III
«LA
RIQUEZA PERTENECE A POCOS,
PERO LA LIBERTAD PERTENECE A TODOS».
LAS DIVERSAS FORMAS DE GOBIERNO
Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de gobiernos, la primera cuestión que ocurre es saber qué se entiende por comunidad. En el lenguaje común esta palabra es muy equívoca, y el acto que según unos emana de la comunidad otros lo consideran como el acto de una minoría oligárquica o de un tirano.
Sin embargo, el político y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que no sea la comunidad en todos sus trabajos. Y el gobierno no es más que cierta organización impuesta a todos los miembros de la comunidad. Pero siendo la comunidad, así como cualquier otro sistema completo y formado de muchas partes, un agregado de elementos, es absolutamente imprescindible indagar ante todo qué es el ciudadano, puesto que los ciudadanos, en más o menos número, son los elementos mismos de la comunidad.
Y, así, sepamos en primer lugar a quién puede darse el nombre de ciudadano y qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida muchas veces y sobre la que las opiniones no son unánimes, teniéndose por ciudadano en la democracia a uno que muchas veces no lo es en una comunidad oligárquica.
De la misma forma en que un marino es miembro de una comunidad, así también lo decimos del ciudadano. Aunque los marinos sean distintos por su función (uno desempeña el oficio de remero; otro es piloto; otro, vigía; otro recibe algún otro nombre similar), es evidente que la definición más precisa de cada cual irá vinculada a su cualificación, pero también habrá alguna común que se ajuste a todos, pues la seguridad en la navegación es responsabilidad de todos ellos y a este fin tiende cada uno de los navegantes.
Análogamente, en el caso de los ciudadanos, aunque sean distintos, es su tarea la seguridad de la comunidad, y comunidad es el régimen político. Por ello, la virtud del ciudadano está necesariamente referida al régimen político.
Es imposible que la comunidad se componga, en su totalidad, de hombres buenos, pero cada uno debe desempeñar bien su tarea, y eso depende de su virtud.
Se dice, y esto con razón, que no se puede mandar bien sin haber sido mandado […]. El buen ciudadano debe saber y ser capaz de dejarse gobernar y de mandar. En eso consiste, precisamente, la virtud del ciudadano: en conocer el gobierno de los hombres libres en uno y otro sentido.
La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan.
El ciudadano que obedece es como el fabricante de flautas. El ciudadano que manda es como el artista que debe servirse del instrumento.
Siempre que el régimen esté cimentado sobre la igualdad y la semejanza de sus ciudadanos, merece la pena que [las magistraturas] se desempeñen por turno […]. Sin embargo, por las ventajas que se derivan de los cargos públicos y del poder, los hombres tratan de perpetuarse en el gobierno.
Es evidente que todos los regímenes que trabajan por el bien común son rectos, desde el punto de vista de lo absolutamente justo, y que los regímenes que solo atienden al interés particular de los gobernantes son erróneos y desviaciones de los regímenes rectos, pues son despóticos y la comunidad es la unión de hombres libres.
Ciudadano es todo aquel a quien le está permitido compartir el poder deliberativo y judicial.
El ciudadano, tal como le hemos definido, es principalmente el ciudadano de la democracia.
División de los gobiernos y de las constituciones
La constitución es la que determina con relación a la comunidad la organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la soberana, y el soberano de la comunidad es en todas partes el gobierno. El gobierno es, pues, la constitución misma. Me explicaré: en las democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las oligarquías, por lo contrario, lo es la minoría compuesta de los ricos; y así se dice que las constituciones de la democracia y de la oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas distinciones podemos hacer respecto de todas las demás.
Es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros a la comunidad, y cuáles son las diversas clases que hemos reconocido en los poderes, tanto en los que se ejercen sobre el individuo como en los que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo hemos dicho […] que el hombre es, por naturaleza, un animal cívico, con lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la necesidad de auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y por el deseo de encontrar en ella la parte individual de bienestar que pueda corresponderle.
Este es ciertamente el fin de todos en general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo, aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la vida es sin duda una de las perfecciones de la humanidad. Y aun cuando no se encuentre en ella otra cosa que la seguridad de la vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable.
Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo, o una minoría, o la multitud de los ciudadanos.
Cuando el dueño único, o la minoría o la mayoría gobiernan buscando el interés general, la constitución es pura necesariamente. Cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno solo, sea el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino trazado por su fin.
Cuando el gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le llama comúnmente monarquía. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, ya porque el poder está en manos de los mejores [aristoi], ya porque el poder solo busca lo mejor [ariston] para la comunidad y los que la forman. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama república [politeia].
Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, de la monarquía; la oligarquía, de la aristocracia; la democracia, de la república.
La tiranía es una monarquía que solo tiene por fin el interés personal del monarca. La oligarquía tiene en cuenta tan solo el interés particular de los ricos. La democracia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general.
Es indispensable que nos detengamos algunos instantes en analizar la naturaleza propia de cada uno de estos tres gobiernos porque la materia ofrece dificultades. Cuando observamos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan solo al hecho práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su verdadera luz.
La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno solo, que reina como señor sobre la asociación política. La oligarquía es el predominio político de los ricos. Y la democracia, por lo contrario, es el predominio de los pobres con exclusión de los ricos.
Veamos una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña de la comunidad, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama democracia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, son sin embargo dueños de la comunidad a causa de la superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia para la comunidad en que los pobres, que están en mayoría, son los señores. Porque ¿cómo clasificar las dos formas de constitución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos u otros soberanos de la comunidad?
