Capítulo 1
Como casi cada tarde, Alicia y Bas fueron a dar su paseo diario a la playa de La Arena, situada entre Muskiz y Zierbena, en la costa vizcaína, a orillas del Cantábrico. Había estado lloviendo durante una interminable semana y, al fin, ese día la lluvia había cesado. Estaba a poco más de diez minutos de su casa en coche y era el lugar favorito de ambas para dar ese paseo. Normalmente no había nadie a esas horas en otoño. La gente elegía otros sitios menos fríos para ir con sus perros, pero la soledad de la playa le transmitía calma, paz, y la relajaba. Solo ellas, el sonido de las olas acariciando la arena y la fría brisa del mar. Le gustaba sentir el frío en la cara, mirar el horizonte, salpicado ocasionalmente por algún petrolero que se antojaba diminuto, ver las olas formándose y rompiendo junto a ellas. Sus días favoritos eran aquellos en los que la marea estaba baja, cuando el mar se alejaba de la costa dejando su rastro en la arena mojada. Aprovechaban ese pequeño espacio que les prestaba el mar momentáneamente para caminar por ahí. Era Bas quien elegía la ruta, Alicia se limitaba a ir tras ella.
Era el ratito de pensar en sus cosas, de buscarle solución a los problemas, las dos solas, como si el tiempo se hubiera parado. Sentía que en aquella playa nada malo podía pasar, la sentía como suya. A pesar de ser una chica muy sociable, apreciaba un momento de soledad, siempre con su querida teckel, su fiel amiga, aunque para ella era mucho más que eso.
Aparcó en el parking que había para los amantes de la playa. Estaba desierto, no como en verano, que era imposible encontrar un hueco. Bajaron del coche y se encaminaron hacia el paseo que llevaba a la entrada de la playa. El paso del otoño había dejado su huella en los desnudos árboles que escoltaban la ancha acera. A los lados había unas campas con mesas y bancos de madera que hacían de merendero, acompañadas de las viejas pero aún servibles mesas de ping pong. En la época estival no había una sola vacía. Las familias y grupos de amigos las ocupaban y disfrutaban de un día al aire libre. A la izquierda de estas estaban las marismas de Pobeña. De vez en cuando, se dejaban caer por allí, cuando el viento se tornaba casi gélido. Estaban alejadas de la orilla y daba la sensación de que el frío no se metía tanto en los huesos. Había dunas, algún arbusto y unas plantas con pinchos que asomaban tímidamente por la arena; a Bas le gustaba corretear por esos parajes. El cielo gris con algunas nubes amenazaba tormenta de nuevo, mas no inminentemente. La temperatura era bastante fría, pero en cuanto se pusieran a caminar, entrarían en calor. La luz era perfecta para hacer fotografías, una de las pasiones de Alicia. Algunos días cambiaba de escenario y abandonaba la playa por el monte, aprovechando así para hacer unas buenas fotos.
La marea estaba extremadamente baja, nunca la había visto hasta ese punto, pese a ser asidua a esa playa. Se detuvieron en lo alto de las escaleras que anunciaban la entrada a la playa. Se quedó mirando al frente; las olas eran inapreciables pese a ser el mar Cantábrico. Le sorprendió ver tan alejada el agua, jamás había visto una bajamar tan sumamente baja. Se abrochó la gruesa chaqueta, se subió los cuellos, se acomodó su bufanda favorita hecha a mano por su madre y metió las manos en los bolsillos para que no se le helaran.
