Capítulo III
CARLOS BRAND subió una escalera bastante obscura, y al llegar al primer piso vio un rótulo en una de las puertas, que decía:
J. SMITH
AGENCIA DE COLOCACIONES
—Aquí es sin duda—pensó el joven.
Llamó y a los pocos instantes acudió un muchacho joven y malcarado a abrir la puerta.
—¿Está el principal? —preguntó Carlos Brand.
—Sí, señor. ¿Qué desea Usted?
—Hablar con él para tratar de un empleo.
—Pase—dijo el dependiente.
Carlos Brand fué introducido en una salita regularmente amueblada y en la que había una puerta forrada de bayeta verde que, sin duda, conducía al despacho de Smith,
Poco después se oyó la llamada de un timbre, entró el dependiente por aquella puerta y, al salir, dijo a Carlos:
—Pase usted.
El amigo de Raffles se vió ante un hombre que contaría tal vez cincuenta años, de expresión astuta, y que a través de los cristales de sus anteojos miré curiosamente al recién llegado.
—¿‘Qué desea usted? —preguntó.
—Pedirle que se sirva proporcionarme un empleo cuanto más lejos mejor y lo antes posible.
—¿Quiere usted huir de Inglaterra? —preguntó Smith con cierta sorna.
—Sí, señor…
—¡Hola! ¿Ha hecho usted algo? ¿Tiene miedo de que lo prendan?
—No, señor. No he cometido delito alguno—contestó Carlos. —Quiero marcharme porque mi novia me ha abandonado y no puedo vivir sin ella.
—¡Bah! —contestó Smith sonriendo irónicamente. —No hay que tomarlo tan a pechos, joven. ¡Juventud! ¡Juventud!
—Si hubiese usted conocido a mi Elena, comprendería mi desesperación—contestó Carlos.
Y dió un hondo suspiro como si estuviese desesperado, —He momento no puedo ofrecerle lo que desea—dijo Smith,—pero si quiere que le busque empleo, es preciso inscribirse antes. Son diez chelines.
Carlos extrajo su portamonedas de piel y sacando la cantidad pedida la dejó sobre la mesa.
Smith sacó un registro y se dispuso a escribir el nombre del joven, que dijo llamarse Roberto Palsey.
Mientras lo anotaba, Carlos se inclinó curiosamente y pocas líneas antes de la en que el viejo inscribía su nombre y su domicilio, vio escrito el de Elena Allen. Entonces, continuando la representación de su papel, cogió un brazo a Smith, que levantó asombrado la cabeza, y le dijo:
—Perdóneme usted, señor, pero veo que en esta libreta está anotado el nombre de mi novia.
—Bien ¿y qué? —preguntó bruscamente el otro.
—Pues quisiera rogarle que me diga dónde está. Desearía hablar con ella.
Aquellas, palabras parecieron enternecer a Smith, que se quitó las gafas y preguntó:
—¿Cómo se llama su novia?
—Elena Allen.
—¿Elena Allen? —repitió Smith mirando al mismo tiempo su registro. —Pues bien, siento manifestarle que ya no está en Londres.
¿Que ya no está en Londres? —exclamó Carlos con verdadero asombro.
—No, señor. Hace media hora que Ha partido para la India, a donde va colocada por mí.
—¡Qué desgracia! —exclamó Carlos sinceramente, creyendo que Raffles, para seguir la aventura, no Había dudado en embarcarse. —¿Me asegura usted que es verdad lo que acaba de decirme?
—Por completo. No le engañaría, como puede usted comprender, pues no me va nada en ello.
Pero Carlos comprendió enseguida claramente la razón de las palabras del viejo. Sin duda éste temiendo que el fingido dependiente volviera a encontrar a su novia y la disuadiera de llevar a cabo el viaje, quería engañarlo para que no la buscase. Esta era una prueba de que la plaza ofrecida en el periódico no era muy Honorable; pero, apoyado en esta sola conjetura, Carlos no podía intentar nada contra la agencia. Permaneció unos instantes pensativo y Smith añadió:
—Bueno, no se apure. Ya que Ha tenido usted tan gran disgusto, voy a Hacer lo posible por colocarlo de manera que olvide a su novia. Vuelva mañana y creo poder darle una buena noticia.
