amor? —preguntó él con voz angustiada.

—Por favor, llévame a casa —rogó ella sin saber qué responder.

Él la soltó y regresó al auto. Sara lo siguió regalándose con el aroma de la madera húmeda y de los campos. En cuanto abandonó el refugio, un copo de nieve le golpeó la frente.

Jason la esperaba al lado del auto con los cabellos cubiertos de gruesos copos lanosos. Ella se los sacó, más por el deseo imperioso de tocarlo que por hacerle un bien. Cada vez nevaba con más fuerza y sólo se veía a unos pasos de distancia.

—Entra al auto. Parece que el cielo se derrumba —le dijo él.

—La parte húmeda por lo menos —comentó ella, intentando desprender la nieve que cubría su abrigo antes de subir al auto.

La visibilidad era casi nula debido a la espesa cortina de nieve que seguía cayendo. Jason giró el auto en redondo.

—Cae muy fuerte —comentó Sara—. ¿Puedes ver lo que hay adelante?

—¿En el camino? Sí, lo suficiente como para que te sientas segura. El auto funciona muy bien bajo condiciones adversas.

—No me preocupo —dijo ella, fría—. Después de todo, viví al norte de Michigan. Allí también teníamos ventiscas.

—Esta aún no es una ventisca, pero si cae demasiada nieve, el viento creará algunos amontonamientos profundos.

Jason guió con mucha concentración, forzando el auto a pasar sobre la nieve acumulada en pequeñas hondonadas.

—¿Está resbaladizo el camino? —El silencio de Jason le demostró que la pregunta era ociosa.

Sara se sintió aliviada al llegar a una carretera algo más transitada, pero la intensidad de la tormenta iba creciendo, tornando el andar cada vez más peligroso. Las luces de los autos que venían en sentido contrario, casi no se veían hasta que se estaba frente a ellos y el peligro de topar un auto que se deslizara a menor velocidad o que estuviera detenido en la misma franja de la carretera, era cada vez mayor. Jason miraba con frecuencia por el espejo retrovisor, observando las luces de los autos que se acercaban por atrás.

—Me alegra que tú seas el que conduce —admitió Sara, sabiendo por experiencia que la habilidad del conductor era esencial en una ventisca.

Un pequeño error de cálculo podía terminar en un trompo, o en un choque contra cualquier obstáculo a la vera del camino. En una tormenta como ésta, los majestuosos arces que bordeaban el camino eran una verdadera amenaza.

Llegaron a Banbury donde varios autos detenidos en las calles, hicieron que el corto trecho que los separaba de la casa de Sara resultara muy difícil. Los vehículos estaban abandonados, pero Jason no dejó de cerciorarse por si había algún conductor por el que pudiera hacer algo. En algunas calles estaba libre un solo carril y el tránsito se deslizaba lentamente. Los montículos de nieve crecían rápidamente en el sendero de entrada de su casa, pero Jason los atravesó, prefiriendo dejar el auto cerca de la puerta para protegerlo de los conductores cegados por la nieve.

—Esta excursión no fue una de mis ideas brillantes —observó Jason sonriendo por estar a salvo—. No esperaba que la tormenta se descargara tan pronto.

Ella rió, pero notó que el parabrisas se había cubierto de nieve en cuanto dejó de funcionar el limpiaparabrisas.

—Bueno, supongo que será mejor que entres.

—Deberías hacer eso más a menudo.

—¿Qué?

—Reír e invitarme. Algunas veces me haces sentir absolutamente inoportuno.

—Oh, Jason, ¿qué voy a hacer contigo? —Ella abrió la portezuela del auto, divertida.

Él se apresuró hasta llegar a su lado con la nieve mojándole los vaqueros al cruzar un montículo del sendero.

—Tómame del cuello —ordenó él, bajando la cabeza.

—¡No puedes llevarme!

—No puedes caminar con esos zapatos.

Era verdad; llevaba zapatos abiertos en los talones y cruzar el sendero con la nieve hasta los tobillos, no sería agradable. Riendo y protestando, permitió que él la llevara hasta el porche, donde la dejó para regresar corriendo al auto de cuya cajuela extrajo una bolsa de papel después de cerrar las portezuelas. Sara entró a la casa con sólo el cabello húmedo, pero Jason estaba empapado hasta las rodillas. Él sacudió los zapatos para desprender la nieve, pero los pantalones se pegaban a sus piernas.

