III. PASEO NOCTURNO
Inmerso en sus cavilaciones, Varadal fue alejándose de las inmediaciones sin apenas darse cuenta, y tomó un pequeño camino entre los arbustos que conducía a la espesura de los bosques de hayas y castaños que rodeaban el recinto amurallado. Bajo los tupidos helechales y zarzas, le alarmó un movimiento repentino, al que siguieron algunos gruñidos. Varadal echó mano al cinto donde debía hallarse su espada corta, sin reparar en que se había despojado de ella hacía rato y que tan sólo portaba su pequeña daga ornamentada en el cinturón con hebilla de hueso labrado.
Se sintió como un estúpido al imaginarse enfrentado a un jabalí con aquel arma. Poco podría hacer contra los animales que probablemente se encontraban hocicando el barro en busca de raíces tiernas; pero si se daba la vuelta muy despacio, no llegarían a percatarse de su presencia. Sabía lo mortíferos que podían llegar a ser aquellas enormes bestias de dura piel si intuían el peligro o cualquier intrusión en su territorio. Cuando giró sobre sí mismo con cautela, un quejido extraño lo convenció de que aquello que se ocultaba no era un animal. Extremó la prudencia, y volvió sobre sus pasos para descubrir de qué se trataba. A medida que se aproximaba al lugar, los movimientos en la oscuridad se hicieron más violentos, y no tuvo dudas: alguien estaba luchando por su vida.
Sus pupilas se habían acostumbrado a la oscuridad de la noche, y pudo vislumbrar el color amarillo distintivo de la guardia personal del obispo en la sobreveste de uno de los hombres que sujetaba a alguien con fuerza, mientras otro profería improperios y luchaba por no recibir las patadas de la persona que estaba siendo atacada. Una mujer trataba con uñas y dientes de evitar la agresión a la que estaba siendo sometida. La ingenua Sara, demasiado confiada, se había alejado sin compañía para aliviar sus necesidades, y no se percató de que los dos soldados que la habían visto adentrarse en la espesura del camino iban tras ella. Tras intentar en vano algún ardid para que los satisficiera a ambos, recurrieron a la fuerza bruta ante la negativa de la mujer asustada. Intentaban violarla sin ningún tipo de escrúpulos. Uno de ellos le mantenía la boca tapada, al tiempo que la sujetaba por los hombros para que su compañero llevase a término lo que intentaba desde hacía rato sin resultado. Sara se revolvía como una fiera; no cesaba de lanzar patadas al aire y cabeceaba hacia los lados para zafarse de las manos que la mantenían prisionera, con una expresión de terror en el rostro bañado de lágrimas que le transfiguraba la dulce y cándida apariencia que acostumbraba a lucir.
Varadal no lo pensó dos veces. Arremetió contra el individuo que la inmovilizaba por la espalda, propinándole un fuerte golpe en la cabeza con un palo grueso y retorcido que había recogido del suelo. La sorpresa fue su ventaja. El aporreado cayó hacia atrás conmocionado, y el otro soldado no supo qué estaba pasando hasta que fue demasiado tarde. Recibió una soberana patada en el vientre. El dolor que le produjo fue tan agudo que volvió a doblarse sobre sí mismo, encima del cuerpo semidesnudo de Sara, quien, reaccionando con rapidez, presa de la rabia por la vejación que aquel energúmeno había estado a punto de infringirle, le apartó y golpeó la cabeza contra el suelo con todas sus fuerzas, una y otra vez: lo agarraba con fuerza por el pelo grasiento, izaba un poco la pesada cabeza y la estampaba de nuevo contra la dureza de la tierra. Varadal se acercó a ella y la detuvo con suavidad.
—Tranquila, no te hará más daño; lo has puesto a dormir. No le mates porque será tu perdición. No querrás morir por culpa de esta basura, ¿verdad? El obispo reclamará justicia y pedirá tu cabeza.
Hablaba en tono tranquilizador, haciéndole entender que nada tenía que temer de él, pero Sara se sentía tan ultrajada que apenas entendía sus palabras. La obligó a detenerse. Le tomó las manos ensangrentadas y la levantó del suelo, cubriendo su desnudez con la masa de harapos en que se había convertido su vestimenta, rasgada y cubierta de barro. Cuando la muchacha finalmente comprendió que aquel extraño llevaba razón, se quedó quieta mirando a sus agresores y, tras propinarle una patada en las costillas al que yacía a sus pies, estalló en sollozos agitados que apenas la dejaban respirar.
