Capítulo 10

Antes de que dieran las cinco, Jon estaba llamando al portero automático del portal. Ella no le invitó a subir, bajó directamente con Bas, no le apetecía estar con él a solas en casa.

—Has traído a tu perrita, perfecto, así damos un paseo. —Se mostró complaciente.

—Sí, es su hora del paseo —le dijo dándole un beso a Bas mientras la dejaba con cuidado en el suelo—. Bueno, ¿y qué es eso que tenías que darme? —preguntó al no ver nada en sus manos.

—Qué impaciente; vamos, anda, ahora te lo doy, está en el coche.

Le acompañaron al coche y, al llegar, se quedaron esperando fuera, pero Jon las invitó a entrar. Al principio estuvo reacia, pero al final cedió.

—Venga, sube, así damos un paseo.

—¿A dónde? —preguntó sorprendida.

—Es una sorpresa.

—Qué misterioso estás hoy…

Subieron al coche. Al salir de Gallarta pasaron por Sanfuentes, lo cual le extrañó muchísimo. Se encaminaron hacia Zierbena, que linda con Muskiz. De hecho, la parte donde estaba la entrada a la cueva pertenece al municipio de Zierbena, la playa comparte ambos municipios. Empezó a sentirse más que incómoda, no pensaba que fueran a la playa, estaba convencida de que darían un paseo por el puerto, pero aun así estaba empezando a ponerse nerviosa. Desde que encontró la caja aquel nefasto día, no había vuelto a visitar el lugar. Además, aún no le había dicho de qué se trataba el supuesto regalo y la conversación durante el viaje había estado llena de evasivas.

—¿Vamos a dar una vuelta por el puerto? —preguntó inquieta. No le habían contado nada de todo lo relacionado con Róber y tampoco quería hacerlo en ese momento.

—No.

—¿A Santurtzi entonces? —volvió a preguntar, deseando que su respuesta fuera positiva.

—Estate tranquila, impaciente. —Sonrió, intentando eludir la respuesta una vez más.

Optó por callar, cada vez le gustaba menos lo que estaba pasando. Dudó entre coger el teléfono para llamar a Aitor o no, pero se sintió un poco avergonzada, al fin y al cabo era el mejor amigo de su novio y siempre se había mostrado amable y cariñoso con ella, no debía temer nada.

Bajaron por la carretera dejando a la derecha el desvío hacia Santurtzi y el puerto de Zierbena y llegaron hasta la playa. Alicia se puso tensa en su asiento, no quería volver allí, no sabía por qué Jon la había llevado precisamente hasta ese lugar. Cruzando los dedos y con el deseo de que pasara de largo, aunque estaba segura de que ese era el lugar elegido por Jon para el paseo, vio cómo el coche se adentraba en el parking.

—¿Qué hacemos aquí? ¿Para qué hemos venido a la playa? —preguntó fuera de sí agarrada, sin darse cuenta, con las dos manos al asiento del coche.

—A dar un paseo con Bas, ¿no es uno de tus sitios favoritos?

Se encontraba en una situación muy desagradable. No quería pisar la playa, le aterraba lo que pudiera pasar. Jon, haciendo alarde de su manía, dejó la llave del coche en el parasol, se bajó, soltó a Bas y abrió la puerta del copiloto ofreciéndole la mano a Alicia para que se apeara. No sabía qué hacer, si contarle lo que había pasado a unos metros de allí o callar e intentar volver a la normalidad de una vez por todas. Se sentía azorada solo con pensar en contarle el miedo que estaba padeciendo en ese momento.

Se armó de valor, respiró hondo, le dio la mano a su acompañante y, al fin, bajó. Miró con cautela hacia la playa, pero la distancia y las dunas le impedían ver nada, tan solo una pequeña pincelada azul de mar.

A modo disuasorio, le invitó a tomar algo en cualquiera de los bares que había fuera de la playa, pero Jon se negó, solo quería ir hasta la arena.