Se había levantado un fuerte viento impregnado de agua salada que le golpeaba en la cara congelada. Sentía cómo le agrietaba los labios, le helaba las orejas y los ojos dejaban escapar una lágrima, sin embargo, le encantaba esa sensación. Miró a los lados y recorrió con los ojos el casi un kilómetro que había de punta a punta. La playa estaba flanqueada a la izquierda por la ría Barbadún, el puente que comunicaba la playa con Pobeña y los acantilados de Kobaron. A la derecha, por la cima de Punta Lucero, con sus cuatro solitarios y abandonados cañones Krupp de 150 mm. Habían sido construidos a principios de los años cuarenta, en sustitución de los viejos obuses Ordóñez, pertenecientes al Cinturón de Hierro de Bilbao. Se trataba de un sistema de fortificación para defender Bilbao de un posible ataque durante la Guerra Civil Española. Como era de esperar, no había un alma.
Fueron derechas hacia el agua, en vez de ir paseando de lado a lado de la arena como siempre, como si por acercarse a la orilla pudiesen averiguar el motivo de la desmesurada bajamar de aquel día. Caminaron hasta llegar a los charcos que el mar dejaba abandonados en las imperfecciones del suelo y desde ahí giraron dirección a Punta Lucero. Miró hacia las escaleras, a su espalda, más lejanas que nunca. Bas corría alegre como siempre, ajena a la incertidumbre de Alicia. Sonrió al verla tan alegre, corriendo hacia delante pero parando cada poco para esperarla. Llevaban seis años juntas, seis años de cariño mutuo, de paseos, de juegos y alegrías. Desde niña había sentido algo especial por los perros, pero no fue hasta que aquella pequeña teckel de pelo duro de apenas tres meses entró en su vida cuando supo lo que era el tener una perrita en casa. No se trataba de sacarla a pasear, darle de comer y bañarla de vez en cuando. Bas era su pequeña familia. Vivían en un modesto piso en Gallarta, un pueblo minero situado en la margen izquierda de Bizkaia. Era hija única y sus padres habían fallecido en un accidente de tráfico cuatro años atrás. Solo le quedaba Bas y Bas solo la tenía a ella.
Aquel fatídico año, los padres de Alicia habían decidido pasar el puente del Pilar en Madrid para hacer turismo cultural; adoraban visitar museos. A medio camino, un tráiler perdió el control e impactó contra su coche. El padre murió en el acto y a pesar de que la madre sobrevivió al accidente, tres días después, en estado de coma, falleció en el hospital. Por suerte Alicia tenía exámenes en esa época y alegó a sus padres que prefería quedarse en casa estudiando. Aunque era cierto, el motivo real era que no quería dejar a Bas en casa de la vecina durante el puente; sabía que en los museos no podría entrar con ella. Quería pensar que su querida amiga canina le había salvado la vida.
A pesar de estar solas, eran felices. Si no hubiese sido por aquella bolita de pelo, no habría podido superar la trágica muerte de sus padres. Iban juntas prácticamente a todas partes, exceptuando al trabajo. Cada mañana, muy temprano, se despedían para ir a la oficina, no sin antes encender la radio para que la ausencia se le hiciera menos aburrida. Llenaba los cuencos de agua y comida y abría todas las puertas de casa para que pudiera deambular por donde quisiera. Trabajaba en Barakaldo hasta las dos de la tarde, sumida entre facturas, presupuestos, llamadas de teléfono y gestiones bancarias. Ansiaba el regreso a casa y los besos y lametones de su «muñequita», como solía llamarla.