—Me delatarán, señor; bien sabéis que mi palabra no vale nada contra la de ellos.
—Se guardarán mucho de hacer tal cosa. Piensa en la vergüenza que sentirán al describir cómo les ha vencido una mujercita. Ten por seguro que no hablarán de esto en toda su vida.
Le dedicó una sonrisa de ánimo mientras se aseguraba de que los hombres estaban inconscientes. Se pasarían la noche allí tirados; al día siguiente se jactarían de haber estado con alguna de las putas vestidas de color azafrán que deambulaban por la zona en busca de alguna moneda, y justificarían los moratones con la excusa de alguna trifulca entre ellos. Sara lloraba, presa de los nervios, el susto y el dolor que sentía por todo el cuerpo. Apenas podía expresar su agradecimiento a aquel inesperado defensor, y asintió con la cabeza dándole la razón.
—Tenéis razón, señor, no merece la pena que me ajusticien por este par de cabrones.
Su cuerpo se convulsionaba a causa del frío y el miedo. Varadal, haciendo gala de una ternura inusual en su naturaleza, la atrajo hacia él y le pasó el brazo por el hombro para tratar de tranquilizarla. Aquel simple gesto la derrumbó por completo. La pena acumulada por tantas desgracias acaecidas en los últimos tiempos la arrastró hacia un mar de sollozos que ya no pudo controlar. Desde que todos los suyos perecieran en la riada, apenas recordaba la sensación del calor de otro ser humano, y aquella proximidad, tan afable y cálida, fue un catalizador para dejar fluir todos sus sentimientos.
Varadal se mantuvo atento a la mujer; tenía la sensación de que jamás cesaría su llanto, y eso lo incomodaba. Su expresión, invisible en la oscuridad, era de resignación, y para sus adentros se preguntó por qué tenía que meterse siempre en los caminos que lo conducían a todo tipo de problemas. Carraspeó varias veces y le dio varias palmaditas en la espalda para infundirle ánimo; no halló más palabras que dirigirle, y le instó a regresar con precaución evitando ser vista por nadie. Acompañada por sus palabras de aliento, Sara comenzó a marcharse agradecida cuando un violento torbellino impactó sobre su salvador, derribándolo con aparatosidad. Éste profirió un juramento que mencionaba a algún santo enredado con el diablo. Se arrepintió de no haberse cerciorado de que ningún otro soldado del obispo estuviese acechando. Lo habían tomado por sorpresa y ahora era a él a quien atacaban con saña. La embestida que lo empujó desde atrás golpeándole los riñones lo tomó tan desprevenido que, a pesar de su gran altura, no pudo mantener el equilibrio y se vio tirado de bruces en el suelo.
Con rapidez se giró sobre su espalda y recibió varios impactos en la mandíbula; subido a horcajadas sobre su abdomen se hallaba alguien que le impedía moverse. Las bofetadas que recibió en la mejilla resonaron en la noche como pequeñas explosiones que le hicieron ver estrellas a su alrededor. Apenas podía atisbar el rostro de su agresor, pues una larga mata de pelo le cubría el rostro, aunque supo por la ligereza del peso que sentía sobre él que no se trataba de un hombre. Reaccionó sujetando ambas muñecas con fuerza para evitar más golpes y se incorporó sin soltarla, quedando sentado en el suelo con la atacante sobre sus muslos, enloquecida de furia, los ojos inyectados en sangre y la lengua suelta, dejando escapar los insultos más abyectos que le habían dedicado nunca —y las ocasiones no habían sido pocas—. Atónito ante aquella salvaje poseída por el diablo, no sabía si pegarle un puñetazo o echar a correr, pues no era de su gusto golpear a las mujeres como hacían otros. Escuchó la voz de Sara alarmada por aquella inesperada aparición.
—¡Nora, no! ¡Nora! ¡Para! ¡No le pegues, no ha sido él!
—¡Maldito hijo de…! —gritó la joven, incapaz de competir con la fuerza de aquellas manos enormes que la zarandeaban como a un estandarte volátil. En un par de segundos el hombre la había izado del suelo y la sujetaba por el cuello, apretando lo suficiente para impedirle seguir luchando.
