V. LOBOS
La noticia de la desaparición del rey se esparció como la pólvora por el territorio. Salieron a buscarlo de manera continuada. Día y noche se hacían turnos a lo largo de los caminos que recorrían el valle, para iluminarlo con antorchas y marcar los senderos que podían pasar desapercibidos en la oscuridad. Los señores ordenaron a los siervos unirse en la búsqueda. Pasaron los días y Aurelio no dio señales de vida. La preocupación por el trono vacío sacudió a muchos aspirantes en la sombra. De entre todos ellos, Sebastián, el obispo, se erigió motu propio en regente puntual, disponiendo en todo momento lo que debía hacerse y viendo así satisfechas sus ambiciones de mando y poder. Munia divisó, cada día más cercana, la posibilidad de que su hijo fuera nombrado rey, y la alegría que le producía la idea sólo se vio empañada por la posibilidad de ser acusada, en cualquier momento, de haber atentado contra la vida de Aurelio; también le preocupaba que regresase sano y salvo, pese a la remota posibilidad existente puesto que ya habían pasado demasiadas jornadas desde su desaparición. Además, debía contar con la oposición de aquellos que habían derrocado a Fruela, pero considerando que Alfonso era un pequeño indefenso, sabrían que el niño no se antepondría a sus deseos y podría ser guiado según sus ambiciones y conveniencia. Lo importante para Munia era recuperar el trono a cualquier precio. Todos los caballeros, incluido el conde de Calabeña, fueron sometidos a un estricto interrogatorio respecto al día y el momento de la desaparición, y todos concordaron en que la niebla lo había engullido; sus opiniones coincidían en que podía estar herido o muerto. También cabía la posibilidad de que hubiese sufrido un accidente y no supiera cómo regresar. Se barajaron decenas de hipótesis sin llegar a un esclarecimiento contundente; sólo cabía esperar, ya que existía un margen legal para aquellos casos, y limitarse a reprimir la impaciencia. Todos estaban de acuerdo y convencidos de que, el de Aurelio, había sido el reinado más corto de la historia.
La vida, aunque trastocada, siguió su curso; era inevitable que así fuera. Los dominios del rey pronto se convirtieron en una copia fidedigna de aquella corte de la que había huido en Cangas de Onís. Aquellos que fueron ignorados por Aurelio acudieron prestos, como los buitres atraídos desde las alturas por la carroña putrefacta. Mientras permanecían a la espera de encontrar el cuerpo del ausente corrompido por las alimañas de los bosques, los desmanes y descalabros que se cometían con el pueblo no tardaron en aparecer de nuevo, y la gente, aturdida, clamaba por el soberano para impartir justicia.
Ajena a todo lo acontecido, Nora vivía en una elevada zona cerca del río. Lo miraba y apenas podía comprender cómo aquel riachuelo, estrecho e inofensivo, pudo haberse convertido en un salvaje profundo capaz de arrasar cuanta vida encontró a su paso. Se había instalado en una pequeña cabaña que halló deshabitada a los pocos días de su partida. Recordaba haber caminado con fiereza, sin reparar en las lágrimas que surcaban su rostro mientras intentaba alejarse de todos los recuerdos y el dolor. Atravesó bosques y montes, sin acusar los arañazos y cortes que le producían los arbustos y zarzas al evitar los caminos. Prefirió adentrarse allí donde no pudiera encontrarse con nadie. Sólo cuando vio la choza de piedra y techumbre de paja notó el cansancio extremo que sentía. Se quedó al comprobar que estaba vacía. Con toda seguridad, su antiguo morador era algún pastor que había trasladado su rebaño a otro monte… o quizás hubiese tenido mala fortuna y estuviese muerto también. Allá donde mirase veía muerte, a pesar de que el bosquecillo que la rodeaba no podía estar más lleno de vida. Se alimentaba de pequeños animales que ella misma cazaba, gracias al uso de algunas trampas colocadas con habilidad en puntos distantes del pequeño hogar. El arroyo la abastecía con sus aguas cristalinas. Su relación con el maldito río no podía ser más ambigua: lo odiaba, pero lo necesitaba.