Tomó aire, intentó no pensar en todo lo ocurrido y se autoconvenció de que todo había pasado, de que alguna vez tendría que volver a dar largos paseos y baños de sol en «su playa». Bas estaba como loca de contenta, parecía haber olvidado lo que había sucedido la última vez que habían estado allí. Estaba deseosa de correr por la arena.

Al igual que el infausto día, el aparcamiento estaba del todo vacío. También hacía frío, en invierno solía hacer viento y no cálido precisamente. Comenzaron a caminar, la estampa era preciosa, su querida playa seguía allí, como siempre. La marea estaba subiendo, ni rastro de la puerta, que fue el primer sitio hacia donde dirigió su mirada. Puso un pie en la arena y empezó a relajarse, era como si nada hubiera pasado días atrás. Las olas acompasadas creaban una vieja y conocida melodía; el aroma a salitre, la fría y fuerte brisa, la cara comenzando a helarse… todo volvía a estar en su sitio. Cerró los ojos por un instante, llenó los pulmones y pudo sentir la serenidad que le producía estar en aquel lugar.

Bas jugaba, corría y ladraba para llamar su atención. Se notaba que ella también había echado de menos los paseos por La Arena. Giró la cabeza hacia atrás y comprobó que eran los únicos visitantes: los tres y la inmensidad del mar.

Permanecía en silencio saboreando el instante, caminando despacio, sin prisa, disfrutando del momento. Le estaba agradecida a Jon por haberla llevado obligada, a pesar del mal rato que había pasado antes. Lo que desconocía era de qué se trataba eso tan importante que le tenía que dar y que no podía esperar. En teoría esa tarde iba a ir a Oviedo con ellos, se lo podría haber dado en ese momento. Entendía que al posponerse una semana no iba a verlos, pero ¿por qué no quedaba directamente con él?

Era él quien dirigía el rumbo. Por regla general, Bas iba por donde quería y ella caminaba tras sus pasos, pero esta vez no le dio la oportunidad, se dirigió directamente a la zona de las rocas, justo donde desapareció Róber, donde vio la puerta. Entonces Jon interrumpió el silencio.

—¿Es allí donde está la entrada a las galerías? —preguntó para asombro de Alicia.

Como cuando te caes a un pozo en sueños y justo antes de tocar el fondo despiertas, así despertó Alicia de su sosegado estado de ánimo. Le miró con cara de asombro, intentando creer que había oído mal la pregunta. Pero Jon se había parado en seco y la estaba mirando de manera intimidatoria a los ojos, con una expresión en la cara totalmente nueva para ella.

—¿Es allí? —preguntó de nuevo, señalando el punto donde debería estar sepultada bajo el agua.

—¿Cómo sabes eso? —inquirió balbuceante con la cara desencajada por completo.

No podía creer que lo supiera y que le preguntara tan alegremente, sin importarle que los subterráneos pudieran oírle de algún modo.

—Eso no importa. Solo quiero saber si es allí.

Le costaba creer que Fredy se lo hubiera contado, ambos habían decidido no hacerlo y, de ser así, se lo habría comunicado. No entendía qué estaba pasando, se sentía aturdida, como en un mal sueño.

—¡Claro que importa! ¿Qué sabes de eso? ¿Te lo ha contado Fredy? —preguntó indignada con un nudo en la garganta, sintiéndose traicionada por la persona en la que más confiaba.

—No, no ha sido él.

—¿Entonces quién? —preguntó aliviada pero totalmente confundida. ¿Quién más lo sabía?—. ¿Eres consciente del peligro que estamos corriendo ahora mismo? ¿Qué sabes de todo esto?

—Ya te he dicho que solo quiero que me respondas, ¿cuál es el sitio exacto para acceder a las galerías?

—Me quiero ir a casa, ¡vamos, Bas!

—Aún no. Responde a la pregunta.