La razón nos dice, sobradamente, que la dominación de la minoría y de la mayoría son cosas completamente accidentales, esta en las oligarquías, aquella en las democracias, porque los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera la mayoría.
Y, así, las diferencias indicadas más arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente a la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza. Y dondequiera que el poder esté en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía. Y dondequiera que esté en las de los pobres, es una democracia.
Pero no es menos cierto, repito, que generalmente los ricos están en minoría, y los pobres en mayoría. La riqueza pertenece a pocos, pero la libertad pertenece a todos. Estas son las causas de las disensiones políticas entre ricos y pobres.
Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la democracia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto derecho, que es muy verdadero. Pero, de hecho, su justicia no pasa de cierto punto, y no es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para todos sin embargo, sino solo entre iguales; y lo mismo sucede con la desigualdad: es ciertamente un derecho, pero no respecto de todos, sino de individuos que son desiguales entre sí.
Si se hace abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y partes, y ordinariamente uno es mal juez en causa propia. El derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las personas, como dije en la Ética, se concede sin dificultad cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando es uno interesado en el asunto porque unos y otros son expresión de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un lado superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, en libertad, por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo fundamental.
Si la comunidad solo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación de los miembros de la comunidad estaría en proporción directa de sus propiedades, y los partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón porque no sería equitativo que el asociado, que de cien minas solo ha puesto una, tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones sucesivas. Pero la comunidad tiene por fin no solo la existencia material de todos los asociados, sino también su felicidad y su virtud.
La asociación política no tiene tampoco por único objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses y todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio deberían ser considerados como ciudadanos de una sola y misma comunidad, merced a sus convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de una guerra común, aunque cada uno de ellos tiene no un magistrado común para todas estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos solo a precaver recíprocamente todo daño.
La virtud y la corrupción política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que solo quieren buenas leyes, así que está claro que la virtud debe ser el primer cuidado de una comunidad que merezca verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre.
De otra manera, la asociación política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar. La ley, entonces, sería una mera convención, y no sería, como ha dicho el sofista Licofrón, «otra cosa que una garantía de los derechos individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personales de los ciudadanos».
La prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento localidades diversas, y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto; ciertamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las relaciones mercantiles, pues son unos carpinteros, otros labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes.
Lo que sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno solo ve la comunidad en su propia casa, y la unión es solo una simple liga contra la violencia, no hay comunidad, si se mira de cerca. Las relaciones de la unión no son, en este caso, más que las que hay entre individuos aislados. Luego, evidentemente, la comunidad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio. Estas condiciones preliminares son muy indispensables para que la comunidad exista; pero, aun suponiéndolas reunidas, la comunidad no existe todavía.
La comunidad es la asociación del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, unidos para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma.
La comunidad no es más que una asociación, en la que las familias […] deben encontrar todo el desenvolvimiento y todas las comodidades de la existencia. Es decir, una vida virtuosa y feliz.
Y, así, la asociación política tiene ciertamente por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no solo la vida común. Los que contribuyen con más a este fondo general de la asociación tienen en la comunidad una parte mayor que los que, iguales o superiores por la libertad o por el nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud política; y mayor también que la que corresponde a aquellos que, superándoles por la riqueza, son inferiores a ellos, sin embargo, en mérito.
Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los ricos y los pobres opiniones tan opuestas sobre el poder no han encontrado ni unos ni otros más que una parte de la verdad y de la justicia.
Es un gran problema dilucidar a quién corresponde la soberanía en la comunidad. No puede menos de pertenecer o a la multitud, o a los ricos, o a los hombres de bien, o a un solo individuo que sea superior por sus talentos, o a un tirano.
Pero, al parecer, por todos lados hay dificultades. ¡Qué!, ¿los pobres, porque están en mayoría, podrán repartirse los bienes de los ricos; y esto no será una injusticia, porque el soberano de derecho propio haya decidido que no lo es? ¡Horrible iniquidad!
Y cuando todo se haya repartido, si una segunda mayoría se reparte de nuevo los bienes de la minoría, la comunidad, evidentemente, perecerá. Pero la virtud no destruye aquello en lo que reside. La justicia no es una ponzoña para la comunidad. Este pretendido derecho no puede ser ciertamente otra cosa que una patente injusticia.
Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será necesariamente justo; empleará la violencia, porque será más fuerte, del mismo modo que los pobres lo eran respecto de los ricos. ¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si se conducen como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud y la despojan, ¿esta expoliación será justa? Entonces también se tendrá por justo lo que hacen los primeros.
Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e iniquidades.
¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los negocios en manos de los ciudadanos distinguidos? Entonces vendría a envilecerse a todas las demás clases, que quedan excluidas de las funciones públicas; el desempeño de estas es un verdadero honor, y la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja necesariamente a los demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre solo, a un hombre superior? Pero esto es exagerar el principio oligárquico, y dejar excluida de las magistraturas a una mayoría más considerable aún.
Además, se cometería una falta grave si se sustituyera la soberanía de la ley con la soberanía de un individuo, siempre sometido a las mil pasiones que agitan a toda alma humana. Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya sea oligárquica, ya democrática, ¿se habrán salvado mejor todos los escollos? De ninguna manera. Los mismos peligros que acabamos de señalar subsistirán siempre.
Atribuir la soberanía a la masa, antes que a los hombres distinguidos, que están siempre en minoría, puede parecer una solución equitativa y verdadera de la cuestión, aunque aún no resuelva todas las dificultades.