—Quizá sea mejor que te sumerjas en la bañera con agua caliente mientras pongo tus vaqueros en el secarropas —sugirió Sara sin reservas y sumiéndose en la clase de situación que ella más temía. Jugar al ama de casa con Jason era como jugar con fuego y sabía que se quemaría.

—Apreciaría una ducha caliente —agradeció él, sacudiendo la nieve de su abrigo—. Vine aquí directamente del trabajo.

—No hay ducha, sólo cuento con una bañera.

—Estoy dispuesto si tú te animas.

—¡Jason! Por favor no hagas eso. Puede que estés varado en casa, pero eso no altera las cosas.

—Buscaré un cuarto en un hotel, si lo prefieres.

Ella aún no había pensado en eso, pero era obvio que él estaba varado. No podría conducir de regreso a Stafford en medio de la tormenta. Los caminos estarían completamente intransitables, si no lo estaban ya.

—Temo que eso sea imposible —respondió ella, pesarosa—. El único hotel del pueblo fue convertido en hogar de ancianos hace un par de años. Hay una larga lista de espera para ingresar y debes tener más de sesenta años. No hay lugares disponibles.

—Quizá la nieve cese y salgan las barredoras —insinuó Jason, esperanzado.

La mirada furiosa que Sara le envió, debía fulminarlo, pero la sonrisa que él esgrimió como respuesta le dijo lo mucho que Jason disfrutaba de la situación. Tenía un invitado, sin importar lo molesto que le resultara.

Él colgó la chaqueta en el armario y empujó la bolsa de papel hasta un rincón del piso. Sara lo notó pero no formuló ninguna pregunta.

—Deja los vaqueros fuera del baño. Los echaré en el secarropas. Las toallas están en el gabinete del baño. Toma el tiempo que necesites. Debo pensar en algo para la cena.

—Gracias —dijo él y desapareció en el baño.

Rápidamente recogió la ropa que Jason dejara en el suelo, los pantalones y lea calcetines. Enjuagó los últimos y, reuniendo todo, lo echó en el secarropas, ya que no podía proveerlo de ropa seca apropiada. Los hombros de Jason eran demasiado anchos para introducirlos en cualquiera de sus batas por más amplias que fueran.

Si ella era diestra en algo, eso era la cocina. Mezcló un poco de quiche y preparó una ensalada rápida, agregando queso y láminas de jamón para que la comida fuera nutritiva. Batía la mezcla favorita de hierbas en una botella con vinagre, cuando notó la presencia de Jason.

—No dejes que te interrumpa —le dijo, sonriendo—. Disfruto viéndote trabajar.

Jason llenaba el vano de la puerta con su físico envuelto en una toalla que dejaba el torso al aire. El vello oscuro se rizaba sobre el pecho y se adhería a sus piernas. Sara sintió deseos de frotarlo con una toalla seca antes que él se enfriara. Los blancos pies descalzos lo hacían parecer vulnerable, aunque ella no pudo decir por qué y tuvo que luchar denodadamente contra el impulso de protegerlo.

—Veré si se han secado los vaqueros. —Sara echó a correr por el pasillo, antes de volver a mirarlo.

Las piernas del pantalón todavía estaban húmedas, pero no así los calcetines. Después de hacer funcionar el aparato nuevamente, cerró la puerta de un golpe, molesta por tener que entregarle los calcetines. Jason seguía en la cocina oliendo el aderezo para la ensalada y ella evitó enfrentarlo dejando los calcetines sobre la mesada.

¿Qué le sucedía? Siempre había ayudado a su madre con el lavado, ocupándose de la ropa de su padre y hermano y ahora actuaba como una adolescente tonta imaginando que había una intimidad indebida al manejar un par de calcetines.

—Gracias. Debo creer que mis pantalones no están secos.

—Todavía no. Los dejé unos minutos más en la secadora.

—Bien, me pondré lo que tengo a mano.