Jon se había vuelto un extraño para ella. No había un ápice de esa amabilidad que derrochaba en encuentros anteriores. Se mostraba serio, frío, distante, inquisitivo. Se había colocado frente a ella para impedirle el paso. Estaba aterrada, la pesadilla regresaba de nuevo cuando creía que todo había acabado. Volvió a llamar a Bas para marcharse de allí. No tenía coche, pero no le importaba, llamaría a un taxi que las alejara cuanto antes. Bas fue corriendo hasta ella y percibió que a su ama le pasaba algo. Dio un paso para bordear a Jon y este se lo impidió. La agarró con fuerza del brazo y volvió a preguntarle:

—Dime si fue allí.

—Cuando me respondas tú quién te lo ha contado —le replicó, armándose de valor.

—Cuanto antes me digas por dónde entró Roberto, antes nos vamos.

Cada vez más sorprendida y con el miedo metido en el cuerpo, decidió contestarle para irse de allí lo antes posible.

—Sí, es ahí —contestó sin tan siquiera mirar hacia el lugar.

—¿Cómo era de grande?

—¿Por qué me preguntas todo esto? ¿Qué está pasando? Por favor, me quiero ir, ¡suéltame! —le gritó intentando zafarse de su brazo.

—Simplemente contéstame si podría entrar un aparato grande o solo una persona.

—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿A qué aparato te refieres? Era una puerta pequeña, creo que habría que agacharse para entrar.

—¿Los has visto?

Se le heló la sangre. ¿Quién era Jon? Estaba empezando a comprender que no era quien decía ser, que sabía cosas que no debería saber nadie.

—Dime, ¿los has visto?

—¿Por qué sabes todo esto? ¿Quién eres?

Mientras tanto y sin darse cuenta, la brisa se había tornado en un fuerte viento, el cielo había cambiado por completo, las lagunas azules y las nubes blancas habían desaparecido dando paso a un cielo gris, turbio, inquietante.

—Pertenezco a un selecto grupo que se dedica a la búsqueda de vida alienígena en nuestro planeta. Sabemos de la existencia de unos que viven bajo nuestra sociedad, ocultos, pero no cómo localizarlos. Cuando desapareció Roberto Arteaga, precisamente en esta zona, estuvimos investigando. Llegó a nuestros oídos que los amigos del desaparecido aseguraban que había entrado en una cueva y que después el mar la había ocultado. Teníamos casi la certeza de que por esta zona había algún pasadizo a su mundo. Creemos que se instalaron aquí hace mucho tiempo y queremos contactar con ellos.

Alicia se había quedado sin palabras, lo que acababa de escuchar la sobrepasaba. Jon no tenía consciencia de lo que eran capaces de hacer, del riesgo que estaban corriendo. Intentaba crear una pared en su mente, como hacía Róber, pero no podía dejar de escuchar al extraño que tenía delante ni de recordar lo vivido.

—Vámonos, por favor, estamos en peligro. No quiero saber nada sobre ese tema.

—Pero yo sí.

—¡Me has traído engañada! Voy a llamar por teléfono a Fredy ahora mismo. —Cogió el bolso como pudo con el brazo libre para sacar el móvil, pero Jon le se lo arrebató.

—Dámelo, por favor, deja que me marche… —suplicó con los ojos anegados de lágrimas.

—Últimamente Fredy estaba muy raro y presentí que me ocultaba algo. Por más que le preguntaba, no me contaba nada. Pero un día, sin querer, se le escapó un pequeño detalle y eso me hizo pensar que sabíais algo.

—¿Y por qué no le has preguntado a él? ¿Por qué me has traído a mí? —le gritó—. ¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño!