Puede admitirse, en efecto, que la mayoría, cuyos miembros tomados separadamente no son hombres notables, está, sin embargo, por encima de los hombres superiores, si no individualmente, por lo menos en masa, a la manera que una comida a escote es más espléndida que la que pueda dar un particular a sus solas expensas.
En esta multitud, cada individuo tiene su parte de virtud y de ilustración, y todos reunidos forman, por decirlo así, un solo hombre, que tiene manos, pies, sentidos innumerables, un carácter moral y una inteligencia en proporción. Por eso la masa juzga con exactitud las composiciones músicas y poéticas: este da su parecer sobre un punto, aquel sobre otro, y la reunión entera juzga el conjunto de la obra.
El hombre distinguido, tomado individualmente, se dice, difiere de la masa, igual que la belleza difiere de la fealdad, y que un buen cuadro, producto del arte, difiere de la realidad, mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los rasgos de belleza diseminados por todas partes, lo cual no impide, que, si se analizan las cosas, sea posible encontrar otro cuerpo mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra cualquiera parte del cuerpo.
No afirmaré que en toda masa o en toda gran reunión sea esta la diferencia constante entre la mayoría y el pequeño número de hombres distinguidos. Y, ciertamente, podría decirse más bien, sin temor a equivocarse, que en más de un caso semejante diferencia es imposible; porque podría aplicarse la comparación hasta los animales, ¿pues en qué, pregunto, se diferencian ciertos hombres de los animales?
Pero la aserción, si se limita a ciertas multitudes dadas, puede ser completamente exacta.
Cuando están reunidos, los hombres en masa perciben siempre las cosas con suficiente inteligencia. Y la multitud, unida a los hombres distinguidos, sirve a la comunidad, a la manera que, mezclando manjares poco escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más fuerte y más provechosa de alimentos.
Los individuos, tomados aisladamente, son incapaces de formar verdaderos juicios.
A este principio político se puede hacer una objeción, y preguntarse si, cuando se trata de juzgar el mérito de un tratamiento curativo, no es imprescindible acudir a la misma persona que sería capaz de curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es decir, acudir a un médico; a lo cual añado yo que este razonamiento puede aplicarse a todas las demás artes y a todos los casos en que la experiencia desempeña el principal papel. Si los jueces naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en todas las demás cosas. Médico significa, a la vez, el que ejecuta el tratamiento prescrito, el que lo prescribe y el que ha estudiado esta ciencia. Puede decirse que todas las artes tienen, como la medicina, parecidas divisiones, y el derecho de juzgar lo mismo se concede a la ciencia teórica que a la instrucción práctica.
A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacérsele la misma objeción. Solo los que saben hacer las cosas, se dirá, tienen las luces necesarias para elegir bien. Al geómetra corresponde escoger a los geómetras, y al piloto escoger a los pilotos; porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo aprendizaje, no por eso las harán mejor los ignorantes que los hombres entendidos.
Y, así, por esta misma razón, no debe dejarse a la multitud ni el derecho de elegir a los magistrados, ni el derecho de exigir a estos cuenta de su conducta. Pero, quizá, esta objeción no es muy exacta, si tenemos en cuenta las razones que antes expuse, a no ser que supongamos una multitud completamente degradada.
Los individuos aislados no juzgarán con tanto acierto como los sabios, estoy de acuerdo; pero reunidos todos, o valen más, o no valen menos. El artista no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y en todos aquellos casos en que se puede conocer muy bien su obra sin poseer su arte. El mérito de una casa, por ejemplo, puede ser estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apreciará todavía el que la habita […]. De igual modo el timonel de un buque conocerá mejor el mérito de los timones que el carpintero que los hace; y el convidado, no el cocinero, será el mejor juez de un festín.
He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay motivo, se dirá, para dar a la muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los ciudadanos distinguidos. Nada es superior a este derecho de elección y de censura, que muchas comunidades, como ya he dicho, han concedido a las clases inferiores, y que estas ejercen soberanamente en la asamblea pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están abiertos, mediante un censo moderado, a los ciudadanos de todas edades; y al mismo tiempo para las funciones de tesorero, de general y para las demás magistraturas importantes se exige que ocupen un puesto elevado en el censo.
La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá las cosas no estén mal en la forma en que se encuentran. No es el individuo —juez, senador, miembro de la asamblea pública— el que falla soberanamente: es el tribunal, es el senado, es el pueblo, de los cuales este individuo no es más que una fracción mínima en su triple carácter de senador, de juez y de miembro de la asamblea general.
Desde este punto de vista es justo que la multitud tenga un poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo, el senado y el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la que poseen individualmente en su minoría todos los que desempeñan los cargos más eminentes. No diré más sobre esta materia.
La consecuencia más evidente que se desprende de nuestra discusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes, fundadas en la razón, y que el magistrado, único o múltiple, solo debe ser soberano en aquellos puntos en que la ley no ha dispuesto nada por la imposibilidad de precisar en reglamentos generales todos los pormenores.
Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes fundadas en la razón, y nuestra primera cuestión queda en pie. Solo diré que las leyes son de toda necesidad lo que son los gobiernos; malas o buenas, justas o inicuas, según que ellos son lo uno o lo otro. Por lo menos es de toda evidencia que las leyes deben hacer relación a la comunidad, y una vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes son necesariamente buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corrompidos.
Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin. El primero de los bienes debe ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias. Y esta ciencia es la política.
El bien en política es la justicia. En otros términos, el bien general.