—¡Por todos los diablos! ¿Qué te ocurre, mujer?
Varadal estaba tan estupefacto como ella misma. Aflojó con precaución la presión que ejercía sobre la garganta femenina para que pudiese respirar, pero no se fiaba de ella; el odio se reflejaba con un brillo extraordinariamente malvado en aquellos ojos negros y profundos. Comprobó que no portase ningún arma con el que pudiese sorprenderlo de nuevo, escudriñando con tosquedad cada pliegue de su falda, tocando como un bruto partes de su anatomía a las que ningún hombre había conseguido acceder. Nora arremetió de nuevo contra él, profiriendo insultos y lanzando patadas como una burra salvaje que él esquivaba con habilidad mientras seguía sujetándola con fuerza.
—Nora, el caballero me ha salvado de estos dos que querían abusar de mí. ¡Tranquilízate! No quiero que te haga daño —añadió Sara, alarmada por la furia que poseía a su amiga.
Varadal notó cómo las palabras se abrían paso a través de la ira hasta el cerebro de Nora, quien lo miró fijamente, inmóvil, a la espera de que la liberase. Pero él no confiaba en su atacante. Era la misma muchacha que lo había observado durante la ceremonia con el desprecio reflejado en su rostro. No le pasó desapercibida su soterrada altanería. Podía leer en ella como en un libro abierto; había notado su rechinar de dientes en la oscuridad de la capilla, y recordó lo mucho que le había divertido verla quedarse clavada al suelo, como un palo de mayo, tras dirigirse el rey a ella.
—Asiente con la cabeza. Si te suelto, ¿cesarás en tu ataque? —preguntó un tanto burlón. Sabía que podía estrangularla como a un pajarillo con una mínima presión ejercida por sus dedos en aquel hueco tibio y latente de la base de su cuello—. No quisiera ser molido a palos por portarme bien; de lo contrario me veré obligado a ser malvado el resto de mis días.
Chasqueó la lengua, divertido ante su propio comentario y la estúpida situación en que se encontraba. Nora lo traspasó con sus palabras entrecortadas. Lo miró directamente a los ojos y escupió con rabia:
—Os premiaría con la muerte por vuestra conducta… hijo de puercos infestados de gusanos. ¡Soltadme!
—¡Nora! —exclamó Sara alarmada—. Detén tu lengua; te he dicho que me ha librado de los soldados…
Varadal la soltó como si hubiese recibido un nuevo golpe en la boca del estómago; como si su contacto quemara. La miró de arriba abajo, y sonrió dejando entrever los dientes blancos y apretados en una forzada expresión de contenido ataque, como el de una fiera a punto de degollar a su presa. El insulto le había herido como una ballesta afilada, pero jamás lo sabría nadie.
—Tu amiga tiene la intención de un guerrero y la fuerza de un conejo castrado; grandes propósitos sin recursos… ¡mala suerte! No temas, no la mataré, pero si su lengua continúa molestando como hasta ahora, se la cortaré con el cuchillo más corrupto que halle y no tendremos que soportarla nunca más. Y aún temo que nos llene de babas en su empeño por ejercitar aquello que ya no poseerá. He visto cómo se ennegrecen bocas menos bonitas, y sería una verdadera lástima…
Era tan brutal la amenaza que las rodillas de Sara temblaron sin control.
—No le hagáis caso, señor, olvidaos de sus infamias; está algo trastornada… perdió a toda su familia y aún no ha superado el dolor —añadió la mujer, intentando disculpar a Nora.
—Si queréis matarme, hacedlo, es vuestro trabajo ¿no es cierto? Buscaréis otro pretexto si hoy me dejáis con vida. Así actúan los de vuestra calaña. Cortadme la lengua y os escupiré en el rostro hasta la última gota de sangre que fluya de mi ser. Así han funcionado siempre las cosas; estoy muerta desde ahora, lo asumo. Pero no me rendiré sin presentar oposición. ¡Sois tan viles con los débiles que os jactáis de una cobardía vergonzosa con actos que pretendéis sean heroicos!