—Porque él no es especial, no tiene la sensibilidad que tienes tú. Cuando un día le invité a que viniéramos a la playa a cenar y me contestó que no, alterado, me saltó la alarma. Al preguntarle, me dijo que no querías venir a la playa y, sabiendo lo mucho que te gusta, imaginé que sería por algo grave. Volví a insistir y me comentó que habías tenido un percance muy desagradable aquí. Otro día me dijo que tenías un problema, aunque no quiso contármelo por más que persistí, y que lo estabas pasando mal. Después averigüé que habíais visitado a la familia de Roberto, me lo dijo un conocido que os vio por allí. Pero la clave fue cuando vi el esclarecedor óleo que mantenía Fredy en secreto.

—Ese cuadro…

—Sí, ese magnífico cuadro.

—Pero si no te dejó verlo… —le dijo, recordando la conversación en el estudio.

—No, pero antes de marcharme lo vi sin querer, Aitor no lo había tapado bien.

—¿Por eso te fuiste tan serio? ¿Qué más sabes sobre ellos?

De pronto, oyeron un ruido sordo, como una explosión que parecía que iba a partir la tierra en dos. Sintieron el temblor bajo sus pies. Las turbulentas olas del mar se aproximaban a pasos agigantados. Parecían vivas, furiosas; se acercaban a ellos cada vez más, intentado darles caza. Era como si una mano hubiera agitado bruscamente el agua contenida en una colosal bola de nieve. Los relámpagos iluminaban el cielo para dejarlo sumido tras ellos en una oscuridad impropia de esas horas. La arena volaba creando remolinos que golpeaban sus rostros sin compasión. Bas se puso de pie apoyándose en las piernas de Alicia para que la cogiera en brazos.

Por última vez miró hacia atrás, hacia la entrada, creyendo por un momento que los subterráneos irían a por ella. Cogió a Bas, le arrancó el bolso a Jon, se zafó de su apresadora mano y echó a correr hacia el coche.

Este se quedó extasiado observando el mar, presenciando la metamorfosis que había sufrido el día en un instante. Le parecía antinatural el cambio tan drástico y estaba convencido de que habían sido los subterráneos los causantes de tal transformación. Ensimismado en lo que estaba contemplando, no fue consciente del peligro en el que se encontraba.

Sobre las agitadas aguas del mar se formó una pequeña manga marina que se dirigía directa hacia Jon. Iba aumentando drásticamente de tamaño, pero él, maravillado por lo acontecido y creyendo que no corría peligro porque no saldría del agua, se quedó mirándola. Tal y como había visto tantas veces en el cine, el torbellino crecía, levantando gran cantidad de agua a su paso. Zigzagueaba como un torpe bailarín, pero a cada paso que daba se acercaba más a la orilla.

Alicia, alejada unos metros de su opresor y recordando la amistad que le unía a su novio, llamó a Jon con un grito exasperado, temiéndose lo peor al verle parado ante lo que se le estaba viniendo encima.

—¡Vamos, Jon! ¡Corre! ¡Aléjate!

Pero Jon no pudo oír nada. Toda su atención estaba centrada en el tornado que tan espontáneamente había aparecido ante sí. Otro trueno, más sonoro aún, si cabe, fue como el pistoletazo de salida. Alicia echó a correr con todas sus fuerzas por el suelo arenoso dejándole atrás. La arena, azotándole la cara y metiéndose en sus llorosos ojos, le dificultaba la visión, pero, aun así, avanzaba hacia la salida de la playa.

Jon comenzó a caminar de espaldas hacia atrás, sin poder quitarle la vista de encima y, cuando quiso reaccionar, el tornado había salido del agua. Cada vez con más fuerza empezó a succionar la arena, creando una enorme columna borrosa. Consciente, al fin, del peligro en el que se hallaba, intentó correr tras los pasos de su acompañante, que no veía por ningún sitio, pero no podía, la succión se lo impedía. Estiró los brazos en un intento desesperado por avanzar unos centímetros y poder alejarse de allí. Se tiró al suelo con la absurda esperanza de poder salvarse, creyendo que el tornado pasaría simplemente por encima, pero no llegó ni a tocarlo. Con una increíble potencia, el tornado succionó a Jon y lo elevó por los aires cual muñeco de trapo. Su pequeño cuerpo, al lado de la poderosa magnitud de la naturaleza, giró en el sentido del torbellino, arrancándole la ropa a jirones. Fue consciente de que todo era provocado por aquellos seres que había estado estudiando durante tanto tiempo. Los mismos con los que quería contactar.