Aquella mañana se despertó aterida y un poco inquieta. Los dedos le temblaban al peinar sus largas trenzas y decidió prescindir del pañuelo, pues algunos tibios rayos de sol parecían querer atravesar los densos nubarrones para acariciar su frente. Era una calidez agradable tras una fría noche acurrucada en su manta. Cuando salió a recoger algunas castañas que había almacenado bajo una cubierta de helechos —con el fin de evitar que las ardillas y los ratones se las robaran y la lluvia las pudriera—, la boca se le hizo agua al recordar su familiar olor, fragante y dulzón, y sus tripas protestaron hambrientas e impacientes. También recordó cuántas veces había jugado con sus hermanos a pasarse las castañas recién asadas de mano en mano, para ver quién aguantaba más tiempo sin quemarse, y el sentimiento de desamparo ahondó nuevamente en su pecho. Se notaba más delgada porque la falda le quedaba floja, y la túnica corta que hacía las veces de camisola no se le pegaba al torso, por lo que el frío que sentía era más intenso.
Desterró los recuerdos de un manotazo delante de su rostro, como si espantara a una mosca o pudiera hacerlos desaparecer con ese gesto, y comenzó a andar con un puñado de los oscuros frutos en una bolsa de tela amarrada a su cintura. Se encaminó hacia el lugar donde había instalado una trampa para conejos, albergando la esperanza de que alguno hubiese sido lo bastante incauto como para dejarse cazar. No le quedaba otra opción si deseaba sobrevivir, a pesar de que cerraba los ojos con fuerza o miraba hacia otro lado cuando le asestaba el golpe de gracia al animal apresado.
Al acercarse al lugar elegido, los gruñidos amenazantes de una manada de lobos que parecían dispuestos a pelear por una presa la alarmaron sobremanera. Escrutó la escena oculta tras el grueso tronco de un nogal, y comprendió que la víctima que había caído en su trampa era de mayor tamaño de lo que imaginaba. El animal se agitaba en el suelo con el pánico reflejado en la mirada, y las llamadas de la cierva no hacían más que inquietar al pequeño cervato que se encontraba atrapado por uno de sus lazos. Cuanto más se movía tratando de liberarse, más se apretaba el nudo que dañaba la suave piel de su pata, y los lobos se acercaban cada vez más para hincarle los afilados y mortales colmillos que esgrimían en una sonrisa letal. Nora sintió lástima por el triste final del animal y atisbó a la madre tratando de defender a su cría. Tenía todas las de perder, ya que Nora pudo contabilizar hasta cinco lobos grises entre los que destacaba uno de mayor tamaño, sin duda el jefe de la manada. No tuvo piedad, y fue el primero en morder el cuello del animal que, inmóvil, miraba con ojos desorbitados y el brillo opaco de la muerte reflejado en ellos.
En un impulso suicida, Nora no reparó en lo que hacía. Se abrió paso entre la maleza con gritos terroríficos, alaridos y aspavientos grotescos, empuñando un pequeño y ridículo cuchillo doméstico que utilizaba para cocinar. No quería que la cierva, a una prudencial pero no insalvable distancia, corriera la misma suerte que su hijo, y consiguió que huyera asustada y abandonase sus intentos desesperados por salvar a la criatura, que yacía ya desgarrada en pedazos por los animales hambrientos que, vistos de cerca, parecían más grandes a causa de su pelaje invernal de lo que en realidad eran.
Al instante mismo de hacerse visible ante la manada, se arrepintió. Los lobos giraron sus enormes cabezas y, considerando que aquella presa que se les echaba encima era un trozo de carne más grande, la observaron sin ocultar sus intenciones. Comenzaron a avanzar, para nuevamente retroceder tras escuchar los alaridos que ella emitía con la intención de ahuyentarlos. Sabía que si corría sería peor y se abalanzarían sobre ella, así que no dejó de gritar como una posesa y blandir el cuchillo en todas direcciones. Supo que había llegado su hora, y sintió algo que se asemejaba a la felicidad ante la perspectiva de reunirse finalmente con los suyos. De pronto, el animal más grande hizo un giro acrobático en el aire y cayó muerto por una flecha certera que, traspasando su costado, hizo diana en el corazón. Los demás, aturdidos al ver a su jefe postrado, y sorprendidos por el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba acompañado de extraños rugidos similares a los que ella emitía —aunque más atronadores y salvajes—, sintieron el impulso de atacar sin más dilación.