Se cree comúnmente que la justicia es una especie de igualdad; y esta opinión vulgar está hasta cierto punto de acuerdo con los principios filosóficos de que nos hemos servido en la Ética. Hay acuerdo además en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a los que se aplica, y se conviene también en que la igualdad debe reinar necesariamente entre iguales; queda por averiguar a qué se aplica la igualdad y a qué la desigualdad, cuestiones difíciles que constituyen la filosofía política.
Se sostendrá, quizá, que el poder político debe repartirse desigualmente y en razón de la preeminencia nacida de algún mérito, permaneciendo, por otra parte, en todos los demás puntos perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado completamente semejantes; y que los derechos y la consideración deben ser diferentes, cuando los individuos difieren.
Pero si este principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la estatura u otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar derecho a ser superior en poder político. ¿No es este un error manifiesto?
Algunas reflexiones, deducidas de las otras ciencias y de las demás artes, lo probarán suficientemente. Si se distribuyen flautas entre varios artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte, no se darán los mejores instrumentos a los individuos más nobles, puesto que su nobleza no les hace más hábiles para tocar la flauta, sino que se deberá entregar el instrumento más perfecto al artista que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razonamiento no es aún bastante claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un hombre muy distinguido en el arte de tocar la flauta lo es mucho menos por el nacimiento y la belleza, ventajas que, tomada cada una aparte, son, si se quiere, muy preferibles al talento de artista; y que en estos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus rivales mucho más que los supera él como profesor; pues sostengo que en este caso a él es al que pertenece el instrumento superior. De otra manera, sería preciso que la ejecución musical sacase gran provecho de la superioridad en nacimiento y en fortuna. Y, sin embargo, estas circunstancias no pueden proporcionar en este orden el más ligero adelanto.
Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja cualquiera podría ser comparada con otra; y porque la talla de tal hombre excediese la de otro, se seguiría como regla general que la talla podría ser puesta en parangón con la fortuna y con la libertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se distingue por su virtud se coloca en general la talla muy por cima de la virtud, las cosas más diferentes y extrañas aparecerán entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede sobrepujar a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que bastará fijar la proporción entre estos grados para obtener la igualdad absoluta.
Pero como para hacer esto hay una imposibilidad radical, está claro que no se pretende, ni remotamente, en punto a derechos políticos, repartir el poder según toda clase de desigualdades.
Es muy justo conceder una distinción particular a la nobleza, a la libertad, a la fortuna; porque los individuos libres y los ciudadanos que tienen la renta legal son los miembros la comunidad; y no existiría la comunidad si todos fuesen pobres o si todos fuesen esclavos.
Pero a estos primeros elementos es preciso unir evidentemente otros dos: la justicia y el valor guerrero, de que la comunidad no puede carecer; porque si los unos son indispensables para su existencia, los otros lo son para su prosperidad.
Todos estos elementos, por lo menos los más de ellos, pueden disputarse con razón el honor de constituir la existencia de la ciudad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la virtud es a las que debe atribuirse su felicidad.
Además, como la igualdad y la desigualdad completas son injustas tratándose de individuos que no son iguales o desiguales entre sí sino en un solo concepto, todos los gobiernos en los que la igualdad y la desigualdad están establecidas sobre bases de este género necesariamente son gobiernos corrompidos.
También hemos dicho más arriba que todos los ciudadanos tienen razón en considerarse con derechos, pero que no la tienen al atribuirse derechos absolutos como, por ejemplo, lo creen los ricos porque poseen una gran parte del territorio común de la ciudad y tienen ordinariamente más crédito en las transacciones comerciales.
Ciertamente la virtud puede, en nuestra opinión, levantar su voz con no menos razón. La virtud social es la justicia, y todas las demás vienen necesariamente después de ella y como consecuencias.
La mayoría también tiene pretensiones que puede oponer a las de la minoría, porque la mayoría, tomada en su conjunto, es más poderosa, más rica y mejor que la minoría.
Supongamos por tanto reunidos en una sola comunidad, de un lado, individuos distinguidos, nobles y ricos, y de otro, una multitud a la que puede concederse derechos políticos. ¿Podrá decirse sin vacilar a quién debe pertenecer la soberanía?, ¿o será posible que aún haya duda?
Suponiendo que la minoría de los hombres de bien sea extremadamente débil, ¿cómo podrá constituirse la comunidad respecto a estos? ¿Se mirará, si, débil y todo como es, podrá bastar sin embargo para gobernar la comunidad, y aun para formar por sí sola una ciudad completa?
Pero entonces ocurre una objeción, que igualmente puede hacerse a todos los que aspiran al poder político, y que al parecer echa por tierra todas las razones de los que reclaman la autoridad como un derecho debido a su fortuna, así como las de los que la reclaman como un derecho debido a su nacimiento.
Adoptando el principio que todos estos alegan en su favor, la pretendida soberanía debería evidentemente residir en el individuo que por sí solo fuese más rico que todos los demás juntos. Y, asimismo, el más noble por su nacimiento querría sobreponerse a todos los que solo tienen en su apoyo la cualidad de hombres libres. La misma objeción se hace contra la aristocracia que se funda en la virtud, porque si tal ciudadano es superior en virtud a todos los miembros del gobierno, muy apreciables por otra parte, el mismo principio obligaría a conferirle la soberanía. También cabe la misma objeción contra la soberanía de la multitud, fundada en la superioridad de su fuerza relativamente a la minoría, porque si por casualidad un individuo o algunos individuos, aunque menos numerosos que la mayoría, son más fuertes que ella, le pertenecería la soberanía antes que a la multitud.