Lo último que vio fue a Alicia de refilón, corriendo por el paseo dirigiéndose al coche. Se arrepintió de cómo la había tratado, de haberla puesto en peligro, de haber querido competir contra aquellos extraños y poderosos seres. Justo en ese momento, consciente de que había perdido la vida por intentar saber más sobre sus idolatrados alienígenas, las fuertes acometidas le partieron el cuello y acabaron con su existencia. Inmediatamente después el huracán fue perdiendo fuerza. El cadáver del agente inmobiliario, del desconocido y buen amigo de Fredy, caía a plomo sobre la maltrecha playa, con la mayor parte de los huesos rotos. Al igual que una marioneta vieja, sus brazos y piernas yacían en el suelo, en una postura insólita.

El torbellino, que simulaba estar vivo y poseer algún tipo de inteligencia, se relajó, pero siguió tras la joven, desesperada por huir de allí. No tenía intención de acabar con ella, solo quería asustarla y advertirla. Su objetivo era el intruso que intentaba a averiguar por dónde se podía acceder al mundo subterráneo.

Con los brazos entumecidos por el peso de Bas y el corazón latiendo más rápido que nunca, logró entrar en el coche de Jon. Por suerte, este tenía la manía de dejar la llave dentro porque una vez se le perdió y pasó por una odisea para volver a casa a por otra. Desde aquel día, la dejaba siempre en el parasol del piloto. Era la segunda vez que la playa, su querida y apreciada playa, la «echaba» de allí. Decidió ir por la carretera que bordea Petronor, era el camino más derecho para alejarse de la pesadilla. Había visto el tornado y, sin ser consciente de que podría provocar una catástrofe en la refinería, decidió que el otro camino, el de Zierbena, era demasiado peligroso. Además, Fredy estaba trabajando allí mismo.

No podía dejar de pensar en Jon, en si habría sobrevivido; no lo sabía con certeza, pero tenía la innegable sensación de que no. Cuando huía de la playa, había mirado hacia atrás y había podido contemplar a Jon hipnotizado mirando el huracán que avanzaba hacia él. No podría haber hecho nada por ayudarle; además, le temía. No era la persona que creía conocer.

Al igual que la vez anterior, cuando encontró la caja y vio la entrada, la gente en Muskiz era totalmente ajena a lo acontecido a escasos cuatro kilómetros de allí. Cruzaban la carretera para entrar en el polideportivo o en el centro de salud. Todo estaba tranquilo; según había ido alejándose, el viento había amainado y el tornado había desaparecido.

No se podía permitir ir a casa, se encontraba fuera de sí. Aparcó en el estacionamiento para empleados de la refinería y se quedó sentada un rato pensando qué hacer, intentando ordenar sus pensamientos. Una y otra vez le venían las palabras de Jon a la mente. ¿Quién era en realidad? Entonces le sobrevino la inevitable pregunta: ¿pertenecería Fredy a ese «grupo» de personas? Y si fuera así, ¿la habría estado utilizando? Como antes de compartir su vida con su adorado Aitor, volvió a sentirse sola. Temía la respuesta, pero tenía que saber la verdad. No podía imaginar que todo hubiese sido un engaño, que sus sentimientos hubieran sido falsos, pero, por otra parte, era todo tan idílico que a veces creía vivir un sueño. Empezó a pensar qué le diría a la policía cuando supieran que había ido a la playa con Jon y se había marchado de allí sin él y con su coche. En medio de un principio de ataque de pánico, Bas, a quien no le había dado tiempo a ponerle el arnés de seguridad, se subió sobre sus piernas y empezó a darle lametones en la cara. La abrazó y la besó, sintiéndose más unida a ella que nunca.