La camisa de franela escocesa lo cubría hasta los muslos, y los calcetines le llegaban a las rodillas, por lo que Sara no tenía por qué sentirse avergonzada por su presencia. Los hombres usaban mucho menos en la playa, recordó, manteniéndose ocupada para no mirarlo.

—¿No usaremos mantel de hilo y candelabros de cristal? Creí que por lo menos servirías la cena en la sala.

—Serás alimentado, pero no es una cena de gala —respondió ella disgustada por sentirse aludida.

—Por cierto, yo no soy el presidente del banco.

—Vicepresidente —lo corrigió ella, irritada, pero luego comprendió que Jason continuaba provocándola.

—¿Puedo ayudar en algo?

—No, todo está listo, excepto el quiche. Necesita un tiempo más en el horno.

—¿Te molesta si tomo una cerveza de las que traje?

—Me alegraré cuando hayan desaparecido de mi refrigerador. ¿Fue necesario que compraras dos docenas?

—Odio correr a la tienda. —Jason se sirvió una de las latas haciendo más ruido del necesario para abrirla y tomó un largo sorbo.

—Si bebes tanto estarás gordo en poco tiempo —advirtió ella, deseando castigarlo por sus piernas musculosas y firmes.

—Aborreces cualquier situación que escapa a tu control, ¿no es así?

Sorprendida por la verdad que encerraba la afirmación, se defendió con calor.

—No tiene nada de malo que una mujer sepa lo que desea de la vida.

—Eso no tiene que ver con lo que dije. Sólo trato de comprender por qué niegas tus propios sentimientos y te aferras a un estilo de vida en lugar de vivirla —le dijo, acercándose.

—Lo que hago con mi vida no es de tu incumbencia.

—Ojalá no lo fuera —adujo con tristeza—. Eres la última mujer que hubiera elegido para que fuera importante en mi vida.

—Veré si los pantalones están secos.

—Olvídalos. Puedes escapar de mí, pero no podrás escapar de ti misma, Sara.

—¡No tienes derecho a abrir juicio sobre mí! No escapo porque ya estoy donde quiero estar.

—¿De veras? Sé que no tengo derecho sobre ti, y me está volviendo loco.

Cubrió la distancia que los separaba en dos zancadas y la tomó por los hombros antes de que ella pudiera retroceder. Sara sintió que la sangre le fluía a los labios cuando él atacó su boca con fuerza vengativa.

—Me haces doler —jadeó ella al quedar un minuto libre de sus besos.

—¿Qué crees que estás haciendo conmigo?

Él le apretó las nalgas, atrayéndola contra la dureza de su deseo. Enfurecida por las sensaciones que recorrían sus ingles, Sara luchó empujándolo con las manos contra el pecho, pero sin obtener resultado.

La alarma estridente del horno los separó. Ella se inclinó para examinar el quiche con manos temblorosas y las nalgas doloridas donde le había clavado los dedos. Estaba tan furiosa que casi no veía. Sacó la asadera del horno y la depositó con rudeza sobre la mesada.

—Lo siento —se disculpó él.

—¡Me lastimaste!

—¡Dije que lo sentía!

—Eso no ayudó en nada.

—Eres la mujer más obstinada y rígida que he conocido en mi vida —afirmó Jason airado, mientras la sangre teñía sus mejillas, dejando manchas rojas en el rostro.

—Me odias porque encontraste la horma de tu zapato. En lo que a mí respecta, puedes hacer lo que desees hasta cansarte. ¡No quiero estar enamorada de un nómada!

—¿Enamorada, Sara?

—¡No!

—¡Mírame!

La tomó por los hombros y la aprisionó contra la puerta del refrigerador. Ella giró la cabeza para no mirarlo, resintiendo más el dominio que él tenía sobre su corazón que las manos que la mantenían prisionera.

—¿Estás enamorada, Sara? —repitió con voz cálida.

—¡No resultará!

—¿Pero existe amor?

—Debiste permanecer alejado. Yo deseaba que lo hicieras.

—¡No soy tan fuerte!

Jason le besó levemente la frente mientras sus manos descendían por las caderas. Ella se sintió presa en el vértice de un torbellino y arrastrada por una furia de sensaciones. El rígido control que había ejercido sobre sí, se le escapaba de las manos al recibir la magia de las caricias.