Se encontraba paseando y observando las tenues olas rompiendo contra las rocas cuando, de pronto, le pareció ver una especie de hueco en la ladera de la montaña, una entrada a su interior, vieja, ajada por el oleaje, casi inapreciable. Una pequeña cavidad por la que cabría una persona perfectamente. Pestañeó repetidamente pues nunca antes la había visto, era la primera vez que aparecía ante sus ojos, y era por la tremenda bajamar, que dejaba al descubierto una zona siempre sumergida en aguas saladas. Cuando se encaminaba hacia allí, solía observar cómo las olas impactaban contra la montaña, y esa puerta no estaba allí antes, no, no lo estaba. No podía dejar de mirarla. Las preguntas se agolpaban en su cabeza sin darle tiempo a pensar en las respuestas. ¿A dónde llevaba esa puerta? ¿Desde cuándo estaba allí? ¿Por qué la habían hecho? ¿Para qué? ¿Quién? Y lo más importante, ¿cómo, si el agua tapaba toda aquella zona? Empezó a hacer memoria intentado recordar los cientos de veces que había recorrido aquella arena, mirado las rocas, la montaña, las olas, todo, y estaba convencida de que antes no había nada. No obstante, también era cierto que tampoco había visto jamás la marea tan baja, en ninguna estación. No entendía nada y no podía comentarlo con nadie, solo estaban ellas. Se acercó todo lo que pudo, pero era imposible llegar hasta allí si no quería ir nadando con aquel frío y su fobia al agua. Por no hablar de dejar sola a Bas. Se detuvo en el punto más cercano que el mar le permitía. No podía ver lo que había en su interior, tan solo oscuridad. Era de hormigón o cemento, estaba en medio de las piedras escalonadas y carecía de puerta alguna, tan solo un hueco abierto en mitad de una montaña, bajo el mar. «Qué pena no tener unos prismáticos a mano», pensó. Se frotó los ojos, los abrió todo lo que pudo y, después, los entornó ligeramente, como si con ello fuera a salir un zoom.
Los ladridos de Bas la sacaron de su ensimismamiento, estaba mirando la puerta como esperando a que saliera alguien. Se giró y allí estaba Bas, llamándola junto a algo que había encontrado. Se dirigió hacia ella como una autómata, sin dejar de mirar a su izquierda, despacio, escudriñando cada centímetro que la distancia le permitía. Finalmente se volvió hacia delante para ver lo que a Bas tanto le alteraba. Lo más probable es que fuera algún palo o, tal vez, un cangrejo, pero no.
Ahí aparecía el segundo misterio del día. Era una pequeña caja de madera, vieja y oscura, incrustada en la arena mojada. Estaba muy desvencijada pero perfectamente cerrada. Dudó si cogerla, no le gustaba tocar cosas ajenas y menos aún si estaban en el suelo, como aquella caja, que era un despojo escupido por el mar. La rodeó para cerciorarse de que no era nada importante, pero algo le atraía. La tocó con el pie, intentando sacarla de donde se hallaba. Era algo más grande de lo que parecía a simple vista. Se agachó y terminó de desenterrarla con las manos. Bas saltaba a su alrededor para que le mostrara el trofeo que había dentro. Le quitó la arena que pudo, pues estaba húmeda y aferrada a cada una de las seis caras del pequeño cofre. La giró para encontrar algún rótulo, una marca o un made in China. Pero no vio nada, solo una vieja caja mojada y fría. Carecía de cierre alguno, tan solo estaba cerrada a presión.
Le daba reparo abrir algo que no era suyo, pero tampoco quería dejarla allí, así que decidió llevársela a casa. La metió entre dos bolsas higiénicas para perros que siempre llevaba encima. Ese día tocaban rosas con corazones; así perdía todo su misterio y se veía un tanto ridícula. Fueron de camino hacia el coche para dejarla dentro por no llevarla encima mientras paseaban, no porque pesara mucho, sino porque estaba mojada, helada y porque a pesar de que no había nadie más en toda la playa, no quería que nadie la viese con ella y se la pidiera. Así aprovechaba también para coger el móvil y hacer unas fotos de la puerta. Sentía una atracción hacia aquel objeto que no lograba comprender, algo más fuerte que ella misma le había obligado a recogerlo y quedarse con el misterioso y pequeño cofre.