Nora echó a correr, escuchando blasfemias y juramentos entremezclados con relinchos de un caballo herido a sus espaldas. Tras recorrer unos cuantos metros se volvió para presenciar cómo el jinete se hallaba en pie rodeado por cuatro lobos que habían herido a su montura. El hombre, espada en mano, hizo un corte veloz en el aire para dejar caer el filo, con toda la fuerza de sus músculos, sobre el lomo de uno de ellos, arrancándole lastimeros aullidos de dolor; pero, durante la acción, otro de los animales consiguió derribarle, clavando los dientes en una de sus pantorrillas y recibiendo como premio a su ataque el filo de una daga en la base de la nuca. El hombre lanzó un alarido que rasgó el silencio —mitad victorioso, mitad iracundo—, y los tres depredadores que quedaban con vida corrieron ahuyentados y desaparecieron entre la densa vegetación.
Nora contempló petrificada la escena. No sabía si seguir huyendo o acudir en ayuda de la repentina aparición. El caballo dio sus últimos pateos en el aire, y murió con la barriga desgarrada en un terrible amasijo de sanguinolentos intestinos expuestos. El hombre acarició la cabeza del caballo y murmuró:
—Lo siento, amigo.
La joven reaccionó y acudió a su lado al ver la profusión con la que manaba la sangre de la pierna mordida. Tenía las calzas empapadas y la palidez de su rostro era notable. Resultaba evidente que estaba perdiendo mucha sangre, y, si no lo ayudaba, moriría desangrado. Cuando se acercó, desterró la aprensión y el temor a recibir un mandoble mortal. Él estaba casi inconsciente, apoyado sobre el cuello del cadáver de su montura.
—¡Tú! —exclamó Nora tras reconocer a Varadal.
—¡Maldita seas! —replicó él—. ¡No me dejarás ni elegir el día de mi muerte! ¿En qué diablos pensabas al enfrentarte a esa manada? ¿Estás loca, muchacha? No respondas a esa pregunta, es obvio que sí. Por tu irresponsabilidad he perdido a uno de mis mejores caballos —le reprochó con fastidio y haciendo uso de las pocas fuerzas que le quedaban.
—Y perderás la pierna o la vida si no consientes en que te ayude. Además, nadie pidió tu auxilio —añadió en voz baja, un tanto molesta.
El guerrero jadeaba de dolor, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa irónica al escuchar su comentario.
—¡Oh, sí! Ya he visto cómo te desenvuelves a la perfección. ¿Qué pretendías hacer con ese minúsculo cuchillo? ¿Un manto con sus pieles? Déjame explicarte un pequeño detalle: antes de desollarlos… ¡hay que matarlos! Sólo una débil mental actuaría de tal modo.
—No soy imbécil, si eso es a lo que te refieres —contestó muy enfadada por el insulto, mientras con una de sus cintas del pelo hacía un torniquete en la pierna herida y lo apretaba con toda la fuerza que pudo imprimir en aquel nudo, arrancando un agonizante quejido de la boca masculina.
—Te ensañas conmigo —le reprochó pálido, comprobando que dejaba de sangrar al instante gracias a su ruda maniobra.
—Quizás sí; o, tal vez, simplemente evito que seas pasto de esos lobos cuando regresen para comerse a tu caballo —expuso ella, sin compadecerse ni un ápice ante la expresión de pena que vio en su cara al mencionar al animal—. Debemos alejarnos de este lugar. Podrás apoyarte en mi hombro si consigues ponerte en pie.
—Creo que es lo más sensato que te he oído decir hasta ahora. Pero aún no me has dicho por qué te lanzaste contra los lobos.
—Mataron a la cría de la cierva y no quise que la mataran a ella también. Puede que la próxima primavera alumbre otra.
—La cierva estaba muerta de todos modos, yo la perseguía para darle caza.
—Entonces ambos somos asesinos.
Hizo hincapié en la palabra, recordando que probablemente él hubiese sido partícipe de la muerte del antiguo rey; el desprecio volvió a leerse en su mirada.
—Yo puse la trampa para cazar conejos —añadió con disimulo, ya que no deseaba convertirse en una víctima más de aquel monstruo. A pesar de estar en desventaja por su herida, bien recordaba la fuerza de sus manos oprimiéndole la garganta; albergaba la sensación de que estaban habituadas a segar vidas como el que partía brotes verdes de los prados—. Y continúo sin nada que llevarme a la boca —finalizó con acritud.