Todo esto parece demostrar claramente que no hay completa justicia en ninguna de las prerrogativas, a cuya sombra reclama cada cual el poder para sí y la servidumbre para los demás. A las pretensiones de los que reivindican la autoridad fundándose en su mérito o en su fortuna, la multitud podría oponer excelentes razones. Es posible, en efecto, que sea esta más rica y más virtuosa que la minoría, no individualmente, pero sí en masa. Esto mismo responde a una objeción que se aduce y se repite con frecuencia como muy grave. Se pregunta si, en el caso que hemos supuesto, el legislador, que quiere dictar leyes perfectamente justas, debe tener en cuenta, al hacerlo, el interés de la multitud o el de los ciudadanos distinguidos.
La justicia en este caso es la igualdad, y esta igualdad de la justicia se refiere tanto al interés general de la comunidad como al interés individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciudadano en general es el individuo que tiene participación en la autoridad y en la obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano variable según la constitución; y en la república perfecta es el individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesivamente de conformidad con los preceptos de la virtud.
Si hay en la comunidad un individuo, o, si se quiere, muchos, pero demasiado pocos, sin embargo, como para formar por sí solos una comunidad, que tengan tal superioridad de mérito que el de todos los demás ciudadanos no pueda competir con el suyo, siendo la influencia política de este individuo único o de estos individuos incomparablemente más fuerte, semejantes hombres no pueden ser confundidos en la masa de la ciudad.
Reducirlos a la igualdad común, cuando su mérito y su importancia política los deja tan completamente fuera de toda comparación, es hacerles una injuria, porque tales personajes bien puede decirse que son dioses entre los hombres.
Esta es una nueva prueba de que la legislación necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su nacimiento y por sus facultades. Pero la ley no se ha hecho para estos seres superiores, sino que ellos mismos son la ley. Sería ridículo intentar someterlos a la constitución […]. Este es también el origen del ostracismo en las comunidades democráticas, que más que ninguna otra son celosas de que se conserve la igualdad. Tan pronto como un ciudadano parecía elevarse por encima de todos los demás a causa de su riqueza, por lo numeroso de sus partidarios, o por cualquiera otra condición política, el ostracismo le condenaba a un destierro más o menos largo.
Los gobiernos corrompidos emplean estos medios movidos por un interés particular; pero no se emplean menos en los gobiernos que se guían por el interés general. Se puede poner más claro este razonamiento por medio de una comparación tomada de las otras ciencias y artes. El pintor no dejará en su cuadro un pie que no guarde proporción con las otras partes de la figura, aun cuando este pie fuese mucho más bello que el resto; el carpintero de marina no pondrá una proa u otra parte de la nave, si es desproporcionada; y el maestro de canto no admitirá en un concierto una voz más fuerte y más hermosa que todas las que forman el resto del coro.
Así que no es imposible que los gobernantes, en este punto, estén de acuerdo con las comunidades que rigen, si realmente no apelan a este expediente sino cuando la conservación de su propio poder interesa a la comunidad.
Los principios del ostracismo, aplicados a las superioridades bien reconocidas, no carecen por completo de toda equidad política. Es ciertamente preferible que la ciudad, gracias a las instituciones primitivamente establecidas por el legislador, pueda excusar este remedio; pero si el legislador recibe por segunda mano el timón de la comunidad, puede, en caso de necesidad, apelar a este medio de reforma. Por lo demás, no han sido estos los móviles que hasta ahora han motivado tal medida; en el ostracismo no se ha tenido en cuenta el verdadero interés de la república, sino que se ha mirado simplemente como un arma de partido.
En los gobiernos corrompidos, como el ostracismo sirve a un interés particular, es por esto mismo evidentemente justo; pero también es no menos evidente que no es de una justicia absoluta.
En la comunidad perfecta, la cuestión es mucho más difícil. La superioridad en cualquier concepto que no sean el mérito, la riqueza o la influencia no puede causar embarazo. Pero, ¿qué puede hacerse contra la superioridad de la virtud?
Ciertamente no se dirá que es preciso desterrar o expulsar al ciudadano que se distingue en este respecto. Tampoco se pretenderá que es preciso reducirle a la obediencia; porque esto sería dar un jefe al mismo Zeus.
El único camino que naturalmente deben, al parecer, seguir todos los ciudadanos es el de someterse de buen grado a este grande hombre y tomarle por gobernante mientras viva.
La monarquía
Las consideraciones que preceden nos conducen directamente al estudio de la monarquía, que hemos clasificado entre los buenos gobiernos.
¿La ciudad o la comunidad bien constituidas deben, en interés suyo, ser gobernadas por un rey? ¿No existe un gobierno preferible a este que, si es útil a algunos pueblos, puede no serlo a otros muchos? Tales son las cuestiones que vamos a examinar.
Pero indaguemos, ante todo, si la monarquía es simple, o si es de muchos y diferentes tipos. Es fácil reconocer que es múltiple, y que sus atribuciones no son idénticas en todas las comunidades. Así, la monarquía, en el gobierno de Esparta, parece ser la más legal, pero no constituye un señorío absoluto. El rey dispone soberanamente solo en dos cosas: en los negocios militares, que dirige cuando está fuera del territorio nacional, y en los asuntos religiosos. La monarquía, entendida de esta manera, no es verdaderamente más que un generalato inamovible, investida de poderes extraordinarios. No tiene el derecho de vida y muerte, sino en un solo caso, exceptuado también entre los antiguos: en las expediciones militares, en el ardor del combate.