El joven sintió la amargura que destilaban sus palabras como algo conocido, algo que en su interior había rumiado a solas; el sufrimiento que no se podía contener y que en tantas ocasiones le había impulsado hacia el peligro, al frente de las batallas, a ser el primero en presentar los puños y el pecho. Aquella salvaje montañesa era muy parecida a él. No se detenía ante nadie.
—Idos. ¡Marchaos las dos!
Estaba furioso; quería zarandearla, romperle el suave cuello que había sentido bajo la palma de su mano, borrar aquel desafío de su expresión. La observó detenidamente para analizar con frialdad si en algún momento podría llegar a ser una amenaza real: en un momento de sueño, en una tarde distraída… si algo sabía de la guerra era que había que desconfiar de los momentos de serenidad o la aparente calma del enemigo, porque era en esos momentos cuando las traiciones se urdían en silencio y a escondidas.
Al contemplar a Nora con detalle, a menos de un palmo de distancia, pudo ver por primera vez el color de su pelo. Supuso que la oscuridad de la noche le engañaba: no estaba seguro de haber visto jamás a un cuervo tan negro como aquel cabello que se derramaba a ambos lados de su cara, en una cascada deshecha de trenzas y lazos que le llegaban a la altura de la cintura. Su hermoso rostro crispado no podía disimular los pómulos suaves ni su generosa boca de labios gruesos y sonrosados; tampoco la tersura de la piel ni los párpados ligeramente rasgados, los cuales trataban de contener la fiereza de una mirada amplia, oscura y penetrante. Así eran sus ojos, como cavernas en las que perderse, peligrosos y atrayentes. El guerrero se sintió demasiado vulnerable con aquella visión.
Ella, confusa, se dejó escrutar. No estaba segura de lo que había sucedido. Cuando se despertó y no vio a Sara, había ido en su búsqueda. Escuchó el llanto de su amiga cuando Varadal la consolaba y no dudó en acudir en su auxilio. Al ver al hombre, pensó que le estaba haciendo daño y no reparó en más. Su instinto la impulsó a arrojarse sobre él con la cabeza por delante; era tan duro de complexión que sentía dolor en el cráneo. Tendría que mejorar sus tácticas en el futuro, pues estaba segura de que le saldría un buen chichón en la frente. Pero qué gusto tan placentero había sentido al propinarle esos golpes por sorpresa. Apenas había podido disfrutarlos, pues él era demasiado fuerte y la había sometido al instante; sin embargo, el tacto de su mandíbula ligeramente cuadrada y el vello de la mejilla barbuda golpeada persistían en la palma de sus manos, como una victoria silenciosa que nadie podría arrebatarle. Estaba segura de que ninguna mujer había conseguido antes el triunfo que ella acababa de obtener sobre aquel engreído: golpear su orgullo además de su rostro. Se regocijaba por dentro y él lo sabía.
—Parece que todo ha sido fruto de un malentendido —dijo Nora sin disculparse—. La razón me avala, nadie me culparía por actuar de semejante forma si se viera en las mismas circunstancias. Tú —dejó a un lado el rigor y la cortesía que se esperaba de los siervos, y comenzó a tutearle sin miramientos—, deberías quedarte en el castillo con los de tu clase y no deambular por los bosques, aunque te agradezco la ayuda que has prestado a Sara. Sólo eso. Nada más te debemos.
—¿Me culpas de tus penurias? —preguntó él con sarcasmo—. No te conozco, no sé nada de tus muertos. ¿Acaso habría podido evitar yo la fuerza de la naturaleza? Ni una horda de los de mi calaña habría podido impedirla, mujer. Y desde que tengo uso de razón voy y vengo a mi antojo, no necesito consejos absurdos de una ignorante que cree saber más de la cuenta.
—No soy estúpida —repuso Nora—. Si los señores, los poderosos, los que os creéis dueños de nuestras vidas, mostraseis un ápice de compasión y generosidad, o una mínima muestra de condolencia, no nos obligaríais a odiaros. Apenas nos dejáis llorar a nuestros muertos y ya nos obligáis a participar en una nueva pantomima, con todo lo que eso conlleva. ¿De quién crees que eran las reses y el caldo que comiste y bebiste hoy?