Caminaron muy despacio hacia donde ella le guiaba. Varadal no podía apoyar la pierna herida y tenía que hacer paradas para poder continuar, pero no le pasó desapercibido su tono crítico al describirlos a ambos como asesinos. Faltaban pocos metros para llegar a la choza cuando la pierna comenzó a sangrar de nuevo. Las poderosas mandíbulas del lobo habían desgarrado la carne y arrancado un pedazo de la misma. El enorme tamaño de él la estaba desequilibrando, y casi no podía mantenerse en pie bajo tanto peso, así que respiró aliviada cuando finalmente alcanzaron el diminuto hueco de la entrada. Varadal tuvo que inclinarse para entrar y se dejó caer sobre el suelo, completamente inconsciente con el eco de la palabra asesino martilleándole el cerebro.
Nora lo observó unos minutos sin saber qué hacer. Podía clavarle el puñal en el corazón y nadie lo sabría jamás, o dirigirse al río con un cuenco de madera para recoger agua limpia y lavarle la herida. El simple hecho de que se le cruzara por la mente la idea de acabar con la vida de otro ser humano le repugnó tanto que corrió hacia el agua, y en ella sumergió la cara para desterrar el impulso tentador, aun a sabiendas de que probablemente llevaría a cabo una gran labor si se deshiciera de él.
Cuando rasgó la pernera de las calzas, muy sujetas desde el tobillo hasta la rodilla por correas entrelazadas, pudo ver que no sólo tenía el desgarro de un mordisco brutal. El animal, con la velocidad del instinto defensivo, había conseguido darle hasta tres mordiscos profundos que habían dejado agujeros abiertos en el músculo de la pierna. Procedió a lavar la sangre e intentó detener la hemorragia, que fue disminuyendo gracias a la presión continua que ejercía aplicando trozos de su pañuelo sobre la herida. El herido apenas emitía ligeros quejidos de dolor. Con los párpados cerrados parecía dormido, incluso tranquilo.
Nora lo escrutó con detenimiento. Era demasiado largo; su cuerpo ocupaba la superficie de la cabaña de un extremo a otro, y tenía que sortearlo, pasando por encima con cuidado de no pisarlo. Su rostro era firme y anguloso, poblado por una barba recortada. Al igual que su cabello, tenía un extraño color rojizo con destellos más oscuros de mechones castaños, veteando la uniformidad del tono. La mandíbula era rígida y ligeramente cuadrada en su forma; demasiado severo el mentón, que exhibía un pequeño hoyuelo que lo dividía, apreciable incluso bajo la barba. La nariz, recta, estaba en concordancia con el resto del perfil que examinaba con curiosidad. Los pómulos marcados, con pequeñas cicatrices de antiguas batallas, tenían el tono de la miel oscura que Sara conservaba en pequeños lebrillos de barro, y su cuerpo grande y proporcionado dejaba entrever los músculos nervudos y poderosos, ahora en reposo.
Todo su cuerpo estaba laxo, incluso parecía indefenso. Demasiado ancho de hombros, con total seguridad los herreros tenían doble trabajo para hacerle las cotas y armaduras que le daban el aspecto de un coloso de hierro. Apenas se había fijado en sus ojos y ahora sentía curiosidad por saber de qué color eran, a pesar de la frialdad y los destellos plateados de advertencia que había logrado atisbar en ellos el día de la coronación. Fuesen del color que fuesen, no le importaba lo más mínimo; sólo sentía curiosidad. Cuando él los abrió y la vio mirándolo con tanto detenimiento, izó una espesa ceja oscura al tiempo que se le escapaba una mueca de dolor. Nora pudo comprobar que eran de un color extraño, azules grisáceos, acerados y tormentosos como el cielo en el invierno más crudo.
—Necesito que dejes de mirarme como una tonta y me ayudes a salir de aquí. Debo regresar a mi castillo cuanto antes —dijo agitado a causa del dolor, que sentía con mucha más intensidad que en el momento de recibir los mordiscos.
—No creo que puedas ni debas. Morirás en un par de horas si la sangre vuelve a manar de la herida. Debes permanecer quieto y rezar para que el lobo no te haya contaminado la carne, lo cual es muy probable que suceda y entonces nada podré hacer por ti.
No tuvo compasión y fue fría al anunciarle la probabilidad de que la infección se lo llevase por delante. Una vez más la había insultado, ¡qué se creía aquel fantoche! Un atisbo de remordimiento quiso instalarse en su pecho, y deseó mostrar más compasión cuando se dio cuenta de que él ya debía conocer ese riesgo. Nadie mejor que un curtido soldado podía saber de primera mano el alcance de una herida de aquellas dimensiones. Varadal hizo un tenue movimiento de asentimiento.