Una vez guardado en el coche a buen recaudo, volvieron tras sus pasos para continuar con el paseo. Bas ya le había mirado con cara de asombro por regresar al coche casi cuando acababan de llegar. Esta vez, en vez de bajar por las escaleras, accedieron a la playa por el lateral derecho, para llegar antes a la zona de la enigmática puerta. Sentía las manos heladas tras haberlas tenido en contacto con la fría y mojada arena que protegía la caja. Aprovechando que ya estaban frías, cogió un palo y se lo tiró a la juguetona teckel para que corriera a por él y, al mirar de nuevo hacia la puerta, se quedó perpleja: ¡ya no estaba! No era posible. Fueron hacia allí y por más que buscó y rebuscó, la montaña estaba como antes, sin entradas. Tuvo que detenerse mucho antes de llegar hasta el sitio desde donde había estado observando antes, porque una ola le empapó los pies. Estaba tan pendiente de ver de nuevo la imposible entrada que no se percató de que iba derecha al agua. El mar había recorrido varios metros hasta alcanzarla. La marea había subido de repente, a una velocidad de vértigo. Era imposible, habían pasado poco más de cinco minutos. Se percató de que la luz también había cambiado radicalmente. Miró hacia el cielo y pudo contemplar cómo el gris ceniza daba paso a un gris plomizo y unas nubes amenazantes se situaban sobre el lugar donde se encontraban, todo ello a cámara rápida. En tan solo un instante, el día se había vuelto noche y las primeras gotas de lluvia salpicaban su cara con fuerza.
Alicia no era una persona asustadiza, pero sintió un escalofrío. Primero, la bajamar; después, la puerta; luego, la peculiar caja y ahora, esto. Algo no iba bien, algo pasaba y ese algo le hizo llamar a Bas y marcharse de allí rápidamente. Regresaron al coche a paso ligero, mirando de reojo tras de sí, temiendo que la marea estuviera subiendo tanto que el mar pudiera salirse de la playa y consiguiera atraparlas. La lluvia se volvió muy intensa, las gotas eran enormes y en unos segundos todo estaba empapado. Cogió a Bas en brazos y el último tramo lo hicieron corriendo. El agua caída había provocado en menos de dos minutos una pequeña riada por el paseo. El viento, cada vez más violento, agitaba bruscamente los desamparados árboles, tanto, que partió la rama de uno de ellos y la lanzó contra Alicia. No pudo esquivarla del todo, una de las quimas le rozó la mejilla y sintió cómo un latigazo cortaba sin piedad su piel. Se tocó la cara con la mano y esta se manchó de sangre. Un trueno ensordecedor enmudeció por un instante el estrepitoso sonido de la lluvia al caer y el azote del viento, lo que la hizo mirar hacia arriba. Jamás había presenciado un cielo así, no parecía real, sino más bien de ciencia ficción. El cielo lanzó un rayo con tal fuerza que partió en dos un pequeño árbol del paseo. Echó a correr lo más rápido que pudo. La arena incrustada en las suelas de las botas al contacto con el suelo duro y mojado la dificultaban el paso. De cuando en cuando, patinaba y temía caer al suelo con Bas en brazos. Las gruesas gotas de agua dieron paso al granizo, que golpeaba con violencia todo lo que tocaba. Intentaba proteger a Bas todo lo que podía con sus propios brazos mientras ella recibía en su cara granizo tras granizo, lo que la obligaba a avanzar prácticamente con los ojos cerrados, casi a ciegas. Por suerte, el coche se encontraba justo al final del paseo, en la primera plaza del parking.
A unos cuatro metros del coche tomó a Bas con un solo brazo e introdujo la mano del otro en el bolsillo en busca de la llave, temiendo por un instante que se hubiera caído por el trote de la carrera, pero no, por suerte, estaba allí. No llevaba nunca el bolso a la playa cuando iban a dar uno de sus paseos, lo dejaba dentro del coche y cogía tan solo la llave y un pañuelo de papel por si lo necesitaba alguna de las dos.