Después de soltar el cierre de la falda, Jason empujó la prenda hacia abajo, dejándola caer al suelo en una montaña de lana verde alrededor de los pies de Sara. La siguió la enagua de cintura, pero ella sólo prestaba atención a Jason, cuyo rostro se frotaba contra su mejilla, mientras las manos se deslizaban debajo de las finas medias.

—Me odio por hacerte sufrir —susurró él, acariciándole la carne que minutos antes apretara.

El cuerpo de Sara pareció amoldarse al contorno del de Jason, los senos aplanados contra el torso del hombre que la alzó para estrecharla más contra él. Con el entendimiento nublado por el deseo, Sara sintió que el mundo giraba sólo para los dos, hombre y mujer, amante y amada.

—¿Vendrás... conmigo... a tu dormitorio? —preguntó él, enunciando cada palabra entre besos exigentes que corrían de la boca al cuello de marfil.

La palabra "no" la abandonó; rehusarlo ahora estaba más allá de sus posibilidades. Mientras la llevaba a la semioscuridad de su cuarto, se aferró a él con cada fibra de su ser. Por un instante notó la nieve que se iba acumulando en la ventana y las cortinas que se movían, impelidas por el aire caliente de la chimenea. Entonces Jason la depositó en la cama y encendió la lámpara de la mesa de noche. De ahí en más, todo lo que vio fue a Jason.

Tenía la camisa manchada de pintura y de pronto, Sara odió la tela que ocultaba su cuerpo. La desprendió con dedos temblorosos y al ver la expresión de placer pintada en su rostro, se llenó de regocijo. Él la ayudó, sacándosela y estremeciéndose al sentir las palmas frías que cubrían su pecho, para luego descender debajo de la banda elástica de los calzoncillos.

—Déjame desnudarte primero —susurró él, arrodillándose a su lado, y despojándola de las prendas como en un ritual.

Jason se maravilló ante cada centímetro de piel trémula que se revelaba a sus ojos hambrientos. Trazó el contorno de los pezones con la punta de la lengua, mientras acariciaba, sensual, la suave piel del abdomen. Lanzó un suspiro de placer al sentir que los pezones respondían con la erección y Sara le acarició la nuca, atrayéndolo contra su cuerpo tembloroso. Tuvo la extraña impresión de estar observando a otra mujer adueñada de su cuerpo, pero se dejó llevar por la corriente de deseo que él generaba.

La inmensidad de su amor por este hombre, le hacía adorar cada detalle de su cuerpo y desear su placer más que el suyo propio. Las diferencias de sus cuerpos, ambos delgados y perfectos, eran milagros que debían explorarse con una sensación de prodigio. El amor no era un sentimiento sencillo, pensó ella. Era una mezcla de emociones cálidas y maravillosas: el amartelamiento de una adolescente, la ternura de una persona madura, la apetencia sensual de una mujer, la excitación de trascender. La entrega tomó un sentido distinto cuando el anhelo de ambos alcanzó nuevas alturas.

Sara se estremeció al ver que se quitaba los calzoncillos. Luego cayó de espaldas en la cama al lado de él, impactada. La poca cordura que le quedaba cuestionaba el abandono que sentía, pero las emociones la dominaban por completo, impidiéndole alejarse de él aunque fuera un segundo.

—Ámame de la misma manera que yo te amo —suplicó él.

Jason se arrodilló por encima de Sara, presionándole las caderas y los muslos con las piernas, mientras le acariciaba las partes sensibles que la hacían estremecer de placer. Los labios enviaban corrientes eléctricas por el cuerpo de Sara, quien le rodeó el cuello con los brazos, atrayéndolo, sin querer rehuir la carga de su peso, sino gozando del prodigio de estar con él. ¿Cómo pudo arriesgarse a perderlo? La idea de vivir sin él la hizo estremecer de temor.

Jason la miró a los ojos y leyó en ellos la plenitud del deseo. Bajó la cabeza para besarla depositando todo el amor contenido en la unión de los labios.

—Eres demasiado hermosa —ronroneó en su oído.

—Abrázame, ámame, Jason.