—Qué forma tan estúpida de morir… he cruzado campos de batalla ensangrentados, desmembrando cuerpos a mi paso… y he de acabar mis días en compañía de una desconocida que me odia, sin conocer siquiera sus motivos.
Nora no dijo nada. La fiebre comenzaba a hacer mella en el malherido. Transcurridas varias horas, comenzó a sudar copiosamente al tiempo que se estremecía de frío. Poco a poco sus delirios comenzaron a subir de tono; de vez en cuando emitía salvajes gritos de guerra, o daba distintas órdenes a la soldadesca que sólo él veía. Las heridas comenzaron a supurar una sustancia amarilla y purulenta que olía a podrido, y la rojez alrededor de las mismas no auguró nada bueno. Nora estaba asustada; no sabía cómo ayudarle, y se esmeró en aplicarle paños mojados por el rostro y el cuello. Le lavaba la herida con agua limpia y poco más podía hacer, pues ella, al contrario que su madre y la mayoría de las mujeres, no conocía remedios ni plantas medicinales para casos como aquellos.
Se lamentó por haber salido a comprobar la trampa aquella mañana; no podía dejar de sentirse culpable por el estado en que se encontraba debido al arrebato de lástima que ella había sentido hacia el animal. Si hubiese ignorado a la manada de lobos, seguiría viviendo tranquila y apartada. Ahora tenía a un moribundo en la cabaña de cuyo estado era responsable. El asesino, al que despreciaba y por el que no sentía ni el más mínimo respeto, no se había comportado como cabía esperar de un ser de su calaña. Otro la hubiese abandonado a su suerte, a merced de la manada, y sin embargo había perdido a su caballo y yacía herido de gravedad por enfrentarse al peligro… todo por ayudarla. La verdad abrió una brecha en su conciencia: le debía la vida a Varadal. No le gustó llegar a esa conclusión. Tenía que devolverle el favor para saldar la deuda.
La noche se cernió sobre la cabaña y ella se adormiló a su lado, sin poder evitar el cansancio que le producía la lucha continua que mantenía con él para que permaneciese tumbado sin hacer movimientos bruscos, o para impedir los múltiples intentos que hacía de ponerse en pie y salir al exterior. No podía competir con aquella fuerza bruta, e incluso pensó en darle un golpe en la cabeza para que se estuviese quieto, pero no se atrevió a hacerlo por miedo a rematarlo. En el silencio escuchó la voz de Varadal, en un momento de lucidez, más sosegado y débil.
—Muchacha, tienes que ir en busca de ayuda. Mi castillo está a unas pocas horas de distancia… ve y trae ayuda. Busca a Hafsa y dile… dile…
Ya no pudo hablar más. Nora pensó que había muerto, y colocó su cabeza ladeada sobre el ancho pecho para comprobar que el latido del corazón persistía. El olor almizclado del hombre inundó su nariz al tiempo que el vello le cosquilleaba la mejilla como una tenue caricia.
—¡Dime hacia dónde debo ir!
Le zarandeó un poco para que continuase hablando.
—No sé qué camino seguir. Es noche cerrada, me perderé y morirás solo. ¡Maldito seas! —exclamó presa de la impotencia. Le derramó una buena cantidad de agua sobre la cara que se introdujo por su boca y nariz, causándole sensación de asfixia y haciéndole recuperar la consciencia por un instante para toser y escupir… momento que ella aprovechó para volver a preguntarle.
—Escúchame bien, dime la dirección correcta hacia tu casa y pediré ayuda. Si no, esos lobos que oigo gruñir en la distancia pronto llegaran hasta nosotros siguiendo el rastro de tu sangre, y nos abrirán en canal. ¡No quiero que me mate uno de esos bichos!
Varadal apenas comprendió la pregunta y ella volvió a insistir hasta que él, haciendo un enorme esfuerzo por mantenerse despierto, le dijo que siguiera el camino del este que giraba a la derecha del río; pasado el manantial donde nacía, pronto llegaría a las cabañas de los vaqueros y ellos la ayudarían a encontrar el lugar correcto donde se ubicaba el castillo de Tarna.