En cuanto entraron en el coche, por inercia, cerró el seguro sin darse ni cuenta de lo asustada que estaba. Dejó a Bas en el asiento del copiloto, arrancó el coche a toda prisa, accionó el limpia parabrisas a la máxima velocidad y encendió las luces, pero, aun así, le costaba ver bien. Las farolas estaban apagadas, solo se veía negrura y agua con pedriscos congelados cayendo torrencialmente. Dentro del vehículo, el estruendoso sonido de los granizos aún le impresionaba más. Se sentía a salvo de las inclemencias del tiempo, pero no lo suficiente como para quedarse a esperar a que escampara. El cielo, con su velo totalmente negro, no daba visos de que fuese a suceder en breve. Los truenos rugían con insistencia, los granizos parecían cada vez más grandes; temió incluso que pudieran romper el parabrisas. Volvió a mirar hacia la playa, por si de verdad el mar se hubiera vuelto loco y hubiera salido de su sitio. Continuaba en el lugar donde le correspondía, pero pudo observar cómo las suaves olas que vio al llegar hacía un rato, ahora se habían convertido en una fuerte marejada, llegando a ser de una considerable altura.
Perfectamente consciente de lo peligroso que era conducir en esas condiciones, decidió alejarse del lugar; algo le decía que lo hiciera. Le colocó a la asustada teckel su arnés con dedos temblorosos y lo unió al cinturón de seguridad. Lo ancló asegurándose de que estaba bien colocado, a pesar de la prisa que tenía por huir de allí. Ella hizo lo propio y empezó a acelerar intentando dejar atrás aquel escenario. Las manos húmedas patinaban en el volante y las botas, empapadas, con las suelas llenas de arena, dificultaban la conducción.
Nada más salir del aparcamiento empezó a bordear la refinería de Petronor que está junto a la carretera que lleva a la playa. Bajo el aguacero, un perro perdido, desorientado, calado hasta los huesos, salió de entre unos matorrales y atravesó la oscura carretera sin vacilar. Probablemente el sonido de los truenos le habría asustado y habría huido de su casa sin rumbo. Alicia se vio obligada a dar un brusco volantazo, aun sabiendo lo peligroso que era ejecutar ese tipo de maniobras con la calzada en esas condiciones, pero no habría podido perdonarse atropellar al pobre animal. Las ruedas traseras hicieron un requiebro pero pudo mantener el coche en su posición. El cielo se iluminaba por completo por los relámpagos y parecía de día, a continuación volvía a teñirse de aquel gris negruzco que tanto le gustaba pero que en aquel momento lo único que le producía era pavor. Miró por el retrovisor un instante pero no vio ni rastro del perro, desapareció tan rápido como había aparecido bajo la luz de los focos.
Poco antes de entrar en el casco urbano de Muskiz, el diluvio amainaba. En el cruce de la calle Cendeja giraron a la izquierda dirección Gallarta. Allí la tormenta era normal, de hecho, era simple lluvia, la típica en esa época del año. Parada en el semáforo, más serena ya, observó a una anciana amparada por un paraguas plegable que cruzaba por el paso de peatones, una madre con su bebé a buen resguardo en su sillita convertida en una especie de burbuja de plástico y un chaval en bici. Caminaban ajenos a lo que estaba ocurriendo en la playa de su pueblo. Todo el mundo ignoraba lo que ella acababa de presenciar, solo querían guarecerse de la usual lluvia. Empezó a autoconvencerse de que todo había sido un cúmulo de circunstancias, tal vez ese día iba a haber luna nueva, tal vez el cambio climático estaba haciendo de las suyas o su desbordante imaginación le había jugado una mala pasada, pero ¿Bas? ¿Por qué ella también se había asustado? Quizá había sido Alicia con su temor y sus nervios por huir de allí la que la había inducido a querer marcharse también, o tal vez la tormenta. Una pequeña mueca de rubor se dibujó en su cara, se sentía avergonzada por permitir que un chaparrón le hubiera asustado tanto. Se retiró un mojado mechón de pelo pegado cerca de un ojo, para acicalarse un poco. Del cuero cabelludo se deslizaban gotas por toda la cara, que se afanaba en secar con la manga de un abrigo, totalmente inundado. Miró a Bas, que estaba sentada en el asiento del copiloto, observándola, y no tranquila precisamente, y por el rabillo del ojo vio la caja. ¡Ya no se acordaba de ella! Ahí seguía, como expectante, encima del asiento de atrás, dentro de las bolsas con corazones, a la espera de ser abierta. Fue verla y volver a experimentar las mismas sensaciones, otra vez percibía todo de la misma forma que hacía unos instantes con la marea, la puerta y la caja; era como si ejercieran un poder mental sobre ella. Era real, todo había sido real. ¿Cómo iba la luna a bajar tanto la marea por mucha luna nueva que hubiera? Su visión era perfecta, siempre presumía de ella. Solía leerle a su anciana vecina la letra pequeña de las etiquetas y la felicitaba por su excelente vista. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué había en esa caja?