Cuando él la reclamó por completo, ella arqueó su cuerpo para entregarse en plenitud. La necesidad ardiente sobrepasó una punzada de dolor, hundiéndola en un túnel profundo, haciéndola girar locamente en el tiempo y el espacio, fundiéndola con el ser amado en una enloquecida persecución del placer. Cuando por fin él se estremeció y cesaron los movimientos rítmicos, ella lo envolvió con brazos y piernas temblorosos, sintiendo su amor como una emoción creciente y pulsante que se alimentaba de la intimidad compartida.

—¿Estás bien? —El rostro de Jason estaba sobre el de ella, con la frente perlada de traspiración, tan dulcificado por la pasión que era casi irreconocible.

—Estoy muy bien.

Jason cubrió sus cuerpos con el cobertor y la rodeó con brazos y piernas, mientras el aroma acre del amor compartido les asaltaba los sentidos.

—Te adoro —susurró él antes de caer dormido.

La respiración de Jason era suave y regular, pero el peso del brazo que descansaba sobre sus senos, la obligó a retorcerse lo suficiente como para despertarlo. Él abrió los ojos, aturdido, y deslizó la mano hasta quedar sobre el montículo de carne que su brazo había apretado. Un dedo trazó el círculo de la zona sensible, mientras sus ojos se hundían en el líquido azul de los de Sara.

—¿Me amas? —preguntó él.

—Sí —admitió ella, preguntándose si la vida podría ser tan perfecta como en ese momento. Deseaba permanecer a su lado para siempre y nunca volver a enfrentar los problemas que se agazapaban fuera de la puerta de su dormitorio. Si pudiera mantener a Jason con ella, no le pediría nada más a la vida.

—Eres lenta para arrancar, pero aprendes rápido —bromeó él, besándole los párpados cerrados.

—No lo hagas parecer un juego —rogó Sara.

—Ni siquiera lo pensé. Espero que comprendas lo que significas para mí. —La apretó más contra su cuerpo y le besó la mejilla.

—¿Tienes hambre?

—¡Estoy famélico! No almorcé para terminar antes el trabajo del día.

—La cena estará arruinada con seguridad.

—No me molesta. —La besó con ardor y ternura, sin exigencias. Ella no deseó levantarse porque significaba el fin del primer encuentro.

—Ojalá pudiera congelar este momento y guardarlo por siempre.

—No puedes congelar el tiempo, pero puedes recrearlo. Yo siempre lo hago.

—Con madera y yeso.

—Confía en mí —le susurró Jason.

Los vaqueros estaban secos al igual que el quiche. Sara gratinó un poco más de queso y volvió a calentarlo, mientras Jason escuchaba los informes que trasmitía la radio sobre la tormenta.

—No hay caminos, transitables a Stafford —le informó, incapaz de ocultar su satisfacción.

—¿Sabías que nevaría de esta manera?

—Puede que oyera algún informe meteorológico al venir hacia aquí.

—Jason, te arriesgaste demasiado al llevarme al puente.

—Jamás estuvimos en peligro.

—Nunca vi que una ventisca comenzara tan rápidamente.

—¿Lamentas que esté varado en tu casa?

Ella meneó la cabeza, pero eso no fue suficiente para él. La abrazó con más fuerza y la acarició hasta que ella se sintió fundida contra su cuerpo.

—Este ha sido el mejor día de mi vida —afirmó Jason solemne, renuente a soltarla y quebrar el hechizo.

El quiche recalentado supo mejor de lo esperado, la ensalada estaba deliciosa con el aderezo que preparara y el café era fuerte y aromático. Comieron sentados muy juntos en un lado de la mesa, dándose a probar bocados por el sólo hecho de compartir la intimidad que los unía.

—¿Deseas ver televisión? —preguntó Sara, cuando hubo ordenado la cocina.

—No, deseo hacerte el amor otra vez, si tú también lo quieres.

Las palabras eran directas, pero suaves y tentadoras. A pesar de lo ocurrido entre ellos, Sara sintió timidez para responder.

—Creo que me bañaré.

—Tienes una bañera muy amplia, las modernas son siempre muy cortas para mi estatura.

—Lamento no tener una ducha. Pienso instalar una pronto.

—Quizá no la necesites.