Después de esta, debo hablar de una segunda especie de monarquía, que encontramos establecida en algunos pueblos bárbaros; y que en general tiene, poco más o menos, los mismos poderes que la tiranía, bien sea aquella legítima y hereditaria.
Hay pueblos que, arrastrados por una tendencia natural a la servidumbre, inclinación mucho más pronunciada entre los bárbaros que entre los griegos, más entre los asiáticos que entre los europeos, soportan el yugo del despotismo sin pena y sin murmurar; y he aquí por qué las monarquías que pesan sobre estos pueblos son tiránicas, si bien descansan por otra parte sobre las sólidas bases de la ley y de la sucesión hereditaria.
He aquí también por qué la guardia que rodea a estos reyes es verdaderamente real, y no como la guardia que tienen los tiranos. Son ciudadanos armados los que velan por la seguridad de un rey; mientras que el tirano solo confía la suya a extranjeros. Y esto obedece a que, en el primer caso, la obediencia es legal y voluntaria, y en el segundo forzosa.
Los unos tienen una guardia de ciudadanos. Los otros una guardia contra los ciudadanos.
Después de estos dos tipos de monarquías, viene una tercera, de la que encontramos ejemplos entre los antiguos griegos, y que se llama esimenetia. Es, a decir verdad, una tiranía electiva, distinguiéndose de la monarquía bárbara no en que no es legal, sino solo en que no es hereditaria. Los esimenetas recibían el poder unas veces de por vida, y otras por un tiempo dado o hasta un hecho determinado.
Una cuarta especie de monarquía es la de los tiempos heroicos, consentida por los ciudadanos y hereditaria por la ley.
Los fundadores de estas monarquías, que tanto bien hicieron a los pueblos, enseñándoles las artes o conduciéndolos a la victoria, reuniéndolos o conquistando para ellos terrenos y viviendas, fueron nombrados reyes por reconocimiento, y transmitieron el poder a sus hijos.
Estos reyes tenían el mando supremo en la guerra y hacían todos los sacrificios que no requerían el ministerio de los pontífices, y además de tener estas dos prerrogativas, eran jueces soberanos en todas las causas, ya sin prestar juramento, ya dando esta garantía. La fórmula del juramento consistía en levantar el cetro en alto. En tiempos más remotos el poder de estos reyes abrazaba todos los negocios políticos, interiores y exteriores, sin excepción; pero andando el tiempo, sea por el abandono voluntario de los reyes, sea por las exigencias de los pueblos, esta monarquía se vio reducida casi en todas partes a la presidencia de los sacrificios, y en los puntos donde mereció llevar todavía este nombre, solo conservó el mando de los ejércitos fuera del territorio de la comunidad.
Hemos reconocido cuatro clases de monarquía: una, la de los tiempos heroicos, libremente consentida, pero limitada a las funciones de general, de juez y de pontífice; la segunda, la de los bárbaros, despótica y hereditaria por ministerio de la ley; la tercera, la que se llama esimenetia, y que es una tiranía electiva; la cuarta, en fin, la de Esparta, que, propiamente hablando, no es más que un generalato perpetuamente vinculado en una raza.
Estos cuatro tipos de monarquía son suficientemente distintos entre sí. Hay un quinto tipo de monarquía, en el que un solo jefe dispone de todo, en la misma forma que en otros puntos dispone el cuerpo de la nación, la comunidad, de la cosa pública. Esta tiene grandes relaciones con el poder doméstico, y así como la autoridad del padre es una especie de monarquía en la familia, así la monarquía de que aquí hablamos es una administración de familia, aplicada a una ciudad, a una o a muchas naciones.
Nos circunscribiremos a los dos puntos siguientes: primero, si es útil o funesto para la comunidad tener un general perpetuo, ya sea hereditario o electivo; segundo, si es útil o funesto para la comunidad tener un dueño absoluto.
El primer punto que en esta indagación importa saber es si es preferible poner el poder en manos de un individuo virtuoso o encomendarlo a buenas leyes.
Los partidarios de la monarquía, que lo consideran tan beneficioso, sostendrán sin duda alguna que la ley, al disponer solo de una manera general, no puede prever todos los casos accidentales, y que es irracional querer someter una ciencia, cualquiera que ella sea, al imperio de una letra muerta, como aquella ley de Egipto, que no permite a los médicos obrar antes del cuarto día de enfermedad, exigiéndoles la responsabilidad si lo hacen cuando este término no ha pasado aún. Luego evidentemente la letra y la ley no pueden por estas mismas razones constituir jamás un buen gobierno.
Pero esta forma de resoluciones generales es una necesidad para todos los que gobiernan, y su uso es en verdad más acertado en una naturaleza exenta de pasiones, que en la que está esencialmente sometida a ellas.
La ley es impasible, mientras que toda alma humana es, por el contrario, necesariamente apasionada. Pero el monarca, se dice, será más apto que la ley para resolver en casos particulares. Entonces se admite, evidentemente, que, al mismo tiempo que él es legislador, hay también leyes que cesan de ser soberanas en los puntos que callan, pero que lo son en los puntos de que hablan.
En todos los casos en que la ley no puede decidir o no puede hacerlo equitativamente, ¿debe someterse el punto a la autoridad de un individuo superior a todos los demás, o a la de la mayoría? De hecho, hoy la mayoría juzga, delibera, elige en las asambleas públicas, y todos sus decretos recaen sobre casos particulares.