Los bocinazos de los coches de atrás la devolvieron a la realidad. Soltó el freno y aceleró sin mirar la pequeña caravana que había ocasionado sumida en sus pensamientos. Recorrieron la carretera que las llevaba a casa sin poder dejar de pensar en todo aquello. Llegaron a Las Carreras, barrio perteneciente a Abanto, igual que Gallarta, cuando Bas se acababa de tumbar; parecía que estaba empezando a relajarse. Sin darse cuenta, estaba aparcando en el parking junto al colegio que estaba cerca de su casa. Los escasos diez minutos que la separaban de la playa se le hicieron más largos que nunca. Bajó con Bas en brazos y la caja en una mano. La portaba con desconfianza, casi con temor. Al pasar junto al contenedor de basura se paró un instante. Podría haberla tirado y olvidarse de ella, pero algo se lo impidió, necesitaba abrirla y descubrir si su interior ocultaba algún misterio. La lluvia en Gallarta no era tan intensa, de hecho, ni se molestó en sacar el pequeño paraguas para emergencias que llevaba en la guantera. El cielo no estaba tan oscuro, su tono grisáceo no transmitía temor alguno. Bajó hasta su casa tranquila, sin prisas, ya no corría, la lluvia no podía mojarlas más de lo que ya estaban.
Subió por el portal dejando un rastro en forma de charco en cada escalón. Nada más entrar, dejó la caja encima de la mesa de la cocina y se cambió de ropa, estaba helada y empapada. Se miró la cara en el espejo: su aspecto era desastroso. El pelo totalmente mojado, enredado y pegado en la cara le daba un aire de desamparo. El maquillaje de los ojos se había corrido por la lluvia, pero no se fijó en nada de eso, tan solo miró la herida que le había dejado la rama al chocar contra ella. Había dejado de sangrar, pero le dolía. Se limpió la sangre aún fresca sin mucho esmero y se echó un poco de Betadine con una gasa. Pudo ver que, además del corte, también había una notable inflamación por debajo. Encendió la calefacción y se apresuró a secarse el pelo y a Bas con el secador. Cogió un cazo para calentar un poco de bebida de soja y derretir unas onzas de chocolate. «Eso es, un chocolate caliente, seguro que así me siento mejor», pensó. En pocos minutos estaba sentada en el sofá tapada con la manta y la taza de chocolate humeante entre las manos, intentando calentárselas. Bas se acurrucó a su lado también bajo la manta. Durante unos segundos, se quedó mirando la caja y la caja, de alguna manera, mirándola a ella. Estaba oscureciendo ya, era finales de octubre y las tardes eran cortas. Si a eso le sumabas la tormenta que se avecinaba, el resultado era que parecía de noche. Bajó las persianas y encendió la lamparita de lectura que había junto al sofá. Dejó la taza vacía en la mesita auxiliar y, al fin, cogió la caja. Ardía en deseos de abrirla y averiguar si había algo en su interior o tan solo estaba vacía. Por una parte, quería descubrir algún tesoro, pero, por otro lado, no sabía por qué, deseaba no encontrar nada. La agitó para comprobar que no tuviera agua en su interior y mojase así la manta y el sofá, pero no lo parecía. Intentó abrirla con las manos, estaba como sellada, no podía. Fue a la cocina a por un cuchillo para conseguir abrirla. Introdujo la punta por una ranura casi inapreciable y, al fin, cedió. Al abrirla percibió un hedor que provenía de su interior. Olía fatal, a salitre y a algas corrompidas, una mezcla de ambas cosas. A finales de otoño, principios de invierno, las algas son arrancadas del fondo marino por el oleaje y forman masas a la deriva. La playa de la Arena era una de las más prolíferas. Había gente que se dedicaba a recolectarlas; las ponían en montones sobre la arena para que se secaran y después las vendían. En una ocasión, vio a una señora cogiendo unas pocas y le comentó que las metía en alcohol de romero y después se lo aplicaba para paliar el reuma. Al pasar por su lado, desprendían una pestilencia a putrefacción, muy similar a lo que olía la caja.