Eludiendo el tema que le hacía recordar que el futuro era incierto, Sara se excusó para no arruinar este maravilloso momento que pasaban juntos. De pie, desnuda y con un pie en el agua de la bañera de pronto pensó en la cerradura rota de la puerta del baño. Jason tenía razón al decir que debía llamar a un cerrajero, pero cuando él entró al baño, no lamentó haberlo olvidado.

—¿Te lavo la espalda? —preguntó él.

—Podrías salpicarte los vaqueros y mojarlos nuevamente.

—Pensaba sacármelos.

El acomodar sus largos cuerpos en la bañera hubiera sido ridículo si no hubiera resultado tan divertido. Cuando él se introdujo, el agua subió de nivel hasta cubrirle los senos y una gruesa capa de espuma y burbujas le cubrió los hombros. Jason se arrodilló frente a ella y le enjabonó el rostro con la esponja, luego lo enjuagó y secó con una toalla. Le recorrió la espalda con movimientos rítmicos, deteniéndose algo más sobre los senos y cubriéndolos con espuma los masajeó con delicadeza. Luego, le enjabonó todo el cuerpo haciéndola reír con cosquillas.

—Te frotaré la espalda —ofreció ella.

—No, éste es tu turno.

Luego de besarla tiernamente, él salió del agua para secarse con rápidos movimientos de la toalla. La dejó caer al piso y le ofreció una mano para ayudarla a salir.

Le llevó sólo un segundo encontrar la toalla más grande en el gabinete del baño, pero no la envolvió, sino que le palmeó todo el cuerpo, secándola de este modo. Luego la envolvió aprisionándole los brazos y la guió hasta el dormitorio.

Ella observó intrigada mientras Jason doblaba el cobertor y se sorprendió al ver que él había traído la pequeña radio de la cocina y la había ubicado sobre la mesa de noche. Él giró el dial hasta encontrar una estación de FM que pasaba música clásica, apagó la luz del techo y la despojó de la toalla para llevarla a la cama. Se unió a ella cubriendo sus cuerpos con el cobertor y luego permaneció inmóvil por tanto tiempo que ella se preguntó si estaría dormido.

—¿Jason? —susurró—. ¿Estás despierto?

—Sí. ¿Estás pensando en mí?

—¡Cómo podría dejar de hacerlo!

Sara se tiró sobre él, para castigarlo por haber jugado con ella una vez más. Se besaron y abrazaron, hasta que Jason comenzó a acariciarle los puntos eróticos de su piel: el lóbulo de la oreja, el hueco del cuello, los senos, excitándola lentamente en una forma que ella no hubiera creído posible. Luchando contra su propia urgencia, él le permitió que navegara por mares desconocidos, mientras mantenía el timón con mano firme. Por un instante, Sara sintió celos de las mujeres que le habían enseñado a ser un amante incomparable, pero la plenitud de su amor, pronto borró ese sentimiento. Cuando él la tomó, gemidos amorosos subieron a su garganta creciendo hasta que un grito quedó suspendido en el aire como un estandarte.

—Tengo algo para ti —le susurró Jason, cuando ambos yacían exhaustos—. Estira la mano y busca al lado de la cama. Sentirás una bolsa de papel.

—¿Esta? —preguntó ella al levantarla y depositarla sobre el pecho de Jason.

—Siéntate —le ordenó—. Lo hice limpiar para ti. —Buscó en la bolsa y extrajo el antiguo chal de Paisley. La destapó y se lo colocó sobre los hombros con gesto amoroso.

Los flecos le hacían cosquillas en la piel, pero Sara se arrebujó en el chal, maravillándose ante la suave textura de la lana sobre su cuerpo.

—No puedo creer que lo compraras para mí. En la subasta éramos dos extraños.

—Sentimiento de culpa —adujo, acariciando el diseño rosa y azul sobre sus senos—. Me hiciste sentir que le había robado un caramelo a una pequeña ilusionada. Temí que estallaras en sollozos.

—¡No pude reflejar eso! De todos modos, estabas muy lejos.

—Él chal me pareció una buena excusa para acercarme. Jamás esperé que una dulce rubia resultara una yanqui empedernida y cabeza dura.