—¡Del rey Aurelio, nuestro señor! —exclamó Sara, adelantándose a la contestación de Varadal. No le gustaba nada el modo en que Nora estaba poniéndolas a ambas en evidencia; quedarían marcadas como posibles insurrectas, y habían colgado a más de uno por menos palabras.
—Llevas razón —replicó el hombre—, nuestro rey ofreció el banquete de sus despensas. Conoce a la perfección lo ocurrido. Con su gesto quería aliviar vuestra pena sin causaros perjuicios u ofreceros limosna ante los demás señores; esperaba que éstos tomaran ejemplo de su acto. De paso protegía vuestro orgullo, porque de alimentos no andaréis sobrados, pero de esto último podríais hartaros si fuera comestible.
—Es lo único que nos queda y no dejaremos que nos lo arrebaten —añadió Nora con el mentón alzado, a sabiendas de que él se estaba burlando—. No necesitamos los actos caritativos de los que nos tratan como a perros sarnosos. No te equivoques: no es lo mismo orgullo que temor. El primero nos amarra los pies a este suelo que amamos; el segundo nos maneja sin voluntad para mantener la vida —prosiguió con encono—. Lamento poco la confusión. He obrado siguiendo el dictado de mi corazón, y a tu elección dejo la decisión de castigarme o no. Ahora me voy; ya he desperdiciado mi tiempo de descanso y en cuanto amanezca he de regresar a mis deberes.
Y tomando de la mano a Sara, se marchó por donde había llegado, dejando a un confuso Varadal apaleado y con la sensación de haber sido burlado e insultado en sus propias narices.
Las observó marchar; se sentía a medio camino entre el pasmo y el enfado. Se atusó la corta y abundante melena cobriza, un poco desgreñada tras la refriega, y, sacudiéndose los ropajes, caminó a grandes zancadas tras ellas. Retuvo a Nora por un brazo con fiereza, y le espetó con un brillo amenazador en la mirada:
—¡En mis tierras nadie pasa hambre! No soy tan cruel como para robar el pan de mi gente. Puedes venir y comprobarlo, pero nada es gratuito: tendrás que trabajar tan duro que echarás de menos los días entre los barrizales. Dudo que lo soportes.
Aceleró la velocidad de sus pasos y dejó atrás a las dos amigas, boquiabiertas ante aquella inusual declaración de principios: las acusaciones de la joven habían sido generalizadas, pero la actitud de Varadal más parecía una autodefensa de los pecados que creía acababan de atribuirle. Entró en el castillo, y ya no pudo conciliar el sueño ni bebiendo varias jarras de vino que un sirviente le ofrecía a medida que él las vaciaba con ansia. Las palabras de aquella mujer le habían dejado una huella agridulce, pues eran demasiado certeras. Estaba convencido de que Aurelio albergaba la intención de mejorar las condiciones de su pueblo, pero en su interior habitaba la duda. Ojalá el rey fuese capaz de manejar aquel caos. Se acercaba la fecha en la que debían pagarse al califato los tributos establecidos, y no sabía muy bien de dónde iban a surgir esta vez los peculios para ello. Se avecinaban tiempos de hambruna, y no soportaba la pasividad de los mandatarios. Se obligó a confiar en el buen criterio de Aurelio; era la única esperanza que quedaba.
Alfonso aún no se había dormido y lo miraba a hurtadillas, entre admirado y temeroso. Ya le habían comunicado que se marcharía con él al día siguiente, y había acudido lloroso a la pequeña recámara de Munia para cerciorarse de que todo era una patraña. Su madre había tratado de infundirle valor, asegurándole que no estarían mucho tiempo separados, pero el deseo de Aurelio no fue quebrado por sus ruegos cuando irrumpió en su habitación exigiéndole que retirara la orden de alejar a su hijo de ella. El rey le aseveró que sería sólo por un tiempo, el prudencial para proteger su vida. Ya estaba dispuesta la partida, y nada alteraría su decisión. Alfonso temía encontrarse en el lugar más salvaje que podía imaginar, rodeado de despiadados y aborrecibles lugareños en lo más alto de las montañas, pero Varadal era un ejemplo de lo que él quería llegar a ser algún día, un hombre valeroso y respetado por todos, e intuía que nada le sucedería bajo su protección. El niño estaba tan confuso que no cesaba de dar vueltas sobre sí mismo.