Intentó apartar la fetidez de su mente y terminó de abrirla. Para su sorpresa, en su interior había unos papeles. Los cogió con cautela por si estaban mojados, temiendo que se deshicieran entre sus manos. El tacto era diferente al del papel de uso común, era una textura desconocida para ella. Parecía un tipo de papel rústico, gordo, pero como satinado, daba la sensación de ser impermeable. Se dispuso a abrirlos con sumo cuidado. Las primeras palabras escritas asomaron mientras lo desplegaba. Parecía un manuscrito. Eran varios pliegos muy bien doblados y escritos con una caligrafía muy pequeña. Una vez estiradas las páginas, pudo comprobar que no se trataba de folios ni cuartillas. Las hojas eran como dentadas, totalmente irregulares en sus bordes, de un color entre amarillento y ocre, con manchas claras y oscuras intercaladas entre sí, ásperas al tacto pero flexibles. No estaban grapadas, ni sujetas con un clip, pero sí numeradas. Parecían de papel reciclado a mano, pero, por más que las tocaba, no conseguía reconocer qué tipo de papel era, de hecho, ni tan siquiera parecía papel. Era aficionada a la pintura y estaba acostumbrada a utilizar todo tipo de papeles, tanto de dibujo como de acuarelas, pero este era totalmente diferente a nada que hubiera visto antes.
Una vez fuera el manuscrito, miró la cajita por dentro: vacía. Su interior era aún más oscuro que el exterior y, bajo la tenue luz de la lámpara, le pareció ver unas marcas. La acercó bajo la bombilla y, en efecto, comprobó que había algo escrito: «SOS».
Abrió los ojos como platos y la dejó sobre la mesita. Cada vez estaba más intrigada. ¿Sería alguna broma de adolescentes? Pero descartó la idea. Pensó que una broma no tenía ningún sentido si no se puede observar la reacción de quien la recibe y, en este caso, tirar una caja al mar para que alguien la coja puede ser como jugar a la ruleta rusa: nunca puedes saber si va a llegar a manos de alguien, pues lo más probable es que se quede flotando en el agua hasta que el oleaje la destruya.
Volvió a cogerla y se aseguró de que pusiera eso realmente. Encendió la lámpara del techo para obtener mayor claridad y, efectivamente, SOS era lo que ponía. Estaba grabado con algún instrumento punzante, como un clavo, un cuchillo o similar. La cerró para que el desagradable olor permaneciera en su interior y la dejó donde estaba.
La expectación por saber lo que aquellas páginas decían era como la mañana de Reyes, cuando estaba deseosa de ver los regalos que habían dejado Sus Majestades. Apagó la lámpara y volvió a sentarse en el sofá. Acercó la primera hoja a la luz y, justo cuando iba a empezar a leer, sonó el teléfono.