La joven no esperó más. Estaba nerviosa y enfadada por tener que salir a la intemperie en plena noche. Tomó su manto, lo arropó con él, y dejó más agua a su lado por si necesitaba beber, mientras pensaba para sus adentros que aquel hombre iba a aborrecer el líquido madre para siempre si salía bien parado de aquella. Aseguró la entrada con un endeble tronco atravesado sobre la portezuela agrietada, y, cubriéndose los hombros con un pequeño retazo de paño grueso que había conseguido rescatar del lodo para confeccionar una nueva saya, salió a la frialdad de la noche. Se sintió aliviada, pues la luna lucía en todo su esplendor. No tendría que caminar a tientas por el bosque, y podría eludir los precipicios o peligros en los que no deseaba pensar. Caminó con brío, siguiendo las indicaciones que él le había dado. Esperaba que no fuesen patrañas o ensoñaciones producto de la fiebre, porque de ser así, ambos estarían perdidos.
Los crujidos de sus pasos y los sonidos de los animales nocturnos la empujaban a avanzar tan deprisa que sentía la tensión en los músculos de las piernas. Resoplaba con fuerza por la intensidad de sus zancadas, y temía que los lobos siguieran su rastro. Tras dos horas de caminata divisó un punto de luz bastante alejado. Había encontrado las vaquerizas y esperaba que sus inquilinos la recibiesen de buen talante. No sería extraño que le clavasen un azadón si la confundían con un ladrón de ganado o un asaltante de caminos. Corrió hacia las cabañas que se apiñaban en un reducido círculo, y llamó a la puerta de la que salía un hilo de humo por el rústico agujero que hacía las veces de chimenea. Pidió ayuda y nadie le abrió. Gritó a todo pulmón que el señor de Tarna les ordenaba darle amparo y ayuda para llegar hasta el castillo. Ante la mención de su nombre alguien entreabrió la puerta unos centímetros, con cierta reticencia, para escuchar lo que la desconocida tenía que decir.
El vaquero somnoliento la miró receloso, cerciorándose de que no suponía ningún tipo de amenaza, y la invitó a pasar y descansar unos minutos. El hombre le explicó que no había más almas que él por aquellos lares, pues todo el mundo se había marchado hacia el valle de San Martín por orden de las autoridades; excepto él, que no pensaba moverse de allí. Su rebaño era la única posesión que conservaba, y no quería perderlo por las montañas y pasarse varias semanas reuniendo al ganado. Nora le creyó. El aspecto del interior de la vivienda era tan desolador como el semblante sucio y maloliente del hombre. Le incomodó la mirada que le dirigió el hombre: era demasiado ávida en su expresión, y supo que debía mantenerse alerta y alejarse de allí cuanto antes.
—Si esperas a que amanezca, te acompañaré hasta el lugar —dijo él con una sonrisa oscura—. Puedes descansar un rato y hacerme compañía.
—No es necesario. Indícame el camino hasta el castillo y será ayuda suficiente —replicó molesta ante las miradas lascivas que le echaba aquel desgraciado. Estaba segura de que sus pensamientos estaban tomando un cariz sucio. No apartaba la mirada de sus pechos, y se pasó una mano por la grasienta cabeza, buscando una excusa para no dejarla partir.
—Toma, bebe un poco de leche.
Le ofreció una pequeña marmita de líquido caliente recién ordeñado. Ella lo aceptó contra su voluntad. Bebió con gusto y saboreó la leche sin recordar cuándo la había probado por última vez. Estaba hambrienta de veras, famélica desde hacía tanto tiempo, que no pudo resistir la tentación del ofrecimiento. Se pasó la manga por los labios para limpiarse e insistió impaciente.
—¿Dónde se halla el castillo de Varadal de Tarna?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Eso no te incumbe. O me lo dices o me marcho, no puedo perder más tiempo.
Se acercó a la salida, y él se interpuso en su camino cortándole el paso.
—No entiendo por qué no puedes quedarte un rato conmigo. Podríamos divertirnos un poco, y aliviarías la soledad de este pobre hombre que no ha visto a una mujer bonita en mucho tiempo.
—¡Qué estupidez! Me marcho, pastor. Gracias por el trago. No puedo permanecer aquí por más tiempo.
Cuando se dio la vuelta para salir de allí, el hombre la retuvo.