Carlos, consolado en apariencia por esta promesa, preguntó:
—¿A qué hora quiere usted que venga?
—A las doce y procure ser puntual, pues, de lo contrario, no podría recibirlo porque tengo mucho que hacer.
Carlos Brand se despidió entonces, en vista de que ya no le era posible prolongar la entrevista y salió del despacho. Al llegar al lugar en que estaba el dependiente de Smith, vio que se levantaba y lo acompañaba basta la puerta, amabilidad que le causó algún asombro, pero mayor lo sintió todavía al ver que el desconocido lo cogía del brazo y salía con él a la escalera.
—¿Qué quiere usted? —le preguntó Carlos mirándolo atentamente.
—Nada. Que me haga el favor de salir conmigo.
—¿Para qué?
—Pronto lo verá usted, amigo Carlos—replicó el desconocido.
—¿Cómo sabe mi nombre?
A la sazón estaban ya en la puerta de la calle, y entonces el empleado de Smith se echó a reír y dijo:
—Parece mentira que aun no Hayas aprendido a conocerme.
La voz aquélla sobresaltó a Carlos, que estuvo a punto de dar un grito de asombro.
—¿Tú, Eduardo? —exclamó luego.
—Sí, el mismo. Ahora vámonos, que tenemos mucho que hacer.
—Pero ¿cuál es la razón de este disfraz?
—Pronto lo sabrás. Sígneme.
Los dos amigos empezaron a andar rápidamente y Raffles entró en un locutorio telefónico y pidió comunicación con Scotland Yard.
—¿Está el capitán Marholm? —preguntó.
—Ahora se pondrá al aparato. ¿Quién llama?
—Un amigo suyo. Ya le diré mi nombre. ¡Aprisa!
El ordenanza llamó sin duda a su jefe, porque poco después la voz de éste preguntaba:
—¿Quién llama?
—Raffles.
—¿Qué pasa? ¿Quiere usted darme un disgusto? —preguntó Marholm alarmado.
—No, señor. Al contrario. Diríjase usted, sin perder momento, a la calle de Kappel y prenda al director de una agencia de colocaciones llamado John Smith. Si debajo de algún mueble hallan dormido a un joven empleado suyo, pueden prenderlo también. Pronto les daré más indicaciones relativas a otras personas que deberán ser presas.
—Pero ¿qué han hecho?
—Por ahora pueden acusarlos de dedicarse a la trata de blancas. Tengo las pruebas en mi poder, pero bueno será que registren la casa. Tal vez encuentren otras.
Dichas estas palabras cerró el aparato, y tomando un cocho se dirigió en él, acompañado de Carlos, a Church Street, situada en el barrio de Battersea. Descendió ante una casa señalada por el número 15, y después de haber recomendado a su amigo que saliera del coche y esperase en la acera, subió al primer piso.
—¿Está el capitán Briggs? —preguntó a una mujer vieja, sucia y fea que salió a abrirle la puerta.
—Sí, señor. ¿Qué le quiere usted?
—Dígale que soy el empleado de Smith, de la calle de Kappel, y que vengo a buscarlo de parte de mi principal.
La mujer dejó solo a Raffles y se dirigió al interior del piso. Poco después regresó acompañada por un hombre de unos cincuenta y cinco años, de rostro brutal y cínico, que preguntó al fingido empleado:
—¿Qué quieres?
—Mi principal, el señor Smith, de la calle de Kappel, ruega a usted que vaya a su casa con urgencia, porque quiere consultarle un detalle acerca del viaje a la India de las tres señoritas contratadas.
La expresión de desconfianza del capitán se desvaneció al oír estos datos y contestó:
—Está bien. Allá voy.
—Si quiere usted acompañarme, tengo un cab en la puerta.