—¿Me estás diciendo que lo compraste para poder seducirme esa noche?

Él la miró sonriendo y Sara dejó caer el chal sobre la cama. Riendo hasta sacudirse por el esfuerzo, él volvió a colocárselo y lo usó para atraerla contra sí, luego la besó hasta que ella rió con él.

—En realidad, no te molesta que haya pensado que eras una deliciosa mujercita apetecible la primera vez que te vi, ¿no es verdad?

Ella respondió tendiéndose en la cama y pasando su pierna sobre las de Jason.

—Gracias por el chal. Es aun más hermoso de lo que lo recordaba.

—Me alegro en el alma.

Durmieron hasta bien entrada la mañana, pasada la hora en que su despertador debía haber sonado. La brillante claridad del cuarto la alertó en cuanto abrió los ojos, y buscó el reloj con la mirada.

—¡Jason, debo estar en el banco en veinte minutos!

—Llegarás tarde —comentó él, envolviendo los dedos en un mechón de cabello de Sara.

La perspectiva de decirle a Roger que llegaba tarde por haber hecho el amor con Jason durante toda la noche, la hizo reír, aunque un poco nerviosa.

—Jamás llego tarde. —Se apresuró a saltar de la cama y buscó la bata—. ¿Dónde está la maldita bata?

—En el baño, pero mira afuera, querida. Apuesto que la nieve bloqueó todo el pueblo.

Los vidrios cubiertos de nieve le impidieron apreciar la situación en el exterior, así que corrió temblando al baño y se envolvió en la bata. Jason regresó la radio a la cocina. Se sentó a la mesa vestido sólo con los calzoncillos, y escuchó al locutor con atención.

—¿Nunca tienes frío? —preguntó Sara con un dejo de irritación sin querer mirarlo, pues sus caricias aún estaban vivas en su mente.

—Escucha. Las escuelas están cerradas en toda la comarca. La venta de caridad de la iglesia se canceló. Las barredoras salieron, pero la mayoría de los caminos secundarios siguen clausurados.

—Roger va a pie al banco —dijo ella—. Estará allí para abrirlo aunque haya tres metros de nieve bloqueando la puerta.

—Llamaré y le diré que llegarás tarde —se ofreció con picardía.

—¡No! —protestó Sara con demasiado vigor—. Quiero decir, no quisiera que él supiera... quiero decir...

—De acuerdo, díselo a tu manera. —A Jason pareció no importarle.

Ella corrió a prepararse, molesta por la tardanza y más aun porque Jason la esperaba sentado en el dormitorio observando cómo se vestía, estudiándole cada movimiento y logrando inquietarla.

—Tu trabajo no vale tanto para que te sientas frenética por cumplirlo —alegó él.

—Es el único que tengo por ahora. Y no puedo darme el lujo de perderlo.

—No te despedirán por llegar tarde en un día como hoy. Te será difícil llegar a menos que uses botas hasta las caderas. Pero me agradaría verte fuera del banco.

Jason se reclinó contra la almohada, totalmente vestido y relajado, invitándola a imitarlo.

—¿Para hacer qué? —preguntó cada vez más agitada al ver que se corrían unos puntos de las medias que acababa de ponerse.

—Busca algo que esté de acuerdo con tu talento. No fuiste a la universidad para ser cajera de un banco.

—Es un empleo agradable y respetable y ya estuve buscando otro. Los empleos no crecen en los árboles por este lugar.

—Puedes abandonar el banco hoy mismo.

—Jason, ¿qué sugieres? —Arrojó las medias a un cesto.

—Permite que viva aquí un tiempo. No tendrás que preocuparte por los gastos.

—¿Por cuánto tiempo? —Sus palabras quedaron flotando en el aire.

Ambos conocían la respuesta.

—Hasta Navidad —gimió ella, herida ante la realidad de que el intervalo feliz terminaría.

—Tengo un contrato...

—Sí, Ohio.

—Ven conmigo.

—¿Y después de Ohio.

—Debo trabajar, Sara. Eso no significa que no podamos estar juntos.

—¡Jason no comprendes! Vivo aquí, pertenezco a este sitio. No puedo enfrentar una mudanza tras otra.

—Tú me perteneces, cariño.