Sus intenciones estaban más que claras cuando la agarró por la falda para atraerla hacia él. Casi lo consiguió. La tenía acorralada contra la pared, sin espacio para evadirse, cuando de pronto un impacto lo dejó sin sentido. Nora sujetaba con fuerza el recipiente de la leche y le había asestado un potente golpe en la frente. Sintió tanto asco al adivinar las intenciones del vaquero que no esperó más; en cuanto sus manos la tocaron, el impulso de golpearle con todas sus fuerzas fue instantáneo. Ya estaba cruzando el umbral de la puerta cuando la agarró de nuevo por un tobillo y ella cayó al suelo. El hombre estaba furioso, y la golpeó en la cara varias veces con saña a la par que intentaba alzarle las faldas. Nora se reprochó haber sido tan confiada. Aquel mugriento pretendía algo que ella no estaba dispuesta a ceder con facilidad. La lucha entre ambos era desigual, y supo que tenía todas las de perder cuando él hurgó entre sus piernas con brutalidad. Nora metió la mano entre los pliegues de su falda y sacó el pequeño cuchillo que siempre llevaba en la faltriquera. Sin pensarlo dos veces se lo clavó en el pecho con rabia. Lo hundió con tanta profundidad varias veces, que necesitó emplear toda su fuerza para sacarlo del interior del hombre, cuyo rostro mostraba incredulidad y sorpresa a causa de la empuñadura de madera que le sobresalía del corazón, sin comprender que ya estaba muerto.
Nora ahogó un grito de espanto al cerciorarse de que lo había matado. Sus manos y su ropa estaban manchadas de sangre. Ya llevaba la sangre de Varadal en ellas y ahora las de aquel insensato. Volvió a sentir una furia incontenible por lo que había intentado hacerle; recogió el arma y, limpiándolo en la propia zamarra del muerto, la introdujo en la cinturilla de la falda para tenerla más accesible en caso de que necesitara clavársela de nuevo.
—Tú te lo has buscado… tú te lo has buscado —repitió varias veces para convencerse de que no había obrado más que en defensa propia.
Corrió al exterior y dejó que sus piernas temblorosas eligieran el camino, pues apenas veía por dónde pisaba. Estaba medio ciega de espanto por lo que había hecho, y porque sus ojos comenzaban a hincharse debido a los golpes que el hombre le había propinado. Le dolía todo el cuerpo pero ignoró las punzadas y siguió adelante. Trastabilló y cayó varias veces; los sollozos convulsionaron su cuerpo y se maldijo por llorar pues no se sentía culpable en absoluto. La rabia contra Varadal se acrecentaba por momentos. Él era el culpable de que se hallara en aquel estado. Cuando lo vio por primera vez la intuición le advirtió contra él y no se había equivocado. Pensó que quizás no mereciese la pena continuar caminando. A aquellas horas seguramente ya estaría muerto. Dos muertes sobre su conciencia eran demasiadas para una sencilla joven que ni siquiera podía soportar el día de la matanza, en el que todos festejaban la muerte de los animales que les servirían de alimento. Siempre se escabullía con la excusa perfecta para no presenciar el sangriento espectáculo, y volvía cuando la carne ya estaba despiezada, recibiendo la consiguiente regañina de su madre que le reprochaba la ausencia y la falta de ayuda en la labor. Su estado era tan lamentable que las arcadas de repugnancia la hicieron vomitar la leche ingerida, y el sabor agrio la asqueó tanto que cogió un puñado de nieve, se lo metió en la boca, y lo masticó sin reparar en que le quemaba la lengua.
«¿Nieve?»
Extendió las palmas de las manos sobre el suelo y removió el blanco manto que lo cubría. Ya estaba a mucha más altura de la que pensaba. La luz de la luna dejó vislumbrar la silueta de las montañas mucho más elevadas y cercanas, con las cumbres brillantes y plateadas. Estaba en Tarna; cansada, herida y muerta de miedo. Si descubrían que había matado a un hombre la ajusticiarían por asesinato. Se acurrucó bajo un frondoso roble para descansar un rato, aclarar las ideas y descansar su cuerpo maltrecho. Estaba tan exhausta que se quedó dormida.
A punto de morir congelada, inmersa en un dulce y mortal sueño, notó como la zarandeaban y le palpaban el cuello y el pecho. Una voz femenina aseveró que aún estaba viva. La misma voz autoritaria ordenó que la subiesen a la carreta. Un par de manos grandes y fuertes la depositaron con cuidado al lado de otro cuerpo. Con los ojos entreabiertos y agradecida por el calor que le proporcionaba, los abrió de par en par al reconocer a Varadal a su lado, yaciendo sin sentido. Hafsa los cubrió con una manta de pelo largo y prosiguieron la marcha hacia los dominios de su señor. El joven que los escoltaba la miró con una sonrisa en los labios.