Cada uno de sus miembros, considerado aparte, es inferior quizá, si se le compara con el individuo de que acabo de hablar; pero la comunidad se compone precisamente de esta mayoría, y una comida en que cada cual lleva su parte es siempre más completa que la que pudiera dar por sí solo uno de los convidados.
Por esta razón, la multitud en la mayor parte de los casos juzga mejor que un individuo, cualquiera que él sea. Además, una cosa en gran cantidad es siempre menos corruptible, como se ve, por ejemplo, en una masa de agua, y la mayoría por la misma razón es mucho menos fácil de corromper que la minoría.
Cuando el individuo está dominado por la cólera o cualquiera otra pasión, su juicio necesariamente se falsea, pero sería prodigiosamente difícil que en un caso igual toda la mayoría se enfureciese o se engañase.
Supóngase, por otra parte, una multitud de hombres libres, que no se separa de la ley sino en aquello en que la ley es necesariamente deficiente. Aunque no sea cosa fácil en una masa numerosa, puedo suponer, sin embargo, que la mayoría de ella se compone de hombres virtuosos, como individuos y como ciudadanos. Y pregunto entonces: ¿un solo hombre será más incorruptible que esta mayoría numerosa, pero virtuosa? ¿No está la ventaja evidentemente de parte de la mayoría?
Pero se dice: la mayoría puede amotinarse, y un hombre solo no puede hacerlo. Pero se olvida que hemos supuesto en todos los miembros de la mayoría tanta virtud como en este individuo único. Por consiguiente, si se llama aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos virtuosos, y monarquía al de uno solo, la aristocracia será ciertamente para estas comunidades muy preferible a la monarquía, ya sea absoluto su poder, ya no lo sea, con tal que se componga de individuos que sean tan virtuosos los unos como los otros.
Si nuestros antepasados se sometieron a los reyes sería, quizá, porque entonces era muy difícil encontrar hombres eminentes, sobre todo en comunidades tan pequeñas como los de aquel tiempo. O acaso no admitieron a los reyes sino por puro reconocimiento, gratitud que hace honor a nuestros padres. Pero cuando la comunidad tuvo muchos ciudadanos de un mérito igualmente distinguido, no pudo tolerarse ya la monarquía. Se buscó una forma de gobierno en que la autoridad pudiese ser común, y se estableció la república.
La corrupción produjo dilapidaciones públicas, y dio lugar muy probablemente, como resultado de la indebida estimación dada al dinero, a las oligarquías. Estas se convirtieron a muy luego en tiranías, como las tiranías se convirtieron luego en democracias. La vergonzosa codicia de los gobernantes, que tendía sin cesar a limitar su número, dio tanta fuerza a las masas, que pudieron bien pronto sacudir la opresión y hacerse cargo del poder ellas mismas. Más tarde, el crecimiento de las comunidades no permitió adoptar otra forma de gobierno que la democracia.
Pero nosotros preguntaremos a los que alaban la excelencia de la monarquía: ¿cuál debe ser la suerte de los hijos de los reyes? ¿Es que quizá también ellos habrán de reinar? Ciertamente, si han de ser tales como muchos que se han visto, semejante sucesión hereditaria será bien funesta.
El rey, se dirá, es dueño de no transmitir la monarquía a su descendencia. En este caso graves peligros tiene esta confianza, porque la posición es muy resbaladiza, y semejante desinterés exigiría un heroísmo del que no es capaz el corazón humano.
También preguntaremos si para ejercer su poder, el rey, que pretende dominar, debe tener a su disposición una fuerza armada, capaz de contrarrestar y someter a los rebeldes; o en otro caso cómo podrá mantener su autoridad. Suponiendo que reine con arreglo a las leyes, y que no las sustituya nunca con su arbitrio personal, aun así será preciso que disponga de cierta fuerza para proteger las mismas leyes. Es cierto que, tratándose de un rey tan perfectamente ajustado a la ley, la cuestión se resuelve bien pronto: debe tener, en verdad, una fuerza armada; y esta fuerza debe calcularse de suerte que sea el rey más poderoso que cada ciudadano en particular o que cierto número de ciudadanos reunidos; y también de manera que sea él más débil que todos juntos. En esta proporción nuestros mayores arreglaban las guardias que concedían, al poner la comunidad en manos de un jefe que llamaban esimeneta o tirano. Partiendo de esta base también cuando Dionisio [el tirano de Siracusa] pidió guardias, un siracusano aconsejó en la asamblea del pueblo que se le concedieran.
En cuanto a lo que se llama monarquía absoluta, es decir, aquella en la que un solo hombre reina soberanamente como bien le parece, muchos sostienen que la naturaleza misma de las cosas rechaza este poder de uno solo sobre todos los ciudadanos, puesto que la comunidad no es más que una asociación de seres iguales, y que entre seres naturales iguales las prerrogativas y los derechos deben ser necesariamente idénticos.
Si en el orden físico es perjudicial dar alimento igual y vestidos iguales a hombres de constitución y estatura diferentes, la analogía no es menos patente cuando se trata de los derechos políticos; y a la inversa, la desigualdad entre iguales no es menos irracional.
Es por tanto justo que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa porque esto es, precisamente, lo que procura hacer la ley, y la ley es la constitución.
Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos, solo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia de las magistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los que valen tanto como él.
A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un individuo no podrá nunca más que ella. Una ley que ha sabido enseñar convenientemente a los magistrados puede muy bien dejar a su buen sentido y a su justificación el arreglar y juzgar todos los casos en que ella guarda silencio. Más aún: les concede el derecho de corregir todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha hecho ver que admite una mejora posible.