—¡Diablo! Parece que la cosa es urgente—observó el capitán.
—Mucho—dijo Raffles. —Por eso el principal me ha hecho tomar un coche.
El capitán siguió sin la menor desconfianza y subió al coche. Raffles, antes de hacerlo a su vez, se volvió al cochero y le dijo:
—¡A casa!
El coche emprendió la marcha y Carlos Brand, en vista de que Raffles no le había dicho nada, se agarró a la trasera como un pillete.
Raffles, entretanto, se metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de tabaco, con el que empezó a cargar su pipa.
—¿Quiere usted fumar? —preguntó al capitán.
Este sacó su pipa y aceptó el tabaco de su compañero.
Dió algunas chupadas y poco después estaba profundamente dormido.
Entonces Raffles se asomó a la portezuela y dijo al cochero:
—¡A Scotland Yard!
Poco después se detenía el vehículo ante la Dirección de Policía. Raffles bajé, y llegándose a un agente que estaba de guardia en la puerta, le dijo:
—Apodérese de ese hombre y entréguelo al capitán Marholm con esta tarjeta. Dígale que no lo suelte hasta haber recibido más noticias.
Dicho esto se metió en el coche, aquella vez acompañado de Carlos, el cual le preguntó:
—¿Puede saberse lo que has hecho y el por qué de la prisión de este hombre?
—Con mucho gusto voy a decírtelo—le contestó Raffles,—y verás que se trata de un caso sencillísimo, indigno casi de mí. Como ya sabes, disfrazado de mujer fui a contratarme a casa de ese viejo tuno,
—Es cierto.
—Pues bien. Quise averiguar qué clase de negocios eran los suyos y esta tarde fui a verlo.
—¿Cómo te arreglaste?
—En primer lugar te mandé allí con la misión de que pidieras colocación y luego hablases de tu novia, y, en fin, que hicieras lo que mejor te pareciese, pues lo que yo deseaba era que entretuvieses a Smith.
—¿Con que objeto?
—Con el de poder practicar un buen registro mientras tanto.
—Y ¿has descubierto algo?
—Sí, lo que me figuraba. Este bandido, en unión del capitán Briggs, contrataba jóvenes para mandarlas a la India en concepto de señoritas de compañía, pero, en realidad, las desembarcaban en Turquía y luego las vendían a los harenes. Pronto hube encontrado las pruebas y entonces ya viste que avisé a mi amigo Marholm para que prendiese a ese tuno y yo me encargué de Briggs.
—¿Por qué no dejaste que la policía lo hiciese?
—Porque sospechó que ese Briggs debía de ser más avisado que su socio y no se dejaría coger tan fácilmente. Por eso se me ocurrió aprovechar el disfraz que yo llevaba y que tal vez no inspiraría sospechas.
—Pera ¿cómo has logrado apoderarte de él?
—Con una pipa de tabaco. Encendí la mía y le ofrecí. Él tuvo la candidez de aceptar sin desconfianza alguna, porque vio que yo fumaba el mismo tabaco.
—¿Y tú no has sentido los efectos del narcótico?
—No, porque el tabaco mío era bueno. Estaba en el mismo bolsillo que el mezclado con opio, pero no en la misma bolsa.
—Y al empleado de Smith, ¿cómo lo substituiste?
—De la misma manera. Entré y trabé conversación con él. Luego le ofrecí un cigarrillo y a los pocos momentos estaba en situación de servirme de modelo. Me caractericé y mientras tú entretenías al viejo llevé a cabo el registro.
Hablando así los dos amigos llegaron a la casa de Raffles y una vez en ella éste encerró en un sobre las pruebas de que se apoderara en la agencia de Smith y las remitió a Marholm para que pudiera sostener la acusación contra aquel bandido.
En cuanto a las muchachas que habían sido contratadas o, mejor dicho, engañadas por Smith, recibieron al día siguiente un donativo en dinero y el consejo de no fiarse de los anuncios de los periódicos, pues muchas veces en ellos se ocultan intenciones criminales.