Bajaron del coche y comenzaron a caminar sin rumbo. ¿Cómo le iba a contar a su novio que Jon estaba muerto y que era un extraño que les había estado engañando? Temía su reacción. ¿Volverían los subterráneos a por ella? Se encontraba más perdida que nunca. No sabía si llamar a la Ertzaintza o contárselo primero a él. ¿Qué pensaría de ella por no haber regresado con su mejor amigo? Sabía que no podía haber hecho nada por él, pero eso solo lo conocía ella. Lo que más miedo le daba no era el desconocido fallecido en la playa ni contárselo a la policía, sino que Fredy estuviera involucrado y no fuera quien aparentaba ser. La cabeza le iba a estallar.

Decidió bajarse del coche y enfrentarse a la situación. Se acercó a la entrada de las oficinas, las que están cerca del castillo de Muñatones, y le llamó por teléfono.

—Hola, nena, enseguida salgo, ¿qué tal estáis?

—Aitor, estamos en la entrada de las oficinas, ¿puedes salir?

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó sorprendido, pero no por no saber qué hacían allí, sino por el tono que había empleado; además, le había llamado por su nombre cuando siempre le había llamado Fredy y, desde que estaban juntos, «cariño».

—Baja, por favor, ha sucedido algo.

Sin más dilación, Fredy se levantó de la mesa dejando el ordenador encendido y todo sin recoger para dirigirse a la entrada. Al verla a lo lejos ya percibió que algo grave había pasado, pues su semblante era el de una persona desamparada y llevaba el pelo totalmente alborotado, cosa inusual en ella. Con Bas en brazos, la cara desencajada, los ojos enrojecidos y arena por todas partes, permaneció estática hasta que Fredy se acercó a ellas.

—Pero nena, ¿qué os ha pasado? ¿Esto es arena? ¿Habéis estado en la playa? —interrogó en tono alarmado y preocupado.

—¿Quién era Jon?

—¿Qué? —No entendía a qué venía esa pregunta—. ¿A qué te refieres? ¿Cómo que «era»?

—Creo que Jon está muerto.

—¿Qué estás diciendo? —Se tuvo que sentar en el murete que rodeaba todas las instalaciones—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

—Jon ha vendido a buscarme a casa, me ha dicho que quería darme algo para ti. Hemos subido en su coche y nos ha llevado a la playa, ¡a nuestra playa! Yo no quería ir, pero no he tenido escapatoria. Una vez allí, ha empezado a hacerme preguntas sobre los subterráneos.

—¿Los subterráneos? ¿Y cómo puede saber de ellos? ¿Se lo has contado tú?

—¡No! Yo no, ¿y tú? Según él, no, pero ya no me puedo fiar de nadie.

—Yo tampoco, nena, ya lo sabes, decidimos no contárselo a nadie para no poner en peligro ninguna vida, sabemos de lo que son capaces.

—Y tanto que lo sabemos…

—¿Qué ha pasado después? Mira tu cara, tu pelo, estáis llenas de arena las dos. ¿Dónde está Jon? —preguntó cada vez más alterado.

Viéndola así se daba cuenta de la gravedad de la situación. Ni tan siquiera cuando encontró la caja y pasó por aquel trance la había visto tan afectada. Cogió la cara de Alicia entre sus manos, la besó en los labios y volvió a preguntarle qué había pasado. Entre sollozos, Alicia le contestó:

—Yo me quería marchar de la playa, pero Jon no me dejaba, me tenía agarrada muy fuerte del brazo y me había quitado el bolso. Entonces, de repente, un trueno horrible ha hecho temblar el suelo. El cielo se ha puesto negro, las olas del mar se han vuelto locas, parecía que venían hacia nosotros, después los relámpagos… He conseguido soltarme de su mano y hemos echado a correr hacia el coche.