Por tanto, cuando se reclama la soberanía de la ley, se pide que la razón reine a la par que las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer soberanos al hombre y a la bestia; porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando están en el poder, hasta a los mejores.
La ley, por el contrario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones.
Es peligroso atenerse en medicina a los preceptos escritos, y vale más confiar en los hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado por la amistad a prescribir un tratamiento irracional; a lo más, tendrá en cuenta los honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo contrario, la corrupción y el favor ejercen muy poderosamente un funesto influjo.
Solo cuando se sospecha que el médico se ha dejado ganar por los enemigos para atentar contra la vida del enfermo, se acude a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo llama para curarse a otros médicos, y el gimnasta muestra su fuerza en presencia de otros gimnastas; creyendo unos y otros que juzgarían mal si fuesen jueces en causa propia por no poder ser desinteresados. Luego, evidentemente, cuando solo se aspira a obtener la justicia, es preciso optar por un término medio, y este término medio es la ley.
Hay leyes fundadas en las costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes escritas; y si es posible que se encuentren en la voluntad de un monarca más garantías que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que en estas leyes, cuya fuerza descansa por completo en las costumbres.
Un solo hombre no puede verlo todo con sus propios ojos. Será preciso que delegue su poder en numerosos funcionarios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente establecer esta repartición del poder desde el principio que dejarlo a la voluntad de un solo individuo? Además, queda siempre en pie la objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo merecerán más aún.
Pero hoy, se dirá, en algunas comunidades hay magistrados encargados de fallar soberanamente, como lo hace el juez, en los casos que la ley no puede prever, prueba de que no se cree que la ley sea el soberano y el juez más perfecto, por más que se reconozca su omnipotencia en los puntos que ella decide; pero precisamente por lo mismo que la ley solo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de su excelencia, y se pregunta, si en igualdad de circunstancias no es preferible sustituir su soberanía con la de un individuo, puesto que disponer legislativamente sobre asuntos que exigen deliberación especial es una cosa completamente imposible.
No se niega que, en tales casos, sea preciso someterse al juicio de los hombres; lo que se niega únicamente es que deba preferirse un solo individuo a muchos, porque cada uno de los magistrados, aunque sea aislado, puede, guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy equitativamente. Pero podría parecer absurdo el sostener, que un hombre que, para formar juicio, solo tiene dos ojos y dos oídos, y para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que una reunión de individuos con órganos mucho más numerosos.
En la comunidad actual, los monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus oídos, sus manos y sus pies, repartiendo la autoridad con los amigos del poder y con sus amigos personales. Si estos agentes no son amigos del monarca, no obrarán conforme a las intenciones de este; y si son sus amigos, obrarán, por el contrario en bien de su interés y del de su autoridad. Ahora bien, la amistad supone necesariamente semejanza, igualdad; y el rey, al permitir que sus amigos compartan su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el poder debe ser igual entre iguales.
El poder del señor, así como la monarquía o cualquier otro poder político justo y útil, es conforme con la naturaleza, mientras que no lo es la tiranía.
Todas las formas corrompidas de gobierno son igualmente contrarias a las leyes naturales.
Lo que hemos dicho prueba que entre individuos iguales y semejantes el poder absoluto de un solo hombre no es útil ni justo, siendo del todo indiferente que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva en medio de la carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos tan virtuosos o tan depravados como él, o en fin, que sea completamente superior a ellos por su mérito.
Fijemos ante todo lo que significan para un
pueblo los epítetos de monárquico, aristocrático y republicano. Un
pueblo monárquico es aquel que naturalmente puede soportar la
autoridad de una familia dotada de todas las virtudes superiores,
que exige la dominación política. Un pueblo aristocrático es aquel
que, teniendo las cualidades necesarias para tener la constitución
política que conviene a hombres libres, puede naturalmente soportar
la autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un
pueblo republicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es
guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una
ley que asegura a la clase pobre
la parte de poder que debe corresponderle.
Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo cualquiera, sobresale mostrando una virtud de tal manera superior que sobrepuje a la virtud de todos los demás ciudadanos juntos, entonces es justo que esta raza sea elevada a la monarquía, al supremo poder, y que este individuo sea proclamado rey.
Esto, repito, es justo, no solo porque así lo reconozcan los fundadores de las constituciones aristocráticas, oligárquicas y también democráticas que, unánimemente, han admitido los derechos de la superioridad, aunque estén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta superioridad, sino también por las razones que hemos expuesto anteriormente.
No es equitativo matar o proscribir mediante el ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al nivel común, porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en este caso, es precisamente esta virtud tan superior a todas las demás.
De las tres constituciones que hemos reconocido como buenas, la mejor debe ser necesariamente la que tenga mejores jefes.
Tal es la comunidad, en que se encuentra por fortuna una gran superioridad de virtud, ya pertenezca a un solo individuo con exclusión de los demás, ya a una raza entera, ya a la mayoría, y en el que los unos sepan obedecer tan bien como los otros mandar, movidos siempre por un fin noble.
En el gobierno perfecto la virtud privada es idéntica a la virtud política. No es menos evidente que con los mismos medios y las mismas virtudes que constituyen al hombre de bien se puede constituir igualmente una comunidad, aristocrática o monárquica; de donde se sigue que la educación y las costumbres, que forman al hombre virtuoso, son sobre poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de una república o al jefe de una monarquía.