Capítulo I

EL doctor Thomas J. Brider acababa de desayunarse tranquilamente a las diez y media de la mañana, a pesar de que bacía ya media hora que lo esperaban varios clientes en el saloncito que precedía a su despacho.

—¿Hay mucha gente, Patricio? —preguntó al criado que lo servía.

—Seis caballeros y dos señoras—contestó el interpelado. —Acaba de decírmelo Dick.

—Bueno, que esperen—dijo despreciativamente el doctor tomando el periódico de la mañana y empezando a leerlo con la mayor atención.

No debe extrañarse esta conducta del doctor, porque era uno de los que en Londres tenían el renombre de príncipes de la medicina. Dedicábase muy especialmente a las enfermedades nerviosas, y ya fuese porque, realmente, se tratara de un hombre de ciencia, o porque hubiese logrado ponerse de moda, el caso es que ganaba todo el dinero que quería, no solamente con sus visitas sino que también gracias a la clínica o casa de salud que tenía establecida para la curación de las enfermedades nerviosas y cuya pensión hacía pagar carísima!

Como ocurre a muchos de estos especialistas famosos, endiosados gracias a la admiración que por sí mismos sienten, el doctor Brider afectaba el mayor desdén hacia los clientes que le proporcionaban tan pingües beneficios, y así no es de extrañar que, a pesar de constarle que esperaban varios enfermos, se entretuviera en leer con el mayor sosiego las noticias de la mañana.

Acabó de fumar un excelente puro habano y luego, sin apresurarse en lo más mínimo, bajó a la planta baja de su casa en donde tenía la consulta.

Entró en su despacho magníficamente arreglado, y después de haber puesto en su lugar algunos objetos desordenados, tocó un timbre y el groom abrió la mampara forrada de rica piel y dió paso al primer cliente.

Con cara de pocos amigos, el doctor empezó la visita. Hizo varias preguntas al enfermo, se informó de sus antecesores y después en olímpico tono pronunció un diagnóstico salpicado de abundante terminología científica, le prescribió un régimen de vida y añadió:

—Son cinco libras esterlinas.

El cliente sacó la cartera y de ésta un billete, que tendió al doctor, el cual lo echó negligentemente en un cajón de la mesa.

Luego saludó con un movimiento de cabeza y el enfermo salió por otra puerta.

El doctor tocó nuevamente el timbre y a la sazón entraron dos hombres jóvenes y muy elegantes, uno de los cuales estaba sumamente pálido y parecía abatido.

—Buenos días, doctor—dijo el que lo acompañaba. — Aquí le traigo a mi hermano Guillermo con objeto de que lo visite usted detenidamente.

El doctor miró al enfermo y contestó:

—Tenga usted la bondad de sentarse.

—Permítame, señor doctor—dijo el hermano mayor,— que le dé algunos detalles acerca de la enfermedad de Guillermo. Soy lord Douglas y estoy afligido con una renta anual de diez mil libras esterlinas. Mi hermano tiene algo más de la mitad y como es joven e inexperto ha llevado basta ahora una vida de disipación y de placeres que han minado su salud.

—Haces mal, John—dijo el enfermo,—en empeñarte en que mi método de vida tiene que ver con la alteración de mi salud. Más bien puede atribuirse a debilidad congénita.

—Bueno, ya lo verá el doctor—contestó lord Douglas, ¿Figúrese usted, doctor, que desde hace ya mucho tiempo mi hermano no puede conciliar el sueño, y si acaso se duerme, despierta víctima de horribles pesadillas, hasta el punto de que sólo al llegar la noche se pone ya intranquilo y temeroso.

—Es natural—contestó el doctor. —Prosiga usted, lord.

—Pues bien, he probado todos los medios para lograr la mejoría de mi hermano, pero, desgraciadamente, nada ha producido ningún efecto. Durante el último año hemos viajado por todas partes y visitado a los más célebres especialistas en enfermedades nerviosas y ninguno de ellos ha logrado aliviar a Guillermo. Por fin, uno de ellos nos indicó que usted era la única persona del mundo capaz de operar el milagro de la curación de mi hermano, y a usted venimos como último recurso.