—Aquí no ha pasado nada de eso, mira el cielo, aunque sí que hemos oído un sonido como de trueno. ¿Y Jon? ¿Por qué dices que crees que ha muerto?

—Ha habido un tornado; al principio, en el mar, pero después ha ido derecho a por Jon. No podía hacer nada más que huir. Él se ha quedado ahí en medio de la playa mirándolo, sin moverse, y yo me he marchado lo más rápido que he podido… —Comenzó a llorar creyendo que la acusaría de haberle abandonado, pero ella sabía que no podía haber hecho nada por salvarle; a duras penas se habían salvado ellas.

—No me lo puedo creer… Pero ¿por qué no se ha marchado de allí?

—No lo sé. Estaba muy raro, no parecía él. Ya no era simpático ni cariñoso conmigo, solo quería saber dónde estaba la entrada a la cueva y no me dejaba marchar. Cuando se ha quedado embelesado mirándolo es cuando he podido huir, ¡no he podido hacer nada por él! —gritó desesperada.

—Vale, vale, tranquila. —La abrazó. La conocía y sabía que estaba diciendo la verdad, por mucho que le costara imaginarse a Jon conocedor de su secreto y comportándose así con ella.

—¿Qué hacemos? Hemos venido en su coche, está ahí.

—Lo primero es ir a buscar a Jon.

—¡Nooo! ¡No pienso volver a esa playa!

—Vale, vale, de acuerdo. Id a casa, iré yo solo.

—¡No! ¡Tampoco! ¿No te das cuenta de que han sido ellos? Si vas, te pueden matar. —Estaba fuera de sí, no quería que nada malo le pasara y no sabía qué debía hacer.

—No podemos dejarle allí, ni siquiera sabemos si sigue vivo. Compréndelo, es mi mejor amigo, tengo que ir.

—¿Y si vuelve otra vez el tornado? ¿O un terremoto? ¿O cualquier cosa que se les ocurra? —preguntó, temblando.

—No creo. Yo no voy a alterar la vida de esos seres, no voy a buscar su entrada ni nada, tan solo voy a buscar a un amigo. Eso no les puede parecer mal.

—Tal vez no… —dijo cabizbaja.

—¿Por qué no os vais a casa? Te das una ducha y me esperas tranquila a que vuelva, ¿te parece bien?

—¿Tranquila? ¿Crees que puedo estar tranquila? Pero en fin, supongo que es lo único que puedo hacer, irme a casa y alejarme de aquí.

—Eso es, nena. Coge mi coche y marchad a casa, intentaré estar lo antes posible.

Observó a Fredy subiendo en el coche de Jon deseando que esa no fuese la última vez en verlo. Entró en su coche y se dirigió a casa, temerosa por lo que pudiera pasar, pero consciente de que no podían desentenderse de Jon. Cualquier paseante lo encontraría en algún momento y la última persona con quien se le vio era ella. Seguramente alguien los habría visto juntos en Gallarta. Maldijo ese momento, pensando que no tenía que haber ido con él a ningún sitio.

Una vez en casa, bajo el relajante chorro de agua caliente de la ducha, intentó, en vano, comunicarse con Róber para rogarle que intercediera y no le hicieran ningún daño a Fredy. Pero ella carecía de tal habilidad.

Fredy aparcó el coche cerca de la zona de bares. Se veía gente que iba a tomar algo o a cenar. Era muy típico ir de copas y a cenar a la playa. Hacía viento y el frío se dejaba notar. No habría más de media docena de coches y se preguntó si alguien habría bajado a la playa y habría encontrado a Jon.

Estaba anocheciendo, así que se dio prisa. Nada más empezar a bajar a la playa, vio en el suelo el cuerpo de Jon, cubierto parcialmente de arena. Aminoró el ritmo sin darse cuenta. Deseaba que estuviera vivo, pero por la postura en la que estaba era difícil de creer.