—Cálmate, Alfonso, todo va a salir bien. Nadie te tocará ni un pelo de la cabeza. Antes deben tocar los míos y soy demasiado alto, ¿verdad? Nadie salta tan arriba sin que le desgarre la barriga con mi hacha —susurró Varadal adivinando los pensamientos del crío, quien, tumbado sobre una pila de heno a modo de colchón y cubierto por una manta de lana parduzca, intentaba fingir que dormía.
—Eso espero, porque mi padre también era muy alto y lo agujerearon por todos lados con finos estiletes.
—Hmmm… Nunca debiste presenciar tal cosa.
—Cuando cierro los ojos sólo veo eso: la sangre de mi padre y el olor, que se me quedó encerrado aquí —se tocó el caballete de la nariz—. No me lo puedo quitar ni sonándome con todas mis fuerzas.
—Pronto será un mal recuerdo.
Su tono no era muy convincente; deseó que para el niño ocurriese el milagro que tantas veces había rogado que tuviese lugar para él mismo.
—Duerme; mañana tenemos un largo camino que recorrer.
Sin más palabras se recostó sobre el muro y dormitó hasta el amanecer, con pesadillas recurrentes que interrumpían el descanso que tanto necesitaba. En una ocasión, los ojos de la mujer del bosque irrumpieron iluminando como centellas su duermevela, y le produjeron más inquietud que el largo viaje que tenía por delante y los peligros que acechaban en él.
Más allá de los muros, dos muchachas se despedían con un profundo abrazo y algunas lágrimas furtivas.
—No sé por qué no quieres regresar conmigo Nora —protestó Sara—. Podemos construir una pequeña cabaña entre las dos, cultivar un pedazo de tierra y cuidar algunos animales; yo te ayudaré y continuaré con los panales. Viviríamos bien, podemos conseguirlo...
—¿Con qué fin, Sara? Vendrán y robarán todo nuestro esfuerzo; no les voy a dar ni una gota más de mi trabajo, ni de mi vida. ¡Nos la están robando! —exclamó la joven, asiendo las manos de su amiga con cariño—. Puedes venir conmigo; seguiré el curso del río hasta su nacimiento. Allí tiene que existir un lugar menos peligroso, donde más estrecho es su cauce y no amenaza con la muerte. Pasaríamos desapercibidas, viviendo ajenas a todos.
Nora llevaba muchos días sopesando la posibilidad de no regresar a la ribera; no soportaba aquella destrucción, y, sobre todo, no asumía la ausencia de los suyos. Cuando en varias ocasiones alguien descubrió un cuerpo semienterrado, corrió presa del pánico hacia el lugar, con la esperanza de que fuese alguien de su familia y poder darle una sepultura digna; pero nadie fue capaz de reconocer aquellos cuerpos destrozados, putrefactos y deformes. No podía establecerse de nuevo y contemplar cada día los alrededores tan familiares, ahora moribundos, y antaño tan llenos de bullicio y vida. No tenía fuerzas más que para huir y alejarse cuanto le fuese posible, con la esperanza de que el dolor fuese disminuyendo poco a poco bajo la forja de una nueva vida lejos del lugar que la vio nacer.
—Me voy, Sara, lo he decidido. Seguiré el curso del río, hasta donde me lleven las fuerzas. No temas, no me dejaré morir. Quizás algún día nos encontremos de nuevo.
—Te buscaré si consigo reunir el valor, pero ya sabes que no soy tan audaz como tú.
Nora abrazó de nuevo con fuerza a su único nexo con el pasado en aquella tierra. Sabía a ciencia cierta que era la última vez que veía a Sara, y limpiándose las lágrimas de un manotazo, se colgó el morral al hombro con sus escasas posesiones y se alejó caminando con las primeras luces del amanecer. Miró varias veces hacia atrás hasta que Sara desapareció en la lejanía, con la mano agitada al viento, en una despedida dolorosa pero inevitable.
A medida que se alejaba, el esfuerzo del camino tortuoso fue tonificando sus músculos y calentando su sangre; las montañas en el horizonte le daban una insignificante y alentadora esperanza para seguir adelante, hacia una desconocida meta. Estaba segura de que hallaría una señal del destino que le indicase el momento en que había llegado al final de su recorrido, y debía detenerse.