Él se puso de pie y se acercó, pero ella le dio la espalda y corrió fuera del cuarto.

—¡Sara!

Jason la alcanzó y la tomó de la mano, pero dejó que ella la retirara.

—Siéntate un minuto. Por favor. —La pena de su voz fue apremiante.

Ella se hundió en el sofá, pues las piernas no la sostenían y luchó contra las ansias de estallar en llanto.

—Te quiero a mi lado, Sara. Y tú también lo deseas. Quizá tu estilo de vida sea más cómodo que el mío, pero dame un poco de crédito. No espero que vivas en un altillo como yo lo hago ahora. Puedo ver mi apartamento a través de tus ojos y es bastante miserable. No me he preocupado últimamente por buscar un sitio mejor, pero puedo mantener cualquier casa que desees.

—Quiero esta casa.

—Sara, sé razonable. No puedo ganarme la vida en Banbury, Vermont. Tú tampoco, si fueras sincera contigo misma. Estás aburrida de ser la cajera de un banco y no puedes decirme que te pagan un cuarto de lo que vales.

—El dinero no lo es todo.

—Jamás dije que lo fuera. Piénsalo, Sara. Dime que deseas estar conmigo.

—¡Por supuesto que sí! —dijo entre sollozos—. ¡Te quiero aquí conmigo!

Caminó hasta la ventana para ocultarle el rostro.

—Eso no es posible —respondió él, triste.

—Debo ir al banco.

—Todavía no. Vuelve a la cama conmigo, querida. Deja que te demuestre todo lo que te amo.

—Eso no resolverá nada. Eres un nómade, un gitano. Ni siquiera sabes lo que es tener raíces.

—No puedo creer que pertenezcas a un lugar luego de sólo seis meses —replicó con cruel cinismo.

—Mi familia ha vivido en este valle durante siglos.

—Un grupo de antepasados muertos hace tiempo puede que tengan los huesos aquí, pero los miembros de tu familia verdadera desarrollan vidas útiles, sin importarles si están en Hawai y en las Filipinas. Esos parientes muertos no son nada para ti, sólo una excusa para ocultarte tras la falda de una solterona. Bien, espero que te sientas cómoda en el capullo que estás tejiendo a tu alrededor, porque, estoy seguro de que en él no hay espacio para un hombre.

—¡No todos los hombres son como tú!

—Si hablas de Roger, olvídalo. No lo amas y si lo hicieras, sería tu desgracia. Es un maniquí, un artículo de utilería en esta pequeña escena que has creado. No tuve necesidad de hacerte el amor para saber que jamás fuiste a la cama con él.

—¡No tengo por qué escuchar esto!

—Seguro que no. En cuánto despeje de nieve a mi auto, me iré.

Ella corrió a la seguridad de su dormitorio, llamó desde allí al banco para comunicarle a Roger que estaba enferma y que no concurriría.

—Hasta ahora estoy solo —respondió Roger con petulancia, sin comprender por qué el resto del personal se hallaba ausente—. Pero imagino que se trabajará poco hasta que limpien las calles del pueblo.

Ella colgó, comprobando que Roger ni le preguntó qué le pasaba. Se acostó apretando la frente contra la almohada. Podía oír la vieja barredora limpiando las calles. Jason debía haber encontrado la pala en el garaje, porque el sonido del metal contra el cemento, se oía muy cerca. Anheló correr a él y rogarle que permaneciera con ella esa día; ¿no sería mejor atesorar cada minuto juntos a pelear y herirse?

Le dolía todo el cuerpo, quizá la mentira que dijera a Roger se tornaba realidad, tal vez había contraído un virus invernal. La cabeza le dolía sin misericordia y sentía náuseas.

Lo último que oyó antes de sucumbir a la droga del sueño, fue el auto de Jason alejándose por el sendero. No se le ocurrió preguntarse si había dejado libre su auto. Lo había hecho, pero ella no lo supo por un tiempo. La fiebre la mantuvo en cama todo el lunes y el martes. Roger, preocupado por los síntomas, la convenció de que se quedara también ese día y no fuera a trabajar. Llegó por fin la víspera del Día de Acción de Gracias y Jason no había vuelto a llamar.