—Eres afortunada, moza. Hafsa intuyó que nuestro señor se hallaba en peligro y salimos en su búsqueda. No sé de dónde le viene ese don extraño, debe ser por su sangre hereje...
—¡Cállate, Andrés! —exclamó la aludida desde el pescante.
—Observa su mal genio… ninguna mujer osaría tratar con esas maneras inaceptables a un compañero de armas de su amo.
El joven caballero soltó una carcajada ante el bufido que Hafsa le dirigió.
—Varadal salió esta mañana en busca de Aurelio una vez más. Piensa que quizás pudo desviar su camino y tratar de llegar hasta aquí. No se cansa de explorar la zona en busca de indicios de su paradero.
—No sé de qué me estás hablando —replicó Nora desconcertada, escuchando con atención lo que el joven le decía.
—El rey ha desaparecido. Nada se sabe de él desde hace varias semanas. Todos le dan por muerto menos él —señaló a Varadal con la mano—. Cree que algo le retiene contra su voluntad y anda como loco por los bosques, buscándolo. Nosotros también exploramos por todas partes sin resultados. A estas alturas hemos perdido la esperanza de hallarlo con vida, pero él es un cabezota y no se resigna.
—No puedo creer que el rey haya desaparecido sin dejar rastro —musitó Hafsa, que no se perdía una sola palabra mientras manejaba las riendas con una facilidad innata.
—Y tú, muchacha, has tenido suerte de que te encontrásemos. Unas horas más y estarías sepultada en una tumba de nieve. En primavera descubriríamos tu cadáver tieso como la mojama. Cuando nos ordenó que te buscáramos, Hafsa se resistió a perder más tiempo, pero él insistió en que lo hiciéramos… y no sabes lo agresivo que puede llegar a ser cuando se le contradice.
—Tiempo perdido que le costará la vida —añadió la mora con reproche en sus palabras.
—Espero que viva… —acertó a decir Nora. No podía dar crédito a lo sucedido.
—Viviré —la voz de Varadal sonó ronca en el silencio de la noche—, si procuro no encontrarme con otra loca como tú…
Recuperaba el sentido por momentos, y a ratos volvía a desvanecerse, pero las hierbas aplicadas por Hafsa en la herida parecían mantener la fiebre a raya.
Andrés del Campanal volvió a sonreír con cierto aire pícaro mientras miraba a Nora. Parecía un joven alegre y vivaz, a pesar de su imponente atuendo de metal bajo el que lucía una gruesa sobreveste invernal que le daba aspecto de ser más grande de lo que en realidad era.
—No se toma molestias en vano, debes tener alguna importancia para él. De lo contrario ya estaríamos en el castillo.
—¡No lo conozco de nada! —protestó Nora. El joven caballero no la escuchó; espoleó a su montura y ordenó a los vigías de la barbacana que izasen el rastrillo para acceder al interior del recinto. Habían llegado al castillo de Tarna.
—Pues él a ti sí, por el maldito empeño que puso en encontrarte. Si pierde la movilidad de la pierna y se queda cojo de por vida, no habrá quién lo soporte —replicó Hafsa, visiblemente molesta por el tiempo precioso que habían empleado en buscarla—. Entonces nos arrepentiremos todos de este día.
Arreó al caballo con fuerza y entró como un vendaval en el patio, dando órdenes a todos lo que allí se congregaban para saber en qué estado se hallaba su señor. Era inusual verlo llegar débil e indefenso. Una oleada de aprensión recorrió a los presentes; algunos se hicieron cruces sobre el pecho, y otros regresaron a sus casas y realizaron rituales extraños y antiguos, invocando la fuerza y benevolencia de dioses que sólo ellos conocían.
Trasladaron al herido a su recámara, siguiendo los estrictos mandatos de Hafsa, que no se separaba ni un segundo de su lado, mientras Nora se vio conducida por dos sirvientes a un pequeño habitáculo. La tumbaron sobre un montón de paja, y ya no tuvo conciencia de más. El cansancio, añadido a las contusiones que padecía por todo el cuerpo, consumió sus esfuerzos por mantenerse despierta, y se adentró en la oscuridad reparadora del sueño profundo y sanador.