Se agachó para verle la cara. Tenía los ojos y la boca abiertos y el cuello, aparentemente roto. La cabeza estaba girada al lado contrario del cuerpo, en una postura imposible. Yacía boca abajo con una pierna doblada hacia arriba, con la rodilla del revés. Un brazo sobre la espalda, con la mano colgando, rota por la muñeca. Estaba completamente destrozado.

—Jon… Amigo… —pronunció con un hilo de voz.

La imagen era perturbadora. El cadáver se hallaba sobre la arena, totalmente desnivelada. Bajo él y alrededor, el tornado había hecho una hendidura, su huella se dejaba ver con claridad. Dirigió la mirada, temeroso, hacia el lugar donde estaba la entrada y, como es lógico, no vio nada.

Con los labios temblando y el corazón roto, sacó el móvil y llamó a emergencias. Se sentó a su lado esperando a que llegaran, no quería dejarle solo. En pocos minutos se presentó la Ertzaintza y una ambulancia. Pensó en su madre, en cuánto le había afectado la muerte de su padre y cómo había empezado a sobreponerse después del infarto, apoyándose más que nada en su hijo.

Mientras esperaba, repasó mentalmente lo que debía decir y cómo hacerlo. No quería por nada del mundo que Alicia se viera perjudicada por algo de lo que no tenía culpa alguna. Al principio pensó en contarles que había sido él y no ella quien había presenciado lo ocurrido. Pero después se dio cuenta de que cabía la probabilidad de que alguien los hubiera visto juntos y eso sería un tremendo error. No tenía más opción que explicar los hechos tal y como habían sucedido.

Nada más llegar, la patrulla hizo una inspección ocular del lugar y le oyó decir a uno de los agentes que se trataba de una «clave negra», lo que quería decir que en el lugar de los hechos se encontraba un cadáver. A pesar de que era consciente de que jamás volvería a charlar con su amigo, ni a reírse de sus chistes, al oírlo decir el corazón se le encogió aún más.

Le hicieron todo tipo de interrogantes mientras el forense procedía al levantamiento del cadáver. Le preguntaron dónde se hallaba su novia y les argumentó que su estado de ánimo no le había permitido volver al lugar donde había sucedido todo. Después de tomarle declaración, tuvo la sensación de que daban por cierto lo del tornado y no que Alicia hubiera sido la causante de su muerte, lo que le produjo un gran alivio, a pesar de las circunstancias.

Imaginó que así se debieron de sentir Gari y Andoni cuando desapareció Roberto. Solo que, esta vez, el cuerpo de Jon estaba allí mismo. Se preguntó si Róber seguiría con vida y, de ser así, si sabría lo que acababa de suceder.

Una vez finalizado el procedimiento, le dejaron marchar y le comunicaron que Alicia se tenía que personar en la comisaría para tomarle declaración. Un tanto alarmado les preguntó para qué, pues estaba claro lo que había sucedido. Le dijeron que se trataba de un simple trámite.

Contempló cómo recogían el maltrecho cuerpo y lo tumbaban en una camilla para meterlo en la ambulancia. Bajó la mirada y se dirigió hacia el coche al ritmo de un enfermo cansado de la vida. Al meter la llave en el contacto, se asombró imaginándose que su madre se desharía de él, no sabía conducir. Ese pensamiento le produjo una fuerte presión en la garganta, pero se reprimió las lágrimas, ya nada importaba.

Entró en el piso esforzándose por no estallar en un llanto al ver a su novia, pues no quería arrastrarla a una profunda tristeza ni quería mostrar debilidad ante ella. Le dijo que se vistiera para ir a comisaría y esta no tardó en hacerlo. Tenía miedo de que la acusaran de algo aun sabiendo que se trataba de una muerte natural, aunque violenta, pero Fredy la tranquilizó al narrarle la sensación que los ertzainas le habían dado y decirle que no tenía nada que temer.

Bajaron hasta Muskiz y allí le tomaron declaración. Fue una mera formalidad, en ningún momento se sintió interrogada ni en situación de peligro.