—Bien, bien—dijo el doctor halagado en su vanidad por las últimas palabras. —Lo procuraremos. A ver, amigo mío—añadió dirigiéndose al enfermo,—tenga la bondad ¿o contestar a las preguntas que voy a dirigirle.

; Entonces sometió al enfermo a un interrogatorio y terminado éste añadió:

—Bueno, ahora ya puedo formar diagnóstico. La enfermedad de usted es sumamente sencilla y de fácil curación. No he de negarle que deberá sufrir un tratamiento relativamente largo, algo así como un par de meses, y desde luego, si no tiene usted ocupaciones urgentes, creo que sería preferible que se alojase usted en mi casa de salud. De este modo estaría usted alejado de toda clase de excitación, y como yo podría observarlo a todas horas, me sería fácil aplicar a cada momento el tratamiento que considerase más oportuno. ¿Qué le parece a usted?

—Por mi parte no tengo inconveniente—contestó el enfermo,—si mi hermano encuentra aceptable su consejo.

—Sí, sí, en absoluto, querido Guillermo — contestó John;—lo que me interesa ante todo es que te repongas completamente. Yo te haré frecuentes visitas y…

—De ninguna manera, lord Douglas—interrumpió el doctor;—su señor hermano ha de estar completamente aislado para que recobre la tranquilidad de ánimo que, imprescindiblemente, necesita si queremos lograr su curación.

—Bien, no insisto—dijo el lord. —¿Te conformas con ello, Guillermo?

—Sí.

—Pues no hay más que hablar. Ahora, señor doctor, tenga la bondad de indicarme cuánto importa Ja pensión.

—¡Oh, no corre prisa! —dijo el doctor Brider sonriendo,

—Sí, vale más que me lo diga usted ahora para satisfacerla.

—Pues bien, ya que se empeña usted… son cinco libras diarias pagaderas por quincenas.

—Lo cual importa, si no me engaño, setenta y cinco libras—dijo lord Douglas sacando la cartera del bolsillo.

Entonces tomó un fajo de billetes de banco que en ella guardaba, contó setenta y cinco libras y las entregó al doctor.

—¿Quieres quedarte ya, Guillermo? —preguntó el lord a su hermano.

—No hay inconveniente—contestó el enfermo.

—Pues bien, adiós. Ya daré orden de que te traigan tu equipaje. Dentro de quince días, señor doctor—añadió dirigiéndose a éste,—me permitiré visitar a usted para adquirir noticias y satisfacerle el importe de la segunda quincena.

El doctor se inclinó sin responder palabra y luego estrechó la mano del lord, que se despidió de su hermano y se marchó.

—Le ruego, caballero—dijo el médico a Guillermo Douglas,—que tenga la bondad de seguir a mi criado, el cual lo aposentará en sus habitaciones.

Mientras decía estas palabras tocaba dos veces el timbre y al criado que se presentó le dijo:

—Conduce a este caballero al departamento número 27.

Sir Guillermo Douglas salió del despacho del doctor y a través de una serie de corredores magníficamente amueblados llegó a un departamento compuesto por tres habitaciones, una de ellas destinada a dormitorio, otra a sala de lectura, salón de fumar, etc., y la tercera estaba habilitada para comedor. Además había otro cuartito para baño y tocador y el conjunto producía magnífica impresión, pues los muebles eran elegantísimos y estaban dispuestos con el mejor gusto. En una palabra, aquel alojamiento era sumamente agradable.

Sir Guillermo, para hacer tiempo, se entretuvo en examinar los libros que tenía a su disposición y observó que todos ellos versaban sobre asuntos ligeros y agradables, y de ninguna manera susceptibles de cansar impresiones fuertes o molestas.

Poco después llegó un criado a la casa de salud, llevando la ropa y otros efectos de sir Guillermo, el cual, una vez lo hubo ordenado todo en sus nuevas habitaciones, salió al jardín del edificio y se sentó en un banco diciéndose:

—En resumidas cuentas, me parece que no voy a estar mal en esta casa.

En cuanto al doctor, una vez hubo salido su nuevo pensionista, se frotó las manos de gusto pensando:

—Si se cura o no ya lo veremos. Lo que interesa es que pase algún tiempo en mi casa.

Y continuó la visita con mayor placer del que hasta entonces había mostrado en recibir a sus clientes.